CHILE, RELACIONES IGLESIA-ESTADO. Tensiones en el siglo XIX

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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La enseñanza Patrocinado por Manuel de Salas, quien propuso la fundación de un Colegio Nacional con la fusión de los colegios existentes a la sazón, entre los que se contaba el seminario conciliar, se fundó en 1813 el Instituto Nacional, Civil y Eclesiástico del Estado, que se inauguró el 10 de agosto de 1814. Tuvo una vida efímera pues la derrota de los patriotas en Rancagua, supuso la vuelta de las autoridades realistas que lo suprimieron poco después. Pero, superado el interregno realista, las autoridades patriotas lo restablecieron el 12 de noviembre de 1818 en los mismos términos en que había sido fundado en 1813 y el seminario conciliar continuó incorporado a él. Aunque al principio contó con la anuencia de las autoridades eclesiales patriotas del momento, fue una pérdida notable pues el Instituto no proporcionaba a los candidatos al sacerdocio la formación que requerían para el ejercicio de su ministerio. Fue tarea del nuevo obispo de Santiago, Manuel Vicuña, obtener del Gobierno el restablecimiento del seminario, lo que consiguió en 1835. La aparición en 1863 del Partido Radical fue el origen de nuevas tensiones. Fundado por empresarios mineros y contando en sus filas a no pocos masones, se propuso llevar adelante la tolerancia religiosa, el laicismo en la enseñanza y la libertad política contra el autoritarismo presidencial. La tensión más fuerte se vivió en el ámbito de la docencia, pues, al defender los radicales el Estado docente, aspiraban al monopolio de la educación, lo que no fue aceptado por la Iglesia que luchó por la libertad de enseñanza; la decisión del Gobierno de tomar exámenes en los colegios particulares mostró la voluntad del sector liberal por controlar la enseñanza. Entre las filas católicas fue de relieve la figura de Abdón Cifuentes (1836-1928) a quien se debe, en parte, la fundación de la Universidad Católica, lo que ocurrió a fines de la década de los ochenta (1888).

Los códigos Por lo general los códigos que se fueron dictando desde 1855 cuando apareció el Código Civil, fueron respetuosos con la Iglesia e, incluso, con su derecho, lo que no impidió que en cada caso los obispos manifestaran su parecer en relación con los artículos que les parecían criticables. El afán de dejar de lado la legislación heredada de la monarquía española y asumir leyes propias no significó, empero, desconocer que la Iglesia tenía un derecho propio que, no solo era uno de los componentes esenciales de la cultura jurídica occidental, sino que tenía una vigencia propia que podía incidir en el derecho del Estado que no tuvo mayores dificultades en hacerse eco del mismo. Aparte del influjo implícito que se advierte en diversas instituciones recogidas en el código y formadas con el aporte, a veces sustancial, del derecho canónico, se advierte en el Código Civil un triple influjo: I) Hay ocasiones en que el código convierte en norma del Estado de Chile una norma del derecho de la Iglesia –remisión material o recepticia–; es decir, lo que ordena la norma canónica pasa a la esfera del derecho chileno donde adquiere fuerza por el imperativo de la norma chilena; la norma chilena termina ordenando lo mismo que la norma canónica, pero la obligatoriedad de aquella emana del derecho del Estado y no del derecho canónico. Es lo que sucede cuando el artículo 586 dispone que “las cosas que han sido consagradas para el culto divino, se regirán por el derecho canónico”. II) En otras ocasiones –remisión formal o no recepticia– el código se remite a la norma canónica sin llegar a incorporarla al ordenamiento jurídico chileno, limitándose a reconocer que ella ordena por su propia fuerza en el fuero canónico, dándole eficacia civil a los actos celebrados válidamente al amparo de la norma canónica; ello ocurre, por ejemplo, cuando el artículo 66 del código dispone que “los obispos, curas y otros eclesiásticos obligados a una residencia determinada, tienen su domicilio en ella”. III) Finalmente, el derecho canónico actúa como presupuesto de normas estatales, cuando estas se refieren a conceptos, institutos y actos regulados por el derecho canónico, de manera que la norma canónica queda constituida en instrumento de inteligibilidad de la norma civil, como cuando el código utiliza expresiones como parroquia, clérigo, confesor, comunidades religiosas, convento, casas de ejercicios espirituales. Es por lo que, respecto del Código Civil, el arzobispo Valdivieso opinaba que “descansa en sólidos principios” y que “no parece que quiera atropellar a la Iglesia”, lo que no le impedía advertir de inmediato “que se resiente de las prevenciones del siglo en la aplicación de esos mismos principios” y, por lo mismo, “desear que desaparezcan de él algunos lunares”, lo que lo motivó a presentar, junto con los otros obispos, una reclamación al Senado que no fue acogida por los legisladores. Diversa fue la situación con el Código penal (1874), del que fueron discutidos en el Congreso los artículos que fueron objetados por los obispos, acogiéndose en parte sus pretensiones. Y con ocasión de la discusión y aprobación de la «Ley de organización y atribuciones de los tribunales de justicia» (1875) hubo una intensa contienda en torno a la supresión del fuero eclesiástico y de los recursos de fuerza, en la que intervino incluso la Santa Sede, siendo ambos finalmente suprimidos. A partir de ese momento ya no fue posible acudir ante los tribunales estatales contra sentencias dictadas por tribunales eclesiásticos; y los eclesiásticos –en las causas de orden temporal– suprimido el fuero, empezaron a ser juzgados por los tribunales estatales, los mismos que juzgaban al resto de las personas.

