CONCILIO DE TRENTO: SU APLICACIÓN EN EL VIRREINATO DEL PERÚ

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Las resoluciones del Concilio de Trento en las Iglesias de «las Indias»

Las resoluciones del Concilio de Trento fueron un don de Dios a las Iglesias de las Indias Occidentales, que en esta comunicación llamaremos «americanas». Si bien es cierto que ningún obispo iberoamericano se encontró presente durante las sesiones del Concilio de Trento, todos ellos se propusieron animosos a recibir, aceptar y ejecutar lo resuelto por el Concilio.

En verdad las partes dogmáticas de este Concilio fueron aceptadas con fidelidad por las Iglesias y los obispos iberoamericanos. Se trataba de verdades dogmáticas y como tales fueron recibidas. No existen noticias de rupturas por el credo o ante algún tema dogmático propuesto por los Padres reunidos en Trento. Por lo general, las disposiciones «de reformatione» del Concilio de Trento fueron recibidas y acatadas en Iberoamérica. Los obispos de las diócesis se propusieron cumplirlas. ¿Las realidades americanas favorecieron o dificultaron la aplicación de las disposiciones «de reformatione» del Concilio de Trento?

Aquí prestamos atención a la obligación -según lo dispuesto por el Concilio- de reunir concilios provinciales con determinada frecuencia. Se torna el caso de la provincia eclesiástica del Perú, donde uno de sus arzobispos Santo Toribio de Mogrovejo, que alguien tituló el «San Carlos Borromeo de América» por su celo en aplicar lo dispuesto en Trento, no puede ser sospechoso de indolencia, ni carente de celo, en lo que atañe a cumplir sus obligaciones exigidas por los Padres conciliares. ¿Las realidades americanas se cruzaron al celo de los protagonistas? Se procura estudiar entonces qué pasó con el capítulo segundo del decreto «de reformatione» de la sesión XXIV del Concilio de Trento en la provincia del Perú.[1]

Algunos antecedentes

La documentación del Concilio de Trento fue recibida solemnemente en Lima, capital del virreinato del Perú, el 28 de octubre de 1565. La enviaba Felipe II, rey de España, con el encargo de ejecutar las disposiciones del Concilio de Trento como ley de la Iglesia y ley de su reino.[2]La introducción al concilio provincial celebrado en Lima en los años 1582 y 1583 narra los antecedentes de este concilio.

El arzobispo limense fray Jerónimo de Loayza había convocado a sus obispos sufragáneos para reunirse en concilio provincial. Nadie acudió a su convocatoria. Sin embargo, en los meses de enero y febrero de 1552 se promulgaron unos capítulos para ser ejecutados. El relato de la introducción del concilio de 1582-1583 consideraba que aquella reunión eclesiástica no debía ser considerada como concilio provincial porque no fue reunión de obispos, sino del arzobispo con delegados de los obispos sufragáneos, religiosos y otras personas. En consecuencia, no se podía decir que fuese formalmente un concilio provincial. Por lo tanto, no correspondía exigir el cumplimiento de sus resoluciones. Además, éstas comprendían asuntos que fueron resueltos más adelante de otra manera.[3]

Quince años después, el propio arzobispo Loayza convocó y presidió el concilio provincial realizado en Lima en los años 1567 y 1568. Respondió a las disposiciones del Concilio de Trento, según las cuales debía convocarse a concilio provincial no bien finalizado aquel Concilio. Más concretamente, al año.[4]A fin de tratar acerca de la ejecución de las normas dispositivas del Concilio celebrado en Trento.[5]

A este concilio limense concurrieron los obispos sufragáneos de Charcas, Quito y el de La Imperial de Chile. Según se consignaba en la introducción del concilio limense siguiente, a este concilio provincial de 1567-1568 se habían dado cita, además, “procuradores de las Iglesias y los prelados de las órdenes y personas doctas, teólogos y juristas”.[6]

Desde la finalización de este concilio provincial el 21 de enero de 1568, comenzaron a correr los plazos para celebrar este tipo de reuniones conciliares. El Concilio de Trento indicó que se celebrasen cada tres años. Por consiguiente, el próximo concilio limense debía convocarse para 1571. Sucedió que en esa fecha no pudo celebrarse el concilio provincial. Por ese entonces se había concedido una prórroga en materia de plazos para la celebración de concilios. Según ella, debían celebrarse cada cinco años y no cada tres. Esta prórroga de plazos fue concedida por Pio V a solicitud de Felipe II para América. Por consiguiente, correspondía celebrar un concilio en Lima en el año 1573.[7]

En 1575 el arzobispo Loayza informó a Felipe II que el concilio no se había podido realizar, dado que el virrey Francisco de Toledo se encontraba visitando su jurisdicción y, por consiguiente, no estaba en Lima. Al mismo tiempo exponía que no bien regresase el virrey a Lima se disponía a convocar a sus sufragáneos a concilio provincial.[8]Sucedió que cuando el virrey Toledo regresó a Lima, ya el arzobispo fray Loayza había fallecido.

