Diferencia entre revisiones de «CONCILIO PLENARIO LATINOAMERICANO; Documentos»

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Análisis teológico, jurídico y pastoral

El Concilio Plenario Latinoamericano de 1899 constituye un acontecimiento singular en la historia de la Iglesia en nuestro continente. Los orígenes de su convocatoria se encuentran en la celebración del IV Centenario del Descubrimiento de América. En esa oportunidad, el Papa León XIII «hizo resaltar lo que este acontecimiento había significado para la Iglesia Romana, y comenzó a pensar sobre la mejor manera de mirar por los intereses católicos de las naciones latinas del Nuevo Mundo, concluyendo que una reunión de todos los Obispos latinoamericanos seria el medio más oportuno para promover la unidad de disciplina y la debida conjunción de esfuerzos y trabajos en orden al florecimiento de la Iglesia Católica en aquellas naciones, unidas entre sí y no solo por la fe sino también por una gran semejanza de raza y de cultura. Fue así como decidió convocar el Primer Concilio Plenario de la América Latina, lo que hizo por medio de las Letras Apostólicas Cum Diuturnum, el 25 de diciembre de 1898»[1]

Aproximación General

Como es sabido, el Concilio sesionó en Roma en razón de una mejor accesibilidad por vía marítima para los obispos, que debían reunirse partiendo de puntos entre sí muy distantes. Un lejano antecedente de esta asamblea fueron los Concilios Limenses de! siglo XVI, los cuales siendo de suyo provinciales, congregaron obispos o procuradores de casi todo el continente. Iniciado el 28 de mayo de 1899, el Concilio Plenario concluyó sus trabajos de 9 de julio del mismo año, con la participación de 13 arzobispos y 40 obispos.

No correspondía ciertamente a una asamblea episcopal de estas características, definir cuestiones dogmáticas; sin embargo los decretos conciliares constituyen un ejercicio colectivo y solemne de la función episcopal de enseñar que, sobre todo en los dos títulos iniciales, recoge a modo de síntesis las enseñanzas del Concilio Ecuménico Vaticano I y del magisterio pontificio más reciente. Se trató de un Concilio predominantemente disciplinar, como se advierte por el tenor de la mayoría de los artículos en los que quedaron consignadas las decisiones de los Padres.

En los trabajos no tomaron parte canonistas latinoamericanos; en cambio actuaron como consultores los célebres Wernz y Bucceroni. Además de las fuentes tradicionales del Derecho Eclesiástico, se advierte en los textos la influencia de los concilios provinciales de Quito y de Nueva Granada, y se incorporan citas de otros sínodos extra continentales. Llamativamente no se dan las sentencias breves, tan comunes en el viejo derecho romano; la relativa extensi6n de los artículos coincide, muchas veces, con un marcado tono exhortativo y pastoral.

El texto definitivo de los documentos conciliares fue promulgado y publicado por León XIII el 1° de enero de 1900 por medio de la «Carta Apostólica Iesu Christi Ecclesiam».[2]Sus cláusulas resultaron trascendentales para la vida cristiana en el continente por muchos años, sirvieron de inspiraci6n a sínodos provinciales y a concilios nacionales, y conservaron su vigor aún después de la aparición del Código de Derecho Canónico en 1917.

La Primera Conferencia General del Episcopado Latinoamericano ( CELAM), reunida en Rio de Janeiro en 1955 afirmó que el Concilio Plenario «aún hoy día constituye la base primordial del desarrollo de la vida eclesiástica y espiritual del continente».[3]Sin duda que existe una gran continuidad entre el Concilio Plenario y lo que será luego la preocupaci6n de la Iglesia en Latinoamérica y, en particular del CELAM a partir de su creación.

Como señala el P. Eduardo Cárdenas, «algunos temas tratados en este Concilio reaparecen nuevamente, cincuenta y seis años más tarde, si bien en una situación diversa y bajo nuevas ópticas. Tales son, por ejemplo, los siguientes: la unidad continental, la fundación de Seminarios y la preparación del clero, el aprendizaje de las lenguas indígenas y la promoción de la educación católica, el apoyo a los diarios católicos y la apertura de universidades de la Iglesia, la vigilancia de la moralidad y la atención al mundo del trabajo, los peligros del indiferentismo religioso y el estímulo a la participacz6n de los laicos en la vida pública ».[4]

A pesar de las pretensiones expresadas en el subtítulo: «análisis teológico, jurídico y pastoral », es fácil comprender que no resulta posible ofrecer, dentro de los límites de una exposición como ésta, un análisis exhaustivo de los textos conciliares. Me permito, por tanto, escoger, espigando acá y allá, aquellos temas que considero más significativos para ilustrar los acentos teológicos, jurídicos y pastorales de los decretos. Los Documentos del Concilio Plenario de América Latina comprenden dieciséis títulos, cada uno de ellos dividido en capítulos y los capítulos en artículos que, con numeración continua, suman 998.

Cuestiones Doctrinales

Los dos primeros títulos se distinguen claramente por su carácter doctrinal; tratan respectivamente de la fe y de la Iglesia Católica y de los impedimentos y peligros de la fe. «A fide, quae radix iustificationis est, incipientes...» dicen los Padres, que se disponen confesar y enseñar la verdad eclesial, y lo hacen en el contexto religioso y cultural de fin de siglo, en el cual la profesi6n de fe parecía como asediada por errores diversos. La fuente de esta síntesis doctrinal se encuentra en los documentos del Concilio Vaticano I y en las encíclicas y otras intervenciones de los Papas Pio IX y León XIII.

Las formulaciones adoptadas, los acentos y núcleos de interés manifiestan un sustrato teológico identificable con los movimientos de renovación eclesial que venían esbozándose desde mitad del siglo XIX, aproximadamente, y que fueron adquiriendo vigor durante el pontificado del Papa Pecci. En tales movimientos ha de verse una respuesta de la Iglesia a la descristianización de la cultura y de la sociedad inspirada por la filosofía de la Ilustración, aunque no faltaron imprecisiones y errores en la búsqueda de mediaciones filosóficas y teológicas para establecer un dialogo entre la fe y la cultura secular; más aún, hacia el 1900 ya está incubándose en el seno de esa corriente de renovación lo que será pocos años después la crisis modernista.

Este clima espiritual justifica la advertencia formulada en el artículo 4: «no es licito negar la fe con hechos o palabras aun cuando se la conserve interiormente, ni siquiera para evitar la muerte; tampoco simular una fe falsa o suscribir una fórmula contraria la fe católica, aunque se diga que no hay intención de apartarse de ella». El texto conciliar sigue puntualmente a la Constitución «Dà Filius» del Vaticano I en los temas de la revelaci6n y la fe, y se subraya el carácter sobrenatural de ambas realidades; resulta evidente que el racionalismo y la visión naturalista del mundo, del hombre, de la historia y de la sociedad habían llegado también a América.

Ante las dificultades y la oposición a la cultura ambiente, vale la exhortación registrada en el artículo 16: «cada cual debe ante todas las cosas velar por si propio, y tener gran cuidado de comprender con la mente la fe de una manera profunda, y de conservarla con grande ahínco, precaviendo con incesante diligencia los peligros, y en especial los diversos sofismas y falacias con que se procure arrancársela».

