CAPUCHINOS EN VENEZUELA; Labor misional en las Villas de españoles

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Origen y objetivos de las villas de españoles

Las así denominadas no fueron en realidad sino pueblos fundados por los misioneros capuchinos a base de españoles y dentro del territorio misional, y constituyeron en su origen ensayo de un nuevo método para la reducción de los indios.

Pero quien lo planeó, el P. Pedro de Borja, prefecto de la misión de los Llanos, al presentarlo en 1669 a la aprobación del gobernador de Caracas D. Fernando de Villegas, apoyaba su petición en una cédula de 1607, que decía a propósito de las nuevas poblaciones: que “se de orden como lo que está descubierto y pacífico y debajo de nuestra obediencia, se pueble así de españoles como de indios”.[1]

Por lo tanto, se hace necesario tener presente no solo aquella primera finalidad –la de mero método misional empleado en la reducción de los nativos– sino el alcance e importancia que tuvieron estas villas de españoles para valorar la actuación de los misioneros capuchinos en su fundación.

Todo ese conjunto de objetivos está claramente expuesto en la carta de los misioneros, cuando pretendían establecer una nueva villa que tomaría el nombre de «Todos los Santos de Calabozo». En ella dicen, “tendrán freno los indios bárbaros, se asegurarán los convertidos, se abrirá camino a nuevas reducciones, se ampliará la provincia, se ampliarán los dominios de S.M. y sobre todo se administrará justicia en los muchos vagos y gente perdida de españoles y otras gentes que hay en estos llanos, los cuales no menos que los indios necesitan de sujeción y de reducirse a vida más cristiana y política de la que tienen”.[2]

Según esto, y resumiendo lo que fueron las expresadas villas de españoles, puede decirse que ofrecieron una cuádruple vertiente. En primer lugar, la dirigida a los indios: su reducción a poblaciones, su permanencia en ellas, impedimento de huidas y corte de disputas y disensiones entre ellos. Respecto de los misioneros: auxiliares en las entradas a los indios, defensa y protección de sus personas, apoyo de su labor y medio poderoso de seguridad.

En cuanto a los propios pobladores de ellas: medio de sujetar a vida ciudadana a gran multitud de españoles y hasta mestizos y negros que vivían vagueando de una a otra parte, medio asimismo de asegurar su existencia y bienestar con la posesión de tierras y otros privilegios, y sobre todo reducían a vida más cristiana, siendo asistidos por los misioneros en el orden espiritual. Y, por último, medio de establecer nuevas poblaciones, de ampliar y abrir fronteras, de ganar nuevas tierras para la explotación de sus riquezas. No quiero parar la atención en todos esos aspectos bajo los que se pueden mirar y considerar las llamadas villas de españoles, sino solo enumerar primero las que fundaron los misioneros capuchinos en las cuatro regiones misionales, para estudiarlas luego en las dos últimas vertientes, es decir, cuanto supusieron fundación y aumento de nuevas poblaciones y protección, ayuda y asistencia de los religiosos a los españoles, sus primeros vecinos, y a cuantos se fueron agregando: blancos, mestizos y otras clases de gentes. Considerarlas en relación con los indios y de los propios misioneros, sería salirnos del tema señalado.[3]

Las primeras villas

La primera de estas villas de españoles se erigió en la misión de Cumaná; llevó el nombre de San Carlos y se estableció a base de familias canarias (1671); fue destruido poco después (1674) por los caribes aunados con piratas franceses. Años más tarde se trabajó para su restauración, pero no se logró por falta del apoyo y ayuda del gobernador.[4]

En cambio, llenaron su cometido plenamente las villas de españoles fundadas en los Llanos de Caracas: San Carlos de Austria o Cojedes (1678), Nuestra Señora del Pilar de Araure (1694), Todos los Santos de Calabozo (1724), San Juan Bautista del Pao (1727), la proyectada en Cerritos de Cocorote, que dio origen a San Felipe el Fuerte (1728), cuya fundación defendieron siempre como propia los misioneros, San Fernando de Cachicamo (1752), San Jaime (1752) y San Fernando de Apure (1788), y la última, San Carlos del Meta, que no se logró al fin.

