CRISTIADA

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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La Cristiada, llamada también Guerra Cristera o Guerra de los Cristeros, fue un conflicto armado que tuvo lugar entre los años 1926 y 1929 entre el Gobierno de México presidido por Plutarco Elías Calles, y el pueblo católico mexicano. El mayor historiador de este conflicto es el Doctor en Historia Jean Meyer[1]quien describe a la Cristiada como la “Historia dramática y conmovedora de un pueblo que se siente agraviado en su fe y que, por tanto, desafía a un gobierno de hierro y a un ejército que lo aventaja en todos los terrenos menos en uno: el del sacrificio”.[2]

Antecedentes

En México el conflicto entre la Iglesia y el Estado se remonta, cuando menos, a la época de la independencia; sin embargo los primeros gobiernos independientes conservaban la confesionalidad católica del Estado aunque impregnada del regalismo heredado del gobierno de los borbones; entonces los problemas entre el poder civil y el poder temporal quedaban circunscritos a las élites de ambos poderes. Será hasta 1854 con la revolución de Ayutla –la cual encumbró en el gobierno a políticos que sostenían principios del liberalismo radical- cuando el conflicto empezó a involucrar a sectores más amplios de la sociedad. En el seno del Congreso que redactó la Constitución de 1857 surgieron voces jacobinas que acusaban a la Iglesia de ser la causante de todos los males de México. La Constitución de 1857 provocó la Guerra de Reforma y esta a su vez las llamadas Leyes de Reforma, mismas que llevaron a la separación hostil de la Iglesia y el Estado. Posteriormente durante el largo periodo del porfirismo, el Estado abandonó la hostilidad abierta hacia la Iglesia, pero otorgó carta de ciudadanía a un anticlericalismo moderado, así como al protestantismo anglosajón y al positivismo.

“Bajo el reinado de los liberales masones (1859-1910) la Iglesia había realizado una segunda evangelización, desarrollando los movimientos de acción cívica y social dentro del espíritu de León XIII"[3]. Existía pues en México un movimiento católico con profunda incidencia social. La revolución de 1910 encabezada por Francisco I. Madero también hizo a un lado la hostilidad del liberalismo decimonónico e incluso permitió la participación política de los católicos organizados en el Partido Católico Nacional. En cambio la revolución desatada por Venustiano Carranza en 1914 convirtió el anticlericalismo en un anti-catolicismo virulento y sangriento, dando inicio a una persecución sistemática contra la Iglesia y contra el pueblo católico. El «caudillismo» de Carranza significó el triunfo de la facción masónica más radical que obviamente se volvió contra la Iglesia. "Sus hombres provenían del norte blanco, marcados por la «frontier» norteamericana, imbuidos del protestantismo y del capitalismo anglosajón, desconocían el viejo México mestizo, indio, católico. Para ellos la Iglesia encarnaba el mal, era (como decían): una mascarada pagana que no pierde ocasión de ganar dinero, aprovechándose de las leyendas más puras, ultrajando a la razón y a la virtud para llegar a sus fieles".[4]

La revolución carrancista destruyó templos, seminarios, instituciones educativas, conventos, todas las obras católicas del ámbito social, económico y político; cometió sacrilegios nunca antes vistos en México; vejó y expulsó obispos y sacerdotes y produjo los primeros mártires del siglo XX mexicano. Como broche, la facción carrancista promulgó la Constitución de 1917, la cual, al lado de algunos aciertos, contenía leyes totalmente hostiles hacia la religión católica y eliminaba jurídicamente la existencia de la Iglesia.

En 1920 Venustiano Carranza, ya en funciones de Presidente Constitucional, sufrió un «golpe de estado» por sus propios aliados revolucionarios: el llamado grupo “de los sonorenses” conformado por Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles y Adolfo de la Huerta, quienes lanzaron contra Carranza el “Plan de Agua-prieta”, el cual culminó con el asesinato de Carranza; de ese modo “los sonorenses” se hicieron del poder político en México. El gobierno de Álvaro Obregón (1920-1924) fue anuncio de un recrudecimiento del jacobinismo gubernamental, y una bomba de dinamita colocada a los pies del ayate de San Juan Diego con la Sagrada imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, fue el inicio de la tormenta que caería sobre la Iglesia y el pueblo católico mexicano. El 14 de Noviembre de 1921 había tenido lugar una ceremonia en la Basílica de Guadalupe. Terminado el acto, el sacristán pasó unos momentos al presbiterio, llamado por los canónigos del santuario. En ese momento, de un grupo de obreros que estaban en el templo, se adelantó un individuo pelirrojo, vestido con un overol azul nuevo, a colocar rápidamente un ramo de flores ante la imagen original de Nuestra Señora de Guadalupe. Bajó y un momento después se produjo una tremenda explosión, que sacudió los muros de la Basílica: había estallado una bomba a los pies mismos de la imagen milagrosa.

Luego del primer momento de estupor, los fieles reaccionaron y se dirigieron hacia el grupo de obreros, dispuestos a linchar al culpable. Entonces llegó el presidente municipal de la Villa, quien en esos momentos recibió una llamada telefónica del Presidente de la República, Gral. Álvaro Obregón, quien le encargó: "Dé usted garantías al preso que acaban de detener. Yo mando por él". El pelirrojo fue llevado a las oficinas municipales, custodiado por la policía para evitar que los católicos se le fueran encima. El pelirrojo, de nombre Luciano Pérez Carpio y empleado de la secretaría particular de Obregón, fue llevado al Ministerio Público donde se le puso en libertad “por falta de méritos”.

De inmediato se acudió a observar qué había pasado con la imagen: se habían caído la cortina que cubre el cuadro, candeleros y floreros, y un pesado crucifijo de bronce que estaba sobre el altar se dobló hacia atrás por la explosión. El ayate de Juan Diego donde está estampada la Virgen de Guadalupe no sufrió ningún daño, ni tampoco el cristal ordinario que la protegía del ambiente; cosa rara -¿milagrosa?- si consideramos que aun en edificios cercanos hubo vidrios rotos por la detonación. La comisión nombrada por los clérigos aclaró que el dispositivo explosivo fue un cartucho de dinamita marca Hércules de los que se usaban en las minas; fue colocado en el ángulo que forman las placas de mármol de la parte posterior del altar, entre éste y el marco de mármol en que estaba el cuadro con la imagen guadalupana. Se supo también que los obreros que habían protegido en el primer momento al sacrílego dinamitero no eran sino soldados disfrazados. Se supo en fin, que el presidente Obregón había preguntado repetidas veces a los empleados de su Secretaría Particular si no habría algún valiente que se animara a destruir la imagen guadalupana. El p. Jesús García Gutiérrez consigna también que hubo varias personas que oyeron decir a Obregón en un discurso -la primera vez que vino a México-, que no descansaría hasta limpiar a su caballo con el ayate de Juan Diego.

