BARROCO. Núcleo del ethos cultural iberoamericano

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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INTRODUCCIÓN

La necesidad de caracterizar culturalmente el periodo histórico que acompañó a la primera evangelización de América es una tarea imprescindible para comprender adecuadamente el rol jugado por la Iglesia en la formación y desarrollo de la cultura de los pueblos de Iberoamérica, como también para comprender los desafíos que presenta el actual proceso de modernización y desarrollo de la región. En la Conferencia de Puebla, la Iglesia reconoció públicamente que la cultura de los pueblos 1atinoamericanos tenía un “real sustrato católico”, formado con la primera evangelización y consolidado por la ininterrumpida presencia eclesial de cinco siglos.

Tal afirmación, sin embargo, no ha sido aceptada en forma indiscutida. Tanto en los círculos intelectuales como en los propiamente pastorales, y con argumentos de distinto tipo, se ha puesto en cuestión el alcance de una afirmación histórico-cultural de este tipo, por lo que resulta de especial importancia analizar el tema en profundidad.

Como ocurre con toda discusión intelectual, ésta ha tenido una profundidad y calidad desigual en los distintos países y ambientes, y no se ha destacado demasiado por su ecuanimidad. Cuando se aproximaban las celebraciones del V Centenario, se empezó a poner énfasis en la discusión acerca de las palabras que deberían caracterizar más apropiadamente esa conmemoración, descuidándose en cambio, el análisis de los aspectos más sustantivos de la cultura forjada por los pueblos iberoamericanos. Así, se discutió, por ejemplo, si acaso puede hablarse de un «descubrimiento» de América, o si no sería del caso hablar mejor de un «encubrimiento» de las culturas preexistentes.

Parecía que el acto de escoger uno u otro término podría producir una suerte de «exorcismo» sobre la historia real, de la que se arrojarían los fantasmas y demonios culpables de las dificultades del pasado y de los problemas actuales que tienen, en grado variable, todos los países de la región para adecuarse al proceso de modernización en curso.

Esa ilusión exorcista, sin embargo, amenazaba con hacer incomprensible, especialmente para las élites intelectuales, la memoria histórica de los pueblos de Iberoamérica ahorrándoles, aparentemente, el esfuerzo de construir criterios hermenéuticos adecuados para comprenderla y discernirla. Son muchos los que se apresuraron a juzgar de manera global quinientos años de historia, sin el fatigoso pero indispensable esfuerzo de comprensión de la síntesis cultural que ha tenido lugar durante estos cinco siglos, a partir de las múltiples familias de pueblos que vieron de pronto interrelacionadas sus vidas, sus tradiciones, sus lenguas, su parentesco, su organización social y su experiencia religiosa.

Daba la impresión que a muchos intelectuales les molestaba la presencia de la Iglesia y preferían ofrecer alguna interpretación en que ella ni siquiera necesitara ser mencionada. Sabemos que la presencia de la Iglesia en la historia es y será un «signo de contradicción», pero la conciencia de este hecho no puede ahorrar el trabajo de analizar y de reproponer constantemente los criterios de interpretación que permitan a las generaciones presentes comprender y valorar la experiencia cultural que han heredado de las generaciones pasadas.

El análisis que a continuación se ofrece no tiene otro propósito que intentar contribuir a una comprensión más profunda del periodo de formación de la cultura de los pueblos de Iberoamérica, a partir del encuentro y síntesis entre elementos provenientes de las tradiciones culturales amerindias, de las europeas y, más adelante, de las afroamericanas. Antes de adelantar un juicio moral sobre la historia es preciso comprenderla en su facticidad y en su significado, y ello obliga a descubrir criterios de interpretación que permitan revelar, en cuanto sea posible, el significado que el encuentro cultural tuvo objetivamente para la historia futura de los pueblos involucrados.

Por ello, este trabajo no se detendrá en el análisis del impacto psicológico o emocional que este periodo de formación de la cultura iberoamericana haya tenido para sus protagonistas. Como se sabe, no tenemos acceso sino a fuentes secundarias y tardías sobre estos aspectos. Su objetivo, en cambio, es comprender el significado y la proyección histórica de las interrelaciones culturales producidas a causa del encuentro entre mundos distintos, interpretando tales interrelaciones desde un marco de referencia lo suficientemente amplio como para que revelen un sentido que, por desplegarse en un periodo de larga duración, ni siquiera logra ser comprendido cabalmente por los propios protagonistas.

Muchos de los análisis realizados sobre el periodo del encuentro terminan invariablemente en una discusión apasionada acerca de los «justos títulos» de la presencia europea en América y acerca de la llamada «duda indiana» introducida en los círculos de la corona y del Consejo de Indias a través de la discusión suscitada por el Padre Las Casas y continuada por la Escuela de Salamanca. Pero por relevante que sea una discusión histórica, sabemos que ella no es capaz de reflejar la totalidad de los aspectos sociales y culturales concernidos en el periodo que analizamos.

