COMPAÑÍA DE JESÚS; Efectos de su expulsión de la Nueva España

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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En el Consejo Extraordinario del 29 de enero de 1767 “se razonó, se decretó prácticamente, y se planeó con todo detalle la cesárea operación de la expulsión de la Compañía”. Nada se sabía de las argumentaciones hasta que el fiscal F. Gutiérrez de la Huerta, en su Dictamen del Fiscal sobre el restablecimiento de los jesuitas, editado en Madrid en 1845, precisado a legitimar la restauración de la Compañía, tropezó con que había un gran vacío en su búsqueda.[1]

La apertura del archivo de Campomanes, efectuada en 1975, permitió encontrar información valiosa tanto de la pesquisa secreta llevada a cabo como del famoso Consejo Extraordinario del 29 de enero de 1767. Sin embargo, Carlos III envió los documentos de la secretísima junta de enero a un Consejo Especial, que se convocó en el Prado, bajo el mando de Roda, el 30 de enero.

Esta junta estaba compuesta por hombres hostiles a la Compañía, como eran el padre Eleta (Joaquín de Eleta y de la Piedra), el duque de Alba, don Jaime Masones de Lima, y los secretarios de Estado con excepción del de Marina, e Indias “de indiscutible jesuitismo”, don fray Julián de Arriaga.[2]

De una u otra manera, tanto Campomanes, como Roda y Bernardo Tanucci, quien era Secretario de Estado de Nápoles, los ministros españoles Ricardo Wall y Jerónimo Grimaldi, (1759-1776), todos ellos se distinguían por “los planteamientos regalistas…basados en la defensa de la jurisdicción episcopal y los ideales de la Iglesia primitiva, y opuestos a los de la Curia romana y a los de la Compañía de Jesús.

En todo el proceso fue de vital importancia el Dictamen del fiscal Campomanes que estaba compuesto por 746 puntos. El Dictamen se nutre de la pesquisa secreta realizada en contra de los responsables de los motines de 1766, y de los argumentos esgrimidos por los parlamentarios franceses y el portugués Sebastián José de Carvallo y Melo, mejor conocido por uno de sus títulos, el de marqués de Pombal, en contra de la Compañía.[3]

Tanto Cejudo como Egidio no dudan de calificar el famoso Dictamen, como “un ardoroso, destemplado y malhumorado alegato fiscal contra la esencia, la presencia y la existencia de los jesuitas en los dominios de Su Majestad Católica”.[4]Los interesados, por supuesto, se mantuvieron al margen de la operación que conspiraba en su contra.

En medio de los abigarrados argumentos del fiscal, se desprende la acusación fundamental: que la Compañía de Jesús como sociedad atentaba contra la monarquía española y la vida del rey. El regicidio se convierte “en una convicción fundamental y pronta a llevarse a la práctica, de no saber prevenirse a tiempo”.[5]

Con estos argumentos u otros, la expulsión de los jesuitas era un hecho casi consumado desde 1766. Los jesuitas, para estos ministros ilustrados, eran regicidas, sediciosos, papistas y, lo más grave, eran sumamente ricos. Sus tesoros, las temporalidades de la Compañía, la gran ficción de la expulsión, se convierten en un botín por todos esperado. Su poder político, además, se había visto lastimado por la caída del padre Rábago como confesor real. Las congregaciones religiosas no supieron visualizar que la escalada en contra de la Compañía, que muchas celebraban, se convertiría en el programa reformista desamortizador radical.[6]

Afirmaba el rey, en su decreto de expulsión de marzo de 1767, que en su Real persona quedaban “reservados los justos y graves motivos que, a pesar mío, han obligado a mi Real ánimo a esta necesaria providencia...”. Al enviar al arzobispo de México, el señor Lorenzana, la decisión del monarca, se relacionaban los dos aspectos del decreto: “el extrañamiento y ocupación de las temporalidades de los religiosos de la Compañía de Jesús.[7]

El decreto real, sin embargo, no explicaba las razones de la expulsión. Esas razones se hicieron públicas, en abril, cuando se reunió el Real Consejo, con motivo del breve de Su Santidad, del 16 de abril de 1767 en que se interesaba “a favor de los Regulares de la Compañía de Jesús”, a fin de que se revocara el Real Decreto de su extrañamiento o que al menos se suspendiera la ejecución del mismo.

El Real Consejo se había reunido para “acordar la respuesta que debe darse a Su Santidad.”[8]En esta reunión, de acuerdo con el escrito enviado al rey el 30 de abril de 1767, se registraron las razones de la expulsión de los jesuitas. Entre ellas, las doctrinas perniciosas que enseñaban, ser el centro y punto de reunión de los tumultos, rebeliones y regicidios, el altercado sostenido con prelados, cabildos, órdenes regulares, universidades y otros cuerpos por las conductas y doctrinas que sostenían. Lo grave era que no se trataba de un individuo, sino de toda la corporación que actuaba con ese espíritu.