La reconversión de los diezmos En los inicios de la presencia hispana en Indias, la Santa Sede concedió a perpetuidad los diezmos en Indias a los reyes de Castilla por la bula «Eximiae devotionis sinceritas», de 16 de noviembre de 1501, lo que quedó recogido en diversas leyes de la «Recopilación de Indias», cuya vigencia se entendió que continuó después de la independencia. Hacia mediados de siglo, el Gobierno promovió la reconversión del diezmo en un impuesto sobre las propiedades rústicas en proporción al valor de sus terrenos, cuyo producto seguiría destinado a los fines a los que se dedicaban los diezmos. Para obtener lo anterior, fue preciso que el Gobierno iniciara gestiones ante el arzobispo quien solicitó la aquiescencia de la Santa Sede, la que concedió la autorización, para que “pueda perpetuamente constituirse en lugar de los diezmos otro fondo fructífero, que pueda ser proveniente de las rentas del erario público, pero con esta condición, que tal fondo sea de todo punto decente, que quede asegurado con las cauciones oportunas, que corresponda absolutamente a los productos del diezmo y que siempre sea tenido como propio y verdadero crédito del clero adquirido por título oneroso”. La aprobación de la ley permitió la referida reconversión, pero dejó abierta la puerta a futuros problemas, pues ya se vislumbraba que llegaría una época en que el producto de este tributo no sería bastante para los fines a que debía servir. Por otra parte, aun cuando la propia ley disponía que “la contribución del diezmo, en esta nueva forma, conservará el mismo destino de su institución, que es proveer a las iglesias para los gastos de sus ministros y culto, continuando afecta a dichos gastos, según y como por derecho corresponde” (art. 2), en el hecho no sucedió así, pues parte no menor de lo recaudado se dedicó por el Estado a otros fines.

