CORONA ESPAÑOLA Y POBLACIÓN INDÍGENA; Legislación

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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A partir de las primeras intervenciones pontificias tras el descubrimiento

Ya desde el Breve del 3 de mayo de 1493 –que concedía a los Reyes de España la titularidad dominante sobre las tierras que descubriesen sus agentes– y la Bula librada al día siguiente –por la que Alejandro VI trazaba una línea a los portugueses– se imponía a los soberanos favorecidos por el Pontífice que, en las comarcas que acababa de descubrir Cristóbal Colón, la Corona asumiría el quehacer de invitar a los pueblos ultramarinos a abrazar la fe cristiana. Con esta finalidad debía destacar a “varones probos y temerosos do Dios, doctos, peritos y expertos para instruir a los residentes y habitantes en la Fe Católica e inculcarles buenas costumbres.”

Proclamaba este exordio la enorme responsabilidad que asumía la Corona española y se trazaba la vía jurídica sobre la cual discurriría la acción desplegada a partir de entonces en dos vertientes: la espiritual y la denominada entonces de las «buenas costumbres»; vale decir encauzar hacia la vida cívica y social dentro de los cánones cristiano–occidentales a las poblaciones asentadas a la sazón en unas islas remotas. Nadie podía vislumbrar el escenario sobre el cual el quehacer asignado a la Corona española iba a extenderse durante tres siglos. La responsabilidad que había recaído sobre los ejecutores podía estimarse entonces como leve, pero ciertamente la administración española supo salir airosa del reto que se le planteaba: ya en el segundo viaje colombino, la presencia de los franciscanos Bernal Boyl, y Rodrigo Pérez, más otros dos legos, atestigua que desde los inicios se encaró con toda decisión el compromiso que se había contraído.

En lo que concierne a lo espiritual, sobre lo que debía de descansar en toda su amplitud la tarea, no tardó en diseñarse el marco de la jerarquía que habría de dirigir la operación: en 1504 se erigían las primeras sedes episcopales en la Isla Española que puede, en tal virtud, considerarse como la cabeza de la cristiandad del Nuevo Mundo. Con idéntica finalidad y a costa del erario real comienza el envío de obreros: en junto, desde 1549 hasta 1822 se contabiliza el paso de 1068 expediciones o grupos de religiosos, que sumaron en dicho periodo cerca de 16 millares de misioneros.

Principio ético inspirador de la acción de la Monarquía

Para hacerse cargo cabalmente de la razón de ser de la nutrida legislación especialmente elaborada por el Estado español para la población indígena, es menester penetrar en el concepto ético que la inspiró, sin olvidar por cierto que se consideraba a los naturales de este Continente bajo la directa protección del soberano. A su vez, esta responsabilidad era descargada por el monarca sobre la conciencia de las autoridades delegadas, amenazándolas con severas sanciones a las que incurriesen en negligencia, “por ser contra Dios y contra mí, en total ruina y destrucción de esos Reinos, cuyos naturales estimo y quiero sean tratados como lo merecen vasallos que tanto sirven a la Monarquía y tanto la han engrandecido.” La legislación no sólo adoptaba un aspecto pasivo, de protección y en cierto grado de tutela y amparo, sino que correlativamente extremaba su preocupación al punto de otorgar al elemento aborigen el goce de determinados privilegios jurídicos. Un autorizado tratadista ha dictaminado que “[...] el principio de la legislación indiana y la clave para entenderla es considerar a los indígenas como menores, incapaces de administrarse por sí, y más de defenderse jurídicamente de los atropellos a que su rusticidad los exponía [...] son legión las disposiciones de todo tipo orientadas a defender a los indios de abusos y atropellos. No es una legislación de paridad con el español; constituye una posición de favor y privilegio, puesto que unos preceptos legales de igualdad serían para ellos desigualdad manifiesta.” En tal virtud, debían de ser tratados con más piedad que los súbditos españoles, y los privilegios que se les conferían serían válidos tanto para lo judicial como para lo extrajudicial. Dentro de esta concepción, las autoridades tanto políticas como judiciales, debían de dispensar preferente atención a remediar los agravios que denunciasen los nativos. De singular significado en este orden es la famosa Cédula de 1609, por la que se regulaban los servicios personales, imponiendo remedios drásticos y eficientes en orden a que esa prestación no implicase necesariamente un menoscabo de su libertad de acción.