Todo un capítulo de este primer título es dedicado a las relaciones entre fe y raz6n; se establece la distinción entre estos dos órdenes de conocimiento y se afirma que no puede haber entre ellos disentimiento real, sino que mutuamente se prestan auxilio. Los Padres del Concilio Plenario contaban con las definiciones del Vaticano I y con las clarificaciones aportadas en 1879 por la enciclica «Aeterni Patris».

La pequeña síntesis doctrinal sobre Dios equivale a un símbolo de la fe, al modo de lo que será el «Credo del Pueblo de Dios», pronunciado por Pablo VI. Dos acentos dignos de ser señalados: una cita de Santo Tomás (S. Th. I, q.32, a. 1) es aducida para afirmar que el intento de probar con argumentos de razón natural la trinidad de personas en Dios, conlleva un menoscabo de la fe y el peligro de someter el misterio a la irrisión de los incrédulos, y se pone luego especial énfasis en confesar la divinidad de Cristo ante las negaciones contemporáneas, proferidas con actitudes militantes en un clima cultural y social de ataques a la religión.

También merece notarse que el capítulo dedicado a la doctrina sobre Dios culmina en dos artículos dedicados al tema de la gracia que contienen las principales afirmaciones dogmáticas sobre esa materia, expuestas con gran precisión terminológica: en el artículo 35 la necesidad de la gracia interior praeveniens para toda obra ordenada a la salvación, gracia que a nadie se niega modo sufficienti; en el siguiente hay un desarrollo sobre la gracia habitual, definida como «don sobrenatural inherente al hombre de una manera intrínseca y permanente, con el cual se vuelve formalmente santo, agradable a Dios, hijo adoptivo de Dios y heredero de la vida eterna ».

El capítulo VII ofrece una catequesis sobre la Iglesia, inspirada en las constituciones «Dei Filius» y «Pastor Aeternus» del Vaticano I, y en «Inmortale Dei», importante encíclica leonina publicada en 1885. La Iglesia es presentada en su doble dimensión: sociedad exterior y visible, dotada de signos que permiten reconocerla como depositaria de la verdadera religión, y a la vez realidad sobrenatural y espiritual por su fin, que es conducir a los hombres a la vida eterna y en virtud de los instrumentos de que se vale para lograrlo.

Recojamos la bella sucesión de imágenes reunida en el artículo 51: «Esta Iglesia verdadera, casa y alcázar de Dios, redil de las ovejas de Cristo, cuya puerta y pastor es Él mismo, Esposa de Jesucristo y cuerpo místico suyo, es también puerto de salvamento y nave segura, fuera de la cual es imposible alcanzar la salvación y el perdón de los pecados». Este fragmento evoca las orientaciones eclesiológicas de Passaglia y Franzelin que inspiraron los esquemas preparatorios de la Constitución Pastor Aeternus.[5]Detrás de la enseñanza conciliar sobre la independencia de la Iglesia respecto del Estado, su autoridad y derechos como sociedad perfecta, se adivinan los conflictos característicos del siglo XIX ocasionados por la difusión de los ideas revolucionarias y por la proyección de los planteos regalistas y galicanos, que tuvieron vigencia en muchas repúblicas americanas después de la emancipación.

Esta temática ocupa los dos últimos capítulos del Título I, que se refieren a la sociedad civil y a las relaciones mutuas de la Iglesia y el Estado. Aquí los Padres transmiten, implícitamente, un discernimiento sobre la situaci6n americana en general: sociedades cristianas en las que algunos gobiernos obstaculizan la acción de la Iglesia respondiendo a ideologías e intereses anticatólicos. Las fuentes de la doctrina están en la teoría clásica, renovada y expuesta por León XIII en varias encíclicas; hay siete referencias a Inmortale Dei.

Iglesia y Estado son potestades diversas según la naturaleza y causa próxima de cada una; contra una independencia concebida en términos que equivalen a separación, se afirma la necesidad de «cierta alianza bien ordenada » entre ellas, en favor de la prosperidad temporal de los pueblos y de su orientación a la vida eterna. Las situaciones conflictivas llevan a los obispos a proponer a los fieles una activa participación en la vida pública; deben aspirar, incluso, a ocupar cargos de gobierno, para encaminar las cosas hacia el « bien público real y verdadero ».

Los artículos 9 a 73 contienen un breve tratado sobre el Romano Pontífice, según la Constitución Pastor Aeternus. Se tiene en cuenta la particular situación que afecta por entonces a la Santa Sede, y los Padres hacen suya la protesta de los Papas que condenaron la usurpaci6n de los Estados Pontificios.

La secci6n predominantemente doctrinal de los decretos conciliares se completa, en el Titulo II, con la evaluaci6n de los impedimentos y peligros de la fe. Se trata de un complemento de la exposici6n presentada en el Título I; el enfoque impresiona inmediatamente como negativo y condenatorio, pero revela la preocupación pastoral de los Padres y su interpretación de la vida eclesial, afectada por ataques externos y por debilidades internas.

La enumeraci6n de los principales errores de nuestro siglo (se refiere al siglo XIX que llegaba entonces a su fin) se abre con un párrafo solemne y dramático, en el que se pone de manifiesto, con el lenguaje propio de la época, la «conciencia de situación » de los participantes de la asamblea: «A nadie se oculta que en este nuestro siglo nefasto han declarado cruda guerra al catolicismo, esos hombres que, unidos entre sí en nefando consorcio, no sufriendo la sana doctrina, cerrando los oídos a la verdad, se esfuerzan por sacar de sus escondrijos todo género de abominables errores, por hacinarlos cuanto pueden, y por divulgarlos y diseminarlos. Nos horroriza y aflige en extremo el recordar los monstruosos errores, los variados e innumerables artificios para hacer daño, las asechanzas y maquinaciones con que estos enemigos de la verdad y de la luz y hábiles inventores de engaños, trabajan por extinguir en todos los corazones el amor a la honestidad, por corromper las costumbres, trastornar todo derecho divino y humano y conmover, derribar, y si fuera posible, arrancar de cuajo la religión católica a la sociedad civil».

Según advierten los Obispos, la lucha contra la religión católica se cubre con invocaciones falaces a la civilización, el progreso, la ciencia, la beneficencia o la filantropía. A partir del artículo 99 se presenta una lista de errores condenados, según el «Syllabus» y la Constituci6n «Dei Filius»: ateísmo, materialismo (se asimila a éste la afirmación de que el hombre desciende de los animales, panteísmo, racionalismo, naturalismo (excluye una revelación sobrenatural y proclama el ateísmo político como signo de progreso), indiferentismo, positivismo (se previene especialmente del riesgo a los estudiantes de medicina y de ciencias naturales). Del naturalismo y el racionalismo procede el liberalismo, presentado como una filosofía moral independiente que, en el orden político y social, adopta posturas moderadas o radicales según las tendencias pero que de cualquier modo intenta eliminar la presencia pública de la Iglesia.

