COLOMBIA; Religiosidad prehispánica en las crónicas españolas

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Cronistas españoles y leyendas indígenas

Casi todo lo que conocemos hoy de las razas que poblaron este continente se debe a los cronistas españoles; testigos, actores y observadores del descubrimiento y la conquista. Gran parte de ellos, sacerdotes y frailes. Como es natural y humano, narraron e interpretaron según sus criterios, los de esa hora de la fe y de la cultura, cuando no se habían sistematizado las ciencias sociológicas, ni se habían vertebrado los conocimientos sobre etnología, antropología y otras ramas del saber hoy desarrolladas y sobrestimadas.

Por ello no es sabio juzgar sus relatos según criterios de hoy y más bien hay que reconocer que los investigadores de varios campos del saber actual están trabajando sobre los datos que esos primitivos cronistas aportaron. Esa fue una de sus contribuciones positivas.

Deben leerse con cautela y haciendo los necesarios distingos, conceptos como los de Miguel Triana en su obra «La civilización chibcha» dice: “Las relaciones de los cronistas de la conquista no dan idea exacta del pueblo que encontraron los españoles en la Altiplanicie. Ellas están plagadas de las más absurdas leyendas y carecen de informes positivos sobre el número de los pobladores, sobre sus costumbres, industrias y lenguaje. Minuciosas en datos sobre el mucho oro que recogieron aquí los conquistadores por el despojo y la rapiña, divagan en cuanto a ritos y creencias, atribuyendo al diablo sus consagraciones religiosas.

Una crítica psicológica podría demostrar que el concepto de esta divinidad sombría era superior a la mentalidad de los escritores que de ella se ocuparon. En cuanto al- idioma que recogió algún doctrinero en un vocabulario restringido al uso de las confesiones, es tan deficiente que no se encuentran en él las palabras más vulgares, como los días de la semana o los nombres de los meses, al paso que se repiten en él los más contradictorios sinónimos. Falsean las relaciones de gobierno -y comercio de los pueblos entre sí y niegan hasta la existencia de los caminos, para complacer la vanidad de los descubridores que cruzaron de a caballo el territorio en todas direcciones a fuer de maravillas imposibles.

Otra ligera crítica del género excursionista podría poner de manifiesto los mil embustes de que están plagadas las tradiciones de los Quesadas. Los prodigios militares en que un español pone en fuga a 15.000 indios de pelea, y en que un grupo de 160 soldados domina una Nación de dos millones de habitantes, dizque aguerridos en largas luchas bélicas entre Tunjanos, Guatavitas, y Bacataes, en que salían al campo hasta sesenta mil combatientes, hacen sonreir a cualquier técnico que visite hoy los sitios donde sucedieron las batallas. Sobre estas fuentes de información subsisten todavía en la actualidad comentadores que sostienen los más evidentes absurdos acerca del descubrimiento de la Conquista del Nuevo Reino, sin un ligero espíritu de crítica».[1]

Los conceptos precedentes, tomados de la introducción de Miguel Triana a su notable obra pueden también mostrarse como ejemplo de incomprensión y menosprecio para la extraordinaria tarea de los cronistas primitivos de Indias, en los que sólo advierte ciertos fallos en cuanto a datos e interpretaciones, sin valorar todo lo positivo que hay en sus aportaciones.

Dice Triana que están «plagados» de las más absurdas leyendas ¿Sólo de ellas? ¿Y qué valor tienen los testimonios de lo que ellos vieron y vivieron, como en los casos de Castellanos o de Zamora? Y si se refiere a las leyendas de los aborígenes no están hoy los folkloristas, los etnólogos etc., y otros de parecida familia trabajando sobre estas leyendas, sacando a veces las conclusiones más fantásticas, peregrinas y divertidas?

Lo que digan los cronistas sobre creencias, ritos y ceremonias se ajusta a lo que observaron desde la perspectiva de su mentalidad teológica y de su creencia cristiana, perfectamente respetable y reciamente estructurada. Es natural que de frente a nuevas cosmogonías y ritualidades ellos establecieron la comparación con lo que habían aprendido en su propia religión. Pascual de Andagoya, por ejemplo, dice que los indios de Popayán holgaban infinito de oír las cosas de la creación del mundo porque ellos tenían noticias del diluvio.

De la misma manera que nosotros las tenemos... ¿Cómo poder afirmar seriamente que “el concepto de esta divinidad sombría era superior a la mentalidad de los escritores que de ella se ocuparon”? Empezando por esa anfibología de “concepto de esta divinidad” que no sabe uno si se refiere a lo que la sombría divinidad conceptuaba o a lo que de ella se conceptuaba ... Triana se duele de que en los vocabularios para el uso de las confesiones falten los nombres de los días de la semana o de los meses y no recuerda que al lado de los libros indigenistas con propósito religioso y evangelizador, abundaron las gramáticas, los vocabularios generales y hasta las comedias para divertimiento y solaz de los indígenas.

En cuanto a caminos, existían los que hollaban plantas indígenas, para pueblos vecinos o los que la naturaleza misma había dispuesto, como los ríos por donde habían penetrado remotas corrientes migratorias; pero es cosa cierta que los españoles, para sus entradas e incursiones de tantas leguas y por tribus tan distantes, aisladas y enemigas, en muchas ocasiones debieron romper trocha, haciendo camino al andar como tanto se ha dicho ahora con versos de un poeta famoso. ¿Sabía el señor Triana de algún camino más o menos directo y seguido que en aquellos días del 1500 comunicara a Santa Marta con la sabana de Bogotá?

