Diferencia entre revisiones de «COLOMBIA; División del clero en el proceso de Independencia»

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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RESTREPO POSADA José, 1961, ''“Arquidiócesis de Bogotá. Datos biográficos de sus prelados”,'' Editorial Lumen Christi, tomo I (1564-1819) Bogotá, 1961
 
RESTREPO POSADA José, 1961, ''“Arquidiócesis de Bogotá. Datos biográficos de sus prelados”,'' Editorial Lumen Christi, tomo I (1564-1819) Bogotá, 1961
  
RESTREPO POSADA José. ''“Curso Superior de Historia de Colombia, 1781-1850,”'' Academia Colombiana de Historia, tomo II,  Bogotá, 1950
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RESTREPO POSADA José. ''“Curso Superior de Historia de Colombia, 1781-1850,”'' [[ACADEMIA_COLOMBIANA_DE_HISTORIA_ECLESIÁSTICA | Academia Colombiana]] de Historia, tomo II,  Bogotá, 1950
  
 
TISNÉS Roberto, “''El clero y la independencia en Santafé (1810-1815)”'' volumen XIII, ''Historia Eclesiástica'', tomo IV, Historia Extensa de Colombia, Ediciones Lerner, Bogotá, 1971
 
TISNÉS Roberto, “''El clero y la independencia en Santafé (1810-1815)”'' volumen XIII, ''Historia Eclesiástica'', tomo IV, Historia Extensa de Colombia, Ediciones Lerner, Bogotá, 1971

Revisión del 14:08 9 feb 2020

Un clero dividido

La división que se produjo en la jerarquía eclesiástica así como en el clero criollo durante el proceso de independencia y la consiguiente inserción en las tensiones y contradicciones de la sociedad neogranadina, traerían como consecuencia el profundo involucramiento de ese clero en las tensiones entre realistas, regentistas e independentistas, lo mismo que en las luchas internas de las ciudades y regiones de la naciente república de Nueva Granada (futura Colombia), que se expresaban en las resistencias de Tunja, Cartagena y Antioquia a la supremacía de Bogotá.

Pero ni siquiera en la misma Santa Fe de Bogotá reinaba armonía interna entre regentistas, independentistas, realistas, criollos o españoles. El agustino Fray Diego Padilla se quejaba, en su carta de renuncia como vocal de la Junta, de los “mil disgustos, divisiones y partidos funestos” que desvían al Nuevo Reino de la “defensa y común seguridad”, como se ve en las divergencias en torno a la reunión del Congreso de las provincias.[1]

En el Colegio Constituyente, encargado por la Junta Suprema para redactar la constitución de Cundinamarca, una vez fracasada la convocatoria del Congreso, participaron el futuro arzobispo Fernando Caicedo y Flórez y el agustino Moya en la comisión que examinaba los proyectos. Como dato curioso, la nueva constitución, sancionada el 30 de marzo de 1811 y promulgada el 4 de abril por Jorge Tadeo Lozano de Peralta, en nombre de Fernando VII, como presidente de Cundinamarca, “vicerregente de la persona del Rey”, prescindía de invocar el nombre de Dios en el preámbulo, a pesar de que sus diputados se declaraban fervientes católicos.[2]

Es más, como anota Tisnés, eran eclesiásticos diez de los 32 firmantes del texto constitucional.[3]Esta prescindencia del nombre de Dios, contrasta con la decisión del mismo colegio electoral de jurar defender el dogma de la Inmaculada Concepción.

En la reforma de esta constitución, durante la presidencia de Nariño, participaron también varios eclesiásticos: fray Diego Padilla como vicepresidente del colegio (elector por Santa Fe); Caicedo y Flórez (elector por El Socorro ¿?), el P Juan José Merchán (elector por La Mesa de Juan Díaz), el P. Juan Agustín Estévez e Ignacio Álvarez, por Chocontá, el canónigo Manuel de Andrade (por Cáqueza), el Dr. Fernando de Buenaventura (Zipaquirá), el P. Primo Feliciano Mariño (Guaduas), el P. Juan Agustín Matallana (Chiquinquirá), el P. José Ignacio Losada (Bosa), el P. Pablo Plata, el P. José Antonio Amaya y el P. Policarpo Jiménez (por el Socorro), fray Vicente Olarte y fray Joaquín Camacho (Vélez) y Nicolás Cuervo (San Gil).