El articulo 110 cita un pasaje de la encíclica «Diuturnum illud» en la que León XIII establece la ascendencia de las concepciones político-sociales que se hallaban entonces en plena ebullición: comunismo, socialismo y nihilismo proceden del derecho nuevo, como se llama a la filosofía política del siglo de las luces, y ésta tiene su origen en el protestantismo. A la serie los obispos latinoamericanos añaden el anarquismo, que fue llevado a América por la inmigración europea desde las últimas décadas del siglo XIX.

Debo mencionar también la equilibrada respuesta que en el artículo 107 se ofrece a los requerimientos de adaptación de la Iglesia a las circunstancias de los tiempos, especialmente en lo que respecta a la organización de los estados y a las relaciones de la misma Iglesia con ellos. Dicha opinión, a saber: que la Iglesia debe plegarse a las exigencias de lo que se llama la «hodierna prudentia», se estima aceptable «si se entiende de ciertas medidas (fueran) compatibles con la verdad y la justicia; es decir, cuando la Iglesia, con la esperanza de algún gran bien se muestra indulgente, y concede a los tiempos cuanto buenamente puede, salva la santidad de su misión... Otra cosa debe decirse, si aquella opinión se refiere a asuntos o doctrinas que la transformación de las costumbres, o erróneos juicios, han introducido contra todo derecho ».

Asimismo, corresponde recordar el planteo, en el artículo 111, del problema de la libertad, tema sobre el cual la Iglesia era calumniada y denostada por el totalitarismo liberal; esta cuesti6n sigue vigente un siglo después y ha sido objeto de nuevos esclarecimientos en el Magisterio reciente.

En los capítulos que siguen se consideran los medios y situaciones que promueven o favorecen la difusión de los errores antes denunciados: libros y periódicos malos, las escuelas llamadas neutrales, mixtas o laicas, y la educación puramente civil propugnada por la Masonería, la ignorancia religiosa y moral del pueblo y las supersticiones. En un título posterior, el Concilio dedica buen espacio a examinar los problemas catequísticos; sin embargo también aquí anticipa algunas determinaciones; valga como ejemplo lo que se dice en el artículo 156, que ref1eja muy bien la situación: «para que la falta de libros, sobre todo en el campo, no haga que la enseñanza cristiana sea defectuosa o imperfecta, y para mejor evitar el peligro de errar, se procurará eficazmente que en cada parroquia haya algunos ejemplares del Catecismo Romano o del Concilio Tridentino, traducido al castellano, para que sean como la mina de todos los párrocos y catequistas».[6]

Se advierte que al concluir el siglo, los pastores de la Iglesia tenían plena conciencia de la necesidad de intensificar la instrucción de los fieles, y que la ignorancia religiosa era una carencia muy extendida, como lo prueban las iniciativas de San Pio X a partir de su encíclica «Acerbo nimis», publicada en 1905. Entre las supersticiones se mencionan algunas prácticas extravagantes como el mesmerismo, magnetismo o hipnotismo, el sonambulismo y la clarividencia, rarezas finiseculares que hoy en día conocen nuevas versiones en la moda «new age». Pero con precisión pastoral, los Obispos identifican al espiritismo como la superstición más peligrosa. De hecho conoció una amplia difusión en los países americanos durante la primera mitad del siglo XX, especialmente entre la gente menos instruida.

Se justifica plenamente que el concilio dedique a la Masonería trece artículos, los finales de este Título II, puesto que esa sociedad secreta ejerció un influjo considerable en muchas republicas de nuestro continente, ya sea durante los procesos de independencia y las luchas civiles, o durante la posterior organización de los Estados, en los cuales impuso un verdadero «Kulturkampf» contra la Iglesia con el propósito de destruir el sustrato católico de los pueblos latinoamericanos.

Como se ha visto, en esta primera sección de los textos, especialmente en el Título I, predomina la exposición doctrinal. Conviene ahora enunciar las materias tratadas en los catorce títulos restantes, para presentar luego algunas cuestiones más significativas desde el punto de vista jurídico y pastoral. El Concilio se pronuncia, sucesivamente acerca de las personas eclesiásticas, el culto divino, los sacramentos, los sacramentales, la formaci6n del clero, la vida y honestidad de los clérigos, la educación católica de la juventud, la doctrina cristiana, el celo por el bien de las almas y la caridad cristiana, el modo de conferir los beneficios eclesiásticos, el derecho que tiene la Iglesia de adquirir y poseer bienes temporales, las cosas sagradas y los juicios eclesiásticos. El Titulo XVI se refiere a la promulgación y ejecución de los decretos.

La Obra Legislativa

El Concilio Plenario Latinoamericano representa un caso de singularidad histórica. Entre los concilios particulares, es decir, no generales o ecuménicos, se conocen asambleas nacionales, provinciales y diocesanas; pocas reuniones de este género han superado la amplitud de una nación. En los tiempos modernos se destaca netamente como caso único el Concilio de 1899. Pero además de lo excepcional del acontecimiento, hay que computar una cierta originalidad «de iure», porque las fuentes tradicionales del Derecho Eclesiástico no contemplaban la posibilidad de concilios plenarios; en cambio, el Código de 1917 considera ya a éstos como una instituci6n de derecho común, y al legislar sobre ellos cita como antecedente la Carta Apostólica «Cum diuturnum», por la cual León XIII convocó el Latinoamericano.

En cuanto a los contenidos legislativos, debe decirse que los textos del Concilio constituyen una excelente compilación de buena parte de las leyes eclesiásticas, en muchos casos procedentes de siglos anteriores. Se sabe que durante el Concilio Vaticano I los obispos franceses le decían a Pio IX: «las leyes nos abruman!», refiriéndose a que la multiplicidad y dispersión de la legislación vigente confundía y generaba inseguridad. Este dato hay que comprenderlo en un horizonte histórico más vasto: la segunda mitad del siglo XIX fue un tiempo en el cual empezó a madurar el sentido de la necesidad de la codificaci6n en los ambientes jurídicos. En este marco histórico se puede aquilatar la importancia de la obra codificadora decidida por San Pio X con el motu proprio de 1904 «Arduum sane»: se buscaba tener claridad respecto de la norma jurídica.

Los documentos que estamos comentando son un antecedente precioso de la codificaci6n promulgada en 1917. La semejanza entre las dos obras se advierte también en cuanto a la distribución de las materias; las leyes conciliares están dispuestas según un orden lógico que se aparta de la organizaci6n tradicional de las Decretales y que se acerca considerablemente al que luego fue adoptado por el Código. Las normas están redactadas en base a textos pertinentes de las leyes anteriores del Corpus Iuris, compendiándolos pero no reduciéndolos a cánones, o sea a sentencias breves que recogen la sustancia de la norma, despojada de elementos circunstanciales.

Esta observación vale sobre todo para las leyes universales referidas a la organizaci6n y disciplina de las diócesis latinoamericanas. Junto a éstas aparecen disposiciones particulares que aplican aquella legislación general a las necesidades concretas de las Iglesias de Latinoamérica. En estos casos el Concilio adopta muchas veces soluciones dictadas por la Santa Sede o por diversos concilios provinciales, y las hace suyas dándoles fuerza de ley para sus territorios; las normas originarias del Concilio son relativamente pocas.

