Diferencia entre revisiones de «COLOMBIA; Participación del clero en la Independencia»

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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[Síntesis de su Intervención en las reflexiones académicas con motivo de los “Bicentenarios de las Independencias Latinoamericanas”] Algunas notas complementarias son del DHIAL]  
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Síntesis de su Intervención en las reflexiones académicas con motivo de los “Bicentenarios de las Independencias Latinoamericanas” © CELAM – Santa Fe de Bogotá
© CELAM – Santa Fe de Bogotá'''
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[Algunas notas complementarias son del DHIAL]

Revisión del 10:07 12 nov 2018

Introducción

Quien fuera el primer presidente del Estado Libre de Cundinamarca, Jorge Tadeo Lozano,[1]consideraba el tema de la Independencia del Nuevo Reino de Granada como una «revolución clerical», donde la participación del clero ilustra los problemas, las ambigüedades, las contradicciones y ventajas de la jerarquía católica en ese momento de transición y ruptura entre dos épocas, entre las cuales las continuidades son también importantes.

El clero de entonces nace y se forma sacerdotalmente en la época de las reformas borbónicas, que significaron un importante intento de reforma del Estado en los territorios americanos de la Corona Española, con serias consecuencias para el papel de la Iglesia católica en la sociedad americana, pero le toca vivir en medio de las vicisitudes y contradicciones internas de las luchas de la Independencia, ser incluso víctima de la Pacificación de Morillo e intervenir en los primeros años de la república, cuando no estaba todavía muy definido su papel en la sociedad y nación que estaba entonces emergiendo.

De ese papel de la Iglesia en esos momentos y en la historia americana previa, parten muchas de las vicisitudes de las relaciones Iglesia - Estado en el siglo XIX, que tienen que ver con el peso del clero y jerarquía católica en la vida de la sociedad de entonces.

¿Una Revolución clerical?

En el contexto de la presencia del clero católico en la sociedad americana de los dominios españoles, se comprende el por qué la presencia de numerosos clérigos, diocesanos y regulares, en las juntas provinciales de 1810, en la movilización del 20 de julio, y en los firmantes de las actas de independencia, haya llevado a Jorge Tadeo Lozano a calificar al movimiento emancipador como “una revolución clerical” en su discurso de apertura del Colegio Electoral de Cundinamarca en 1813.[2]

La presencia de clérigos en los hechos que conducirían luego al movimiento independentista se da desde sus preludios: en el juicio de Nariño a propósito de su traducción de los Derechos del Hombre y la llamada “conjuración de los pasquines”, aparecen en 1794 varios clérigos sospechosos de subversión, como el capuchino Andrés de Gijona, al que le encuentran varios libros subversivos que Nariño le había encargado de guardarle,[3]y el joven clérigo, José Ángel Manrique Santamaría, colegial del Rosario, acusado de haber sostenido algunas conversaciones sobre la aplicación del sistema republicano francés en este reino y de haber pronunciado un discurso supuestamente subversivo,

Sin embargo, el ambiente de «cacería de brujas» que reflejan estas acusaciones es buen indicador del clima intranquilo de la sociedad santafereña de esos años. Pero, a propósito de la sublevación de Quito en agosto de 1809, van a aparecer problemas más serios para las autoridades españolas, cuando se hace evidente la división entre españoles y criollos a propósito de la actitud que se debía asumir.

Entonces, los gobernadores de la arquidiócesis de Santafé dirigieron a los fieles una pastoral fechada el 30 de septiembre de 1809, “sobre la tranquilidad pública”: por encargo del Virrey y por el deber ministerial, recomiendan velar por la instrucción de los pueblos, inculcando “las obligaciones esenciales que tenemos de obedecer a las autoridades legítimas”, y recordar que “la rebelión es el nombre más odioso en la sociedad”.

