EDUCACIÓN EN AMÉRICA LATINA

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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(ÉPOCA VIRREINAL)


Conforme los territorios de las Indias Occidentales fueron siendo conquistados, la Corona Española se advocó a la integración de los habitantes del Nuevo Mundo a la cultura occidental cristiana; la evangelización y la educación fueron los pilares principales en que descansó éste proceso integrador, y es por ello que la fe y el alfabeto fueron propagados simultáneamente. Como profética coincidencia, en el mismo 1492, año del Descubrimiento de América, Antonio de Nebrija publicaba en España su célebre Gramática que sistematizó la lengua castellana, la cual en relativamente pocos años permitiría darle al Continente la unidad lingüística de la que hoy goza, y que sustituyó a la “babel” prehispánica.


La Iglesia, depositaria no sólo de la fe sino también de la sabiduría acumulada en Occidente durante siglos, no renunció a su misión de Maestra en las nuevas tierras recién descubiertas. Fueron los misioneros de las órdenes religiosas –franciscanos, dominicos, agustinos, jerónimos, mercedarios y jesuitas- los que, desde su llegada a las Antillas, asumieron el reto de incorporarlos al seno de la Iglesia y de la Corona. “Ya en 1511 se ordena fundar un monasterio de franciscanos en la isla de San Juan, con cargo de «que se tuviese mucho cuidado de los niños para ynstruirlos» (…) en 1518 se insiste sobre lo mismo, y se señala la necesidad de crear internados, a cargo de franciscanos y dominicos, «para que los dichos frayles les mostrasen a leer, escribir y todas las otras cosas de nuestra sancta fe, y que después que les hubiesen mostrado cuatro años, se les volviesen a las personas que se los hubiesen dado» (Ordenanzas de Zaragoza), para que siguieran actuando como instructores de lo que hubieran aprendido.”[1]En el mismo sentido fueron las Instrucciones dadas al gobernador de la Española, Nicolás de Ovando, al que se le ordenaba: “Que se hiziese hazer una casa adonde dos vezes en cada día se juntasen los niños de cada población, y el sacerdote les enseñase a leer, escribir y la doctrina cristiana, con mucha caridad.”


Jamás estimaron los misioneros que los naturales fueran incapaces de incorporarse a la cultura europea, de asimilar los valores occidentales, lo mismo los religiosos que los intelectuales; nunca albergaron sentimientos de menosprecio hacia los indígenas por motivos de raza u origen. Ello no quiere decir que no dejaran de extrañarse, e incluso alarmarse, por algunas de las costumbres y conductas de los indígenas; sin embargo, como escribió Fray Bernardino de Sahagún, “es certísimo que estas gentes todas son nuestros hermanos, procedentes del tronco de Adán como nosotros, son nuestros prójimos, a quienes somos obligados a amar como a nosotros mismos.”[2]


Ernesto de la Torre Villar escribe: “Con esa fuerza extraordinaria que da la idea de cumplir una misión, los religiosos volcaron todo su entusiasmo, saber, energías, y amor en los indios. A ellos se entregaron y fueron padres amantísimos y maestros de tan excelentes calidades que podemos decir, sin exagerar, que la cultura y salvación del indio, débense primordialmente a ellos, quienes con su ejemplo, ideas renovadoras y labor permanente pusieron las bases de nuestra civilización. Enseñar a los indios la religión cristiana y los más valiosos principios de la cultura occidental, esto es, formas de civilidad política, y los conocimientos científicos y humanísticos más relevantes, representó la misión esencial de los religiosos.”[3]Los misioneros de las diferentes órdenes y congregaciones estimaron que su labor esencial consistía en la evangelización y educación de los naturales, exigiendo a las autoridades – el Rey incluido- que participaran en esa misión que debe estar por encima que cualquier otra. Ello lleva a Fray Pedro de Gante, primer educador de la Nueva España, a escribir en febrero de 1552 una carta a su pariente, el rey Carlos V en la que le dice: “Cristo Nuestro Redentor no vino a derramar su preciosísima sangre por sus tributos (de los indios), sino por sus ánimas, pues vale más un ánima que se salve que todo el mundo de cosas temporales.”[4]