Por lo que se refiere a la reforma de 1815, ésta fue firmada por 6 eclesiásticos de 35 firmantes: Joaquín Cediel por Bogotá (Funza), Ignacio Losada por Chocontá, Fr. Agustín Casas y Fr. Vicente Blanco por Chiquinquirá, Andrés Pérez por Guaduas y Policarpo Jiménez por La Mesa.[4]

Esta reforma constitucional de Cundinamarca se inserta en las luchas entre federalistas y centralistas, que llevaron a Nariño a enfrentarse con varios eclesiásticos que representaban a sus provincias, como Diego Padilla, Juan Fernández de Sotomayor, Juan Marimón, Andrés Ordóñez, Lucio de Villa, Jorge Ramón de Posada, José Miguel De la Calle, y fray José Joaquín Escobar, mientras que otros eran partidarios de Nariño, como el clérigo realista Juan Manuel García Tejada, que con versos y desplantes se burlaba en público de los federalistas.[5]

Nariño, en «La Bagatela», criticaba el que “un eclesiástico de los muchos que se han salido de la esfera de su ministerio sagrado” ha desenvainado la espada para poner al periódico nariñista en los púlpitos: estos clérigos, denuncia Nariño, “son ciudadanos cuando les conviene y eclesiásticos cuando se les quiere tocar el pellejo, que insultan en el nombre del Dios de la Paz a todo el que no aplaude sus ideas ambiciosas”. Y se pregunta qué hacer “con estos eclesiásticos revolucionarios que todo lo quieren saber y gobernar con su Lárraga” (el manual de moral).

Unos regentistas, otros «chisperos», “todo lo traen en movimiento atenidos a que se creen invulnerables”: son los eclesiásticos los que tienen todo revuelto en Popayán, Socorro, Ocaña, Santa Marta, esta capital y todo el Reino. Los eclesiásticos, sostiene Nariño, pueden compararse con el opio: producen “calma saludable” si se restringen a “la pequeña dosis de su ministerio”, pero si se salen “de los límites prescritos por el Divino Maestro”, sus consecuencias son “el vértigo, el frenesí y la muerte”.[6]

Las mismas divisiones habían aparecido en el cabildo abierto del 22 de octubre de 1812, convocado por Nariño para decidir la suerte de Cundinamarca en los enfrentamientos con los federalistas. Preguntaba Nariño si debía restituir el gobierno al orden constitucional, si la provincia debería reducirse al territorio de la capital, si debía entregar las armas al general Antonio Baraya, jefe de las tropas del Congreso, o defenderse de ellas. E incluso se mostró dispuesto a abandonar el mando y hasta dejar el país.

En la discusión, Pedro Groot, director del tesoro público, asumió la defensa del presidente Nariño y fue apoyado por el canónigo Manuel de Andrade, miembro de la legislatura y del cabildo eclesiástico. Andrade basó su defensa en el carácter verdaderamente “popular y representativo del actual gobierno”.[7]En la votación, el canónigo Rafael Lasso de la Vega se negó a votar por temor a incurrir en irregularidad al prever que esta deliberación derivara en guerra. Lasso prefirió ser expulsado de la ciudad por Nariño, cuando éste le intimó que votara. Sus colegas del cabildo le insistieron que se pronunciara en uno u otro sentido, pero Lasso se negó. Por esto, Nariño le intimó que votara, so pena de ser expulsado de la ciudad en 24 horas, lo que prefirió Lasso.

Los demás participantes en la reunión apoyaron a Nariño por unanimidad: entre las 38 firmas de apoyo a Nariño, aparecen las de 17 eclesiásticos diocesanos y regulares, encabezados por el gobernador del arzobispado, Pey de Andrade, y algunos nombres nuevos en esas lides como los superiores de los franciscanos, capuchinos, hospitalarios, agustinos recoletos y calzados, junto con algunos decididamente realistas como Francisco Alcoy, superior de los capuchinos, fray Antonio González y Juan Gil Martínez Malo, y otros “no tan decididamente patriotas”, al decir de Tisnés.[8]

Además, las divisiones dentro del clero se agudizaron cuando se declaró la independencia absoluta de Cundinamarca el 16 de julio de 1813, la cual se hizo “en nombre del pueblo, en presencia del Supremo Ser y bajo los auspicios de la Inmaculada Concepción de María Santísima, Patrona nuestra...”. Entre los representantes del colegio electoral de Cundinamarca, se encontraban el arcediano y gobernador del arzobispado, Juan Bautista Pey, el canónigo penitenciario Fernando de Caycedo y Flórez, con otros seis sacerdotes y religiosos, como José Antonio Torres y Peña.