Unos días antes, el 24 de septiembre de 1809, había predicado el provisor y gobernador del arzobispado, Domingo Duquesne, para “exhortar a la paz y tranquilidad del Reino y obediencia a nuestros legítimos soberanos, porque, corría una voz sorda, se temía un alboroto, como en Quito”.[4]

El virrey Amar denuncia como sospechosos de conspirar a Nariño, al futuro arzobispo Luis Caicedo y Flórez, el canónigo Andrés Rosillo, “el Fouché eclesiástico”, denunciado por la propia virreina por haberle ofrecido la corona del Nuevo Reino a ella y a su esposo. También son apresados entonces Juan Nepomuceno Azuero, cura de Anapoima, Francisco Gómez Serrano, cura de La Mesa, y Juan Agustín Estévez, director de la Escuela de Cristo, de la Capilla del Sagrario.[5]Rosillo se oculta en El Socorro, donde es apresado y conducido a Santa Fe, donde lo liberará de su prisión el motín del 20 de julio de 1810. Estévez es enviado a Cartagena, pero logra escaparse a Venezuela.[6]

El 19 de enero de 1809, el Virrey Antonio José Amar había informado al primer secretario de Estado sobre la fuga y ulterior captura de Rosillo, que se había ocultado en la jurisdicción de Tunja, “discurriendo en compañía de gentes perdidas, por haciendas de campo y pueblos cortos, sin dejarse ver en los de mayor consideración, donde hubiese jueces de algún respeto (…) a quien la conciencia de su delito había degradado hasta el punto de que lo hallasen bajo la cama de una miserable choza, vestido de mujer ordinaria, y todo desfigurado, sin duda con el objeto de evadirse....”

Según los papeles hallados en su poder, se podía deducir su plan “para sorprender el ánimo sencillo de la gente y abusar de su misma fidelidad al legítimo soberano” para engañarla y llevarla a excesos: se presentaba a España perdida o a punto de perderse sin remedio, cuyo gobierno estaba vendido a José Bonaparte y cuya situación de peligro se ocultaba para facilitar su entrega al enemigo, y se sostenía que uno de los oidores iba a coronarse rey. Pero, por fortuna, concluye el virrey, “el común de los pueblos no se halla todavía en un grado de descontento, ni de desconfianza de quien le gobierna”, para aceptar estas versiones, “a pesar de algunos alucinados ambiciosos”.[7]

El motín del 20 de julio de 1810 encontrará al canónigo Rosillo en la cárcel, de donde será liberado por las masas populares. Entre los agitadores del motín, al lado de José Acevedo y Gómez y José María Carbonell, figuran tres eclesiásticos: los presbíteros Juan Nepomuceno Azuero, Francisco Serrano Gómez y Fray Pablo Lobatón O.P. Entre los 53 firmantes del acta del 20 de julio figuran 16 eclesiásticos, encabezados por Juan Bautista Pey, gobernador del episcopado.

Figuran también Mariano Garnica, prior de Santo Domingo y futuro obispo de Santa fe de Antioquia; José Chavarría, provincial de los agustinos; Antonio González, prior de San Francisco ; Nicolás Mauricio de Omaña, cura de la catedral; Santiago Torres y Peña, cura de Las Nieves, Francisco Serrano Gómez; José Ignacio Pescador, cura de Choachí (o La Mesa?); Juan Nepomuceno Azuero, cura de Anapoima; Pablo Plata, cura de la catedral; José Ignacio Álvarez, capellán del santuario de La Peña; Nicolás Cuervo, canónigo; Antonio Gallardo, rector del Rosario; José Antonio Amaya, vicerrector de San Bartolomé; Vicente de la Rocha, cura de San Victorino y Julián Joaquín de la Rocha, cura de Ramiriquí.

Casi todos ellos (con excepción de González y Torres) se destacarán luego en la causa patriota. Solo el cura de Santa Bárbara, Juan Gil Martínez Malo y los superiores de los capuchinos y de San Juan de Dios, junto con el otro gobernador eclesiástico se marginaron de estos hechos.[8]También participan en los acontecimientos de estos días el cura de Bosa, Juan José Porras, José María Estévez, cura de Choachí y hermano del perseguido Agustín, Tomás Rojas, cura de Sesquilé, José María Mesa, cura de Gachancipá y Juan Nepomuceno Silva, cura de Gachetá, que movilizaron a sus pueblos en apoyo del movimiento.

En la Junta Suprema de Gobierno de 24 personas, nombrada por el cabildo extraordinario de aquel día, aparecen igualmente cuatro eclesiásticos: el gobernador del episcopado, Juan Bautista Pey, fray Diego Padilla, Francisco Serrano Gómez y Nicolás Mauricio de Omaña, cura de la catedral. La Comisión de negocios eclesiásticos fue conformada por la Junta por esos cinco eclesiásticos, a los que añade el del canónigo Martín Gil y Garcés.