Para cumplir con esa misión era indispensable la enseñanza de la escritura y la lectura. “El pensamiento pedagógico español respecto de los indios fue concretado por el virrey del Perú Francisco de Toledo al decir: «Para aprender a ser cristianos tienen primero necesidad de ser hombres»: o sea, que el problema de la conversión era, esencialmente, de cultura y civilización.”[5]Para ello los misioneros elaboraron “cartillas” adecuadas que facilitaran dicha enseñanza. En un principio dichas cartillas fueron impresas en España. “Las primeras referencias a este respecto son las de 1512, cuando la Casa de Contratación compró en Sevilla dos mil ejemplares de cartillas que se entregaron a Fray Alonso de Espinar, franciscano que regresaba a Santo Domingo. Al año siguiente se entregaron al bachiller Suárez que iba a Santo Domingo, veinte ejemplares del Arte de la Lengua Castellana de Nebrija, destinados a enseñar gramática a los hijos de los caciques de las islas del Caribe. En 1530, el librero Pedro Ximenez vendió a la Casa de Contratación trescientas cartillas encuadernadas en pergamino, y en 1533 Diego de Arana, criado del obispo de México Juan de Zumárraga, recibió de la misma Casa de Contratación veinte mil maravedíes para que pagara en Alcalá de Henares doce mil cartillas que se imprimieron destinadas a la Nueva España. En 1539, cuando ya hubo imprenta en México, la Corona otorgó a Juan Cromberger e hijos el privilegio de imprimir cartillas, asignándole el precio de medio real por cada una”.[6]


Es importante hacer notar que durante la primera parte del siglo XVI, los misioneros aprendieron primero las lenguas indígenas y, una vez conocidas y dominadas, enseñaron el evangelio y la cultura a los naturales en su propia lengua, obteniendo notables resultados. Pero, buscando establecer un vínculo de gran fuerza en sus dominios americanos, en 1550 Carlos V expidió en Valladolid una disposición para que se enseñase a los indios el castellano, iniciándose así una enseñanza bilingüe que también fue exitosa. No fue sino hasta finales del siglo XVII cuando la disminución del celo apostólico y el creciente desinterés por los indígenas llevó a las autoridades españolas a ordenar tajantemente al clero indiano que curas y doctrineros enseñasen solo en castellano (disposición del 7 de julio de 1685)[7].


El deseo común de la Iglesia y la Corona de integrar a los naturales, dio lugar a un complejo sistema educativo que se iniciaba en los patios de las iglesias. Según el Códice franciscano, los religiosos separaban a los hijos de caciques y principales de los hijos de labradores y gente común; a éstos últimos se les repartía por el patio sentados en diversas turnas o corrillos conforme a lo que cada uno había de aprender “porque a unos, que son los principiantes, se les enseña el Per signum y a otros el Pater noster, y a otros los Mandamientos, según vayan aprovechando; y vanlos examinando y requiriendo para subir de grado en grado, y cuando ya saben toda la doctrina y dan buena cuenta della, tiénese cuidado de despedirlos y enviarlos a sus casas, para que los varones ayuden a sus padres en la agricultura o en los oficios que tuvieren, y a las muchachas tengan compañía a sus madres y aprendan los oficios mujeriles con que han de servir a sus maridos.”


A los hijos de los principales, “después de que han aprendido la doctrina cristiana, que para todos es el primer fundamento, luego son enseñados a leer y escribir”. Pero siendo esto insuficiente los misioneros adicionaron otra estrategia educativa: la de internados ya que, como escribía Fray Pedro de Gante en varias de sus cartas a sus superiores: “por ser la tierra grandísima, poblada de infinita gente y los frailes que predican pocos para enseñar tanta multitud, nosotros los frailes, recogimos en nuestras casas a los hijos de los señores y principales para instruirlos en la fe católica, y aquellos después enseñan a sus padres… saben estos muchachos leer, escribir, cantar y predicar y celebrar el oficio divino a uso de la iglesia.”[8]Y en 1531, el entonces oidor de la segunda Audiencia de México, Vasco de Quiroga, comunicaba al Consejo de Indias que los religiosos tenían en sus casas a numerosos muchachos, “tan bien doctrinados y enseñados, que muchos dellos, además de saber lo que a buenos cristianos conviene, saben leer y escribir en su lengua, y en la nuestra y en latín, y cantan canto llano y de órgano, saben apuntar libros dello harto bien, y otros predican; cosa, cierto, mucho para ver y para dar gracias a nuestro Señor.”[9]En aquellas regiones donde la estrategia de los internados fue implementada –y que se llevó a cabo en casi toda la geografía de Hispanoamérica-, se logró formar grupos selectos de indígenas que ayudaron enormemente a la evangelización y al surgimiento del mestizaje cultural.