La legislación no se redujo a la promulgación de medidas protectoras, sino que daba un paso adelante con la concesión de un trato de favor, dispensando determinados privilegios y beneficios: se daba por sentado que los indios no actuaban en sus demandas con ánimo de dolo o engaño, sino exclusivamente para obtener la restitución de sus derechos vulnerados; sus pleitos debían de sustanciarse breve y sumariamente, sin observar las escrupulosas formalidades procesales del Derecho castellano.

Esta ventaja reviste especial trascendencia toda vez que la secuela de un litigio ventilado con arreglo a las normas de la tramitación común implicaba crecidos costos, que a la postre venían a recaer sobre los indios del común, lacra que la Corona se propuso atajar. Inclusive se atribuía facultad a los obispos para excitar a los jueces civiles a proceder con diligencia en los procesos en que los indios fuesen parte. Congruentemente y teniendo en cuenta su falta de preparación e imperfecto conocimiento de los vericuetos del sistema legal, se prevenía que la escala de penas fuese menos severa.

En El Perú

Contrayéndonos al Perú, no puede pasarse por alto que ya en 1534 Francisco Pizarro, en su investidura de Gobernador de la Nueva Castilla, había promulgado en el Cuzco las primeras ordenanzas referidas al buen tratamiento de los aborígenes. En esas disposiciones se ordenaba a los vecinos de la urbe imperial respetar los edificios ocupados por los nativos y no entrar en las residencias de los principales jefes autóctonos; asimismo, que no se infiriese agravio alguno a los curacas, ni menos a sus subordinados.

En este orden, se prohibía a los españoles abstenerse de incitar a los indios a desconocer la autoridad de Túpac Inga, antes bien obedeciesen al sucesor de la dinastía imperial. Estas ordenanzas se completaron al año siguiente, encargando a los beneficiarios de las primeras encomiendas atender a la enseñanza religiosa de los hijos de los curacas con la finalidad de formar, desde esos momentos iniciales de la colonización, un equipo especialmente preparado para el momento de asumir su mando.