En esas circunstancias, el virrey se dirigió a los obispos de Quito y de Cuzco, fray Pedro de la Peña y Sebastián de Lartaun respectivamente, a fin de que resolvieran sobre la conveniencia o no de reunir a los obispos sufragáneos en concilio provincial. Fray Pedro de la Peña era el obispo más antiguo y comenzó a figurar como quien contaba con la potestad de convocar a concilio. Así lo disponía el decreto del Concilio de Trento.[9]

En agosto de 1580 Toribio de Mogrovejo fue consagrado arzobispo de Lima. La ceremonia tuvo lugar en Sevilla. El nuevo arzobispo zarpó de Sanlúcar de Barrameda en septiembre. Arribó a Lima el 11 de mayo de 1581. Al considerar los antecedentes conciliares, Mogrovejo convocó a sus sufragáneos el 15 de agosto de 1581 a concilio provincial para comenzar las sesiones el 15 de agosto del año siguiente. Con el objeto de preparase para este evento y, a la vez, para cumplir con recomendaciones del Concilio de Trento, el nuevo arzobispo realizó una primera visita a parte de su extensísimo arzobispado.

Los cinco prelados que en julio de 1582 se encontraron en la capital virreinal, resolvieron inaugurar las sesiones del concilio provincial. El 15 de agosto, fiesta de la Virgen María, comenzó solemnemente el concilio provincial. Así se hizo. Por consiguiente, este concilio, por otra parte, el más importante de los celebrados en la provincia eclesiástica del Perú, no cumplió con la frecuencia de los cinco años estipulados por la prórroga.[10]

Las actas del concilio provincial limense señalan que en las sesiones participaron los prelados siguientes: Santo Toribio de Mogrovejo, arzobispo; fray Pedro de la Peña, obispo de Quito; fray Antonio de San Miguel, obispo de La Imperial en Chile; Sebastián de Lartaun, obispo de Cuzco; fray Diego de Medellín, obispo de Santiago de Chile; fray Francisco de Vitoria, obispo de Tucumán; Alonso Granero de Avalos, obispo de La Plata, y fray Alonso Guerra, obispo del Rio de la Plata, también llamada Asunción.[11]Estuvieron ausentes los obispos de Nicaragua y Panamá. El concilio provincial limense finalizó el 18 de octubre de 1583, o sea, que duró catorce meses.

El arzobispo de Lima conjuntamente con los obispos de La Plata y Tucumán, dirigiéndose al rey Felipe II, relataron pormenorizadamente los sacrificios que tuvieron que montar los prelados para poder concurrir a Lima con el objeto de participar del concilio provincial. Según ellos, el obispo de Quito fray Pedro de la Pena, viajó posponiendo su salud y caminando trecientas leguas. En este viaje y en los seis meses de estadía en la capital virreinal hasta que se produjo su fallecimiento gastó gran parte de sus bienes. El obispo de La Imperial de Chile tuvo que viajar más de quinientas leguas por mar y tierra para acudir a la convocatoria. El obispo de Cuzco también concurrió, a pesar de que se encontraba enfermo. Tuvo que gastar más de 30.000 pesos. Por su parte, el obispo de Santiago de Chile asistió a las reuniones conciliares hasta el final. No pudiéndose sustentar a causa de su pobreza, comía de limosna en el convento de los franciscanos, a cuya orden pertenecía.

El obispo de La Plata se vio forzado a viajar enfermo y por caminos trabajosos y largos. Su participación en la reunión conciliar le costó 34.000 pesos. El obispo de Tucumán recorrió seiscientas leguas para llegar a Lima. Se expuso a peligros, dado que tuvo que atravesar por lugares ocupados por indios de guerra. En resumen, los tres obispos escribieron al rey diciendo que para participar en el tercer concilio limense, los mitrados habrían gastado sus bienes y se habrían visto obligados a contraer deudas. Los caminos eran largos y costosos. La ciudad virreinal era cara.[12]

Las resoluciones del tercer concilio provincial provocaron resistencias. Contra algunas decisiones se presentaron apelaciones. La puja entre partidarios y opositores de la obra conciliar impidió la rápida aprobación de lo resuelto en Lima. Para sacar la obra conciliar adelante hubo que defenderla ante las autoridades virreinales, ante el Consejo de Indias e incluso ante la Santa Sede. Finalmente, las disposiciones conciliares, con algunas modificaciones, fueron aprobadas por la Congregación de Cardenales a fines de octubre de 1588. Felipe II las aprobó y mandó imprimir en Madrid. Por resolución firmada en El Escorial el 18 de setiembre de 1591 el rey aprobó las actas del concilio y lo mandó aplicar en la provincia del Perú.

Adviértase que este tercer concilio provincial había sido propiciado por el rey de España, mediante la real cédula del 19 de setiembre de 1580 dirigida al virrey del Perú Martin Enríquez. Este virrey apoyó la realización del concilio hasta su fallecimiento. Las autoridades virreinales que le sucedieron brindaron también su apoyo a los trabajos conciliares.

Dificultades para convocar nuevo concilio

El arzobispo limense Toribio de Mogrovejo recibió un breve de Gregorio XIII, firmado el 15 de abril de 1583, según el cual los concilios provinciales se debían celebrar en plazos de siete años. La nueva prórroga en los plazos de celebración de concilios tenía en cuenta las grandes distancias, que debían recorrer los obispos sufragáneos para acudir a las convocatorias de concilios. Así mismo consideraba las ausencias de sus diócesis, que se originaban al pretender cumplir con las convocatorias a concilio, que los obligaba a trasladarse a Lima.