El furor que despertó el sacrílego intento fue tremendo, los católicos pedían a gritos justicia, pero el procurador Eduardo Neri declaró -con enorme cinismo e hipocresía- que "el acto en sí mismo no favorece más que al elemento clerical: ya políticamente porque éste aparece desempeñando, como otras veces lo ha hecho, el papel de víctima para ganarse la conmiseración pública; ya religiosamente, porque se explota un nuevo milagro; ya pecuniariamente, porque han encontrado, y quién sabe si no provocado, los Caballeros de Colón adláteres, una nueva base para organizar romerías que de seguro les dejarán fuertes cantidades de dinero. Estimo que todas las creencias religiosas merecen un respeto absoluto, pero que es repugnante utilizarlas para fines innobles.". Así, justificando su inacción con hipótesis calumniosas, el procurador sencillamente no hizo nada. Al atentado en la Basílica siguieron otros hechos: banderas bolcheviques fueron izadas en las catedrales de Guadalajara y Morelia; la expulsión del Delegado Apostólico monseñor Ernesto Filippi por el “delito” de haber bendecido la primera piedra del monumento a Cristo Rey en el cerro del Cubilete y el cese de todos los empleados públicos que habían adornado la fachada de sus casas con motivo del primer Congreso Eucarístico Nacional, mediante un decreto firmado por Obregón el 9 de octubre de 1924.

El proyecto de protestantización de México

El 30 de noviembre de 1924 tomó posesión de la Presidencia de la República el general Plutarco Elías Calles, otro de los sonorenses firmantes del “Plan de Agua-prieta” contra el presidente Carranza. Jacobino furibundo y fanático, afirmaba que no se podía ser al mismo tiempo un buen ciudadano y católico, puesto que su primera lealtad era Roma, además de que el catolicismo era incompatible con el progreso. Calles “dedica a la Iglesia un odio mortal y aborda la cuestión con espíritu apocalíptico; el conflicto que empieza en 1925 es para él la lucha final, el combate decisivo entre las tinieblas y la luz.”[5]

La clase política y pensadores de cuño liberal veían en el protestantismo una alternativa cultural al catolicismo para todo el Continente iberoamericano; había que empezar por México. La prensa lo fomenta, los gobiernos propician la venida de los pastores protestantes desde los Estados Unidos. En el proceso de "descatolización" pretenden seguir el ejemplo de la Revolución Francesa: piensan en una nueva "Constitución civil del clero" y en una "Iglesia Nacional independiente de Roma".

Con la ayuda del líder de la Confederación Regional de Obreros Mexicanos (CROM) Luis Napoleón Morones, a quien otorgó la cartera de Industria, Comercio y Trabajo, en febrero de 1925, Calles intentó la creación de una iglesia cismática que, separada de Roma, canalizara la religiosidad de los mexicanos hacia la Revolución. Ésta estrategia había sido ya propuesta en 1916 durante las sesiones del Congreso Constituyente; ahora contaban para su puesta en práctica con un ex sacerdote que se había afiliado a la masonería: Joaquín Pérez Budajar, quien aceptó desempeñar el papel de “Papa” de la “Iglesia católica apostólica mexicana”. El gobierno entregó a esta iglesia el Templo de La Soledad en la ciudad de México para que fuera su sede. Pero lejos de captar “feligreses”, la iglesia cismática del “patriarca Pérez” encontró un firme y enérgico rechazo de parte de la población; el “patriarca” tuvo que ser protegido por la policía para evitar su linchamiento y el intento cismático terminó en un total y rotundo fracaso.

Las logias propulsaron entonces la creación de una religión de tinte masónico y naturalista. Todo lo que no estaba cobijado bajo aquel techo fue marcado con la etiqueta de fanático (nos hallamos de nuevo ante el mismo lenguaje y ante los mismos pasos de los tiempos de la Revolución francesa). Se indica a la Iglesia católica, a su clero y a sus religiosos como responsables de todas las desgracias del país. Por eso se la persigue a muerte. "Yo soy un liberal de espíritu amplio, dijo Calles en un discurso electoral en 1924, que dentro de mi cerebro me explico todas las creencias y las justifico, porque las considero buenas por el programa moral que encierran. Yo soy enemigo de la casta sacerdotal...Yo declaro que respeto todas las religiones, y todas las creencias, mientras los ministros del culto no se mezclen en nuestras contiendas políticas con desprecio de nuestras leyes..."[6].

Lo que Calles quería decir lo expresó entonces el obispo mexicano de Huejutla, Monseñor Manríquez y Zárate, en una carta pastoral de 1926: "...el jacobinismo mexicano ha decretado dar muerte a la Iglesia Católica en nuestro país, arrancar de cuajo, si posible fuera, de la sociedad mexicana, toda idea católica".

La reacción cristiana popular

Lo que sí logró el intento cismático de Calles y Morones fue hacer ver a muchos laicos dirigentes de las organizaciones católicas, la urgente necesidad de organizarse para defender sus derechos ante la embestida jacobina que se les venía encima; alrededor de dieciocho personas pertenecientes a la Acción Católica de la Juventud Mexicana (ACJM), la Confederación Nacional Católica del Trabajo, la Unión de Damas Católicas Mexicanas, los Caballeros de Colón y la Adoración Nocturna, acordaron formar el 9 de marzo de 1925 la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa. Solo tres meses después de fundada, la Liga tenía trescientos mil socios dispersos en veintisiete estados. “En septiembre (1925), la Liga contaba más de un millón de miembros, ¡de los cuales 200 000 en el Distrito Federal! Estas cifras, exageradas, expresan un orden de grandeza aceptable: el terreno estaba preparado por diez años de anticlericalismo militante, y el escándalo cismático provocó la movilización.”[7]

Presentándose como una organización de carácter cívico-político, y por tanto ajena a la Jerarquía de la Iglesia, la Liga se estructuraba en un Comité Central, cuyo presidente era el abogado Rafael Ceniceros y Villareal, quien durante el gobierno de Francisco I. Madero había sido gobernador de Zacatecas por el Partido Católico Nacional; tenía sus delegados regionales, jefes urbanos, jefes de manzana y jefes de calles; se sostenía por las cuotas de sus miembros y se dedicaba a organizar conferencias y reuniones en plazas, teatros, domicilios particulares, y a difundir hojas volantes. Su lema era “Dios y mi derecho” y tuvo una publicación periódica propia: David.

El alma de la Liga fue la ACJM y era natural que así ocurriese; fogueada y disciplinada, numerosa y presente en distintos puntos del país. Otro organismo importante que se sumó a la Liga fue la Unión Popular, la cual a pesar de ser una agrupación circunscrita solamente al estado de Jalisco, estaba muy bien organizada y dirigida por el joven abogado Anacleto González Flores. La Unión Popular aportó además la experiencia adquirida en 1919 durante la exitosa resistencia pacífica llevada a cabo contra la persecución religiosa que en Jalisco desató el gobernador José Guadalupe Zuno.