El 8 de agosto de 1533 Sebastián Ramírez de Fuenleal, arzobispo de Santo Domingo y Presidente interino de la Real Audiencia de México, escribió al Emperador Carlos V que había hablado con los franciscanos sobre el propósito de enseñar “gramática romanzada en lengua mexicana a los naturales”, y que los frailes habían consentido y encargado a una de sus comunidades que emprendiese la tarea. Es importante recordar que en ese entonces, el curso de gramática era el nombre genérico del estudio de filosofía, latín y física. El propósito de enseñar latín a los indígenas no era un capricho de los frailes, sino dotarlos de una habilidad que les permitiría acercarse a las fuentes de la más alta cultura, pues en toda Europa se escribían en latín las obras de filosofía, física, astronomía, ciencias y artes en general.


La iniciativa de Ramírez de Fuenleal cristalizó con la organización del primer colegio de América: el Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco, inaugurado en la fiesta de la Epifanía del Señor 6 de enero de 1536 y destinado a la educación secundaria de los indios. El plan de estudios fue preparado, de acuerdo a las normas vigentes en Europa, en dos cursos: el «trívium» integrado por los cursos de lógica, gramática y retórica, y el «cuadrivium», que se componía de los cursos de aritmética, geometría, astronomía y música. Fray Gerónimo de Mendieta narra que poco después se añadieron algunos cursos de medicina, dada la urgencia de servicios médicos en algunas poblaciones. García Icazbalceta dice que el Colegio de Tlatelolco engendró “alumnos aventajadísimos que no solo llegaron a ocupar cátedras en el Colegio, sino que sirvieron también para enseñar a religiosos jóvenes[10].Algunos de los indios graduados en ese Colegio fueron: Antonio Valeriano↗, autor del Nican Mopohua y quien llegó a ser Rector del mismo así como Gobernador de Indios en Tlatelolco; Pedro Nazareo, quien también fue Rector del Colegio; Pedro Juan Antonio, quien en 1568 pasó a España graduándose en Derecho en la Universidad de Salamanca, y Martín de la Cruz, autor de un texto sobre hierbas medicinales que fue traducido al latín por su condiscípulo Juan Badiano[11].


En un informe que la Provincia del Santo Evangelio de la orden franciscana envió a España en 1570, se daban las siguientes noticias acerca de este Colegio: “A los principios leyeron (enseñaron) allí latinidad a los indios y las Artes, y aun parte de la Teología Escolástica, tres personas de las eminentes que han pasado a Indias, así en letras como en religión, que fueron Fr. Juan de Gaona, Fr. Francisco de Bustamante y Fr. Juan Fucher, los cuales, como tales maestros, sacaron algunos indios buenos discípulos que han leído (enseñado) la Gramática muchos años, así en el mismo colegio a los indios como en otras partes a los Religiosos de todas las Ordenes; y a los que han deprendido (aprendido) su lengua, ellos son los que principalmente se la han enseñado, y les han enseñado a traducir en ella los libros que están escritos en dicha lengua, y han servido de intérpretes en las Audiencias, y han sido hábiles para encomendárseles los oficios de jueces y gobernadores y otros cargos de la república, mejor que a otros, de manera que no fue frustrado el intento del que fundó aquel colegio”[12]


Al Colegio de Tlatelolco siguió el Colegio de San Nicolás, fundado en Pátzcuaro en 1540 por Vasco de Quiroga y que tuvo la modalidad de no ser exclusivamente para indígenas; a éste siguió el Colegio de Tiripetio, fundado por iniciativa de fray Alonso de la Veracruz quien años más tarde, en 1575, erigió en la ciudad de México el Colegio de San Pablo, el cual fue considerado por mucho tiempo como uno de los mejores centros de estudios teológicos de América. Gran renombre alcanzó también el Colegio de San Luis, erigido en la ciudad de Puebla por los dominicos, y que llegó a conferir grados académicos. Muchos otros centros de enseñanza religiosa fueron extendiéndose; entre otros podemos citar el Colegio de San Pedro en Guadalajara; el de San Bartolomé en Oaxaca; el Colegio Real de Michoacán, para españoles, indios y mestizos y, también en Michoacán, el Colegio de Santiago, para indios.


