EL SALVADOR EN EL SIGLO XX. (II)

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Los cristianos salvadoreños y la crisis del país

El Salvador se diferenciaba de los países vecinos ístmicos y de los demás países latinoamericanos por la presencia difundida de los católicos en los movimientos populares y en los grupos que más tarde formarían el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional.

La guerrilla salvadoreña de los ochenta se inspiraba en Farabundo Martí, líder comunista fusilado en 1932 por los militares durante la histórica matanza de miles de campesinos.[1]Pero a diferencia de Nicaragua, el componente originario cristiano era dominante en las filas de la guerrilla, aunque no siempre en la dirigencia.

La historia del paso de tantos católicos salvadoreños de la pasividad política a la rebelión se inscribe en un fenómeno general de América Latina entre los sesenta y setenta. Vale la pena preguntarse por qué en El Salvador este paso fue mucho más amplio que en otras partes. El asesinato del arzobispo Romero, que pedía justicia social pero no era revolucionario y rechazaba la violencia, tuvo como consecuencia que miles de católicos llenaran la guerrilla; aunque ya anteriormente, contra la voluntad del arzobispo, varios católicos simpatizaban con la lucha armada y la practicaban.

La mayor de las organizaciones populares que apoyaban a la guerrilla, el BPR, repetía en su composición las organizaciones sindicales campesinas FECCAS y UTC, nacidas en la década de los sesenta con la bendición de la Iglesia. Eran fuertes, con decenas de miles de adhesiones, FECCAS y UTC habían surgido de una clara inspiración cristiano social, para promover la sociedad rural. Se habían radicalizado políticamente debido también a la represión extremadamente violenta de sus instancias sindicales.

Los militantes del FAPU y los de su correspondiente militar, las FARN, también eran sobre todo católicos, formados en la escuela del catolicismo social del arzobispo Chávez y González, el predecesor de Mons. Romero. En particular se trataba de miembros de las comunidades de base de la zona de Suchitoto, un lugar mítico de la oposición al gobierno. En esta localidad el catolicismo social estaba muy organizado.

A diferencia de los laicos, la participación del clero en las organizaciones populares y en la guerrilla fue en El Salvador más bien reducida. Pero fue importante por sus efectos prácticos y simbólicos. A principios de la década de los setenta un grupo de sacerdotes con la sigla de «la Nacional» estaba a favor de una opción política de la Iglesia por el cambio social y político. En la década de los setenta «la Nacional» estaba unida al BPR y contaba con 30/40 sacerdotes (casi el 10% del clero de todas las diócesis de El Salvador que eran en total 403 sacerdotes en 1975).[2]

Jamás ningún obispo aprobó la existencia de «la Nacional» y mucho menos de la Coordinadora Nacional de la Iglesia Popular que la reemplazó en los años ochenta. Para el arzobispo Romero, «la Nacional» era una espina, dado que era contrario, por motivos canónicos y pastorales, a sacerdotes comprometidos directamente en política. Análogamente Mons. Rivera Damas, sucesor de Mons. Romero, intentó limitar su acción y conducirla dentro de los esquemas canónicos.

Sin tomar en cuenta «la Nacional», entre el clero tanto secular como regular de las diócesis salvadoreñas, se había difundido en la década de los setenta una sensibilidad social que se traducía obviamente en claras simpatías políticas. Pero hay que evitar las generalizaciones. Había gran variedad de mentalidades, de posiciones, de motivaciones: “La situación del país era efervescente […] Bastantes sacerdotes tomaron partido: derecha, izquierda y centro”.[3]

Estaban los jesuitas intelectuales de la UCA, que suscitaban respeto, pero no conmoción. Eran aristócratas razonadores en un mundo de valores y sentimientos sobre todo rurales. Estaban los párrocos de la pastoral popular como padre Rutilio Grande,[4]o el padre Fabián Amaya,[5]ambos estimados y amados por el arzobispo Romero. Había sacerdotes que de revolucionario tenían la firmeza del amor del Evangelio hacia los pobres y no más. Proporcionalmente al escaso clero secular nativo, los religiosos estaban más radicalizados en sentido sociopolítico. Y los tres cuartos de los religiosos en El Salvador, a finales de los años sesenta, venían del extranjero.

