CHILE, RELACIONES IGLESIA-ESTADO. Relaciones con la Santa Sede

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Según Oviedo Cavada,[1]las relaciones entre Chile y la Santa Sede se desarrollaron en dos etapas. La primera, por medio de contactos directos entre Santiago y Roma, sin carácter diplomático. Después de reconocida la independencia, las relaciones fueron a nivel diplomático. Con todo, el que las primeras no fueran diplomáticas no restó nada al interés y al empeño con que fueron tratados los asuntos; por el contrario, fue en ese período en el que se realizó una de las misiones de mayor relevancia enviadas por Chile a la Santa Sede, la encabezada por el canónigo Cienfuegos.


a) Relaciones no diplomáticas

I) Misión Cienfuegos (1822-1823). La primera de ellas fue la misión Cienfuegos (1822-1823), decidida por el Senado, con la finalidad de abordar variados temas, el más importante y urgente de los cuales era el reconocimiento de la independencia y la designación de obispos, canónigos y curas párrocos.[2]Se pedía también el reconocimiento del patronato, en términos al menos dignos de ser conversados y el nombramiento de un nuncio en Chile.

La Santa Sede, que carecía de informaciones anteriores, no accedió a lo que pedía Chile, salvo el envío de un representante directo del papa. Este magro resultado no empaña el éxito de la misión que tuvo el mérito de iniciar las vinculaciones con la Santa Sede. II) Misión Muzi (1824). La misión enviada desde Roma estuvo encabezada por el arzobispo Giovanni Muzi, a quien acompañaban el canónigo Juan María Mastai Ferreti –que con el tiempo accedería al trono pontificio con el nombre de Pío IX– y el sacerdote José Sallusti.[3]Muzi presentó sus credenciales en Santiago el 5 de marzo de 1824, premunido de amplias facultades que auguraban una misión exitosa.

Lamentablemente diversos factores incidieron para que ello no ocurriera,[4]por lo que el 24 de septiembre de ese año pidió sus pasaportes para marcharse de Chile, dejando las principales materias sin arreglar. Lo más grave fue que, con su actuar, confirmó el exequátur y la modalidad de nombramiento de los obispos que el regalismo reinante reclamaban para sí, constituyendo un precedente que marcaría el futuro de las relaciones entre Chile y la Santa Sede.

III) Misión privada de Cienfuegos (1828). Un posterior viaje de José Ignacio Cienfuegos a Roma en 1828 obtuvo el nombramiento de Manuel Vicuña Larraín como obispo titular y vicario apostólico[5]de Santiago, y su propio nombramiento como obispo titular.


b) Relaciones diplomáticas

I) Misión Rosales (1840). Proyectada desde 1838, Francisco Javier Rosales, ministro de Chile en París, se trasladó a Roma en abril de 1840 con la misión de alcanzar de la Santa Sede el reconocimiento de la independencia de Chile, que Santiago fuera erigido en arzobispado y se crearan las diócesis de La Serena y Ancud. Además, que fuera reconocido el patronato según los términos de la Constitución de 1833.

El 13 de abril de 1840 la Santa Sede hizo reconocimiento oficial de la independencia de Chile; el 23 de junio siguiente erigió el arzobispado de Santiago, nombrando como primer arzobispo a Manuel Vicuña, y erigió los obispados de La Serena y Ancud. Desde esta perspectiva, la misión Rosales fue exitosa, pero no obtuvo el reconocimiento del patronato en los términos solicitados, lo que sería una actitud permanente de la Santa Sede a futuro.

II) Misión Irarrázabal (1847-1850). Pocos años después se enviaría una nueva misión a Roma, la de mayor envergadura que Chile enviara a la Santa Sede en toda su historia, al frente de la cual se encontraba Ramón Luis Irarrázabal en calidad de enviado extraordinario y ministro plenipotenciario, quien presentó sus credenciales al nuevo pontífice Pío IX (1846-1878) el 22 de junio de 1847.[6]

Las materias que debía abordar la misión eran amplias y alguna, como la preconización del nuevo arzobispo de Santiago, don Rafael Valentín Valdivieso, fue de fácil despacho; alguna otra, como la designación de Justo Donoso como obispo de Ancud, fue más laboriosa. Las demás, por sugerencia de la misma Santa Sede, serían abordadas en un proyecto de concordato, entre las cuales se consideraban la concesión del patronato, el indulto de la bula de cruzada, una nueva organización de las sociedades religiosas de seglares, un tribunal eclesiástico de tercera instancia en Santiago, la reforma de las órdenes de regulares, diversas facultades para los obispos diocesanos, una jurisdicción castrense y un ambicioso plan de misiones para el sur del país, desde Arauco a Magallanes.

Poco se pudo avanzar en el concordato, el que, a pesar de las dificultades por la que pasaba la Santa Sede –las que obligaron a Pío IX huir a Gaeta, donde viajó Irarrázabal– fue estudiado por una comisión de cardenales a petición del mismo pontífice. Pero, aunque los cardenales estimaron que se podía conceder al presidente de la República el derecho de nominación de obispos y canónigos, entendían que no podían acceder al patronato en los términos propuestos por el representante chileno.

