CRUZ ALVARADO, San Atilano

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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(Ahuetita de Abajo, 1901 - Zapotlanejo, 1927) Sacerdote y mártir

El joven sacerdote Cruz nació el 5 de octubre de 1901 en un pueblecito llamado Ahuetita de Abajo, perteneciente al municipio de Teocaltiche, Jalisco, pueblo de rancio abolengo cultural. Su padre se llamaba José Isabel Cruz, y su madre, Máxima Alvarado. Desde pequeño había sido educado en la austeridad y en una vida de fe precisa y fuerte. Lo demostró viviendo su vocación en aquellos años difíciles, en su dedicación al estudio y en su total donación a los demás. Los testigos hablan de su espíritu de pobreza, de su amor a los pobres y de su gran piedad eucarística y mariana. Hablan también de su espíritu de mortificación y de cómo trabajaba con ahínco por las almas, sin ningún temor a los constantes peligros por la persecución[1]. Por ello murió, fiel servidor de su ministerio sacerdotal.

A sólo un año de sacerdote

Este joven sacerdote mártir había pasado su niñez cuidando ganado, hasta que sus padres lo llevaron al pueblo de Teocaltiche para que aprendiera a leer y escribir[2]. Allí sintió la vocación sacerdotal y siendo todavía adolescente comenzó sus estudios en el seminario auxiliar de Teocaltiche, creado en 1917 por su párroco, el padre Ildefonso Gutiérrez. En 1920 pasó al seminario clandestino de Guadalajara, ya que el seminario regular había sido incautado por el Gobernador del Estado, Guadalupe Zuno[3]. Ante tal situación, el arzobispo Don Francisco Orozco y Jiménez había optado por abrir este tipo de seminarios clandestinos, en lugares y casas particulares. En seguida empezaron las aventuras de los seminaristas, pasando de casa en casa para poder continuar sus estudios. Las peripecias por las que atravesaban eran novelescas, ya que estaban continuamente amenazados por el ciclón de la persecución y las pesquisas de la policía. Los jóvenes seminaristas se formaban así, entre desasosiegos inevitables y la firmeza de sus formadores que los forjaban para ser confesores de la fe. Y a pesar de todo, los seminaristas recibían una formación regular y académicamente bien asentada.

Con frecuencia la policía daba con aquellos seminarios y nuevamente se producían detenciones, supresiones y castigos sin parar. En Guadalajara son bien conocidas las redadas y clausuras del 22 de noviembre de 1923 y del 27 de julio de 1925. En aquella ciudad era ya imposible abrir otro seminario clandestino. Formadores y seminaristas se vieron obligados a buscar nuevas soluciones. No se rindieron. Huyeron a las barrancas, con lo que tenían puesto, “sin bastón y sin alforja”, literalmente como dice el Evangelio. En riguroso secreto, divididos en pequeños grupos, fueron marchando hacia lugares donde podrían comenzar de nuevo su vida formativa para el sacerdocio. Así fue como el grupo de seminaristas del último año de teología, del que formaba parte Atilano Cruz Alvarado, acompañado por el formador P. Narciso Aviña Ruiz fue a parar a Ocotengo de Jalisco, un lugar perdido en la falda del Cerro Alto.

El joven seminarista Atilano Cruz Alvarado pidió ser ordenado sacerdote precisamente en el momento más peligroso de la persecución, en 1927. Fue ordenado diácono el 17 de julio, y sacerdote el día 24 del mismo mes, por el arzobispo de Guadalajara Don Francisco Orozco y Jiménez, también él perseguido y escondido. La ordenación se celebró en una barranca, en un lugar oculto de la diócesis donde el arzobispo se encontraba. “Había realizado así el ideal supremo de su vida: ser sacerdote en los momentos en que se ministro de Cristo era el mayor crimen que podía cometer un mexicano, según las leyes impías; crimen que se castigaba con la muerte[4]. Firmaba así también su condena a muerte.