El virrey, ante las críticas que corrían por la Nueva España por la expulsión de los jesuitas, publicó el bando del 26 de noviembre de 1767, ordenando que no se “hablase ni a favor ni en contra” de la expulsión de los jesuitas. Por su parte, el arzobispo Francisco Antonio de Lorenzana y Buitrón en su Tercera Carta Pastoral, denominada, “Para desterrar las falsas doctrinas, y fanatismo de los claustros de las religiosas”, del 22 de septiembre de 1768, defendió el derecho del soberano para expulsar a los jesuitas.

A pesar del bando del virrey ordenando el silencio sobre el tema, de la carta pastoral del Arzobispo Lorenzana en todo favorable a la decisión, y de las expulsiones de varios clérigos que se manifestaban en contra de la medida, la oposición de la población siguió estando presente. En Michoacán, relata Óscar Mazin, el obispo Sánchez de Tagle, “protector declarado de los padres, se dio con pena a organizar el destierro de las siguientes casas en su diócesis: San Luis Potosí, San Luis de la Paz, Guanajuato, León, Celaya, Pátzcuaro y Valladolid. Al parecer, sólo de León, Celaya y Valladolid salieron los padres sin oposición violenta de la feligresía”.

El impacto de la expulsión había sido profundo en los conventos que estaban bajo la dirección espiritual de la Compañía, en la juventud que asistía a sus colegios, en las misiones que habían defendido en contra del frenesí secularizador de la jerarquía ilustrada. Su salida causó un profundo trauma en la espiritualidad urbana y rural. De ahí la violencia que suscitó entre otros, en los habitantes de San Luis Potosí y Guanajuato.

José de Gálvez controló el malestar de las poblaciones con las tropas españoles que recientemente habían llegado al país. Sus medidas fueron radicales. Como asentara Óscar Mazin: “En San Luis Potosí se condenó a 50 hombres a la horca, a muchos otros a ser azotados y a más de 200 a presidio. En Guanajuato hizo juntar a más de 600 prisioneros, de los que se ejecutó a nueve, se dio azotes a cinco y desterró perpetuamente a treinta”.[9]

En Michoacán, se inauguró, en septiembre de 1770, el seminario tridentino de San Pedro Apóstol, “edificado espléndidamente enfrente de la catedral durante la última década. Venía como anillo al dedo en un momento en que el clero secular remplazaba a los frailes en decenas de doctrinas”. Pero también porque de alguna manera compensaba las lagunas que dejó en la diócesis la extinción de siete colegios de la Compañía de Jesús.

Los efectos de la expulsión y su admiración por la Compañía de Jesús, la registró el obispo de Guadalajara, Diego Rodríguez de Rivas y Velasco, en su Primera Carta Pastoral: “En el mismo día en que de orden del Rey se hizo en este reino de la Nueva Galicia el extrañamiento de los Padres Jesuitas, ocurrió al pensamiento de todos la duda de si harían o no falta en los púlpitos, confesionarios y demás ministerios en que se ejercitaban

(Quiso)… hacer notorias las amarguras de nuestro espíritu desde el día de la expulsión de los Padres Jesuitas hasta ahora… por cuya disposición nos hallamos con todas las obligaciones de nuestro ministerio episcopal, sabiendo que es de las primeras mantener de ellos aquel buen olor que aquí difundieron siempre por todo el reino sus mayores con sus virtudes dirigidos y educados por nuestros santos y sabios predecesores… cuando después de la expulsión de los Padres Jesuitas en solo este obispado se ha verificado no haberse interrumpido el culto y la adoración de Dios en las iglesias que estaban al cuidado de estos Padres…[10]

El contraste entre las cartas pastorales de los obispos sobre la expulsión de los jesuitas expresa el cambio que se había registrado en uno de los requisitos para ser designado obispo: antes de los sesenta no se requería ser anti jesuita. Ese fue el caso del obispo Diego Rodríguez de Rivas y Velasco, quien fuera designado obispo de Comayagua en 1750 y trasladado a la diócesis de Guadalajara en 1762.