Las leyes laicas: matrimonio civil, registro civil y cementerios La sucesión del arzobispo Valdivieso fue otra circunstancia que volvió a encender los ánimos, originando los momentos de mayor tensión que ha habido entre Chile y la Santa Sede. El Gobierno propuso para sucederle al canónigo Francisco de Paula Taforó (1816-1889), quien, por sus ideas regalistas y liberales a las que se sumaban algunas actuaciones públicas junto a masones, no era bien considerado por quienes dirigían en esos momentos al arzobispado, que no se caracterizaban por su ánimo conciliador. La Santa Sede estudió la situación con detención para finalmente rechazar dicho nombramiento. Como el gobierno de Domingo Santa María insistiera en el candidato, la Santa Sede envió un visitador apostólico –Celestino del Frate (1882-1883)– para que analizara el problema directamente en Chile, pero este mantuvo la decisión anterior, lo que significó la ruptura de las relaciones por parte del Gobierno chileno. Poco después fueron aprobadas por el Congreso las llamadas leyes laicas, tres leyes que regulaban el matrimonio civil, el registro civil y los cementerios, leyes que fueron consideradas una represalia del Gobierno de Chile ante la negativa de la Santa Sede de nombrar a Taforó en el arzobispado santiaguino.

a) Matrimonio civil y registro civil El matrimonio de disidentes, al que se refiere más adelante, y las dudas que suscitó el artículo 118 del Código Civil, permitieron el inicio de un caminar que no tardaría en llevar a la introducción en Chile del matrimonio civil como único con reconocimiento civil. La ley de matrimonio civil de 1884 vino a culminar un proceso que se había iniciado en 1868 cuando los diputados Manuel Matta, Pedro León Gallo y Domingo Arteaga presentaron en la Cámara de Diputados un proyecto encaminado a establecer en Chile el registro civil, presentando la posibilidad legal de un matrimonio civil en Chile. Era, sin embargo, respetuoso con el matrimonio canónico, pues disponía que el párroco, dentro de tercer día, debía pasar al oficial civil respectivo la fe del matrimonio celebrado, fe que podían llevar los mismos contrayentes. En cambio, tratándose del matrimonio de disidentes, el oficial civil haría las funciones que el artículo 118 del Código Civil encomendaba al párroco. El 3 de junio de 1872, Alejandro Reyes sometió a la Cámara de Senadores un nuevo proyecto de ley sobre matrimonio de disidentes; pero fue el diputado Ricardo Letelier quien el 3 de junio de 1875 presentó propiamente un proyecto de matrimonio civil, que sería una de las bases de la ley que finalmente estableció el matrimonio civil en 1884, junto con el proyecto del diputado Julio Zegers presentado el 17 de agosto de 1876 el que, a diferencia del proyecto de Letelier, distinguía el matrimonio católico y el matrimonio civil. El paso siguiente fue la aprobación, en enero de 1884, de la ley de matrimonio civil, según la cual, “es libre para los contrayentes sujetarse o no a los requisitos y formalidades que prescribe la religión a que pertenecieren” (art. 1 inc. 2°), “pero no se tomarán en cuenta esos requisitos y formalidades para decidir sobre la validez del matrimonio ni para reglar sus efectos civiles” (art. 1 inc. 3°). Complementaba lo anterior la ley de registro civil. A partir de ese momento, los católicos debieron casarse por las dos leyes, práctica que se hizo común después de una fuerte resistencia inicial a la que tuvieron que salir al paso los mismos obispos, al tiempo que debió corregirse la corruptela del matrimonio civil con una persona y el canónico con otra, para cuya superación el Gobierno tuvo que solicitar el auxilio de la Iglesia.