El encuentro entre pueblos y culturas diversas que, más allá de sus opiniones convergentes o divergentes, crearon lazos sociales duraderos y estables, abarca necesariamente la totalidad de la vida social de cada uno: sus formas de reproducción, su economía, sus lenguas, sus universos simbólicos. Y no se puede reducir toda esta amplitud del acontecimiento histórico a las vicisitudes de una polémica político-intelectual, por importante que ella pueda parecer.

Este trabajo no quisiera situarse, por lo tanto, en el contexto de los debates del presente o del pasado acerca de los «justos títulos» de la presencia europea, sino en la facticidad del encuentro de mundos sociales y culturales bastante diferentes entre sí que, no obstante sus diferencias, lograron crear un «modus vivendi» recíproco del tal modo estable, que no resulta demasiado aventurado plantearse la hipótesis de la existencia de una síntesis cultural fundante de la memoria histórica de Iberoamérica.

Nos interesa analizar la existencia de una síntesis cultural iberoamericana en el contexto de los desafíos introducidos por la modernidad. Una determinada línea historiográfica ha identificado las preguntas de la modernidad con las cuestiones debatidas en torno al surgimiento de los estados nacionales en la primera mitad del siglo pasado. Con ello, la historia de la primera evangelización de América y de la formación del «ethos barroco» ha pasado a ser una suerte de prehistoria, prescindible desde el punto de vista de la interpretación de los desafíos del presente.

En parte, esta lectura ha sido intencionada, puesto que transforma a la Iglesia en un actor secundario de la historia de los pueblos latinoamericanos sobrevalorando, en cambio, la presencia del estado y del mercado, como si estas dos instituciones modernas agotaran todas las referencias culturales del decurso histórico. Pero en parte también, se debe esta interpretación a la asunción acrítica de modelos de lectura del fenómeno moderno, que tienen mayor relación con el desarrollo europeo que con el iberoamericano y que, no obstante, lo aplican a nuestra realidad cultural para referirse a los procesos de modernización, especialmente, en los aspectos relativos a su dimensión religiosa.

El más conocido de estos modelos de análisis histórico-sociológico ha proporcionado la interpretación de la ética calvinista hecha por Max Weber en su famoso estudio acerca del espíritu del capitalismo. Esta ética habría representado un impulso decisivo en el proceso de racionalización de la sociedad, especialmente, debido al orden y al disciplinamiento del trabajo y de la vida cotidiana que trae consigo una ética intramundana. En otros textos he tenido la oportunidad de demostrar cuán inadecuado resulta un enfoque de esta naturaleza para una sociedad que, como la iberoamericana, jamás conoció un movimiento análogo al puritanismo o al pietismo, y que tampoco tuvo ni Reforma, ni guerras de religión, ni una crítica filosófica sistemática a la religión o a la teología. No han existido «herejías» en la historia religiosa de Iberoamérica, ni los conflictos europeos derivados de la Reforma y de las guerras religiosas tuvieron una influencia inmediata en el periodo en que se formó el núcleo de la cultura iberoamericana.

Como explicaré más adelante, mucho más sensato resulta asumir como marco de referencia para el análisis de la modernización iberoamericana la teoría sociológica actualmente disponible acerca de la evolución de las sociedades, puesto que las culturas no representan solamente un conjunto de «contenidos semánticos» expresados en normas de conducta o reglas morales, sino fundamentalmente un estilo de presencia del sujeto en la historia, con sus correspondientes mecanismos de observación y de diferenciación social, de interpretación de la presencia propia y de la ajena, de transmisión de la sabiduría aprendida y de conservación de la memoria que registra el sentido de esta presencia. Quisiera decir, finalmente, una palabra también introductoria acerca del término «barroco» que es en mi opinión, el que caracteriza con mayor precisión la época de la formación y consolidación del «ethos» de los pueblos iberoamericanos. Lamentablemente, la palabra «barroco» suele aplicarse, de modo restringido, a la sola caracterización de un estilo artístico europeo, que por extensión o analogía podría extenderse también a los países de Iberoamérica, lo que ha contribuido a desfigurar el significado cultural global de la época en que tal estilo surge.

También, con criterio euro-centrista, suele identificarse el barroco con las tendencias políticas de la «contrarreforma», sin tener en cuenta que más allá de las fronteras de Europa, la dinámica cultural estaba marcada por sucesos completamente distintos al problema de la distribución del poder entre las naciones europeas, o al ocaso del concepto medioeval de cristiandad.