La carta pastoral del obispo de Guadalajara mostraba la labor desarrollada por los jesuitas en la diócesis, tanto en el aspecto de atención espiritual como en la formación que ofrecían, “En su Colegio con las cátedras de Gramática, Filosofía y Teología Escolástica y moral”, y su empeño porque todas esas obras y actividades fueran continuadas por los sacerdotes de la diócesis.[11]

Aun cuando el obispo expresó con toda claridad que la medida había sido aceptada en todo el Reino de la Nueva Galicia, recibió acres reproches “por haberse opuesto al extrañamiento de los jesuitas…”. En cambio, Tomás de Hijar comenta que nada se sabe de la opinión personal del obispo Alcalde, “respecto de la drástica expulsión de los jesuitas, aunque de forma temeraria el P. Mariano Cuevas insinúa que su silencio le valió ser removido a Guadalajara, insinuación gratuita suya”.[12]

Según Francisco Canterla y Martín de Tovar, citados por Claudia Benítez Palacios y Juan Hugo Sánchez García en su texto sobre el obispo José Gregorio Alonso de Ortigosa ante las reformas borbónicas en Oaxaca (1775-1791), Alonso de Ortigosa “tuvo clara aversión hacia los jesuitas... De hecho, publicó un edicto en Antequera donde reiteró «la obligación de acatar sin vacilación las decisiones tomadas por la Santa Sede y por el monarca en relación con la extinguida Compañía de Jesús»”.[13]

Además, consiguió de las autoridades civiles y eclesiásticas amplias facultades para disponer de los bienes dejados por los ignacianos en Oaxaca.[14]Por esa razón, en una representación enviada a Carlos III y a José de Gálvez en 1776, propuso crear un seminario en el antiguo colegio jesuita para enseñar gramática, moral, teología y arte. De esta forma, señalaba el obispo, se prepararían buenos sacerdotes, se beneficiaría a los fieles, se afirmaría la autoridad del ordinario y “la vida monástica de los religiosos volvería a su primitivo estado de pureza”.[15]

En general, estos planes formaban parte de un proyecto más amplio destinado a mejorar el nivel de cultura de los clérigos de su diócesis. En cambio, el obispo Álvarez de Abreu fue gran amigo de los ignacianos y antes de morir en 1774, pasó “por la amargura” de hacer llegar a sus manos el breve sobre la extinción de la Compañía de Jesús.[16]

El soberano, además de prohibir la enseñanza de los textos jesuitas, también ordenó, como lo registró el arzobispo Lorenzana, “que cuiden los Prelados de cortar en tiempo toda especie de ilusión, y de perniciosas Doctrinas en los claustros, y castigar a los que hiciesen Declamaciones contra su justísimo gobierno y para que llegue a noticia de nuestras religiosas, y sus Directores, ponemos a la letra el Real Decreto”.

Para cumplir con el mandato del soberano, promulgado el 19 de marzo de 1768, mandó que su Edicto fuera leído por las Preladas de los conventos ante la comunidad. Es decir, todas las religiosas deberían enterarse del mandato del rey y de la interpretación del arzobispo. En su documento, Lorenzana exhortaba a las religiosas al silencio y obediencia:

“…nunca es lícito hablar mal del Soberano, Prelados y Superiores, y más en estos dominios, que están especialmente bajo el Real Patrocinio: que a los inferiores no toca juzgar de las operaciones de los superiores: Que la Iglesia de Dios no depende de la subsistencia de los Regulares de la Compañía y que la fe católica, y verdadera Doctrina, no está vinculada a su dictamen, sino a el del Vicario de Cristo, Concilios, y común sentir de Santos Padres, y Teólogos que los hay de más canas y antigüedad que ellos.

Que está igualmente prohibido hablar en pro, ni en contra: que lo que debe ejecutarse es, obedecer, y callar, y con el Profeta David confiar en Dios, guardar sus santos Mandamientos, y confortar el corazón con la consideración de que no es artículo de Fe, que la Religión de la Compañía, ni otra alguna ha de durar hasta el fin del mundo, pues otras tan aprobadas por la Silla Apostólica se han extinguido por justas causas, y aunque en principio toda religión es santa, buena, y fervorosa en su Fundación, puede relajarse, o dar motivos, para una providencia económica, y extraordinaria, y últimamente, que los Confesores, o Directores apasionados de los Regulares de la Compañía, no tendrán peso en sus Dictámenes siempre que intenten con especies sediciosas poner en recelos a las Religiosas pusilánimes, y dar valor a profecías voluntarias con peligro de inquietar los espíritus, conmover a los pueblos, y ocasionar una miserable ruina a tanto inocentes.”[17]

También el obispo de Guadalajara publicó una carta pastoral, el 8 de septiembre de 1768, para dar cumplimiento al mandato real. Este obispo trató el afecto de algunas religiosas a los jesuitas como “un contagio real como si se tratara de una enfermedad”.[18]