b) Cementerios Los cementerios parroquiales eran lugares de culto y tierra bendita –camposanto– por lo que no podían ser enterrados en ellos quienes, conforme al derecho canónico, eran indignos de sepultura eclesiástica. En 1871 se negó la sepultura en cementerio eclesiástico a una prominente figura que vivía desde hacía años en público concubinato. Ante la negativa se decretó que los cementerios eclesiásticos debían tener un recinto en el que fueran enterrados los disidentes; tal recinto debía estar separado por una reja o por una división de árboles y, en todo caso, su entrada sería por la puerta principal. A pesar de las vicisitudes que se vivieron, la solución fue acertada; pero el problema no se agotó, pues en 1883 se autorizó a todos –de cualquier religión que fueren– para adquirir sepultura, incluso familiar, en los cementerios estatales o municipales. Ante esto, el vicario capitular que gobernaba el arzobispado de Santiago en sede vacante, denunció públicamente que tales cementerios habían perdido su condición de lugares sagrados, prohibió sepultar en ellos los cadáveres con el rito y preces de la Iglesia católica, derogó las licencias concedidas por la autoridad eclesiástica para el ejercicio del culto divino en las capillas de los cementerios sujetos a la administración del Estado y de las municipalidades y declaró que dichas capillas eran lugares profanos, prohibiéndose en ellas el culto religioso; dispuso, además, que los párrocos se abstuvieran de dar pase para cementerios no católicos. Ante tales medidas, la población se negó a enterrar a sus difuntos en dichos cementerios. Las autoridades gubernamentales, a su vez, prohibieron la sepultación en los cementerios parroquiales que seguían siendo eclesiásticos, lo que dio origen a situaciones que, miradas desde hoy, resultan casi pintorescas, pero que muestran el estado de tensión de los ánimos y no poca dosis de sufrimiento especialmente entre los fieles devotos ajenos a las luchas políticas. Al final, se autorizó la sepultación en los cementerios parroquiales y la sepultación eclesiástica en los cementerios laicos con bendición del terreno de la sepultura en cada caso, ya que dichos cementerios estaban execrados. La situación empezó a tranquilizarse con la elección de José Manuel Balmaceda (1886-1891) como presidente de la República, y el nombramiento de Mariano Casanova Casanova (1886-1908) como nuevo arzobispo de Santiago, posibilidad que se había barajado en Roma mucho antes; “si su nombramiento se hubiera adelantado, el país se habría ahorrado las estériles tensiones que tanto dividieron a la comunidad dirigente”. Las querellas teológicas tuvieron múltiples efectos, no solo en ámbitos como el de la familia, sino por el impacto que tuvieron en los partidos políticos a los que vinieron a fortalecer de manera inesperada. “En realidad no se podía haber imaginado una forma más eficaz de movilizar al grueso de la población en torno a los partidos políticos que comprometer de algún modo sus creencias religiosas. La gente común se vio afectada vitalmente y, por lo mismo, se vio obligada a tomar posición también respecto de los partidos, ya sea para apoyar al partido clerical o para apoyar a los partidos laicistas”. El enfrentamiento entre la Iglesia y el Estado llegó a situaciones críticas y se dio tanto en la tribuna parlamentaria como en la cátedra universitaria, en las aulas de los colegios como en las columnas de la prensa diaria y en las interpretaciones historiográficas.

El vicariato castrense La asistencia religiosa a los hombres de armas ha sido antigua en la Iglesia católica y, por lo mismo, es antigua en Chile, entroncando con la regulación que sobre estas materias existió en el período hispano. En Chile funcionaba el vicariato castrense dependiente del vicariato castrense español, régimen que existía cuando se produjo la independencia. Durante la guerra de independencia, numerosos fueron los capellanes que se incorporaron a las unidades existentes y a las nuevas, y correspondió a José Miguel Carrera y Manuel Muñoz Urzúa, miembros de la Junta que en esos momentos gobernaba Chile, el nombramiento del primer vicario castrense, si bien este solo tenía nombramiento civil y no canónico. Este vicariato castrense sin erección canónica duró desde agosto de 1814 a julio de 1830. La supresión del mismo, sin embargo, no significó que los capellanes dejaran de existir, solo que ahora dependieron de los respectivos obispos. Pío IX creó en Chile la organización castrense en junio de 1850, encomendándola al arzobispo de Santiago, Rafael Valdivieso, con duración de 14 años sucesivamente prorrogados. En la práctica, el arzobispo Valdivieso pasaba a ser el vicario general castrense, por las facultades que se le habían concedido y, si bien no tenía nombramiento del Gobierno, sí contaba con su aprobación. Esta situación se mantuvo hasta el fallecimiento del arzobispo Valdivieso, oportunidad en la que León XIII prorrogó en mayo de 1879 dichas facultades, pero ahora no con carácter personal, sino para el ordinario de Santiago, lo que facilitó el nombramiento de capellanes durante la Guerra del Pacífico. Terminada la guerra, Tacna, Arica y Tarata siguieron perteneciendo en lo religioso al obispo de Arequipa, en tanto que en lo civil, político y administrativo dependían de Chile. El obispo de Arequipa puso en entredicho todas las parroquias de estas localidades, que habían quedado en manos de los vencedores, lo que significó que no se podía celebrar en ellas ningún acto litúrgico; quitó, además, las licencias a algunos sacerdotes a quienes se las había concedido, resultado de todo lo cual toda la provincia de Tacna quedó sin servicios religiosos. Esta situación movió a los gobernantes chilenos a pedir a la Santa Sede la creación de un vicariato castrense para Chile, lo que hizo san Pío X en 1910.