Por descontado, se establecía que el español que infiriese mal trato a los indios que le estuviesen encomendados quedaría por el mismo hecho privado de ellos; se prohibió la conducción en hamacas de los españoles (salvo que tuviesen impedimento físico para cabalgar o andar a pie), y el negro que infligiese a los naturales algún agravio sufriría cien azotes. En 1538, con acuerdo del obispo Vicente Valverde se dispone la limitación de la carga que podía trasportar un indígena a una arroba (once kilos). El distinto nivel cultural del indio frente al del europeo y sobre todo, como destacaba Solórzano Pereira, su desinterés por la vida política que los dominadores consideraban esencial, fueron también motivo de preocupación y cuidado para la Corona, que arbitró los medios legales para tender en torno de ellos un círculo amparador. La finalidad era integrar a los aborígenes a la comunidad tal como la entendían los españoles para que, en definitiva, hubiera una comunidad homogénea. El indio es libre –axioma firmemente defendido por las autoridades desde los inicios de la colonización– pero esa libertad traía aparejadas dos obligaciones importantes: trabajar en labores en beneficio de la colectividad y en reconocimiento de vasallaje del rey de España, el pago de un tributo. A cambio de este último, la Corona toma sobre sí en primer lugar la evangelización de los neófitos, su defensa ante cualquier agravio y su «aumento y alivio» para que, en conclusión, viviesen cristianamente y «en policía». Del contacto entre nativos y españoles surgió el encuentro entre dos mundos completamente opuestos, separados no ya solamente por la simple y elemental barrera que suponía idiomas desconocidos, sino también por un cúmulo de diferencias de civilización y de estado de desarrollo que planteaban innúmeras dificultades. Los españoles trataron de asimilarlos a los patrones europeos de vida, mas la carencia de conocimientos etnográficos de entonces impedía apreciar en su verdadera magnitud la enorme distancia que separaba ambos grados de cultura. Dentro de ese criterio se atribuye esa incapacidad de asimilación por parte de los aborígenes a una imposibilidad intrínseca de tipo material, en concreto a una verdadera incapacidad natural. Al paso de tal criterio salió el Pontífice Paulo III, mediante la Bula «Sublimis Deus», del 2 de junio de 1537, cuya parte pertinente reza: “[…] teniendo en cuenta que estos indios, como verdaderos hombres, no sólo son capaces de la Fe cristiana, sino que como es conocido, se encaminan muy dispuestos a esta Fe.” Es congruente subrayar que ya desde 1556 se reconocía “que las leyes y buenas costumbres que antiguamente tenían los indios para su buen gobierno y policía, y sus usos y costumbres observadas y guardadas después que son christianos, y que no se encuentran (oponen) con nuestra Sagrada Religión, y las que han hecho y ordenado de nuevo se guarden y ejecuten, y siendo necesario, por la presente las aprobamos y confirmamos [...].” Quedaba así tipificada la persistencia del Derecho y de las normas de vida indígenas dentro del esquema del Estado español. Las costumbres tradicionales tenían pleno reconocimiento en tanto no estuvieran en contradicción con el sistema legal introducido por los españoles, que desde luego tendría siempre una jerarquía superior en cuanto estaba codificado y se regía en conformidad con los preceptos de la religión y la moral cristianas.

Una prueba de estos principios la contiene el acta de conformación de la capitulación concertada entre el Gobernador García de Castro, en nombre de Felipe II, con el Inca Titu Cusí Yupangui. En el artículo 1° de la capitulación, el soberano peruano se sometía voluntariamente al rey español, y como tal vasallo se muestra dispuesto a recibir al Corregidor que nombrase el Gobernador.

El 9 de julio de 1567 tuvo lugar, en Vilcabamba, el acto de obedecimiento del Inca al representante de la autoridad española nombrado por García de Castro, y en el acta se lee que aquel “dixo que le auía e ouo por tal Corregidor en toda su tierra para que libremente administrase justicia segund el uso e fuero de España e usos de dicho Ynga o sus gentes, los que llegasen a ley o racon natural.” He aquí plenamente confirmada la aceptación de los «usos del Inca» en tanto no estuviesen en oposición al uso y fuero de España ni menos la ley y razón natural.