Los españoles tomaron y siguieron la referencia natural del río que llamaron de la Magdalena, con los resultados terribles que conocemos. El camino se fue inventado con los desaciertos, rodeos y retornos que mermaron aquella tropa heroica. Por donde ellos subieron no sube hoy ningún colombiano.

El historiador Joaquín Acosta, al hablar de un viaje de Jorge Robledo desde San Sebastián de Urabá hasta Antioquia, dice: “En el camino, halló una partida de españoles en colleras de hierro”. Y en nota se corrige: “Decimos camino que bien podía ya darse el nombre de tal a una senda que conducía de Antioquia al golfo de Darién, por la que habían transitado César dos veces, una Vadillo, luego Bernal, más tarde Robledo, Heredia cuatro veces, sin contar los mensajeros que iban y venían por la senda trillada por estos hombres robustos, entre selvas y asperezas, las cuales hoy mismo parece que no han permitido ser exploradas por sus sucesores, que son, sin duda, o más delicados o menos emprendedores”.[2]

Y ya que Acosta cita a Robledo, véase lo que dice este mariscal tan noble como infortunado en su Relación del descubrimiento de las Provincias de Antioquia: “Hubo muchos acuerdos si iríamos por el río o no, y fue acordado que rompiésemos un arcabuco de monte de cañaverales, muy espeso, que allí estaba y viésemos si podríamos bailar algún camino que fuese a algún poblado”.[3]

En cuanto a batallas, hubo exageraciones de número para gloria de los españoles. Iguales a las que menudean en las obras del Padre Bartolomé de las Casas para execrar a sus compatriotas y en favor de los indios. La precisión matemática no es el fuerte de ningún cronista de esos días en América o en Europa, como no lo es de los periodistas actuales al reseñar, valga el caso, el número de los que acuden a cualquier manifestación política, que se achica o se multiplica según el color político del cronista informante.

Personalmente he comprobado que en las bibliotecas de antropólogos, etnógrafos americanistas e indigenistas de última hornada y de extremas tendencias se alinean, muy consultados, los cronistas coloniales, en su gran mayoría frailes misioneros, casi únicos que nos salvaron las mitologías y creencias del aborigen americano en esa hora del descubrimiento.

El mismo señor Triana no sabe desprenderse del Padre Fray Pedro Simón, franciscano, autor de las Noticias Historiales, a quien llama «predilecto cronista» o del también franciscano Aguado, autor- de la Recopilación Historial. La historia y la literatura de nuestros países comienza con los cronistas testigos del descubrimiento y de la colonia.

Véase la historia de la Literatura Colombiana de Gustavo Otero Muñoz.[4]O la «Historia de la Literatura Mejicana», de Carlos González Peña, quien exalta expresamente la “obra portentosa” de los misioneros lingüistas y dedica todo el capítulo segundo a los cronistas, cuyos libros “tienen inmenso valor como documentos fidedignos y únicos para el conocimiento y estudio de uno de los más apasionantes períodos de nuestra civilización”.[5]

Por lo que atañe a estos cronistas desestimados por el señor Triana, pueden discutirse algunos de sus criterios, puntualizarse datos, discrepar de algunas ingenuidades; pero nos dejaron una mina de historia auténtica y de noticias muy aprovechables, y en cuanto a sus vocabularios, gramáticas y catecismos hoy son perseguidos y adquiridos a precio de oro en las principales bibliotecas del mundo aunque no traigan los nombres de los días y de los meses. La cultura americanista tiene una deuda impagable con los cronistas españoles o nativos de aquellas horas del descubrimiento y de la época colonial o hispánica.

Gonzalo Jiménez de Quesada, testigo excepcional

Sobre la religión de los muiscas y de los panches, resulta testigo de excepcional valía el conquistador Jiménez de Quesada, ya que fue el primer europeo que los descubriera y conquistara y como hombre de estudios y letras, con ojos perspicaces para percibir los haberes espirituales de estas gentes. En su «Epitome de la conquista del Nuevo Reino» que con se le atribuye, contempla la religiosidad de las tribus y aporta estos datos que fueron bien aprovechados y también comprobados por los cronistas sucesivos.

“Cuanto a lo de la religión destos indios, digo que en su manera de error son religiosísimos, porque allende de tener en cada pueblo sus templos, que los españoles llaman allá santuarios, tienen fuera del lugar, así mismo, muchos con grandes carreras y andenes que tiene hechos desde los mismos pueblos hasta los mismos templos. Tienen, sin esto, infinidad de ermitas en montes, en caminos y en diversas partes. En todas estas casas de adoración tienen puesto mucho oro y esmeraldas.

Sacrifican en estos templos con sangre, agua y fuego. Con la sangre, matando muchas aves y derramando la sangre por el templo y todas las cabezas, dejándolas atadas en el mismo templo, colgadas. Sacrifican con agua, así mismo, derramándola en el mismo santuario y también por caños. Sacrifican con fuego, metiéndolo en el mismo santuario y echando ciertos zahumerios y a cada cosa de estas tienen apropiadas sus oraciones, las cuales dicen cantadas.