Hay que recordar por ejemplo que un buen número de jesuitas de la UCA era de origen español. Cada instituto religioso reproducía en El Salvador el rasgo carismático de sus orígenes, conjugándolo con las condiciones locales. Una misión que la Iglesia belga –en particular la diócesis de Brujas– mantenía en servicio de la Iglesia salvadoreña, constituía un grupo eclesiástico que se había radicalizado políticamente en la década de los setenta, después de haber ayudado anteriormente a implantar en el país la Acción Católica Universitaria, donde se había formado el personal político del partido demócrata cristiano. Sacerdotes y monjas de origen belga descubrían en El Salvador posibilidades de tonos incandescentes y existencias heroicas probablemente a las que no podían acceder en su rica y pacífica nación europea.

Había también bastantes sacerdotes con una visión tradicional de la Iglesia y de sus obligaciones en la sociedad. Esta visión la compartían con la clase dirigente salvadoreña. Eran eclesiásticos poco dispuestos al compromiso social, quizás porque creían en una pastoral concentrada en los sacramentos, quizás porque sentían la influencia de la amistad con los ricos.

En general, estos sacerdotes no amaban la política: a Dios lo que es de Dios, a César lo que es de César. Preferían sacristía e incienso. Aunque algunos hacían activamente política, intentando entrar en la esfera de gobierno e incluso denunciando a las autoridades civiles a otros sacerdotes por sospechar que apoyaban a la guerrilla.

No hay que olvidar que muchos párrocos trabajaban también por el bien material de sus fieles, es decir realizaban un trabajo de promoción social, sin dar a esta obra ningún tipo de idea política o ideológica. Para ellos era sencillamente un deber de caridad, un compromiso evangélico, observar las enseñanzas de la Iglesia.

Más que el clero, eran los fieles católicos los que se comprometían en la oposición al régimen. En las organizaciones populares y en las formaciones militares de la guerrilla absorbían doctrina y vocabulario marxista y a su vez influían en la cultura de los militantes marxistas, que eran débiles por la división en grupos antagonistas. El número de los comunistas en El Salvador no era tan grande que fuera capaz de integrar fácilmente la masa de militantes católicos, mayoritaria en la oposición al régimen. Si la fe se perdía o se debilitaba, eso generalmente no sucedía por conversión al marxismo sino por el primado dado a la acción, por la absolutidad del compromiso de campo.

El hecho de que los militantes católicos en los grupos políticos y militares se caracterizasen –sobre todo con el pasar del tiempo– por criticar a la Iglesia institucional, no hace menos evidente su origen. Se les reconocía por la constante exaltación del sacrificio, del martirio, de la muerte purificadora y que prenunciaba la victoria (como la cruz la resurrección).

En cierta medida lo mismo se puede decir sobre la tensión sentimental, el escaso interés por las cuestiones de estrategia y sin embargo el fuerte acento sobre la salvación inmediata. Y también por la ideología que no era un estudio intelectual y paciente dedicación a las cuestiones sino un imperativo a actuar, hasta dar generosamente la vida, en nombre de una incontestable causa superior («Dios lo quiere»).

El asesinato de Mons. Romero, en 1980, eliminó la principal voz que se oponía a la violencia. Faltando el que más representaba la solución pacífica de los problemas del país, numerosos católicos salvadoreños acabaron en la oposición armada. De allí a poco inició la guerra civil. La muerte del arzobispo tuvo una enorme fuerza simbólica y actuó como una ruptura de los diques.