En la Legislación de Indias

Como introducción al Libro VI de la «Recopilación de Leyes de las Indias», se lee como una fórmula de declaración de principios, sobre la base de una Cédula promulgada por Felipe II el 24 de diciembre de 1589, lo siguiente: “Habiendo de tratar en este Libro la materia de los indios, su libertad, aumento y alivio [...] es nuestra voluntad encargar a los virreyes y audiencias el cuidado de mirar por ellos, y dar las órdenes convenientes para que sean amparados, favorecidos y sobrellevados, por lo que deseamos que se remedien los daños que padecen y vivan sin molestia ni vejación, quedando esto de una vez asentados y teniendo muy presentes las leyes de esta Recopilación que les favorecen, amparan y defienden de cualesquier agravios, y que las guarden y hagan guardar muy puntualmente, castigando con particular y rigurosa demostración a los transgresores. Y rogamos y encargamos a los Prelados eclesiásticos que por su parte lo procuren como verdaderos Padres espirituales de esta nueva cristiandad, y todos los conserven en sus privilegios y prerrogativas y tengan en su protección.” En efecto, 556 leyes (más las congéneres reseñadas al final de Cada Título) se articulan en los 19 Títulos que configuran el Libro que nos ocupa. Los Títulos versan genéricamente sobre la comunidad indígena como «república» (colectivo) distinto de la de los españoles (I); cautelan su libertad (II); promueven su concentración de núcleos urbanos para facilitar su catequesis y organizar su vida comunal con arreglo a los patrones de convivencia cívica (III). Asimismo, cautelan el funcionamiento de las cajas de censos y la administración de los bienes de las comunidades (IV); regulan con 66 preceptos el monto de la tributación personal (V); implantan la figura del protector de indios (VI); reconocen la autoridad de los curacas (VII); consignan las directivas esenciales sobre la estructura del sistema de las encomiendas (VIII), y correlativamente las obligaciones que se imponían a los encomenderos y las pautas a que debían de atenerse para que su actuación como elementos promotores del acceso al nuevo orden espiritual y cívico de los naturales alcanzase sus frutos más óptimos (IX); tópico íntimamente conexo con el anterior era inevitablemente el del buen tratamiento de los indios (X), y junto con él, el que se refería a la sucesión en las encomiendas, punto estrechamente ligado con el tratamiento humanitario de los feudatarios (XI). Dado que en cierta forma el servicio personal implicaba una modalidad del aprovechamiento de la mano de obra indígena encuadrada en la encomienda, se legisla cuidadosamente sobre tan delicado extremo (XII). Sucesivamente se encara la prestación de labores en chacras, viñas, olivares, obrajes, ingenios, tambos, arrieraje y ganadería (XIII) y en los sembradíos de coca (XIV). No podía faltar el bloque de disposiciones atañedero al trabajo en las minas (XV), y finalmente se reservan apartados especiales para los indios de Chile (XVI), de Tucumán, Paraguay y Río de la Plata (XVII), los que acudían desde China a trabajar en Filipinas (XVIII) y, por último, el procedimiento que debía observarse para la confirmación por la Corona de las encomiendas concedidas provisionalmente por las autoridades radicadas en el Nuevo Mundo (XIX). En conjunto, ese medio millar de disposiciones legislativas no tienen desperdicio por la minuciosidad con que regulan el mundo jurídico y vital de la población indígena. No en balde se ha criticado la legislación dictada por la Corona de casuística, como por otra parte no podía ser menos, dada la vastedad del ámbito que se procuraba regular. De dichas disposiciones pueden espigarse normas de la más variada índole: desde la que instituye la más absoluta libertad tanto para el matrimonio que contrajesen los nativos, fuese entre ellos, fuese con españoles, hasta la que suprimía toda traba para circular y desplazarse a cualquier lugar, seguramente para liberar a la población de las trabas que para su desplazamiento existían en la época de los Incas, y a la inversa, que no pudiesen ser coaccionados para abandonar sus lugares de origen. Se procura con extrema severidad que se designasen maestros para impartir enseñanza de las nociones elementales de la religión católica, con la salvedad de que los neófitos no podían ser compulsados a prestar ninguna clase de trabajo coercitivo hasta que hubiesen transcurrido diez años de haber abrazado la nueva fe. Dentro del aludido casuismo, se recomienda a los indios vestir honestamente, y para evitar su degradación, se prohíbe con rigurosas penas venderles bebidas alcohólicas, debiendo las Audiencias sancionar los infractores “con el rigor y demostración que convienen.” Para la enajenación de sus propiedades, raíces o muebles de valor comercial, se requería la intervención protectora de las autoridades españolas a fin de evitar que fuesen víctimas de engaño o coacción. En este orden, los encomenderos no podían suceder en las tierras vacantes por fallecimiento sin herederos de sus feudatarios. La correspondencia merecía toda garantía: ni el Virrey, ni la Audiencia ni las autoridades locales debían de impedir en modo alguno que si los indios tuviesen asuntos de importancia por comunicar a las autoridades metropolitanas, sufriesen intervención alguna en la trasmisión de informaciones. Un Título entero se consagra