Separación Iglesia-Estado El régimen de patronato definido unilateralmente por las autoridades chilenas no significó en sus patrocinadores una actitud de rechazo o persecución contra la Iglesia; por el contrario, es posible ver en ellos a católicos convencidos y fervientes, pero que, al mismo tiempo, eran tenaces en la conservación de los derechos patronales del Estado: es lo que se ha denominado regalismo chileno. La Iglesia católica, sin embargo, consciente de que el patronato ejercido por el Estado era un abuso, empezó a defender sus prerrogativas e independencia. Ello, empero, no condujo a la idea de una separación entre la Iglesia y el Estado pues, a pesar de las tensiones, se entendía que entre ambos debía existir una armónica relación. La situación empezó a cambiar cuando entraron en la actividad política hombres con un ideario indiferente ante lo religioso, alejados de la religión o, incluso, en abierta oposición a ella. Se sumó a ello la aparición de algunos partidos políticos que, como el Partido Radical o el Partido Liberal, incluían en su ideario la separación de la Iglesia y el Estado, lo que no fue una simple formulación de principios, sino que llegó a debatirse en el propio Congreso. Con todo, y a pesar de las tensiones, la separación no se produjo, y ello sucedió así, en buena parte por decisión de los mismos políticos que veían en la separación un medio para que la Iglesia alcanzara aún más poder. Así se manifestó el presidente Domingo Santa María, en cuyo período presidencial se produjo la mayor tensión, resultado de la cual fue la aprobación de las tres leyes laicas antes referidas. Fue el propio presidente Santa María quien se opuso por temor al poder que podía alcanzar la Iglesia, reforma que no fue ratificada en la legislatura siguiente. La separación entre la Iglesia y el Estado terminaría por producirse, pero para ello habría que esperar todavía algún tiempo. Sin embargo, las discusiones y tensiones producidas en la segunda mitad del siglo XIX facilitaron el camino para que la separación finalmente producida discurriera por caminos de normalidad.

Confesiones cristianas no católicas La confesionalidad del Estado no supuso un rechazo formal de las otras confesiones religiosas diversas a la católica, respecto de las cuales hubo desde un principio una actitud de tolerancia. En 1819, el director supremo Bernardo O'Higgins había concedido permiso a cuarenta y seis protestantes para que fueran enterrados en lugares especiales. Estos habían dirigido una petición en tal sentido al director supremo pues, como decían en su presentación: “en los varios casos en que han muerto sus hermanos protestantes en la ciudad de Santiago, han sido inducidos en la última enfermedad y cuando ya les habían faltado sus facultades físicas y mentales, a abjurar su religión para ser enterrados cristianamente; y que los restos de otros de su creencia que se habían mantenido, por conciencia, firmes en sus dogmas, habían sido perturbados después del entierro y expuestos en la playa en el puerto de Valparaíso”. La decisión de la autoridad fue conceder “a los suplicantes la licencia que piden para que compraren esta ciudad y en la de Valparaíso un terreno a propósito destinado a hacer en él sus ritos fúnebres”. En 1837 llegó un capellán anglicano a servir a los ingleses de Valparaíso y tanto el ministro del Interior, Joaquín Tocornal, como el de Culto, Mariano Egaña, presenciaron el establecimiento de su capilla. En 1855 las condiciones se mostraban tan favorables que la Iglesia presbiteriana pudo empezar la construcción de un templo, la «Union Church» de Valparaíso. Igualmente, los anglicanos empezaron a levantar su iglesia dedicada a San Pablo. La edificación de estos templos motivó algunos reclamos, pues contravenían las leyes tocantes al culto público, pero el problema fue fácilmente resuelto ya que las iglesias se comprometieron a construir tabiques de madera que ocultasen sus fachadas.