Llegada a su fin la misión por decisión del Congreso chileno, la Santa Sede accedió a varias de las materias propuestas, como el tribunal de tercera instancia para Chile, la reforma de las órdenes religiosas, la jurisdicción eclesiástica castrense, la bula de cruzada, el traslado del ayuno en las témporas de septiembre[7]y las organizaciones de seglares, pero la Constitución chilena de 1833 fue el obstáculo principal y, por lo mismo, no se pudo llegar a un acuerdo general.

Detrás de esta misión y, en general, de aquellas que perseguían obtener de la Santa Sede el reconocimiento del patronato, se puede advertir la falta de convencimiento de las autoridades chilenas de que la mera invocación de heredero de los derechos de la antigua monarquía española fuese título suficiente para justificarlo; de allí su interés de obtener un reconocimiento directo del mismo por la autoridad pontificia. Todos sus esfuerzos, empero, fueron en vano. III) Misión Larraín Moxó (1852-1853). Entre 1852 y 1853 fue acreditado ministro plenipotenciario ante la Santa Sede, Rafael Larraín Moxó, aprovechando su viaje a Europa –ocasiones, estas, de los viajes de personalidades a Europa, que el Gobierno aprovechaba para estos fines–, a quien correspondió tratar lo relativo al nombramiento del sacerdote Vicente Gabriel Tocornal como obispo de Ancud, quien fue preconizado por Pío IX el 10 de marzo de 1853. El problema se presentó cuando, pocos días después el ministro recibió aviso del Gobierno chileno de la renuncia que Tocornal había presentado al presidente de la República quien se la había aceptado. La Santa Sede entendió que, como Tocornal ya había sido nombrado por el papa, la renuncia presentada al presidente de Chile no tenía consecuencias, a menos que fuera presentada directamente al papa. El problema quedó pendiente y debió ser abordado por la misión inmediatamente siguiente, al frente de la cual iba Manuel Blanco Encalada. IV) Misión Blanco Encalada (1855-1856). Blanco Encalada era ministro en París desde 1852 y, proyectando pasar la Semana Santa de 1855 en Roma, se ofreció al Gobierno para abordar algún asunto en que este tuviera interés. El Gobierno le encomendó obtener el reconocimiento de la renuncia de Vicente Gabriel Tocornal al obispado de Ancud, el concordato y obtener facultades para los obispos chilenos para dispensar el matrimonio de católicos con protestantes.

No fue fácil obtener el reconocimiento de la renuncia de Tocornal, pero finalmente se obtuvo; el concordato no avanzó, aun cuando el encargado de la Santa Sede para este asunto, Giuseppe Barnabó, viajó a París a continuar las conversaciones con Blanco Encalada, siendo la Constitución de 1833 el gran escollo. Por su parte, Roma entendía que las facultades de dispensa debían ser solicitadas por los obispos, no por el Gobierno, y estos no querían tenerlas por lo que la Santa Sede no fue más allá.

V) Misiones de Blest Gana. Otro ministro chileno en París, Alberto Blest Gana, fue igualmente comisionado para gestionar asuntos ante la Santa Sede en diversos momentos. Su primera intervención fue entre 1872 y 1873, con ocasión del proyecto de suprimir el fuero eclesiástico, que se tramitaba conjuntamente con la discusión de la ley de organización y atribuciones de los tribunales, en la que finalmente fue suprimido dicho fuero conjuntamente con el recurso de fuerza.[8]

En ocasiones posteriores Blest Gana volvió a Roma para gestionar el nombramiento del prebendado Francisco de Paula Taforó como arzobispo de Santiago, candidato presentado por el Gobierno, pero sus esfuerzos no se vieron coronados por el éxito.

VI) Misión Del Frate (1882). Muerto Rafael Valentín Valdivieso, el nombramiento de su sucesor fue un asunto difícil que se prolongó en el tiempo y que dio origen a la segunda misión enviada desde Roma a Chile. Fue enviada por León XIII (1878-1903), quien nombró como delegado apostólico a Celestino del Frate, quien presentó sus credenciales ante el presidente Domingo Santa María el 25 de mayo de 1882.

La misión tuvo un desenlace lamentable, concluyendo con la ruptura de relaciones diplomáticas por parte de Chile, que puso fin a la misión del delegado apostólico el 24 de septiembre de 1882, sin que el Gobierno dejara de insistir en su candidato, Francisco de Paula Taforó, y sus opositores en Joaquín Larraín Gandarillas. VII) Misión Balmaceda (1887-1888). La elección de José Manuel Balmaceda significó un cambio de actitud de Chile hacia Roma, comunicando al papa su asunción a la presidencia de la República, como un gesto que buscaba la reanudación de las relaciones. El jubileo sacerdotal de León XIII (1887) ofreció la ocasión de nombrar a Exequiel Balmaceda, hermano del presidente, como encargado de negocios de Chile ante el papa. Excluido el posible concordato por parte del nuevo presidente, el encargado de negocios debía sondear el ánimo de la Santa Sede respecto a algunos posibles obispos, a efectos de que no se repitiera lo ocurrido con Taforó, para quien, excluida la sucesión al arzobispado de Santiago –lo que había sido decididamente rechazado por Roma– se buscaba ahora se le nombrara obispo, lo que finalmente no sucedió.