El concepto de «barroco» que utilizo tiene en cuenta también la dimensión artística y la dimensión política de los sucesos intra europeos, pero, como se verá, comprende muchísimas otras dimensiones sociales y culturales de alcance más amplio. La palabra «barroco» se emplea en el contexto de este articulo para caracterizar una época histórico-cultural en sus aspectos simbólico-expresivos, simbólico-prácticos, éticos y organizacionales.


EL ENCUENTRO ENTRE CULTURAS DIFERENTES

El hecho más determinante de toda la época anterior a la formación de los estados nacionales en Iberoamérica es la experiencia del encuentro entre pueblos y culturas diversas, antes desconocidas entre sí, por efecto de la expansión europea a ultramar. Algunos historiadores y cientistas sociales cuestionan el uso de la palabra «encuentro», puesto que algunas culturas aborígenes habrían desaparecido y otras habrían conocido la opresión, debiéndose sumergir en el silencio durante siglos.

Más allá de la dificultad que representa evaluar una mirada tan general y poco diferenciada sobre lo ocurrido, pensamos que la categoría de «encuentro» es adecuada, también para aquellos casos mencionados precedentemente. Desde el punto de vista histórico, el encuentro entre pueblos desconocidos no ha sido nunca simétrico, en el sentido de que sus relaciones debiesen ser necesariamente reguladas por contraprestaciones equivalentes de bienes y servicios, ni en el sentido en que las partes involucradas deberían llegar a una suerte de total entendimiento y consideración mutua, sin costos de ninguna especie. Esa es una visión idealizada sobre la historia que no resiste el menor análisis. Es obvio que han variado a lo largo del tiempo los mecanismos mediante los cuales los pueblos se han interrelacionado, pero no siempre estos mecanismos han sido pactados con anterioridad, y menos todavía en el caso de pueblos que se desconocían completamente y que se encontraron de manera imprevista.

En el caso de América, el encuentro ocurrió entre pueblos de distinta procedencia étnica, de distinta lengua y religión, de distinta procedencia geográfica y de distinta organización social y política. Se puede hablar de «encuentro» porque es posible comprobar el hecho elemental de que ninguno de los pueblos protagonistas quedó con las mismas estructuras sociales, ni con las mismas categorías culturales que tenía antes de encontrarse con el otro. Todos, en grado ciertamente variable, debieron cambiar sus categorías culturales, al menos para aceptar que el otro también estaba presente, y una vez identificada y diferenciada esta nueva presencia, para reinterpretar el mundo y la historia desde esta nueva categoría hermenéutica.

Es evidente que este proceso tuvo costos sociales y culturales. No podría haber sido de otro modo. Sabemos que el sólo hecho de ser observado por alguien que antes no lo hacía representa una transformación del entorno del observado. Con cuanta mayor razón es esperable encontrar una transformación cultural importante si el proceso que analizamos no fue sólo de carácter epistemológico, sino un acontecimiento histórico que incluyó dominio político, tributo sobre la población, rearticulación de las economías, introducción de nuevos procesos tecnológicos, educación laboral, evangelización y mestizaje.

Así, tanto los pueblos europeos protagonistas de la expansión como los pueblos aborígenes que recibieron su presencia sufrieron un proceso de mutación cultural derivado del descubrimiento de la tradición y de la memoria histórica del otro. Esta transformación del horizonte de referencia incluyó también el caso de pueblos amerindios que no se conocían entre sí, y que entran en contacto por la mediación de la presencia europea. ¿Eran las historias de los nuevos pueblos conocidos compatibles con la memoria de las propias tradiciones? ¿Remitían a un tronco primigenio común? ¿Existía la posibilidad de un destino compartido? ¿Qué grado de universalidad era razonable suponer en la cultura del otro, para reconocerse a sí mismo en ella? No eran preguntas fáciles de contestar y exigían un proceso de acercamiento y de investigación mutua, la creación de un conocimiento compartido, y una valoración acerca de la propia experiencia del encuentro, que no podía sino ser aprendida a partir de las experiencias previas.

De modo que más que contentarse con una imputación global acerca de quiénes fueron los que debieron soportar más intensamente los costos sociales que tuvo el proceso del encuentro, -que hasta los niños saben que fueron los pueblos amerindios y afroamericanos- lo razonable es estudiar este proceso en su particularidad y significado, en la adaptación y síntesis que tuvo como resultado. De entre las muchas maneras en que podría caracterizarse esta experiencia, y cada disciplina científica reivindicará sus propios métodos para hacerlo, creo de gran relevancia, desde mi punto de vista, considerar como marco de referencia las dos grandes macro-variables que utiliza la teoría sociológica para referirse a la evolución de las sociedades, y que son pertinentes para el análisis comparativo de los diferentes periodos histórico-culturales.

