CONFESIÓN; Rituales prehispánicos

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Sacramento de la penitencia y mundo indígena

Desde que comenzó la predicación del Evangelio en el recién conquistado «im-perio azteca», los misioneros iniciaron un diálogo con las culturas indígenas, con objeto de conocer mejor a los destinatarios de la evangelización.[1]

Dentro de la pastoral cristiana y la evangelización, los sacramentos, claro está, ocuparon un papel principal. En estas líneas veremos las consecuencias que tuvie-ron los ritos penitenciales prehispánicos en la pastoral del sacramento de la confe-sión. Describiremos esos ritos penitenciales que tenían las religiones prehispánicas a partir de la información que nos transmiten los cronistas.[2]

Si la cuestión es interesante desde un punto de vista histórico, hoy reviste una importancia capital, pues nos sitúa en el ámbito del diálogo interreligioso y del proceso de inculturación, y nos parece que existen ciertas analogías, que pueden servir como puntos de referencia.

Los datos que aportan los cronistas

Es bien sabido que la mayoría de los conocimientos que nos han llegado de la religiosidad mexicana prehispánica provienen de los escritos de los mismos evan-gelizadores.[3]En concreto, son diversos los misioneros que nos hablan de la exis-tencia de estos ritos confesionales del tiempo de la gentilidad.[4]

Francisco de Bobadilla († ca 1538)

La primera noticia que hemos encontrado acerca de estos ritos nos la proporciona el mercedario Francisco de Bobadilla († ca 1538).[5]En 1528 realizó una «Infor-mación acerca de las creencias, ritos y ceremonias de los indios de Nicaragua».[6]La información está redactada en forma de diálogo entre un fraile (F) y un indí-gena (Y). Veamos el interesante párrafo dedicado a ciertos ritos confesionales:

“F. Cuando alguno de vosotros hace alguna cosa mal hecha ¿decíslo a los pa-dres de vuestros templos, o pedís perdón a vuestros teotes [dioses], arrepintién-doos y pesándoos de ello?

Y. Decímoslo a los viejos más antiguos y no a los padres; y como lo hemos dicho, andamos descansados y con placer de se lo haber dicho, como si no lo hubiése-mos hecho. Y los viejos nos dicen: «Anda, iros y no lo hagáis otra vez». Y hacé-moslo así, porque lo tenemos por bueno, y porque no nos muramos y nos venga otro mal, y porque pensamos que quedamos libres de lo que hicimos.

F. ¿Eso se lo decís público o en secreto a los viejos, y a cuántos viejos se lo de-cís?

Y. A uno sólo y en secreto y no delante de nadie, y estando en pie, y este viejo no lo puede descubrir a nadie, sino tenerlo en secreto en su corazón.

F. ¿Qué pecados y males son esos que le decís a ese viejo?

Y. Decímosle cuándo hemos quebrantado aquellas fiestas que tenemos y no las hemos guardado, o si decimos mal de nuestros dioses, cuando no llueve, y si de-cimos que no son buenos; y los viejos nos echan pena para el templo.

F. ¿Qué pena os echan, o cómo la cumplís?

Y. Mándanos que llevemos leña, con que se alumbre el templo o que le barramos, y cumplimos esa penitencia sin falta alguna.

F. ¿Esa confesión hacéisla delante de cualquier viejo?

Y. No, sino a uno que está diputado para esto y trae por señal al cuello una cala-baza; y muerto aquél, nos juntamos a cabildo y hacemos otro, el que nos parece más bueno, y así van sucediéndole, y es mucha dignidad entre nosotros tal oficio. Y este viejo no ha de ser hombre casado, ni está en el templo ni en casa de ora-ción alguna, sino en su casa propia.

F. ¿Qué nombre tiene ese vuestro confesor de la calabaza?

Y. El que se tenía primero antes de que tal oficio tuviese.

F. Después de que habéis hecho estos errores ¿qué tanto tardáis en los ir a decir a ese viejo?

Y. Luego desde a poco, ese día o el siguiente; pero no se dicen hasta el que yerra es de edad que llega a mujer, y no antes, porque son muchachos.”[7]

La extensa cita presenta, concentrados, muchos datos, narrados directamente por un indígena, aunque resulta evidente que términos como «penitencia» o «ca-bildo» son transposiciones del cronista.

Son muy diversos los rasgos que destacan. Indirectamente, es claro el sentido religioso de la acusación de las faltas: los pecados que se enumeran son de tipo religioso (no guardar las fiestas, hablar mal de los dioses), y por las penitencias (servicios en el templo). Los que reciben las acusaciones son viejos, no los padres, con un distintivo externo (la calabaza) y han sido elegidos por su bondad y su condición de no casados.

Son personas que exhortan a no reincidir en los pecados e imponen adecuadas penitencias. Se afirma expresamente que deben guardar en secreto las informa-ciones que conozcan por esta vía. Muy interesante resulta la explicación del por-qué de esas confesiones: para librarse de los efectos (muerte y otros perjuicios) de las malas acciones. De ahí que tras confesarlos, quedan salvos y cumplen la peni-tencia con gusto. Se detalla significativamente que desde que hay capacidad de engendrar, ya co-mienzan a practicar estas confesiones. Tal y como se nos dice en esta informa-ción, parece que estas confesiones prehispánicas eran algo muy común y saluda-ble en los naturales de Nicaragua. Las similitudes externas con la confesión cris-tiana son admirables.