Fracasado su proyecto cismático, el Presidente Calles envió al Congreso una ley para incluir como delitos penales (es decir, aquellos que se castigan con multa y cárcel) las infracciones a las disposiciones anticatólicas de las leyes constitucionales. La aprobación a la “ley Calles” por un Congreso formado exclusivamente por diputados jacobinos fue publicada el 2 de julio de 1926 en el Diario Oficial , señalando el 1° de agosto como la fecha en que entraría en vigor. La Liga buscó impedir la aprobación de la ley Calles por medios legales, presentando al Congreso un memorándum apoyado por más de dos millones de firmas, documento que los diputados se negaron incluso a recibir. Agotados los medios legales y tomando la experiencia exitosa de la Unión Popular en Jalisco, la Liga decretó entonces un boicot económico que encontró una gran acogida entre la mayoría de la población del centro y occidente del país. Aunque el boicot afectó las finanzas públicas, Calles se negó a modificar un ápice su posición sectaria y jacobina; por el contrario, las logias masónicas a través del gran comendador del rito escocés Luis Manuel Rojas, le entregó al Presidente Calles la medalla al mérito masónico en el salón verde del Palacio Nacional.

“El boicot había mostrado los límites de la acción de la Liga, frente a un gobierno resuelto a no ceder en nada, así como las deficiencias de su organización (…) Durante este periodo, la actividad de la Liga se redujo a la propaganda, a la defensa de los derechos, de las libertades y de las garantías, al boicoteo y al referéndum contra los artículos (constitucionales) 3, 5, 24, 27 y 130.”[8]

Clandestinidad de sacerdotes y religiosos

En abril de 1926 el Episcopado Mexicano preguntaba en su Carta pastoral colectiva: ¿Podrá cumplir la Iglesia con su misión divina poniéndosele tales limitaciones? ¿Podrá desarrollar su acción altamente civilizadora y profundamente caritativa si se le prohíbe disponer hasta de los elementos más indispensables para que exista? En junio, conociendo el proyecto de la Ley Calles, los obispos hicieron gestiones para impedir o modificar su contenido. Calles dijo entonces al arzobispo de Morelia, Leopoldo Ruiz y Flores: Sólo tienen ustedes dos caminos: o acudir al Congreso o tomar las armas. El recurso del Congreso lo utilizaron infructuosamente los ciudadanos católicos, y a los obispos los diputados les dijeron que ellos no tenían ningún derecho ni alegar nada puesto que jurídicamente no existían.

Agotados todos los intentos de diálogo, los obispos mexicanos se decidieron por un gesto único e inédito en los últimos siglos de la historia de la Iglesia: ¡suspender el culto público y cerrar todas las iglesias! Esta decisión del Episcopado mexicano fue comunicada a los sacerdotes y fieles mediante una nueva Carta Pastoral Colectiva fechada el 25 de julio de 1926 en la cual explicaban: “Colocados en la imposibilidad de ejercer nuestro sagrado ministerio sometido a las prescripciones de ese decreto (la ley Calles), tras haber consultado a nuestro Santo Padre, Pío XI, que ha aprobado nuestra actitud, ordenamos que, a partir del 31 de julio del año en curso, y hasta nueva orden, todo acto de culto público que exija la intervención de un sacerdote quede suspendido en todas las iglesias de la República.” Conocida la decisión, largas filas de fieles se formaron en las iglesias para recibir alguno de los sacramentos, especialmente el de la reconciliación. A las doce de la noche del día 31 fue retirado el Santísimo Sacramento de todos los sagrarios; en algunos de ellos se puso una leyenda dramática: “no está aquí”. El domingo 1° de agosto, por primera vez en 400 años en México no se celebró la Eucaristía y en todas las regiones se percibía un duelo general.

Como las restricciones que la ley Calles señalaba eran en relación al culto público, el Episcopado suspendió éste, pero no el culto privado ya que supuestamente estaba fuera del control gubernamental. Sin embargo el gobierno sectario no se ciñó a sus propias leyes y la persecución se extendió también a los hogares, encarcelando y vejando a quienes eran sorprendidos celebrando un sacramento en un domicilio particular. Igualmente el gobierno no se ciñó a la aplicación de las penas que señalaban las leyes; siguiendo el proceder que desde 1914 implementó la revolución carrancista, las autoridades civiles pero sobre todo las militares, aplicaban arbitrariamente la pena que les viniera en gana, y frecuentemente ésta fue la pena de muerte.

Dada la persecución anticatólica y las duras prohibiciones contra los sacerdotes, la mayor parte de ellos se retiró a la clandestinidad dedicándose a la asistencia de los fieles. A partir del 31 de julio de 1926 se dio a la caza a los sacerdotes para encarcelarlos y asesinarlos. Solamente desde 1926 a 1928 fueron asesinados por el Gobierno más de 55 sacerdotes detenidos durante el ejercicio de su ministerio. Entre ellos se encuentran los beatos p. Miguel Agustín Pro y fray Elías del Socorro Nieves García O.S.A, así como 22 sacerdotes mártires beatificados en 1922[9]y canonizados durante el Jubileo del año 2000 por Juan Pablo II. Otros diez mártires encabezados por Anacleto González Flores fueron beatificados en el año 2005, y uno de ellos, el niño José Sánchez del Río, fue canonizado el 16 de octubre de 2016. Pero los sacerdotes mártires son muchos más. Los católicos asesinados se cuentan a centenares. Esta situación legal contrastaba poderosamente con la realidad sociológica de México: el pueblo mexicano se sentía católico hasta la médula. El constituyente de «Querétaro» fue derrotado por la gente sencilla que continuó profesando la fe cristiana. Se repitieron a millares los gestos conocidos de los católicos perseguidos durante la Convención francesa[10].

Inicio de la lucha armada

Antes de los primeros levantamientos armados hubo varias acciones violentas, aunque no se les podrían catalogar como hechos de armas; tal fue el caso de los sucesos ocurridos el 3 de agosto de 1926 en el Santuario de Guadalupe en la ciudad de Guadalajara, donde el pueblo estaba posesionado del templo para evitar que cayera en manos del gobierno. En la noche de ese día llegaron a las inmediaciones del Santuario cincuenta soldados dando la orden de despejar la entrada y abrieron fuego contra las personas allí reunidas, pero los hombres se lanzaron contra los soldados con piedras, palos y cuchillos, y tras diez minutos de pelea obligaron a los militares a replegarse; estos recibieron refuerzos y con 250 hombres volvieron a cargar contra los defensores del Santuario. Jean Meyer recogió el relato de varios testigos: “Las mujeres, en el interior de la iglesia, cantaban; fuera, en el atrio, hombres y mujeres combatían cuerpo a cuerpo con los soldados después de haberse arrojado sobre los fusiles. A las diez de la noche el ejército controlaba el jardín en torno de la Iglesia, pero ni esta ni el atrio. Para impedir la llegada de nuevos manifestantes, que afluían, con armas improvisadas de todas partes y llenaban ya la calle de Juan Álvarez, el ejército hizo ocupar las bocacalles y después evacuar las cuatro manzanas en torno del Santuario, disparando sobre los escasos transeúntes. A las seis de la mañana fue negociada la rendición con el general Ferreira: a las mujeres y los niños se les dejó partir, y los hombres (390) fueron conducidos al cuartel, a las aclamaciones de la población, que gritaba ¡Viva Cristo Rey!” En cuanto pudieron, muchos de los participantes en estos sucesos se remontarían a las montañas para defenderse por medio de las armas.