La primera macro-variable considera el paso desde la tradición oral a la tradición escrita, y desde ella a la cultura audiovisual. La segunda macro-variable, considera el paso desde la sociedad segmentaria, organizada por el parentesco, a la sociedad organizada jerárquicamente o por estamentos, y desde ella, a la sociedad funcionalmente organizada.

Oralidad y escritura

En el periodo de la formación del ethos barroco no existía todavía, obviamente, la etapa de la cultura audiovisual, en el caso de la primera macro-variable, y tampoco puede hablarse de una sociedad funcionalmente organizada, en relación a la segunda macro-variable. En efecto, los pueblos indígenas americanos, a pesar de su desarrollo relativamente sorprendente en el plano de la agricultura, de la arquitectura y de la civilización urbana, constituían al momento del encuentro con Europa culturas de tradición oral. Como se sabe, existían algunos códices en la zona maya que podrían haber evolucionado posteriormente hacia la escritura fonética.

Pero si no consideramos esta parcial excepción, puede afirmarse que todos los pueblos aborígenes americanos pertenecían al universo de la oralidad. Los europeos, en cambio, habían comenzado a desarrollar masivamente la cultura escrita, no sólo en el sentido permitido por la invención de la imprenta, sino en el sentido cultural más profundo del proceso iniciado algunos siglos antes, de poner por escrito las lenguas vernáculas habladas.

Así, si bien es cierto que muchos de los españoles que vinieron a suelo americano eran analfabetos, sin embargo, surgieron tempranamente escuelas y universidades en suelo americano, las que apoyaron fuertemente el proceso de evangelización y formaron letrados para la administración de los negocios. En Europa por su parte, se desarrolló una profunda reflexión filosófica y teológica motivada por la experiencia del encuentro, reflexión que acompañó el proceso legislativo que intentó reglamentar los asuntos americanos. No se conoce en la historia de la expansión europea a ultramar otro caso de colonización tan detalladamente legislado, aun cuando deba reconocerse que la norma no fuera siempre cumplida.

Ello es un indicador de la valoración puesta especialmente por España a la cultura del texto que, como se sabe, es el soporte de la existencia de la ley y del estado de derecho moderno. No por acaso, el mismo año del Descubrimiento de América, Nebrija publica la primera gramática del idioma castellano, profetizándole a los reyes, según dice la tradición, que esa sería el arma más efectiva para el gobierno de sus reinos.

Es interesante constatar que los propios indígenas, especialmente en la zona del Tahuantinsuyo, bajo el dominio del inca y de la lengua quechua, percibieron la llegada de los españoles vinculada a la enseñanza de la escritura, tanto en el sentido literal de enseñar a leer y escribir, como en el sentido de enseñar las Sagradas Escrituras. Cito las elocuentes palabras de Evaristo Kondori Kavina, según las reproduce F. Pease: “Antes del español aquí no existía nada de leer, ningún libro, ni nada por el estilo. En tiempos más antiguos, cuando recién este mundo surgía, no sabían leer, ni otras cosas. Solamente ese Inkariy tenía poder y sabiduría, era el único que podía ver el oro. Entonces a ese que le dicen Francisco Pizarro, que había venido de España, diciendo que aquí enseñaría a leer, diciendo que estarán bien con los libros... Llegaron cruzando el mar, preguntando si sabían leer. Le contestaron «no sabemos leer». «Yo les voy a enseñar», les dijo. Así fue que les enseñé a leer”.

Desde el punto de vista de la evangelización, la novedad más grande que significó para los europeos el descubrimiento de las culturas aborígenes americanas fue el encontrar pueblos que no pertenecían al tronco bíblico y, por lo tanto, que ponían en cuestión el carácter universal de la visión cristiano europea de la historia. Debieron replantearse, en consecuencia, los criterios hermenéuticos con los cuales se había construido la cristiandad medioeval que, si bien nunca llegó a ser propiamente universal, estaba rodeada de los «infieles» que pertenecían también al tronco bíblico.

Son múltiples en Iberoamérica los testimonios culturales que dan cuenta de este problema. Tal vez el más conocido sea la leyenda de que estas tierras habrían sido ya evangelizadas por Santo Tomàs apóstol, identificándose además su figura con personajes indígenas legendarios y de alta legitimidad, como fue el caso de Quetzalcóatl en México.

Por su parte, la reflexión filosófica de la Escuela de Salamanca apunta en la misma dirección, puesto que su preocupación temática central es el derecho de los pueblos a convivir pacíficamente entre sí, aun cuando tengan distintas tradiciones culturales, historias y religiones. Nunca pensó esta Escuela que debía despojarse a los indígenas de su cultura para anunciarles el evangelio o para instruirlos en los preceptos morales. Más allá de las posiciones particulares de Ginés de Sepúlveda y, tal vez, debido a ellas, la tendencia generalizada de los pensadores salmantinos fue la de aceptar y valorar la identidad cultural forjada por cada pueblo a partir de su propia historia, de modo que la evangelización debía ser lo suficientemente paciente como para estudiar primero la lengua y las tradiciones religiosas de cada pueblo, y sólo entonces entrar en dialogo con ellas, reprochándoles lo que atentase contra la dignidad natural del ser humano.