En el Congreso Constituyente Electoral, preparatorio del primer Congreso de la Nueva Granada, compuesto por 43 miembros, aparecen también diez eclesiásticos, encabezados por el futuro arzobispo, Fernando Caicedo y Flórez. Además de él, figuraban Santiago Torres y Peña, Juan Gil Martínez Malo, Vicente de la Rocha, Tomás de Rojas y Juan Antonio García, del clero diocesano, junto con los regulares Manuel Rojas, franciscano representante de Ubaté, Juan José Merchán, hospitalario, el agustino José de San Andrés Moya, y el dominicano Juan Antonio de Buenaventura y Castillo, en representación de Ibagué.

Por su parte, en el actual Valle del Cauca, el caleño fray José Joaquín Escobar, vicepresidente de la Junta de las ciudades confederadas del Valle del Cauca, fue el alma de la independencia en esta región, que desembocaría en el movimiento del 3 de julio de 1810. Según Alonso Valencia, los franciscanos de Cali liderados por Escobar, impulsaban las ideas de libertad entre las masas populares.[9]En la junta, creada el 1 de febrero de 1811, tomaban parte, además de Escobar, fray Joaquín Meléndez, por Cartago, el P. Joaquín Fernández de Soto por Buga y fray Jerónimo de Escobar, por Toro.[10]

En Antioquia hubo también mucha participación clerical en la independencia, aunque con resistencia de algunos. En el congreso provisional de los delegados de los cuatro cabildos de la provincia (Santa Fe de Antioquia, Medellín, Rionegro y Marinilla), reunido entre el 30 de agosto y el 7 de septiembre de 1810, que decidió entregar el poder a una junta, presidida por el gobernador Francisco Ayala, participaron el Padre Lucio de Villa (por Medellín) y el Padre José Miguel de la Calle (por Rionegro, donde era párroco).

Y el Padre José Ramón de Posada fue comisionado por el presidente dictador de Antioquia Juan del Corral, para recorrer los pueblos de esa región y predicar a favor de la libertad. A la muerte de Juan del Corral, el Padre José Miguel de la Calle ejerció el gobierno regional por algunos meses. De la Calle y Posada se dedicaron a recoger fondos y a promover el pensamiento independentista.

Sin embargo, los destierros, en 1819, de clérigos enemigos de la causa patriota y colaboradores con la reconquista, muestra que el apoyo a la causa patriota estaba lejos de ser unánime: entre los desterrados figuran los padres De la Calle, Serna, Peña, Naranjo, Obeso, Cadavid, Tirado, Tamayo y García, junto con los hospitalarios de San Juan de Dios.[11]

La oposición de los obispos a la causa patriota

En general el apoyo de los clérigos criollos contrastaba entonces con la oposición de la mayoría de los obispos: en el caso de la Nueva Granada, los obispos de Santa Marta, Cartagena y Popayán fueron enemigos encarnizados de la causa patriota. El obispo de Santa Marta, Manuel Redondo y Gómez, se negó a celebrar un Te Deum cuando las tropas cartageneras al mando del coronel Labatut tomaron a Santa Marta: por ello, fue apresado en medio de los insultos de los soldados y confinado en el convento de San Francisco en Cartagena; de ahí logró escapar a Jamaica, de donde regresó a su sede, una vez derrotado Labatut.

Ya en Santa Marta, se dedicó a exhortar a sus fieles para que defendieran la monarquía y desarraigaran “las semillas de irreligión sembradas por los sediciosos”. Pero, su sucesor, Antonio Gómez Polanco, natural de la provincia de Neiva, llegó a su diócesis el 2 de agosto de 1819 y adhirió a la causa patriota ya triunfante.[12]

También el obispo de Cartagena, el dominico Ángel Custodio Díaz de Merino, se negó a celebrar un Te Deum cuando se proclamó la independencia absoluta en 1811, y anunció en cambio, una misa de rogativas y letanías de los santos para aplacar la ira de Dios. Bajo su gobierno se produjeron varios conflictos a propósito de la supresión de la Inquisición y la quema de sus documentos, y varios atropellos personales contra el obispo, hasta su expulsión el 25 de noviembre de 1812, por su negativa a jurar la constitución de 1812.