Dice al respecto Mons. Correa León: «Se echa de menos una mayor abundancia de fuentes latinoamericanas y la presencia de otras tan importantes como los Concilios Limenses del siglo XVI; ello se debió tal vez a la ausencia de canonistas latinoamericanos en el cuerpo de los consultores conciliares».[7]Se puede afirmar que los decretos del Concilio configuraron algo así como un código particular de nuestras Iglesias, del que se pudo disponer con prontitud en traducción castellana, lo cual hizo accesible el texto no solo a las curias sino aun a las parroquias más alejadas. De hecho, en el artículo 997 se dispone que « en todos y cada uno de los archivos de cada diócesis, parroquia e iglesia publica, se tendrá por lo menos un ejemplar de este Concilio Plenario, que en la visita pastoral se presentará al Obispo o visitador, y se asentará en el inventario».

Basten algunos ejemplos para encomiar la intención y el matiz pastoral de esta legislación. En el artículo 930 encontramos un texto luminoso que podría servir hoy como epígrafe de un reglamento curial: «Los Obispos, a fuer de padres de numerosa familia, no pudiendo administrar todo personalmente, para poder cumplir, con el empeño debido, el grave y complicado deber de "dar a cada uno lo que es suyo" y "para que haya orden perfectísimo en el despacho de las causas y de los negocios, y, evitando confusiones y perjudiciales tardanzas, las controversias judiciales tengan un curso y un término, no menos recto que expedito": confieren este cargo a varones a propósito, que constituyen la curia episcopal ».[8]

Refiriéndose al modo de proceder en las causas que involucran a los clérigos, el artículo 974 señala, como síntesis de las actitudes sugeridas al obispo: «Este modo pastoral del Prelado en el trato con el súbdito. es sumamente útil a los clérigos, a quienes las más veces, con estos remedios suaves, retrae de la perdición, de la infamia y de litigios temerarios; conviene también al Obispo, para 'IO enajenarse las voluntades de los pueblos cuyo filial amor le es tan necesario para desempeñar sus funciones con fruto, y no parecer que se anda buscando sin motivo molestias y disgustos. Al tratar así con el clérigo, le podrá hacer ver los inconvenientes de los pleitos; pero pondrá especial empeño en ocultarle su opini6n sobre el éxito favorable o adverso del litigio. Gravísimo es el mal que puede resultar de que el juez falle en una causa, sin ver lo que hay que ver, ni considerar lo que hay que considerar ».

Muestra exquisita de sentido común y de espíritu eclesial. Digamos de paso que, en materia de derecho procesal, el Concilio ofrece una lograda síntesis que es un antecedente efectivo de la codificación de 1917. La misma índole pastoral se manifiesta en las disposiciones sobre el modo de conferir los beneficios eclesiásticos. Resulta particularmente valioso el artículo 814: «Los poderosos y magnates de este mundo, se abstendrán de inoportunas instancias para la colaci6n de beneficios (...). De "que resulta que, si grave seria el pecado del Prelado que, para la colación de un beneficio, se dejara mover principalmente por tales suplicas, o tales temores, más grave sin comparación sería el de los potentados que hicieran violencia a la autoridad y a la conciencia de los Prelados (...). Ni les servirían de excusa, sino antes agravarían el reato de violencia moral, esas razones que se llaman de política o de Estado». Leyendo entre líneas podemos reconocer que el texto describe una situaci6n que seguramente se daba en América Latina; todo el capítulo tiene como trasfondo el patronato heredado de España y que era, en general, reivindicado por las nuevas republicas. incluso las gobernadas por regímenes anticlericales.

Pastoral Sacramental

La obra del Concilio abarca todas las cuestiones esenciales relativas a la misión de la Iglesia. Algunos títulos son particularmente significativos para identificar la orientación pastoral de las decisiones promulgadas, y para calcular los saludables efectos prácticos que tal obra habría de procurar. Comencemos por el desarrollo dedicado a los sacramentos (Título V). Las exhortaciones dirigidas a los sacerdotes, que en la administraci6n de los mismos representan personalmente a Cristo (Christi personam gerunt, art. 476) están llenas de sentido pastoral y discreción: se les recomienda como preparación espiritual inmediata un rato de oración para meditar sobre la función sagrada que se va a desempeñar, o al menos elevar el coraz6n a Dios para pedir el auxilio de su gracia; se recuerda que la gratuidad del don sacramental no ha de verse empañada por la avaricia del ministro; se les solicita proceder con suma prudencia en la denegación de los sacramentos a los indignos.

Véase lo que dice sobre este último asunto el artículo 483: «... en los casos más difíciles y públicos, pídase la decisión del propio Obispo. Cuando la necesidad sea urgente, y la duda continuare, habrá que abstenerse de la publica denegación. Los párrocos y demás sacerdotes a quienes compete, exhorten con cristiana caridad y suma paciencia a los que se acercan indignamente a los Sacramentos, a que procuren tener las disposiciones necesarias y remover los impedimentos». La misma ponderación se revela en el caso del bautismo de los hijos de infieles (art. 493): «... para que los niños hijos de estos no se bauticen, por celo indiscreto de los sacerdotes, contra lo que manda la Iglesia»; y en la preocupación por la salvación de la prole encerrada en el seno materno cuando muere una mujer encinta, el artículo 492 manda instruir «a los médicos, parteras y demás a quienes corresponda». No aparece el concepto de iniciación cristiana y de la unidad de los tres ritos sacramentales que la componen, lo cual se advierte en el tratamiento que se otorga al bautismo de adultos y en las cautelas que dispone sobre la confirmaci6n de neófitos, moribundos y bautizados «in articulo mortis».

Varios años antes de las decisiones de San Pio X sobre la comunión frecuente o cotidiana y sobre la primera comunión de los niños, el Concilio Plenario fomenta la comuni6n de los fieles en cada Misa a la que asistan, aun señalando que no hay regla fija acerca de la frecuencia y remitiendo la decisión a la disposición de cada uno y a la permisión de los confesores, según la opinión de «autores aprobados».

Con respecto a la práctica sacramental de los niños, se recomienda la confesión «saepius per annum» de los que han llegado al uso de razón, que serán admitidos a la primera comunión «convenienti tempore»; la edad pueden fijarla el padre y el confesor, examinando si el niño tiene «algún conocimiento de este admirable Sacramento y deseos de recibirlo» (528). No se habla de un ciclo institucional de catequesis, pero entre la primera confesión y la primera comunión se dispone: «enséñenles con empeño la virtud y dignidad de la Santísima Eucaristía».

En los artículos 532-534 se censura con énfasis la reticencia de los sacerdotes a llevar la comunión a los enfermos y la vituperable costumbre de administrar solo la Penitencia y la Unción rehusando el Viático. Más adelante ofrece el texto otra interesante observaci6n: se considera un gravísimo pecado esperar, para dar la Extremaunción, el momento en que el enfermo, «perdida toda esperanza de alivio, empieza a quedarse sin vida y sin sentidos»; esta actitud impide el pleno fruto espiritual del sacramento y frustra su influjo saludable en el orden físico, que no es un efecto milagroso sino, bien que sobrenatural, en cierto modo ordinario, de ayuda a las causas naturales (564).

