EL SALVADOR. Fe y política en el arzobispado de Oscar Arnulfo Romero (II)

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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El laicado y la política

Bajo el perfil del laicado, el «pueblo fiel», la diócesis de San Salvador reflejaba en buena medida las distintas orientaciones personales de los párrocos. Se notaba en el trabajo de las parroquias una cierta inquietud organizativa de corte sociológico: los laicos debían comprometerse en función de planes y métodos, de criterios y niveles, de tácticas y objetivos, de determinadas prioridades y directrices. La propuesta religiosa se presentaba como una mezcla de antiguo y nuevo. Compartían religiosidad popular y fe militante, pías costumbres e imperativos por actuar. La pastoral sacramental no excluía los llamamientos “a partir de su realidad para concientizarnos primero nosotros”. 1 Los fieles estaban divididos respecto a la actuación de Mons. Romero, respecto a su actitud conservadora en los principios y apasionada en la palabra. Una minoría disentía de él y la mayoría a su favor. En su conjunto, la feligresía sufría el odio de la oligarquía contra la Iglesia. Se sorprendía al ver ultrajada la religión de un modo jamás visto en El Salvador. Por eso veía en el arzobispo a un firme referente moral en la tormenta ideológica y política del país. Mons. Romero recibía miles de cartas, tarjetas, mensajes de simples fieles, a menudo semianalfabetos. Expresaban solidaridad, oraciones, agradecimientos, alabanzas, augurios. Circunstancias como el cumpleaños de Romero, el 15 de agosto, el otorgamiento de premios o reconocimientos internacionales, sus viajes a Roma, la desaparición de Pablo VI y poco después la de Juan Pablo I, eran para muchos fieles ocasión para escribir al arzobispo dando rienda suelta a sus sentimientos. No se dirigían a Mons. Romero sólo como arzobispo sino también como representante del Papa en El Salvador, como padre de la patria, como médico de las ansias populares, como demiurgo a quien pedir soluciones, como profeta dispensador de esperanza. El correo de Mons. Romero representa un termómetro de su popularidad. Por dicho medio alaban a Mons. Romero en términos encomiásticos, casi barrocos. Son páginas líricas de aficionados, en las que Mons. Romero es glorificado sobre todo como profeta de la verdad. Demuestra una profunda confianza popular en Mons. Romero y también en el Evangelio porque esta verdad está asociada a la predicación que Mons. Romero hace del Evangelio. Las cartas a Mons. Romero tienen un tono mayoritariamente religioso. Pocas son las referencias a partidos, tácticas y estrategias políticas. A menudo explican acontecimientos personales. Aquí y allá, lamentos por la «bestia» de apocalíptica memoria, entendida como el mal, la corrupción, el mal gobierno, la persecución a la Iglesia y a los campesinos. Pero en un marco religioso, no de operatividad política. Otros interpretan las invitaciones de Romero a la conversión como invitaciones a la palingenesia de la sociedad, sin conexiones directas con la política: “Vuestra Excelencia posee el don, la fe y las energías suficientes para lograr la transfiguración del pueblo salvadoreño, con respecto a su actitud mental, su modalidad social, sus costumbres hogareñas y su fidelidad a las virtudes que el santo nombre de nuestra patria simboliza”. 2 En las cartas se habla a menudo de consuelo, de gracia, de perdón, de conversión, se piden consejos para recitar el Rosario, se dan ofrendas para la diócesis y para los pobres, se pide consejo, se presentan casos familiares y se plantean cuestiones de fe. A menudo se alaba al Papa, visto junto al arzobispo Romero como un baluarte contra el mal. Cuanto más humildes son los que escriben, más profunda es la devoción por el Papa, y más afectuosos y conmovedores son las referencias personales sobre Mons. Romero. El arzobispo – le escriben – debe reconocer que “optar por los oprimidos significa estar en sus luchas”. Además, la Iglesia comprometida con el pueblo puede tener por seguro que alcanzará la victoria porque “es la verdadera Iglesia de Cristo, quien está reinando, y reinará por siempre” 3 . Las misivas a Mons. Romero de comunidades de base, y grupos concienciados se parecen a manifiestos de lucha. Más espontáneas son las cartas estrictamente