Del mismo modo, hubo villas de españoles en la misión de Guayana. Se intentó la primera a base de familias canarias en Upata ya en 1739, pero no tuvo éxito hasta 1762.[5]Posteriormente se organizó otra en Barceloneta (1770), hoy La Paragua, compuesta de españoles e indios de diversas naciones.[6]

Finalmente, territorio de la misión de Maracaibo se llevó a cabo una primera villa, San Carlos de Zulia (1778), pocos años después de iniciada la pacificación de los morilones; se planeó al mismo tiempo otra con nombre de San Luis del Zulia, la que no llegó a realización. Nada digo de la famosa villa del Rosario de Perijá porque en su fundación no tuvieron arte ni parte los misioneros capuchinos.

Ahora bien: lo mismo que se volcaron los religiosos totalmente a favor de los indios, reduciéndolos, poblándolos, evangelizándolos y civilizándolos; casi idéntico fue su comportamiento con los españoles de las mencionadas villas: los poblaron primeramente, les proporcionaron tierras y otros beneficios especiales, procuraron aumentar el vecindario, defendieron sus derechos y privilegios y, por fin, los atendieron espiritualmente hasta su total madurez y entrega a la absoluta dependencia del obispo. Todo ello lo consideraron un deber, una exigencia y una amplitud de su actividad apostólica, lo mismo que fue la predicación de misiones. En primer lugar los poblaron, haciéndolo con aquellos que, gozando de buena fama, se ofrecían voluntariamente a formar parte de las expresadas villas. Fueron siempre al principio contadas las familias: Upata se fundó con sólo 10; Calabozo, con 12; San Carlos de Austria, con 30, y Araure, poco más o menos.

Compromisos de habitantes y misioneros

Antes de poblarse, los que estaban decididos a ellos establecían con los misioneros un convenio. Se comprometían a acompañar a los religiosos en sus entradas a los indios, a protegerlos y ayudarlos, etc., en tanto que aquellos se obligaban a entregarles, en nombre del rey, tierras en propiedad para labranza, para la cría de ganados, incluso casa y corral, y hasta, en algunos casos, proporcionarles alimentos y demás cosas necesarias durante el primer año de estancia.[7]

Por otra parte las tierras eran más que suficientes; puesto que en los comienzos se señalaban para cada villa las comprendidas en cinco leguas a la redonda o a los cuatro vientos, que después el rey, a petición de los misioneros, amplió a diez leguas.[8]

Además: no se cerraba el cupo o censo de la población o villa con los primeros vecinos admitidos, que llevaron el título de «fundadores» con algunos privilegios especiales, sino que poco a poco fueron avecindándose otros que no solo eran admitidos por los religiosos sino que estos fueron más tarde recorriendo ciudades y pueblos de españoles en busca de voluntarios con el mismo objetivo.[9]

De ese modo fueron aumentando con bastante rapidez. Así Araure, a los dos años de fundada, ya contaba con 36 hombres de armas; Upata, en un año, subió a 23 familias, y Calabozo, en 1727, tenía a su vez más de 36 vecinos.[10]Y, aunque llevaron la denominación de «villas de españoles», con el tiempo entraron también a formar parte de ellas mulatos, mestizos y hasta negros, deseosos de participar de idénticos beneficios.

No contentos con eso los religiosos, mientras dichas villas estuvieron a su cuidado, salieron con valentía a defender sus tierras y sus derechos, como lo efectuaron con los de San Carlos de Austria y Araure en contra de los de Sarquisimeto, Valencia y Nirhua, acudiendo al gobernador de Caracas y entablando pleitos con los procuradores de esas ciudades,[11]al igual que hicieron frente al propio gobernador para favorecer a los de Calabozo.[12]

Así lograron que numerosos españoles y otras gentes se fuesen recogiendo y poblando, pudiese disponer de tierras y medios de atender a las necesidades materiales, e incluso hacerse un porvenir con su explotación.