En marzo de 1768, cuando todavía estaba fresca en la memoria la expulsión de los jesuitas, tanto el arzobispo Lorenzana, como el obispo de Puebla, Francisco Fabián y Fuero, y el visitador José de Gálvez, con la aprobación del Virrey Carlos Francisco Marqués de Croix (1766-1771), pidieron al rey la celebración de un Concilio para resolver “los problemas planteados por el relajamiento en la vida de los frailes y monjas y su insubordinación a la jerarquía ordinaria”.[19]

El conde de Aranda, presidente del Consejo de Castilla, a quien el rey había enviado la petición del arzobispo de México, encargó que el informe lo redactara el fiscal, don Pedro Rodríguez de Campomanes. La petición de los obispos fue aprovechada por el fiscal, cuyas ideas ya eran conocidas por la reciente publicación de su obra Juicio Imparcial (1769), para “fortalecer la jurisdicción civil y debilitar la organización eclesiástica”.[20]

En mayo de 1768, tanto Fabián y Fuero, como Gálvez y Lorenzana, escribieron, cada uno por separado, a fray Joaquín de Eleta, confesor real, presentando “panorama bastante negativo” tal como lo había reportado Fabián y Fuero sobre el clero secular y el de los religiosos y religiosas.[21]

No sorprende que la Cédula Real de 21 de agosto de 1769, o Tomo Regio, dirigida a los arzobispos de las indias e Islas Filipinas, expedida por el Rey para la celebración de un concilio, se apegara en todo al informe de Campomanes. Señalaba que la necesidad de celebrar el concilio descansaba en “la decadencia de la disciplina monástica, no solamente en el interior de sus observancias, sino también en el exterior parte y en la falta de subordinación a los diocesanos, en todo aquellos que las leyes, los cánones disponen”.[22]De esa manera, el Concilio IV mexicano se celebró en 1771.

Antes de la celebración del Concilio se publicó la Real Cédula del 9 de julio de 1769, que establecía la formación de “diez juntas superiores para los dominios ultramarinos,” con el cometido de administrar las temporalidades de los jesuitas. Como dijera María de Lourdes Herrera y Feria:

“Las diez juntas superiores que se formaron en las Indias, independientes unas de otras, tenían la atribución de proporcionar el menor destino que convenía dar a las casas, colegios, residencias, y misiones que los jesuitas poseyeron en aquellos territorios; debían estar integradas por el Virrey o gobernador, el arzobispo u obispos, el decano de la Real Audiencia u otro ministro de ella, uno de los fiscales y el «protector de indios» en las Audiencias en las que lo había, para promover el interés y el bien espiritual de estos en las aplicaciones. Debe apuntarse que este tipo de juntas carecía de autoridad para llevar a cabo aplicaciones, fundaciones o establecimientos y por tratarse de una materia reservada a la regalía, se limitan a proponer los que a su juicio eran los mejores destinos para los edificios exentos de los procesos de venta y llevar a cabo la enajenación del patrimonio que debía comercializarse…”.[23]98

A pesar de su importancia, el destino de las temporalidades de los jesuitas en la Nueva España es poco atendido. Una excepción es el artículo de Dora Elvia Enríquez Licón, quien registra que los bienes comunales de los pueblos de misión pasaron a ser administrador por “comisarios reales…quienes dispusieron de tales bienes de manera libre, malversándolos y ocasionando la inmediata desarticulación de las instancias administrativas y productivas del sistema misional, con grave impacto no solo en la economía de los pueblos sino en el marco regional en su conjunto”.

En su Manifiesto sobre el estado de las Provincias de Sonora, fray Antonio de los Reyes denunció “el mal uso que se había hecho de las temporalidades misionales y el estado de postración en que se hallaban los pueblos” además de varias propuestas de organización de la región que estaban de acuerdo con la política borbónica.

Los materiales sobre las temporalidades de los jesuitas se encuentran en el Archivo General de la Nación. De ellos, Víctor Rico González publicó, en 1949, una compilación sobre el destino de las temporalidades, señalando que fueron empleados en pro del bienestar social.[24]Su dictamen se encuentra muy distante del efectuado por fray Antonio de los Reyes en Sonora. El análisis de la aplicación de las temporalidades de los jesuitas en el territorio novohispano es una investigación que será preciso realizar en el futuro.