a proclamar, sobre la base de Cédulas despachadas desde 1526, que los indios no deberían sufrir ninguna clase de servidumbre. Vale decir que la Corona tomaba muy en serio vigilar, que con el pretexto de haber sido capturados en guerra, se les considerase sometidos a ninguna forma de esclavitud y por tanto susceptibles de ser transferidos en venta o cualquier otra fórmula de privación de su “entera y natural libertad”. Con particular énfasis se dirigía esta prohibición a los araucanos que fuesen aprehendidos en su lucha contra los españoles en Chile. Así la Cédula del 6 de noviembre de 1538 (reiterada el 26 de octubre de 1541) en la que, en vista de la información que se había recibido de que en el Perú “los caciques y principales [...] tenían de costumbre de hacer y tomar por esclavos a los naturales que les eran sujetos por muy livianas causas, y con mucha facilidad los venden y tratan como tales [...], por excusar cosa tan mal hecha y los inconvenientes que de la dicha costumbre suceden e podrían suceder [...] mandamos que ahora ni de aquí adelante ninguno de los dichos caiques ni prençipales ni otro indio alguno puedan hacer ni hagan esclavos indios algunos, ni los vender ni rescatar a persona alguna [...] y por la presente los damos por libres, para que hagan de si lo que quisieren o por bien tuvieren [...] por cuanto siendo como son nuestros súbditos o vasallos [...]” La administración española abrigaba la firme convicción de que la única forma de encuadrar a la población indígena dentro de un régimen que permitiera su pronta conversión, y paralelamente su asimilación a las formas de vida europeas, era concentrándola en poblaciones. Ya desde 1551 (es decir, veinte años antes de que el virrey Toledo acometiese en gran escala esa misma tarea) se recomendaba que los nativos fueran agrupados en pueblos de un reducido vecindario, a fin de evitar que una aglomeración humana de vastas proporciones desquiciara la economía tradicional. Inclusive cuando el gobernante mencionado comenzó a aplicar el procedimiento de reunir a la población dispersa en núcleos urbanos, se exoneró del pago del tributo a los que eran reducidos, mientras durara el traslado. Desde luego cada poblado que se crease debería de contar con iglesia, con doctrinero que impartiese la enseñanza de los principios del catolicismo, y autoridades propias (es decir, no Españolas ni foráneas). Quedaba entendido que el proceso de agrupación debería respetar cuidadosamente la retención de las tierras cultivadas por cada uno de los que mudaban de lugar de residencia. Con el propósito de evitar toda vejación, desde 1563 quedó prohibido que viviesen españoles avecindados de modo permanente en los pueblos de indios. Dentro de esta exclusión figuraban asimismo los negros, los mestizos y los mulatos, pues todos ellos, además de “tratarlos mal, se sirven de ellos, enseñándoles malas costumbres y ociosidad, y también algunos errores y vicios que podrían estragar y pervertir el fruto que deseamos en orden a su salvación, aumento y quietud.” Es perceptible, a través de esta orientación impresa de las normas legales, que la Corona se esmeraba en respetar en lo posible el ambiente tradicional. Los indios habían tenido en la época imperial leyes y costumbres, con arreglo a las cuales sus reyes y señores habían organizado desde tiempo inmemorial la vida de sus súbditos. Cada «nación» o grupo autóctono observaba unas normas, por regla general de carácter consuetudinario, a las cuales se sometían generación tras generación, hasta la llegada de los españoles. A esas leyes y costumbres el Estado español concedió el mismo valor que a los viejos fueros castellanos. Incluso un famoso jurisconsulto de entonces aplicaba a esas tradicionales pautas la misma denominación: Polo de Ondegardo, titula a su escrito del 26 de junio de 1571 «Relación de los fundamentos acerca del notable daño que resulta de no guardar a los indios sus fueros». Gran celo demostraron las autoridades españolas en cautelar el fiel manejo y administración de los fondos depositados en las cajas de comunidad, excedentes que se destinaban a enterar el tributo que eventualmente no pudiera satisfacerse por alguna calamidad natural o por descenso del padrón de tributarios, así como a hacer frente a egresos inesperados para la comunidad. A esas cajas afluían las ganancias que generaban las propiedades rústicas u otros recursos de propiedad común, y se debían canalizar en inversiones productivas. Si el Corregidor de indios malversaba esos fondos, utilizándolos en su provecho particular o dejaba de rendir cuenta puntual de su liquidación al término de su mandato, era pasible de destierro por seis años a Chile, en donde tendría que combatir en las guerras que se libraban contra los araucanos. La tributación aportada por la población aborigen se juzgaba procedente “en reconocimiento del señorío y servicio que como nuestros súbditos y vasallos deben”, mayormente cuando ya desde la época prehispánica era obligatorio contribuir con esfuerzo personal o en especie al Imperio. Esta carga recaía sobre los mayores de 18 años y corría hasta los 50. El módulo que solía aplicarse se regía por “lo que antiguamente solían pagar”, y el monto del tributo debería de atenerse a un término razonable, “por manera que fuese menos de lo que solían pagar en tiempo de los caciques y señores que los tenían.”