Bartolomé de las Casas (1474-1566)

Uno de los autores que más datos nos ofrece, es el dominico Bartolomé de las Casas, autor de la «Apologética historia sumaria», obra escrita entre 1555 y 1559.[8]Refiriéndose en general a Nueva España, alude a una forma de confesión que practicaban los naturales dos veces al año, en temporadas de especiales peni-tencias:

“cada uno se apartaba en un rincón de su casa y ponía las manos a manera de quien mucho se acuita (se aflije), a veces torciéndoselas, otras, encasando los dedos unos con otros, llorando, y los que no podían derramar lágrimas, gimiendo y acuitándose; otros se iban a los montes, otros a las fuentes, otros a los ríos, otros a los templos, donde cada uno por sí confesaba sus yerros y pecados a sus dioses, con tanta compunción y arrepentimiento que verlos era cosa bien digna de consideración”.[9]

Esto es, se trata de confesiones, pero no vocales en el sentido de que las hacían de palabra a un hombre, sino que las manifestaban directamente a sus dioses, en un contexto de fuerte religiosidad y arrepentimiento por las faltas cometidas. Fray Bartolomé, en otro capítulo, además de la confesión de pecados, nos des-cribe la virtud del arrepentimiento que practicaban los indios con ocasión de al-gún peligro:

“Cuando quiera que caminando se veían en algún peligro, luego producían de sí actos de compunción y contrición de sus pecados; allí decían sus pecados y se llamaban pecadores, hiriéndose en los pechos y fregándose las caras, y acuitá-banse llamándose desventurados”.[10]

Y enseguida pone un caso bastante sorprendente: acaecía topar algún tigre, con-fesaban: “tantos pecados tengo, no me mates”. Relata Las Casas que los domini-cos que llegaron a Vera Paz conocieron estas prácticas, que aún perduraban. Más adelante aborda la cuestión de la dialéctica pecado-enfermedad entre los mexi-canos. Comienza afirmando que ante la falta de salud, los aztecas recurrían al ámbito sagrado:

“Para la salud, si alguno enfermaba, lo primero que hacía era hacer sacrificios o enviar codornices o otras aves de tal o de tal color, aplicada a la enfermedad, según sus abusos, al sacerdote, para que lo ofreciese por él”.[11]

Aunque también acudían al médico, pero a la postre, se reconducían las enfer-medades al ámbito religioso:

“y si era la enfermedad liviana, poníale [el médico] algunas yerbas y otras cosas que él usaba por remedio; pero si era la enfermedad aguda y peligrosa, decíale: «Tú, algún pecado has cometido»; y tanto le importunaba y angustiaba con repe-tírselo, que le hacía confesar lo que había muchos años quizá de antes hecho, y esto era tenido por principal medicina, echar el pecado de su ánima para la salud del cuerpo”.[12]

Las Casas detalla que, tras referir el pecado al médico, éste echaba suertes para ver qué sacrificios debía ofrecer por los pecados “y era el enfermo tan obediente, que ninguna cosa le mandaba hacer sin sacrificar que no hiciese, aunque fuese dar para ello toda su hacendeja”.[13]Esto es, que eran conscientes de que el pecado llevaba consigo una posterior necesidad de purificación, que se atendía con sacrificios, los cuales no pocas veces implicaban desprenderse de ciertos bie-nes.

Fray Bartolomé aplica esta misma argumentación al caso de los hijos: los médicos y sortílegos podían decretar que una pareja no tenía descendencia a causa de sus pecados:

“llamaban a los médicos y sortílegos para que les diesen consejo qué debían ofrecer para alcanzar a tener hijos; los cuales, echadas sus suertes, respondíanles que por algún pecado suyo los dioses no les habían dado hijos; muchas veces lo confesaban, y finalmente les mandaban hacer penitencias”.[14]

Nótese que, en este texto, como en el caso de la enfermedad, la confesión de los pecados es un medio para poder desbloquear sus malos efectos: los dioses, indig-nados, les impedían tener hijos. Como en el caso anterior, los médicos señalaban penitencias adecuadas: abstenerse del uso del matrimonio, privaciones en la co-mida, en el sueño, que no se lavasen, etc., y que, terminado ese periodo peniten-cial, ofrecieran diversos sacrificios. Las Casas, a la vista de estas prácticas, se permite extraer el siguiente principio:

“No es de pasar de aquí sin considerar en cuánto aquellas gentes sin lumbre de fe tenían aquello por malo y dañoso a los hombres, que estimaban por pecado, y cuánta diligencia ponían para limpiarse de él, teniendo por cierto que los males temporales que les venían eran por los pecados” .[15]

Más adelante, el cronista dominico vuelve a ocuparse de ritos confesionales, al describir las costumbres de los indígenas de la Vera Paz, más conocidos por Las Casas a causa de la obra pastoral desarrollada en aquella región. Aparecen algu-nas significativas variantes respecto a lo expuesto anteriormente:

“Cada uno que caía malo luego se confesaba sus pecados diciéndolos al médico que lo curaba, o al sacerdote o hechicero que contaba para sus supersticiones los días [...], o los mozos se confesaban a sus padres, o la mujer a su marido, o el marido a la mujer, o a cualquiera de sus parientes”.[16]

La novedad estriba en que los familiares, no sólo los médicos y hechiceros, tam-bién podían escuchar las confesiones. A continuación se relata que estas confe-siones traían sus problemas: si una mujer confesaba que había pecado con un hombre, sin necesidad de más testigos ni pruebas, el presunto cómplice era con-denado y ahorcado.

Es decir, que tenían los verapacenses tanta fe en que por la confesión se curaban las enfermedades, que daban por cierto todo lo que se confesaba en ella y surtían efectos civiles inmediatos. Por otro lado Las Casas parece dar a entender que los de Vera Paz sólo confesaban pecados de la carne, pues sitúa estos textos al co-mentar cómo vivían estos indios el sexto precepto del decálogo.

Diego de Landa (1524-1579) y Pedro Sánchez Aguilar (1555-ca. 1639)

Fray Diego de Landa,[17]autor de la «Relación de las cosas de Yucatán»,[18]se ocupa sólo de los mayas yucatecos. Citaremos también una breve referencia a la confesión de Pedro Sánchez de Aguilar,[19]clérigo secular que sirvió en diversos beneficios de Yucatán, a finales del siglo XVI.