El Tercer Concilio Provincial Mexicano celebrado en 1585, reglamentó la forma en que se debía impartir la educación a los indios y recomendó la creación de colegios y seminarios para la formación de los jóvenes criollos. La instrucción en la doctrina cristiana se haría en los atrios de las iglesias los días festivos; las parroquias que tuvieran ingresos suficientes para mantenerlas debían erigir escuelas de enseñanza. La educación de la juventud española –considerados como españoles tanto los peninsulares como los criollos- se confió a una orden religiosa de reciente llegada a tierras americanas y que había demostrado su eficiencia en el terreno pedagógico: la Compañía de Jesús.


El arribo de la Compañía de Jesús a tierras de América significó un empuje formidable a la tarea educativa. Los jesuitas trasladaron al Nuevo Mundo los métodos educativos que les había dado excelentes resultados en Europa. En las Constituciones redactadas por San Ignacio de Loyola se definía la organización de los estudios y la finalidad pedagógica encomendada a los miembros de la Compañía de Jesús. Los maestros jesuitas elaboraron un método llamado Ratio atque Institutio Societatis Jesu (orden y método de los estudios de la Compañía de Jesús) aplicable a todas sus escuelas y cuyo objetivo era la formación de hombres trabajadores, responsables, caritativos, conscientes de sus obligaciones y útiles a su comunidad. “Los jesuitas trasladaron a la Nueva España (y a toda América) los métodos educativos que les habían dado excelentes resultados en Europa. El humanismo encontró sus cauces propios en los colegios de la Compañía, y tradición y modernidad se armonizaron en un sistema ordenado, práctico y de infalible impacto psicológico.”[13]


En la Nueva España los jesuitas crearon escuelas para los indígenas en varias partes, siendo la primera de éstas la de San Miguel en Puebla (1583), seguidas por la de San Gregorio en la ciudad de México (1586) y después las escuelas en Parras, San Luis de la Paz, Tepotzotlán y Sinaloa. Pero donde la Compañía de Jesús puso sus más decididos esfuerzos fue en la erección de sus Colegios Mayores; apenas un año después de su arribo a Nueva España ocurrido en 1572, el superior de los jesuitas, padre Pedro Sánchez, inauguraba los cursos del Colegio de San Pedro y San Pablo, institución que constituyó el primer colegio máximo de la Compañía de Jesús en el Continente. De sus aulas salieron, al correr de los años, muchas célebres personalidades: Sigüenza y Góngora, La Rea, Bartoloche, Castorena y Urzua, Alzate, León y Gama, muchos obispos y centenares de religiosos de las distintas Órdenes. Otros colegios fundados por los jesuitas en la Nueva España fueron: el de Pátzcuaro, en 1574; el de Oaxaca, en 1575; en Puebla el Padre Hernando Suárez de la Concha fundó en 1578 el Colegio del Espíritu Santo, y después en 1579 también en la misma ciudad, los jesuitas erigieron el Colegio de San Ildefonso; el de Tepotzotlán, en 1585; el de Zacatecas, en 1593.


La acción educativa de la Iglesia y la Corona no se detiene en México pues América, extensa y llena de promesas y problemas, obligó a dispersar hacia los cuatro puntos cardinales la corriente civilizadora; si en lugar de ello dicha acción se hubiera concentrado en una sola región –como lo hizo Inglaterra en el norte del Continente- los frutos habrían sobrepasado lo imaginable. El 18 de diciembre de 1535, el Rey Carlos I de España y la Reina Juana expedían una real cédula ordenando que, para los caciques que habían de gobernar a los indios -pues entonces predominaba la idea de no separar a los naturales de sus autoridades ancestrales- fueran instruidos desde niños en escuelas y colegios que les formaran en fe y ciencia. Esta resolución dio origen a la creación de numerosos colegios en el virreinato del Perú, dotados con renta de la Real Hacienda. Felipe II, desde San Lorenzo, reiteró esa cédula el 22 de julio de 1579.