¿Se podría obtener la aprobación de las resoluciones de un concilio cuando el rey no lo apoyaba con cédulas o cuando su virrey no concurría a las sesiones? ¿Valia la pena seguir realizando concilios provinciales en los plazos estipulados cuando la corona no remitía las resoluciones del concilio anterior debidamente aprobadas y prontas para su ejecución? ¿Qué podrían tratar y resolver los obispos congregados en concilio si no sabían a ciencia cierta si acaso la Corona estaba de acuerdo con lo resuelto con el concilio anterior? He aquí seguramente una fuente de excusas por parte de los obispos sufragáneos que se encontrasen poco motivados, para acudir a los llamados del arzobispo convocante.

Toribio de Mogrovejo, celoso cumplidor de lo dispuesto en el Concilio de Trento, convoco a sus obispos sufragáneos para un nuevo concilio que debía reunirse en 1590. La fecha prevista cumplía con los nuevos plazos de siete años. Resultado: ningún obispo sufragáneo concurrió a esta convocatoria. El virrey del Perú García de Mendoza no estaba enterado de la existencia de una orden expresa por parte del rey ordenando la realización de un concilio provincial. En consecuencia, el virrey procuró persuadir al arzobispo en el sentido de no efectuar un nuevo concilio.[13]

En 1591 la Corona remitió al arzobispo las disposiciones del concilio celebrado en 1582-1583 debidamente aprobadas y para su ejecución. Al mismo tiempo le solicitaba que no convocase a concilio provincial hasta tanto no se ejecutasen las disposiciones del concilio que se le remitían. El rey le indicaba que sobre la frecuencia con que debían efectuarse esas reuniones de obispos deseaba consultar al Sumo Pontífice.

Contemporáneamente a estas disposiciones reales, el arzobispo se mantenía aferrado a la idea de cumplir con las disposiciones del Concilio de Trento y de acuerdo a los nuevos plazos asignados por el papa Gregorio XIII, es decir, cada siete años. Con este propósito convocó nuevamente a concilio provincial, que inauguró el 27 de enero de 1591 con la asistencia de un solo obispo sufragáneo: el obispo de Cuzco fray Gregorio de Montalvo.

Toribio de Mogrovejo expresaba sentirse dispuesto a celebrar el próximo concilio provincial dentro de siete años. Personalmente había solicitado prórrogas de los nuevos plazos vigentes para la celebración de estas reuniones eclesiásticas. Cada diez o doce años. El entendía que como todavía no había recibido respuesta acerca de su petición, a él le correspondía convocar concilios cada siete años, tal como lo había practicado y como se disponía a efectuarlo en adelante.

A todo esto se mezclaron acusaciones. Se dijo que el arzobispo de Lima deseaba celebrar concilios cada tres años. En junio de 1600 Mogrovejo manifestó al virrey del Perú que semejantes acusaciones eran falsas. Su propósito era convocar a concilio provincial cada siete años, como estaba mandado y permitido.[14]

Como queda dicho, el concilio de 1591 se realizó con la asistencia solo del obispo fray Gregorio de Montalvo. Ante esta situación, tanto el virrey como la real audiencia de Lima advirtieron al arzobispo que no podía celebrar concilio provincial con un solo obispo sufragáneo. ¿En qué circunstancias se encontraba este obispo de Cuzco participante del concilio?

Fray Gregorio de Montalvo había arribado a Lima el 22 de junio de 1589. Esperó seis meses a que llegaran sus bulas para poder emitir su profesión de fe ante el arzobispo. No necesitaba consagrarse obispo porque venía trasladado de la sede episcopal de Yucatán. El 5 de febrero de 1590, Montalvo entró en su diócesis de Cuzco y el 21 de agosto de ese mismo año regresó a Lima con el propósito de concurrir a las sesiones del concilio provincial, al cual había sido convocado. Él entendía que le faltaba el conocimiento suficiente de su diócesis como para poder informar al rey y como para participar con provecho en un concilio.

El obispo de La Plata fray Antonio de la Cerda se encontraba enfermo y no concurrió al concilio provincial. Fray Domingo de Ulloa, obispo de Nicaragua, había sido trasladado a la diócesis de Popayán en diciembre de 1591 y por consiguiente dejaba de ser sufragáneo de Lima y no concurrió a la reunión que se convocaba en Lima. Bartolomé Martínez, obispo de Panamá, tampoco concurrió. Por ese entonces fray Antonio de San Miguel, obispo de La Imperial de Chile, se encontraba ocupado con su traslado a su nueva diócesis de Quito y tampoco tomará parte del concilio provincial. Falleció a principios de 1591 en Riobamba, poco antes de arribar a la ciudad de Quito.

A su vez, el entonces obispo de Asunción fray Alonso Guerra se encontraba en Buenos Aires entre 1586 y 1590, fecha en que fue trasladado al obispado de Michoacán en el virreinato de Nueva España. Dejó vacante su obispado de Asunción y en esas circunstancias no concurrió al concilio provincial. Tampoco se hizo presente el obispo de Tucumán fray Francisco de Vitoria, quien hacía tiempo que había presentado su renuncia al obispado y se ocupaba en otros asuntos. Ni fray Diego de Medellín ni Agustín de Cisneros, los dos obispos chilenos, concurrieron al concilio.

El ausentismo con que se realizó este concilio provincial de 1591 debe un tanto comprenderse si se tiene presente que por ese entonces arribaban a Lima las disposiciones del concilio anterior aprobadas por el papa y el rey. ¿Podría ser motivante para los obispos sufragáneos el reunirse en concilio provincial sin saber si el anterior de 1582-1583 se aprobaría o no? Especialmente cuando se sabía que muchas de sus disposiciones atinentes a la reforma de los eclesiásticos habían levantado resistencia. ¿Qué diría el Monarca? ¿Qué diría el Sumo Pontífice?