Al hablar de los conocimientos que debían adquirir los sacerdotes mayas, Landa nos habla de su formación en lo referente a “la administración de sus sacramen-tos”.[20]Más adelante el que fue obispo de Yucatán describe con cierta minuciosi-dad los ritos confesionales. Ante todo, y coincidiendo con lo que nos aportaba Las Casas, presenta Landa un principio básico:

“Que los yucatenses (sic) conocían que hacían mal, y porque creía que por el mal y pecado les venían las muertes, enfermedades y tormentos, tenían por costumbre confesarse cuando estaban en ellos”.[21]

Como explica Landa, las confesiones se producían sólo en casos de peligro de muerte. Y añade el dato curioso de que los amigos y parientes ayudaban al in-teresado a recordar sus pecados:

“De esta manera, cuando por enfermedad u otra cosa estaban en peligro de muerte, confesaban sus pecados y si se descuidaban traíanselos sus parientes más cercanos o amigos a la memoria”.[22]

Sánchez Aguilar corrobora este dato de Landa, pues escribiendo en 1613 acerca de las antiguas creencias de los yucatecos, afirma que los hechiceros confesaban a las mujeres en el momento del parto, además de a algunos enfermos.[23]

También afirma el franciscano, como Las Casas respecto a Vera Paz, y al contra-rio que Bobadilla para Nicaragua, que no sólo eran los sacerdotes los que es-cuchaban las acusaciones: “y así decían públicamente sus pecados al sacerdote si estaba allí, y si no, a los padres y madres, las mujeres a los maridos y los maridos a las mujeres”.[24]Landa detalla mucho los pecados que habitualmente confesaban los yucatecos:

“Los pecados de que comúnmente se acusaban eran el hurto, homicidio, de la carne y falso testimonio y con eso se creían salvos [...] Ellos confesaban sus fla-quezas salvo las que con sus esclavas, los que las tenían, habían cometido, por-que decían que era lícito usar de sus cosas como querían. Los pecados de inten-ción no confesaban, aunque teníanlos por malos, y en sus consejos y predicacio-nes aconsejaban evitarlos”.[25]

Bernardino de Sahagún (1499-1590)

Fray Bernardino de Sahagún, quien es autor de la gran obra «Historia general de las cosas de Nueva España», describe en dos momentos con mucha profusión de detalles estos ritos. En el libro primero hay un capítulo, el XII, dedicado a la dio-sa de las cosas carnales, que los mexicas llaman Tlazultéutl; el tercer nombre de la diosa era Tlaelcuani, porque los hombres y las mujeres confesaban a la diosa los pecados torpes y sucios, y se les perdonaban.

A continuación Sahagún describe todo el proceso que seguía un «penitente» para obtener el perdón de sus faltas. Ante todo, debía confesarlas al sátrapa o repre-sentante de los dioses. El proceso era el siguiente: primeramente, el penitente acudía al sátrapa, quien fijaba para un día favorable el momento del rito peniten-cial. Hasta ese día, el candidato debía proveerse de un petate nuevo, incienso y leña. Llegada la fecha fijada, el rito podía desarrollarse tanto en casa del sátrapa como en la del penitente, si éste era un principal.

Antes de nada, el candidato extendía el petate y encendía el fuego. Entonces el sátrapa hablaba al fuego, como símbolo del dios Tezcatlipoca.[26]No nos parece ocioso reproducir la oración que presenta Sahagún:

“Vos, señor, que sois el padre y la madre de los dioses, y sois el más antiguo dios, sabed que es venido aquí este vuestro vasallo, este vuestro siervo. Y viene lloran-do, viene con gran tristeza, y viene con gran dolor, y esto es porque se conoce haber errado, haber resbalado y tropezado y encontrado con algunas suciedades de pecados y con algunos graves delitos dignos de muerte, y de esto viene muy penado y fatigado. Señor nuestro, muy piadoso, pues que sois amparador y de-fensor de todos, recibid a penitencia, oíd la angustia de este vuestro siervo y vasa-llo”.[27]

Del texto citado emerge la figura del sátrapa como intercesor del penitente ante el dios. Se hace hincapié en la preparación interior del penitente, que debe acer-carse arrepentido de sus pecados. Seguidamente Sahagún hace referencia a la exhortación al sátrapa al penitente para que comience su confesión.

El penitente, entonces, jura que dirá toda la verdad y comienza su autoacusación de faltas, que dirige al sátrapa en cuanto que vicario del dios. Según Sahagún esta confesión era muy pausada:

“Dicho esto, luego comienza a decir sus pecados, por la misma orden que los hizo, con toda claridad y reposo, como quien dice un cantar muy despacio y muy pronunciado, y como quien va por un camino muy derecho, sin desviar a una parte y a otra”.[28]

Más adelante, en el libro VI, Sahagún explica que tras la acusación del penitente, el sátrapa dirigía una nueva oración a Tezcatlipoca. Tras aludir a la necesidad de confesar todos los pecados, sin dejar ninguno, se hace una bella descripción del rito y su eficacia: “es como una agua clarísima con que vos, señor, laváis las cul-pas de los que derechamente se confiesan”.[29]

La descripción continúa con las exhortaciones del sátrapa al penitente: le pide que no oculte ninguno de sus «pecados graves»: “¿Por ventura has ocultado al-guno o algunos de tus pecados graves, enormes, sucios y hediondos, los cuales ya están publicados en el cielo y en la tierra y en el infierno, y hieden hasta lo pos-tremo del mundo?”.[30]

Y le hace considerar que por sus pecados merece el infierno; que el penitente nació puro, pero que por sus yerros se ha envilecido:

“Cuando fuiste criado y enviado a este mundo, limpio y bueno fuiste creado y enviado, y tu padre y tu madre Quetzalcóatl te formó como una piedra preciosa y como una joya de oro muy resplandeciente y muy pulida. Pero por tu propia vo-luntad y albedrío te ensuciaste y te mancillaste y te revolcaste en el estiércol y en las suciedades de los pecados y maldades que cometiste y ahora has confesa-do".[31]

Obsérvese que se descarta la posibilidad de una culpa original, y se carga toda la responsabilidad en la libertad del individuo. Nuevamente, el sátrapa describe el rito “como una agua clarísima con que lava las suciedades del alma nuestro se-ñor dios, amparador y favorecedor de todos los que a él se convierten”.[32]La situación tras el rito se describe como un nuevo nacimiento, que exige la renuncia del pecado. Y para ello se exhorta a la humildad:

“Y llora y ten tristeza, y anda con humildad y con encogimiento y con cerviz baja y encorvada, orando a nuestro señor. Mira que no te ensoberbezcas dentro de ti, porque si esto hicieres desagradarás a nuestro señor.”[33]

En los textos de los libros I y VI Sahagún narra las penitencias que, tras esta ex-hortación, impone el sátrapa: si se trata de pecados graves se impone el ayuno, y el ejercicio de traspasarse la lengua y las orejas con unos mimbres llamados «tlácotl»; también se refiere a permanecer un año en el templo del dios.