Con sangre humana no sacrifican, sino es en alguna de dos maneras: la una es, si en la guerra de los panches, sus enemigos, prenden algún muchacho que, por su aspecto, se presuma no haber tocado mujer. A este tal, después de vueltos a la tierra, lo sacrifican en el santuario, matándolo con grandes clamores y voces. La otra es que ellos tienen unos sacerdotes muchachos para sus templos; cada cacique tiene uno y pocos dos, porque éstos están muy caros, que los compran por rescate en grandísimo precio. Llámanles a éstos moxas. Van los indios a comprarlos a una provincia que estará a treinta leguas del Nuevo Reino, que llaman la Casa del Sol, donde se crían estos niños moxas.

Traído acá al Nuevo Reino, sirven en los santuarios, como está dicho, y éstos dicen los indios que se entienden con el sol y le hablan y reciben sus respuestas. Estos, que vienen siempre de siete a ocho años, al Nuevo Reino, son tenidos en tanta veneración que siempre los traen en los hombros. Cuando éstos llegan a edad que les parece que pueden ser potentes para tocar a mujer, mátanlos en los templos y sacrifican con su sangre a sus ídolos; pero si antes de esto la ventura del moxa ha sido tocar a mujer, luego es libre de aquel sacrificio, porque dicen que su sangre ya no vale para aplacar los pecados.

Antes que vaya un sacerdote a la guerra contra otro, están los unos y los otros un mes en los campos a la puerta de los templos, toda la gente de la guerra, cantando de noche y de día, sino son pocas horas que hurtan para el comer y el dormir. En los cantos están rogando al sol y a la luna y a los otros ídolos a quien adoran, que les dé victoria y en aquellos cantos les están contando todas las Causas justas que tienen para hacer aquella guerra, y si vienen victoriosos, para dar gracias de la victoria, y si vienen desbaratados, los mismo, cantando como en lamentación de su desbarato.

Tienen muchos bosques y lagunas consagradas en su falsa religión, donde no tocan a cortar un árbol ni tomar un poco de agua por todo el mundo. En estos bosques van también a hacer sus sacrificios y entierran oro y esmeraldas en ellos, lo cual están muy seguros que nadie tocará, porque pensarían que luego habían de caer muertos. Lo mismo es en lo de las lagunas, las que tienen dedicadas para sus sacrificios, que van allí y echan mucho oro y piedras preciosas, que quedan perdidas para siempre.

Ellos tienen al sol y a la luna por criadores de todas las cosas y creen de ellos que se juntan como marido y mujer. Sin esto tienen otra muchedumbre de ídolos, como nosotros acá a los santos, para que rueguen al sol y a la luna por sus cosas y ansí los santuarios o templos de ellos están cada uno dedicado al nombre de cada ídolo.

Sin estos ídolos de los templos tiene cada indio, por pobre que sea, un ídolo particular y dos y tres más, que es a la letra lo que en tiempo de gentiles llamaban lares. Estos ídolos caseros son de oro muy fino, y en lo hueco del vientre muchas esmeraldas. Y si el indio es tan pobre que no tiene para tener ídolo de oro en su casa, tiénelo de palo, y en lo hueco de la barriga, pone el oro y las esmeraldas que puede alcanzar.

Estos ídolos caseros son pequeños y los mayores son como del codo a la mano. Es tanta la devoción que tienen, que no irán a parte ninguna, ora sea a labrar su heredad, ora a otra cualquiera parte, que no lo lleven en una espuerta pequeña, colgado del brazo, y lo que es más de espantar, que aún también lo llevan a la guerra, y con él un brazo pelean y con el otro tienen su ídolo, especialmente en la provincia de Funza, donde son más religiosos.

Cuanto a la inmortalidad del ánima, créenla tan bárbara y confusamente que no se puede de lo que ellos dicen, colegir si en lo que ellos ponen la holganza y descanso de los muertos es el mismo cuerpo o es el ánima por sí. Lo que ellos dicen es que el que acá no ha sido malo sino bueno ... después de muerto tiene muy grande descanso y placer y que el que ha sido malo tiene muy gran trabajo, porque le están dando muchos azotes ...”

Por lo que mira a la moral, anota Jiménez de Quesada: “La vida moral de estos indios y policías suya es de gente de mediana razón, porque los delitos ellos los castigan muy bien, especialmente el matar y el hurtar y el pecado nefando, de que son muy limpios, que no es poco ya entre indios, y así hay más horcas por los caminos y más hombres puestos en ellas que en España.

También cortan manos, narices y orejas por otros delitos no tan grandes, y penas de vergüenza hay para las personas principales, como es rasgarlas los vestidos y cortarles los cabellos, que entre ellos es grande ignominia.

En el casarse no dicen palabras ni hacen ceremonias ningunas más de tomar su mujer y llevársela a su casa. Cásanse todas las veces que quieren y todas las mujeres que puedan mantener, y así uno tiene diez mujeres y otro veinte, según de la cualidad del indio, y Bogotá, que era rey de todos los caciques, tenía más de cuatrocientas. Les es prohibido el matrimonio en primer grado y aún en algunas partes del dicho Nuevo Reino en el segundo grado también...