En Guatemala esta cédula fue puesta en práctica desde 1536 por operarios de la Orden mercedaria congregados conventualmente; un informe de la Real Audiencia de 1554 decía que los religiosos de la Orden de la Merced “fueron los primeros que tuvieron escuelas, y en ellos mostraron a los hijos de los principales de estas partes, la doctrina cristiana, y los comenzaron a poner en policía (vida ordenada dentro de la ciudad), y les enseñaron a leer, escribir y cantar y ayudar a misa y otras muchas cosas convenientes a nuestra sancta fe y salvación de sus almas; y esto no sólo en esta ciudad, pero en la provincia de Chiapa y Honduras.” En 1561 fue enviado a México el dominico fray Francisco de Céspedes para hacer imprimir las artes de la lengua de Chiapas, zoques, cendales y cinacantlecas. “El irlandés Tomás Gage, que fue misionero en Guatemala de la Orden de Predicadores, escribía en Londres después de su apostasía: «En la mayor parte de las aldeas tienen escuelas, donde (los indios) aprenden a leer, cantar y algunos a escribir».”[14]


En el Perú, los altercados violentos perturbaron un tiempo la labor misional y educativa entre los naturales, pero no la detuvieron. Franciscanos, dominicos, mercedarios y agustinos trabajaron con empeño desde los primeros momentos, al punto que, en 1551, una real cédula daba cuenta de que la Orden de Predicadores había fundado sesenta escuelas de indios y que otras tantas había en el Obispado de Charcas, debidas al esfuerzo de su prelado, el franciscano fray Tomás de San Martín. El esplendor en el Perú se inicia con la llegada del virrey Francisco de Toledo al cual, antes de salir de España, Felipe II lo proveyó de un cuerpo de instrucciones secretas (es decir, ajenas a todo propósito de fama o exteriorización) en uno de cuyos apartados decía: “Para la instrucción de los indios y para plantar en ellos la doctrina cristiana con más fundamentos y más de raíz, se tiene por medio muy substancial el de las escuelas, donde aprendan los niños, y el de los seminarios y colegios donde se críen, y el de los estudios donde aprendan. Y así ha parecido se debe dar orden cómo las dichas escuelas las haya en todos los lugares y repartimientos, donde sean enseñados los indios con cartillas y libros a propósito de la Doctrina Cristiana; y que en los lugares principales haya colegios y seminarios; y que también se mire en lo de los estudios, y Vos trataréis asimismo y conferiréis esto con los dichos Prelados y procuraréis se dé la mejor orden que se pueda para que se haga lo de las escuelas, colegios y seminarios, mirando por qué orden esto se pueda asentar, y cómo y de qué se puedan sostener, proveyendo en el entretanto lo que se pudiere, nos daréis aviso con vuestro parecer; visto lo cual, se podrá con más fundamento ordenar.”[15]


El Virrey Francisco de Toledo cumplió con toda energía las instrucciones del Rey; por ello Antonio de León le dio el sobrenombre de Solón del Perú. En su tarea, tras el arribo de la Compañía de Jesús al Perú en 1567, Toledo encontró un gran apoyo pero nunca dejó de reconocer la gran labor realizada con anterioridad por las otras Ordenes; así señalaba a los franciscanos de quienes decía que “no se les puede negar sino que cuadran más para las conversiones destos naturales que otra religión (Orden religiosa) de las que han pasado por estos reinos”. De los mercedarios decía que ellos son “los más dispuestos para ir a doctrinar a las punas desiertas”. El Virrey Toledo y el Santo Arzobispo de Lima, Toribio de Mogrovejo, solicitaron a los jesuitas hacerse cargo de la doctrina de los indios de Huarochiri, formada por setenta y siete pueblecillos en lo más abrupto de la Cordillera de los Andes. En 1570 la Compañía de Jesús inició la doctrina de los indios de Lima en un arrabal llamado Santiago del Cercado. En la Historia general de la Compañía de Jesús en la Provincia del Perú escrita en 1600, se dice que en Santiago del Cercado tenían no solamente escuela de niños donde se les enseñaba a leer y escribir y la doctrina cristiana, sino también otra escuela de música, donde aprendían a cantar y a tañer chirimías, cornetas, orlos y otros instrumentos, “lo cual sirve de que por una parte ganen de comer, siendo los que de ordinario acuden a todas las fiestas de la ciudad (de Lima), recibiendo por ello muy buena paga”.[16]


En Quito fueron los franciscanos quienes iniciaron la instrucción primaria desde mediados del siglo XVI al instalar la escuela de San Andrés, para enseñar a leer y escribir, canto y música, así como los oficios de carpintería, zapatería, herrería, y usar los arados para cultivar la tierra. Siguieron los agustinos, fundadores de una escuela de pintores, escultores e imagineros, que llegaron a dar tanta fama a la escuela quiteña de bellas artes. En esa misma ciudad los jesuitas fundaron el Colegio Real con su famosa biblioteca, conocida con el nombre de Seminario de San Luis. El virreinato del Perú cierra el siglo XVI con una organización educacional completa, al alcance de todas las clases y razas. Las Órdenes religiosas mantenían, anexos a sus monasterios, escuelas primarias, colegios y estudios mayores en Cuzco, Potosí, Arequipa, La Paz, Quito, Santiago de Chile, Trujillo, Callao, Chiclayo, Cajamarca, Arica, Oruro, y las misiones se extendían hasta Santa Cruz de la Sierra y Tucumán.