Tal vez seria pertinente recordar que hubo una temprana evangelización pre-tridentina, protagonizada por las órdenes mendicantes y que afectó fundamentalmente a los territorios de Nueva España. De este primer encuentro es conocida la orientación milenarista y el deseo de solucionar la falta de huellas de la presencia indígena en la Biblia considerando a estos pueblos como los «invitados de la hora undécima» de la parábola del banquete. Pero la evangelización de América del Sur, por una parte, como también aquella que logra cristalizar en torno al mestizaje, por la otra, es post-tridentina y sus agentes, no son sólo las órdenes fundadas en la cristiandad medioeval, sino que se incorpora como gran protagonista la Compañía de Jesús, la cual encamina la evangelización, según nuestro parecer, hacia la síntesis barroca del mestizaje.

Para las poblaciones indígenas americanas, la mayor novedad consistió en recibir a un pueblo cuyo sentido de la historia no derivaba de la sacralidad de la naturaleza, de su función productiva y fertilizadora, de su función ordenadora a través del ciclo agrícola, sino de la doctrina contenida en el libro. En todo el mundo indígena americano, y de modo particular entre los pueblos agricultores, la tierra fue venerada como madre que da a luz y alimenta a sus hijos, y también como madre que acoge a los muertos y mantiene la continuidad de la existencia de los pueblos.

No era fácil para culturas así constituidas descubrir la novedad cristiana de la «encarnación del Verbo» y, por tanto, la dependencia del sentido de la historia de un acontecimiento específico ocurrido en un espacio y tiempo también específico. La sociedad indígena no era la agregación de una representación de roles sociales definidos humanamente, sino coincidía con el cosmos, con la totalidad del universo. Cuzco era el «ombligo del mundo», ¿y cómo podría haber ocurrido en otro sitio un acontecimiento tan decisivo para la historia humana si no era precisamente en este centro cósmico?

Una de las novedades que introduce en la sociedad la cultura del texto y la existencia de la ley es la diferenciación entre ésta y la naturaleza, puesto que la una y la otra se gobiernan por leyes de distinto origen y alcance. La naturaleza pasa a ser el medio ambiente de la sociedad, la cual se constituye, precisamente, diferenciándose de su entorno. Y aun cuando puedan ser utilizadas expresiones como la de Descartes, de que la naturaleza es un libro abierto, se entiende que su lectura exige una interpretación diferenciada de la que representan los libros que se refieren a la vida social. En las tradiciones orales, en cambio, la sociedad tiende a identificarse con el cosmos, o al menos, a no diferenciarse como ámbito propio y autorreferido. El Tahuantinsuyo no corresponde a un «imperio» o un «reino» como puede conceptualizarse desde una cultura que ya ha diferenciado la sociedad y la naturaleza, sino que representaba la reunión de los cuatro cuadrantes del universo. Así, la presencia europea no podía ser conceptualizada como la intromisión de un poder exterior que desarticulaba el interior, sino un suceso acaecido en el único cosmos existente, habitado por amerindios y españoles, por dioses y bestias, por montes y objetos celestes.

De hecho, las interpretaciones indígenas hablan en México de la muerte de los dioses, y en el mundo andino de un «pachacuti», es decir, del trauma de una nueva edad. Pero por las razones señaladas, me parece que se puede hablar mejor todavía de un «pachacuti» epistemológico, representado por el encuentro de culturas orales, sintetizadas por medio del culto y la representación ritual, y culturas escritas, sintetizadas adicionalmente por la filosofía y la teología; es decir, por una reflexión sobre la sociedad que da sustento y legitimidad a la voluntad legislativa, a la cual se intentan someter los hechos sociales, a diferencia de los naturales.

La diferencia del proceso cultural ocurrido en el encuentro de europeos y amerindios respecto del encuentro de los pueblos indoeuropeos con el imperio romano, base de la formación de la cultura europea, reside en el hecho de que, en el primer caso, los así llamados «conquistadores» pusieron la lengua escrita, en tanto que, en el segundo, pusieron la lengua hablada. No por acaso, algunos autores han hecho ver la analogía estructural existente entre la síntesis cultural iberoamericana y la helenista, sobre la base del hecho de que las múltiples tradiciones de la oralidad se vieron constreñidas, en uno y otro caso, a expresarse en un lenguaje escrito que les era ajeno, sufriendo ellas mismas, al hacerlo, un proceso de redefinición y de transformación de sus propias estructuras semánticas.