Y, lo que es más que todo ello, lograron que estuviesen atendidos espiritualmente, llevando vida cristiana bajo los cuidados y vigilancia de los religiosos que fueron auténticos ministros y pastores de ellos, verdaderos párrocos con todos los derechos y obligaciones, hasta su entrega en manos del obispo, quien desde entonces nombró para esas villas sacerdotes seculares. De este modo vinieron a ser dichas villas de españoles, centros de apostolado y ampliación de la actividad espiritual de los religiosos misioneros, en beneficios de incontables almas.

Por último, de esta manera muchas tierras venezolanas, no pobladas ni explotadas antes, se fueron distribuyendo con fines prácticos y utilitarios. Las poblaciones aumentaron también, y esas villas, llegadas a formar populosas ciudades, constituyen para Venezuela centros importantes de comunicación, florecimiento de explotaciones agropecuarias y emporio de riqueza. A lo que se añade que tres de ellas, San Carlos de Cojedes, Todos los Santos de Calabozo y San Fernando de Apure, han alcanzado la alta categoría de ser incluso sedes episcopales.

Asistencia a españoles y otros que vagabundeaban por las zonas misionales

Las expresadas «villas de españoles» fueron medio eficaz para que en ellas se recogiesen muchos españoles y otras gentes, si deseaban tener morada fija, medio honroso de vida y hasta buen porvenir económico. Por otra parte –lo repetimos una vez más– eran atendidos allí espiritualmente por los misioneros con el mayor esmero y diligencia.

Pero había otros muchos que vagaban de una a otra parte de las zonas misionales sin rumbo fijo, y ante ese hecho –de todos lamentado– juzgaron los misioneros un deber de conciencia atenderlos lo mejor posible, así en lo espiritual como en lo material. Sería esa labor una ampliación más de su actividad y apostolado.

No podía pensarse en una convivencia con los indios en los pueblos fundados. Aparte de otros inconvenientes, no lo permitían las Leyes de Indias, y los misioneros vieron por experiencia que eran muy acertadas las cédulas dadas a este respecto.[13]

Puestos a buscar soluciones para todos ellos: españoles, mulatos, negros, etc., no encontraron otra que la de sujeción y reducción a poblaciones para lograr luego una labor eficaz y permanente. Y así trataron de llevarlo a cabo, sobre todo los de los Llanos de Caracas, a quienes se presentó, más que a los otros, ese grave problema.

De ahí que, una vez fundada la villa de San Carlos en 1678, ordenada a los fines expuestos, tomasen las medidas pertinentes para reducir y sujetar en poblaciones a muchos españoles dispersos y otras gentes vagabundas no escasas, para proceder más tarde a su instrucción y formación.

Esa preocupación de los misioneros se refleja en el hecho de que, cuando el P. Gabriel de Sanlúcar vino a España en 1689 por asuntos de la misión de los Llanos, una de las peticiones formuladas al rey fue la formación de una población donde recogen españoles mulatos, negros y esclavos huidos por los montes, para lo que ya tenían autorización del gobernador y obispo, con objeto de que así quedasen aquellos bajo “la doctrina y enseñanza” de los misioneros. El rey dio su aprobación por cédula de 22 de septiembre del mismo año 1689.[14]

Nada puede concretarse sobre las gestiones hechas en orden al contenido de tal petición, ni menos aun sobre el éxito logrado por entonces. De todos modos sí hay que afirmar que los misioneros siguieron adelante con el plan, e insistieron en lo mismo. En consecuencia, al venir a España en 1701, el prefecto P. Marcelino de San Vicente volvía a la carga, manifestando que:

“en doscientas leguas no había más que catorce pueblos de españoles, resultando este tan corto número por haber muchos negros, mulatos y pardos por los montes, haciendo una vida escandalosa, más reprochable que la de los mismos indios gentiles, cometiendo gravísimas ofensas de Dios y sin señal exterior de la religión católica, pues viven y mueren como bárbaros en los montes”, por lo que pedía, en gran servicio a Dios y al rey y también en remedio de las almas, se mandasen poblar y reducir a vida regular y política, excepto los que tuviesen haciendas formales, puesto que estos tenían capellanes que les administrasen los sacramentos.