Así mismo, era importante considerar que el virrey del Perú no era partidario de la convocación de este nuevo concilio provincial. García de Mendoza no estaba seguro que fuese del agrado de la Corona el que se realizase un nuevo concilio. Este concilio, que finalmente se realizó, como queda dicho, en 1591 fue el primero de los concilios provinciales efectuados en la provincia eclesiástica del Perú que no contó con el apoyo de la autoridad virreinal.

El concilio se efectuó entre el 27 de enero y el 15 de marzo de 1591. Una vez finalizado, el arzobispo limense envió las actas conciliares al rey. Las envió por medio del Dr. Francisco García del Castillo, quien debía solicitar la aprobación real de todo lo actuado y resuelto. Era probable que la realización de este concilio se cruzara con la real cédula de Felipe II del 19 de octubre de 1591, en la cual el monarca expresaba no verse necesaria la celebración de un concilio provincial.

Finalizado el concilio de 1591 sus resoluciones no se publicaron solemnemente en la catedral de Lima. Simplemente fueron leídas en la sala conciliar ante testigos, a saber: el Pbro. Dr. Juan de la Roca, cura de la catedral; el Ldo. Miguel de Salinas, visitador general del arzobispado, y el Pbro. Domingo Lazo. Para su publicación se esperó contar con la aprobación real y pontificia, a fin de “en todo evitar inconvenientes”.[15]Según parece, las disposiciones del concilio provincial de 1591 nunca recibieron aprobación correspondiente.

El obispo de Cuzco fray Gregorio de Montalvo al año siguiente de haber asistido al concilio de 1591, se pronunció contra la frecuente realización de concilios. A su criterio ocasionaba perjuicios a los diocesanos, tales como largos viajes, considerables gastos y forzosas ausencias de sus diócesis. A su criterio los concilios provinciales debían realizarse únicamente en casos de necesidad. Por ese entonces en la provincia eclesiástica peruana no se vislumbraba tal necesidad, puesto que las resoluciones del concilio provincial que se celebró en 1582 y 1583 se acaba de recibir debidamente aprobadas y prontas para ejecutarse.

No había necesidad de multiplicar leyes. Había necesidad de ejecutarlas y, si acaso, de reformarlas. En el caso de sentirse necesidad de convocar a concilio provincial, el obispo de Cuzco entendía que el arzobispo debería consultar sobre su oportunidad con uno o dos de sus sufragáneos más vecinos y con el objeto de recabar más luz sobre el tema. Había que evitar lo sucedido en 1591, cuando él concurrió a Lima y se encontró con la desagradable sorpresa de ser el único obispo sufragáneo en asistir al encuentro provincial.

Si bien fray Gregorio Montalvo reconocía que la disposición sobre religiosos tomada por el concilio de 1591 era importante, juzgaba que quizás este asunto hubiese podido quedar resuelto con dar aviso a la corona. Por su parte el virrey peruano García de Mendoza juzgaba que los concilios provinciales muy bien podrían celebrase cada doce años. En una oportunidad en que se dirigió al rey sobre este asunto, señaló que con la frecuente convocatoria de concilios se perjudicaba a las Iglesias con las ausencias de los obispos.

También se perjudicaban los indios, puesto que ellos llevaban el trabajo de los viajes, con tantas asperezas de caminos. Se decía que los obispos acudían acompañados de muchos criados y «aparato». Más concilios provinciales le parecían superfluos al virrey del Perú puesto que existía abundante legislación eclesiástica, que todavía estaba por ser ejecutada. Felipe II por ese entonces insistía en las ya conocidas recomendaciones.

Mogrovejo convocó otro concilio

Hacia fines de 1596 se iba cumpliendo el plazo de los siete años señalado por Gregorio XIII. Celoso cumplidor de las disposiciones del Concilio de Trento, Toribio de Mogrovejo convocó a sus obispos sufragáneos para concurrir a Lima a fin de tornar parte en un nuevo concilio provincial que se inauguraría el 15 de marzo de 1598 al darse cumplimiento el plazo de siete años. Sucedió que para esa fecha el único obispo sufragáneo que se encontraba en la capital virreinal fue Antonio de la Raya, obispo de Cuzco. En ese tiempo sólo estaban provistas las diócesis sufragáneas de Cuzco, Quito, La Plata y Tucumán. Las restantes se encontraban vacantes.

En esas circunstancias, Toribio de Mogrovejo no quiso que se repitiese lo acaecido con el concilio anterior de 1591 y aplazó la iniciación de la reunión conciliar. A sus obispos sufragáneos los volvió a convocar para el año 1599. Acaeció que los obispos de la provincia eclesiástica no concurrieron a Lima. Sin embargo, aprovechando la presencia en Lima de Antonio Calderón, obispo de Panamá, y de fray Reginaldo de Lizárraga, obispo de La Imperial de Chile, el arzobispo convocó a sus sufragáneos a concilio provincial que debía comenzar el 4 de julio de 1600. Llegado el momento de iniciar las reuniones conciliares y teniendo en cuenta la resistencia ofrecida por fray Lizárraga, Toribio de Mogrovejo aplazó la fecha de iniciación de este concilio para los días 11 y 13 de julio. Sin embargo, el concilio se inauguró el 11 de abril de 1601.

