DEFENSA DEL INDÍGENA EN URUGUAY

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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A comienzos del siglo XVII, el gobernador Hernandarias planteó la necesidad de establecer reducciones en la Banda Norte del Río de la Plata. Señalaba en carta al rey, que en dicho territorio “...hay cantidad de indios y será de mucha consideración para muchos efectos demás del principal que es su conversión...”, su catequización. Agregaba que había ya algunos caciques, a los que los padres de la Compañía de Jesús habían comenzado a instruir.

En 1619, siendo Diego de Góngora gobernador de Buenos Aires, el P. Roque González de Santa Cruz, S.J., comenzó la prédica en el área del bajo Río Uruguay y, a partir de 1624, impulsados por el nuevo gobernador de Buenos Aires, Francisco de Céspedes, franciscanos y dominicos intentaron la conversión de los indígenas del sur de la Banda Oriental del Río Uruguay. Estos territorios permanecían al margen del proceso colonizador, y los pobladores de Buenos Aires recorrían sus costas solamente en busca de leña o cal. Se concedieron algunas encomiendas de indios locales, pero, dada la falta de interés económico de los territorios, las mismas no llegaron a instalarse, aunque las prestaciones de servicios a nivel personal, en forma temporal, habrían sido frecuentes. El gobernador Céspedes ofreció trabajo a los indígenas en las fortificaciones de Buenos Aires, a través de un indio “ladino” en lengua española. Así llegaron 500 charrúas con sus mujeres e hijos, los que fueron bautizados, adoptando el cacique el nombre del gobernador, como era costumbre.

Ante el temor de un ataque holandés, se encargó a dichos nativos la realización de trincheras y fosas para la defensa del puerto y casas reales de Buenos Aires. En función del aparente consentimiento de los indígenas de ser reducidos, el gobernador dio instrucciones a “un hijo de la tierra”, de nombre Hernando de Sayas, para acompañar a los Charrúas a sus antiguos territorios, planificándose una reducción en una isla ubicada en las bocas del río Negro. Llegados al lugar previsto, vinieron “más de 500 indígenas” con sus caciques, quienes también manifestaron su interés en reducirse. El gobernador encomendó la tarea a Fray Juan de Vergara, quien secundado por un joven doctrinante de 23 años, llamado Pedro Gutiérrez, conocedor de “las lenguas Generales de los dichos Indios”, o sea el guaraní, se hizo cargo. Luego de reunir “con gran facilidad”, a los indígenas, los que andaban “derramados en sus casas y pesquerías”, administraron más de 200 bautismos y dijeron misa cantada y rezada. Así quedaban instaladas, aparentemente, dos reducciones: San Francisco de Olivares de los Charrúas y San Antonio de los Chanaes.

En lo que respecta al área de mayor influencia de Buenos Aires (sur de la Banda Oriental), los bautismos masivos de indígenas se sucedieron sin dificultad, a pesar del desconocimiento de la lengua de los grupos. La política del gobierno colonial se limitó, en el mejor de los casos, a enviar clérigos, los que a través de obsequios atraían y congregaban a la población indígena, comenzaban la construcción de los ranchos que darían lugar a la nueva reducción, y se repartían luego herramientas de labranza y semillas.

Estos intentos suponen una política extremadamente ingenua al pretender transformar a cazadores pescadores nómadas o semi-nómadas en agricultores sedentarios, por el solo hecho del bautismo y el reparto de instrumentos de labranzas y semillas. Luego del primer momento, cuando se pasó del obsequio de baratijas a las obligaciones de trabajo, los indígenas simplemente se dispersaron, sin que se desarrollaran, de hecho, enfrentamientos violentos.

La vida de estas reducciones fue por demás efímera. En 1631 el gobernador en carta al rey señalaba: “Todos los demás Indios de esta provincia y particularmente los charrúas que habitan de la otra banda de este gran río están quietos y pacíficos y acuden a servir a vuestra majestad pero hácenles gran falta los padres de sus Reducciones que son franciscanos porque desde que falta de estas provincias el padre fray Juan de Vergara no han habido religiosos en ellas ni he sido bastante poderoso para que vayan por los muchos pleitos y discordias que tienen unos con otros...”.

Hacia mediados del siglo XVII se encararon nuevas reducciones, como la fundación de San Miguel del Río Negro, a cargo del fraile mercedario Francisco de Rivas Gavilán, con indios tupi-guaraníes procedentes de la región de San Pablo (Brasil) y Santo Domingo Soriano a cargo de la orden dominica. En correspondencia al rey, de mediados de 1664, el presidente de la audiencia de Buenos Aires, José Martínez de Salazar, señalaba que en los padrones confeccionados de las doctrinas de San Miguel del Uruguay vivían 399 indígenas y en Santo Domingo Soriano, fundada con charrúas y chanaes, 425 naturales. La primera de las reducciones desapareció tres años después, incorporándose los indígenas sobrevivientes a los pueblos misioneros de la Provincia del Paraguay. Santo Domingo Soriano, a pesar de penurias y dificultades, mantendría su existencia a lo largo del período colonial, llegando como casco urbano hasta nuestros días.