Sabemos que, por la mediación del castellano como lengua escrita, algunas lenguas amerindias lograron transformarse en lenguas escritas. La gran mayoría de las que no tuvieron esa posibilidad, se perdieron, en cambio, para siempre. No obstante, todavía más importante que la transformación de las lenguas indígenas en lenguas escritas, fue el proceso de expresión de las tradiciones culturales amerindias en castellano. En este sentido, jugaron un papel extraordinariamente importante los misioneros cristianos que fueron cronistas, como también los cronistas indígenas o mestizos que ellos mismos prepararon y evangelizaron.

Entre los primeros destaca la obra de Bernardino de Sahagún y José de Acosta. Entre los segundos, Huaman Poma de Ayala, Juan Santa Cruz Pachacuti y el autor del Popol Vuh, como también una serie de otros autores anónimos, cuyas obras se han ido recopilando de entre los archivos. A su vez, los códices indígenas que no tuvieron mediación hacia el castellano escrito, como ocurre con tantas inscripciones en los monumentos arquitectónicos, no han podido ser sino parcialmente descifrados. La transcripción de las tradiciones amerindias al castellano no dejó a estas sin transformación.

El estudio de los cambios experimentados por la mitología indígena a partir de su encuentro con las tradiciones cristianas, constituye una fuente inmejorable para el análisis de la formación del ethos barroco. No es esta, sin embargo, la oportunidad para entrar en dicho análisis. Baste con señalar la tesis general de que el proceso de encuentro entre las culturas se hizo en el horizonte de un idioma escrito, el castellano, y de múltiples lenguas habladas, las que debieron acomodar sus categorías culturales para hacerlas compatibles con el marco de referencia ofrecido por el idioma escrito.

Tal acomodación a la novedad representada por la cultura del texto no se agota en el acatamiento de la ley, sino que tiene su principal manifestación en la exigencia epistemológica de pasar desde la concepción de sí mismo y de la sociedad según el orden observado en la naturaleza, a una visión que introduce un principio de diferenciación entre la naturaleza y la sociedad.

Desde este horizonte, es posible afirmar que el barroco constituyó un principio de síntesis cultural precisamente porque no contrapuso la cultura del texto y la de la oralidad, sino que intentó hacerlas mutuamente comprensivas por medio de la liturgia y del teatro, del baile y de la fiesta, de la oración oral memorizada (canto a lo divino) y de la poesía popular (canto a lo humano) o de la paya, que incluso hoy es posible encontrar viva en tantos países de América Latina. Afirmamos que los pueblos protagonistas del encuentro debieron tornar forzosamente en cuenta la novedad que representaba la otra parte, y reinterpretar sus propias categorías culturales, al menos hasta el punto de comprender la novedad cultural representada por la presencia del otro. Quienes no lo lograron, desaparecieron como realidad cultural autónoma y diferenciable.

Jerarquización y mestizaje

A continuación abordo el desempeño de la otra macro variable sociológica de la evolución social. Al momento de la llegada de los españoles y portugueses a América, las sociedades indígenas se encontraban en un proceso de transición en los dos grandes centros culticos de Cuzco y Tenochtitlán desde una organización social fundada en el parentesco, a una organización estamental centrada en el culto sacrificial, y, por tanto, de carácter sacerdotal. Sin embargo, la mayor parte de la población indígena americana continuaba organizada por vínculos de parentesco y de contraprestación reciproca entre familias, especialmente en el caso de los pueblos recolectores, pescadores y cazadores que no habían desarrollado la agricultura.

Pues bien, el encuentro de estos pueblos con España y Portugal dio origen al mestizaje, el cual pasó a ser el grupo social nuevo que debía buscar su propia forma de integración social. No todas las zonas reaccionaron de igual manera frente al mestizaje. La tesis que quisiera plantear es que, en general, sin tener en cuenta la existencia de otras variables que explican también algunas excepciones, el mestizaje fue relativamente traumático allí donde se estaba consolidando el proceso de estamentación sobre la base del rito, y menos problemático, en cambio, entre los pueblos que tenían organización por vinculo parental. Sociológicamente, no es difícil de fundamentar esta situación.

Los pueblos organizados sobre la base de la reciprocidad de las familias, siempre entregaron a sus hijas para formar alianzas matrimoniales con miembros de otras familias o de otros pueblos, es decir, con extranjeros. Y este fue el caso de muchas regiones de Iberoamérica. No ocurrió lo mismo, sin embargo, en la sociedad jerarquizada por el culto, puesto que en ellas el mestizaje tenía una connotación simbólica y religiosa que desordenaba el universo jerarquizado.