El encargado de negocios presentó a dos sacerdotes para Concepción y La Serena, siendo aceptado de inmediato por la Santa Sede el propuesto para Concepción –el mercedario Benjamín Rencoret– pero fue desautorizado por el presidente, sin que ninguna de las dos diócesis fuera provista en dicha oportunidad.

Además, tenía el encargo de hacer un buen ambiente para que la Santa Sede aceptara el régimen de separación de Iglesia y Estado que se hallaba en curso desde la presidencia de Domingo Santa María y que Balmaceda había activado; y de impedir que fuera consagrado obispo Rafael Molina, quien había sido nombrado por León XIII obispo titular de Sinopolis en 1884 y que finalmente falleció en 1889 sin recibir la consagración episcopal. La cuestión de los cementerios, que estaba igualmente entre los asuntos a considerar, se prolongó todavía algún tiempo más allá de 1888, cuando Balmaceda dejó Roma.

En suma, “fue iniciativa de Chile acreditar un representante ante la Santa Sede, desde 1840 hasta fines del siglo XIX. Solo Del Frate fue enviado especialmente a Chile. El ritmo de las relaciones fue disparejo; pero incorporó los temas de mayor preocupación para ambas partes. Mejor, sin duda, hubiera sido una permanente y recíproca representación diplomática entre Chile y la Santa Sede, pero esto era algo que debía esperar todavía algunos años”.[9]

En efecto, fue el 7 de marzo de 1903 cuando Pietro Monti presentó ante el presidente Germán Riesco (1901-1906) sus credenciales en calidad de delegado apostólico de la Santa Sede en Chile. Pero ya estábamos en el siglo XX. Aunque las gestiones realizadas por Chile ante la Santa Sede durante el siglo XIX no arribaron a la firma de un concordato –el que, dicho sea de paso, tampoco se celebró durante el siglo XX– fueron el punto de partida de lo que sería la política concordataria de la Santa Sede con los países latinoamericanos durante la segunda mitad del siglo XIX. En efecto, las peticiones chilenas formuladas durante la misión Irarrázabal de 1847-1850 fueron estudiadas por una comisión de cardenales a petición del papa Pío IX, quienes hicieron tres propuestas que estaban llamadas a tener éxito en el futuro. Los cardenales estaban conscientes de que las nuevas repúblicas americanas se entendían continuadoras del patronato que la Santa Sede había otorgado siglos atrás a los Reyes Católicos, pero estaban también conscientes que este estado de cosas no podía continuar y era preciso que la Santa Sede iniciara una política que progresivamente la alejara de la limitación efectiva que dicho patronato significaba para el actuar de la Iglesia, sobre todo cuando era ejercido por gobiernos liberales poco adictos a ella. De allí que la primera decisión fue separar el patronato ejercido de hecho por Chile de toda vinculación con el patronato español, no reconociendo continuidad alguna entre uno y otro. La segunda fue que podía otorgarse a las autoridades chilenas el derecho de patronato, pero entendido como el derecho de presentación de los obispos y canónigos, es decir, el principal de los derechos que otorgaba el patronato original, con lo que el patronato quedaba reducido al solo derecho de presentación, quedando fuera del mismo, los abusos que se habían ido agregando por la monarquía española y que habían sido asumidos por el constitucionalismo chileno. Y la tercera era que el patronato así entendido era un privilegio otorgado por la Santa Sede; en otras palabras, el patronato no era un atributo de la soberanía. El planteamiento de la comisión cardenalicia era de un realismo patente, pues era claro que el patronato no podía todavía suspenderse sin más, aunque era preciso empezar a dar los pasos tendentes a su supresión. Pero el cambio era sustancial, porque, además que el patronato americano no tenía su origen en el patronato español, tampoco se aceptaba que el patronato fuera una regalía inherente a la soberanía de las nuevas repúblicas, toda vez que era ahora un privilegio concedido por la Santa Sede. Más aún, el patronato era reconducido solo al derecho de presentación quedando afuera todas las otras prácticas regalistas la mayoría de las cuales habían tenido su origen en decisiones abusivas y unilaterales de la monarquía española simplemente toleradas por la Santa Sede. Llegada a su fin la misión Irarrázabal por decisión del Congreso chileno, la Santa Sede accedió a varias de las materias propuestas, como el tribunal de tercera instancia para Chile, la reforma de las órdenes religiosas, la jurisdicción eclesiástica castrense, la bula de cruzada, el traslado del ayuno en las témporas de septiembre y las organizaciones de seglares. Pero –como ya señalamos– la Constitución chilena de 1833, que consagraba un patronato en términos diversos a como lo empezaba a entender la Santa Sede, fue el obstáculo principal y, por lo mismo no se pudo llegar a un concordato.