En todo caso, debía de quedar disponible para los contribuyentes un margen equitativo para su subsistencia y atención de algún suceso inesperado. La imposición se erogaría en dinero en efectivo o en productos de la tierra, agrícolas, manufacturados u obtenidos mediante el trabajo personal (ropa, tejidos, pesca, etc.) y del padrón se debería entregar un ejemplar a la comunidad para que en todo tiempo la población supiese las exigencias que debían satisfacer y no más.

En manera alguna se podrían permutar estas prestaciones por un trabajo personal, aunque se autorizaba a convertir en especie el tributo estimado en la tasa en dinero. Era disposición usual que en caso de epidemias o desastres naturales dicha tasa debía reducirse a una cuantía acorde con la magnitud del contratiempo.

El protector de indios y las antiguas autoridades locales

Un Título entero versa sobre un funcionario de carácter original en el ámbito de las colonizaciones: el protector de indios, encargado de su amparo, asumiendo su personería en todas las instancias judiciales ante las cuales recurriesen en demanda de su derecho los aborígenes. Esa representación sería desempeñada gratuitamente en todos aquellos foros en donde se ventilasen quejas formuladas por los naturales. La Corona, desde el primer momento, se hizo cargo del papel que representaban en la relación con la población nativa las antiguas autoridades locales, los curacas (o caciques), de suerte que sin destituirlos de su potestad, tampoco la ejercieran despóticamente en agravio de sus subordinados.

Esto debido a que, con la desaparición de los inspectores que destacaban los Incas para vigilar su comportamiento (los tucuiricoc), algunos se habían arrogado atribuciones que vulneraban los derechos humanos (para emplear un término contemporáneo) de esos subordinados. El Título séptimo trata de limitar las facultades de los curacas, convirtiéndolos en un eslabón efectivo entre la administración estatal y el proletariado, delegando en las Audiencias el ejercicio de una cuidadosa vigilancia sobre sus actividades. Al mismo tiempo se tenía especial atención en el orden sucesorio para evitar que, aprovechándose de la anarquía de la época de las guerras civiles, algunos desaprensivos despojaran de su legítimo derecho a los sucesores en el cargo y se adueñaran del mismo acudiendo a recursos ilícitos, al extremo de que algunas veces se habían infiltrado mestizos en esa jerarquía. De todas formas, se limitó la jurisdicción de los curacas al ámbito civil, quedando fuera de sus atribuciones el intervenir en casos judiciales de orden criminal, que pasaron a ser de exclusivo dominio de las autoridades españolas. En la inteligencia de que la base del sistema de las encomiendas residía precisamente en el número de indios afectos a cada una de ellas, se justifica que el tema de las mismas encontrara cabida precisamente en este Libro de la «Recopilación», en donde el Título octavo encara tan polémica institución, regulándola mediante más de medio centenar de disposiciones legales.