La defensa por medio de las armas no fue resultado algún plan o estrategia; surgió de manera espontánea, dispersa y desorganizada, provocada por los excesos de la represión gubernamental contra algunas de las poblaciones católicas del medio rural. El primer grupo que se levantó en armas fue el de Pedro Quintanar tras el asesinato del padre Luis Batis y tres de sus feligreses ocurrido el 15 de agosto de 1926 en la pequeña población de Chalchihuites en el estado de Zacatecas. El día 29 de agosto, al frente de treinta hombres y al grito de ¡Viva Cristo Rey!, Quintanar cayó sobre la guarnición militar de Huejuquilla el Alto, Jalisco, derrotándola y tomando la plaza. Iniciaba así la guerra de los cristeros, llamada también la Cristiada. El término «cristeros» fue acuñado por los callistas como un epíteto despectivo hacia los católicos que iban lo mismo al combate que al paredón con el grito en los labios de ¡Viva Cristo Rey! Pero lejos de sentirse insultados, los católicos tomaron para sí y con orgullo el título de «cristeros». Con ese nombre, exclusivo de los cristianos mexicanos, escribieron su nombre en la historia. La sublevación fue masiva y unánime en los pueblos del centro-oeste. Hombres, mujeres, niños confluían como para una peregrinación, seguros de obligar al gobierno a capitular. El ejército los recibió a tiros y con fuego de ametralladoras, y en el primer choque esos peregrinos dignos de acompañar a Pedro el Ermitaño se desbandaron".[11]

Al levantamiento de Pedro Quintanar en Zacatecas siguieron otros igualmente espontáneos; en septiembre se levantó Luis Navarro, ex presidente municipal de Pénjamo, Guanajuato, quien se adueñó y exterminó a la guarnición militar de esa localidad, y luego tomó la ciudad de La Piedad, Michoacán. En Durango se levantó Trinidad Mora, quien derrotó a un regimiento federal que se dirigía hacia Santiago Bayacora. El hecho más importante de esos primeros momentos fue que el general Rodolfo Gallegos, comandante desde 1918 de la zona militar de Guanajuato, quien puesto ante la disyuntiva de combatir a los cristeros que empezaban a operar en su región o retirarse del mando, decidió encabezarlos; así el 31 de octubre tomaba la plaza de San José Iturbide. Sin embargo estos grupos actuaban totalmente desvinculados, sin un plan en común, en medio de graves carencias materiales y con un armamento sumamente pobre y variado. Su fuerza radicaba en su fe y en el conocimiento del terreno en que combatían.

El levantamiento armado y su moralidad.

Como señala Jean Meyer, la guerra fue una sorpresa para el Estado, que consideraba la religión como cosa de mujeres; pero fue también una sorpresa –bendita sorpresa- para la Liga que aceptaba la posibilidad del recurso de las armas pero que para nada tenía preparación alguna en ese sentido; fue también una sorpresa para los obispos que, puestos ante los hechos consumados de la persecución y los primeros grupos levantados en las montañas, predicaban la resistencia activa sólo por medios pacíficos, hasta el martirio si fuera necesario.[12]Todavía el 1° de noviembre, el Comité Episcopal respondía mediante un boletín a las acusaciones gubernamentales de ser los obispos los jefes de las “partidas episcopales”. “Casos hay en que los teólogos católicos autorizan no la rebelión sino la defensa armada contra la injusta agresión de un poder tiránico, después de agotados los medios pacíficos. El Episcopado no ha dado ningún documento en que declare que haya llegado, en México, ese caso.(…) Si algún católico, seglar o eclesiástico, siguiendo la doctrina citada, cree haber llegado el caso de la licitud de esa defensa, el episcopado no se hace solidario de esa resolución práctica."[13]

El problema de la licitud poseía una vertiente teórico-doctrinal y otra vertiente eminentemente práctica; ésta última era que si los obispos condenaban el movimiento, obligaban a los católicos a rendirse ipso facto a sus perseguidores, lo que significaba el exterminio casi seguro de ellos, o cuando menos de los dirigentes cristeros. La vertiente teórica se encontraba con el hecho de que en el siglo XIX “el Papa Gregorio XVI había reprobado la insurrección de los católicos polacos contra el Zar y, apenas unos años antes, el episcopado irlandés había condenado una insurrección de los católicos. Por ello tanto para la Liga como para los cristeros era muy importante dejar aclarado el tema acerca de la licitud moral del levantamiento armado. Es interesante notar que los mismos obispos buscaron apoyarse primero en la autoridad de la Santa Sede y, al no encontrar respuesta, en la de los teólogos más renombrados para orientar en una dirección o en otra la conducta de sus fieles levantados en armas.

“Los legisladores que en 1917 plasmaron en la Constitución de México una serie de disposiciones tendientes a sofocar la acción de la Iglesia Católica, no entendieron que los ordenamientos legales injustos más que leyes son una perversión… y por ello mismo constituyen en sí mismos un acto de violencia contra el pueblo (…) El conflicto derivó en una lucha sangrienta debido a la actitud intransigente del presidente Plutarco Elías Calles (...) El ansia de paz, el bien del país, llevó a los obispos desde el inicio del conflicto a tolerar un orden legal tan adverso…con tal de que el gobierno declarara públicamente que el registro de los sacerdotes era sólo «una medida administrativa» con la que el gobierno no intentaba mezclarse en el dogma y en la disciplina interna de la Iglesia. La obcecación de Calles llegó al grado de no solo no aceptar esta mínima petición, sino ser él mismo en sugerir a los católicos, cerrados los recursos legales, que no quedaba otra vía que la de las armas.

En Jalisco Anacleto González Flores y la Unión Popular intentaron por todos los medios evitar el recurso de las armas, optando solo por el de la resistencia pacífica, pero las autoridades de la Liga en la ciudad de México habían ya optado por la lucha armada considerando que los recursos pacíficos estaban del todo agotados y ordenaron a sus delegaciones que organizaran un movimiento armado; González Flores acató la decisión del Comité Central de la Liga pero personalmente él no tomó las armas. La Liga presentó al Comité Episcopal un memorándum en que pedían a los obispos cuatro acciones: a- no condenar el movimiento armado; b- sostener la unidad de acción mediante un mismo plan y un mismo caudillo; c- habilitar canónicamente vicarios castrenses; d- solicitar a los ricos católicos que suministraran fondos al movimiento. Los obispos contestaron afirmativamente sólo los dos primeros puntos; sobre el tercero no aceptaron nombrar vicarios castrenses pero dieron permiso a los sacerdotes que quisieran, ejercer su ministerio entre los levantados en armas; sobre el cuarto punto se negaron a solicitar a los ricos su apoyo económico, estimando esa acción como muy peligrosa.