El pontífice Clemente XIV, quien había sido elegido en el Cónclave de 1769, había prometido una “política de acercamiento a las cortes católicas que habían expulsado a los jesuitas”. Sin embargo, en 1772, todavía no daba “el paso definitivo de la extinción”. La muerte de Tomás Azpuru,[25]el 7 de julio 1772, embajador de España en Roma desde 1765, y la muerte de su sucesor, el conde de Lavaña, favorecieron el nombramiento de José Moñino, entonces fiscal del Consejo de Castilla, como ministro ante Su Santidad.[26]

Su misión se centraba en cuatro puntos: …la extinción de la Compañía, la beatificación de Palafox, el arreglo del Tribunal de la Nunciatura, prácticamente concluido, y lo relativo a la inmunidad local y derecho de asilo, asunto que Moñino conocía muy bien. El primero era, sin duda, el objetivo básico y el más complejo.[27]

La correspondencia compilada por Enrique Giménez López, da cuenta de la misión de Moñino desde su llegada a Roma, el 4 de julio, hasta la muerte del pontífice el 22 de septiembre de 1772. Su contenido pone en evidencia las relaciones del ministro con la Curia pontificia, con otros embajadores, en especial de Francia, Nápoles y Portugal, quienes también estaban interesados en la extinción de la Compañía, del apoyo de José Nicolás de Azuara y de sus audiencias con el Papa, desde que se había efectuado la primera el 12 de julio de 1772.

Además, muestra los diversos recursos, hasta el soborno, utilizadas por Moñino para lograr el propósito: obtener la extinción de la Compañía. El papa se resistía a tomar la medida a pesar de la presión que ejercía el ministro español. Esperaba, argumentaba el pontífice, la muerte del general de la Compañía de Jesús, Lorenzo Ricci, quien estaba muy enfermo y porque temía que “…los jesuitas de Módena, Toscana, Venecia y Alemania se resistieran a abandonar sus casas y colegios”.[28]

Desde la llegada de Moñino a Roma, los jesuitas percibieron que el clima de la ciudad se había enrarecido. Los hechos posteriores fueron confirmando sus temores: Se ordenó el cierre del Seminario romano, que era administrado por los jesuitas.[29]También se ordenó “la separación de los jesuitas de la dirección del Colegio de los Irlandeses de Roma”,[30]y se procedió a reducir la influencia de la Compañía en los Estados Pontificios.[31]

El 11 de febrero de 1773, Moñino pudo enviar a Carlos III una copia del Breve del papa en que se ordenaba la extinción de la Compañía de Jesús, aun cuando todavía no tenía carácter oficial. Todo se estaba haciendo con el mayor sigilo por el temor a la reacción del imperio austriaco, en concreto de la emperatriz María Teresa, en donde los jesuitas tenían una fuerte influencia.

De esa manera, fue el monarca español el que se encargó de enviar la forma no oficial del Breve pontificio a las cortes de Francia, Austria, Portugal y Nápoles para contar con su aprobación. Con las modificaciones que hicieron los monarcas, el Papa Clemente XIV decretó la supresión de la Compañía por medio del Breve «Dominus ac Redemptor noster» del 21 de julio de 1773.[32]

El 19 de agosto de 1773 se puso fin a la Compañía de Jesús en Roma. Como paso previo, se procedió a la captura del General, el Padre Ricci, porque pretendía mantener la existencia de la Compañía. Fue puesto prisionero en Sant’Angelo, en donde murió el 24 de noviembre de 1775.[33]El 24 de septiembre fue publicado el Breve y la Real Cédula para su cumplimiento.[34]

En Prusia no se publicó el Breve. Tampoco en Rusia. La extinción había sido solicitada en carta reservada de los obispos en el IV Concilio Provincial. En la Nueva España, el arzobispo Núñez de Haro y Peralta, en su carta pastoral del 26 de febrero de 1774, enfrentó el decreto de extinción, pidiendo la colaboración de todos y prohibiendo que se hablara o escribiera “a favor ni en contra de la referida extinción ni de sus causas y motivos”. No obstante, la problemática jesuita no concentró su atención. Se preocupó, dice Aguirre, por mejorar la vida espiritual de los fieles y la administración eclesiástica, en particular en las parroquias.

Clemente XIV fue sucedido por Pío VI (de 1775 a 1799). Fue apoyado por aquellos cardenales que pensaban que sería proclive al restablecimiento de la Compañía. Sin embargo, se preocupó, como dijera J.D. N. Kelly por su ostentoso y obsoleto protocolo, además de enfrentar el nacimiento del secularismo, el ateísmo, y el Josefinismo de José II, en Nápoles, quien había declarado la tolerancia religiosa en su edicto de octubre de 1781, restringido la intervención papal en la esfera religiosa, y la sujeción de la Iglesia al Estado.[35]

Francisco Antonio de Lorenzana, quien había sido designado Inquisidor General en 1794, fue enviado a Roma en 1797, con el encargo “de acompañar y consolar al Papa Pío VI, quien había padecido el primer ataque francés contra los Estados Pontificios”. Sin percibir sueldo alguno, fue representante de España ante la Santa Sede, de marzo de 1798 a marzo de 1799.