Pero la fórmula concebida por la comisión de cardenales con ocasión de la petición chilena tuvo éxito en el resto de continente americano, porque los concordatos que seguidamente empezó a celebrar la Santa Sede con algunos países latinoamericanos usaron la misma fórmula. El primero de ellos fue el concordato celebrado con Bolivia, en 1851,[10]en el que se concedía al presidente de la República y a sus sucesores en este cargo “el patronato o sea el privilegio de presentar para cualesquiera vacantes de Iglesias arzobispales u obispales, a eclesiásticos dignos e idóneos, adornados de todas las cualidades requeridas por los sagrados cánones; y el Sumo Pontífice en conformidad a las reglas prescritas por la Iglesia, dará a los presentados la institución canónica en las formas acostumbradas”.

Pero, inmediatamente después de conceder el derecho de presentación, se establecía que“no podrán los presentados intervenir de ningún modo en el régimen o administración de las Iglesias, para las cuales hubiesen sido designados, antes de recibirlas bulas de institución canónica, como está prescrito en los sagrados cánones”, con lo que quedaba expresamente suprimido el abuso del Gobierno de los presentados (art. 7).

En virtud del mismo patronato, “Su Santidad concede al presidente de la República el indulto de nombrar en cada capítulo para seis prebendas”, pero se reservaba el nombramiento de otras a la Santa Sede y a los obispos (art. 8). La concesión de este privilegio y de este indulto era por las obligaciones –particularmente económicas– que asumía el Gobierno en orden a facilitar el actuar de la Iglesia (arts. 5,6).

Otros abusos, como el recurso de fuerza (art. 14) y el pase regio, quedaban igualmente abolidos, asegurando el concordato la libre comunicación de los obispos, el clero y el pueblo con la Santa Sede, “siendo el pontífice el jefe de la Iglesia universal por derecho divino” (art. 4). Este concordato, sin embargo, nunca entró en vigencia porque no fue ratificado por el Gobierno boliviano, a pesar de la conveniencia que suponía para él la firma de este acuerdo.

La razón –o excusa– que se brindó fue que el patronato era entendido en el concordato como una concesión graciosa que hacía la Iglesia y no como un derecho inherente a la república. Pero fue el modelo que se tuvo a la vista para la redacción de los demás concordatos que se firmaron en los años inmediatamente siguientes con países latinoamericanos.[11]

En efecto, el 7 de octubre del año siguiente –1852– la Santa Sede firmó un concordato con Costa Rica[12]y otro con Guatemala.[13]En ambos fue concedido el patronato, pero entendido en los mismos términos en que figuraba en el fallido concordato con Bolivia, esto es, como el privilegio de presentar para cualesquiera vacantes de las diócesis existentes y de las demás que fueren erigidas en aquellos territorios, lo que hacía, igualmente “en atención a las dotaciones precitadas, mayores en su totalidad de lo que produce actualmente la renta de diezmos, y que el gobierno espera aumentar en el tiempo venidero” según rezaba el concordato costarricense. Y siguiendo de cerca al modelo boliviano, también en estos dos concordatos centroamericanos se eliminaba el recurso de fuerza y el pase regio.

Tanto el concordato con Bolivia como los dos que le siguieron, fueron firmados, por parte de la Santa Sede, por el cardenal secretario de Estado, Giacomo Antonelli. Y fue el mismo cardenal secretario de Estado el que, nueve años después –en 1861– firmó concordatos similares con Honduras[14]y Nicaragua;[15]y al año siguiente, en 1862, con San Salvador[16], en todos los cuales se siguió de cerca el modelo boliviano y, por lo mismo, los concordatos centroamericanos que les antecedieron.

Los abusos del patronato

La Iglesia, con el paso de los años, fue tomando conciencia de que el patronato que ejercía el Estado era un abuso y su actitud fue la de defender sus prerrogativas e independencia, lo que fue originando crecientes tensiones entre ella y el Estado, al punto que la lucha por la libertad de la Iglesia dentro del Estado republicano, heredero del regalismo indiano, fue la tónica de la historia de Chile durante la segunda mitad del siglo XIX.

Esto se vio favorecido por dos circunstancias que confluyen por esos años: por una parte, la elección de Pío IX (1846-1878) y su largo pontificado, en torno al cual se unió el episcopado chileno para obtener su autonomía frente al Estado, lo que vino a ser reforzado por el Concilio Vaticano I (1869-1870); por otra, la presencia de gobernantes chilenos formados en un ambiente de oposición de la tutela eclesiástica.[17]Este movimiento en pro de la libertad de la Iglesia ante el Estado fue denominado ultramontanismo.[18]


a) Profesiones religiosas

Por un senado-consulto de 24 de julio de 1823 se dispuso “que ningún habitante de Chile súbdito del gobierno pueda hacer profesión solemne de perpetuo monaquismo, antes de haber cumplido 25 años de edad”.[19]

Al año siguiente, por decreto del 6 de septiembre de 1824,[20] se prohibió dar hábitos antes de los 21 años cumplidos, y admitir a la profesión religiosa antes de los 25 años también cumplidos (art. 5); además, para la toma de hábitos y para la profesión se exigió la licencia previa, por escrito, del respectivo diocesano (art. 6).