Su sucesor, José Gregorio Rodríguez Carrillo, no era menos realista, como lo manifiesta su pastoral del 3 de septiembre de 1819, a propósito del triunfo patriota en Boyacá. Se ha enterado, “con profundo sentimiento de su corazón”, dice, del trastorno producido en Cartagena por la noticia de la entrada de “los enemigos de Dios y del rey en la capital del Virreinato”. Adora “los juicios secretos” de Dios, que ha visitado a Santa Fe, que califica como “esa pequeña Babilonia”, que se había entregado al “estudio abominable de una falsa filosofía” y desconocido “sus santas y divinas leyes”. Por esto, Dios, “irritado con su impiedad”, les envió como castigo al “monstruo del siglo XIX, con un ejército de salteadores y bandoleros”.

A fines de junio de 1820, Rodríguez se retiró de la diócesis de Cartagena como protesta porque los españoles de Cartagena resolvieron sumarse al movimiento de Riego y jurar la Constitución de 1812.[13]

El obispo de Popayán, Salvador Jiménez de Enciso, fervoroso realista y beligerante enemigo de los patriotas, también cambiaría de posición por efectos de la revolución de Riego, lo que es un indicio interesante para entender el trasfondo social y político del movimiento emancipador.

Jiménez apoyó la causa realista usando incluso las rentas episcopales y llegó a calificar como “hijo del diablo” e “indigno del sacerdocio y anatematizado por la Iglesia” al provisor de la arquidiócesis de Santa Fe, Nicolás Cuervo, encargado nuevamente de la sede vacante por la muerte del arzobispo Sacristán, por haber escrito una pastoral de apoyo a la causa independiente después del triunfo de Boyacá, el 7 de octubre de 1819.

Cuando el ejército patriota iba a entrar a Popayán, el obispo huyó a Pasto y excomulgó a “todos los que aguardasen a las tropas republicanas o les prestasen auxilios”; dejó a Popayán en entredicho y suspendidos del ministerio a los clérigos que no emigraran. El gobierno de Bolívar declaró entonces la sede vacante, lo que produjo una situación muy delicada.[14]


Estos contrastes enmarcan las dificultades que tuvo el nuevo arzobispo de Santa fe de Bogotá, Juan Bautista Sacristán, para ser recibido en la ciudad: nombrado por el gobierno español en 1810, se encontraba en nuestras costas cuando estalló el movimiento del 20 de julio. Su viaje a la capital fue obstaculizado, primero por las nuevas autoridades de Caracas, y luego por las de Cartagena; en Mompox recibió orden de la Junta Suprema de no proseguir su viaje, pero luego se levantó esa prohibición.

En noviembre de 1810, la Junta explicaba los motivos para su oposición inicial: aunque reconocía la importancia de “la presencia del Pastor (…) para la feliz organización de este cuerpo social,” las circunstancias de los viajes del arzobispo en España y América podrían despertar sospechas y alterar el orden público. Por eso, “el único arbitrio” que le quedaba al Gobierno era “sacrificar su deseo de recibir al arzobispo”.

Pero, habiendo desaparecido las causas de esa medida, la Junta Suprema de Gobierno no veía ningún impedimento para que el arzobispo Sacristán asumiera la sede arzobispal, mientras el arzobispo reconociera la autoridad de “este Gobierno Independiente del Consejo titulado de Regencia y de cualquier otra autoridad que no sea la del Señor D. Fernando VII...”

El arzobispo Sacristán resolvió consultar al Consejo de Regencia de Cádiz, pero la respuesta a su comunicación fue interceptada y transmitida al gobierno de Cundinamarca, ya en manos de Antonio Nariño. Obviamente, la reacción del gobierno, ya en diciembre de 1811, fue negarse rotundamente a recibir al prelado. Sacristán acompañaría luego las tropas de Morillo en su avance hacia Bogotá en la reconquista e intentaría, aunque en vano, moderar la represión de Morillo y Sámano.