1) Tratados internacionales Esta actitud tolerante hacia otras religiones a pesar del confesionalismo del Estado, quedó reflejada en algunos de los tratados celebrados durante los primeros años con Estados Unidos y algunas naciones europeas. Así el «Tratado de amistad, comercio y navegación entre la República de Chile y los Estados Unidos de América» (1834), art. 11: “Se conviene igualmente en que los ciudadanos de ambas partes contratantes gocen la más perfecta y entera seguridad de conciencia en los países sujetos a la jurisdicción de una u otra, sin quedar por ello expuestos a ser inquietados o molestados en razón de su creencia religiosa, mientras que respeten las leyes y usos establecidos. Además de esto podrán sepultarse los cadáveres de los ciudadanos de una de las partes contratantes, que fallecieren en los territorios de la otra, en los cementerios acostumbrados, o en otros lugares decentes y adecuados, los cuales serán protegidos contra toda violencia o disturbio”. El «Tratado de amistad, comercio y navegación con el Reino Unido de la Gran Bretaña» (1855), art. XV: “Los ciudadanos o súbditos de cada una de las dos partes contratantes residentes en los territorios de la otra, no serán molestados, perseguidos o inquietados por causa de su creencia religiosa, sino que gozarán en ellos perfecta y entera libertad de conciencia; ni por este motivo dejarán de gozar en sus personas y propiedades la misma protección que se dispensa a los ciudadanos y súbditos naturales. Si en la ciudad, villa o distrito en que residan los ciudadanos o súbditos de cada una de las partes contratantes, no hubiere cementerio establecido para el entierro de los de su creencia religiosa, podrán con el consentimiento de las autoridades locales superiores, y en el lugar elegido con aprobación de dichas autoridades, establecer un cementerio. Este cementerio, y los entierros que se hagan en él, se sujetarán a las reglas de policía que las autoridades civiles de uno u otro país dictaren respectivamente”. Lo que queda reflejado en estos tratados no era sino la aplicación de una actitud que desde el primer momento habían tenido las autoridades chilenas hacia quienes no profesaban la religión oficial del Estado.

2) Matrimonio de disidentes Desde el periodo indiano el único matrimonio válido legalmente era el matrimonio canónico, situación que no varió con la independencia. Sin embargo, la creciente llegada de extranjeros, muchos de los cuales profesaban una fe distinta de la católica, planteó el problema de sus matrimonios: para que tuvieran valor ante el derecho del Estado debían casarse canónicamente, pero al no profesar la fe católica, rehusaban hacerlo, optando por casarse en barcos de sus naciones ante ministros de sus respectivos cultos, cuando llegaban dichos barcos a Valparaíso, o, simplemente, no contraían matrimonio. La solución la proporcionó la ley de matrimonio de disidentes, que estableció que, si bien el matrimonio debía celebrarse ante el párroco católico, este no actuaba como tal sino como mero ministro de fe del Estado, receptor del consentimiento de los contrayentes. Según el art. 2 de esta ley, “en lugar del rito nupcial católico, bastará para contraer matrimonio, en el caso de la presente ley, la presencia que a pedimento de las partes deberá prestar el párroco u otro sacerdote competente autorizado para hacer sus veces, hallándose además presente dos testigos; y declarando los contrayentes ante el dicho párroco y testigos, que su ánimo es contraer matrimonio, o que se reconocen el uno al otro como marido y mujer”. Los problemas se acentuaron con el matrimonio de quienes se manifestaban librepensadores y no practicantes del cristianismo, decretándose que, en estos casos los párrocos debían inscribir su matrimonio, limitándose simplemente a registrarlo, con lo que se aseguraban sus efectos jurídicos. En todo caso, Valdivieso se opuso con tenacidad al matrimonio de católicos con disidentes.