personales que recibe Mons. Romero. A menudo describen la experiencia de la maldad, del dolor, de la persecución, de la sangre. Así escribe una campesina semianalfabeta: “Estimado monseñor, he hecho todo lo que usted me dijo en su carta, he leído los evangelios de libro de san Mateos me he puesto a pensar y analizar todo lo que dice el evangelio y también he hecho lo que me dice que hay que seguir adelante. Y lo estoy tratando de hacer monseñor ya quiero que me conteste algunas preguntas. Por qué los hombres inventaron el odio, la venganza, la maldad, la injusticia, la enemistad, las muertes por venganza. Y por qué el hombre mejor no puede inventar la paz, la justicia, todo lo que es bueno. Cuando Dios vino a la tierra y nos salvó de nuestros pecados y él dijo o mejor dicho él nos dejó el amor, que nos amáramos los unos a los otros, la amistad, todo lo que es bueno que él pudo dejar. Monseñor por qué los hombres hacen lo malo y no hacen lo bueno. Y yo me pregunto, si tan bonitas son las cosas buenas por qué prefieren tomar venganza con sus propias manos”. 4 La lucha contra el pecado es un tema frecuente en las cartas al arzobispo. En términos a veces trágicos, con alusiones al Apocalipsis y a las profecías de Malaquías, o bien como conciencia del mal que hay que combatir. El pecado se identifica a menudo como la «bestia». La respuesta a “tanta furia de los enemigos infernales” no viene de iniciativas políticas, ni de actos humanos, sino de la voluntad misericordiosa de Dios, al estar “bajo el manto maternal de la Reina de la Paz”. 5 La “dura lucha contra el pecado” alcanza “todas las maldades que están escondidas en esta sociedad maligna y perversa”, sorda “a todos los gemidos de nuestro pueblo explotado y oprimido, ensangrentado, masacrado sin piedad”. 6 Pero «dura lucha» también es la ejercida para servir a «Dios y mi Patria» y para «ayudar en lo que pueda al necesitado», como escribe la adolescente Xenia, asidua oyente de las homilías dominicales de Romero, dispuesta a “dar la vida por nuestro Salvador Jesucristo” 7 . A veces se evoca la política para maldecirla, como en el llamamiento de un fiel que se define como «humilde campesino»: “Monseñor, en verdad le digo que siga adelante dando esa pauta de aliento para muchos de nuestro pueblo, para ya no caer engañados de las palabras satánicas de los políticos, pues ya estamos aburridos de tanta mentira y de estar en gran esclavitud en el régimen del Rey faraón moderno”. 8 También llegaban a Mons. Romero cartas críticas. Generalmente eran anónimas. Se trataba de misivas breves; o, al contrario, de cartas prolijas, rabiosas, sin lógica expositiva. En lugar de los caracteres normales de escritura, estas prefieren las mayúsculas. Bombardean sin orden ni concierto sus ideas, acusan y utilizan un lenguaje obsceno. Las amenazas son frecuentes. Mons. Romero es considerado un subversivo, un comunista, porque cuestiona el equilibrio fundamental de la sociedad dividida entre ricos y pobres, equilibrio establecido por Dios y por la naturaleza. Aunque todos son hijos de Dios – escriben – no todos son iguales, hay personas virtuosas y hay criminales. 9 Los ricos han trabajado para llegar a serlo, han sudado más que los demás, son benditos por Dios, que les ha concedido el éxito. Los ricos son más generosos que los pobres, son dignos de alabanza por la sociedad porque dan trabajo a los pobres a pesar de que estos no quieran trabajar. No hay matices. Mons. Romero siempre ha defendido la sindicalización de los campesinos. Por tanto, “Romero ya no puede negar que ha estado utilizado por los grupos terroristas, como punta de lanza para la infiltración marxista en la Iglesia católica y en las comunidades campesinas”. 10 La siguiente carta a Mons. Romero ejemplifica un género que sería excesivo definir como literario: “Es conocida la desgracia que sufre nuestra patria teniendo en la Iglesia como su dirigente a un comunista criollo. Desgraciada la patria teniendo a este fanfarrón de barriada que dirige a la siempre pordiosera- millonaria Iglesia. Cómo quisiera el que escribe tener la oportunidad de acribillarlo con una 12 ya la tengo de casualidad me la obsequió un familiar de los que han muerto por sus arengas venenosas usando el púlpito para destilar toda clase de porquerías […]. El Gobierno ha rayado en tontería en no darles verga y sacarlos del país, lo mismo que clausurando esa malvada radio espero en Dios verlos colgados algún día con o sin sotana. Reciba el papel y haga la bulla que quiera que los verdaderos salvadoreños y raza pensante ya no caminan como

animales como siempre han tratado al pueblo. Curas sinvergüenzas-culeros-hipócritas-aprovechados mantenidos de reyes y príncipes, presidentes y ricos de todo el mundo, hoy de ellos enemigos pues quieren el poder perdido…”. 11 En no pocas ocasiones quienes escriben a Mons. Romero se profesan católicos y lo acusan de haber traicionado a la Iglesia. Según estos, Mons. Romero había abandonado la “verdadera fe […] para lanzarse por el camino del marxismo”, utilizaba el templo de Dios “para hacer llamados a la violencia”, alimentaba “con sus prédicas sediciosas el espíritu destructor y criminal de aquellos que quieren destruir a nuestra Patria”. 12 A Mons. Romero le dicen que sus discursos “no tienen ni átomos de cristianismo”: “Los verdaderos cristianos jamás se han agrupado en milicias políticas porque la política es manejada por Satanás, jamás debe inmiscuirse en asuntos que no sea la palabra del Señor. Por toda la parte sólida de la tierra es el clero manejado por la gran bestia y el falso profeta, es el clero el que está moviendo los pueblos a la subversión, al levantamiento contra los gobernantes, así es que en forma disimulada colaboran con el comunismo ateo. Como ya digo a todos los que ustedes le llaman pueblo de Dios, los encontramos en la cantina, son murmullos en los lupanares […]. La iglesia romana es la iglesia donde se oculta Satanás mismo presentándose como iglesia de Dios”. 13 Un mensaje anónimo enviado a Mons. Romero por personas que declaran conocerlo desde la época de San Miguel [diócesis suya precedente] parecería amigable si no aludiera varias veces a su posible “desaparición física”: “No queremos a monseñor como mártir. Queremos que reflexione. Que comprenda que ni él ni nadie va a cambiar las cosas. Que haría mucho más bien a las clases necesitadas si fuera amigo del Gobierno porque podría influir en que el Gobierno ayudara voluntariamente […]. Sería mejor que renunciara a su alto cargo antes que seguir esa carrera desenfrenada hacia su propia tragedia, hacia su propia destrucción […]. Ahora lo adulan […]. ¿Cómo es posible que le hayan lavado el cerebro hasta ese grado? No monseñor, por favor deténgase, reflexione, medite. Usted está solo y está del lado de las fuerzas negativas […]. Sea práctico, siempre tienen que haber gobernantes y gobernados. Siempre tienen que haber pobres y ricos. No se autodestruya. Usted es un sacerdote valioso, de esos que se dan uno por cada siglo […]. ¿O es que usted desea ser mártir? ¿O es que le han inculcado que debe morir para que se solucionen los problemas? […] aquí necesitamos mejorar, pero no por revolución sino evolución. Aquí todavía es y seguirá siendo por mucho tiempo el imperio de los ricos, de los poderosos, pero poco a poco se irán componiendo las cosas. No ya. Ni mañana. Sino que lentamente […] no le deseamos ningún mal. No deseamos que vaya a ser víctima inocente de malandrines que lo siguen empujando” 14 . Otros piensan que Mons. Romero ni siquiera merece ser un interlocutor y lo invitan a ingresar en algún manicomio, ofreciéndole tal vez a modo de escarnio una pensión social. 15 Las cartas contra Mons. Romero mezclan viejo anticlericalismo salvadoreño y rabia por la «traición» del clero, ideología del orden vigente y defensa de intereses materiales. Aunque a menudo se reproche a Mons. Romero que se entrometía en política, estas cartas son de por sí muy políticas, a diferencia de las que muestran su apoyo a Romero, que tienen un trasfondo más religioso (de no ser que procedan de grupos organizados). Si el correo de Mons. Romero dice mucho sobre la orientación de los fieles individualmente, observados en el favor o en la aversión hacia Mons. Romero, un análisis del laicado de la arquidiócesis de San Salvador debe tener en cuenta, además de las organizaciones laicales tradicionales, las denominadas «comunidades de base». A finales de los años setenta estos grupos se veían abordados por preocupaciones de acción política. Ya en la primera fase de vida de toda comunidad de base la concientización representaba un punto ineludible: era el contenido de la conversión, el equivalente de «evangelización», la premisa de la acción. Fe era concientización, y concientización era compromiso político, y, finalmente, para cerrar el círculo, compromiso político era solidaridad militante en la lucha por el cambio e incluso por la revolución. Según un típico lenguaje maximalista, todo debía ser «integral»: la fe, la formación, la liberación, la militancia y la vida cristiana.