De la tierra y nación de los Panches, de que alrededor está cercado todo el dicho Nuevo Reino, hay muy poco en su religión y vida moral que tratar, porque gente tan bestial que ni adoran ni creen en otra cosa sino en sus deleites y vicios...”.[6]

El testimonio de Lucas Fernández de Piedrahita (1624-1688)

Por su condición de santafereño, por su dignidad de obispo, por su cultura y sus viajes y como historiador muy cercano a las fuentes se prefiere aducir aquí su testimonio en representación de los primitivos y más ilustres cronistas del período colonial. Sobre este personaje de nuestra historia cultural y eclesiástica escribió Sergio Elías Ortiz:

“De acuerdo con la crítica histórica más exigente la obra de Fernández Piedrahita, no obstante las tachas que se le han puesto y se han explicado como producto de su tiempo, tiene un gran valor, tanto por haber puesto en el lenguaje de mediados del siglo XVII el texto del «Compendio Historial» de Jiménez de Quesada, cuyo original parece definitivamente perdido y en esta forma salvado el más antiguo y autorizado testimonio del descubrimiento y conquista de gran parte de nuestro suelo, como por la gran cantidad de datos que no pudo suministrar el Adelantado de sus proezas y de las hazañas de los suyos, que aporta Piedrahita, y que tampoco se encuentran en los demás autores que cita entre las fuentes que tuvo a la vista y que seguramente tomó de los archivos, o de la tradición que debió recoger en Santa Fe y en otros lugares en sus años de estudio y en el desempeño de su ministerio pastoral.

Los nueve primeros capítulos de su Historia son básicos para adentrarse en el conocimiento de la prehistoria del pueblo chibcha y sus vecinos, como lo es el resto de la obra para la investigación del primer período colonial y por lo mismo de obligada consulta para antropólogos e historiadores como fuente primitiva de mayor autenticidad”.[7]

Sobre las creencias y rituales de los muiscas ofrece Piedrahita una visión de conjunto que confirma los datos anteriormente aducidos.

“Creían todos los indios que había un Autor de la naturaleza, que hizo el cielo y la tierra; mas no por eso dejaban de adorar por Dios al sol, por su hermosura, y a la luna, porque la tenían por su mujer. A esta llamaban Chía y al sol Zuhé, y así, para dar a los españoles un epíteto de suma grandeza, los llamaron Zuhá, y conservan esta locución hasta hoy en su idioma.

Además de esto, y en varias partes, adoraban montes, lagunas, ríos, árboles y muchos ídolos que tenían en sus santuarios y oratorios. Tenían la costumbre de poner sobre la sepultura de los que morían de picadura de culebra la señal de la cruz. Tan antiguo dictamo es en todas partes esta señal contra el venenoso contagio de las serpientes.

Afirmaban la inmortalidad del alma y así, cuando moría alguno, le metían en el sepulcro mantenimientos de comer y beber, y si era cacique o rey, criados y mujeres, las que le habían servido más bien, y gran cantidad de oro y esmeraldas que enterraban juntamente con ellos ...

Esperaban el juicio universal y creían en la resurrección de los muertos; pero añadían que, en resucitando, habían de volver a vivir y gozar de aquellas mismas tierras en que estaban antes de morir. Tenían alguna noticia del diluvio y de la creación del mundo; pero con tanta adición de disparates que fuera indecencia reducirlos a la pluma.

Referían que en los pasados siglos aportó a aquellas regiones un hombre extranjero, a quien llamaban unos Nemqueteba, otros Bochica, y otros Zuhé –algunos dicen que no fue solo el extranjero, sino tres que en diferentes tiempos entraron predicando– pero lo más común y recibido entre ellos es que fue uno solo con los tres epítetos referidos. Este tal, dicen que tenía la barba muy crecida hasta la cintura, los cabellos recogidos con una cinta como trenza, como puesta a la manera que los antiguos fariseos usaban los filacterios o coronas.

Andaba este hombre con las plantas desnudas y traía una almalafa puesta, cuyas puntas juntaban con un nudo sobre el hombro; de donde –añaden– haber tomado el traje, el uso del cabello y de andar descalzos. Predicábales el Bochica muchas cosas buenas, (según refieren, y si lo eran, bien se ve el poco caso que hicieron de ellas).

Aportó después una mujer de esmerada belleza que les predicaba y enseñaba cosas muy contrarias y opuestas a la doctrina del Bochica. Unas llámanla Chía, otros Yubecayguaya y otros Huitaca, a cuyas opiniones, difundidas con novedad y malicia, se llegaba innumerable concurso de gente.

Como eran malas las cosas que enseñaba, dicen los más que el Bochica la convirtió en lechuza; otros, que la trasladó al cielo para que fuese mujer del sol y alumbrase de noche, sin aparecer de día, por las maldades que había predicado; desde entonces hay luna...

Diré de paso lo que ocurre por cierto y es que entre los indios hay algunos tan grandes hechiceros que toman las apariencias de tigres y leones y de otros animales nocivos y hacen los propios efectos que los verdaderos acostumbran hacer en daño del género humano.