Cuando fue proclamada la República Romana, y desposeído el papa como jefe del Estado, Pío VI tuvo que emigrar a la Toscana. Tras la muerte de Pío VI, el 29 de agosto de 1799, Lorenzana se trasladó al cónclave celebrado en Venecia bajo la protección de Austria, en donde saldrá electo el papa Pío VII el 14 de mayo de 1800.[36]Pío VII regresó a Roma el 3 de julio de 1800 y nombró como su Secretario de Estado a Ercole Consalvi.

El cardenal Consalvi negoció, en el Congreso de Viena (1814-1815) la restitución de los dominios temporales de la Santa Sede, con excepción de Aviñón y Venecia. Pío VII, quien concedió “por escrito el restablecimiento de la Compañía en el Imperio Ruso en 1801 y en el reino de las Dos Sicilias en 1804”, fue formalmente arrestado y desterrado de Roma y de los Estados Pontificios por órdenes de Napoleón durante la noche del 5 al 6 de julio de 1809. El papa fue llevado a Aviñon, Niza, Savona y, en 1812, a Fontainebleau.

Poco antes de abdicar, Napoleón Bonaparte dejó en libertad al Papa, quien pudo regresar a Roma el 24 de mayo de 1814. El 7 de agosto de ese año, el pontífice extendió “la restauración de la Compañía en todo el orbe católico mediante la constitución apostólica «Sollicitudo omnium ecclesiarum».[37]Por el decreto del 30 de mayo de 1815, Fernando VII mandó restablecer la compañía con una restricción: “por ahora en todas las ciudades y pueblos que lo han pedido”.[38]Poco más tarde, el 15 de agosto de 1815, Fernando VII mandó restablecer la religión de los jesuitas…“sin perjuicio de extender el restablecimiento a todos los que hubo en los dominios de S.M”.

El Virrey de la Nueva España Félix María Calleja recibió el decreto del restablecimiento de la Compañía el 7 de febrero de 1816. Fue entonces cuando el padre José María Castañiza, el P. Antonio Barroso y el P. Pedro Catón, que se hallaban en México,[39]se presentaron al Ilmo. Sr. Pedro José de Fonte, arzobispo electo de México, para ofrecerle sus servicios en la Iglesia, “una vez que hubiesen identificado sus personas como miembros de la Compañía restablecida”.[40]115 El decreto real fue publicado el 24 de febrero y el restablecimiento formal se verificó el 19 de mayo de 1816, “en la antigua capilla del Colegio de San Ildefonso, con asistencia del señor Arzobispo, Cabildo eclesiástico, Virrey y Tribunales civiles, quedando de provincial el P. José María Castañiza”.

En el mismo acto se les hizo solemne entrega del Colegio de San Ildefonso, de México. Sin embargo, el P. Castañiza no tomó posesión de su cargo, hasta que su hermano, que había sido electo obispo de Durango y era rector de San Ildefonso, marchara a su diócesis. El obispo Castañiza marchó a su diócesis el 3 de noviembre.

Juan Francisco Castañiza pugnó por la devolución de las temporalidades de la Compañía al Real Seminario de San Ildefonso de México. Los jesuitas restablecidos también recibieron el Colegio de San Gregorio, que había sido fundado para la educación de los naturales.[41]

Como relatara el padre José Gutiérrez Casillas, hubo más dificultades para recibir el Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo que había sido ocupado por los militares y el Monte de Piedad. “La huerta que comunicaba con el Colegio de San Gregorio, contenía dos grandes hornos para fundir cañones, y varios jacales, habitaciones de los operarios.” [42]