Torres y Pey fueron los únicos defensores de la Regencia, pero, finalmente, la independencia absoluta fue adoptada por mayoría. Uno de los argumentos de la declaración era de orden religioso: la defensa de la religión, puesta en peligro por los franceses, y la situación espiritual de la Nueva Granada, que ha quedado sin obispos, por lo que es necesario sacudir la dependencia de España para acudir directamente a la Santa Sede.[9]Y la mayoría de los clérigos no tuvieron problema en el juramento de la independencia absoluta, ordenado por Nariño, incluidos algunos clérigos realistas como el cura de Cajicá, Pedro Martínez de Bujanda, aunque algunos se negaron como los curas de Ambalema, Peladeros y Chaparral.

Esas divisiones del clero causaban mucha preocupación a muchos fieles: así, a finales de 1814, «un patriota» se queja de las divisiones internas en cuatro años perdidos dolorosamente en “disputas frívolas y cuestiones subalternas” en una carta dirigida al director del «Argos de la Nueva Granada», publicado en Tunja y reproducido en «La Aurora» de Popayán del 28 de agosto y 4 de septiembre de ese mismo año.

Se pregunta el corresponsal qué se debe pensar de algunos clérigos y frailes, “apóstatas del altar, que en vez de predicarnos el olvido de las injurias, la paz, la unión y caridad cristiana, se ocupan en fomentar el desorden, la división, las desconfianzas y las rencillas”. Sería explicable si esto lo hicieran “los enemigos declarados y ocultos de nuestra causa”, pero apenas puede concebirse que lo hagan “los verdaderos patriotas y amigos de la independencia” y prueba “hasta qué punto de ceguedad y escarnecimiento llega el espíritu de partido”.[10]

No todos los clérigos tomaban abiertamente partido por una u otra de las facciones entre federalistas y centralistas, regentistas e independentistas, sino que tratan de buscar acuerdos de paz entre ellos: así aparecen comunicaciones del canónigo Juan Marimón y el P, Andrés Ordóñez y Cifuentes a los gobernadores de Tunja y Santa Fe encaminadas a lograr la paz entre el Congreso y Nariño, para marchar luego juntos contra el enemigo común en apoyo a Popayán.

Pero la mayor parte de estos esfuerzos fueron vanos. Lo mismo ocurrió con los intentos del canónigo Marimón para mediar entre Bolívar y el general Manuel del Castillo en Cartagena, cuyo fracaso llevó a Bolívar a tomar la funesta decisión de poner sitio a Cartagena por su negativa a auxiliar su campaña contra Santa Marta en 1815. Esas divisiones contribuyeron al éxito de las tropas realistas de Morillo.

El recurso político a la defensa de la religión reapareció en noviembre de 1814 a propósito del reinicio de la guerra entre Cundinamarca y el Congreso, que comisiona a Bolívar para atacar a Santa Fe, aprovechando las tropas que se habían salvado de la derrota en Venezuela. Los rumores sobre los atropellos de Bolívar y sus tropas contra la religión y los sacerdotes movilizaron a la población: en las trincheras trabajaron incluso los padres de San Diego y San Francisco, lo mismo que las mujeres, incluso “las más señoras y decentes”, al decir de Caballero.[11]

Ataques del clero contra Bolívar: “El cruel Nerón”

Este ambiente de terror antibolivariano se refleja en la famosa décima compuesta por el clérigo realista Juan Manuel García Tejada:


“Bolívar el cruel Nerón,
ese Herodes sin segundo,
quiere arruinar este mundo
y también la religión.


Salga todo chapetón,
salga todo ciudadano,
salga, en fin, el buen cristiano
a cumplir con su deber,
hasta que logremos ver
la muerte de este tirano”.

Estos rumores son recogidos por los gobernadores del arzobispado, que, el 3 de diciembre de 1814, denuncian la amenaza de “una repentina irrupción de gente armada o de guerra implacable”, donde no se observa “el derecho de gentes” ni las reglas observadas “entre todas las naciones animadas de sentimientos de humanidad” sino “una despiadada crueldad”. Esta guerra toca a “nuestra santa e inviolable religión”, que se halla a punto de “ser atacada y combatida en sus ministros y sacerdotes”, en “las vírgenes y monasterios”, en sus templos, altares, rentas, alhajas y bienes, y hasta en los vasos sagrados.