El extenso capítulo sobre la Penitencia contiene recomendaciones de fino talante pastoral y pone de manifiesto la estimaci6n que se tenía del ministerio del perdón. Valgan como ejemplo los artículos 552 y siguientes, especialmente el 554, que dice: «Sea cual fuere la disposición del que se acerca al ministro de la Penitencia, de lo que éste debe guardarse es de que, por su culpa, se retire el penitente desconfiando de la bondad divina, o con prevenciones contra el Sacramento de reconciliación. Por lo cual, si por justa causa hay que diferir la absolución, es necesario que con las palabras más tiernas y corteses, persuada al penitente que es necesario, y que tanto su propio deber como la salvación de aquél, lo exigen absolutamente; y que lo exhorte amorosamente a volver cuanto antes, para que, cumplido fielmente lo que se le ha mandado, y rotos los lazos del pecado, pueda gustar las dulzuras de la gracia celeste».[9]

Análoga actitud se encuentra en los artículos referidos al Matrimonio, que cierran este título sobre el orden sacramental. El contexto social y cultural de aquellos años, en que se imponía una legislación civil del matrimonio induce a los obispos a recomendar la instrucci6n prudente y exacta de los fieles sobre los principios del matrimonio cristiano. Junto a las cautelas jurídicas, llaman la atenci6n las delicadas observaciones acerca del noviazgo (art. 593: «recuerden los párrocos a los fieles que son hijos de santos...» y sobre el trato personal del sacerdote con los contrayentes para asegurar la libertad canónica y la preparaci6n espiritual (art. 590: debe hablar con ellos «seorsim, caute, et, ut dicitur, ad aures»).

Las enseñanzas e indicaciones sobre el Orden Sagrado continúan en el Titulo VII, dedicado a la formación del clero. Se busca fomentar en los niños el germen de la vocaci6n (607). El esquema educativo previsto comienza con la formación humanística en el Seminario Menor. Vale la pena recoger algunos detalles que recuerdan un campo hoy bastante descuidado: el latín es considerado «la puerta casi indispensable de las ciencias eclesiásticas», por lo tanto hay que poner especial cuidado en que todos lo aprendan bien (617); al griego se le atribuye «gran utilidad, sobre todo para la inteligencia de los Libros Santos»; corresponde, pues, hacer todos los esfuerzos posibles para que no falte su estudio en los programas (618); en cuanto a la lengua patria, los alumnos deben llegar a hablarla y escribirla con propiedad y elegancia, y se sugiere como conveniente adquirir nociones de las lenguas de los indígenas de cada comarca (619).

Esta inquietud misionera parece bien arraigada, ya que se prescribe luego un estudio más intenso de los idiomas aborígenes en el Seminario Mayor (627). En cuanto a la retórica, habría que cultivar un género de elocuencia que «sin ser inculto es claro y sencillo, y sin ser inflado y ampuloso es sublime y digno» (620). Como no podía ser de otra manera, el articulo 616 recuerda que más importante que los estudios literarios y científicos es la formaci6n religiosa y espiritual. Otro dato puede resultarnos de interés: los Seminarios Menores no han de ser gymnasia mixta, es decir, colegios «plurivocacionales», como se los llama actualmente (612).

Pero si se admiten alumnos externos, hay que elegir principalmente a los hijos de los pobres (615); ya antes el Concilio había exhortado a los párrocos a que «con caridad paterna acojan, enseñen las letras, instruyan, inicien en la vida clerical y ocupen en el servicio del altar, a todos los niños que puedan, sobre todo si son pobres, de buen carácter, y dan esperanzas de ser buenos sacerdotes si llegan a ordenarse » (581). Sobre los Seminarios Mayores, digamos simplemente que los Padres del Concilio Plenario proporcionan, en compendio, normas para la distribución horaria y la ratio studiorum (624-629) y se supone que cada diócesis tiene el suyo propio, o debe fundarlo.

El Clero y su Formación

A los sacerdotes se les dedica el Titulo VIII: «De la vida y honestidad de los clérigos». Los aspectos más propiamente disciplinares tienen como referencia lejana los capítulos de reforma del Concilio Tridentino y la preocupaci6n de la Iglesia se justifica doblemente: ella aspira, en efecto, a «la santidad de aquellos que son los más nobles de sus hijos y no quiere que, mientras predican a los demás, ellos mismos incurran en la eterna reprobación»; además, «la vida de los clérigos es el espejo de los seglares, que en ellos tienen puestos los ojos» (643).

Las recomendaciones inculcan sobriedad y discreción en el trato social, reiteran la prohibición de la asistencia a espectáculos, de la caza, los juegos y el ejercicio del comercio y de oficios que son propios de los seglares, las lecturas malas o peligrosas. Hay serias advertencias sobre la custodia del celibato, y en relación con el tema, sobre el trato con el sexo femenino, la presencia de mujeres en la parroquia y su injerencia en las cosas pertenecientes al ministerio. El articulo 646 contiene una sentenciosa observación digna de ser anotada: «Se acabó la autoridad de un cura, cuando los fieles juzgan que depende de los caprichos de una mujer».

A propósito del amor al dinero y la avaricia encontramos otra perla: «Sepan que no están inmunes del reproche de inmisericordes los que anteponen sus necesidades futuras, y por consiguiente imaginarias, a las urgencias presentes de los miembros de Cristo» (653). También se exhorta a los sacerdotes a abstenerse prudentemente de cuestiones políticas y civiles sobre las cuales pueden tener los católicos opiniones diversas y a evitar los partidismos, y se expresa el motivo: «no sea que nuestra Santa Religión, que debe ser superior a todos los intereses humanos, y unir los ánimos de todos los ciudadanos con el vínculo de la caridad y benevolencia, parezca que falta a su misión y se haga sospechoso su saludable ministerio» (656).

Los obispos se preocupan afectuosamente de los sacerdotes ancianos o enfermos, y esbozan los primeros elementos de lo que se desarrollara y organizará luego como "previsión del clero" (636ss.). En los capítulos finales de esta sección, el texto conciliar ofrece una bella síntesis de espiritualidad sacerdotal; recomienda insistentemente los ejercicios espirituales y la actualizaci6n doctrinal y pastoral por medio de las «conferencias teológico - litúrgicas»; los pastores diocesanos deberán organizar este proyecto de formación permanente determinando estatutos y métodos.

Según el articulo 617, la fraternidad presbiteral debe inspirar tales encuentros: «Reúnanse todos los sacerdotes, y pórtense de tal suerte, que su santa concordia les permita ayudarse con sus mutuos pareceres, y el pueblo, al ver tanta caridad, conciba mayor estimación a la clase sacerdotal, y con mayor docilidad escuche sus exhortaciones y advertencias». Tanta importancia se asigna a esta iniciativa que, a los que en razón de la distancia o por otras razones no puedan asistir, el obispo deberá proponerles por escrito cuestiones de teología moral o de liturgia para que las estudien y envíen sus respuestas (672).