En el Nuevo Reino de Granada (después elevado a Virreinato), los dominicos establecieron en 1563 la primera cátedra de Gramática en su convento de Santa Fe de Bogotá; cinco años más tarde ese convento conocido como del Rosario, fue transformado en Estudios Generales con facultades de Artes y Teología. El cronista de la Orden de Predicadores refiere el regocijo del fundador de Bogotá, Jiménez de Quesada, “de ver Estudios en la cabeza del Reyno que había conquistado”. Jiménez de Quesada legó al establecimiento su magnífica biblioteca, pues, como es sabido, fue un hombre de letras dotado de altísima cultura. Por bula de 18 de junio de 1580, S.S. Gregorio XIII erigió en Universidad los Estudios Generales del Convento del Rosario.


En 1535 Pedro de Mendoza funda la población de Santa María del Buen Aire, pero un año después el desierto y el hambre obligaron a sus habitantes a abandonarla y concentrarse en Asunción del Paraguay, población enclavada en el centro de la selva chaqueño-paraguaya y prácticamente aislada de España lo mismo que del resto del Continente. La labor educativa en Asunción fue iniciada por el presbítero Francisco de Zaldívar y continuada por el padre Alonso de Barzana, uno de los más extraordinarios evangelizadores del Tucumán y Paraguay, y quien escribiera con entusiasmo sobre la enseñanza de los niños en la escuela por él fundada, señalando que los alumnos progresaban en catecismo y abecedario. En Tucumán fueron los franciscanos quienes organizaron las primeras reducciones entre los guaraníes, preludio de la extraordinaria labor que poco después realizarían los jesuitas en esa región. En 1585 arriba al Paraguay la primera misión jesuítica proveniente del Perú; en ella iba un hermano coadjutor llamado Juan de Villegas, quien se dedicó a la enseñanza elemental entre los niños guaraníes.


Antes de cerrar el siglo XVI, la obra educacional emprendida por la Iglesia y la Corona completa su organización en las Indias Occidentales con la erección de varias universidades. La primera Universidad en tierras americanas fue la Universidad de San Marcos, en la ciudad de Lima, fundada por cédula real de Felipe II fechada el 12 de mayo de 1551; el 21 de septiembre del mismo año, el Rey firmaba la cédula para la erección de la Real y Pontificia Universidad de México; sin embargo, la primera en iniciar sus cursos fue la de México el 25 de enero de 1553. En la misma fecha de la cédula para la Universidad de México, el mismo Rey Felipe II emite otra real cédula que, como complemento a las anteriores dice:


Para servir a Dios y bien público de nuestros reinos, conviene que nuestros vasallos y súbditos naturales tengan en ellos Universidades y Estudios Generales donde sean instruidos en todas las ciencias y facultades y por el mucho amor y voluntad que tenemos en favorecer y honrar a los de nuestras Indias, y desterrar dellas las tinieblas de la ignorancia, creamos, fundamos y construimos en la ciudad de Lima, de los reinos del Perú, y en la ciudad de México, de la Nueva España, Universidades y Estudios Generales, y tenemos por bien y concedemos a todas las personas que en dichas Universidades fueren graduados, que gocen en nuestras Indias, Islas y Tierra firme del mar océano, de las libertades y franquicias que gozan en otros reinos los que se gradúan en la Universidad y estudios de Salamanca, así en el no pechar como en todo lo demás.”[17]La Universidad de San Marcos se erigió sobre la base del Colegio de los dominicos en Lima, quienes la dotaron de una renta de 350 pesos, a los que, en 1576, el virrey Cañete agregó 400, lo que nos habla de un inicio precario. En cambio la Universidad de México contó desde un principio con un estipendio por parte de la Corona de diez mil pesos oro, más el producto de una estancia de ganado.