En las recomendaciones dadas por el gobernador de Buenos Aires al corregidor de Santo Domingo Soriano, Juan de Brito, se señalaba que en “... justicia, juntéis [a los indígenas] y agreguéis a vivir en poblaciones con sus familias en los parajes donde se hallan para que se aumenten y conserven sin permitir se les haga vejación ni agravio alguno, ni que los saquen, ni puedan sacar de sus Reducciones persona alguna sin expresa licencia mía en la forma que queda dicho”. Luego señalaba: “...ha de procurar con todo cuidado y buenas mañas atraer los indios apartados de aquella reducción y en su gentilidad a que se pueblen y funden con los demás de dichas naciones charrúas y chanas para que se vayan instruyendo en las cosas de nuestra Santa Fe y en policías, sembrando y cultivando sus chácaras para que así se aumente la reducción y tomen codicias a las cosechas que hicieren”. Se recomendaba el nombramiento de un alcalde de cada nación, charrúa y chaná, en aquel que pareciese “... ser mas a propósito para que sea respetado de los demás indios y execute los mandatos que le diere el servicio de su Majestad y buen Gobierno de ellos”.

Hacia 1678 la situación indígena del sur de la Banda Oriental era valorada por un funcionario de la Corona española en los siguientes términos: “Los indios que llaman charrúas y chanaes, y otras naciones que caen de la otra banda del rio de la Plata, y vagan por la parte del Oriente, son asimismo domésticos, y encomendados los más a los vecinos de Buenos Aires, y aunque tienen una Reducción en su terreno que la sustentan los religiosos Dominicos [Santo Domingo Soriano] con la libertad que se les ha permitido, andan repartidos vagando, al modo de los Pampas […] Por ser gente doméstica y tratable, pues asisten en sus terrenos, y ayudan a las vaquerías al que se los paga; pero fáltales la doctrina, que es el interés mayor a que se debe atender” .

Desde 1680 comenzó la ocupación directa del territorio y la explotación del mismo, a partir de su riqueza ganadera, generada recientemente. Los indígenas sobrevivientes, Charrúas, Minuanes, Güenoas, Yaros y Bohanes, verían transformado su hábitat y poco a poco sus pautas culturales. El territorio, sin interés mercantilista pasó a tener interés económico. Las disputas por ese territorio transformaron a la Banda Oriental en “frontera” en la que lentamente se daría la penetración de la colonización efectiva del conquistador hispano o portugués.

Los grupos indígenas, ya ecuestres, verían redimensionados sus patrones culturales intentando, mediante la asimilación de los nuevos elementos introducidos, enfrentar al conquistador. Inicialmente estos grupos fueron frecuentemente un aliado del colonizador en las tareas de matanza o arreadas de ganado. Luego, frente al surgimiento de la propiedad privada, se transformaron en un factor de desorden y se promovió su neutralización y aniquilamiento.

Al comienzo del siglo XIX, la población indígena se encontraba notoriamente disminuida, fuertemente aculturada, e integraba el conglomerado étnico de las zonas rurales, marginal a los centros de dominio español, sumidos en actividades “ilegales” de contrabando, cuereadas y arreos clandestinos de ganado. De las diferentes parcialidades que en el pasado poblaban el territorio, solo sobrevivían Minuanes y Charrúas, ambas además en franco proceso de fusión. La desintegración, lenta pero efectiva, a lo largo de estos siglos, implicó para el indígena, unas veces la incorporación, forzada o no, a los estratos más bajos de la sociedad colonial, otras la migración hacia zonas menos pobladas o, simplemente, el exterminio y la muerte.

Alcanzada la independencia, uno de los primeros actos de gobierno de la nueva república, sería el exterminio de los pocos indígenas sobrevivientes. Se planteó una “expedición” contra los “infieles” que significó su definitivo aniquilamiento. Los sobrevivientes serían rápidamente controlados por el ejército y repartidos entre la población patricia de Montevideo, quienes vieron, en momentos en que la esclavitud había sido abolida o al menos se encontraba en entredicho, la posibilidad de obtener nuevos auxilios. Los cautivos, mujeres, niños y ancianos en su mayoría, fueron conducidos a Montevideo en un peregrinar de veinte días, por varios pueblos de la campaña oriental, en los cuales muchos indígenas fueron otorgados a los vecinos y familias de los jefes militares participantes. Entre los objetivos enunciados, al otorgase la tutela de los mismos mediante reparto público, estaban los de integración (enseñanza de la religión, hábitos de trabajo, etc.).

Los archivos parroquiales nos muestran en qué medida se fue incorporando a la fe católica esta población indígena a través del bautismo. El proceso de desarrolló lentamente y, en la mayoría de los casos, sólo a partir de los niños. A modo de ejemplo, en el mes de mayo siguiente al que se efectuara el reparto, en la Iglesia Matriz de Montevideo aparecieron doce indígenas bautizados, todos menores de 4 años; en junio hay sólo tres, en julio dos, en agosto cinco, en septiembre dos, en octubre ocho, en noviembre ocho; en enero de 1832, uno, y luego en abril, tres. De estos bautismos, sólo tres corresponden a adultos, comprendiendo el resto a niños, en general de corta edad. En los años siguientes continuaron apareciendo bautismos de indígenas, fácilmente identificables bajo la denominación de «chino»’, ‘«chino Charrúa»’, ‘«Charrúa»’ o directamente, ‘«infiel»’. Los padrinos de estos bautizados fueron tanto los amos, como algún allegado a la familia o incluso esclavos de dicha familia.


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