De Bochica refieren en particular muchos beneficios. Por inundaciones del río Funza se anegó la sabana de Bogotá, hasta que llegó el Bochica, y con el bordón, hiriendo en una serranía, abrió camino a las aguas, aunque dejaron la tierra llana, de manera que pudiese habitarse como antes. Y fue tal el ímpetu de las aguas represadas, maltratando y rompiendo las peñas que de él se formó el Salto del Tequendama, tan celebrado por una de las maravillas del mundo.

Afirman de Bochica que murió en Soganloso después de su predicación, y que habiendo vivido allí retirado veinte veces ciento veinte de años que por su cuenta hace dos mil, fue trasladado al cielo y al tiempo de su partida dejó al cacique de aquella provincia por heredero de su santidad y poderío. De aquí es la veneración que tienen a todo aquel territorio como a tierra santa...

No hay duda que lo más de esta relación se compone de fábulas y engaños; pero siendo cierto (como lo es) que no hubo parte en el mundo donde no resonasen las noticias del Evangelio, divulgadas por los discípulos de Cristo Nuestro Señor que para este efecto se dividieron por todo el universo predicando su doctrina y siendo tan corriente en los autores modernos (a que dieron luz los antiguos) que entre las demás partes en que predicó el bienaventurado apóstol Santo Tomás fue una de ellas esta de las Indias Occidentales, es muy verosímil que el Bochica de quien hacen esta relación fuese este glorioso Apóstol”.[8]

Templos y sacerdotes

“Tenían templos y santuarios, y de estos los más celebrados eran los de Bogotá, Sogamoso y Guatavita; en ellos adoraban mucha diversidad de ídolos, como son figuras de sol y de luna, formadas de plata y oro, y del mismo metal figuras de hombres y mujeres, todos estos ídolos con cabelleras y mal tallados; vestíanlos de mantas de pincel, que son las más estimadas; y puestos en orden, siempre juntaban la figura del varón con la de la hembra.

Para aumentar el culto de esta falsa religión tenían sacerdotes y ministros de ella, que llamaban chuques, todos agoreros y que de ordinario consultaban al demonio con varias supersticiones.

Por mano de estos sacerdotes se ejecutaban las víctimas de sangre humana y se hacían a sus ídolos las ofrendas de esmeraldas, oro en polvo o en puntas, y así mismo diferentes figuras de culebras, sapos, lagartijas, hormigas y gusanos, casquetes, brazaletes, diademas, monas, raposas y vasos, todo de oro; ofrecían también tigres, leones y otras cosas de menos importancia, como son pájaros y vasijas de barro con mantenimientos o sin ellos. Estos jeques tenían su morada y habitación en los templos.

Trataré de sus costumbres para que algunas de ellas sirvan de confusión a los que somos indignos ministros de Dios. No se les permitía casarse, vivían castamente y era tanto el rigor con que se atendía a que en este fuesen observantes, que si había presunción de lo contrario, los privaban del ministerio.

Decían que teniéndolos por hombres santos, a quienes respetaban y honraban más que a todos y con quienes consultaban las materias más graves, era de mucha indecencia y estorbo que fuesen profanos y sensuales; y añadían que las manos con que se hacían las ofrendas y sacrificios a los dioses en sus templos, debían ser limpias y no polutas.

Vivían con notable recogimiento y eran tan abstinentes que cuando comían era poco y muy ligero. Hablaban pocas palabras y dormían menos, porque lo más de la noche gastaban en mascar hayo, que es la yerba que en el Perú llaman coca.

Tampoco estaban libres de ritos y ceremonias los hombres y mujeres cuando iban a los templos a sus ofrendas y sacrificios, pues con fin de tener a los dioses más propicios para la súplica, ayunaban grande número de días, muchos de ellos sin comer cosa alguna, y en los que comían algo, no había de ser carne ni pescado, sino de yerbas o semejante género de muy poca sustancia, yeso sal sin ají, que es el pimiento de España y el condimento que más agrada a los indios.

Concluido el ayuno, que llaman zaga, entregaban sus dones al Jeque, que no habiendo tenido menos abstinencia, los ofrecía al demonio, consultándole con ceremonias sobre la pretensión de los que le ofrendaban y habiéndole respondido a la consulta con palabras equívocas, refería al Jeque la respuesta con la misma equivocación.

Recibida la respuesta, se iban muy consoladas y alegres y con cierto jabón que usaban de una frutilla que llaman guabas, se bañaban y limpiaban los cuerpos muy bien; gastaban mucha cantidad de chicha; danzaban y bailaban al compás de sus caracolas y fotutos; cantaban algunos versos o canciones que hacen en su idioma y tienen cierta medida y consonancia, a manera de villancicos y endechas de los españoles.

En este género de versos refieren los sucesos presentes y pasados y en ellos vituperan o engrandecen el honor o deshonor de quienes las personas lo componen; siempre parecen sus cantos tristes y fríos, y lo mismo sus bailes y danzas, más tan acompasadas que no discrepan un solo punto en los visajes y movimientos, y de ordinario usan estos bailes en corro, asidos de las manos y mezclados hombres y mujeres”.[9]

Sacrificios sangrientos

Los cronistas primitivos de Indias suelen imputar a crueldad ciertas sangrientas ceremonias religiosas de los aborígenes americanos. Dice Álvarez de Miranda: “Dioses que exigían víctimas humanas, sacerdotes que extraían el corazón de los prisioneros, niños arrojados a corrientes subterráneas, mujeres desolladas cuya piel servía para adornar el cuerpo del oficiante; a veces, en fin, prácticas de antropofagia ritual.