Para hacer efectiva la primera de estas normas, el 28 de marzo de 1845 se decretó que se hiciese constar en un expediente en forma la edad de 25 años cumplidos necesaria para la profesión, a la que no se podía admitir a nadie sin que, pasado el expediente al jefe político, declarase previamente este funcionario que estaba comprobada la edad requerida. Al mismo tiempo se encargó a los diocesanos que no confirieren órdenes sacerdotales al religioso que no hiciere constar haber observado en su profesión tales disposiciones. Como consecuencia de una autorización posterior dada por el Congreso al Ejecutivo para suspender o modificar el senado-consulto de 1823, se decretó el 12 de marzo de 1847 que se diese cumplimiento a dicho senado-consulto (art. 1), con algunas modificaciones, en virtud de las cuales se exigió la edad de 20, 21, 22 y 23 años respecto de determinadas personas o corporaciones (arts. 2-8); y se mandó hacer constar ante el jefe político respectivo, la edad y buena conducta de la persona que iba a profesar (art. 9), encomendándose por decreto posterior al diocesano la recepción de la información de buena conducta respecto de las monjas. Las edades para la profesión religiosa eran las siguientes: - 20 años, en los monasterios de mujeres de profesión temporal que en lo futuro pudieren establecerse en el territorio de la República, con tal que no excediere de cinco el término por el que se hiciere la profesión (art. 8). - 21 años, los que hubieren seguido su curso de estudios hasta graduarse de bachilleres en la Facultad de Teología de la Universidad (art. 2); los que hubieren de hacer su profesión en conventos de comunidades religiosas especialmente destinadas al servicio de las misiones de infieles o en conventos de comunidades religiosas de estricta observancia (art. 3). - 22 años, en los monasterios de mujeres que estuvieren destinados a la asistencia de enfermos o a la enseñanza de las mujeres. - 23 años, en los conventos que hubieren establecido sus noviciados en conventillos o en casas separadas de la principal y sometido estos novicios aun buen plan de estudios y a un buen régimen interior (art. 4).

b) Temporalidades de religiosos En el mencionado decreto de 6 de septiembre de 1824, junto la disposición de que todos los religiosos observasen la vida común (art. 1), se decidió cerrar todo convento que tuviese menos de ocho religiosos (art. 7), sin que en un mismo pueblo pudiere haber dos conventos de la misma orden (art. 8), de manera que en aquellos en que había dos o más, debía el respectivo diocesano hacer la traslación conveniente para que solo quedase uno (art. 9). Además, se quitaron las temporalidades a los regulares, trasladándose al fisco su administración (arts. 10, 11), al tiempo que el Gobierno se obligaba a suministrar por cada religioso sacerdote, 200 pesos anuales, 150 pesos por el corista y 100 pesos por el lego, junto a un hábito a cada uno de ellos cada un año y medio. Se obligaba también a los gastos necesarios al culto según la minuta que, al efecto, debían presentar los obispos diocesanos (art. 11). Poco después, por decreto de 16 de octubre de 1824, todas las temporalidades de los regulares quedaron incorporadas a la hacienda pública. La medida no duró mucho porque pocos años después, por decreto del Congreso de Plenipotenciarios de 14 de septiembre de 1830, se mandó devolver a los regulares las temporalidades de que habían sido despojados por el decreto de 1824, con excepción de aquellos bienes que habían sido enajenados con autorización de los cuerpos legislativos (art. 2); y de los conventos u otros bienes que hubiesen sido aplicados a casas de enseñanza pública, los que no se debían entregar hasta que cesaren en esa destinación (art. 3). Los bienes devueltos a los regulares debían ser administrados por ellos con arreglo a sus constituciones, y en caso de mala o abusiva administración, el Gobierno les gobernaría con un síndico (art. 5). Se declaró, además, que las temporalidades que se devolvían a los regulares y las que adquirieren en lo sucesivo, quedaban sujetas a todas las cargas y contribuciones, como las propiedades de los demás ciudadanos (art. 6). Y en el término de cuatro meses, los prelados de las religiones debían poner en todos los conventos escuelas de primeras letras, de manera que, de no hacerlo, lo harían las municipalidades con cargo al respectivo convento (art. 7).