Antes de su llegada a Santafé, el gobierno de la diócesis estaba en manos del capellán de las tropas de Morillo, Luis Villabrile, que oficiaba como vicario castrense: en ese entonces, fueron llevados a prisión los provisores Pey y Duquesne, los canónigos Rosillo, Caicedo y Manuel Santos Escobar (de Popayán), los curas Pey (hermano del provisor), Omaña, Pablo Plata, Gómez «el Panela», el agustino Padilla, los franciscanos Francisco Florido (que había sido capellán de las tropas de Nariño en la campaña del sur), Pedro Carbonell, Joaquín Guarín y Andrés Arcila, junto con los párrocos de Ocaña, Firavitoba, Neiva, Tuta, Usme, Puebloviejo, Barichara, Ramiriquí y Pore.[15]

Muchos de los 43 clérigos procesados por patriotas,[16]fueron enviados presos a España; entre los desterrados se encontraron varios clérigos realistas como el provisor Domingo Duquesne y el canónigo Rosillo, que ya había abandonado para entonces la causa patriota, por lo que fueron objeto de vilipendio por versos anónimos que circulaban en las calles de Bogotá.[17]

Ya en España, el canónigo Andrés Rosillo logró quedar en libertad, a pesar del voluminoso sumario que existía en su contra. Ya instalado en Valladolid escribió, a petición de las autoridades reales, una representación al Consejo real sobre las conmociones del país. En ella sostenía Rosillo que, desde 1815 los neogranadinos estaban ya dispuestos a reconocer el gobierno del rey y “abandonar al intruso.” Las razones para esta simpatía popular a favor de la causa realista que enumeraba eran: el odio contra el Congreso de Tunja y las actuaciones de Bolívar a su servicio, que había destruido la comarca y confiscado las propiedades de la Iglesia.

Señalaba Rosillo cómo habían sido recibidas con júbilo las tropas realistas de Latorre y Calzada, cuya proclamación de indultos había atraído a muchas familias que habían huido “creyendo ver extinguidas para siempre las rivalidades, partidos y facciones”. Pero la represión de Morillo hizo que muchos volvieran a las guerrillas: el pacificador reprendió con acrimonia a Latorre y Calzada, “diciéndoles que no eran tiempos de regocijo sino de horcas y banquillos, dándoles órdenes de proceder inmediatamente a las prisiones”.

Por eso, proponía Rosillo que se otorgara un indulto general para dar a entender las buenas intenciones del rey hacia sus súbditos americanos, se les devolvieran los bienes decomisados, se garantizara que las sentencias en contra de los rebeldes no perjudicaran a sus hijos y parientes, y se admitieran los reclamos de los descendientes de los ajusticiados y de los que habían perdido injustamente sus bienes.[18]

En cambio, la mayoría de los clérigos presos tuvo que esperar a la revolución de Riego en 1820 para obtener la libertad: Fray José Joaquín Escobar, aprehendido en Cali y llevado prisionero a Popayán, fue trasladado a Bogotá y luego a Coro, en Venezuela, de donde fue llevado a la prisión de La Carraca, en Cádiz. Su regreso a la patria lo hizo por Venezuela de donde pasó a Cúcuta, donde falleció, precisamente cuando estaba reunido el Congreso de ese nombre.[19]

Una historia similar fue la del futuro arzobispo de Bogotá, Fernando Caycedo y Flórez, apresado el 23 de mayo de 1816 y enviado a España, donde permaneció en las prisiones de Cádiz, Sevilla y Sanlúcar de Barrameda hasta la revolución de Riego.[20]

El problema de fondo: el Patronato Real

En ese contexto contradictorio, el apoyo del clero criollo a la Independencia se veía favorecido porque mientras duraba la ausencia del arzobispo de Bogotá por estar la sede vacante, los asuntos eclesiásticos eran manejados por los gobernadores eclesiásticos, los canónigos criollos Juan Bautista Pey y Domingo Duquesne, cuyo carácter interino dificultaba aún más una posición homogénea del clero católico dentro de un régimen de patronato bajo nuevas circunstancias políticas.

Esta situación favoreció el involucramiento del clero en el movimiento emancipatorio, porque las sedes estaban vacantes durante buena parte del tiempo, debido a los engorrosos trámites del nombramiento de obispos bajo el régimen del Patronato; esto dejaba el manejo local de las iglesias en manos del clero criollo

El régimen del Patronato tuvo como resultado la creación de un régimen de cristiandad bajo el patronazgo del Rey de España, con privilegios concedidos a partir de los Papas: Alejandro VI para favorecer la evangelización de las Nuevas Tierras descubiertas. No todos los territorios de la Corona española estaban bajo el mismo sistema de Patronato, que tenía sus límites muy precisos. Por lo que no es exacto históricamente afirmar que la cristiandad hispánica tenía unas mismas características con la confusión de las potestades civiles y eclesiásticas o por la confusión entre lo espiritual y lo temporal, entre la Iglesia y el Estado.