Se producía una especie de ideologización de la esperanza: la oportunidad evangélica que representaban las comunidades de base se transformaba en fenómeno ideológico. Así, no es ninguna casualidad que términos como «nivel ideológico», «criterio ideológico», «lucha ideológica», de uso corriente en esos ambientes, tuvieran una connotación positiva. Se trataba de seguir la ideología justa. Era normal dirigirse a Mons. Romero en los siguientes términos: “Somos seguidores de sus ideologías y lo admiramos como sacerdote que es”. 16 Muchos miembros de las comunidades de base se sumaban a la FECCAS y la UTC. Estas organizaciones campesinas habían pasado, a lo largo de los años sesenta, a un compromiso netamente político además de sindical. Las publicaciones de la FECCAS y la UTC se caracterizaban por la tensión combativa, simbolizada por frecuentes imágenes estilizadas de campesinos que blandían un machete, y por el lenguaje a la vez liberacionista y vetero-internacionalista. Lo más natural era que el «pueblo explotado y oprimido» y la «clase trabajadora» dirigieran victoriosamente su «inquebrantable lucha» contra la «burguesía criolla», el «imperialismo yanqui» y la «tiranía militar fascistoide». Los eslóganes de la FECCAS y la UTC tampoco eran muy originales: «¡Hasta la victoria siempre!», «¡Vivan los héroes y mártires del pueblo!», «¡Por la unidad combativa de los trabajadores del campo!», etcétera. 17 Puesto que la FECCAS y la UTC formaban parte del Bloque Popular Revolucionario, a su vez vinculado a la guerrilla, un miembro de las comunidades de base que lo quisiera podría llegar, a través del sistema de cajas chinas de las organizaciones, directamente a la actividad guerrillera. Los órganos represivos del régimen conocían dicho proceso y recorrían mentalmente hacia atrás el recorrido organizativo-ideológico que realizaban los que se habían convertido en guerrilleros. Así, llegaban a sacerdotes y catequistas de las comunidades de base, que sin hacer directamente ni política ni guerrilla, habían implantado el mecanismo de la concientización. Por eso las comunidades de base recibían con tanta crudeza la violencia de los paramilitares o de las salvajes operaciones de los cuerpos militares legales, actitud que alimentaba en las mismas comunidades toda una mística del martirio y del sacrificio por el cambio y la revolución. El peso en la diócesis de San Salvador de las comunidades de base, difundidas sobre todo por las zonas rurales, era proporcionado al hecho de que sólo el 44,3% de los fieles de Mons. Romero vivía, en 1977, en zonas rurales. 18 Las comunidades de base estaban de moda porque recordaban a las comunidades cristianas primitivas y porque se les atribuía carácter de pueblo. Pero eso no significa que dominaran el espacio religioso diocesano. El ambiente urbano daba poco espacio a su propuesta. Los miembros de las comunidades de base eran mayoritariamente campesinos, gente sencilla, que recibía el mensaje teológico-político de los sacerdotes de sensibilidad liberacionista como un alfabeto vital en el que creer ciegamente. No todas las comunidades vivían la misma radicalización. Mons. Romero deseaba que las comunidades de base tuvieran un carácter principalmente religioso y no político. Así lo afirman en varias ocasiones el «Diario» del arzobispo y la documentación que se conserva en el archivo diocesano de San Salvador. Sobre las comunidades de base, las directrices diocesanas para los párrocos y los agentes pastorales tenían su origen en el Vaticano II, en indicaciones organizativas de Medellín, pero sobre todo de la «Evangelii nuntiandi», que subrayaba el trato eclesial de las comunidades de base y prevenía de derivas políticas. 19 En las visitas a las parroquias, Mons. Romero recordaba a los laicos que debían respetar la autoridad de los párrocos. 20 Procuraba mantener contacto personalmente, en la medida en la que podía, con las comunidades que le dirigían incesantemente peticiones y mensajes. Al mismo tiempo, Mons. Romero se preocupaba de evitar que el aspecto religioso quedara diluido en el político. Tal como afirmaba en noviembre de 1979: “Lo cristiano es lo primero y desde lo cristiano hay que buscar cada uno su situación en el país, en la vocación que Dios le da. Si Dios le ha dado vocación política, que la viva como cristiano”. 21 A un periodista que observaba que “las comunidades eclesiales de base son acusadas de esparcir el germen de la insurrección”, Mons. Romero contestó en marzo de 1980: “Eclesial significa hacer Iglesia. Las comunidades