La expedición es comandada por el general Simón Bolívar, “cuya historia es bien conocida en todo el reino; cuya crueldad es notoria a todos estos países a que ha llevado la muerte y la desolación, y cuya irreligión e impiedad ha publicado él mismo” en una proclama. Por estos gravísimos peligros, los gobernadores creen que es su obligación “manifestarles a los pueblos, que pueden preocuparse con el terrorismo y con las artificiosas razones de una seductora política”, que pretende, bajo otros pretextos., legitimar “el robo, el sacrilegio, la impiedad y la ruina universal”.

Se ven obligados, “en cumplimiento del ministerio que ejercemos y en defensa de la religión y de la humanidad (...) a manifestar claramente, estando dispuestos a morir por esta causa”, la obligación que tienen todos los fieles cristianos de la diócesis de creer en sus pastores, “para que aprendan de ellos la doctrina de la verdad y no se dejen engañar de algunos otros que, por sus particulares intereses y fines, y por la corrupción de su corazón, están envueltos en las mismas causas y se hacen cómplices de los mismos delitos....”.[12]

Esta instrumentalización de la religión es criticada por Caballero, que se muestra bastante escéptico sobre los desmanes productos de la supuesta impiedad de Bolívar: la causa del valor y la energía desplegadas en la defensa de la capital eran “las noticias que daban de que Bolívar venía saqueando los pueblos, estropeando a los sacerdotes, como decían que había colgado de las manos al cura de Chocontá, porque no le daba dinero, y lo mismo había hecho con otros tantos, robando las alhajas de las iglesias, y varias crueldades y atrocidades.

Comenta Caballero que puede ser cierto, pero, como americano, no lo cree, aunque “si fuera español, creería eso y mucho más”. “Lo cierto es que para que las tropas se vigoricen y animen a entrar en un fuerte ataque, se riegan tales voces de que el contrario viene contra la religión, y lo mismo hace el otro allá”.[13]

Es claro que los soldados de Bolívar no eran mansas palomas y que en toda guerra se presentan abusos y desmanes de la soldadesca, pero las siniestras profecías estuvieron lejos de cumplirse: la ciudad fue tomada con pocas bajas de lado y lado, mataron a un médico español por Chía o Cajicá, y saquearon la casa del español Marroquín, en la hacienda Yerbabuena. Días después, el 7 de enero de 1815, se ofició un solemne funeral en la iglesia de los agustinos por los caídos del ejército federal en la toma de la capital, por orden del gobierno.

Predicó el capellán de Bolívar, José Félix Blanco, según narra Caballero, que critica nuevamente el uso político de la religión, el encono contra los santafereños y el afán por disminuir el número de las bajas venezolanas: “A las siete se hizo el funeral por los caraqueños que murieron en el ataque; estuvo la función muy deslucida, porque los concurrentes eran, los más caraqueños y socorranos. Predicó el sermón un clérigo llamado Blanco, capellán de Bolívar, y la mayor parte del sermón fue de las victorias que había ganado su general, nombrándolas y adornándolas con muchas suposiciones y mentiras. A nosotros nos trató de verdugos, crueles, enemigos de la patria, y deseaba devorarnos con sus manos. A tanto ha llegado el encono de estos provincianos, que ni aún en la cátedra del Espíritu Santo hemos dejado de qué padecer”.[14]

Ante los rumores de conspiraciones contra la independencia, los gobernadores del arzobispado promulgan una circular, el 6 de mayo de 1815, para exhortar a la unión de los fieles y a la obediencia a las autoridades constituidas.[15]A propósito de esta circular, el doctor Crisanto Valenzuela, secretario de Estado y Relaciones Exteriores, afirma que el gobierno ve en el clero “uno de los apoyos más firmes de la causa de su libertad e independencia política”.

Las instrucciones pastorales no cumplirían sus objetivos si no inculcaran los deberes que tiene el ciudadano consigo mismo “en el conocimiento y defensa de sus derechos, para con la Patria en amarla y servirla, y para con las autoridades constituidas en la estimación y obediencia que se les debe”.