En un escrito fechado en Madrid el 30 de diciembre de 1571, Felipe II decía a Toledo, Virrey del Perú, que “conviene favorecer a las universidades y que no se funden en monasterios de religiosos.” El 2 de julio de 1572, el claustro académico de la Universidad de San Marcos nombró rector entre sus componentes seglares, siendo designado el doctor en medicina Antonio Sánchez Renedo. Como no era justo que se eliminara totalmente a los religiosos, Felipe II, desde Aranjuez, el 13 de mayo de 1590 dispuso que un año el rector fuera eclesiástico y al otro seglar, y por otra cédula fechada el 24 de mayo de 1597, mandó que el decano de las universidades de México y Lima fuera el doctor más antiguo en la Facultad de Cánones, aunque fuera oidor en la Real Audiencia. El Virrey Toledo se preocupó no sólo de dotar de mayores recursos a la universidad limeña, sino también de aumentar el número de sus cátedras y crear otras nuevas, como fueron las de Leyes, Medicina y Lenguas Indígenas; esta última confiada a Juan Balboa, primer doctor criollo que recibió grados en la Universidad de San Marcos.


La Universidad de México tuvo como primera sede la casa de Juan Guerrero (esquina de la Moneda y Seminario); pero a medida que aumentaron las cátedras y fue mayor el número de alumnos, hacia 1561 hubo necesidad de cambiar de local, ocupando las casas que pertenecían al Hospital de Jesús. En éstas casas permaneció la Universidad hasta el año de 1591 cuando pasó a ocupar las casas del Marqués del Valle hasta principios del siglo XVII, donde se estableció definitivamente en el hermoso edificio construido ex profeso para la Universidad, edificio que fue demolido torpemente en 1910. Los grados profesionales que otorgaba la Universidad eran los de Bachiller, Licenciado, Maestro y Doctor en las siguientes facultades: Artes, Cánones, Leyes y Teología, y Medicina, aunque el grado de Maestro sólo se recibía en Artes y Teología. Para recibir el Bachillerato en Artes se necesitaba, además del Latín y Retórica, haber cursado tres años de Dialéctica, Lógica, Ontología, Física, Matemáticas, Organografía, Teodicea y Ética. En el siglo XVI, es decir, desde su fundación en 1551 hasta el año 1600, los graduados en la Universidad de México alcanzaron la cifra de 595.


Notas

  1. Sierra Vicente D. Así se hizo América. Cultura Hispánica, Madrid, 1955, p.176
  2. Sahagún Bernardino de, Historia general de las cosa de la Nueva España. Porrúa, México, 1989. Prólogo
  3. De la Torre Villar Ernesto, Los catecismos, instrumentos de evangelización y cultura. Preliminar a la edición facsimilar De Gante Pedro Fray, Doctrina cristiana en lengua mexicana. Centro de estudios históricos Fray Bernardino de Sahagún, México, 1981, p.16
  4. Ibídem, p. 18
  5. Sierra, obra citada, p. 176
  6. De la Torre Villar, obra citada, pp. 30-31
  7. Ibídem, p.41
  8. Carta citada por De la Torre Villar. Obra citada, p.18
  9. Sierra Vicente, obra citada, p.177
  10. Cfr. Sierra V. Obra citada, p. 182
  11. Ibídem, pp. 183-184,
  12. Borgia Steck Francisco OFM, El primer colegio de América: Santa Cruz de Tlatelolco. México, 1944, citado por Sierra, obra citada, p. 182.
  13. Gonzalbo Pilar, El humanismo y la educación en la Nueva España. SEP. México, 1985, p.19
  14. Sierra, obra citada, p. 188
  15. Ibídem, p.189
  16. Historia general de la Compañía de Jesús en la Provincia del Perú. (1600) Reeditada por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1944. Citada por Sierra Vicente, obra citada, p. 199
  17. Sierra, obra citada p. 191

Bibliografía

  • DE LA TORRE Villar Ernesto, Los catecismos, instrumentos de evangelización y cultura. Preliminar a la edición facsimilar De Gante Pedro Fray, Doctrina cristiana en lengua mexicana. Centro de estudios históricos Fray Bernardino de Sahagún, México, 1981,
  • SIERRA Vicente D. Así se hizo América. Cultura Hispánica, Madrid, 1955
  • SAHAGUN Bernardino de, Historia general de las cosa de la Nueva España. Porrúa, México, 1989
  • GONZALBO Pilar, El humanismo y la educación en la Nueva España. SEP. México, 1985,

JUAN LOUVIER CALDERÓN