de base se alimentan del Evangelio, de los sacramentos, de lo trascendente: de todo lo que hace verdaderamente cristiano a un hombre. Y una de las dimensiones cristianas es la política. Por tanto, también en las comunidades de base se puede sentir el compromiso político”. Ante la insistencia del periodista, que le preguntaba de nuevo si las comunidades de base estaban involucradas en sentido revolucionario, contestó lapidario: “Como comunidades de base, no”, dando a entender que las comunidades eran una realidad eclesial y si alguno de sus miembros realizaba actividades revolucionarias era a título personal. 22 Durante los últimos ejercicios espirituales pocas semanas antes de ser asesinado, Mons. Romero incluyó en la confesión íntima de sus pecados el hecho de haber dejado de lado la politización de las comunidades de base. 23 Mons. Romero defendía la libertad para todos de realizar actividades sindicales o políticas. Lo consideraba un derecho básico de los ciudadanos. No obstante, los ámbitos de la Iglesia y de la política debían estar bien diferenciados. Yves Congar aplicó a la compleja relación entre fe y política en el catolicismo de los años posteriores al Concilio Vaticano II, la definición del concilio de Calcedonia sobre las dos naturalezas de Cristo, a saber, “sin separación y sin confusión” 24 . Mons. Romero no actualizaba esta expresión antigua, ausente en su pensamiento. Sin embargo, titulaba un párrafo de su tercera Carta pastoral: «Fe y política: Unificación pero no identificación». 25 Pedía a los fieles que no se abstrajeran de los problemas sociales y políticos y al mismo tiempo no quería que confundieran el campo de la Iglesia con el de la política. El Concilio había hablado de vocaciones, carismas y ministerios, que eran transformados en prioridades, prerrogativas y derechos. Era el efecto de una mentalidad que el Vaticano II no había previsto. Los laicos militantes de las comunidades de base eran también partícipes de esta especie de sindicalización interna de la Iglesia. Una actividad particular de la que fueron protagonistas algunos miembros de las comunidades de base es la de una especie de servicio de orden clandestino para proteger al Arzobispo e influir sobre él, pues lo consideraban un elemento útil para la causa popular, es decir, de la izquierda. Mons. Romero era totalmente desconocedor de dicha organización. Sus promotores eran grupos políticos cuyos afiliados, en su mayoría, habían sido reclutados de las comunidades eclesiales de base, cuyos miembros perseguidos por las fuerzas del orden, buscaron asesoramiento en los jesuitas de la Universidad Centroamericana (UCA), quienes les orientaron hacia un compromiso político con las fuerzas de izquierda para poder defenderse de los ataques de la represión de la derecha. El proyecto de Dios y el proyecto de los hombres Inesperadamente Mons. Romero recibió un amplio consenso del clero ya desde los primeros días como arzobispo, en el clima de solidaridad suscitado por el asesinato del p. Rutilio Grande. Según sus adversarios, Mons. Romero se ganó consensos dejándose manipular por grupos políticamente extremistas de su clero. Pero Mons. Romero conocía la situación compleja de la diócesis y mantuvo firme su libertad de juicio y de gobierno. Sin embargo, había un clima de constante emergencia. Mons. Romero se veía continuamente obligado por las circunstancias a reaccionar ante eventos imprevistos. Tenía que defender a la Iglesia y a la población al mismo tiempo, sobre todo la de zonas rurales más expuestas a abusos y violencias. Iban incesantemente a buscarlo al arzobispado familiares de personas arrestadas, torturadas o desaparecidas. A veces tenía que desplazarse a las instalaciones de los cuerpos de seguridad para obtener la liberación de personas arrestadas. También familiares de víctimas de la guerrilla le pedían ayuda. La autoridad que había adquirido hacía que fuera indispensable como mediador cuando había que desencallar ciertas situaciones como secuestros de personas, ocupaciones de edificios e instituciones, huelgas y conflictos laborales, manifestantes que había que proteger. Directamente o a través de sus colaboradores más directos, Mons. Romero era llamado a suplir a las autoridades. No se negaba a dicha tarea porque veía la posibilidad de salvar vidas humanas y de limar la tensión política y social.