Si los pecados fueron menores se imponen castigos más livianos. También se ex-plica el sentido de estas penitencias: “Y esto harás en penitencia y satisfacción por tu pecado, no por vía de merecimiento, sino en penitencia del mal que hicis-te”.[34]

En el libro VI se enumera una pequeña lista de pecados, que no se restringe sólo a lo sexual: se habla de «carnalidades», pero también de injurias por palabras, ingratitud para con los dioses e inhumanidad con el prójimo. Para satisfacer por estas faltas también se recomienda que se sacrifique un esclavo delante del dios, y se practiquen obras en favor del prójimo:

“hacer limosnas a los hambrientos menesterosos y que no tienen que coman, ni que beban, ni que vistan, aunque sepas quitártelo de tu comida para se lo dar. Y procura de vestir a los que andan desnudos y desarrapados. Mira que su carne es como la tuya, y que son hombres como tú, mayormente a los enfermos, porque son imagen de Dios”.[35]

Sahagún insiste en que los «sátrapas»[36]guardaban el secreto absoluto de lo escu-chado en el rito penitencial: “jamás decían lo que habían oído en la confesión, porque tenían que no lo habían oído ellos sino su dios”.[37]Y detalla que esta con-fesión sólo se realizaba una vez en la vida, ya que si se volvía a reincidir en los pecados no había perdón. De ahí que sólo se confesaban los viejos, y de pecados carnales:

“Dice que se confesaban los viejos, y de los grandes pecados de la carne. De esto bien se arguye que, aunque habían hecho muchos pecados en tiempo de su juven-tud, no se confesaban de ellos hasta la vejez, y por no se obligar a cesar de pecar antes de la vejez, por la opinión que tenían que el que tornaba a reincidir en los pecados, al que se confesaba una vez, no tenía remedio”.[38]

Pero en otro momento el erudito franciscano parece que da otra explicación, al decir que se confesaban los viejos para evitar la pena temporal que acarreaban los adulterios.[39]Pero entonces, ¿por qué esperaban al final de la vida? No parecen coherentes las dos explicaciones.

Sahagún nos refiere también los pueblos que practicaban estos ritos penitenciales: ante todo, los mixtecas y olmecas, que adoraban a la diosa de la lujuria, Tlazul-téotl. Pero los cuextecas, que también rendían culto a esta diosa, no se confesa-ban, pues no pensaban que la lujuria fuera pecado. Asimismo se detalla la cone-xión entre enfermedad y confesión para el caso de los mixtecas:

“Dicen que en tiempo de la infidelidad los mixtecas, siendo enfermos, confesaban todos sus pecados a un sátrapa, y el confesor les mandaba hacer satisfacciones, pagar las deudas, hurtos, usuras y fraudes. Y el sátrapa, ora fuese médico, ora fuese adivino o astrólogo, mandaba al enfermo que se confesaba que pagase lo ajeno que tenía en su poder”.[40]

Nótese la gran diferencia de estas confesiones de los mixtecas: más que la vejez, lo que provoca la autoacusación es la enfermedad; y, sobre todo, no se mencio-nan en absoluto los pecados de la carne, sustituidos por las faltas contra la justi-cia, con la ineludible necesidad de satisfacer.

Hasta aquí las informaciones de Sahagún. Como se ha visto, se trata de unos da-tos preciosos, en particular por las largas oraciones y exhortaciones que se reco-gen. De todos modos, al lector de estas oraciones se le suscita la duda de si no habrá cierta incorporación de la teología católica en los parlamentos que reporta el franciscano.[41]

Diego Durán (ca 1537-1588)

Otro de los autores importantes en el tema de las confesiones es el dominico Diego Durán,[42]quien en 1581 había terminado su «Historia de las Indias de Nueva España e islas de la Tierra Firme».[43]De entrada, Durán proporciona un dato claramente independiente: niega explícitamente la confesión vocal entre los mexicanos, pues sentencia, tras describir ciertos ritos confesionales: “esta era la confesión que estos tenían, y no vocal, como algunos han querido decir”.[44]

Durán acaba de describir con minuciosidad las prácticas penitenciales que ha descubierto entre los mexicas, y concluye que sí tenían una cierta confesión de pecados, pero no de tipo auricular. ¿Con quién polemiza Durán? Sabemos que, antes de él, habían afirmado la confesión vocal Bobadilla en Nicaragua, Las Ca-sas en Verapaz, Landa en Yucatán y Sahagún para los mixtecas.

En cualquier caso, Diego Durán realiza una pormenorizada descripción de perdón de pecados en el capítulo XCIV de su «Historia», dedicado a la diosa Xochi-quetzal. Según este relato, todos los años, con ocasión de la fiesta de la diosa, el veintiséis de octubre, se celebraba un rito que servía para limpiar lo que Durán, con un anacronismo disculpable, llama “los pecados y las máculas livianas y ve-niales”:

“Este día, antes que amaneciese, se iban todos a bañar a los ríos, chicos y gran-des, viejos y mozos, lo cual tenían de precepto que aquel día todos se lavasen, lo cual servía de lavar los pecados y las máculas livianas y veniales que entre año habían cometido. Y sácolo por la amonestación que la víspera antes los ministros hacían a todo el pueblo de que todos, chicos y grandes, se lavasen y purificasen, amenazando y prometiendo a los que no lo hiciesen males y enfermedades conta-giosas como eran las bubas, lepra, gafedad, los cuales males decían que sucedían por los pecados y que estos dioses los enviaban en venganza de ellos, con el cual temor todos, chicos y grandes, se iban a bañar en amaneciendo”.[45]

Se observa un fuerte paralelismo con los relatos penitenciales de los otros cronis-tas antes citados: los dioses mandan las enfermedades como consecuencia de los pecados. La novedad estriba en que, para perdonarlos, no era necesario confesar-los vocalmente, sino practicar este lavatorio, “donde todos entendían recibir per-dón y remisión de las culpas”.[46]Pero para recibir el perdón por las faltas graves, las ceremonias eran mucho más complejas:

“Así estos naturales hacían este día una confesión exterior en cuanto a conocerse culpado y manifestación del número de los pecados, pero secreta en cuanto a la declaración de los pecados en especie, porque aunque allí públicamente, cum-pliendo con lo que su ley y preceptos de ella les mandaba a los tales pecadores ocultos, no podía nadie entender qué especie de pecados hubiese cometido [...] que el que había hurtado o fornicado o muerto a otro o hecho contra sus leyes y preceptos algunas culpas, mandábales su ley que este día examinase su concien-cia y que tantos cuantos pecados graves hallase haber cometido que juntase tan-tas pajas de a palmo, de estas que ellos usan por escobas.