Y siempre la tremenda abominación de la sangre derramada. La noción de crueldad parece resumir y caracterizar cumplidamente el tipo de religiosidad que circuló por las culturas precolombinas. Y sin embargo una mirada atenta a la índole peculiar de los fenómenos religiosos tiene que delatar como inadecuada semejante caracterización. Religión cruel, pero todas las religiones, y no solo las arcaicas, han dado siempre cauce a diversos ingredientes y matices de crueldad.

Y por el lado opuesto, tampoco la ternura es un rasgo del que tengan monopolio las religiones espiritualistas como el cristianismo o el budismo; también la vemos florecer, a veces bajo formas conmovedoras, en el paisaje religioso de los pueblos que llamamos salvajes.

La cuestión es otra: crueldad y ternura resultan ser, de por sí, nociones pocas aptas para tejer una red cuyas mallas apresen la delgada materia de que están hechas las religiones. Más aún: tal como suele ser aplicada a las americanas la calificación de crueldad, parece una categoría demasiada profana, y por ello extranjera al reducto íntimo de lo sagrado.

Hoy día poseemos características congruentes acerca de la dirección fundamental de las religiones antiguas. El rasgo típico de la religión romana lo ciframos en el ritualismo; el de la egipcia en el crecimiento de lo funerario. Mientras otra religión, el Islam, se nos presenta como la religión del libro único. El zoroastrismo, con su radical tendencia dualística, es por antonomasia una religión del combate.

Y las religiones americanas ¿son susceptibles de ofrecer algún rasgo bastante insistente y primordial que sirva para caracterizarlas? Los historiadores, ya es sabido, insisten en su crueldad. Pero aquí tratamos de perseguir su contenido más medular y más sustantivamente religioso. Y puestos a resumir ese contenido por medio de un concepto, llamaríamos a esas religiones, en forma algo emblemática, religiones de la mortificación...

La noción de mortificación ha sido levantada por el Cristianismo hacia la esfera de una alta espiritualidad. Dentro de él, y aun cuando sea practicada bajo las formas más cruentas, esto, es, como «mortificación de la carne», está sirviendo a un proceso de interiorización, forma parte de un ejercicio enderezado a eso que los tratadistas de ascética llaman la perfección espiritual. Por sangriento que sea el acto del disciplinante cristiano, consiste en sacar partido para la vida espiritual hasta de los más carnales niveles de la vida natural.

En íntimo sentido de estas mortificaciones, activas o pasivas, consiste en que con ellas se tiende a vivificar, esto es, conservar, incrementar o purificar alguna esfera de la vida natural, sea en el plano cósmico, orgánico o vegetal. Para la religión naturalista se vivifica en tanto que se mortifica. Mortificando materialmente al hombre, las religiones naturalistas vivifican idealmente al mundo.

Dentro del cristianismo el verbo mortificar sólo es lícito y meritorio cuando alude a una acción intransitiva y reflexiva (el ascetismo consiste en mortificarse, no en mortificar al prójimo).

Por el contrario, la religiosidad naturalista conjuga el verbo mortificar como un verbo de acción transitiva: es la mortificación misma de una víctima espontánea o forzosa la que produce en forma casi mecánica el efecto vivificante apetecido –y cien víctimas producen más vivificación que una sola–; ahí radica el prestigio religioso de las hecatombes. Todas las religiones antiguas de tipo naturalista pagaron tributo de sangre a estas ideas.

Pero lo más característico de su evolución consistió en ir liberándose de ellas y en atenuar sus rigores sustituyendo las víctimas humanas con víctimas animales. En cambio las religiones americanas quedaron heroicamente estancadas en la mortificación humana y no supieron liberarse de su fascinación”.[10]

Las explicaciones del profesor Álvarez de Miranda no dejan de tener sus avisos de benevolencia, un esfuerzo y empeño de comprensión de semejantes costumbres; en cierto modo idealizan ceremonias que a simples ojos de cristiano, y dígase lo que se diga, no dejan de ser horrendas. Y es simpático además que tales interpretaciones provengan de un español y en esta hora en que nadie trataría de paliar y menos de justificar las crueldades de sus coterráneos con los aborígenes de América. Pero cree uno que está bien traer aquí esos conatos de interpretación que suavicen ante nuestra sensibilidad las descripciones de aquellas terribles carnicerías.

El obispo historiador Fernández de Piedrahita dice: “Los sacrificios que tenían por más agradables a sus dioses eran los de sangre humana. Y entre todos veneraban por el supremo el que hacían de la de algún mancebo, natural de un pueblo que estaba fundado en las vertientes de los Llanos y que se hubiese criado desde pequeño en cierto templo que en él había dedicado al sol. Pero este género de sacrificio no era común sino muy particular: los caciques solamente y personas semejantes podían costearlo.