El rey accedió a la petición y ordenó al gobernador hiciese lo posible para amonestar y reducir a población a los españoles, mulatos y negros libres, valiéndose para ello de los misioneros capuchinos por el momento y hasta que proveyese el obispo.[15]

Por otra cédula –y a petición asimismo del mencionado P. Marcelino– disponía que con los mulatos y pardos que poblaran las riberas del río Pao, se formase una villa en el sitio de Paraima, donde aquellos se recogiesen para que también ayudasen a los misioneros en la reducción de los indios.[16]

Por no haber tenido efecto esta última cédula, el mismo religioso dirigía al rey una carta, varios años después, para pedirle que los blancos, mulatos y mestizos, existentes en gran número por los montes y valles de Barquisimeto así como en los cerritos de Cocorote y alrededores, se juntasen y se formase una ciudad para bien de las almas de los interesados y servicio del rey.[17]

Esto motivó nueva cédula al gobernador, por la que se le manda “no impida a los misioneros capuchinos el que reduzcan a población españoles, pardos y negros libres que habitan en los montes y les administren los santos sacramentos, ínterin que por el obispo se les pongan curas clérigos; al propio tiempo se concede una vez más a los religiosos licencia para fundar un pueblo o ciudad en los Cerritos de Cocorote.[18]

Fieles a lo dispuesto, los misioneros fueron congregando en dicho sitio a españoles dispersos, mulatos, etc. Pero, bien fuese porque era gente acostumbrada a vivir en libertad, del robo o del pillaje, o porque los de Barquisimeto no querían en modo alguno tenerlos por vecinos, la realidad fue que, por orden del alcalde de dicha ciudad, las viviendas levantadas en aquel sitio fueron incendiadas y sus habitantes dispersados, no valiendo las fuertes protestas de los misioneros Padres Marcelino de San Vicente e Ignacio de Canarias.

Parte de aquellos volvieron a reunirse para formar un nuevo pueblo, que daría origen a la futura ciudad de San Felipe el Fuerte (l728), cuya fundación se atribuyeron siempre los religiosos.[19]

Quizás porque los misioneros se convencieron entonces de que el plan de fundar poblaciones con tales españoles dispersos, mulatos y demás gentes no tendría éxito, o por otros motivos, lo que parece es que debieron cambiar de táctica.

Y así el prefecto P. José Francisco de Cádiz pidió al rey autorización para tener en los pueblos misionales doce familias de blancos o pardos en calidad de vecinos de los mismos, a fin de que ayudasen y protegiesen a los misioneros, y además que, cuantos viviesen dentro del territorio misional, por tener allí sus labranzas, y otros que, por ser pobres venían a vivir allí, fuesen considerados igualmente como feligreses, puesto que de ese modo podrían oír misa y recibir los sacramentos, lo que no les era factible andando por los campos o montes.[20]

El Consejo de Indias no juzgó conveniente acceder a tal petición sino que, por cédula, fechada en Buen Retiro (20 agosto 1724), sobrecartada en otra de 5 de diciembre de 1726, ordenaba el rey que, bajo de ningún pretexto, viviesen dentro de los pueblos misionales, ni españoles, ni mestizos, mulatos o zambos, añadiendo que, si tenían labranzas dentro del ámbito de la legua asignada a los pueblos de indios, se les forzase a dejarlas; en caso de justificar que las tenían ya antes de existir dichos pueblos, se les darían tierras en otra parte.[21]

A pesar de eso, y aun reconociendo los inconvenientes que podrían seguirse de la estancia de los españoles y demás indicados en tierras de los pueblos de indios, el gobernador de Venezuela –Diego Portales y Meneses– informaba al rey en sus cartas de marzo de 1728 que no era factible el cumplimiento de lo dispuesto “por resultar de su práctica mayores inconvenientes”.[22]

A eso se añadió que, poco después, el prefecto P. Salvador de Cádiz, basándose en el contenido de algunas cédulas –pero haciendo caso omiso de las mencionadas– y asimismo en el hecho reconocido de que en los pueblos misionales se permitía la estancia de algunos españoles y de otras personas para enseñar a los indios el modo de cultivar la tierra y diversos oficios como el de carpintero, herrero, albañil, etc., pidió permiso al gobernador, en abril de 1728 para que así se continuase. Este accedió de buena voluntad.[23]