Después de contados sus pecados en aquellas pajas, íbase al templo a la hora que los demás se iban a lavar y sentábase en cuclillas delante de esta diosa [Xo-chiquetzal], tomaba una lanceta y pasábase la lengua de una parte a otra. Dada aquella lancetada en la lengua tomaban las pajas y una a una las pasaba por aquella lancetada, y como las iba pasando, así, llenas de sangre, las arrojaba delante del ídolo, conociendo todos los circunstantes que si echaba diez pajas, que diez pecados había cometido, si veinte, veinte.

Pero no sabían qué culpas fuesen, y así confesaban sus culpas delante de los ído-los y de los sacerdotes y luego se iban a lavar como los demás [...] De estos peni-tentes y confesantes había muchos, así hombres como mujeres. Los sacerdotes, en acabando que acababan los delincuentes de hacer aquella penitencia y confesión, cogían todas aquellas pajas sangrientas, iban al fogón divino y quemábanlas allí, y con aquello entendían quedar limpios y perdonados de sus culpas y pecados”.[47]

Este denso texto nos sugiere diversos comentarios. En primer lugar, el discerni-miento que los mexicas hacían entre lo que Durán llama “pecados y máculas li-vianas y veniales”, y los delitos y pecados graves (hurtar, fornicar, matar, etc.). Consecuentemente, el rito purificador era muy distinto: un simple baño en el pri-mer caso (algo muy agradable a los aztecas, que llamaron la atención a los espa-ñoles por su pulcritud), y un sacrificio sangriento en el segundo, proporcional al número de pecados.

Llama también la atención el fuerte contexto religioso en el que se desenvuelven estos ritos: se celebran en la fiesta de la diosa, y los que tienen «pecados graves» se sacrifican en cuclillas delante del ídolo de Xochiquetzal; el papel de los sacer-dotes es también clave, pues están presentes en los sacrificios, y son ellos los que llevan las pajas ensangrentadas a quemar en el fogón divino, lo cual forma parte del rito. Durán insiste en que los «penitentes» no confesaban vocalmente sus pecados, aunque sí se reconocían públicamente como pecadores. Es decir, que los aztecas, según el testimonio del dominico, habían diferenciado el plano religioso del pe-nal: las faltas graves eran perdonadas mediante unos ritos, pero no se proferían en público, por los efectos civiles que ello llevaría consigo.

Lo cual resulta coherente con lo que narra Durán en el capítulo LXXXII, a pro-pósito de la solemnidad en honor del ídolo Tezcatlipoca. En un momento dado de la fiesta, un personaje tocaba una flautilla, dirigiendo el sonido a los cuatro puntos cardinales. Y relata el dominico:

“En oyendo esta flautilla los ladrones o los fornicarios, o los homicidas, o cual-quier género de delincuentes, era tanto el temor y tristeza que tomaban y algunos se cortaban de tal manera que no podían disimular haber en algo delinquido. Y así todos aquellos días no pedían otra cosa sino que no fuesen sus delitos mani-festados, derramando muchas lágrimas con extraña confusión y arrepentimiento, ofreciendo cantidad de incienso para aplacar aquel dios [Tezcatlipoca]”.[48]

No andaban descaminados estos pecadores, pues el código penal azteca no esca-timaba las condenas de muerte ante los delitos graves.[49]De hecho, Durán recoge que la religión azteca preveía, de cuatro en cuatro años, unos «jubileos» en los que se perdonaban estas máculas graves.[50]De ahí que el hecho de no confesar vocalmente los pecados no era sólo un dato, sino algo pedido por las consecuen-cias que se derivarían de mediar confesiones vocales explícitas.

En un pasaje de su «Historia», Durán sí habla de un pecado concreto, de tipo ritual, que practicaban los tepanecas, y que era conocido públicamente. En la fies-ta del dios Xocotl-Huetzi cuatro jóvenes trepaban a lo largo de una estaca hasta llegar a la figura de un pato, símbolo del dios, y tomaban alguna parte del animal. Pues bien,

“acabados de bajar con su presa, venían las dignidades y viejos de los dormito-rios y tomaban en medio aquellos cuatro mozos y metíanlos a los aposentos, y con una navaja sacrificábanles las orejas, sacándoles un poco de sangre, y está-banse allí cuatro días, al cabo de los cuales se iban a bañar. Hacían aquello para purificarse de la culpa que de llegar al ídolo habían cometido”.[51]

Se sigue, como se aprecia, el mismo esquema de antes: ya que parece que el tocar al ídolo puede conceptuarse como falta grave, se suceden dos momentos de puri-ficación: sacrificio sangriento y lavatorio.

Otro aspecto en el que Durán coincide plenamente con otros cronistas es en el hecho de relacionar los pecados con las enfermedades. Ya se ha dicho que, tras los sacrificios sangrientos en el caso de faltas graves, y directamente, para las leves, siempre había un lavado purificador, como explica también en otro capítu-lo:

“iban al agua y se lavaban, en lo cual tenían fe que quedaban limpios en el ánima y libres de los pecados cometidos hasta aquel punto. Llamábanle el lavatorio después de la penitencia, lo cual era muy ordinario lavar a los enfermos y mu-chachos, teniendo entendido que las enfermedades les venían por los pecados”.[52]

Jerónimo de Mendieta (1525-1604)

El franciscano Jerónimo de Mendieta es conocido por su importante «Historia eclesiástica indiana», obra que terminó en 1596. Referente a los ritos confesiona-les prehispánicos, hay un texto breve al respecto en el capítulo XLI del libro III, que lleva por título “De algunas maneras de confesión vocal que los indios tuvie-ron en su infidelidad, y cómo les cuadró la confesión sacramental de la Iglesia.”

Sin embargo, el franciscano no aporta ningún dato nuevo, pues toma directamen-te los textos de Las Casas de su Apologética historia sumaria, que ya conocemos. Los préstamos son prácticamente literales.