En este sentido se puede entender la sorpresa de todos los que, entonces, consideraron el asesinato un clamoroso error político y militar de la derecha salvadoreña, aunque no está claro que pretendiera resolver la crisis del país sin recurrir a la guerra civil. Mons. Romero siempre había desaconsejado con fuerza la toma de las armas. Había condenado la violencia de cualquier parte. Su misma existencia era una barrera a que empezara la guerra civil.

Pero la izquierda no tomó su mensaje integralmente sino selectivamente. Se subrayaron los aspectos de denuncia de la injusticia y de exhortación al cambio. Romero se convirtió en un mártir de la revolución. En cualquier caso, la presencia católica en la oposición al régimen, legal o guerrilla, nace en años anteriores al tiempo de Romero arzobispo de San Salvador. Tanto como la hostilidad de la oligarquía salvadoreña a la Iglesia católica nace en la década de los sesenta, cuando el espíritu del Vaticano II y la acción de Mons. Chávez y González ya habían producido un movimiento católico social organizado.

Los ingredientes de la mutación ideológica de una porción consistente de los católicos salvadoreños ya existían a finales de los sesenta: los sindicatos cristianos, las comunidades de base, los delegados de la palabra, el clero atraído por la ideología de la liberación victoriosa en Medellín, las escuelas de formación cristiana en el mundo rural, la UCA de los jesuitas, y los programas radiofónicos de alfabetización, que se habían convertido en programas de «concientización».

No era todavía, ni lo será para todos, la decisión del cambio cueste lo que cueste, incluso la revolución. Pero el tiempo de la ideología «desarrollista» ya se había acabado. Soplaba el espíritu del 1968 (pensemos en los muertos en las plazas de Ciudad de México), del guevarismo, de la rebelión. Se abría una época de opciones más radicales.

Pero hay que insistir sobre el carácter de movimiento. En el catolicismo, que pasaba desde el compartir a la sensibilidad social, desde la caridad a la política, a través de una escalada ideológica, no había ni organización ni estrategias. Les movían esencialmente instancias de justicia y de bien común, vividas en los movimientos. Los llamados signos de los tiempos a menudo se individuaban gracias a categorías sociológicas y políticas de moda, que fascinaban a los intelectuales y teólogos católicos.

Pero no siempre era sociología y política: el jesuita Rutilio Grande, importante en la biografía de Mons. Romero, se dedicaba a la promoción humana y social de los campesinos sencillamente con amor religioso hacia ellos. La zona de Aguilares, donde Grande trabajaba, se convirtió inmediatamente en un punto neurálgico de los conflictos sociales de El Salvador.

A Rutilio Grande le odiaban los latifundistas y militares que lo consideraban un subversivo, pero él se mantenía fuera de cualquier línea política o ideológica. Era, si queremos clasificarlo de alguna manera, un humilde populista rural, que pensaba que tenía que anunciar la buena noticia a los campesinos, no hacer revoluciones. Alrededor de él se había reunido un grupo de clérigos que amaban la pastoral popular.

Rutilio Grande no compartía las teorías sociopolíticas de sus hermanos de la UCA, de los que se había alejado. De la misma manera, otros curas consideraban su deber acompañar el servicio religioso, sobre todo a los campesinos y a los pobres, con un compromiso por la promoción humana. Cada uno usaba las energías espirituales que poseía, sintiéndose en el surco de la tradición católica que desde siempre unía fe y obras.

Las clases dirigentes salvadoreñas no perdían tiempo intentando comprender las distinciones internas en el complejo movimiento católico social. Se sospechaba de subversión en cualquier reunión de campesinos. Cualquier referencia a la justicia era una mano tendida al comunismo. En El Salvador la Iglesia católica había tenido buenas relaciones con las clases dirigentes, a no ser que fueran de tendencia exasperadamente anticlerical.