Sobre las encomiendas

Desde un principio se conceptuó que las mercedes que nos ocupan se concedían a sus beneficiarios no como una dadivosidad gratuita, sino como su misma denominación lo denota, como una «encomienda», esto es, un encargo que se confiere. Comportaba pues, además del provecho económico de la tributación que cedía la Corona al encomendero (que podía estar representado por dinero o por una erogación en especie), la responsabilidad de costear una persona que instruyera en la fe a dichos feudatarios, tratando de este modo que se acostumbrasen a «vivir en policía», es decir, a adaptarse a normas de vida común ajustadas a los nuevos patrones.

Considerando, por otra parte, que el sistema ancestral tenía a la comunidad como base en el mundo andino, se prohibió que un mismo «ayllu» pudiese dividirse entre dos o más encomenderos –y a la inversa– para facilitar así su conversión, fusionándolas cuando las mismas fuesen de suyas reducidas en número de integrantes.

Es del caso tener presente que con cargo al mismo renglón se solían conceder las llamadas «pensiones», o sea asignaciones económicas a personas que se consideraban merecedoras de una recompensa económica por su aportación al establecimiento de la organización política española, pero sin alcanzar a la importancia de una encomienda, dado el matiz señorial que revestían éstas. Título complementario del precedente es el noveno, que especifica las obligaciones que contraían los encomenderos frente a sus feudatarios, a saber: su catequesis y su tutela, imponiéndose a los negligentes la sanción de restituir lo indebidamente percibido. El caso de Hernán Vela, encomendero de Charcas, es un ejemplo muy expresivo del rigor con que la Corona perseguía aún hasta después del fallecimiento del encomendero, la devolución de los tributos indebidamente cobrados y su devolución a los sucesores de los que habían sido injustamente expoliados. Prohibición absoluta de emplear el encomendero a sus indios como servidores particulares era una regla impuesta que las autoridades vigilaban con extremado celo. Para la construcción de sus casas, la explotación de minas, el cultivo de sus predios rústicos, en suma, para cualquier utilización de mano de obra, el encomendero debía de valerse de la que se ofreciera en los lugares de pública contratación, más en modo alguno emplear a los indios que le habían sido encomendados. Accesorio a este Título es el concerniente a la sucesión en las encomiendas, tema altamente polémico alrededor de mediados del siglo XVI. Los partidarios de que el hijo y aun el nieto del primer titular siguiera beneficiándose con su disfrute, argumentaban que ante la perspectiva de dejar esa merced a sus herederos, el encomendero se esmeraría en dar un trato considerado a sus feudatarios, limitándose a solicitar de ellos una tributación que no excediera de sus fuerzas, y antes bien procurarían incrementar su número, a fin de incrementar correlativamente su tributación. En la oposición se encontraban los que esgrimían precisamente el mismo argumento en favor de la reversión a la Corona de los tributarios cedidos a los encomenderos. Manifestaban que cuanto antes se procediera a privarles de su tenencia se conservarían mejor los indios, pues era perceptible que en la medida en que los encomenderos consideraban la encomienda un beneficio que cesaría con su muerte, procurarían explotarla en medida incompatible con la subsistencia de sus feudatarios, agobiándolos con toda clase de cargas y dejando a la postre la encomienda prácticamente sin personal.

“Del buen tratamiento de los indios”

A este problema atendía precisamente el Título décimo de este Libro: “Del buen tratamiento de los indios”. Este Título abre nada menos que con la cláusula del testamento de la reina Isabel la Católica, en que quedó consignada la voluntad de la soberana de evitar por todos los medios que los aborígenes del Nuevo Mundo recibiesen “agravio alguno en sus personas y bienes,” y si acaso se les hubiese infligido alguno, se remediase sin tardanza.