3) Ley interpretativa de la Constitución Esta actitud de tolerancia alcanzó rango constitucional con la ley interpretativa del artículo 5 de la Constitución de 1833 que en 1865 aclaró la disposición, señalando que quedaba permitido el culto privado de las otras confesiones religiosas. Fue un cambio no menor, porque si bien el Estado de Chile siguió siendo católico, la república de Chile dejó de serlo, abriéndose espacios de pluralidad en la sociedad civil. A partir de la ley interpretativa de la Constitución, las otras confesiones religiosas empezaron a obtener personalidad jurídica, consiguiendo así, el reconocimiento oficial del Estado. Pero su situación jurídica fue diferente de la Iglesia católica: las «iglesias» y las «comunidades religiosas» católicas tenían la calidad de personas jurídicas de derecho público, bastando para su reconocimiento en el fuero civil un certificado de la autoridad eclesiástica que la había erigido como persona jurídica canónica. Las otras confesiones religiosas, en cambio, solo podían obtener personalidad jurídica de derecho privado, asemejadas en todo a las demás entidades que, cualquiera fuera su finalidad, pretendieran el mismo reconocimiento. La primera en obtenerlo fue la Iglesia Episcopal Anglicana de Valparaíso, que obtuvo su personalidad jurídica de derecho privado por decreto supremo del entonces Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción Pública, de 9 de diciembre de 1875. Este estado de cosas se mantuvo durante todo el imperio de la Constitución de 1833, durante la vigencia de la cual obtuvieron personalidad jurídica de derecho privado 26 entidades religiosas. Ellas fueron: Iglesia Episcopal Anglicana –Valparaíso– (1875); Iglesia Unión –Valparaíso– (1877); Iglesia Evangélica Alemana –Puerto Montt– (1879); Iglesia Evangélica Alemana de Osorno (1883); Unión Evangélica de Santiago (1888); Sociedad Evangélica Alemana de Valdivia (1890); Iglesia Evangélica Alemana de Valparaíso (1892); Iglesia Evangélica Alemana de Santiago (1894); Iglesia Evangélica Alemana del Lago Llanquihue (1895); Corporación Iglesia Unión –Santiago– (1906); Centro Cristiano de Iquique (1908); La Unión Israelita de Chile –Santiago– (1909); Sociedad Evangélica de Chile –Temuco– (1911); Iglesia Anglicana de Antofagasta (1912); Sociedad Evangélica del Colegio Alemán de Quillaco-Trancura –Villarrica– (1913); La Iglesia Anglicana –Concepción– (1913); Iglesia de los Adventistas del Séptimo Día –Santiago– (1914); Sociedad Iglesia Evangélica Alemana de Temuco y alrededores (1914); Iglesia Británica de San Andrés –Santiago– (1915); Sociedad Anglicana de Punta Arenas –Territorio de Magallanes– (1915); Sociedad Evangélica Alemana –Departamento de La Unión– (1916); Iglesia Evangélica Alemana de Concepción (1916); Asociación Evangélica Alemana de Señoras de Valparaíso (1916); Congregación Israelita Talmud Torah –Santiago– (1918); The South American Missionary Society –Valparaíso– (1918); Iglesia Alianza Cristiana –Temuco– (1920); Sociedad Evangélica Bautista de Santiago (1922). Tener solo personalidad jurídica de derecho privado según las normas del Código Civil tenía consecuencias patrimoniales, pues el artículo 556, si bien les reconocía el derecho de adquirir bienes de toda clase, no les permitía conservar la posesión de los bienes raíces sin permiso especial de la legislatura. De esta manera, de no contar con dicho permiso, quedaban obligadas a enajenar los bienes raíces dentro de los cinco años subsiguientes al día en que habían adquirido la posesión de ellos; de no hacerlo, caían en comiso. Agregaba el artículo siguiente que, supuesto el permiso especial de la judicatura, los bienes no podían enajenarse, ni gravarse con hipoteca, censo, usufructo o servidumbre, ni arrendarse por más de ocho años, si fueren predios rústicos, ni por más de cinco, si fueren urbanos, sin previo decreto de juez, conocimiento de causa y por razón de necesidad o utilidad manifiesta.