Mons. Romero ha sido criticado por una supuesta condescendencia para con los sacerdotes implicados en política, en sentido revolucionario, y con las organizaciones populares de la izquierda. ¿Por qué no condenaba las continuas ocupaciones que estas hacían de iglesias? Era como si el arzobispo se identificara con los rebeldes alzados contra el orden constituido. En realidad, Mons. Romero nunca pretendió asociarse a sí mismo y a su Iglesia con una opción política, y temía la politización del clero. Declaraba pocas semanas antes de ser asesinado, tras haber experimentado el ostracismo de la derecha y también la hostilidad de la izquierda por su apoyo al Gobierno surgido del golpe de Estado del 15 de octubre de 1979: “Yo corro el riesgo que corre cualquier predicador de la verdad. Aunque se interprete mal lo que dice, aunque se lo difame, aunque sea perseguido, tengo confianza […]. La Iglesia no se identifica con ningún movimiento, ningún partido, ninguna organización…Un obispo no es un hombre político. Mi perspectiva es pastoral y se basa en el Evangelio”. 26 En junio de 1978 Mons. Romero escribió al cardenal Silva Henríquez de Santiago de Chile: “Somos calumniados, perseguidos, vejados en nuestros derechos humanos, únicamente por pedir Justicia y Paz […]. Tratamos de ser una Iglesia profética, no comprometida con ningún poder terrenal, sino sólo con el Evangelio” 27 . En una homilía de mayo de 1979 Mons. Romero explicó que la Iglesia era para él la conciencia de la sociedad. Dijo: “El amor cristiano sobrepasa las categorías de todos los regímenes y sistemas. Si hoy es democracia, si mañana es socialismo, si después es otra cosa, eso no es competencia de la Iglesia. ¡Háganlo ustedes que son el pueblo, ustedes que tienen el derecho de organizarse con la libertad que tiene todo pueblo! Organicen su sistema social, la Iglesia se quedará siempre al margen, autónoma, para poder en cualquier sistema que sea, ser la conciencia” 28 . Mons. Romero sentía una gran responsabilidad pública. No quería hacer política, pero fue «la voz de los sin voz» y se posicionó contra la violencia en el país. Defendió a los pobres y a los que sufrían injusticias. No como revolucionario. Con su carismático estilo oratorio, no expresaba más que la orientación clásica de la Iglesia romana respecto a los regímenes políticos, orientación que se basaba en la indiferencia por principio ante la forma de gobierno y el vivo interés por la libertad religiosa y la situación a la que se exponía a la Iglesia y a la población, es decir los derechos de Dios y del hombre. Afirmaba Romero sobre la relación entre religión y sistemas políticos: “El tremendo papel de la Iglesia es mantener en la historia de los hombres el proyecto de la historia de Dios […] sin identificación con los proyectos históricos de los hombres, aunque tiene que iluminarlos todos […]. Los momentos cambiarán pero el proyecto de Dios será siempre el mismo: salvar a los hombres en la historia. Por eso, la Iglesia encargada de llevar ese proyecto de Dios, no puede identificarse con ningún proyecto histórico. La Iglesia no pudo hacerse aliada del Imperio Romano, ni de Herodes, ni de ningún rey de la tierra, ni de ningún sistema político, ni de ninguna estrategia política […]. ¡En los tiempos de Juan Bautista había una gran maraña política! Había grupos políticos como los hay hoy. Había quienes estaban a favor del Imperio, quienes estaban contra el Imperio; y en la facción de la oposición del Imperio había diversos partidos, lo que llamaríamos hoy también, organizaciones políticas populares. Había también brazos armados de esas organizaciones. La historia del tiempo de Jesús es maravillosamente igual a nuestro tiempo. Y Juan Baptista no se hace facción, sino que se hace heraldo del Rey. A todos dirá una palabra de salvación…” 29 .

Mons. Romero creía que la Iglesia tenía que ser una guía moral de la sociedad y, por tanto, debía inspirar también a la política. Pero no quería una Iglesia directamente comprometida en política, y aún menos en la política de partidos. “La Iglesia – decía a dirigentes de la Democracia Cristiana – no puede confundirse de ningún modo con el partido político, aunque a menudo ambos persigan objetivos similares como la justicia social, la participación política de todos los ciudadanos, etc”. 30 El problema de la relación entre fe y política Sobre la Iglesia de San Salvador de la que Mons. Romero era arzobispo se cernía una especie de tormenta ideológica, que giraba en torno a la madre de todas las cuestiones en la Iglesia latinoamericana de aquella época:

la relación entre fe y política. Este tema estaba en el orden del día, obsesivamente, en casi todas las reuniones del clero y de las comunidades cristianas salvadoreñas, pero en la archidiócesis se sentía con mayor intensidad a causa de la vivacidad de su tejido eclesial, de la presencia de la gran ciudad capital del país, del menor provincialismo, del presbiterio más numeroso y culto, y del trabajo de numerosos religiosos de origen europeo y norteamericano que introducía elementos dialécticos de novedad. Muchos cristianos identificaban el reino de Dios con la revolución, según el típico lenguaje de la teología de la liberación de la época. Las reuniones, las asambleas, los mismos retiros espirituales del clero diocesano versaban sobre la clarificación, que parecía no llegar nunca a definición última, de la relación entre fe y política, entre Iglesia y actualidad política. Siempre se debatían las «distintas opiniones» al respecto. Mons. Romero aceptaba dichas discusiones, impuestas por órdenes del día que no siempre eran suyos, pero estaba contento cuando se pasaba a hablar de fraternidad, de «comunión», de «aspectos humanos» y relaciones que auguraba «cordiales». 31 Si era llamado a intervenir específicamente sobre religión y política, Mons. Romero insistía en la identidad sacerdotal y eclesial. En las últimas páginas de su «Diario», Mons. Romero vuelve sobre el problema de la unidad del clero a pesar de las divisiones producidas por la política. En la vigilia de su muerte, el arzobispo estaba preocupado por la politización y la polarización que en su presbiterio separaba a unos de otros. Discutía con sus colaboradores sobre la hipótesis de una nueva encuesta entre el clero que neutralizara los motivos de división. Desaprobaba “esos aspectos socio-políticos que muchas veces nos dividen o no nos hacen trabajar juntos”. Con los sacerdotes de los que sospechaba que se habían pasado al activismo político, Mons. Romero alternaba comprensión y severidad. Exigía que se atuvieran a las directrices diocesanas que prohibían al clero hacer política y, en todo caso, si se quería practicar a toda costa, requerían que se discutiera primero con el arzobispo. Con el tiempo, Mons. Romero abandonó la pía ilusión de que sus sacerdotes predicaban justicia, pero no se sumaban en ningún caso a la guerrilla. Pocas semanas antes de morir confió a un obispo guatemalteco amigo suyo los temores por los sacerdotes que se habían pasado a la política: según Romero tenían una especie de «sobresaltos», «golpes de fe», se pasaban a la política como si experimentaran una conversión religiosa, pero al ir con la guerrilla al cabo de un cierto tiempo perdían la misma fe. 32 En una carta a monseñor De Smedt, obispo de Brujas, que había hecho un hermanamiento de su diócesis con San Salvador y había enviado en misión a algunos sacerdotes y ante la implicación de alguno de ellos en la política activa, Mons. Romero pedía el regreso del sacerdote implicado a su diócesis nativa al no aceptar su corrección. E insistía en cómo el empeño directo den la política pertenecía a la misión propia del laico. Pero los cristianos en la política no debían abrazar métodos violentos y debían reconocer la primacía de lo religioso sobre lo político. No era fácil en un país como El Salvador, ensangrentado, lacerado, sobrexcitado, donde la relación entre fe y política se presentaba a menudo como un cortocircuito. Las distinciones maritainianas tan apreciadas por otros catolicismos tenían poca repercusión en El Salvador. Afirmaba Romero en una síntesis: “Fue el afán de mi tercera carta pastoral distinguir entre la comunidad cristiana donde se cultiva la fe, donde se crece en la virtud cristiana; y la organización política, donde un cristiano de esta comunidad puede ir a desempeñarse y llevar – como dice aquí el Concilio – germen de cristianismo. Que no se deje manipular, que no todas las consignas que da el Bloque o el FAPU las obedezca ciegamente. Si es un cristiano, tenga su criterio cristiano y sepa decir no, cuando hay que decir no, pero no ser un borrego en la marcha de todos los que van siguiendo lo que como cristiano no se puede hacer. El hombre es responsable de su opción personal; pero si es cristiano tiene que salvar su fe, ser fermento en la masa. Ahora, cuando este cristiano está en la comunidad leyendo la Biblia, recibiendo un sacramento, comulgando, confesándose, o llevando una misión catequística, celebrador de la palabra, va en comunión con el pastor. Entonces no puede vivir su opción política y usar aquella reunión cristiana para ganar adeptos a su partido político, tiene que distinguir netamente las dos cosas” 33 .

No eran distintas las intenciones que impulsaron más tarde a Mons. Romero a escribir su cuarta Carta pastoral, sobre la «Misión de la Iglesia en medio de la crisis del País». En ella, Mons. Romero quería hacer “sobre todo la presentación de una Iglesia que quiere ser auténtica y que no quiere compromisos con ninguna organización política, a la cual trata de comprender y apoyar en lo justo, pero sin identificarse con ella”. 34 Mons. Romero animaba a cuantos hacían política con rectos propósitos, independientemente del grupo, partido o asociación al que pertenecían. No era difícil arrancarle una bendición: si alguien le comunicaba que quería trabajar por la salvación de la patria, por la justicia social, o contra la violencia, inmediatamente el arzobispo le daba confianza. Consideraba que la Iglesia, sin mezclarse en política, debía apoyar “todas las iniciativas que tengan como objeto la justicia, el bienestar, la paz de los hombres” y “la lucha liberadora del pueblo” entendida en sentido no violento. 35 . Consideraba que los problemas de El Salvador tenían sus raíces en una grave injusticia social – la riqueza en manos de pocos y la masa del pueblo en condiciones de miseria – y que la eliminación de esta injusticia era un acto necesario. Las incertidumbres, los equívocos, las superposiciones nacían cuando tales exigencias de justicia eran declinadas, en la base, por cristianos que tendían a confluir en los movimientos políticos y a asumir sus ideologías: “Hay que hacer lo que se pueda para que los que se han organizado en las organizaciones políticas populares no pierdan la fe que tal vez fue la que inspiró su compromiso político. Lo que por falta de un seguimiento capacitado de la Iglesia puedan perder esa fe y orientarse por soluciones desviadas”. 36 Era la denominada pastoral de acompañamiento. Había que determinar la relación entre cristianos y militancia política sobre bases claras: “En estas horas de convulsiones y confusiones políticas, no confundamos el concepto de pueblo en general con el concepto de pueblo de Dios. En esta confusión está la causa de muchos errores aún en las comunidades cristianas. La comunidad cristiana es eso que ha dicho san Pablo: elegidos, sacros, amados de Dios. Desde allí, desde esa comunidad escogida tiene que santificar, iluminar, orientar, acompañar al pueblo en general pero sin confundirse con el pueblo en general; siendo fermento sin perder su fuerza de fermento. De allí, queridos jóvenes, si ustedes pertenecen a organizaciones políticas populares, magnífico, pero que sean cristianos. No se olviden que al irse a confundir con el pueblo en general, con las organizaciones populares, ustedes llevan un compromiso especial, ustedes además de ser pueblo de El Salvador, son pueblo elegido de Dios, pueblo sacro, consagrado a Dios, pueblo amado de Dios. No pierdan ese amor haciendo locuras que tal vez les pueden imponer otras ideologías. Sepan ser fermento en sus organizaciones, sepan dar su compromiso político sin traicionar el amor que Dios les tiene como pueblo de Dios, sepan ser donde quiera que vayan familia de Dios. Así como no nos avergonzamos de nuestro hogar estando donde estemos, tampoco hemos de avergonzarnos ni sentirnos menos, porque somos cristianos ante otros que se vanaglorian de su poca fe”. 37 Aunque Mons. Romero defendía como un derecho humano fundamental la libertad de asociación, la pastoral de acompañamiento no era una bendición de las opciones políticas de los «acompañados». Mons. Romero veía que una parte del pueblo estaba involucrada en los movimientos de la izquierda. Pero el pueblo por sí mismo era una realidad más amplia. El pueblo salvadoreño en su conjunto, según Romero, estaba marcado por el cristianismo. Por eso, entre otros motivos, no podía identificarse «tout court» con una ideología política. Y aún menos los extremos de la escena política tenían el derecho de hablar en su nombre: “[Una palabra] al pueblo en general, que no es precisamente la extrema derecha ni la extrema izquierda. Y en esto quiero yo también felicitar al pueblo que a pesar de la necesidad que tiene de fuerzas sociales no se ha apoyado en aquellos grupos que propician la violencia y la locura. Nuestro pueblo es muy cuerdo, nuestro pueblo sabe discernir y sabe que una redención falsa no es una verdadera redención y espera, precisamente, a quienes le ofrezcan la verdadera liberación que él necesita. Por eso, les llamo a todos los que forman esa enorme gama que está entre las dos extremas a que busquen su puesto de participación en el quehacer común, político de nuestro pueblo. Busquen su vocación, reflexionen a la luz de la Palabra. Ahora es el momento en que el pueblo tiene que realizar esta inventiva, iniciativas nuevas. No es necesario sólo adoptar los cauces ya