Se trata de una falacia histórica, como el afirmar simplemente que en la práctica, la Iglesia y su obra evangelizadora se convertían en instrumentos del Estado español, ya que la aculturación de los aborígenes y esclavos se va a llevar a cabo por medio de su cristianización, llegándose a una identificación total entre fe cristiana y civilización hispánica. Esta afirmación es totalmente ambigua desde un conocimiento de la historia del Patronato, su finalidad y su aplicación.

Es cierto por otra parte que bajo la dinastía borbónica se tiende a un control rígido de la esfera eclesiástica dentro del sistema del regalismo imperante bajo los regímenes monárquicos borbónicos y de otras monarquías europeas del momento. Es este sentido, bajo el régimen borbónico, que la monarquía española ejercía un notable control sobre la Iglesia con una serie de instrumentos legales como el “exequatur” regio para los documentos pontificios.

Por otra parte, la jerarquía y el clero juegan un papel muy fuerte como elementos de control de otras autoridades civiles (virreyes, y administradores públicos), y como intermediarios entre estas autoridades civiles y el poder real (Rey, Audiencia, Consejo de Indias…). Este sistema peculiar en el sistema de administración española en todo el ámbito de sus dominios, hace que no se pueda afirmar la subordinación de la Iglesia católica a los diversos aparatos del Estado, sino de un verdadero control o especie de «probii viri» (hombres honestos) jurídico efectivo por parte de la jerarquía eclesiástica, delegada efectivamente por el poder real sobre el comportamiento legal de la autoridad civil en su ámbito.

Las autoridades eclesiásticas compartían el poder de control moral con las autoridades, metropolitanas y locales. Este sistema de gobierno, característico de la Corona Española, perduró con plena y total vigencia desde los tiempos de la presencia española en América y fue observado con escrupulosa rigurosidad hasta la llegada de la monarquía de los Borbones, que aunque nunca lo abolió, sin embargo lo dificultó debido al riguroso regalismo, implantado sobre todo a partir de Carlos III, generando conflictos político- religiosos, ya que, a pesar dela clara conciencia que la Jerarquía eclesiástica y las Órdenes religiosas tenían de sus competencias, no sin frecuencia el regalismo pretendía hacer caso omiso de las denuncias eclesiásticas pretendiendo delimitar su campo o al menos reducir su influjo.

Por otra parte, en un sistema administrativo cada vez más controlado y centralizado por el régimen regalista el gobierno de Madrid, pretendía un mayor control en todos los sectores dela administración pública, incluido el ámbito eclesiástico. El gobierno real, a partir de Carlos III, lleva a cabo una reforma administrativa en todo el ámbito de la monarquía española, incluidos los territorios americanos, en una dimensión común a todos los Estados modernos europeos, y no solamente en los territorios americanos, que eran parte integrante de la misma y regidos por los mismos principios administrativos.

Estas situaciones y el peso de la Iglesia en la sociedad americana, explican fácilmente el papel principal que el clero desempeña en las luchas de la emancipación, así como sus divisiones internas en ella y las dificultades en el país fundamentalmente criollo independiente que pretendía su independencia total como república.

Las dificultades que generaba el nuevo contexto pueden ser ilustradas por el llamado «Cisma del Socorro» . El canónigo Andrés Rosillo instigó a la junta del Socorro para que se declarara en ejercicio del patronato para crear la diócesis del Socorro y nombrarlo como su primer obispo. Rosillo, cuyas relaciones con Pey, el gobernador eclesiástico, no eran muy buenas, hacía parte también del cabildo eclesiástico que gobernaba la arquidiócesis, lo mismo que del Congreso de las Provincias Unidas.

Revestido con los ornamentos episcopales, elaborados a toda prisa por las damas socorranas, Rosillo fue consagrado inválidamente obispo en una falsa ceremonia de consagración episcopal sacrílega, por los presbíteros Ignacio Villarreal y Pedro Ignacio Fernández, que al ser sólo presbíteros no tenían en absoluto el poder sacramental para hacerlo, y luego, en el atrio, fue de nuevo invalida y sacrílegamente «re-consagrado» obispo ante la multitud, según ritos «ad hoc» por los miembros laicos de la Junta.