En la crónica de Huaman Poma de Ayala encontramos una excelente clave hermenéutica de este proceso. En ella se reprocha al rey de España que con la conquista el mundo se ha vuelto al revés, porque quien debería ocupar la posición baja (el extranjero o recién llegado) ocupa la posición alta (reservada al mundo indígena y, especialmente, a la etnia del inca). Con ello, quedan configuradas dos posiciones sociales que representan, a su vez, un principio hermenéutico de bipolaridad, cuyo alcance trasciende el ámbito puramente social, y que solo en el inca es capaz de encontrar reconciliación y orden.

En este esquema, el mestizo, como eslabón intermedio de ambos polos, hubiese debido ocupar un sitial de privilegio social, como efectivamente ocurrió en el caso de los hijos nacidos de las alianzas matrimoniales efectuadas entre dos familias. Pero en el caso de una sociedad estamentalizada, la situación intermedia del mestizo representaba un principio de desorden antes que de orden. Lo que el mestizo significaba con su existencia era nada menos que la imposibilidad de un principio hermenéutico de la cultura fundado en la bipolaridad y, con ello, la imposibilidad también del orden jerarquizado conforme al sacerdocio ritual.

Socialmente hablando, esta situación no es nueva y tuvieron que resolverla también muchos otros pueblos antes que los amerindios. Sin embargo, estando el proceso de estamentación de estas sociedades todavía en curso al momento del encuentro con los pueblos ibéricos, y habiéndose realizado la jerarquización fundamentalmente sobre la base del sacerdocio ritual, la síntesis encarnada por el mestizo representaba la destrucción del fundamento religioso de la legitimidad del orden social alcanzado. Y efectivamente, la destrucción del estamento sacerdotal del sacrificio ritual, revirtió el proceso de transición que se estaba viviendo en los centros ceremoniales indígenas, devolviendo a la población aborigen al régimen de parentesco y de propiedad comunal de sus tierras, a la formación de reducciones, misiones y pueblos, o a la vida urbana que fomento la formación del mestizaje.

Es interesante hacer notar que, aparentemente, ninguna de las más importantes rebeliones populares indígenas del siglo XVI, después de afianzado el dominio europeo, reivindicó el culto solar o la estamentación fundada en el sacrificio ritual. Tales movimientos reivindicaron más bien el culto a la madre tierra, a los muertos, a sus antepasados, y la existencia de adoratorios familiares y naturales. Esto demuestra, como ha ocurrido, por lo demás, en todos los casos históricos conocidos, que el culto solar nunca ha formado parte de la religiosidad popular, sino que ha representado más bien un culto de los estratos superiores de la sociedad, allí donde ésta logró formar estamentos basados en la distribución de los roles del culto. En el contexto de la sociedad estamental, el mestizaje fue posible por la introducción de un principio secularizado de jerarquización social, que no hacía del mestizaje un problema religioso ni un problema epistemológico, sino sólo un problema social. Tal fue el caso de la formación de la sociedad iberoamericana, que puso en la cumbre de la jerarquía a los funcionarios de la administración delegada de la corona y a sus respectivas familias, que reconoció también la jerarquía de los pueblos indígenas y de sus caciques y que relegó a los mestizos a la base de la pirámide social, donde sólo superaban a los esclavos.

No obstante su inferioridad, esta posición ofrecía un lugar que hacía posible la integración social de los mestizos en la nueva sociedad en formación, lo que no ocurrió en las condiciones de una sociedad que sacralizaba la separación de los estamentos con miras a la organización social del sacrificio ritual.

Desde el punto de vista de la forma del gobierno, el proceso antes señalado tuvo como consecuencia la secularización del poder público puesto que, aun cuando el régimen de patronato establecía un vínculo muy estrecho entre la Iglesia y la corona española, en las sociedades jerarquizadas de los centros culticos amerindios ni siquiera existía la diferenciación entre estas dos esferas de autoridad. La organización cultica de la economía y del poder político constituían una verdadera forma de teocracia.

La diferenciación europea entre «las dos espadas» permitió a la Iglesia desplegar así autónomamente su inmensa obra evangelizadora y, aunque fuese en todo momento apoyada y sustentada por el poder de la administración colonial, no podría decirse que su obra pertenecía a la «razón de estado», sino que era perfectamente diferenciable de aquella. Esto explica que hayan sido precisamente clérigos y religiosos quienes hayan levantado su voz para proteger a los indios o para reprochar a las autoridades o a los encomenderos españoles el abuso con la población a su cargo. Si no hubiese existido esta diferenciación entre el poder secular y el religioso hubiese sido culturalmente imposible que el personal de la Iglesia hubiese asumido esa posición.