La Transmisión de la Verdad

Para concluir este rápido estudio de los documentos conciliares, selecciono con preferencia a temas más particulares, tres áreas en las que se puede apreciar mejor las preocupaciones y el empeño pastoral de los miembros de aquella asamblea latinoamericana. Son los Títulos IX, X y XI, que tratan, respectivamente, de la educación católica de la juventud, de la doctrina cristiana (hoy diríamos: de la catequesis o de la comunicación de la fe) y «del celo por el bien de las almas y de la caridad cristiana». Este último tema pertenece al ámbito pastoral en sentido estricto, en cuanto diverso del culto y de la enseñanza, si nos atenemos a la enumeración de lo que solemos hacer actualmente.

Las consideraciones consagradas a la educación en el Titulo IX, ref1ejan lo que por entonces sucedía en los países latinoamericanos, en los que se imponían legislaciones laicistas destinadas a excluir a la Iglesia de la conducción de las escuelas y a eliminar cualquier influjo suyo en el ámbito de la educación. Estos hechos configuraban un plan cuyo objetivo era borrar la identidad católica de nuestros pueblos; las minorías "ilustradas" que conducían este proceso no vacilaron en importar maestros masones y protestantes en varias de las jóvenes repúblicas. No puede extrañar entonces que los obispos reivindiquen el derecho de la Iglesia respecto de la educaci6n cristiana de la juventud, fundado en la autoridad de Cristo.

Este derecho exhibe una doble vertiente: por una parte, la autoridad e independencia para erigir escuelas propias; por otra, la capacidad de «exigir que en todas las escuelas, así públicas como privadas, la formación y educación de la juventud católica esté bajo su jurisdicci6n, y que en ningún ramo de enseñanza se enseñe cosa alguna que sea contraria a la religión católica y a la sana moral» (674). Las circunstancias tornaban prácticamente imposible el cumplimiento de esta exigencia. El Concilio transcribe proposiciones condenadas del Syllabus sobre el monopolio estatal, que con sus imposiciones ideológicas de inspiraci6n laicista y, en definitiva, antirreligiosa, desconoce la autoridad educativa de la Iglesia y de los padres de familia (675).

La preocupación y la diligencia de la Asamblea recae especialmente sobre la educación elemental: los artículos 673 a 685 se dedican a las escuelas primarias. Se propone establecer escuelas católicas, en cuanto sea posible, en cada parroquia, para así hacer frente al indiferentismo religioso y a la corrupción de costumbres. Es ésta una opción pastoral de máximo valor, que se puso en práctica parcial y tardíamente, pero constituye un precioso fundamento para afirmar la vocación popular de la escuela católica. En efecto, el deseo de los obispos es que todos los niños puedan acceder a ellas. A los padres de familia se les conjura solemnemente (omni qua valemos auctoritate, non solum hortamur, sed inbemus) a alejar a sus hijos de las escuelas «en que se excluye la autoridad de la Iglesia y el influjo saludable de nuestra religión» (677), y se les exhorta a enviarlos a las parroquiales.

Pero para que esta prescripción pueda ser observada, se manda a todos los párrocos que funden escuelas verdaderamente católicas donde no las haya (678). Como previendo una de las principales dificultades, el Concilio solicita, con graves admoniciones, la ayuda pecuniaria de los fieles. También manifiesta la necesidad de que las escuelas católicas sean ejemplares; para ello ha de brindárseles especial atención y cuidado (681, 682, 685). Se advierte, además, que es imprescindible contar con maestros capaces y dignos; corresponde, pues, proveer a su formaci6n estableciendo escuelas normales y confiándolas a la conducción de congregaciones religiosas dedicadas a las cuestiones educativas. Se les atribuye una importancia análoga a la de los seminarios. Los maestros reciben un bello elogio en el artículo 682: «Ellos son eficaces cooperadores de la Iglesia y de los padres de familia en procurar la salvaci6n de las almas; y de su actividad y trabajo dependen en gran parte el bienestar de la posteridad y la salvación de las almas y del Estado».

Sobre las escuelas secundarias, el Concilio Plenario ofrece algunas advertencias y preceptos en los números 686-691. Se exhorta a los padres que se ven en la necesidad de enviar a sus hijos a las escuelas no católicas, que los protejan de los peligros contra la fe y las buenas costumbres. A los fieles favorecidos con bienes de fortuna se les pide contribuyan generosamente a la función y mejora de colegios de segunda enseñanza; no queda claro a cuáles se refiere, aunque puede suponerse que se trata de establecimientos propios de la Iglesia. Otra advertencia va dirigida a los católicos que llegan a ocupar altos cargos de gobierno, para que procuren que las leyes civiles no se opongan a la libertad de la Iglesia en asuntos de educación, ni vulneren la conciencia de los fieles.

Razonables miramientos se aconsejan para la transmisi6n de la doctrina católica sobre la fe y la moral, y llama la atención el exigente programa de vida que se propone a los estudiantes: misa diaria, frecuente confesión y comunión, práctica periódica de los ejercicios espirituales e integración en asociaciones o cofradías. Se compromete a los rectores y profesores en la búsqueda de la excelencia: «que con todas sus fuerzas se empeñen para que prueben con los felices resultados, que los institutos católicos sobrepujan a los demás en las letras, las artes y las ciencias» (691).

Se aprueba el creciente acceso de la juventud femenina a la educaci6n superior, con algunas cautelas: que las niñas asistan a escuelas fundadas por señoras católicas o por monjas, y se prohíbe terminantemente que frecuenten establecimientos « en que se educan promiscuamente con niñas no católicas». La enseñanza mixta (varones y mujeres) es considerada una «atroz aberración» (summus abusus). Las universidades son identificadas como «insignes mansiones de las ciencias » (693). Se recuerda su origen y su parentesco con la Iglesia; los profesores han de «resplandecer por su amor a la verdad y esforzarse por defender e ilustrar la fe católica con argumentos invencibles». Para los estudiantes se postula que «mientras aspiran a los supremos grados académicos, reciban al mismo tiempo el ultimo complemento de la educación cristiana».

Pero el drama de la separación entre la universidad y la Iglesia era ya una triste realidad. Aunque el Concilio no arriesga declaraciones al respecto, se expresa la intención de abrir un nuevo camino: «sería de desearse que cada república o comarca de la América Latina tuviera su Universidad verdaderamente católica» (696), aunque este fin no pueda lograrse inmediatamente en todas partes. Una prudente observación: «en balde se erigirán universidades, si no hay a la mano competentes profesores y buenos discípulos».

Se aspira al cumplimiento de los Concordatos entre los Estados y la Sede Apostólica en lo que respecta al régimen de las universidades, aunque esta legitima pretensión no tenia, en aquellos años, muchas posibilidades de hacerse efectiva. Quizá porque los obispos tenían conciencia de esta situación, recomiendan: «Entretanto, conviene que los varones doctos en las diversas ciencias, se adunen en asociaciones libres, y con folletos, libros, periódicos y congresos científicos, con la doctrina de varones eminentes y el arreglo y aumento de bibliotecas y archivos, preparen mejores tiempos para la Iglesia y la sociedad » (ibíd.). Así lo hicieron muchos grupos de laicos esclarecidos que protagonizaron un renacimiento de la inteligencia católica en América en los decenios siguientes.