c) Ley de régimen interior En 1842, durante el Gobierno de Manuel Bulnes (1841-1851) se presentó en la Cámara de Diputados un proyecto de ley de régimen interior, previamente presentado en 1836 bajo el Gobierno de Joaquín Prieto (1831 -1841), con el que se pretendía legalizar las ideas regalistas reconociendo al poder civil todos los derechos y facultades que las leyes españolas confiaban al soberano y a sus delegados en relación con las autoridades eclesiásticas. El arzobispo Manuel Vicuña se dirigió a la Cámara representando las disposiciones que atentaban contra la independencia de la Iglesia, pero no fue escuchado. En dos artículos, que en su momento se denominaron la “ley sobre el patronato civil”, se legisló sobre la materia en 1844, y fue esta ley la que, hasta 1885 –año en que fue dejada sin efecto– facilitó las tensiones y dificultades que se siguieron. Dicha ley, aprobada tras acalorado debate, entregaba a los intendentes el cuidado y vigilancia del ejercicio ministerial de los párrocos, lo que en la práctica significó que “los intendentes resultaron más celosos de los derechos del Estado que los monarcas y ministros del Despotismo Ilustrado”. No faltaron los atropellos, las vejaciones y hasta las encarcelaciones de los párrocos por parte de autoridades subalternas, pero aquellos siempre contaron con la enérgica defensa de sus prelados tanto en Santiago como en los demás obispados.

d) La cuestión del sacristán y el abuso del recurso de fuerza Fue con ocasión de un recurso de fuerza, sin embargo, que se produjo la situación de mayor tensión, quizá la más intensa entre ambos poderes en la historia de Chile. Todo tuvo su origen en un asunto menor llamado, en sus inicios, a tener vocación de olvido, pero que pasó a la historia como la cuestión del sacristán. La expulsión de un mozo subalterno por el sacristán mayor de la catedral, con el consenso del canónigo tesorero, fue dejada sin efecto por el cabildo eclesiástico por considerar que no correspondía a dicho canónigo dar su consentimiento, sino al propio cabildo. Llevado el asunto al vicario de la arquidiócesis para que dirimiera la controversia, este ordenó al cabildo eclesiástico aceptar la salida del mozo en los términos en que se había hecho originalmente, lo que no fue aceptado por dos de sus integrantes, los canónigos Juan Francisco Meneses (1785-1860) y Pascual Solís de Ovando (1816-1899), quienes interpusieron recurso de apelación para ante el obispo de La Serena. El recurso les fue concedido pero solo en el efecto devolutivo, lo que dejaba en vigor la sentencia recurrida en tanto no fuese revocada. Ambos canónigos, no aceptando la forma en que se les había concedido la apelación, recurrieron de fuerza ante la Corte Suprema en contra del ordinario eclesiástico, la que falló a favor de aquellos, declarando que el arzobispo no hacía fuerza si concedía la apelación en la forma solicitada por los canónigos. El arzobispo Rafael Valentín Valdivieso entendió que, en conciencia, no podía acatar el fallo porque era una intromisión abusiva del poder civil en asuntos internos de la Iglesia. Intentó el auxilio del presidente de la República, Manuel Montt, como protector de la Iglesia, pero se le respondió que la Constitución impedía al presidente entrometerse en las causas judiciales. El 18 de octubre de 1856, la Corte Suprema conminó al arzobispo a conceder la apelación en los términos solicitados por Meneses y Solís dentro del tercer día, de manera que, de no ser concedida en dicha forma, se le condenaba al extrañamiento de la república y a la ocupación de sus temporalidades. En respuesta, el arzobispo suspendió a los canónigos recurrentes del ministerio sacerdotal y del goce de sus beneficios, y se preparó para marchar al exilio. La intervención oportuna de algunos amigos del ministro Varas ante los canónigos permitió que estos se desistieran voluntariamente del recurso. El arzobispo, notificado del desistimiento, levantó las sanciones que había impuesto a los dos canónigos. El problema se resolvió, pero dejó hondas secuelas. Una de ellas fue la aparición de los partidos políticos: el núcleo gobernante se dividió en dos, el Partido Conservador (julio 1857) creado para defender los derechos de la Iglesia dentro del Estado constitucional; y el Partido Nacional (diciembre 1857), cuyo fin político permanente fue la defensa de los derechos del Estado respecto de la Iglesia dentro del régimen de patronato. Apareció también un tercer partido, el Liberal (diciembre 1857), integrado por quienes propugnaban la reforma de la Constitución y la reducción de los poderes presidenciales. Por su parte, el clero fundó la Sociedad de Santo Tomás de Canterbury cuyos miembros hacían juramento de no interponer nunca un recurso de fuerza y que brindó un decidido apoyo al Partido Conservador. Este triunfo contra el regalismo, que mereció unas letras apostólicas de Pío IX trajo, empero, su contrapartida, pues “en razón del apoyo masivo del clero al nuevo partido, muchos librepensadores y algunos católicos comenzaron a ver en la jerarquía y en el clero a defensores de los intereses de un grupo y no a pastores preocupados por el bien espiritual de los feligreses”; la consecuencia fue un anticlericalismo agresivo que progresivamente se fue manifestando en todas las actividades de la vida pública. Finalmente, el recurso sería abolido con la ley de organización y atribuciones de los tribunales, al mismo tiempo que la Iglesia aceptaba la supresión del fuero eclesiástico, como vimos ya anteriormente. *