El 11 de febrero de 1927, Mons. José María González y Valencia, arzobispo de Durango desterrado en Roma, escribió una carta pastoral a los católicos de su arquidiócesis: “Séanos ahora lícito romper el silencio sobre un asunto del cual nos sentimos obligados a hablar. Ya que en nuestra arquidiócesis muchos católicos han apelado al recurso de las armas…creemos de nuestro deber pastoral afrontar de lleno la cuestión y, asumiendo con plena conciencia la responsabilidad ante Dios y ante la historia, les dedicamos estas palabras: Nos nunca provocamos este movimiento armado. Pero una vez que, agotados todos los medios pacíficos, ese movimiento existe, a nuestros hijos católicos que anden levantados en armas por la defensa de sus derechos sociales y religiosos, después de haberlo pensado largamente ante Dios y de haber consultado a los teólogos más sabios de la ciudad de Roma, debemos decirles: Estad tranquilos en vuestras conciencias y recibid nuestras bendiciones.”[14]Mons. Mora y del Río al momento de ser expulsado del país el 21 de abril de 1927 junto con los obispos que aún permanecían en México declaró al Secretario de Gobernación Adalberto Tejeda: “Señor, el Episcopado no ha promovido ninguna revolución, pero ha declarado que los seglares católicos tienen el derecho innegable de defender por la fuerza los derechos inalienables que no pueden proteger por medios pacíficos.” Eso es rebelión, dijo Tejeda. “Esto no es rebelión; esta es legítima defensa contra la tiranía injustificable[15], contestó Mons. Mora.

En Roma, S.S. Pío XI publicó el 18 de noviembre de 1926 su encíclica Iniquis afflictisque sobre la persecución a la Iglesia mexicana. En ella el Papa recordaba que con la Ley Calles promulgada el 2 de julio de ese año se estaban atropellando los derechos naturales más fundamentales; allí radicaba la injusticia radical de toda aquella legislación que analizaba minuciosamente, y luego lamentaba la persecución que se había generalizado a todo el pueblo de Dios: “Sacerdotes y laicos, por los caminos y plazas, enfrente de las iglesias, han sido inmisericordemente asesinados”. El Papa mostraba su admiración por el testimonio martirial que el pueblo católico de México estaba dando ante el mundo y nombraba a los diversos componentes del mismo, como los Caballeros de Colón, los jefes de la Liga, las damas, los jóvenes que “…han sido amarrados, conducidos por las calles en medio de pelotones de soldados, encerrados en prisiones inmundas, tratados ásperamente y castigados con penas y multas. Más aún, algunos de aquellos adolescentes y de aquellos jóvenes – y al decirlo- apenas podemos contener las lágrimas, con el rosario en la mano y aclamando a Cristo Rey han encontrado voluntariamente la muerte.”

Si bien todos los obispos reconocieron la licitud del movimiento, en la práctica varios siguieron predicando la resistencia pacífica y adoptaron una conducta más bien reprobatoria hacia la Liga y los cristeros; tal fue el caso de los obispos de Saltillo, Cuernavaca, Puebla, Chihuahua, Veracruz, Querétaro, Tabasco, Morelia y Zamora. Sin apoyar al movimiento pero sin oponerse al mismo, dos obispos decidieron permanecer entre los feligreses de sus diócesis: Mons. Francisco Orozco y Jiménez, arzobispo de Guadalajara, y el anciano obispo de Colima Mons. Amador Velasco. Ocultos en las montañas o en las barrancas, disfrazados de campesinos o de arrieros, estos dos obispos permanecieron tres años entre su pueblo compartiendo sus temores y privaciones; la presencia de su prelado fue para los cristeros de Jalisco y Colima un valioso aliento en su lucha.

Desarrollo de la guerra

La participación de Liga en el movimiento armado fue marginal y pobre; lo más valioso que aportó fue el haber conseguido en julio de 1927 que el general Enrique Gorostieta, un antiguo militar de carrera, aceptara mediante el pago de tres mil pesos oro al mes, dirigir y organizar a los distintos grupos armados que se encontraban en pie de lucha. Gorostieta era liberal agnóstico y tenía poco afecto por la Iglesia, pero la convivencia con los cristeros le llevó a su conversión y al momento de su muerte, ocurrida en un combate en 1929, había ya abrazado con entusiasmo la causa de sus dirigidos; se volvió, a su manera, cristiano en medio de sus cristeros, a los que admiraba, sin indulgencia: “¿Con esta clase de hombres crees que podamos perder? ¡No, esta causa es santa y con estos defensores no es posible que se pierda!” Gorostieta informaba a la Liga en febrero de 1928 que San Martín de Bolaños, Totatiche, Huejuquilla, Mezquitic y Monte Escobedo se hallaban bajo el control absoluto de los municipios cristeros y bajo el amparo de las defensas sociales encargadas de proteger a la población mientras los regimientos, organizados por él, se hallaban en operaciones.

Mientras el movimiento cristero se extendía, la Liga redactó una Constitución que sustituyera a la de 1917 y con la cual se pudiera instaurar un sistema político que en justicia conciliara las libertades políticas, sociales, económicas y religiosas de los mexicanos. El manuscrito de esa Carta Magna –ignorada hasta ahora por la historiografía- ha sido reproducido recientemente en Cuadernos del Archivo Histórico de la UNAM (N° 18) bajo el título La Constitución de los cristeros y otros documentos. Esta Constitución debió ser redactada durante 1927, ya que se dio a conocer el 1° de enero de 1928; en ella se establecía que “La Nación mexicana continúa constituida en República representativa, democrática, federal” (Art. 3°) y que su gobierno estaría integrado por cuatro poderes: Judicial; Legislativo; Ejecutivo y Municipal (Art. 6°). Sobre el aspecto religioso –que en esos momentos era el centro del conflicto- establecía que los mexicanos tendrían absoluta libertad para profesar la religión que consideraran de su conveniencia, así como la libertad de culto y la propiedad de los inmuebles necesarios al mismo (Art. 31°). Adelantándose a su tiempo, la Constitución cristera otorgaba a la mujer el derecho al voto.

Para julio de 1927, es decir, a un año de su inicio, el movimiento cristero estaba consolidado en vastas zonas rurales del Occidente; cuando en ese momento el general Gorostieta se incorporó al mismo comprendió el carácter de guerra de guerrillas que los cristeros intuitivamente habían implementado, pero ahora el militar organizó a los distintos grupos dándoles método y orden. La “Guardia Nacional” por él organizada extendió su influencia rápidamente a los estados de Jalisco, Nayarit, Aguascalientes, Zacatecas, Querétaro y Guanajuato, donde los cristeros controlaban la mayoría de las zonas rurales; situación semejante ocurría en los estados de Colima y Nayarit. El movimiento se extendió a principios de 1928 hacia los estados de Oaxaca, Guerrero, México, Morelos, Puebla y Tlaxcala, donde operaban numerosas partidas de cristeros que durante cortos periodos lograban tomar poblaciones medias y pequeñas, y cuando el ejército federal enviaba fuertes contingentes militares en su contra, se remontaban a las sierras para tomarlas nuevamente al menor descuido de los federales, a quienes causaban numerosas bajas capturándoles su armamento. Este fue el principal medio de los cristeros para hacerse de armas y municiones.