Concluye Valenzuela diciendo que el gobierno espera que la patria recoja “los frutos más copiosos de las instrucciones” que el clero dará a sus fieles, con ocasión de la pastoral expedida, pero también espera que “se aceleren los efectos del patriotismo y celo del venerable clero” por medio de la exhortación a los ciudadanos a que colaboren con la subsistencia del ejército, “cada cual según sus facultades, bien sea con dinero, bien con frutos y artículos de cosecha e industria”, satisfaciendo así “los deberes que para con la Patria les impone el cuarto precepto del Decálogo en los oficios para con los padres, según la declaración de un Concilio Nacional de Francia. (Se refiere al Concilio cismático Nacional de Francia, convocado por Napoleón y formado en gran parte por obispos que habían jurado la Constitución Civil del Clero de los tiempos de la Asamblea Legislativa de la Revolución Francesa).[16]

Otro episodio que muestra la imbricación entre política y religión en torno a la figura de Bolívar, es el del intento del canónigo Juan Marimón de mediar entre Bolívar y el general Manuel del Castillo en Cartagena, cuyo fracaso llevó a Bolívar a tomar la funesta decisión de poner sitio a Cartagena por su negativa a auxiliar su campaña contra Santa Marta en 1815. En este episodio confluyeron las viejas rivalidades entre Castillo y Bolívar, las disensiones internas entre las facciones de los García de Toledo y los momposinos Gutiérrez de Piñeres, las acusaciones contra las tropas de Bolívar por el asesinato de varios españoles, entre ellos, un fraile capuchino, y la resistencia de Cartagena frente al gobierno del Congreso de las provincias unidas.

En el plebiscito de apoyo al general Castillo, que debería ser relevado del mando en beneficio de Bolívar, aparecen al lado de los alcaldes ordinarios y numerosas personalidades locales, el gobernador del arzobispado, Juan Fernández de Sotomayor, junto con los clérigos más importantes de la ciudad como los superiores de las comunidades religiosos y los curas de las parroquias más relevantes.[17]Esas divisiones contribuyeron al éxito de las tropas realistas de Morillo.


NOTAS

  1. Roberto Tisnés, 1971, o. c., pp.289-290.
  2. Manuel Antonio Pombo y José Joaquín Guerra, (1951): Constituciones de Colombia, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Ministerio de Educación Nacional, Bogotá, tomo I, pp.120-122.
  3. Roberto Tisnés, 1971, o. c., p.229.
  4. Roberto Tisnés, 1971, o. c., pp.229-231.
  5. Roberto Tisnés, 1971, o. c, pp.341-342.
  6. Antonio Nariño, La Bagatela, # 29, domingo 12 de enero de 1812, citado por Roberto Tisnés, o. c., pp. 338-339.
  7. Roberto Tisnés, 1971, o. c. pp. 349-350.
  8. Roberto Tisnés, 1971, o. c., pp. 354-355.
  9. Roberto Tisnés, 1971, o. c., pp. 388-390.
  10. Citado por Roberto Tisnés, 1971, o.c., p. 347.
  11. José María Caballero, 1974, o. c., p.168.
  12. Roberto Tisnés, 1971, o. c., p.478.
  13. José María Caballero, 1974, o. c., pp. 168-169.
  14. José María Caballero, 1974, o. c., pp. 168-174.
  15. Roberto Tisnés, 1971, o. c, p.469.
  16. Roberto Tisnés, 1971, o. c., pp.473-474.
  17. Roberto María Tisnés, 1976, La Independencia en la Costa Atlántica, Editorial Kelly, Bogotá, pp. 266-280

BIBLIOGRAFÍA

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FRIEDE Juan, “La otra verdad. La independencia americana vista por los españoles”, Ediciones Tercer Mundo, Bogotá, 1972

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RODRÍGUEZ PLATA Horacio, Andrés María Rosillo y Meruelo, Editorial Cromos, Bogotá, 1944

RESTREPO POSADA José, 1961, “Arquidiócesis de Bogotá. Datos biográficos de sus prelados”, Editorial Lumen Christi, tomo I (1564-1819) Bogotá, 1961

RESTREPO POSADA José. “Curso Superior de Historia de Colombia, 1781-1850,” Academia Colombiana de Historia, tomo II, Bogotá, 1950

TISNÉS Roberto, “El clero y la independencia en Santafé (1810-1815)” volumen XIII, Historia Eclesiástica, tomo IV, Historia Extensa de Colombia, Ediciones Lerner, Bogotá, 1971

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VALENCIA Alonso, “Marginados y sepultados en los montes. Orígenes de la insurgencia social en el valle del río Cauca, 1810-1830”, Universidad del Valle. Cali, 2008

ZAWADSKY Alfonso, Las ciudades confederadas del valle del Cauca en 1811, Gerencia Cultural del Valle del Cauca, Cali. 1997


FERNÁN E. GONZÁLEZ G., S.I. © CELAM – Santa Fe De Bogotá

Tercera parte de la síntesis sobre su intervención en las reflexiones académicas con motivo de las celebraciones de los “Bicentenarios de las Independencias Latinoamericanas. (con algunas notas complementarias del DHIAL)