Manuel Plata, el cura de Bituima, fue el encargado de defender a la junta del Socorro de lo indefendible de la acusación de cismática, y de una consagración totalmente inválida y herética: Plata calificó la pastoral condenatoria de los gobernadores eclesiásticos de Santafé como “una dilatada cadena de negras injurias, con que se tizna la soberanía del Socorro”, confundiendo la potestad de orden sacramental, dada por Cristo a los Apóstoles y sus Sucesores los Obispos, con una elección simplemente democrática de una autoridad popular, lo que es contrario en este caso de los nombramientos y consagraciones episcopales a la teología y tradición eclesial apostólica.

Y, queriendo justificar la creación del obispado, alegaba a razones de carácter de las constituciones de las sociedades humanas democráticas con «la reasunción» de los derechos de libertad por parte de los pueblos, algo que estaba totalmente fuera de la tradición apostólica de la Iglesia Una, Santa y Católica, según el Credo niceno-constantinopolitano; la ruptura de tal praxis lleva consigo «ipso facto» la censura canónica más grave que emite la Autoridad Suprema de la Iglesia, que es la de la excomunión reservada al Sumo Pontífice.

El propio Rosillo fue aún más lejos al publicar otro folleto sobre los derechos, razones y fundamentos que, según él, tenían las Juntas Supremas y Pueblos del Nuevo Reino para ejercer el llamado Patronato real, que nada tenía que ver con aquel gesto no sólo cismático, sino también claramente herético, en cuanto fuera de la doctrina eclesial católica. Aquel gesto insensato provocó la división del clero socorrano; muchos de los sacerdotes, fieles a la Iglesia católica y a la curia metropolitana, y ante las muy graves censuras decretadas, fueron dándose cuenta del caro error cometido, y lo mismo el sentido común de los fieles. A Rosillo no le quedó más remedio que pedir perdón.

Esta polémica hizo comprender al gobierno y al clero la importancia del tema: el 16 de noviembre de 1813 se reunieron los canónigos para discutir la propuesta y resolución del Congreso de las Provincias Unidas para convocar una Junta general del clero de la Nueva Granada, para discutir el tema de las relaciones con la Santa Sede.

Según Restrepo Posada, la propuesta de esta Junta mostraba “cuán hondamente había calado en los dirigentes la idea del sufragio universal” y el influjo nefasto del pseudo Concilio Nacional de Francia (cismático), convocado por Napoleón y condenado por el Papa Pío VII, había causado en algunas mentes clericales y laicales poco fundadas en la recta doctrina católica e imbuidas de un regalismo trasnochado.


Consecuencias políticas del involucramiento de los clérigos en la independencia

Pero conviene subrayar la importancia de las ideas de Bolívar sobre la autonomía de lo religioso, y sobre su no coactividad por parte del Estado. De haber tenido acogida sus ideas, probablemente el país se habría ahorrado los enfrentamientos político- religiosos que caracterizaron el siglo XIX, debidos a la confusión entre los ámbitos de competencia entre el Estado y la Iglesia católica.

Las posiciones anteriores de Bolívar muestran uno de los problemas del régimen del Patronato: la falta de contactos previos entre la Santa Sede y las nuevas repúblicas en formación, que explica tanto las maniobras del Libertador para conseguir el reconocimiento de la independencia por parte de la Santa Sede, como las tensiones entre el clero y los nuevos gobernantes en los comienzos de la vida republicana.

Los nuevos Estados, creyéndose herederos del régimen de patronato y del control regalista, querían seguir controlando a la Iglesia en cada ámbito nacional, cuyo peso social, político y económico era enorme frente a la pobreza fiscal, la precariedad de la burocracia y la falta de legitimidad y de prestigio social de los nuevos gobiernos.

Pero, dados los avances del pensamiento liberal, no querían seguir manteniendo la protección a la que estaba acostumbrada la Iglesia, que prácticamente tenía el monopolio de la educación y de la beneficencia, sin tener que enfrentar la competencia de las nuevas ideas, pues el Estado español, confesionalmente católico, no permitía otro culto que el católico; y tal era la doctrina profesada por la Iglesia católica, repetidamente manifestada en los documentos e intervenciones pontificias a lo largo de todo el largo siglo liberal (s. XIX y primeros años del XX)–, y lo será hasta el Concilio Vaticano II con su declaración sobre la libertad religiosa.