Sin embargo, el nuevo gobernador, D. Sebastián García de Torre, no vio con buenos ojos tal concesión. Acudió al rey y, en contestación, se expidió nueva cédula dos años más tarde, por la que se ordenaba prácticamente lo dicho en las anteriores pero aconsejando que en todo ello se procediese sin precipitación, con mucha prudencia y suavidad.[24]

Quizás por esto último los misioneros siguieron adelante en su empeño, de tal modo que el obispo Martí aseguraba al hacer allí la visita, que Felipe V o Fernando VI les habían concedido facultad para fundar pueblos “no solo de indios sino también de indios y juntamente de blancos; negros, mulatos, mestizos, zambos y de toda clase de gente”, puesto que antes vivían dispersos y era voluntad del rey se formasen pueblos de todos juntos. Por lo que en cada uno se designaba una parte para indios y otra para los demás, siendo estos considerados solo como agregados, teniendo siempre los indios el gobierno.[25]

Uno de aquellos misioneros, el P. Andrés de Grazalema, hizo observar al obispo Martí que procedían así porque tenían además la experiencia de que “se civilizan más los indios de un pueblo en que viven también españoles, que aquellos indios que viven solamente en su pueblo”. Pero a veces sucedía lo temido: que los españoles, mulatos o negros servían de piedra de escándalo a los nativos, viéndose obligados entonces los misioneros a lanzar aquellos fuera de la población.[26]

De todos modos quede constancia de que los misioneros atendieron por igual espiritualmente a unos y a otros, con instrucciones, predicación, administración de sacramentos, etc. Lo propio hicieron con cuantos vivían en haciendas o hatos próximos, sobre todo cuando venían los días de fiesta a oír misa, explicándoles el catecismo, exhortándoles a recibir los sacramentos así como asistiendo a sus matrimonios.[27]

Según queda anotado, los misioneros de los Llanos admitieron y llevaron a la práctica la convivencia –aunque no completa– de españoles dispersos con indios en el mismo pueblo. Si para estos ofrecía –al parecer– ventajas, para aquellos no era menos el que de ese modo estaban atendidos espiritualmente. También los de Cumaná venían defendiendo, desde fines del siglo XVII, la utilidad de que los españoles permaneciesen, si no en los mismos pueblos misionales, sí en sus contornos.

De esa manera podrían los indios aprender oficios, artes liberales y mecánicas, se harían más sociables y hasta sería más fácil enseñarles la religión.[28]No obstante, nada se hizo en concreto por los misioneros de la expresada provincia hasta muchos años después.

Un paso decisivo quisieron darlo ya antes los de Guayana, cuando en 1738 llevaron a esta misión 25 familias canarias con objeto de distribuirlas por los pueblos misionales. Pero pronto se convencieron de que aquello no ofrecía ventaja alguna, ni para los indios ni para las familias canarias, por lo que se decidió formar con estas un pueblo aparte: Upata, que no tuvo efecto hasta 1762.[29]Con todo, los mismos misioneros fundaron la villa de San Isidro de Barceloneta (hoy La Paragua), compuesta de indios y españoles.[30]

Fue sobre todo a partir de 1777 cuando las cosas cambiaron. Desde esa fecha la permanencia de españoles en los contornos de los pueblos misionales –y aun en el interior de los mismos– fue una realidad permitida por el Consejo de Indias, y mucho más al tener lugar la fundación de las tres llamadas ciudades de españoles: Nueva Toledo, Nueva Palencia y Nueva Ciudad Real en tierras del río Guarapiche (l779-1791).