Juan de Torquemada (ca 1564-1624)

El franciscano Juan de Torquemada escribió su gran obra, «Monarquía indiana», entre 1592 y 1613, y fue publicada en 1615. Este autor no introduce ningún ele-mento nuevo en nuestro asunto. Es cierto que en el capítulo XI del libro XII re-fiere un tipo de confesión que practicaban los naturales con los médicos y hechi-ceros, los hijos con los padres y los cónyuges entre sí; pero, sin embargo, se trata de la transcripción literal de un texto acerca de las confesiones de los naturales de Vera Paz. El interés de esta citación quizá sea el de haber puesto en circula-ción estas descripciones de Las Casas, que aún tardarían muchos años en conse-guir los honores de la imprenta. También nos habla de la autoridad de los escritos lascasianos entre los cronistas franciscanos.

Antonio de Remesal (1570 - ca 1627)

El dominico Remesal,[53]escritor de la «Historia general de las Indias Occidenta-les y particular de la gobernación de Chiapa y Guatemala», la cual terminó en 1619. En el libro VI, capítulo XI, realiza una clara afirmación: “en muchas partes de esta Nueva España se halló confesión de pecados”.[54]Y a continuación, pre-tende ilustrar este aserto con el siguiente texto:

“Los de Tlaxcala vendían niños recién nacidos y de dos años para cumplir sus promesas y ofrecer en los templos como nosotros las candelas, y sacrificábanlos para alcanzar sus pretensiones a los dioses, y esto les servía de confesión vocal de las culpas que tenían”.[55]

Enseguida pasa a referirse a los ritos confesionales en la región de Nicaragua: “Decíanse los pecados muy en secreto al sacerdote, y no los podía revelar, ni se halló jamás tal caso por la gran pena que estaba puesta. Daban penitencia por los pecados y solos los sacerdotes que oían feurs [sic (!)] los podían casar”.[56]

Esta descripción cuadra perfectamente con la «Información» de Bobadilla de 1528, ya citada, aunque parece otra su fuente, pues en la «Información» no se alude que fuesen los confesores los que asistían a los matrimonios. A continua-ción fray Antonio afirma, genéricamente, “en muchas partes de esta Nueva Es-paña se halló confesión de pecados”, sin aportar más datos.

Al referirse a Chiapas, Remesal ofrece más detalles que, por su originalidad nos inducen a pensar en fuentes de primera mano:

“En esta provincia de Chiapa se acostumbraba a confesar y decir secretamente sus pecados. Las mujeres cuando estaban cercanas al parto o puestas en él, y hombres y mujeres para casarse era necesario que se confesasen primero. No alcanzaban la jurisdicción de esta confesión a los pecados de pensamiento, sólo se entendía a las obras, hurtos, homicidios, falsos testimonios, mentiras y todo género de pecados de sensualidad. Los ministros de esta confesión eran de dere-cho los sacerdotes, o los que se les parecían en la superstición, como brujos y hechiceros. A las mujeres en los partos y casamientos algunas veces las confesa-ban otras mujeres”.

Y a continuación se detiene en comentar que :“Acababan de confesar a la parida y decían los adulterios. Confesaban a la novia y decían delante de todos: «nues-tra hija ha pecado», y muchas veces era inducida a decir que sí por el sacerdote o bruja que le confesaba; de donde procedieron grandes trabajos, porque los que no morían, eran castigados por los pecados que dijeron al sacerdote.

Los maridos dejaban o hacían mala vida a sus mujeres después del parto. Mu-chos mancebos no se querían casar con las mujeres que les decían habían peca-do, aunque mintiese la vieja. En conclusión, ellos no estaban bien con el confe-sarse, y forzados, y las más veces mintiendo, se llegaban a los pies del sacerdote o hechicero que los había de confesar”.[57]

Como se aprecia, el cronista dominico nos ofrece aquí algunos elementos ya co-nocidos, y otros nuevos. Ningún otro autor nos dice que los naturales acudieran a los ritos confesionales con ocasión del parto o de la celebración del matrimonio. La relación de pecados es bastante parecida a la que nos ofrecen Landa, Sahagún y Durán. En cuanto a los que reciben las confesiones, coincide bastante con lo que refieren Las Casas para Verapaz y Landa para Yucatán, aunque introduce el dato original de que “a las mujeres en los partos y casamientos algunas veces las confesaban otras mujeres”.[58]

Y coincide plenamente con Las Casas al referir los graves conflictos que se se-guían, porque los que oían las confesiones no guardaban la discreción. Pero Re-mesal llega a una conclusión que no traen los otros cronistas, y es que los natura-les, temiendo que no se viviría el secreto, acudían forzados a la confesión y mu-chas veces mentían a los sacerdotes o hechiceros que los habían de confesar.

Esto último nos resulta muy curioso: es como si lo que empezó como un rito posi-tivo, pues se suponía que liberaba de los pecados, se había convertido práctica-mente en una odiosa obligación, que podía traer consigo malas consecuencias, por no guardarse el secreto.

Francisco Ximénez (1666 - ca 1722)

El dominico Francisco Ximénez,[59]escribió, entre 1721 y 1722, su «Historia de la Provincia de San Vicente de Chiapa y Guatemala». En el capítulo XXXI del libro I hay diversas alusiones a la confesión de los naturales a los tigres; y en otro lugar de ese capítulo habla de confesiones con ocasión de una enfermedad grave o para obtener de los dioses descendencia.

Sin embargo, hemos comprobado que las tres referencias son citas prácticamente literales de sendos párrafos de la «Apologética historia» lascasiana, libro III, ca-pítulo CLXXIX, lo que nos habla de una importante circulación de la versión manuscrita de la «Apologética».

Los ritos confesionales peruanos

También en el ámbito peruano se encontraron diversos vestigios de una cierta forma de confesión de faltas. Basten tan sólo los testimonios que nos ofrece José de Acosta en su «Historia natural y moral de las Indias», publicado en Sevilla en 1590. Dedica el capítulo 25 del libro quinto a “La confesión y confesiones que usaban los indios.”[60]

Allí enuncia el principio de que “todas las adversidades y enfermedades venían por pecados que habían hecho”[61], y como remedio recurrían a sacrificios y a la confesión vocal, práctica que se vivía en todas las provincias del Incario, pero especialmente en las regiones meridionales del Coyasullo.