El gobierno implementó entonces una política de “reconcentración”, la cual consistía en obligar por la fuerza a todos los habitantes de una región a concentrarse en una población a fin de dejar sin apoyo a los cristeros, pero esta política lo único que logró fue echarle más leña al fuego. A los sufrimientos que las reconcentraciones causaban a la población civil que se veía obligada a dejar sus casas, sus tierras y ganados padeciendo entonces hambre y frío, se sumaban los robos, asesinatos y vejaciones que los militares les infringían, por lo que muchos indecisos optaron por sumarse a los cristeros, provocando una segunda ola de alzamientos. Para los primeros meses de 1928 eran ya unos 25000 los cristeros en armas, y el ejército reconocía que entre enero y mayo de ese año había perdido a tres generales, 324 oficiales y 2892 soldados. El mayor Harold Thompson, agregado militar de la Embajada norteamericana y amigo de Obregón advertía la poca credibilidad de esas cifras gubernamentales que, decía, había que aumentar en diez mil más. A mediados de 1928 los cristeros no podían ya ser vencidos militarmente; pero el Gobierno federal y su ejército, apoyado por los Estados Unidos, tampoco.

El 17 de julio de 1928 fue asesinado el general Álvaro Obregón por José de León Toral, un miembro de la Liga, durante un banquete en honor de Obregón que ese día había sido declarado nuevamente “presidente electo” (tras haber mandado asesinar a sus dos oponentes, los generales Serrano y Gómez), ahora para el periodo presidencial 1928-1932. Para llevar a cabo esa reelección, Calles y Obregón modificaron previamente la Constitución de 1917 que expresamente prohibía la reelección.

Los “arreglos” de 1929 y el final del conflicto armado

Al iniciarse el año de 1929 los combates se incrementaron por todas partes con frecuentes y sonados triunfos de los cristeros que incursionaban incluso en barrios periféricos de la ciudad de Guadalajara; para ese entonces eran ya más de cincuenta mil los cristeros en armas. Además el gobierno tuvo que hacer frente a un nuevo y grave problema: dos de los principales jefes del ejército federal, el general Gonzalo Escobar y el general Francisco Manzo, se levantaron en armas contra el gobierno arrastrando tras de sí a la mitad del ejército. La razón de ésta asonada militar la encontramos en el hecho de que Calles y Obregón siempre desconfiaron uno del otro, pero se necesitaban mutuamente para conservar el poder. El apoyo principal de Calles era la CROM y su líder Morones; el de Obregón era el ejército. Cuando Obregón fue asesinado, los militares no creyeron que su victimario León Toral hubiera actuado por ser un “fanático religioso” como lo llamó la prensa, sino un agente de la CROM que despejaría el camino para la perpetuación de Calles en el poder. Eso explica que, a diferencia del Padre Pro, quien fue ejecutado sin juicio alguno, a León Toral se le siguiera un largo y puntual juicio público, pues Calles era el primer interesado en demostrar que León Toral era efectivamente un católico miembro de la Liga y no un agente callista.

Ante la desaparición de Obregón, el todavía presidente Calles se vio obligado, en una junta con 32 generales del ejército celebrada el 5 de septiembre de 1928, a destituir a Luis Napoleón Morones como Secretario de Industria, Comercio y Trabajo, y a designar a un revolucionario neutral como presidente interino. Calles designó entonces al licenciado Emilio Portes Gil como presidente provisional. En efecto, Portes Gil era un abogado originario de Tamaulipas y un connotado miembro de la masonería, pero no era militar ni pertenecía a la CROM. Poco antes de dejar la presidencia de la República, Calles se hizo designar “jefe máximo de la revolución”, y con ese título se situó, durante varios años más, por encima de los presidentes convirtiéndose así en “el poder tras el trono”. Esto fue lo que provocó en marzo de 1929 la rebelión de los generales Escobar y Manzo.

Simultáneamente a la guerra cristera y a la rebelión escobarista, a mediados de 1929 se sumó una amenaza más para el gobierno de Portes Gil y Calles: la campaña presidencial del licenciado José Vasconcelos. Dado que Portes Gil era presidente provisional, tenía que convocar a elecciones, y a ellas se presentó como candidato José Vasconcelos, cuya popularidad era grande por haber sido colaborador de Francisco I. Madero, Rector de la Universidad Nacional de México, y Secretario de Educación Pública en el gabinete de Obregón. El licenciado Vasconcelos era un personaje carismático y un orador brillante que amenazaba seriamente el poder en manos de la “familia revolucionaria” encabezada por Calles y Portes Gil. Tal era la situación adversa que enfrentaba el gobierno en 1929, y en cuyo contexto se debe leer los “arreglos” que pusieron fin a la guerra de los cristeros.

El gobierno encabezado por Emilio Portes Gil y el “jefe máximo” Plutarco Elías Calles se tambaleaba seriamente y fue nuevamente el gobierno norteamericano el que intervino para sacarlo a flote. Los Estados Unidos entregaron al gobierno mexicano mayor y mejor armamento, incluyendo un buen número de aviones militares; con ello la rebelión escobarista pudo ser fácilmente sofocada a tres meses de iniciada.

La solución al movimiento cristero, que lejos de disminuir crecía cada día, fue planteada por el embajador de los Estados Unidos Dwight W. Morrow: era necesario entenderse con la Iglesia y él se ocuparía de ello. Los obispos mexicanos habían sido desterrados; dos permanecían ocultos en las montañas; algunos se encontraban en Roma, pero la mayoría se encontraban asilados en los Estados Unidos y era sencillo ponerse en comunicación con ellos; además estaba el hecho de que los asuntos de la Iglesia en México habían sido encomendados al Delegado Apostólico en Washington, Pedro Fumasoni Biondi. Y Morrow se advocó a “arreglar” la cuestión religiosa en México.

Ya desde los primeros días de 1927 el Gral. Obregón había buscado una solución al conflicto religioso por medio del Lic. Mestre quien ofreció de palabra a Mons. Mora y del Río y a Mons. Valdespino, que si los obispos ordenaban la reanudación del culto público, a los pocos meses serían reformadas las leyes. El 23 de marzo de ese año Obregón se entrevistó en el Palacio de Chapultepec con el obispo de Zamora Mons. Manuel Fulcheri para insistir sobre lo mismo, y Mons. Fulcheri contestó que primero debían ser cambiadas las leyes. El general Obregón había sido desde 1914 el autor de las más despiadadas medidas persecutorias contra la Iglesia –incluyendo sacrilegios y el atentado contra la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe-, pero ante la perspectiva de su reelección le convenía reasumir la Presidencia con la nación pacificada.