Hasta el punto de que, en 1788, ya se habían avecindado bastantes familias españolas y honradas en numerosos pueblos cercanos al Orinoco y Golfo Triste, lo que –en expresión del misionero de Cumaná, P. Silvestre de Zaragoza– había permitido el rey para que los indios “con su trato y ejemplo se hagan más pronto útiles para Dios y el Estado”.[31]

Según una estadística de 1793, unos 3,291 españoles vivían allí dispersos por más de 20 pueblos misionales y valles contiguos, siendo atendidos espiritualmente por los misioneros capuchinos de Cumaná.[32]También los de Guayana prestaron asistencia espiritual a no pocos españoles, catalanes, canarios y de otras provincias que pululaban por aquella región, lo mismo que a los soldados y moradores de la ciudad de Santo Tomé, de que fue capellán uno de los religiosos, hasta el traslado de la capital a Angostura.[33]

En otro orden de cosas, fueron ellos los que proveyeron de carne, arroz, frutas y demás alimentos necesarios a todos ellos y a cuantos traficaban por el Orinoco, sin lo cual no hubiera sido posible la defensa de aquel puesto. Y, lo que es más todavía, llegaron a exportar fuera, sobre todo a Trinidad, contingentes notables de vacas y caballos, después de haber logrado con su esfuerzo formar de Guayana un auténtico emporio de riqueza sobre todo pecuaria.[34]

Termino con un hecho bien conocido, que muestra el prestigio de que gozaban los misioneros de los Llanos ante las autoridades civiles y eclesiásticas de Venezuela, e incluso ante los negros, mulatos y demás gentes que andaban vagabundas. Me refiero a la reducción del zambo Andresote y restantes sublevados en los valles de Yaracuy (1731-1733).

No valieron para lograrlo ni los soldados ni las armas ni otros medios de violencia sino solo la predicación y persuasión de los misioneros PP. Salvador de Cádiz y Tomás de Pons. Si después de una operación tan meritoria no se obtuvieron los resultados apetecidos, en conformidad con el plan trazado y con las gestiones de los religiosos, no puede en modo alguno achacarse a estos la culpa.[35]