NOTAS

  1. Inmaculada Fernández Arrillaga, “El papel del clero en la expulsión de los jesuitas decretada por Carlos III en 1767”, en El Humanista 27 (2014), p.6
  2. José Antonio Ferrer Benimelli, editor, Relaciones Iglesia-Estado en Campomanes, Madrid, Fundación Universitaria Española, Ministerio de Justicia 2002, p. 319.
  3. El 12 de enero de 1759 fueron expulsados los jesuitas de Portugal, acusados de “crimen de lesa majestad y confiscación de todos sus bienes”. José Manuel Rodríguez Pardo, El alma de los brutos en el entorno del padre Feijoo, Biblioteca Filosofía en español, Fundación Gustavo Bueno, Pentalfa, Ediciones, Oviedo, 2008, p. 222.
  4. Dictamen fiscal de expulsión de los jesuitas de España (1766-67), de Pedro Rodríguez de Campomanes. Edición, introducción y notas de Jorge Cejudo y Teófanes Egido, Madrid, Fundación Universitaria Española, Alcalá 93, 1977, p. 9
  5. Idem. p. 11
  6. Idem. p. 37
  7. Thomas Del Mello, al arzobispo de México, desde Madrid, 7 de abril de 1767. Archivo General de la Nación, Bienes Nacionales. El rey designó a Tomás del Mello, en San Lorenzo el 30 de octubre de 1770, Secretario de la Cámara de Gracia y Justicia y Real Patronato de la Corona de Aragón (Castilla). José Miguel de Mayoralgo y Lodo, conde de los Acevedos, “Aragón en el Registro de la Real Estampilla durante el reinado de Carlos III (1759-1788)”, en Emblemata, 14 (2008), pp. 297-439. En la p. 304 se hace la mención. ifc.dpz.es/recursos/publicaciones/28/98/10mayoralgo.pdf, consultada el 15 de mayo de 2016.
  8. Francisco Xavier Miranda, El fiscal fiscalizado. Una apología de los jesuitas contra Campomanes, estudio introductorio, transcripción y notas de Enrique Giménez López, Alicante, Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2013, p. 61.
  9. También en David Brading, Mineros y comerciantes en el México borbónico (1763-1810), Fondo de Cultura Económico, p. 188.
  10. José López Yepes y Bárbara J. Antos, “Contribuciones al estudio de Diego Rodríguez de Rivas y Velasco, obispo de Guadalajara, México (1762-1770)”, Paréntesis mío.
  11. Idem.
  12. Tomás de Hijar Ornelas, “El fraile de la Calavera. Gobierno episcopal de fray Antonio Alcalde y Barriga O.P. en la diócesis de Guadalajara (1771-1792)”, en Ilustración católica Ministerio episcopal y episcopado en México (1758-1829) Tomo II. Marta Eugenia García Ugarte Coordinadora
  13. Francisco Canterla y Martín de Tovar, La Iglesia de Oaxaca en el siglo XVIII, Sevilla, Escuela de Estudios Hispano-americanos de Sevilla/Consejo Superior de Investigaciones Científicas/Caja Provincial de Ahorros de Huelva, 1982, p. 188-190.
  14. Eutimio Pérez, Recuerdos históricos del episcopado oaxaqueño. Obra escrita con gran acopio y de datos y documentos históricos, desde el Ilmo. Sr Dr. D. Juan López de Zárate, primer diocesano, hasta el Ilmo. Sr Dr. D. Vicente Fermín Márquez Carrizosa, por el presbítero, Eutimio Pérez, Oaxaca, Imprenta de Lorenzo San-German, 1ª calle de Armenta y López No. 1, 1888., p. 61.
  15. Francisco Canterla y Martín de Tovar, La Iglesia de Oaxaca en el siglo XVIII, Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos de Sevilla/Consejo Superior de Investigaciones Científicas/Caja Provincial de Ahorros de Huelva, 1982, p. 194.
  16. Francisco Canterla y Martín de Tovar, La Iglesia de Oaxaca en el siglo XVIII, op. cit., p. 108.
  17. Transcrita en la Tercera carta Pastoral del arzobispo Lorenzana. En Cartas pastorales y edictos del Ilmo. señor D. Francisco Antonio Lorenzana y Buitrón, Arzobispo de México, Impresos con licencia, México, Imprenta del Supremo Gobierno del Br. D. Joseph Antonio de Hogal, calle de Tiburcio, 1770.
  18. José López Yepes y Bárbara Antos, op. cit.
  19. David Brading, op. cit., p. 188.
  20. Idem. Además Pilar Gonzalbo, en su artículo “Del tercero al cuarto Concilio Provincial Mexicano (1585-1771)” en Historia Mexicana XXXV:1, 1985, expone su contenido y el plan que elaboró para el sínodo, que fuera cumplido al pie de la letra en la organización del IV Concilio provincial celebrado en la Nueva España.