Sin embargo el 1° de abril fueron arteramente asesinados en Guadalajara Anacleto González Flores y sus compañeros de martirio, los hermanos Vargas y Luis Padilla; el día 3 los siguieron en el martirio los hermanos Huerta, mientras un boletín del gobierno publicado en la prensa decía “tranquilidad absoluta en todo el territorio”. Ante la indignación por el asesinato de esos mártires de la fe y para desmentir ese boletín, el 19 de abril el grupo cristero del Padre Reyes Vega atacó un tren en el que murieron los 52 soldados de la escolta y 30 paisanos. Calles se vengó expulsando al arzobispo de México, Mons. Mora y del Río y a los demás obispos. Las tímidas y ambiguas proposiciones de Obregón fracasaron, lo que produjo satisfacción en el Presidente Calles, más intransigente que Obregón, y el gobierno intensificó la persecución religiosa.

Sabiendo la Santa Sede de las vagas e inaceptables propuestas que Obregón había formulado, S.S. Pío XI dio instrucciones claras y precisas para que los obispos mexicanos pudieran entablar una negociación con el gobierno de México que llevara a un arreglo justo del conflicto religioso. Esas instrucciones comprendían nueve puntos entre los que destacan los siguientes: Que se exigieran credenciales auténticas y satisfactorias a los agentes del gobierno; que las proposiciones se hicieran por escrito y firmadas; que se advirtiera a los agentes del gobierno que era necesario un mes para dar respuesta a las proposiciones; que se pidiera a la Liga y a los demás obispos su dictamen por escrito de las proposiciones; que se enviara a la Santa Sede las proposiciones y los dictámenes de la Liga y los de cada obispo; y que se esperara la resolución del Papa.

El embajador Morrow inició sus gestiones en los mismos Estados Unidos sirviéndose de algunas personalidades del mundo católico norteamericano, entre ellas el padre John Burke, Secretario de la National Catholic Welfare Council, y los jesuitas Wilfrid Parsons y Edmund Walsh. Para sus gestiones Morrow encontró también la colaboración de dos obispos mexicanos que desde el principio del conflicto eran partidarios de llegar a unos arreglos a cualquier costo; ellos eran Mons. Pascual Díaz y Barreto, obispo de Tabasco, y Mons. Leopoldo Ruiz y Flores, arzobispo de Morelia. Conociendo otros obispos la posición de Mons. Pascual Díaz ante tan delicado asunto, algunos le manifestaron su oposición a unos arreglos –como los que proponía Obregón- que serían de hecho una claudicación. Así el arzobispo de Durango, González y Valencia, exiliado en Roma, le escribe a Mons. Díaz: “...la Santa Sede desecha de plano los famosos arreglos, que habrían sido nuestra suprema vergüenza.” En el mismo sentido también el obispo de San Luis Potosí, Miguel de la Mora, también escribió una larga carta. Pero la situación cambió con el asesinato de Obregón el 17 de julio de 1928; por la tarde de ese día, estaba programada una entrevista de Obregón con el embajador Morrow.

Sin embargo Morrow no quitó el dedo del renglón; dos circunstancias venían a compensar sus planes: la primera era la proximidad de las elecciones presidenciales en los Estados Unidos, porque si la pacificación de México se lograba por medio del embajador, pondría en manos del Partido Republicano los votos de los católicos norteamericanos; la segunda fue la muerte del arzobispo de México, Mons. Mora y del Río ocurrida en el exilio el 22 de abril de 1928, y la elección del arzobispo de Morelia, Leopoldo Ruiz y Flores como nuevo presidente del Comité Episcopal. Por sugerencia de Morrow, el Padre Burke le escribe a Calles para proponerle una entrevista con el nuevo presidente de los obispos mexicanos; Calles acepta y los recibe el 28 de mayo de 1928 en un encuentro secreto. Después de ese encuentro, Mons. Ruiz y Flores parte a Roma para explicarle al Santo Padre las proposiciones de Calles, que no tenían más garantía que su palabra.

Enterados del viaje y de las intenciones de Mons. Ruiz y Flores, la Liga, los Caballeros de Colón, la ACJM, la Confederación Católica del Trabajo, la Asociación de Padres de Familia y las Congregaciones Marianas le escriben un memorial a S.S. Pío XI, y un resumen del mismo, redactado como telegrama, es enviado al cardenal Secretario de Estado. El telegrama decía los siguiente: “Sábese fundadamente que perseguidores propagan arreglo con algunos prelados, mediante simple promesa ir derogando paulatinamente ley sectaria, previa reanudación culto público. Damos testimonio que pueblo católico escandalizarse pacto esas bases; juzgando universalmente perseguidores tratan sorprender benevolencia algunos prelados, fin esclavizar definitivamente Iglesia mexicana, pretexto malestar nacional…Imposible fiar de palabra hombres sin honor. Damos testimonio de que pueblo y sociedad, sinceros católicos, inclusive combatientes, prefieren continúe situación dolorosa y lucha con todas sus consecuencias…” La mayoría de los obispos coincidían con el parecer de este memorial, como lo señalan en un escrito fechado el 31 de mayo en San Antonio, Texas, y dirigido a Mons. Pascual Díaz, quien se encontraba en Nueva York.

El panorama en los inicios de 1929 arriba señalado obligó a Calles y Portes Gil a reanudar las gestiones iniciadas por Morrow para un posible arreglo del conflicto religioso, y nuevamente el embajador se avocó a ello. En febrero, la Secretaría de Gobernación ordena a los gobernadores de los Estados, que liberen a todos los sacerdotes que tuvieran presos. En mayo Portes Gil declara al periodista norteamericano Dubose que: “Los fanáticos…no han sido dirigidos, en mi opinión, sino por sacerdotes de ínfima categoría (…) con excepción de monseñor Orozco (…) Creo que es absolutamente imposible cargar a la Iglesia católica la responsabilidad de tales actos.”. El mismo día, en Washington, Monseñor Ruiz y Flores declara la total disponibilidad de la Iglesia a dialogar con el gobierno mexicano. El 3 de mayo, el periódico El Universal encabeza su edición son el siguiente título: Con buena voluntad de parte del Estado y de la Iglesia puede lograrse un acuerdo.

El 7 de mayo los cristeros infringen una tremenda derrota al ejército federal en Tepatitlán, Jalisco; el 8 de mayo el presidente Portes Gil se felicita por las declaraciones del arzobispo Ruiz y Flores. A finales de ese mes de mayo, la Santa Sede nombra a monseñor Leopoldo Ruiz y Flores delegado apostólico ad referéndum para tratar con el gobierno mexicano la cuestión de la libertad religiosa. El 2 de junio, el Gral. Enrique Gorostieta, comandante de la Guardia Nacional, cae en una emboscada en Atotonilco el Alto, Jalisco; al frente del movimiento cristero lo sustituirá el Gral. Jesús degollado Guízar.