Los confesores, llamados «ichuris», eran muy celosos de procurar que las confe-siones fueran íntegras, y recurrían a castigos; se afirma que guardaban el secreto, “aunque con algunas limitaciones”.[62]La ocasión de las confesiones eran las en-fermedades o grandes trabajos.

Los principales pecados de que se acusaban eran: matar un hombre fuera de caso de guerra, hurtar, tomar la mujer ajena, dar yerbas para hacer mal, descuido en la reverencia a las huacas, quebrantar sus fiestas, decir mal del Inca, etc. Seguida-mente Acosta puntualiza: “no se acusaban de pecados y actos interiores y según relación de algunos sacerdotes, después que los cristianos vinieron a la tierra, se acusan a sus «ichuris» o confesores aun de sus pecados internos”.[63]

Acosta también menciona algunos lavatorios y sacrificios expiatorios posteriores a las confesiones. Como se advierte palmariamente, se describen los mismos ritos que conocemos en el ámbito mexicano.

NOTAS

  1. Para introducirse en esta cuestión, cfr. Juan Guillermo DURÁN, Los instrumentos americanos de pastoral (siglo XVI), en Josep Ignasi SARANYANA (dir.), Evange-lización y Teología en América (siglo XVI), Pamplona (España) 1990, 747-792; Pedro BORGES, Primero hombres, luego cristianos: la transculturación, en IDEM (dir.), Historia de la Iglesia en Hispanoamérica y Filipinas, I, Madrid 1992, 521-534, con bibliografía; José ESCUDERO IMBERT (coord.), Historia de la evangeli-zación de América, Ciudad del Vaticano 1992: Evangelio, culturas e incultura-ción, 515-609.
  2. Señalamos algunos trabajos que abordan la pastoral confesional de forma espe-cífica: Dionisio BOROBIO, Evangelización y sacramentos en Nueva España se-gún Jerónimo de Mendieta, Murcia (España) 1992; Mónica Patricia MARTINI, El indio y los sacramentos en Hispanoamérica colonial, Buenos Aires 1993; Luis MARTÍNEZ FERRER, Directorio para confesores y penitentes. La Pastoral de la Penitencia en el Tercer Concilio Mexicano, Pamplona (España) 1996; Guillermo RODRÍGUEZ, La pastoral de la Confesión y de la Eucaristía realizada por los franciscanos en la Nueva España (1524-1585), en “Revista Mexicana de Derecho Canónico” 3 (México 1997) 21-46.
  3. La otra gran fuente de estudio es el estudio de los códices indígenas calendáricos, de tipo religioso adivinatorio, y las fuentes literarias prehispánicas, principalmente las poesías. Para introducirse en el mundo de los códices mesoamericanos, sigue siendo fundamental el Handbook of Middel American Indians, XIV, Austin 1975, especialmente los trabajos de John B. GLASS y Donald ROBERTSON. En este trabajo nos hemos detenido exclusivamente en las crónicas misioneras. Esperamos poder afrontar las fuentes indígenas en posteriores investigaciones.
  4. Además de los testimonios que aquí mostramos, ver también Manuel R. PAZOS, “Antología de textos penitenciales y sacrificiales en el Méjico precortesiano», en Archivo Ibero-Americano, año XXXV, nº 138, abril-junio 1975, pp. 189-213.
  5. En 1523, siendo ya mercedario, pasó con Pedrarias Dávila a Panamá. En 1526 fue nombrado vicario y visitador de los conventos que entonces tenía la Merced en América. Dos años más tarde fundó el convento de León de Nicaragua. En 1537 fue nombrado mediador entre Pizarro y Almagro, en el Perú. La última noticia que se tiene de Bobadilla es de 1538 (Jerónimo LÓPEZ, “Figuras mercedarias misione-ras en América”, en Luis VÁZQUEZ FERNÁNDEZ (dir.), Presencia de la Merced en América, Madrid 1991, I, 298-300).
  6. Seguiremos la siguiente edición: “Información que tomó el Padre Francisco de Bobadilla, el 28 de septiembre de 1528, acerca de las creencias, ritos y ceremonias de los indios de Nicaragua”, en VÁZQUEZ FERNÁNDEZ, Presencia de la Mer-ced, II, 1079-1107. Esta información fue luego incluida en la Historia general de Fernández de Oviedo y en otras obras (cfr. referencias en Gumersindo PLACER, “Fuentes y bibliografía de la presencia de la Merced en el Nuevo Mundo”, en VÁZQUEZ FERNÁNDEZ, Presencia de la Merced, I, 63).
  7. Información, 1102-1103.
  8. Ed. Edmundo O’Gorman, México 1967, 2 vols. Los datos sobre la fecha de re-dacción en el Apéndice II, CIII.
  9. Bartolomé de las CASAS, Apologética historia sumaria [1555-59], lib. III, cap. CLXXVI, II.
  10. Ibid., lib. III, cap. CLXXIX.
  11. Ibid., lib. III, cap. CLXXIX.
  12. Ibid., lib. III, cap. CLXXIX.
  13. Ibid.
  14. Ibid.
  15. Ibid.
  16. Ibid., lib. III, cap. CCXXXIX.
  17. Nació en Cifuentes (Guadalajara, España) en 1524, y vistió el hábito franciscano en Toledo en 1541. Pasó a Yucatán en 1549, donde llegó a dominar el idioma ma-ya. Fue provincial franciscano en 1561. Acusado de excesivo rigor en el castigo de los neófitos, tuvo que volver a España. En 1572 Felipe II le presentó para la sede de Yucatán, y regresó de nuevo al Nuevo Mundo. Murió en 1579. Su comporta-miento en América ha merecido valoraciones contrapuestas (Román ZULAICA GÁRATE, Los franciscanos y la imprenta en México en el siglo XVI, ed. facsimi-lar, México 1991, 175-177).
  18. Ed. Miguel Rivera, Madrid 1985.