A estos mancebos –que llaman mojas–, en teniendo hasta diez años los sacaban del dicho templo algunos mercaderes de su nación y los llevaban de provincia en provincia para venderlos en subidísimos precios a los hombres más poderosos, los cuales, en habiendo al moja, a las manos, lo depositaban en algún santuario hasta que llegase a los quince o dieciséis años, en cuya edad lo sacaban a sacrificar, abriéndolo vivo y sacándole el corazón y las entrañas, mientras le cantaban sus músicos ciertos himnos que tenían compuestos para aquella bárbara función.

Pero si acaso el moja (al tiempo que estaba encerrado) se hubiese mezclado con alguna mujer de las que había dedicadas al servicio de dicho santuario, o con otra cualquiera de las de afuera, y lo referido llegaba a noticia de los sacerdotes, el moja quedaba incapaz de ser sacrificado, no teniendo su sangre por acepta al sol, como sangre pecadora y no inocente y lanzábanlo luego del templo como a infame, pero al fin quedaba libre de la muerte por entonces.

Para las guerras que emprendían y que constase la justificación de ellas, daban cuenta primero al Sumo Sacerdote Sogamoso y después de oída su respuesta, el cacique o general del ejército sacaba su gente de armas al campo, donde los tenía veinte días arreo, cantando sin cesar las causas que lo movían a ellos y suplicando al Bochica y al sol no permitiese que ellos fuesen vencidos, pues tenían la razón de su parte. Pero si acaso salía el suceso contrario a su petición, las reliquias del ejército desbaratado se congregaban otros veinte días arreo en el mismo campo a llorar su perdición y ruina, lamentando día y noche su desgracia, con tonos y cantos muy tristes...

En cuanto a «matrimonios» no tenían los «moscas» ceremonia alguna en su celebración, sino era cuando casaban con la primera mujer, porque entonces se hacían por manos de sacerdotes, los cuales ponían en su presencia a los contrayentes (el uno al otro echado el brazo sobre los hombros) y preguntábanle a la mujer:

Si había de querer más el Bochica que a su marido? y respondiendo que sí, volvíale a preguntar: si había de querer más a su marido que a los hijos que tuviese de él? Y respondiendo que sí, proseguía el sacerdote: si tendría más amor a sus hijos que a sí misma? y diciendo también que sí, preguntábale más: si estando muerto de hambre su marido, ella comería? y respondiendo que no, le preguntaba finalmente: si daba su palabra de no ir a la cama de su marido sin que él la llamase primero? Y hecha la promesa de que no iría, volvía al marido y decíale: si quería por mujer a aquella que tenía abrazada? que lo dijese claramente y a voces, de suerte que todos entendiesen; y él entonces levantaba el grito y decía tres a cuatro veces: sí quiero, sí quiero, con lo cual quedaba el matrimonio celebrado, y después podía casarse sin la tal ceremonia con cuantas mujeres pudiese sustentar.

Castigos de los caciques. Es digno de saber que los delitos de los caciques los podían castigar también las mujeres de los mismos caciques delincuentes, y pues los vasallos, por ser los caciques sus señores, no los podían castigar, era justo que para que las culpas no quedasen sin penas, se las diesen sus mujeres. Lo cual ellas hacían famosamente en las ocasiones que les venían a las manos de ser jueces de los pobres maridos. Pero no podía pasar esta pena, de azotes, aunque el delito fuese digno de muerte.

En comprobación de ello, estando el Adelantado Quesada retirado en el pueblo de Suesca, sucedió ir a visitar al cacique un día por la mañana y hallóle que le estaban atando sus mujeres, que eran nueve, y que habiéndole atado fueron dando una gran suma de azotes, sin que bastasen los ruegos del Adelantado para que se templase la pena de la ley, ni dejase cada cual por su orden de tomar el azote que la otra dejaba, para despicar su enojo.

La causa fue que la noche antes llegaron a hospedarse a la casa algunos españoles que iban de Vélez a Santafé y brindando en la cena al dicho cacique con vino de Castilla, fue tal que se embriagó con muy poco; pero con tales demostraciones, que reconocidas de sus mujeres, lo llevaron por fuerza a la cama donde durmiese el vino, hasta que por la mañana sintiese el castigo de su embriaguez”.[11]

Supervivencia de las formas religiosas

Los misioneros, cumpliendo su encomienda evangélica: «Id, enseñad, bautizad», se dieron prisa en cristianizar estas Indias descubiertas y muy pronto hubo Iglesia de Cristo en este mundo nuevo. Menudearon los bautizos, preparados en muchas ocasiones por los conquistadores seglares, se formaron poblaciones en torno al templo y regidas en lo espiritual por el cura y hubo nativos de ejemplar vida cristiana. Pero ese proceso de «conversión» no fue fácil, ni rápido ni total.

Era poderoso y muy arraigado el influjo de la casta sacerdotal, a cuyos servicios ministeriales ocultamente practicados acudían los indígenas en furtiva y disimulada romería. Simón Pérez de Torres anotaba en 1586:

“Hoy en día acostumbran sus ofrendas, aunque se lo estorba mas mucho: estos santuarios son sus iglesias donde hablan con el demonio; tienen indios viejos que sirven de ello, que llaman mojanes, como padres entre nosotros; sirven éstos de intérpretes entre el demonio y el pueblo, y lo que ofrecen no tocan en ello, aunque pierdan las vidas. De estos santuarios, en estas tierras, hay muchos en cantidad, aunque nosotros no podemos dar con ellos; en particular dicen que hay uno en Hontibón, que era el emperador de toda aquella tierra”.