El deseo de proteger adecuadamente a la población indígena de los abusos de los europeos llevó al Consejo de Indias a legislar sobre la existencia de «Dos Repúblicas» diferentes, la de indios y la de europeos, reglamentando los modos de su relación reciproca. Sin embargo, este dualismo no tuvo ningún fundamento cultico o religioso, de modo que no puede ser analogado con las categorías dualistas con que Huaman Poma de Ayala interpretó lo acontecido en el mundo andino a la llegada de los españoles. Se trataba en este caso de una decisión política que en algunas regiones iberoamericanas logró los resultados previstos, en cambio en otras, nunca pudo realizarse plenamente.

Sociológicamente hablando la cuestión fundamental que la corona debía resolver era la formación de una sociedad jerarquizada, puesto que no era posible una sociedad de contraprestaciones familiares. Recuérdese que no vinieron familias inmigrantes, sino gentes de todo tipo, varones y mujeres, casados y solteros, civiles, militares y eclesiásticos, etc. Una sociedad que ya no reconoce la etnia como punto de referencia de su organización debe ciertamente buscar un mecanismo distinto de estructuración. Y a la sazón, la sociedad jerárquicamente organizada era la que se ofrecía como modelo. El tipo social representado por la organización funcional recién se consolida en los siglos XIX y XX, de modo que no era una alternativa disponible entonces. La jerarquización se realizó, entonces, atendiendo precisamente a las formas del mestizaje, formándose el continente de «los siete colores».

Un último elemento relativo a la segunda macro variable y que nos parece de extraordinaria influencia en la formación de la cultura barroca de las sociedades iberoamericanas, es el relativo a la organización del trabajo y de la economía. A diferencia de otros imperios y de otras formas de colonización, el imperio español no tuvo interés en la apropiación de las tierras conquistadas como medio de producción. Su interés se concentró más bien en dos aspectos: los metales preciosos, que eran considerados en Europa como «medios de pago», en tanto que en América sólo tenían funciones cultico-funerarias, y el tributo que era exigido a cada persona como súbdito de la corona y que dio origen a aquella importantísima institución llamada la «encomienda».

La visión distinta acerca de los metales preciosos constituyó uno de los planos más conflictivos de la experiencia del encuentro. Las economías culticas amerindias no usaban los metales preciosos como circulante, menos todavía las sociedades de recolectores y cazadores. En la organización cultico-religiosa, los metales preciosos se usaban en el culto solar, en finísima orfebrería para acompañar determinadas ceremonias y, especialmente, para distinguir a los muertos. Para españoles y portugueses, los metales preciosos eran dinero, por lo que hicieron los grandes esfuerzos para llevar la mayor cantidad posible a Europa.

Sin embargo, no parece históricamente justificado imputar a españoles y portugueses con motivo de su empresa la rapacidad, avidez o fiebre de oro. Lo que me parece puede afirmarse con seguridad a este respecto es que, efectivamente, existió una pugna de intereses por la función diferente que en cada cultura desempeñaban los metales preciosos. Pero, a pesar de ella, el barroco, como veremos, logró darle también una significación cultural al oro.

Además de los metales preciosos obtenidos por la minería y por distintos títulos, América representó para la corona una fuente adicional de obtención de tributos. Su cobro tuvo una importancia decisiva en la organización del trabajo y de la sociedad, puesto que no pudiendo pagarlo directamente una población que, fuera de los centros culticos, vivía de una economía de subsistencia, debía organizarse su trabajo para poder satisfacer su obligación. Esta función fue encargada a la institución de la «encomienda», la que organizó el trabajo indígena tanto en la agricultura como en la minería, imponiéndole una legitimación «tributaria» que, en gran medida, se conserva hasta la época de las repúblicas independientes.

Esta legitimación no era desconocida de las sociedades amerindias estratificadas por el culto, las que tenían un sistema relativamente similar de obligación al trabajo colectivo, hasta el monto determinado por el tributo. Ello permitió mantener la legitimación tributaria del trabajo en la naciente sociedad, siendo un importante elemento de la síntesis cultural.

Por todo lo dicho, podríamos afirmar que la segunda macro variable sociológica que permite caracterizar la experiencia del encuentro entre Europa y las sociedades amerindias, nos pone frente al mestizaje y sus complejas funciones sociales. Por una parte, se interrumpe el proceso de jerarquización que ya se había comenzado a producir sobre la base de la formación de una sociedad que celebraba ritualmente el sacrificio. Esta interrupción significó, en parte, el retorno de los pueblos indígenas a sus organizaciones étnico-familiares, y en parte, la introducción de un nuevo mecanismo de jerarquización social, esta vez secularizado, definido precisamente por el grado de mestizaje de la población y por las obligaciones tributarias que debían ser satisfechas.


NOTAS

PEDRO MORANDÉ COURT