A principios del mes de junio sale de San Luis, Missouri un tren hacia la frontera de México; en el convoy va enganchado el vagón especial del embajador Morrow y con él viajan los obispos Leopoldo Ruiz y Flores y Pascual Díaz y Barreto. Al cruzar la frontera el vagón del embajador es enganchado a otro tren que viaja a la ciudad de México, pero poco antes de llegar a su destino, los dos obispos se bajan en la estación de Tacuba. Allí los recoge un automóvil que los traslada a la casa del señor Agustín Legorreta. Es esa casa no van a hablar ni a recibir a nadie; ni siquiera a su hermano en el episcopado Mons. Miguel de la Mora, quien intentará tres veces ser recibido por ellos sin lograrlo nunca. Finalmente, el 12 y 13 de junio se entrevistan con el Presidente portes Gil. El día 21 de junio de 1929, Portes Gil y los dos obispos acuerdan verbalmente los “arreglos” en base a las propuestas redactadas por el embajador Morrow, y al día siguiente son publicados por la prensa mexicana. Portes Gil hizo unas promesas: amnistía a los “rebeldes” sublevados (los cristeros); restitución de las iglesias, obispados y parroquias, y su palabra de honor (¿) de no volver atrás; los obispos se comprometían a reanudar el culto público y a solicitar a los cristeros que depusieran las armas. Aceptaron además el exilio del arzobispo de Guadalajara, Mons. Orozco, y el no regreso a México de Mons. José de Jesús Manríquez y Zárate, obispo de Huejutla. La Iglesia cumplió, el Gobierno no.

Aquellos “arreglos”, mentirosos en su raíz y en las intenciones gubernamentales de quienes los suscribían, repetían las bases propuestas en mayo de 1928, inaceptables entonces para la Iglesia. Además ni siquiera fueron puestos por escrito; ¿por qué? El mismo arzobispo Ruíz y Flores da la respuesta en sus memorias: “No creí que constara esto en estipulaciones escritas y firmadas por ambas partes, porque tenía yo de testigo por mi parte al Sr. Obispo Díaz y por parte del Presidente al Licenciado Canales” Tal fue la ingenuidad con la que negociaron los dos obispos.

Buena parte de los obispos mexicanos se sintieron engañados pues fueron totalmente marginados de las conversaciones y los arreglos; pero ante todo estaba el amor y la obediencia al Papa, y Mons. Ruiz y Flores actuó como delegado apostólico ad referéndum, y acataron lo por él negociado. En la madrugada del domingo 30 de junio de 1929, al oír el repique de las campanas llamando a misa, el embajador Morrow dijo a su esposa: “Betty…¿oyes eso?, ¡Yo he abierto las iglesias de México!.” En ese día se inició un “ modus vivendi” entre el gobierno mexicano y el pueblo católico, en el cual surgirían nuevas persecuciones y mártires. Los derechos que la razón y el derecho natural a la libertad religiosa no serían reconocidos por las leyes mexicanas sino hasta 1992, cuando gracias al Papa Juan Pablo II, la realidad de una nación de impronta católica se impuso por sí misma.

Por lo que se refiere a la Liga, a la Guardia Nacional y en general a quienes de un modo u otro apoyaban la Cristiada, su desencanto fue mayúsculo pero, como el crucifijo del atentado en la Basílica en 1921, prefirieron doblarse y obedecer antes que romper con la Iglesia. Meyer transcribe el testimonio de un antiguo cristero de Santiago Bayacora que sintetiza muy bien lo ocurrido entre los católicos levantados en armas: “De ganada, la perdimos; en el 21 de junio de 1929 se hicieron los mentados arreglos del conflicto religioso, y los señores que intervinieron en dichos arreglos no debían haber admitido a que entregáramos las armas, porque esas armas costaron muchas vidas, mucha sangre, nosotros espucimos (sic) nuestras vidas para quitar esas armas y no es posible ni justo que después de tanto sacrificio y trabajos como los que pasamos vayamos a entregar las armas; pero por obedecer órdenes sacerdotales fuimos a entregar las armas y les dijimos a nuestros enemigos: aquí están las armas que les quitamos en los campos de batalla, ya que ustedes no nos las pudieron quitar ahora nosotros se las venimos a traer (…) y nuestros enemigos sedientos de venganza luego empezaron la guerra contra los indefensos jefes cristeros. Y nosotros ya libres del compromiso que teníamos en contra del gobierno defendiendo nuestra religión; me fui a Durango en busca de mi familia…”.[16]

Notas

  1. Nació en Niza, Francia, en 1942. Obtuvo el grado de Maestro en la Universidad de la Sorbonne (1963) y el de doctor en la Universidad de Nanterre (1971). Ha sido profesor en la Sorbonne, en la Universidad de París, en el Colegio de México y el Colegio de Michoacán y en el Centro de Investigación y Docencia Económica. En el año 2000 fue nombrado miembro de la Academia Mexicana de Historia, ocupando el sillón 29. En 2011 recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes por sus contribuciones al estudio historiográfico de México.
  2. Meyer Jean, La Cristiada. El conflicto entre la Iglesia y el Estado. Clío, México, 1997, p 9
  3. Meyer Jean, Historia de los cristianos en América Latina, Vuelta. México 1989, p. 231.
  4. Meyer Jean, Historia de los cristianos..., p. 232.
  5. Meyer Jean. Historia de los cristianos… p. 232.
  6. Citado en : Congregatio pro Causis Sanctorum: "Positio super martyrio..." del Beato Miguel Agustín Pro, Cittá del Vaticano 1989.
  7. Citado en : Congregatio pro Causis Sanctorum: "Positio super martyrio..." del Beato Miguel Agustín Pro, Cittá del Vaticano 1989.
  8. Meyer Jean. La Cristiada… p.70
  9. Cfr. Mexicana...Michaëlis Augustini Pro Positio super Martyrio, 50-51; Mexicana. Beatificationis seu Declaratinis Martyrii Servorum Dei Christophori Magallanes et XXIV Sociorum in odium Fide, uti fertur interfectorum (+1915 - 1937). Positio super martyrio, Sacra Congregatio Pro Causis Sanctorum, P. N. 1407, III vol. Romae 1991.
  10. La novela de Graham Green, The Power and the Glory ("El poder y la gloria") (1940), describe los claro-oscuros de aquellos momentos y el misterio de la "gracia".
  11. Meyer Jean, Historia de los cristianos..., 234.
  12. Cf. Meyer Jean. La Cristiada, …. p. 9
  13. L´Osservatore Romano, 1-III-1927, p.1
  14. Meyer Jean. La Cristiada…. pp. 16-17
  15. Meyer Jean. La Cristiada….p.21
  16. Meyer Jean. La Cristiada…p. 337

Bibliografía

  • Meyer Jean, La Cristiada, (Vol. I. La guerra de los cristeros) Ed. Siglo XXI, quinta edición, 1977
  • Meyer Jean, Historia de los cristianos en América Latina, Vuelta. México 1989,
  • González Fernández Fidel, Sangre y corazón de un pueblo. Ed. Arquidiócesis de Guadalajara, Vol. I, 2008.


FIDEL GONZÁLEZ FERNÁNDEZ / JUAN LOUVIER CALDERÓN