En 1609 el arzobispo de Bogotá Bartolomé Lobo Guerrero informaba al rey sobre una correría pastoral en que tuvo el apostólico auxilio de los jesuitas y en la cual descubrieron santuarios, ídolos y jeques en increíble cantidad. Por ellos el prelado llegaba hasta decir: “Al cabo de sesenta y cinco años que pasó el evangelio a estas partes, están los indios tan faltos de fe y tan llenos de idolatría como al principio, cosa que a todos nos debería tener en harto escrúpulo y desconsuelo”.

Todavía en el 1700 el célebre andariego franciscano Juan de Santa Gertrudis en su «Maravillas de la naturaleza» refería los ardides de que se valieron los indios que al venerar públicamente la estatua de San Juan Bautista en solemne celebridad pueblerina, estaban en verdad venerando un idolillo escondido y disimulado dentro del cuerpo del Bautista...

Usaron también los indios, según refiere Bernardo Vargas Machuca, trasladar las casas de adoración de un sitio a otro. “Estos santuarios los guardaban unos viejos de cien años, que son los santeros, a los cuales, si les dan un millón de tormentos, no declararán dónde y a qué parte está el oro...”[12]

NOTAS

  1. Miguel Triana, La civilización chibcha (Bogotá, ABC: 1951), 11.
  2. Joaquín Acosta, Descubrimiento y colonización de la Nueva Granada (Bogotá: Prensas de la Biblioteca Nacional, 1942), 432.
  3. Jorge Robledo, “Relación del descubrimiento de las Provincias de Antioquia”, en Crónica Municipal (Medellín: Órgano del Consejo de Medellín, 1963), 10.
  4. Gustavo Otero Muñoz, Resumen de la Historia de la Literatura Colombiana (Bogotá: Librería Voluntad, 1949), 5-3l.
  5. Carlos González Peña, Historia de la Literatura Mejicana (Méjico: Edit. Porrúa, 1977), 24-45. Cfr. también Mariano Picón-Salas, De la conquista a la independencia (México: Fondo de Cultura Económica, 1965), 89.
  6. Gonzalo Jiménez de Quesada, “Epítome de la conquista del Nuevo Reino de Granada”, en la revista Jiménez de Quesada, n. 16 (1971): 85 ss.
  7. Sergio Elíaz Ortiz, “Prólogo” en Noticia Historial de las Conquistas del Nuevo Reino de Granada (Bogotá: Editorial Kelly, 1973), 81.
  8. Lucas Fernández de Piedrahita, Noticia Historial de las Conquistas del Nuevo Reino de Granada (Bogotá: Editorial Kelly, 1973), 60-63.
  9. Fernández de Piedrahita, “Noticia Historial”, 64-66.
  10. Ángel Álvarez de Miranda, Obras, t. II (Madrid: Ed. Cultura Hispánica, 1959), 320 ss.
  11. Fernández de Piedrahita, “Noticia Historial”, 67-70.
  12. Luis Duque Gómez y Sergio Elías Ortiz, Prehistoria, (Bogotá: Ediciones Lerner, 1965), 126-7; Juan Manuel Pacheco, S. J., Los Jesuitas en Colombia, (Bogotá: San Juan Eudes, 1959), 75-77; Carlos E. Mesa, “La idolatría y su extirpación en el Nueva Reino de Granada”, Missionalia Hispanica, año XXX, (1973): 225-252.

BIBLIOGRAFÍA

Acosta, Joaquín. Descubrimiento y colonización de la Nueva Granada. Bogotá: Prensas de la Biblioteca Nacional, 1942.

Álvarez de Miranda, Ángel. Obras, t. II. Madrid: Ed. Cultura Hispánica, 1959.

Duque Gómez, Luis y Sergio Elías Ortiz. Prehistoria. Bogotá: Ediciones Lerner, 1965.

Fernández de Piedrahita, Lucas. Noticia Historial de las Conquistas del Nuevo Reino de Granada. Bogotá: Editorial Kelly, 1973.

González Peña, Carlos. Historia de la Literatura Mejicana. Méjico: Edit. Porrúa, 1977.

Jiménez de Quesada, Gonzalo. “Epítome de la conquista del Nuevo Reino de Granada”, en la revista Jiménez de Quesada, n. 16 (1971).

Mesa, Carlos Eduardo. “La idolatría y su extirpación en el Nueva Reino de Granada”, Missionalia Hispanica, año XXX, (1973).

Otero Muñoz, Gustavo. Resumen de la Historia de la Literatura Colombiana. Bogotá: Librería Voluntad, 1949.

Pacheco, Juan Manuel. Los Jesuitas en Colombia. Bogotá: San Juan Eudes, 1959.

Picón-Salas, Mariano. De la conquista a la independencia. México: Fondo de Cultura Económica, 1965.

Robledo, Jorge. “Relación del descubrimiento de las Provincias de Antioquia”, en Crónica Municipal. Medellín: Órgano del Consejo de Medellín, 1963.

Triana, Miguel. La civilización chibcha. Bogotá, ABC: 1951.


CARLOS EDUARDO MESA

©Missionalia Hispanica. año XXXVII – N°. 109, 110 y 111 - 1980