Aquí, como en otras partes del continente latinoamericano, la oligarquía había apoyado al catolicismo, había mantenido al clero, había donado dinero para construir las iglesias. El catolicismo, por su parte, había sostenido el orden constituido, había garantizado la estabilidad de los regímenes, había favorecido la modernización conservadora, como había hecho en muchos países latinoamericanos.

En muchos países de América Latina no habían llegado a considerar la Doctrina Social de la Iglesia –la «Rerum Novarum», la «Quadragesimo Anno»– y también en El Salvador eran marginales antes del Vaticano II. No era normal que los católicos latinoamericanos salieran del área cultural y sacramental. Las clases dirigentes salvadoreñas reaccionaron con violencia al interés católico por las cuestiones sociales, antes de que se convirtiera en interés por la política. Para ellos la Iglesia católica les había traicionado: “Nosotros hemos hecho la Iglesia, hemos construido las iglesias y ahora nos dejan de lado…”.

Si algo no les gustaba, la oligarquía no dudaba en amenazar, como le sucedió a un diplomático vaticano a finales de los años sesenta: “Monseñor, se recuerde que hemos sido nosotros quienes hemos construido la Iglesia aquí en El Salvador, y sin nosotros ya no habrá Iglesia”. La oligarquía consideraba también la Iglesia entre sus propiedades. En realidad, varios de estos «constructores de iglesias» no eran católicos fervientes. Habían apoyado al catolicismo en cuanto pilar de su orden social.

Era un fenómeno antiguo, muy conocido en Europa donde cierto liberalismo agnóstico e incluso masónico y anticlerical, había constatado la influencia de la Iglesia sobre las clases no pudientes para mantener el orden social. Hasta la década de los sesenta –es verdad– también la Iglesia católica salvadoreña había buscado la alianza con los regímenes conservadores para volver a adquirir esa centralidad en la vida del país que le había quitado el laicismo del siglo XIX.

Ahora el clero dejaba de formar parte del personal mantenido económicamente por la oligarquía salvadoreña. Su autonomía se veía como una traición. De aquí el odio no solo hacia cada sacerdote indicado como subversivo y comunista, sino también a la institución eclesiástica católica en su conjunto. De repente ya no podían tener confianza en ellos. Mejor los protestantes. De hecho, entre las décadas de los sesenta y setenta fue cuando empezó la invasión de las sectas neoprotestantes a América Central y a otros países latinoamericanos con parecidas crisis en los equilibrios internos.

Durante el tiempo del arzobispo Romero ya existían en El Salvador grupos protestantes unidos al variado protestantismo norteamericano de orientación pentecostal y fundamentalista, políticamente sostenedores del régimen que ostentaba el poder, hasta sacralizar la opresión, bien provistos de dólares, tranquilizadores predicando el individualismo, el éxito privado, vida sobria y bien regulada, y garantizando su incolumidad física, a diferencia de los católicos que vivían una represión militar y policial.

Para los campesinos salvadoreños, el solo tener en casa una Biblia podía causar la muerte, si se era católico. Eso no sucedía si se era protestante. La oligarquía transfería a los protestantes la confianza que había perdido en los católicos. Los militares les respetaban. Las milicias privadas del patronato, como ORDEN, empezaron a aceptar en sus filas preferentemente a los protestantes.

Claramente entre los neoprotestantes de derivación norteamericana pentecostalista, no entre protestantes de las Iglesias históricas (luterana, batista, episcopal, presbiteriana, metodista), afiliadas quizás al progresista Consejo Ecuménico de las Iglesias de Ginebra.

Los protestantes de vieja cuña –por otra parte, poco numerosos en El Salvador– se solidarizaban con los católicos perseguidos, se preocupaban por los derechos humanos, hacían una reflexión crítica sobre la sociedad, eran de sensibilidad europea. Los «nuevos» protestantes traían cierto fundamentalismo veterotestamentario, como si el cristianismo, religión de la historia que evolucionó hacia un fin, se tuviera que arrepentir y recorrer al revés su camino. Mientras los «viejos» protestantes insistían en el mensaje espiritual del Nuevo Testamento.