Durante todo este tiempo anterior a la inauguración de este concilio se suscitó perplejidad entre los involucrados. El entonces virrey del Perú Luis de Velasco advertía que el arzobispo se encontraba lejos de Lima visitando una parte de su jurisdicción arzobispal. No había forma de comunicarse con é1. Cuando Mogrovejo regresó a Lima, el Dr. Antonio de la Raya, obispo de Cuzco, advertía que esa presencia en Lima querría significar que si no se realizaba el concilio no era por su culpa. El virrey Velasco entendía que Toribio de Mogrovejo posponía cualquier cosa a dar cumplimiento a la obligación de ejecutar la norma del Concilio de Trento. A su juicio estaba seguro que el arzobispo iría a cumplir con los plazos señalados para la realización de concilios provinciales.

Fray Luis López de Solís, obispo de Quito, concurrió al concilio provincial de 1601; él había recibido la convocatoria correspondiente. El virrey, por su parte, le informó de la existencia de una real cédula, a tenor de la cual se prohibía la realización de concilios provinciales hasta tanto el Sumo Pontífice no se pronunciaba sobre la frecuencia con que se debían reunir. El obispo quiteño esperaba recibir una orden real. Entre tanto hacia saber al arzobispo que se encontraba “muy cansado y con algunas enfermedades”.[16]

Le hacía saber que contaba con 64 años de edad y que para concurrir en Lima al concilio debía andar trecientas leguas de ida y otras tantas de vuelta. Más tarde, le anunciaba que se encontraba dispuesto a partir de Quito para viajar a Lima con el objeto de servir a Dios y al rey. En el concilio procuraría abocarse al bien de los indios. Finalmente, indicaba que bien podría excusarse de asistir a las reuniones conciliares, dada su poca salud y pobreza. El 30 de abril de 1601, al poco tiempo de haber finalizado este nuevo concilio provincial, fray Luis López de Solís manifestó que al arribar a Lima se había encontrado con que sólo se hallaba presente el obispo de Panamá y con la franca oposición del virrey Luis de Velasco. Ante esta situación, los dos obispos sufragáneos presentes en Lima propusieron diferir la iniciación del concilio con la intención de esperar una resolución real sobre la conveniencia o no de celebrarlo.

De demorar la respuesta a esta consulta, dos obispos sufragáneos estaban dispuestos a regresar a sus respectivas diócesis. López de Solís se encontraba molesto porque lo habían convocado a Lima en esas circunstancias. Explicó el obispo quiteño que cuando él y el obispo de Panamá vieron que Toribio de Mogrovejo insistía en su propósito de celebrar la reunión conciliar no pudieron ofrecerle resistencia.

A juicio del obispo quiteño, el concilio de 1601 no elaboró nuevas disposiciones a causa de la falta de obispos y por carecer de apoyo virreinal. En ocho días de sesiones, la disposición más importante que tomó fue la de mandar ejecutar lo dispuesto por el concilio provincial celebrado en 1582-1583. De esta forma, informaba el mismo obispo, se habían aplacado los escrúpulos del arzobispo, en tanto que los dos obispos sufragáneos participantes se vieron libres de realizar mayores gastos y de prolongar sus ausencias de las diócesis. No bien concluido el concilio, los dos obispos regresaron a sus respectivas diócesis.

El otro obispo que tomó parte del concilio fue el Dr. Calderón, obispo de Panamá. El expresó que no bien había recibido la convocatoria, se determinó a obedecer y a viajar a Lima para poder tornar parte del concilio. Calderón entendía que un concilio era necesario, por lo menos para resolver los males de su Iglesia panameña con autoridad. Atribuía los males que se experimentaban en su diócesis a la prolongada vacante de obispo a que se la había sujetado.

En lo personal el Dr. Calderón entendía que se hubiese podido excusar de asistir al concilio provincial dado que acababa de tornar posesión de su diócesis. Como todavía no había podido visitarla, no se encontraba en condiciones de intervenir competentemente en el concilio. El obispo panameño expresaba que el viaje por mar a Lima era peligroso puesto que esos mares se encontraban infestados de corsarios.

Cuando Calderón arribó a la capital virreinal se encontró con que el concilio se postergaba. Él entendía que el tiempo urgía dado que se cumplían los plazos para celebrar el concilio. Tanto el arzobispo de Lima como el obispo de Panamá solicitaron que se concediese al concilio favor real. Entendían que se trataba de un requisito necesario para su celebración y posteriormente para la ejecución de sus disposiciones. El obispo panameño solicitó que el virrey asistiese a las sesiones conciliares.

Entre tanto el obispo de Cuzco Dr. Antonio de la Raya se negaba a concurrir al concilio provincial de1601. Por este asunto entabló una polémica, tanto con el arzobispo de Lima como con el obispo de La Imperial de Chile fray Reginaldo de Lizárraga, quien a la postre estuvo ausente del concilio. Al principio, el obispo de Cuzco favoreció la idea de reunir un nuevo concilio provincial. Después se manifestó contrario a la frecuente realización de este tipo de reuniones. En un pasaje de su argumentación, el obispo cuzqueño expresaba lo siguiente:

“... y así sabemos que después del Concilio Tridentino en el arzobispado de Santiago (de Compostela, España) no se ha celebrado más de un concilio provincial en Salamanca y esto ha más de treinta y tantos años y en el de Toledo solo dos con ser los distritos muy más cortos y muy más fáciles de caminar que los de por acá y los prelados tan celosos de la honra de Dios y temerosos de sus conciencias como se sabe y no se estrechan tanto este negocio de hacer concilios ni la guarda del Trento en esto ni hace escrúpulo de ello y lo mismo pasa en Italia a vista de Su Santidad porque tienen por de más provecho para sus Iglesias como lo es el residir en ellas y guardar las leyes antiguas que ausentarse de ellas con ocasión de hacer otras nuevas en los concilios mayores no siendo la pena impuesta por derecho canónico a los obispos que no van al concilio excomunión que sea censura...”.[17]