Por su parte, la Iglesia católica trata de recuperar su autonomía, sin renunciar al principio de que el error no tenía derechos, (sic) y que por lo tanto la única religión que tenía pleno derecho a ser profesada era la católica; al máximo el resto de las confesiones podían ser toleradas. Por ello, en aquel entonces la Santa Sede plantea sus relaciones con los Estados mayoritariamente católicos en su población, pidiendo la confesionalidad católica del Estado o al menos el reconocimiento de la Religión católica como religión de la mayoría de sus ciudadanos con un reconocimiento explícito y unos derechos legalmente reconocidos por el Estado.

Tal había sido el tortuoso debate en la elaboración del concordato entre la Santa Sede (Pío VII) y Napoleón en 1803, llegando a un difícil compromiso en tal sentido. Esta contraposición está en el fondo de muchos de los enfrentamientos entre las Repúblicas liberales y la Iglesia durante el siglo XIX.


NOTAs

  1. Jorge Tadeo Lozano de Peralta y González Manrique, Vizconde de Pastrana (Santafé, 30 de enero de 1771 - Santafé, 6 de julio de 1816) fue un naturalista neogranadino que presidió el Colegio Electoral de Cundinamarca
  2. José Manuel Groot, 1953: Historia Eclesiástica y Civil de la Nueva Granada, Biblioteca de Autores Colombianos, BAC, Bogotá, tomo III, p.185, nota
  3. Roberto Tisnés, (1971): El clero y la independencia en Santafé (1810-1815), volumen XIII, Historia Eclesiástica, tomo IV, Historia Extensa de Colombia, Ediciones Lerner, Bogotá., pp. 75-84
  4. José María Caballero, (1974), Diario de la Independencia; Biblioteca del Banco Popular, Bogotá, p.60
  5. Roberto Tisnés, 1971., o. c, pp. 91-99
  6. José Restrepo Posada, 1961, Arquidiócesis de Bogotá. Datos biográficos de sus prelados, Editorial Lumen Christi, Bogotá, tomo I (1564-1819), pp.328-329
  7. Roberto Tisnés, 1971, o. c., pp. 102-103
  8. Roberto Tisnés, 1971, o. c., pp. 156-184
  9. Alonso Valencia, 2008, Marginados y “sepultados en los montes”. Orígenes de la insurgencia social en el valle del río Cauca, 1810-1830”, Universidad del Valle, Cali, pp.74-78. Cfr. Alfonso Zawadsky, 1997, Las ciudades confederadas del valle del Cauca en 1811, Gerencia Cultural del Valle del Cauca, Cali.
  10. Zamira Díaz López, 2007, “Los cabildos de las ciudades de Cali, Popayán y Pasto: del pactismo del vasallo a la soberanía del ciudadano”, en Anuario. Historia regional y de las fronteras, UIS; Bucaramanga, vol. 12, septiembre de 2007, p. 223
  11. Jaime Sierra García, (1988), “Independencia”, en Jorge Orlando Melo, Historia de Antioquia, Suramericana de Seguros, Compañía de Cementos Argos y Banco Industrial Colombiano, Medellín, pp. 93-95
  12. José Restrepo Posada, (1950): “La Iglesia y la Independencia”, en Curso Superior de Historia de Colombia, 1781-1850, Academia Colombiana de Historia, Bogotá, tomo II, pp. 413-415
  13. José Restrepo Posada, 1950, o. c., pp.416-417
  14. José Restrepo Posada, 1950, o. c., pp.419-423
  15. José María Caballero, 1974, Diario de la Independencia, o. c, pp.227-228
  16. Guillermo Hernández de Alba, “Sumarias de los procesos seguidos contra los clérigos patriotas”. En 1960, Mario Germán Romero, Participación del clero en la lucha por la independencia, editorial Kelly, Bogotá; Luis Carlos Mantilla Ruiz, OFM, 1995, Los franciscanos en la independencia de Colombia, Academia Colombiana de Historia, Bogotá, pp. 42-45
  17. Horacio Rodríguez Plata, 1944, Andrés María Rosillo y Meruelo, Editorial Cromos, Bogotá, pp. 248-252
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FERNÁN E. GONZÁLEZ G., S.I.

Síntesis de su Intervención en las reflexiones académicas con motivo de los “Bicentenarios de las Independencias Latinoamericanas” © CELAM – Santa Fe de Bogotá [Algunas notas complementarias son del DHIAL]