En el capítulo del Titulo X, asignado a la predicación, se insiste en que la Palabra de Dios debe llegar a todos, incluso a los campesinos que viven en pueblos remotos, para quienes el obispo debe disponer algún auxilio religioso, designando personas competentes que los reúnan, lean para ellos y les hagan repetir el catecismo y las oraciones. Abundan las recomendaciones a los predicadores, por ejemplo: «nunca suban al pulpito sin haberse preparado con tiempo, de suerte que procedan con orden y método y de un modo acomodado al auditorio, eviten cuestiones ligeras e inútiles, y con solida explicación de la verdad puedan excitar al bien y apartar del mal» (art. 700), y valiosas observaciones sobre «los defectos que hay que evitar y los abusos que hay que corregir» (704). Para las misiones y retiros se encarga que «haciendo a un lado todo humano respeto, prediquen un sermón especial sobre la existencia, eternidad y severidad de las penas del infierno, sirviéndose de las palabras de la Sagrada Escritura, de las sentencias de los Santos Padres y de la razón Teológica» (705).

Se brindan luego indicaciones precisas sobre el modo como encarar la catequesis, con el propósito de que nadie quede en la ignorancia de lo que es necesario saber (710 ss.). Los Padres consideran inconveniente la multiplicación de textos, y mandan que «en el término de cinco años, en cada Republica, o al menos en cada provincia eclesiástica, de común acuerdo de los obispos, se compile un solo catecismo, excluyendo todos los demás, juntamente con un breve sumario de las cosas más necesarias que tienen que saber los niños y los rudos» (705).

Hay que promover las misiones populares y los ejercicios espirituales. En los artículos 716-717 hay una nota crítica sobre los libros de oraciones, que «se han multiplicado casi hasta el infinito»; se observa al respecto que «entre ellos circulan a menudo algunos que, compuestos por autores poco versados en la materia, distan mucho de la verdadera y saludable norma de orar que la Iglesia propone ». Quizá hoy en día podríamos expresar nosotros una cautela semejante sobre los libros de espiritualidad, teniendo en cuenta que «el afán de leer ha crecido universalmente hasta el exceso», el Concilio reclama impedir la difusión de publicaciones dañinas y fomentar las buenas.

En esta expresión se desliza una crítica a la «filosofía de las luces », que había mitificado al libro como arma privilegiada del progreso. Pero la postura adoptada no es puramente negativa, ya que exhorta a los seglares católicos a componer obras breves de edificación, recomienda la creación de bibliotecas en las parroquias, y sugiere la posibilidad de constituir asociaciones populares a las que puedan concurrir los fieles, sobre todo los obreros, para leer e instruirse (718-722). Alienta también al periodismo católico, tarea en la que deben empeñarse sacerdotes y laicos preparados, ante la necesidad de defender la fe contra los errores que se difunden (723 ss).

Presenta incluso como muy deseable que todos los obispos tengan, en cada ciudad principal de su diócesis, «un periódico católico, aunque sea sin ese nombre». Se dedica un largo capitulo a los escritores católicos, a quienes se encomienda trabajar en favor de la religión bajo la guía del magisterio de la Iglesia, y se les indican «algunas reglas para su recto desempeño» (731-741). Estas reglas constituyen un decálogo que puede resultar interesante conocer, como un dato particular de la pastoral de los mass-media a fines del siglo XIX. A través de una reiterada invitación al discernimiento, se descubre la complejidad de la situación en la que los apologistas católicos debían desempeñar su labor. Se les recomienda:

1) Conciencia pura, recta intención y sincera plegaria para obtener la luz de Dios;

2) Estudiar profundamente los temas que han de abordar;

3) Distinguir con esmero lo que corresponde indagar racionalmente de lo que es dogma de fe, advirtiendo que no puede haber oposici6n entre fe y raz6n;

4) En lo que se relaciona con la fe y la moral, seguir en todo la doctrina definida por el Magisterio o enseñada por los Santos Padres; 5) Distinguir las cuestiones políticas de las religiosas, para no introducir facciones en la Iglesia;

6) No separar política y religión, como si aquella no tuviese nada que ver con ésta, sino apreciar el saludable influjo que la religión ha de ejercer sobre la vida pública;

7) En cuanto a las relaciones Iglesia-Estado, no anticiparse al juicio de los pastores;

8) Evitar con prudencia lo que pueda agraviar a los adversarios o perturbar la paz social, y defender la doctrina y los derechos de la Iglesia con sólidos argumentos, pero sin acritud;

9) Trabajar unidos entre sí por la caridad, y luchar por la Iglesia con valor, concordia y orden;

10) Tener el propósito común de defender la religión y la patria, y seguir las exhortaciones de la Santa Sede.

Renovación de la Vida Cristiana

El Titulo XI comienza describiendo patéticamente los vicios sociales más extendidos. «Lloramos la perdición de muchos...» dicen los Padres; la preocupación por la salvación de todos inspira exhortaciones vehementes a los párrocos, predicadores y confesores, para que procuren con prudencia y paciencia la conversión de quienes viven en el pecado. Se advierte en los textos una conciencia clara de la gravedad del pecado y del desquicio social que éste origina. El diagnóstico que proporcionan los obispos identifica como causa de la lacras denunciadas al «espíritu de desobediencia» y al «desenfrenado deseo de goces temporales» (art. 748).

Se trata de una especie de anarquismo moral que lleva al abandono de la religión, «ni respeta ley, ni obedece a autoridad alguna, ni se sujeta a nadie, y quiere únicamente servir a si propio, es decir a la naturaleza corrompida»; la soberbia y la ambición desencadenan «horrendos crímenes contra la justicia». Cuatro artículos (749- 752) se dedican a la usura, vicio que «ha contaminado a muchos aun de aquellos que quieren tener fama de honrados y respetables ciudadanos». Con una declaración solemne, el Concilio sujeta a restitución los intereses mal adquiridos, e impone esta condición a los culpables y a sus herederos. En general, no se permite el préstamo a interés.

El numero 750 dice: «Nada, pues, puede recibirse en un préstamo, por razón del préstamo mismo, además del capital». (Nihil igitur in mutuo vi mutui accipi potest ultra sortem principalem). Se exhorta a socorrer al prójimo necesitado «con un préstamo sencillo sin interés alguno»; se admite exigir una justa compensación si del préstamo se sigue algún perjuicio del que presta, o si deja de ganar y se demora mucho en recobrar el capital. No se ha de inquietar a quienes perciben el interés permitido por la ley civil, mientras la Santa Sede no dé una resolución definitiva. Todas estas enseñanzas y disposiciones aluden a una situación social caracterizada por fuertes desigualdades e injusticias, con vigencia tanto en Europa como en América.

El Concilio destaca la dimensión moral del problema, y se pronuncia con conocimiento de causa. Véase, por ejemplo, el artículo 752: «Aunque en nuestros días hay tantos modos de colocar el dinero con seguridad y ganancia, que casi no puede darse el caso de que esté el dinero inútil, y no pueda tomarse en consideración el lucro cesante o el daño emergente, con todo, el pecado de la usura de ninguna manera se ha desterrado de nuestra sociedad. Por el contrario, tenemos que lamentar el hecho de que por todas partes merodea y se ensaña, ya ahorcando a los pobres y verdaderamente necesitados, ya haciendo que unos pocos, con la injusticia y el fraude acumulen enormes ganancias». Actualmente el tema de la usura ha cobrado nuevo interés; es objeto de estudio en congresos y seminarios en los que se examina la aplicación de la doctrina tradicional de los moralistas católicos a los problemas actuales de corrupción económica y de la deuda internacional.