NOTAS

  1. Buenaventura de Carrocera, Misión de los capuchinos en los Llanos de Caracas, I (Caracas: Academia Nacional de la Historia, 1972), 44.
  2. Carta de los PP. Salvador de Cádiz y Bartolomé de San Miguel al gobernador de Venezuela, Santísima Trinidad de Calabozo, 20 octubre 1723 (Cfr. Lucas G. Castillo Lara, Villa de Todos los Santos de Calabozo (Caracas: Italgráfica, 1975), 45).
  3. Cfr. cuanto sobre estas llamadas villas de españoles he expuesto en mi estudio: “La cristianización de Venezuela durante el período hispánico”, en Memoria del segundo Congreso venezolano de Historia eclesiástica (Caracas: Ed. Arte, 1975), 189-229.
  4. Buenaventura de Carrocera, Misión de los capuchinos en Cumaná, I (Caracas Academia Nacional de la Historia, 1968), 119s.
  5. Carlos Rodríguez Jiménez, Upata, I, (Madrid: Aguilar, 1964).
  6. Buenaventura de Carrocera, La Paragua en el bicentenario de su fundación (1770-1970) (Madrid: s.n., 1970).
  7. Rodríguez Jiménez, Upata, 99; Castillo Lara, “Villa”, 678.
  8. Carrocera, “Misión de los capuchinos en los Llanos”, I, 64-65.
  9. Cfr. Castillo Lara, “Villa”, 68s.
  10. Castillo Lara, “Villa”, 68s.; Rodríguez Jiménez, Upata, 63-64.
  11. Carrocera, “Misión de los capuchinos en los Llanos”, II, 71.
  12. Carrocera, “Misión de los capuchinos en los Llanos”, II, 196.
  13. Cfr. Carrocera, “La cristianización de Venezuela”, 225s.
  14. Carrocera, “Misión de los capuchinos en los Llanos”, I, 430-431.
  15. Cfr. la copia de esta cédula, Madrid. 5 agosto 1705, en Lodares, “Los franciscanos capuchinos”, I, 169-169.
  16. Cfr. copia de la cédula que lleva la misma fecha, Madrid, 5 agosto 1705. en: Carrocera, “Misión de los capuchinos en los Llanos”, II, 34-35.
  17. Carta del P. Marcelino de San Vicente al rey. San Francisco Javier de Agua de Culebras, 29 diciembre 1710. en: Carrocera, “Misión de los capuchinos en los Llanos”, II, 52-53.
  18. “Relación de bulas” en Rionegro, “Misiones de los padres capuchinos”, 79. n. 85.
  19. Para juzgar lo sucedido en Cerritos de Cocorote. cfr. carta del P. Marcelino de San Vicente al rey, Caracas, 20 abril 1725, en Carrocera, “Misión de los capuchinos en los Llanos”, II, 114-118; exposición de los vecinos de Barquisimeto. oponiéndose, Caracas. I diciembre 1725, en Carrocera, “Misión de los capuchinos en los Llanos”, II, 150-154; memorial de los de Barquisimeto al rey (1726), en Carrocera, “Misión de los capuchinos en los Llanos”, II, 156-160; cédula al gobernador para que informe sobre lo sucedido, El Pardo, 29 enero 1727, en Carrocera, “Misión de los capuchinos en los Llanos”, II, 169-171.
  20. Carta del P. Cádiz al rey, Misión de Nuestra Señora del Carmen, 20 junio 1722, en: Carrocera, “Misión de los capuchinos en los Llanos”, II, 87.
  21. Solicitud del P. Salvador, Caracas, 2 abril 1728, y autorización del gobernador, Caracas, 2 abril 1728, en: Carrocera, “Misión de los capuchinos en los Llanos”, II, 178-181.
  22. Cédula, Sevilla, 10 noviembre 1730, en: Carrocera, “Misión de los capuchinos en los Llanos”, II, 191-193.
  23. Mariano Martí, Documentos relativos a su visita pastoral de la Diócesis de Caracas. Libro personal II (Caracas: Academia Nacional de la Historia, 1969), 40-41.
  24. Martí, “Documentos relativos a su visita pastoral”, II, 134. Eso mismo ordenó hacer Martí en alguno de los pueblos.
  25. Así lo hace constar el P. Fernando de Sevilla, misionero encargado del pueblo de Cunaviche en 1780 (Martí, “Documentos relativos a su visita pastoral”, II, 122).
  26. Cfr. Carrocera, “La cristianización de Venezuela”, 226.
  27. Ya lo he hecho anotar arriba. Aunque propiamente no estaban obligados, lo hacían sin embargo con el mayor interés y a ello les exhortaron también los obispos, pues de otro modo no hubiesen aquellos hacendados ni los criados tenido asistencia alguna espiritual.
  28. Son elocuentes los testimonios de los misioneros de Cumaná, Fr. Sebastián de Puerto Mahón (1696) y Fr. Victorián de Castejón (1724). Cfr. Carrocera, “La cristianización de Venezuela”, 226-227.
  29. Rodríguez Jiménez, Upata, 97-98.
  30. Cfr. Carrocera, “La Paragua”.
  31. Informe de Carlos Cornides. Guayana, 18 diciembre 1793, en el que reproduce otro del P. Silvestre de Zaragoza, Cumaná, 8 abril 1788 (AGI, Caracas, 954).
  32. “Estado general de la población de las dos provincias de la Nueva Andalucía”, etc., firmado por Manuel de Navarrete, Cumaná, 23 diciembre 1793 (AGI, Caracas, 521).
  33. Lodares, “Los franciscanos capuchinos”, II, 195, citado a Level.
  34. Informe de Eugenio de Alvarado, Guayana, Hato de la Divina Pastora, 20 abril 1755, en: Lodares, “Los franciscanos capuchinos”, II, 22-24; informe del gobernador Diguja después de hacer la visita a Guayana (1761), Lodares, “Los franciscanos capuchinos”, II, 211 y 233.
  35. Carlos Felice Cardot, La rebelión de Andresote (Valles de Yurucuy, 1730-1733) (Bogotá: Editorial ABC, 1957); Castillo Lara, “Villa”, 205s.


BIBLIOGRAFÍA

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Archivo Arquidiocesano de Mérida

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BUENAVENTURA DE CARROCERA OFM

©MISSIONALIA HISPANICA. AÑO XXXIX - NUM. 115 - 1981