En El Salvador las turbulencias políticas, el conflicto entre las clases, la guerra civil, han tenido entre otras cosas por consecuencia –en el arco de treinta años– que un país que una vez fue integralmente católico llegara a tener, alrededor del año 2000, un cuarto de la población perteneciente a sectas neoprotestantes. El sincretismo mágico-religioso, el comercio de lo sacro, la dimensión del milagro, la necesidad de curación y de rescate social, caracterizan a los neoprotestantes latinoamericanos en la fe y praxis de sus comunidades.

En la época de la «Alianza para el Progreso» y de la ideología «desarrollista», los Estados Unidos habían visto en el catolicismo (y en la democracia cristiana) una fuerza positiva para estabilizar los países latinoamericanos y para promover socialmente y económicamente las sociedades, para sustraer terreno y razones a la propaganda comunista.

Después, intereses y prioridades de los Estados Unidos y de las Iglesias católicas latinoamericanas se habían separado. A los primeros les importaba casi exclusivamente la lucha contra el comunismo. A las segundas les importaba cada vez más luchar contra las injusticias, afrontar los problemas sociales, aplicar la opción preferencial por los pobres.

A finales de la década de los sesenta, también las clases dirigentes centroamericanas, desilusionadas de la Iglesia católica y molestas –en algunos países– por el éxito electoral de la democracia cristiana, cesaron de creer que los católicos fueran aliados contra el comunismo y la revolución, en el marco tranquilo de un cauto y moderado reformismo social.

No dudaron en valorar, con resultados diferentes según los lugares, la posibilidad de conceder sus favores a los cristianos pentecostales, teniendo necesidad de nuevos modelos antropológicos para su pueblo y de nuevos avales religiosos para los sistemas sociales vigentes. Los diferentes poderes oligárquicos se dirigían al neoprotestantismo para realizar una contrarrevolución religiosa, como barrera al compromiso social de la Iglesia católica y a la opción socialista de algunos de sus miembros.

En El Salvador, la reacción de la oligarquía contra el catolicismo social fue virulenta e implicó a toda la Iglesia con la acusación de subversión y de comunismo. Acusaron incluso a Pablo VI en la prensa propiedad de la oligarquía. Un paso de la «Populorum progressio» consideraba la posibilidad de insurrección en el caso de una “tiranía evidente prolongada” que atentase contra los derechos humanos.

Este paso lo había extrapolado indebidamente del contexto de la encíclica, contraria a las insurrecciones. Pero la expresión se había presentado como prueba del paso de la Iglesia al campo de la subversión. Los medios de comunicación salvadoreños a finales de los años setenta hacían continuos ataques contra la Iglesia.

En el agitado periodo entre diciembre de 1976 y mayo de 1977 (Mons. Romero fue nombrado arzobispo de San Salvador el 22 de febrero de 1977) se contaron en los cuatro principales periódicos salvadoreños 62 inserciones de pago contra la Iglesia por parte de asociaciones patronales o de asociaciones fantasma. Los mismos periódicos publicaron en los mismos meses 32 editoriales contra la Iglesia. Los católicos salvadoreños se defendieron publicando, pagando, 23 comunicados, pero no obtuvieron más que un par de editoriales a su favor.

No se trataba solo de amenazas verbales. El primer caso de un cura asesinado en El Salvador, Nicolás Rodríguez, fue en diciembre de 1970. Un famoso eslogan de la extrema derecha, legible en los muros en la década de los setenta, decía: “Haga patria, mate a un cura”. En los tres años de Romero como arzobispo mataron a seis sacerdotes. Otras víctimas siguieron hasta la masacre de la UCA de 1989 (seis jesuitas asesinados, junto a la cocinera y su hija, después de años de amenazas y de atentados con dinamita contra la Compañía de Jesús en El Salvador). Se puede hablar de persecución contra la Iglesia y los católicos en El Salvador.