Pudo celebrar su primera misa con sus familiares y amigos en medio de zozobras y cautelas. El arzobispo lo destinó a la parroquia de Cuquío para ayudar a su párroco, el futuro mártir P. Justino Orona y en sustitución de otro futuro mártir, el P. Toribio Romo, destinado a la zona de Tequila. Los sacerdotes ya no podían ejercer públicamente su ministerio: llevaban ya doce meses escondiéndose y huyendo de rancho en rancho, escapando de la captura y de la muerte. El neosacerdote Atilano llegó a Cuquío con sus ansias apostólicas, su rostro risueño y su indumentaria pobre de campesino.

El martirio

El padre Atilano tuvo que vivir, como sus hermanos sacerdotes, en continua huida y escondite. Debía vivir también él en los ranchos, acogido por las familias cristianas que arriesgaban en ello su vida, y lo sabían muy bien. Vivía acompañando a su santo párroco el P. Justino Orona. Sin miedo. Había llegado a aquel rancho perdido, el rancho de Las Cruces, para ponerse de acuerdo con su párroco sobre el trabajo que debían realizar. Era el 29 de junio de 1928, día de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, y acudió a la casa del señor Ponciano Jiménez acompañado por dos guías. Allí permaneció con el P. Justino hasta la noche siguiente. La víspera de su muerte platicaron, rezaron juntos el rosario y cenaron. Luego se retiraron a descansar la noche. Les habían avisado que podían caer sobre ellos los federales y que por lo tanto debían precaverse; nuestro mártir había contestado: “Yo tengo más bien miedo a la justicia de Dios que a los federales”. Esta fuerza de corazón estaba muy arraigada en su alma. Dos años antes había escrito una carta a su hermana María, el 19 de noviembre de 1925 en la que le decía que “cuando alguno padece algo, debe gozar pensando que Dios quiere que nosotros acompañemos en la pasión (…); purifica tu conciencia y verás cómo los dolores se cambian en gozo[5].

Fueron traicionados por un “judas”. El presidente municipal de Cuquío, José Ayala, junto con el capitán federal Vega fueron a apresarlos con una compañía de 40 soldados federales. Llegaron en la noche. Violentaron la casa. Mataron al P. Justino, luego al P. Atilano y al señor José María Orona, hermano del P. Justino. Eran casi las dos de la madrugada del día 1 de julio de 1928. El resto de esta historia de martirio coincide con la del P. Justino Orona Madrigal.

Los fieles católicos de Cuquío supieron inmediatamente que se encontraban ante dos mártires. Los llorarían en un duelo sentido, pero con la esperanza cristiana en arraigada en sus pechos; recogían lo que podían de sus cuerpos: cabellos, ropas ensangrentadas, sangre embebida en algodones, y tierra bañada por su sangre. Su sepultura fue ya el comienzo de su canonización popular. El mismo arzobispo Don Francisco Orozco y Jiménez, al saber la noticia del martirio, exclamó refiriéndose al joven sacerdote Atilano: “¡Me mataron un ángel!”. Era la mejor declaración sobre su martirio cristiano. Su santo cuerpo descansa en la iglesia parroquial de Cuquío, su primer y único destino como sacerdote.

Notas

  1. Positio Magallanes et XXIV Sociorum Martyrum, I, 159; 145, & 521, & 522, &523; 146 , & 527; 147, & 529, & 530; 264-261; 263.
  2. Positio Magallanes III, 245.
  3. Positio Magallanes, III, 260, 262.
  4. Positio Magallanes, I, 158; II, 261; 91-93; 748-753.
  5. González Fernández, Fidel. Sangre y Corazón de un Pueblo, Tomo II. Ed. Arquidiócesis de Guadalajara, México, 2008, p. 932.

Bibliografía

  • González Fernández, Fidel. Sangre y Corazón de un Pueblo, Tomo II. Ed. Arquidiócesis de Guadalajara, México, 2008.
  • Positio Magallanes et XXIV Sociorum Martyrum, tres volúmenes.
  • López Beltrán, López. La persecución religiosa en México. Editorial Tradición, México, 1987.


FIDEL GONZÁLEZ FERNÁNDEZ