Este obispo ya había argumentado con anterioridad que, si el papa conociese la situación del Perú, se dispondría a autorizar que los concilios se celebrasen de veinte en veinte años y aún más espaciados.[18]La comparación entre la situación americana y la europea se encuentra señalada en un parecer emitido por el Padre Esteban de Ávila. Según él, el arzobispo Mogrovejo debía aguardar la autorización real y las recomendaciones del virrey del Perú.

Al mismo tiempo, el Padre Ávila indicaba que la experiencia conciliar permitía opinar que la reforma no se podía impulsar con normas conciliares carentes de aprobación pontificia. Sin ella no se podrían finalizar definitivamente las apelaciones interpuestas contra las normas conciliares. Ahora bien, sucedía que para obtener la aprobación pontificia era a todas luces necesario contar con el apoyo real. Esta había sido la historia del concilio provincial celebrado en Lima en los años 1582 y 1583. En cambio, el concilio que se celebró en 1591, al carecer de aprobación pontificia y real, quedó sepultado.

El Padre Ávila entendía que el decreto del Concilio de Trento que ordenaba realizar concilios provinciales, no se cumplía con escrupulosidad en España. Así, en Toledo se habían efectuado dos concilios de esta naturaleza y en Burgos ninguno. El Sumo Pontífice lo veía, pero no decía nada. Por otro lado debía considerarse que no existían tantos inconvenientes en España para realizar concilios como los que se presentaban en América. Valgan estas referencias como comentarios a las palabras del obispo de Cuzco.

Convendrá ahora con la relación relativa al comportamiento de los obispos frente a esta nueva convocatoria enviada por el arzobispo de Lima. Fray Pedro de Azuaga, obispo de Santiago de Chile, había fallecido en noviembre de 1597. Su Iglesia se encontraba vacante en el tiempo de la convocatoria del concilio de 1601. Tomàs Vázquez de Liaño, obispo de Asunción, acababa de arribar a su diócesis cuando falleció en la localidad de Santa Fe a fines de 1599. Por consiguiente, también esta diócesis del Rio de la Plata se encontraba vacante al tiempo de ser convocado el concilio de 1601.

En junio de 1597 se nominó a Juan Antonio Diaz de Salcedo, obispo de Santiago de Cuba, para la diócesis de Nicaragua. Diaz de Salcedo logró encaminarse a su diócesis en 1600. El tampoco concurrió a Lima para sesionar con los otros obispos en concilio. Tampoco acudieron a la convocatoria que el arzobispo enviara a sus sufragáneos, los obispos fray Hernando de Trejo y Sanabria, obispo de Tucumán, y Alonso Ramírez de Vergara, obispo de La Plata. El primero de ellos, había tomado todas las providencias para emprender un largo camino que lo condujera a Lima, pero cayó enfermo y no pudo viajar.

El Consejo de Indias, al contestar una comunicación del virrey del Perú Luis de Velasco, propuso que se reprendiese al arzobispo Toribio de Mogrovejo por haber sacado a los obispos de sus diócesis al convocarlos a concilio provincial. La corona entendía que los prelados eran necesarios en sus respectivas Iglesias. Además, se señalaba que la participación de los sufragáneos en los concilios limenses les había ocasionado perjuicios, tanto en salud como en sus bienes. El propio rey escribió al arzobispo solicitando explicaciones sobre por qué había reunido el concilio provincial sin contar con el apoyo y asistencia de los representantes de su real persona los virreyes. A su vez, el arzobispo se dirigió a la Corona solicitando una declaración. Quería que se mandase a los obispos sufragáneos al virrey y a la audiencia, que asistieran al concilio provincial cuando el arzobispo los convocase en el plazo prescrito de siete años. Otra vez más, acercándose el nuevo plazo para la celebración de estas reuniones eclesiásticas, convocó a sus sufragáneos para el concilio que se debía celebrar en 1608. La convocatoria la realizó con antelación y antes de partir en 1604 a visitar parte de su extenso arzobispado.

Santo Toribio de Mogrovejo falleció el 23 de marzo de 1606, de manera que en 1608 no pudo cumplir con sus propósitos. No hubo concilio provincial en 1608 en la provincia eclesiástica peruana. El celebrado de 1601 fue el último de Mogrovejo y de este periodo de la historia de la Iglesia en esta provincia. Habrá que esperar a la segunda mitad del siglo XVIII para que se vuelva a convocar y reunir otro concilio provincial. Así repercutió en esta región de América del Sur el capítulo II del decreto «de reformatione» de la sesión XXIV del Concilio de Trento.

Conclusión

El 28 de octubre de 1565 arribó la documentación del Concilio de Trento a Lima. La enviaba el rey de España Felipe II, quien asumió las disposiciones de este Concilio como ley de su reino. Los obispos y las Iglesias iberoamericanas tomaron sobre si la responsabilidad y la tarea de aplicar las disposiciones tridentinas.