  21. Lorenzana a Eleta, 25 de mayo. Gálvez a Eleta, 28 de mayo. Fabián y Fuero a Eleta, 29 de mayo. “El confesor real tras comunicar con Su Majestad, las remitió al Conde de Aranda, Presidente del Consejo”. J. Carlos Vizuete Mendoza, “Pesos, frailes y conventos (México 1771)”, en Revista Análisis Económico, Vol. XXVIII, núm. 69, septiembre-diciembre 2013, pp. 247-248.
  22. Apuntamientos Bibliográficos sobre el Concilio IV Mexicano escrita a solicitud del Ilmo. y Rmo. Sr. d. D. Rafael Sabas Camacho, tercer obispo de Querétaro por el Dr. N. León, Exdirector del museo Michoacano. Nota bibliográfica que acompañó la edición del Concilio IV Mexicano, que había sido adquirido por el obispo Rafael Sabas Camacho. En, Concilio Provincial Mexicano IV. Celebrado en la ciudad de México el año de 1771. Se imprime completo por vez primera de orden del Illmo. Y Rmo. Sr. Dr. D. Rafael Sabás Camacho, Obispo de Querétaro, Querétaro, Imprenta de la Escuela de Artes, 1ª de Santa Clara No. 7, 1898.
  23. María de Lourdes Herrera Feria, op. cit., pp. 73-74.
  24. Víctor Rico González, Documentos sobre la Expulsión de los Jesuitas y Ocupación de sus Temporalidades en Nueva España, Introducción y versión paleográfica de Víctor González, México, Instituto de Historia, Universidad Nacional Autónoma de México, 1949.
  25. Tomás Azpuru fue embajador de España en Roma de 1765 a 1772. El tema más trascendental de su embajada fue la expulsión de los jesuitas. Miguel Ángel Muñoz, “La cuestión jesuita desde la embajada de Tomas Azpuru en Roma” (1767) en: Esteban de Terreros y Pando: vizcaíno, polígrafo y jesuita. III Centenario: 1707-2007 / Instituto de Estudios Vascos. Bilbao, Universidad de Deusto, 2008. pp. 563-580. Se consultó en www.cervantesvirtual.com/.../la-cuestin-jesuita-desde-la-embajada-de-toms-azpuru-en...el 16 de junio de 2017, p. 563
  26. José Moñino fue fiscal del Consejo de Castilla, Ministro en Roma desde 1772 hasta 1776. El 12 de noviembre de 1776, fue promovido, por la dimisión de Grimaldi, a la Secretaría de Estado. Conservó este puesto hasta el 28 de febrero de 1792. Como premio por el éxito de su misión en Roma recibió el título de Conde de Floridablanca en 1773. Vida de Carlos III. Tomo II / escrita por el Conde de Fernán-Núñez; publicada con la biografía del autor, apéndices y notas por A. Morel-Fatio y A. Paz y Melia; y un prólogo de Juan Valera.
  27. Enrique Giménez López, Estudio introductorio y notas, Conde de Floridablanca. Cartas desde Roma para la extinción de los jesuitas. Correspondencia julio 1772-septiembre 1774, Alicante, Universidad de Alicante, 2009 p. 12.
  28. Idem. P. 23
  29. El decreto que cerraba el Seminario romano fue publicado en la Gaceta de Madrid el 13 de octubre de 1772, pp. 348-349. Giménez López, op. cit., p. 25.
  30. Idem., p. 25
  31. Idem., p. 46.
  32. J.D.N. Kelly, registra que el Breve fue publicado el 16 de agosto de 1773. J. D. N. Kelly, Oxford Dicctionary of Popes, Oxford, Oxford University Press, 1986, p. 300.
  33. El funeral del padre Ricci se celebró en la iglesia de San Giovanni dei Fiorentini. Posteriormente fue sepultado en la iglesia del Gesú, de la Compañía de Jesús, en Roma.
  34. Giménez López, op. cit., pp. 50-51
  35. J.D.N. Kelly, op. cit., p. 301.
  36. Lorenzana fue propuesto por Carlos IV como candidato al papado en 1799.
  37. Manuel Revueltas González, “La pervivencia del espíritu restauracionista en la Compañía de Jesús”, en Manresa, Vol-l. 86 (2014) p. 46. www.manresarev.com. Consultada el 14 de abril de 2014. En ese entonces, la Compañía contaba con 600 sujetos y el padre general era Tadeo Brzozowski, quien no podía salir de Rusia. La Bula de Pío VII fue publicada en México el 20 de enero de 1815. José Gutiérrez Casillas, s.j., Jesuitas en México durante el siglo XIX, México, Editorial Porrúa, 1972, p. 18.
  38. José Gutiérrez Casillas, op. cit., p. 25
  39. Los tres padres, Castañiza, Barroso y Catón, llegaron a México en agosto de 1809. José Gutiérrez Casillas, op. Cit., p. 32.
  40. “Reseña histórica de la Provincia mexicana. Desde su restablecimiento hasta nuestros días” publicada en Cartas de México, Tomo Primero, México, Imprenta del Sagrado Corazón de Jesús, calle de Maleros, antigua Plaza del Volador, 1896, p.2
  41. El padre Catón quedó a cargo de este establecimiento.
  42. José Gutiérrez Casillas, S.J. op. cit., p. 44.

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