hechos, sino que hay otros por donde la inspiración cristiana puede llevar a nuestro pueblo tan profundamente cristiano.” 38 En el plano de los principios, la negativa era tan clara para el marxismo como para el capitalismo: “La Iglesia no puede ser cómplice de ninguna ideología que trate de crear, ya en esta tierra, el reino donde los hombres sean completamente felices. De allí que la Iglesia no puede ser comunista. La Iglesia tampoco puede ser capitalista, porque el capitalismo también está con la mirada miope sólo viendo la felicidad, su pasión, su cielo, en sus tierras, en sus palacios, en su dinero, en sus cosas de la tierra. Están instalados. Y esta instalación no pega con la Iglesia. La Iglesia es escatológica. Y es aquí donde la Iglesia se vuelve a los pobres para decirles: ustedes son los más capacitados para comprender esta esperanza y esta escatología […]. El comunismo nos acusó falsamente cuando nos dijo que nosotros predicábamos el opio del pueblo y que predicando a los hombres un reino del más allá, le quitamos la garra para luchar en esta tierra. ¿Quién sabe quién pone más garra a los hombres, si el comunismo o la Iglesia? La Iglesia, porque al predicar una esperanza del cielo, le está diciendo al hombre que ese cielo hay que ganárselo, y que es en la medida en que trabaje aquí y cumpla bien sus deberes como será premiado – su vida – por la eternidad. Y que a un hombre que ha cumplido mejor sus deberes de la tierra, le tocará una escatología, un cielo más amplio, más rico. Nadie tan ambicioso como los santos y los cristianos…”. 39 Durante sus últimos meses, Mons. Romero expresó en varias ocasiones lo que pensaba del comunismo en conversaciones con Juan Pablo II, con el cardenal Casaroli y con el nuncio en Costa Rica, Lajos Kada. A estos interlocutores Mons. Romero les expuso la misma opinión. Distinguió ante todo su compromiso por la justicia social y los derechos humanos de una adhesión ideológica a la izquierda, algo que negaba. Él quería evitar que El Salvador cayera “en unas ideologías que destruyen los sentimientos y los valores humanos”. 40 Y “tenía mucho cuidado de evitar esas infiltraciones [marxistas]”. 41 Mons. Romero no era equidistante en la sociedad salvadoreña. Se ponía de parte de aquella variopinta componente de la sociedad, que respondía a distintas premisas éticas y culturales, que quería resolver la injusticia social. Eso no significa que Mons. Romero perteneciera a la izquierda. Observaba los graves problemas de El Salvador con una visión cristiana tradicional. Romero expresaba el pensamiento clásico del cristianismo sobre la riqueza, sobre la justicia y sobre los pobres. Él añadía el énfasis que le sugerían el contexto en el que intervenía y su propia oratoria: “Yo denuncio, sobre todo, la absolutización de la riqueza. Este es el gran mal de El Salvador: la riqueza, la propiedad privada como un absoluto intocable y ¡ay del que toque ese alambre de alta tensión, se quema!”. 42 Escribía en su última Carta pastoral: “La absolutización de la riqueza pone el ideal del hombre en «tener más» y por tanto disminuye el interés por «ser más» que debe ser el ideal del verdadero progreso del hombre y del pueblo. El deseo absoluto de «tener más» fomenta el egoísmo que destruye la convivencia fraternal de los hijos de Dios. Porque esta idolatría de la riqueza impide a la mayoría disfrutar de los bienes que el Creador hizo para todos y lleva a la minoría que lo posee todo a un gozo exagerado de estos bienes” 43 . Dios se encontraba entre los pobres, los humildes, los débiles, y también la política debería haberlo tenido en cuenta. Mons. Romero predicaba en Navidad de 1979 con las palabras siguientes: “Cristo, el más pobre, envuelto en pañales, es la imagen de un Dios que se anonada. Lo que la teología llama la kenosis […]. Esta noche no busquemos a Cristo entre las opulencias del mundo, entre las idolatrías de la riqueza, entre los afanes de poder, entre las intrigas de los grandes. Allí no está Dios. Busquemos a Dios […] entre los niños desnutridos que se han acostado esta noche sin tener que comer. Entre los pobrecitos vendedores de periódicos que dormirán arropados de diarios allá en los portales. Entre el pobrecito lustrador que tal vez se ha ganado lo necesario para llevar un regalito a su mamá, o, quién sabe, el vendedor de periódicos que no logró vender los periódicos y recibirá una tremenda reprimenda de su padrastro […]. O al joven campesino, obrero, el que no tiene trabajo, el que sufre la enfermedad en esta noche. No todo es alegría, hay mucho