Título de honor para las Iglesias iberoamericanas es de aceptar las declaraciones dogmáticas de los Padres conciliares. No se conoce ninguna voz ni actitud discordante contra algún pasaje de fe o dogmático contenido en las disposiciones del Concilio de Trento. No resultaron ocasión de quiebra de la unidad con Roma. La aplicación de los decretos «de reformatione» merecieron, a su vez, una constante vigilancia y celo en su aplicación, por parte de los responsables de las Iglesias, especialmente los obispos.

Al intentar analizar la aplicación de las normas tridentinas pareció pertinente prestar atención sobre algún tema, a fin de no caer en meras generalidades. Con este criterio se escogió el tema de la aplicación del capítulo II del decreto de reformación de la sesión XXIV del Concilio de Trento y en lo atinente a la realización de concilios provinciales. ¿Se cumplió esta recomendación en la provincia eclesiástica del Perú?

En conjunto, se puede contestar afirmativamente esta pregunta. Fray Jerónimo de Loayza al recibir la documentación del Concilio de Trento convocó en el plazo del primer año a sus obispos sufragáneos para reunirse con él en concilio provincial. Este concilio se efectuó en Lima en los años 1567 y 1568. Así se cumplió con el mandato de celebrar concilio provincial y se cumplió aproximadamente con el plazo de al año de conocido el Concilio de Trento.

Después le tocó a Santo Toribio de Mogrovejo realizar los concilios provinciales de 1582-1583, el de 1591 y el de 1601. El arzobispo convocó a concilio a sus sufragáneos para 1608, pero al fallecer en 1606, no pudo, por consiguiente, presidir un nuevo concilio en el año 1608. Con el concilio provincial de 1601 y con el fallecimiento de Santo Toribio de Mogrovejo dejaron de realizarse concilios provinciales en la provincia eclesiástica del Perú hasta la segunda mitad del siglo XVIII.

Si bien se realizaron periódicamente concilios provinciales desde que se conocieron las disposiciones del Concilio de Trento en Lima, sin embargo, se habrá podido advertir que no se cumplieron estrictamente los plazos señalados, ni siquiera con las diversas prórrogas acordadas a esos plazos. El celo diligente de los arzobispos de Lima, especialmente el de Santo Toribio de Mogrovejo, parece no haber sido suficiente para lograr puntual cumplimiento en esta materia. En efecto, variadas fueron las causas para que así sucediese. La vacante de la arquidiócesis de Lima; el poco entusiasmo de los obispos sufragáneos en concurrir a Lima para sesionar en concilio, y el apoyo o no del patronato real, fueron factores a señalarse.

El apoyo o no apoyo que se esperaba por parte del rey y de su virrey del Perú para tales reuniones eclesiales parecen haber sido factores determinantes del éxito o no de los concilios provinciales. En ocasiones, había diócesis sufragáneas que se encontraban vacantes, lo cual incidía en el número de los posibles concurrentes a las sesiones conciliares.

Como se habrá advertido, para tener éxito en la convocación al concilio siguiente al de 1582-1583, influyó la demora en recibir en Lima las disposiciones de este último concilio aprobadas por el Sumo Pontífice y Felipe II. ¿Cómo se podía esperar que los obispos de la provincia eclesiástica se reuniesen en un nuevo concilio si no sabían si sus decisiones tomadas en el concilio anterior habían sido del agrado de la corona y de la Santa Sede? La duda era tanto más aguda en cuanto esas disposiciones habían levantado resistencias y hasta apelaciones. Por otra parte, lo sensato era ejecutar primero las disposiciones del concilio anterior, antes de formar otro.

Algunos obispos participantes en los concilios alegaban su edad avanzada, enfermedades y achaques; viajes largos y gastos excesivos. Estas circunstancias iban predisponiendo los ánimos de cara a nuevas convocatorias que recibiesen y podían constituirse en excusas para eximirse a concurrir a Lima a algún otro concilio provincial. Más adelante, los obispos comenzarán a alegar que no veían apoyo por parte del rey y de los virreyes. También comenzaron a opinar que no se trataba en esas Iglesias de seguir tornando disposiciones periódicamente, sino de cumplir las que existían.

Finalmente, al término del siglo y cuando la concurrencia de los obispos sufragáneos a los concilios se hacía más escasa, comenzó a alegarse que en la provincia eclesiástica del Perú las condiciones imperantes llevaban a que la práctica de los concilios no fuese tan exigida. En medio de esta nueva argumentación, aparecerá en las opiniones emitidas, tanto por parte de la corona como por parte de los obispos y virreyes peruanos, la exigencia y la conveniencia de que los obispos residan en sus respectivas diócesis.

Parecía que una disposición del Concilio de Trento chocaba contra otra. La de realizar concilios provinciales impedía cumplir con la obligación tan recomendada por los Padres reunidos en Trento en el sentido de residir en sus diócesis, según el mandato del capítulo I del decreto «de reformatione» de la sesión conciliar XXIII.

El empeño de Santo Toribio de Mogrovejo en este tema de concilios provinciales, luce todavía más en tiempos en que las dificultades para realizarlos se hacían más acuciantes. Para adaptarse a las realidades americanas, los plazos se iban prolongando de tres a cinco y de cinco a siete años. Después se dejará de cumplir el capítulo II del decreto «de reformatione» de la sesión XXIV del Concilio de Trento.