e) El gobierno de los electos y el juramento de los obispos Producida que fue la independencia, las nuevas autoridades siguieron con la práctica indiana del gobierno de los presentados, de manera que los candidatos presentados a una sede episcopal, por exigencia de las autoridades civiles, asumían el gobierno diocesano en calidad de vicarios capitulares ** antes de recibir de la Santa Sede la institución y las bulas apostólicas. La Santa Sede, sin embargo, no tardó en abordar el tema con firmeza. Cuando Justo Donoso fue presentado al obispado de La Serena y asumió de inmediato su gobierno (marzo de 1852), recibió una dura reprimenda del papa Pío IX (1846-1878) quien había “experimentado profunda sorpresa” al enterarse “con pena” de su actitud, al tiempo que le hacía presente que “la mente se resiste a ponderar los gravísimos daños que por tal motivo se siguen a dichas diócesis”. El tema fue expresamente abordado poco después por el papa en referencia a los Gobiernos americanos, lamentando dicha práctica y ratificando posteriormente su ilicitud al contestar una consulta colectiva de los obispos chilenos. La provisión de los arzobispados y obispados ha sido y es una atribución privativa de la Santa Sede, razón por la que –a menos que lo hubiese ella misma concedido– no aceptaba la presentación a alguno de dichos cargos hecha por las autoridades estatales, situación que era la del Chile decimonónico. Es por lo que, si bien por lo general se despacharon las bulas de institución a favor de las personas que habían sido presentadas por los gobernantes chilenos, no se hacía en ellas ninguna mención a la presentación, sino que se afirmaba que el nombramiento era “motu proprio”. La primera vez que ello ocurrió en Chile, en 1830, cuando se proveyeron las sedes de Santiago y Concepción que estaban vacantes desde 1824 y 1813 respectivamente, causó una cierta conmoción, pero se adoptó la solución de otorgar de todas maneras el exequátur con retención de dicha expresión. Fue el precedente que se convertiría en práctica en los casos sucesivos. Incluso, cuando el Gobierno solicitó a la Santa Sede la creación del arzobispado de Santiago y los obispados de Ancud y de La Serena, instruyó a su enviado que insistiera en que los nombramientos se hicieran con presentación, conforme al patronato, pero que, si encontraba una resistencia muy grande, aceptara que fueran sin presentación.

Una vez instituido por la Santa Sede, el nuevo prelado debía hacer un juramento civil que consistía en prometer acatar el derecho de patronato entendido según el conjunto de las disposiciones de la Constitución de 1833.

Se trataba de un juramento que venía de la época indiana, pero al que el Gobierno chileno agregó un inciso restrictivo al juramento papal en cuanto se juraba no perjudicar la soberanía del país, la ley del Estado y sus derechos. Se exigió a los obispos desde 1841 y en él debían prometer no obedecer las disposiciones pontificias si no obtenían el exequátur. Rafael Valentín Valdivieso, que prestó dicho juramento, consultó posteriormente a la Santa Sede, siendo declarado nulo por Pío IX en declaración que se hizo pública en 1858.

Después de esta condenación le correspondió jurar al electo obispo de la Serena, José Manuel Orrego, quien lo hizo con la siguiente fórmula propuesta por el Gobierno: “Juro guardar y hacer guardar en el ejercicio del episcopado la Constitución y las leyes de la república”, si bien hizo la salvedad de que en la palabra leyes no comprendía las que fuesen contrarias a la ley divina, salvedad que no sentó bien en el Gobierno.

Cuando le correspondió hacer el juramento a Mariano Casanova, elegido arzobispo de Santiago, se convino en una nueva fórmula: “¿Juráis, en el cumplimiento de vuestros deberes como obispo, guardar y hacer guardar las leyes y la Constitución de la República?”. Aclarando esta fórmula, en una carta dirigida por el presidente José Manuel Balmaceda al arzobispo Mariano Casanova, le decía que “no pueden entenderse en caso alguno que en el cumplimiento de sus deberes como obispo católico, le sea lícito desobedecer la doctrina y la autoridad de la Iglesia”. Fue la fórmula que siguió utilizándose.

Al finalizar el siglo, el sínodo del arzobispo Casanova (1895) podía afirmar que “en el ejercicio de su jurisdicción, el obispo está sometido al derecho [canónico] común, escrito y consuetudinario, cuyo fundamento es la suprema autoridad del papa. Lejos de contrariar en algo tal derecho, ha de cuidar en todos sus actos episcopales, de conformarse no solo al tenor sino al espíritu de la legislación universal de la Iglesia” (art. 8). Y, por lo mismo, “incumbe al obispo publicar o hacer conocer en su diócesis las leyes y decretos de la Santa Sede y llevar a efecto las órdenes que de ella recibiere o cuya ejecución ella le encargare” (art. 10).