Este Título contiene poco más de veinte disposiciones legales, pero todas ellas esenciales y todas ellas dotadas de carácter imperativo. Así, los virreyes y audiencias procederían severamente a sancionar a los que infligiesen algún atropello en agravio de los indios, reprimiéndoles “con todo rigor”, encargando subsidiariamente a los Prelados ejercer supervigilancia en este campo. Si quedase fehacientemente probado algún atropello, “los españoles que injuriaren u ofendieren o maltrataren a indios, sean castigados con mayor rigor que si los mismos delitos se cometiesen contra españoles, y los declaramos por delitos públicos.” No ceden en importancia al anterior los Títulos subsiguientes; “Del servicio personal” y “Del servicio en chácaras, tambos, viñas, olivares, obrajes, ingenios, etc.”. El primero reúne una serie de disposiciones muy ajustadas a fin de atajar los perjuicios que comportaba la prestación de servicios personales, indiscriminada en un principio, y susceptible de abusos, al no regularse exactamente en qué medida podía un español valerse de la mano de obra proporcionada por un nativo. A este efecto se legisla minuciosamente la forma de contratación, la cuantía del jornal bajo el cual se pactaba la misma, los viáticos para cuando la prestación se efectuaba en un lugar alejado; la mita (del quechua: «mit'a», era un servicio público obligatorio ya en tiempos del impero inca) quedaba permitida únicamente para los trabajos que redundasen en utilidad común (explotación de yacimientos mineros, apertura de caminos, construcción de puentes, iglesias y edificios públicos), y si hubiere voluntarios, emplearlos en los obrajes. La mita quedaba por cierto limitada a una cuota en hombres equivalente al 14% de la población de adultos de una determinada circunscripción, y quedaba entendido que esa servidumbre sólo podía exigirse con carácter temporal, por un período determinado, a fin de que el mitayo en el entre tanto pudiera atender a sus sembríos y ocupaciones particulares. A fin de evitar corruptelas, estaba severamente prohibido que la retribución se estipulase en bebidas alcohólicas, para no inducir a la población nativa a ceder a los vicios de la embriaguez. Dada la importancia del cultivo de la coca, el Título XIV contiene las medidas restrictivas del mismo dictadas por la Corona, a fin de salvaguardar la salud de los aborígenes. El Título siguiente se contrae al trabajo en la minería, y se dispensa tratamiento especial a la determinación de los jornales correspondientes a un trabajo tan rudo; su monto debía regularse por “el justo valor de las cosas”, es decir, considerando que su cuantía debía permitir una decorosa subsistencia. Los jornales debían satisfacerse los sábados por la tarde a los operarios. Finalmente, los tres últimos Títulos de este Libro de la Recopilación de las Leyes de Indias remiten a situaciones peculiares de los araucanos, de los aborígenes de Tucumán, Río de la Plata y Paraguay. Concluyen con el tratamiento que debía dispensarse en Filipinas a los inmigrantes chinos y nipones que acudiesen a esas islas a practicar el comercio. Este Libro que ha retenido nuestra atención no agota la frondosa legislación librada por las autoridades españolas tocante a la población autóctona. Ya en el Libro Primero (Título VII, Ley XIII) se había recogido una ley de 1582 en que se exhortaba a los Prelados a velar por el buen tratamiento de los indios, habida cuenta de que “son personas miserables y de tan débil natural, que fácilmente se hallan molestados y oprimidos y nuestra voluntad es que no padezcan vejaciones.”


NOTAS

FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA

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GUILLERMO LOHMANN VILLENA

[Historiador especialista en la época virreinal y Académico de la Historia (1915-2005)]

[©Revista Peruana de Historia Eclesiástica, 3 (1994) 187-205]