sufrimiento, hay muchos hogares destrozados, hay mucho dolor, hay mucha pobreza. Hermanos, todo eso no lo miremos con demagogia. El Dios de los pobres ha asumido todo eso y le está enseñando al dolor humano el valor redentor, el valor que tiene para redimir al mundo la pobreza, el sufrimiento, la cruz. No hay redención sin cruz”. 44 La homilía del 10 de febrero de 1980 insistía en este «valor relativo» de la política. En ella Mons. Romero enmarcaba primero la naturaleza del hombre en la inclinación a la idolatría: “Ningún hombre se conoce mientras no se haya encontrado con Dios. Por eso tenemos tantos ególatras, tantos orgullosos, tantos hombres pegados de sí mismos, adoradores de los falsos dioses, no se han encontrado con el verdadero Dios y por eso no han encontrado su verdadera grandeza…” 45 . Y a continuación describía la postura de la Iglesia ante la sociedad salvadoreña, marcada por esas idolatrías. Mons. Romero no era clasista: religiosamente hacía una opción preferencial por los pobres, pero decía que el pueblo comprendía sectores de diferente extracción social y que tener una sociedad pluralista era una bendición de Dios, siempre que hubiera justicia. La izquierda no consideraba que Romero perteneciera a sus filas, aunque apreciara su actitud crítica con el Gobierno. Mons. Romero no tenía familiaridad con el marxismo. Sabía poco de sociología y filosofía. Sus lecturas, incluso en los tres años de arzobispo, son mayoritariamente obras del magisterio, patrística, textos de exégesis bíblica, de devoción y espiritualidad. Su guía en política eran los textos del Vaticano II sobre la relación Iglesia/mundo. Era consciente de que no era un experto en política. A este propósito se mostraba irónico: “El problema en este país es que los dos que se confrontan [el arzobispo Romero y el general Romero, presidente del Estado] no sólo tienen el mismo nombre, sino que tienen en común el hecho de que ninguno de los dos es un político”. 46 La Iglesia, según Mons. Romero, debía seguir manteniendo distancia con la política: “Yo he dicho siempre que la Iglesia no se identifica con la política, ni con las luchas temporales; pero sí he dicho que esta Iglesia da luz y fermento a todas las luchas temporales; que la Iglesia no está en el mundo como una segregación para ser guardada en un camarín, sino que la Iglesia se conserva nítidamente familia de Dios para poder ser fermento de Dios en medio de todas las luchas, combates, y aspectos de la humanidad. La Iglesia es servidora de la humanidad. Lo acaba de decir el Papa este mismo domingo al despedirse de Polonia cantando con la juventud: «Abramos fronteras, en la Iglesia no caben imperialismos; la Iglesia es servicio, la Iglesia es servicio del mundo»”. 47 En cualquier caso, Romero se movía como obispo, no como hombre político. En una situación como la salvadoreña, precisamente no ser político le otorgaba, paradójicamente, fuerza política. Se ha dicho de Romero que era un «maestro de política». Hay que entender dicha afirmación en el sentido que representaba un modelo de coherencia pública, de referencia al bien común, no en el sentido de política como oficio. Es sugerente la consideración que lo define “más allá de sí mismo, infinitamente político” 48 . Por convicciones de principio y por timidez de naturaleza, Romero no tenía ninguna intención de ser protagonista de la política de su país. Deseaba que El Salvador tuviera una valiente clase política, no que la Iglesia desempeñara el rol de suplencia del Estado. Las circunstancias hicieron que la «iluminación» de la realidad que proponía Romero en sus homilías, se convirtiera en un elemento central del debate político salvadoreño. Mons. Romero se encontró de algún modo sustituyendo a una clase política que no lograba gobernar y estabilizar el país. Y era consciente de que ejercía una función de suplencia, que esperaba fuera breve porque la política era para los políticos, no para la Iglesia. Mons. Romero se encontró atrapado en una situación imposible, entre una derecha cerrada a la justicia social y una izquierda cerrada al reformismo. La derecha quería el inmovilismo social absoluto y la izquierda quería la revolución. La tenaza que tenía atrapado al moderado Mons. Romero se veía agravada por la violencia generalizada, por las contraposiciones ideológicas del momento, por la crisis del sistema oligárquico y por la intensa fase de guerra fría que se vivía en América Central. Son tesis plausibles. Los diplomáticos acreditados en

El Salvador tenían en su mayor parte gran simpatía por Mons. Romero en el plano humano y religioso, pero consideraban que era un estorbo en el plano político. Esta es la paradoja de Romero: no era un político, no sabía de política, no quería hacer política, pero terminó siendo un personaje clave en la política de su país. Comparado con la media de los obispos latinoamericanos, incluidos los salvadoreños, Mons. Romero era poco propenso a la política. En cuanto obispo, era hijo del intento de Pío IX y León XIII de hacer más romano el catolicismo de América Latina. Eso implicaba la primacía de lo religioso, la independencia de los poderes locales, la despolitización de las Iglesias latinoamericanas nostálgicas del patronato colonial. Gracias a la formación romana que había recibido, Romero distinguía entre espada y cruz, entre Estado e Iglesia, entre política y religión. No obstante, el contexto en el que se encontraba lo convirtió inmediatamente en el contrapeso del poder civil. Así se convirtió en un personaje «infinitamente político». A pesar suyo.

NOTAS

© CONGREGATIO DE CAUSIS SANCTORUM: POSITIO ROMERO SUPER MARTIRIO. PN 1913.

2014. Biografia Documentada (cap. X, extracto).

Vincenzo Criscuolo, Ofmcap., (Relator General) -Vincenzo Paglia – Roberto Morozzo Della Rocca [Postulación]