Conclusiones Después de las dudas iniciales producidas durante el período de las guerras de independencia y durante el período inmediatamente siguiente, las relaciones entre la Iglesia y el Estado se ordenaron pasando de un Estado misional –como había ocurrido en el periodo indiano– al Estado confesional, lo que será reconocido desde el más temprano constitucionalismo chileno. La mismas Constituciones dispusieron que sería el patronato la vía por la que discurrirían dichas relaciones, patronato asumido de hecho por las autoridades chilenas como una herencia de la monarquía española. Las autoridades chilenas, sin embargo, no parecían muy convencidas de la suficiencia de dicho título para afirmar el patronato, por lo que, desde temprano –y a lo largo de buena parte del siglo– se esforzaron por obtenerlo de la Santa Sede la que, no obstante los esfuerzos desplegados por las autoridades chilenas y sus representantes diplomáticos, nunca lo concedió. El régimen de patronato definido unilateralmente por las autoridades chilenas no significó en sus patrocinadores una actitud de rechazo o persecución contra la Iglesia; por el contrario, es posible ver en ellos a católicos convencidos y algunos, incluso, fervientes, pero que, al mismo tiempo, eran tenaces en la conservación de los derechos patronatistas del Estado: es lo que se ha denominado la ambivalencia del regalismo chileno. La asunción del patronato supuso, al mismo tiempo, la práctica de abusos en el ejercicio del mismo. No se trató de novedades de las autoridades chilenas, sino simplemente de la prolongación en el tiempo, de prácticas que se venían dando desde el período indiano. Toleradas en un principio por la Iglesia, con el paso de los años ésta fue tomando conciencia de que se trataba de prácticas abusivas que no se podían aceptar, por lo que empezó a orientar su conducta siendo consecuente con esta convicción. La cuestión del sacristán fue un ejemplo de la conciencia que la Iglesia había asumido de la gravedad de las injerencias del poder civil en los asuntos internos de la Iglesia, lo que no se podía aceptar. El confesionalismo asumido por el Estado de Chile y el consecuente patronato, no supuso intolerancia hacia aquellos que empezaban a profesar religiones diversas de la religión oficial del Estado quienes, desde un principio, gozaron de simpatía a pesar del rechazo que tales actitudes originaban en la jerarquía eclesiástica. Tal actitud de tolerancia fue teniendo acogida en la legislación –como la ley de matrimonio de disidentes– y vino a ser sancionada con la ley interpretativa del artículo 5 de la Constitución de 1833, que permitió el culto privado de otras manifestaciones religiosas.

Hacia 1860 es posible percibir un cambio de actitud en las autoridades del Estado. La entrada en el Gobierno de personas formadas con indiferencia y hasta con hostilidad hacia lo religioso hizo que las situaciones de tensión alcanzaran niveles desconocidos hasta entonces, llegando –incluso– a la ruptura de relaciones diplomáticas con la Santa Sede y la dictación de leyes que contradecían abiertamente el sentir religioso de parte importante de los chilenos.

Tales actitudes llevaron, incluso, a plantear la separación entre la Iglesia y el Estado, lo que llegó a debatirse formalmente en el Congreso. Fueron, empero, las mismas autoridades del Estado las que pusieron trabas a dicha posibilidad, temerosas del poder que pudiere alcanzarla Iglesia sin la tutela estatal. Estas actitudes, sin embargo, fueron preparando el camino a la separación que, en un clima de diálogo, se produciría en el siglo siguiente. Las tensiones del siglo XIX lo facilitaron.


NOTAS

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CARLOS SALINAS ARANEDA