Sigue una lista de vicios sobre los cuales se formulan consideraciones pastorales: el juego inmoderado, la embriaguez, la lujuria, el concubinato y el adulterio. Son censurados los padres que no educan a sus hijos en la castidad ni los protegen contra los peligros que amenazan a esta virtud. Se afirma también que, como consecuencia del abandono de los deberes religiosos y de la corrupción de costumbres, se multiplican suicidios, duelos y homicidios.

Otro capítulo se refiere al orden social, aunque el rótulo «De varia personarum conditione» no sea muy explícito, se auspicia aquí la unión de la potestad civil y la eclesiástica en cada nación, y la de las naciones latinoamericanas entre sí, basada en la unidad de la fe y en el filial amor a la Iglesia Católica. Vale la pena citar íntegramente el artículo 763: «Los Arzobispos y Obispos congregados en Roma en este Concilio Plenario, felicitan a los Presidentes de las Repúblicas de la América del Sur (el texto latino dice Americae Nostrae Launaet), porque mirando al decoro de la religión y de la patria, han favorecido abiertamente su viaje a esta Eterna Ciudad. Con tan feliz y fausto comienzo, auguran para sí y para todas las Naciones Latinoamericanas una estrecha unión, no sólo de la potestad civil y la eclesiástica en cada una, sino de las mismas naciones entre sí, conservando cada cual incólume su independencia política y su libertad cristiana, para que permanezcan siempre intactas las constituciones (instituta) civiles y religiosas de toda América Latina, que estriban en su filial amor a la Iglesia católica y en la unidad de la fe católica, fuente de la verdadera prosperidad de las naciones».

En estas expresiones despunta una conciencia de unidad continental y de independencia fundada en la fe común, la que ira perfilándose decisivamente con el tiempo. Como no confrontarlas con la conocida sentencia del presidente norteamericano Theodore Roosevelt, pronunciada pocos años después: «La absorción de la América Latina (por los Estados Unidos, se entiende) será muy difícil, mientras estos países permanezcan católicos».

El orden social supone una disciplina de inspiración religiosa, basada en la justicia y la caridad; se aplica este esquema a la relación entre patrones y obreros, con referencia al magisterio de León XIII, concretamente, a la encíclica Rerum Novarum. El Concilio extiende su solicitud pastoral a los inmigrantes que llegan a América, y sugiere crear instituciones que los asistan para que no resulten victimas de engaños y abusos; la fe tiene que ser el vínculo de su integración a las sociedades que los reciben (767). Se recomienda también la erección de Círculos Católicos de Obreros como instrumentos para el acompañamiento y la formación de la clase trabajadora, con lo que se espera evitar que sus miembros sean arrastrados al socialismo y a la pérdida de la fe (769).

La inquietud misionera del Episcopado queda subrayada en varios capítulos de los documentos conciliares. En el Titulo que venimos comentando hay una nueva exhortación, y muy vehemente, a empeñarse en la evangelización de los indios que aún no han recibido la gracia de la fe. Se insiste en la obligación, para los misioneros, de conocer las lenguas tribales; en el artículo 772 se discurre extensamente sobre este punto, y se aplica al caso lo que San Pablo dice en 1 Cor. 14, 9: «Si la lengua que habláis no es inteligible, ¿cómo se sabrá lo que decís? No hablaréis sino al aire».

Un largo capitulo está dedicado a las asociaciones de fieles, sobre las cuales se establecen disposiciones precisas. Se trata de cofradías o hermandades piadosas: cuatro de ellas pueden erigirse en toda parroquia: las del Santísimo Sacramento, de la Doctrina Cristiana, del Sagrado Corazón de Jesús y las Hijas de María. Se recomiendan, además, las cofradías de la Inmaculada Concepción y de los Siete Dolores de la Santísima Virgen, el Apostolado de la Oración, las Conferencias de San Vicente de Paúl, las Obras de la Propagación de la Fe, de la Santa Infancia y de las Escuelas de Oriente, así como las hermandades a favor de las ánimas del Purgatorio.

La Tercera Orden Franciscana recibe una recomendación especial, ya que como las otras órdenes terceras, al participar en cierto modo de la vida religiosa, tiene precedencia sobre todas las cofradías. Merecen finalmente una palabra de aliento las instituciones de caridad: hospicios y hospitales «para albergar, ayudar o educar a los pobres, peregrinos y enfermos, y a los niños o ancianos abandonados o reducidos a la indigencia» (790).

La investigaci6n histórica sobre los últimos cien años de evangelización en América Latina ha constatado la renovación de la Iglesia, el aumento de su prestigio e influjo en la sociedad, que se verificó en las primeras décadas del siglo XX en la mayor parte de las repúblicas latinoamericanas. Este cambio favorable está relacionado con un agotamiento del anticlericalismo que reinó a fines del siglo XIX y con una reacción antipositivista y espiritualista que acercó a muchos intelectuales a la Iglesia, al persuadirse de que los valores humanos más altos han de apoyarse en una cosmovisión teológica y en una realidad sobrenatural.

Ese resurgimiento católico fue posible gracias a la obra de afirmación doctrinal y de organización disciplinar del Concilio Latinoamericano, que puso en tensión las fuerzas vivas de la Iglesia y renovó su impulso pastoral y misionero. Aquella asamblea fue también el inicio de un camino común de las Iglesias particulares del Continente, que fueron cobrando, progresivamente, conciencia de su identidad peculiar y del aporte que están llamadas a ofrecer a la totalidad católica. No nos faltan, pues, razones para celebrar con memoria agradecida la realización del Concilio de 1899.

Notas

  1. CORREA LEÒN, PABLO: El Concilio Plenario Latinoamericano de 1899 y la Conferencia Episcopal Latinoamericana de 1955, en Suplemento del Boletín Informativo del Secretariado General. Bogotá, s.t., p. 23.
  2. Actas y decretos del Concilio Plenario de la América Latina.Traducción oficial. Roma, Tipografia Vaticana, 1906 (Edición bilingue).
  3. Cf. BOTERO RESTREPO JUAN, El CELAM, Apuntes para una crónica de sus 25 años. Medellín, 1982, pp. 6-7.
  4. CARDENAS, EDUARDO, S.I.: La Iglesia latinoamericana en la hora de la creación del CELAM, en CELAM. Elementos para su historia 1955-1980, Bogotá 1982, p. 28.
  5. Cf. COLLANTES, JUSTO: La cara oculta del Vaticano 1. La actualidad de un Concilio olvidado. Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1970, p. 119 ss.
  6. Cf. CORREA LEÓN, Pablo, op. cit. p. 25.
  7. Op. cit. p. 10.
  8. Las citas internas del articulo pertenecen a la Constitución «Iustitiae et pacis» de Benedicto XIV.
  9. Decreto Sacra Tridentina Synodus, de la S. Congregaci6n del Concilio, 20.12.1905. Decreto Quam sinsulart, de la Congregación de Sacramentos, 8.8.1910.


MONS. HÉCTOR RUBÉN AGUER