Cuando Santo Toribio de Mogrovejo quiso convencer al Dr. Antonio de la Raya, obispo de Cuzco, para que acudiese al concilio al que lo convocaba, le hacía ver el ejemplo del arzobispo de Milán cardenal Carlos Borromeo. Él se atenía a la norma de celebrar concilios cada tres años. Por su parte, el Obispo de Cuzco observaba que el arzobispo de Milán, si quisiese los podría celebrar anualmente, dadas las comodidades que poseían en su arquidiócesis para celebrar concilios. En resumen, para el santo arzobispo de Lima se deberían reunir concilios provinciales y los obispos sufragáneos debían acudir a ellos cuando fuesen convocados. Así se cumplían las disposiciones del Concilio de Trento referentes a concilios. Para el obispo de Cuzco, las circunstancias americanas y de las diócesis eximían de celebrar tan frecuentemente estos concilios provinciales.

Cambió el siglo. Se fue perdiendo en esta materia el primer empuje por aplicar el Concilio de Trento. Fallecieron Felipe II y Santo Toribio de Mogrovejo. Después vinieron otras personas y otras circunstancias. La práctica de efectuar concilios provinciales se perdió en la provincia eclesiástica del Perú. Quedaron las disposiciones del concilio provincial celebrado en Lima en los años 1582-1583, llenas de jugo tridentino, y las del Concilio de Trento.


NOTAS

  1. Francisco Leonardo Lisi en su libro: El Tercer Concilio Limense Tercer Concilio Limense y la Aculturación de los Indígenas Sudamericanos, Salamanca, 1990, p. 82 S., pondera la actuación que le cupo al jesuita José de Acosta en la feliz tramitación de las aprobaciones pontificia y real de las disposiciones de este concilio provincial.
  2. Felipe II, real cédula firmada en Madrid el 12 de julio de 1564. Novísima Recopilación de las Leyes de España, Libro I, Título I, Ley XIII.
  3. "Relación de lo que se hizo en el Concilio Provincial que se celebró en la Ciudad de los Reyes el año de mil quinientos ochenta y tres". En: Enrique T. Bartra S. J., Tercer Concilio Limense Tercer Concilio Limense, 1582-1583, Lima, 1982, p. 47.
  4. "A lo menos dentro de un año, contado desde el fin de este presente Concilio de Trento". Concilio de Trento, capítulo II del decreto sobre la reforma de la sesión XXIV.
  5. " ... con el fin de arreglar las costumbres, corregir los excesos, ajustar las controversias, y otros puntos permitidos por los sagrados cánones", expresa literalmente el capítulo II decreto sobre la reforma de la sesión XXIV.
  6. "Relación de lo que se hizo en e1 Concilio Provincial..." En: Enrique T. Bartra S. J., Tercer Concilio Limense Tercer Concilio Limense. 1582-1583, Lima, 1982, p. 48.
  7. Fray Jerónimo de Loayza, arzobispo de Lima. Los Reyes (= Lima), 23 de abril de 1572. A.G.I. (= Archivo General de Indias, Sevilla).
  8. Juan Villegas S. J., Aplicación del Concilio de Trento en Hispanoamérica. Provincia Eclesiástica del Perú. 1564-1600, Montevideo, 1975, p. 194.
  9. Idem. “... no dejen los Metropolitanos de congregar sínodos en su provincia por sí mismos, o si se hallasen legítimamente impedidos, no lo omitan el Obispo más antiguo de ella, ...”: Concilio de Trento, capitulo II del decreto sobre la reforma de la sesión XXIV.
  10. La introducción a los decretos del concilio provincial expresa: "Y aunque se intentó (reunir el concilio), pero por falta de prelados y por otras cosas no tuvo efecto, hasta que el ano de mil y quinientos y ochenta y uno, viniendo de la Nueva España a gobernar este reino el virrey don Martin Enríquez, y al mismo tiempo por arzobispo de los Reyes el ilustrísimo y Reverendísimo Señor Don Toribio Alfonso Mogrovejo, dieron orden cómo se pusiese por obra lo que tanto Su Majestad encargaba y todo el reino deseaba". "Relación de lo que se hizo en el Concilio Provincial que se celebró en la Ciudad de los Reyes el ano de mil y quinientos y ochenta y tres". En: Enrique T. Bartra S. J., Tercer Concilio Limense Tercer Concilio Limense. 1582-1583, Lima, 1982, p. 49.
  11. "Los prelados y otras personas que se hallaron al concilio provincial de Lima de ochenta y tres". En: Ídem, p. 54.
  12. Los obispos del concilio provincial. Lima, 8 de febrero de 1584. AG.I., Lima 300.
  13. El virrey del Perú García de Mendoza. Los Reyes, 29 de diciembre de 1590, A.G.I., Lima 32.
  14. Toribio de Mogrovejo, arzobispo de Lima. Los Reyes, 25 de mayo de 1592. Emilio Lisson Chaves, La Iglesia de España en el Perú. Colección de Documentos para la Historia de la Iglesia en el Perú, que se encuentran en varios Archivos, tomo II, Sevilla, 1944, p. 671s.
  15. RUBEN VARGAS UGARTE S. J., Concilios Limenses (1551-1772), tomo I, Lima, 1951, p. 388.
  16. Fray Luis López de Solís, obispo de Quito. Quito, l0 de marzo de 1600. AG.I., Quito 76.
  17. Dr. Antonio de la Raya, obispo de Cuzco, (Año 1599). A.G.I., Patronato Real 191, Ramo 19.
  18. Dr. Antonio de la Raya, obispo de Cuzco. Año 1597. A.G.I., Patronato Real 248, Ramo 32.


JUAN VILLEGAS S.J.