NOTAS

  1. Oviedo Cavada, “Un siglo”, 19-20.
  2. Fernando Retamal Fuentes, Chilensia Pontificia. Monumenta Ecclesiae Chilensia, vol. I, t. 1. Santiago: Ediciones Universidad Católica de Chile, 1998, 220-221.
  3. Retamal Fuentes, “Chilensia”, vol. I, t. I, 224-249.
  4. Según Oviedo Cavada fueron el regalismo imperante entre los hombres de gobierno y los cambios habidos entre ellos, las dificultades que había con el obispo de Santiago, José Santiago Rodríguez Zorrilla, y la ambición de Cienfuegos. Oviedo Cavada, “Un siglo”, 21.
  5. Vicario apostólico era el eclesiástico puesto por la Santa Sede al frente de una diócesis ya existente que, por razones diversas, no podía ser provista de un obispo diocesano. En la actualidad, es el clérigo puesto al frente de una circunscripción eclesiástica que, por circunstancias peculiares, aún no se ha constituido como diócesis (Código de Derecho Canónico [1983] canon 371 § l)].
  6. Retamal Fuentes, “Chilensia”, vol. I, t. I, 323; Oviedo Cavada, “La Misión Irarrázabal”.
  7. Las cuatro témporas eran cuatro semanas incompletas –miércoles, viernes y sábado– que la Iglesia consagraba al ayuno, a la oración y a la penitencia, en las cuatro estaciones del año, para dar gracias a Dios por las cosechas recibidas y para pedir abundancia de frutos. Se celebraban en la tercera semana de Adviento, la primera semana de Cuaresma, la semana de Pentecostés y la semana que seguía a la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, el 14 de septiembre. Después del Concilio Vaticano II (1962-1965), las “Normas universales sobre el año litúrgico y sobre el calendario” (1969) dejaron a cada Conferencia episcopal, si les parecía oportuno, adaptar las fechas y contenidos de estas témporas a las circunstancias propias del pueblo. Liturgia (Santiago, 1935), 256; José Aldazábal, Vocabulario básico de liturgia (Barcelona: Centre de Patoral Litúrgica, 1996), 388-389].
  8. Carlos Salinas Araneda, “La actuación de los obispos en la supresión del fuero eclesiástico en Chile en el siglo XIX”, Revista de Estudios Histórico-Jurídicos, 28 (2006), 515-547.
  9. Oviedo Cavada, “Un siglo”, 25-26.
  10. “Conventio ínter Pium IX et Rempublicam Bolivianam (29 maggio 1851)”, en Enchiridion dei concordati. Due secoli di storia dei rapporti Chiesa-Stato, ed. Erminio Lora (Bologna: EDB, 2003), 174-193, n° 364-394.
  11. Carlos Salinas Araneda, “Los concordatos celebrados entre la Santa Sede y los países latinoamericanos durante el siglo XIX”, Revista de Estudios Histórico-Jurídicos, 35 (2013), 215-254].
  12. Conventio inter Pio IX et Praesìdem Reìpublicae Costaricensis (7 octobris 1852), en Lora, “Enchiridion”, 192-209, n° 395-424; también en Angelo Mercati, Raccolta di concordati su materie ecclesiastiche tra la Santa Sede e le autorità civili, I: 1098-1914 (Città del Vaticano: Tipografía Poligotta Vaticana, 1954), 800-809.
  13. Conventio inter Pio IX et Praesìdem Reìpublicae Guatimalensis (7 octobris 1852), en Lora, “Enchiridion”, 210-229, n° 426-455; también en Mercati, “Raccolta”, (n. 426-455), I, 810-821.
  14. Conventio inter Pium IX et Rempublicam Hondurensem (9 iulii 1861), en Lora, “Enchiridion”, 314-333, n° 604-635; también en Mercati, “Raccolta”, I, 936-948.
  15. Conventium inter Pium IX et Praeses Reipublicae de Nicaragua (2 novembris 1861), en Lora, “Enchiridion”, 332-351, n° 636-665; también en Mercati, “Raccolta”, I, 948-959.
  16. Conventio inter Pium IX et Rempublicam S. Salvatoris (22 aprilis 1862), en Lora, “Enchiridion”, 350-367, n° 666-694; también en Mercati, “Raccolta”, I, 960-970.
  17. Marciano Barrios Valdés, La Iglesia en Chile. Sinopsis histórica (Santiago: Ediciones Pedagógicas Chilenas, 1987), 71-72.
  18. Lugar importante en este movimiento ocupa el sacerdote argentino Pedro Ignacio Castro Barros (1777-1849) que fue el primer sacerdote que en Chile declaró su abierta oposición al regalismo y al patronato heredado de la monarquía española. Como profesor del seminario su consigna era la libertad de la Iglesia dentro del Estado independiente.
  19. Senado-consulto de 24 de julio de 1823, “Profesiones religiosas”, en Chile, Boletín de Leyes. 1823-1824, p. 133.
  20. Decreto de 6 de septiembre de 1824, “Arreglo de las órdenes de regulares”, en Chile, Boletín de Leyes 1824-1825, pp. 45-48.

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CARLOS SALINAS ARANEDA