  19. Nació en la villa de Valladolid de Yucatán el 11 de abril de 1555, descendiente de conquistadores. Empezó sus estudios de gramática bajo la dirección del indio Gaspar Antonio Xiu, y más tarde fue enviado a la ciudad de México, donde estu-dió en el colegio de San Ildefonso, y se graduó doctor en la Universidad. Tras or-denarse sacerdote volvió a Yucatán, donde desempeñó diversos curatos y fue maestrescuela de la catedral de Valladolid de Yucatán y comisario de la bula de Cruzada. En 1602 gobernó la diócesis de Mérida en sede vacante. Pasó a Madrid en 1617 en representación de la clerecía para resolver un pleito sobre doctrinas. En 1619 fue nombrado canónigo de Charcas en el Perú. Más tarde fue nombrado in-quisidor de Lima y obispo de Santa Cruz de la Sierra, aunque parece que no llegó a ocupar la sede. Se desconoce la fecha de su muerte. Además del Informe contra idolorum cultores escribió en 1596 un Memorial sobre los conquistadores.
  20. Diego de LANDA, Relación de las cosas de Yucatán [ca. 1556], cap. III.
  21. Ibid., cap. V.
  22. Ibid.
  23. Pedro SÁNCHEZ AGUILAR, Informe contra idolorum cultores del obispado de Yucatán, Madrid 1639, f. 74v. El Informe responde a una cédula de Felipe III de 1609, en la que pedía explicaciones por el rebrote de idolatrías en Yucatán. En aquel momento, Aguilar era deán de Yucatán y gobernaba la diócesis en sede va-cante. Terminó de escribir el informe en 1613, aunque no fue publicado hasta 1639.
  24. SÁNCHEZ AGUILAR, Informe, f. 74v.
  25. Ibid., f. 74v.
  26. Resulta curioso que antes se haya afirmado que la diosa Tlazultéutl era la que “comía” los pecados, y ahora sea Tezcatlipoca el destinatario de la oración del sátrapa. En opinión de González Torres “parece que la diosa Tlazultéutl tiene a su cargo el proceso terapéutico de limpieza, mientras que Tezcatlipoca, el dios que todo lo puede, es el que en realidad va a conceder el perdón que implica la verda-dera purificación” (Yólotl GONZÁLEZ TORRES, “Confesión y enfermedad”, en Barbro DAHLGREN JORDAN [Comp.], III Coloquio de historia de la religión en mesoamérica y áreas afines, México 1993, 17).
  27. Bernardino de SAHAGÚN, Historia general de las cosas de Nueva España [1570], lib. I, cap. XII.
  28. Ibid., lib. I, cap. XII.
  29. Ibid., lib. VI, cap. VII.
  30. Ibid.
  31. Ibid.
  32. Ibid.
  33. Ibid.
  34. Ibid., lib. I, cap. XII.
  35. Ibid., lib. VI, cap. VII. Para nuestra mentalidad, sorprende cómo se conjuga el sacrificio del esclavo y estas otras altas expresiones de amor por el prójimo.
  36. Es conocido que Bernardino de Sahagún emplea el término “sátrapa”, de origen persa, para designar a los sacerdotes prehispánicos.
  37. SAHAGÚN, Historia, lib. I, cap. XII.
  38. Ibid., lib. I, cap. XII.
  39. Ibid.
  40. Ibid., lib. VI, cap. VII.
  41. Así opina González Torres: “A pesar de que no debemos descartar en estos tex-tos de Sahagún una influencia de la doctrina cristiana, tampoco podemos dejar de darle a la religión mexica la credibilidad de haber concebido a un dios como el que nos describen Sahagún y varios textos de poesía náhuatl” (GONZÁLEZ TORRES, Confesión y enfermedad, 17).
  42. Nació en Texcoco hacia 1537. Profesó en la Orden de Santo Domingo en el con-vento Imperial de México en 1556. Fue muy docto en teología y en los saberes antiguos de los indios, aunque por diversas enfermedades, no consiguió publicar en vida sus obras. Murió en 1588 (José Mariano BERISTÁIN DE SOUZA, Biblio-teca Hispano Americana Septentrional, México 1947, II, 210).
  43. Ed. Madrid 1991, con introducciones de José Rubén Romero Galván y Rosa Camelo.
  44. Diego DURÁN, Historia de las Indias de Nueva España e islas de la Tierra Fir-me [1579], cap. XCIV.
  45. Ibid.
  46. Ibid.
  47. Ibid.
  48. Ibid., cap. LXXXII.
  49. Ibid., cap. XCVIII.
  50. Ibid., cap. LXXXI, y cap. LXXXII.
  51. Ibid., cap. XC.
  52. Ibid., cap. XCVII. Con todo, Durán nos muestra que también procuraban librarse de las enfermedades mediante ofrendas a Quetzalcoatl, (cap. LXXXIV).
  53. Nació en Aláriz (Galicia, España) en 1570. Profesó en el convento de dominicos de Salamanca en 1593. Pasó a Guatemala en 1613, donde se ocupó de registrar todas las fuentes posibles para redactar su obra Historia de la provincia de San Vicente de Chiapa y Guatemala de la Orden de santo Domingo, que publicó en Madrid en 1619, tras haber consultado con Juan de Torquemada. Murió hacia 1627 (BERISTÁIN DE SOUZA, Biblioteca, IV, 201-202).
  54. Antonio de REMESAL, Historia general de las Indias Occidentales [1619], lib. VI, cap. XI.
  55. Ibid.
  56. Ibid.
  57. Ibid.
  58. Ibid.
  59. Nació en Écija (España) en 1666. Destacó como escritor prolífico de la provincia dominica de San Vicente de Chiapa, donde dejó diversas obras manuscritas. Murió hacia 1722 (BERISTÁIN DE SOUZA, Biblioteca, V, 178).
  60. Ed. Edmundo O’Gorman, México 1962.
  61. José de ACOSTA, Historia natural y moral de las Indias, lib. V, cap. 25.
  62. Ibid.
  63. Ibid.

BIBLIOGRAFÍA

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DAHLGREN JORDAN Barbro [Comp.], III Coloquio de historia de la religión en Mesoamérica y áreas afines, Ed. UNAM, México 1993

DURÁN Diego, Historia de las Indias de Nueva España e islas de la Tierra Firme. Ed. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Alicante, 2005

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SAHAGÚN Bernardino de, Historia general de las cosas de Nueva España. Ed. Porrúa, 7 ed., México, 1989

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ZULAICA GÁRATE Román, Los franciscanos y la imprenta en México en el siglo XVI, ed. facsimilar, México 1991


REVISTAS:

Archivo Ibero-Americano, año XXXV, nº 138, abril-junio 1975

Revista Mexicana de Derecho Canónico, n° 3, México 1997


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