En «La Cartilla del Soldado», texto de base para la formación de los reclutas en cuarteles salvadoreños, se mostraba a la Iglesia católica como una fuerza “aliada del comunismo” y de los curas como de “elementos peligrosos para la seguridad del Estado”. La oligarquía estaba furiosa sobre todo por la organización sindical del mundo campesino, en la medida que tocaba directamente sus intereses económicos.

Los ataques más virulentos contra la Iglesia católica que intentaba promover la condición de los campesinos, provenían no por casualidad –en la década de los setenta– del Frente Agrario de la Región Oriental (FARO). Esta organización culpaba a la jerarquía católica y a algunos sacerdotes explícitamente indicados en los periódicos a través de inserciones de pago, con abundancia de caracteres mayúsculos, de ser los responsables de los desórdenes en el campo, de la subversión, de los ocasionales accidentes sangrientos.

Para el FARO, espejo del pensamiento de la mayor parte de la oligarquía, la Iglesia practicaba la sedición comunista. El odio que acompañaba la acusación era mucho mayor que el que albergaban hacia los comunistas auténticos. Estos, de hecho, tenían en El Salvador un papel menos relevante que los católicos sociales y estaban poco presentes en el campo donde se producía la riqueza del país y donde la lucha social era temible para la oligarquía.

Protestaba el FARO en una carta al nuncio apostólico en El Salvador, en diciembre de 1976: “La Iglesia católica, gracias a su autoridad religiosa, ha conseguido crear en nuestro país la alianza obrero-campesina e implantar la orientación revolucionaria, sustrayendo a los revolucionarios profesionales la dirección del movimiento subversivo”.

Sin los párrocos y los catequistas rurales, denunciaba el FARO, los campesinos no habrían podido organizarse: “El sentido común nos dice que la mayoría de los campesinos no posee los conocimientos necesarios para organizarse, para ponerse objetivos de tipo colectivo y para determinar tácticas y métodos de lucha en defensa de sus propios derechos y cómo tienen que luchar para defenderlos”.

También se le culpaba a la Iglesia del enorme crecimiento de la población campesina. Este era un tema constante de la política gubernamental que lanzaba campañas de esterilización, condenadas cada vez por la Iglesia. La exuberancia demográfica se consideraba la primera causa de la pobreza y del desequilibrio social, y tenía una fuerte valencia política: “el clero […] con irresponsable predicación y la fisiológica devoción de muchos de sus miembros, es el principal culpable del crecimiento desmesurado de nuestra población”.

La campaña difamatoria contra la Iglesia comportó un mayor acercamiento de los católicos a los grupos antigubernamentales, por una reacción natural. Así como la represión les empujaba hacia los grupos de la guerrilla. Ser perseguidos confirmaba, según una versión mística, en la decisión de oponerse al mal, identificado con las estructuras inicuas de la sociedad y de la política salvadoreña.

¿Revelación o revolución?

Son miles los escritos sobre la/s teología/s de la liberación. Solo ahora es posible intentar hacer un balance más sereno. Los mayores exponentes de la liberación teológica han modificado, sin retractaciones humillantes, tonos y campos de estudio. La realidad de América Latina ha cambiado mucho. También aquí han llegado las consecuencias del 1989.

El paso de muchos católicos latinoamericanos de la «revelación» a la «revolución» no se puede explicar de manera simplista con el Concilio Vaticano II, o con un ceder al marxismo de moda en todas partes. Como todos los fenómenos históricos, se extiende por largos periodos. Y revela una clara persistencia de mentalidades más allá de las diferencias de banderas y de los programas ideológicos.

Las premisas del fenómeno llevan a la gradual separación del catolicismo latinoamericano con sus visiones de «ancien régime», de patronatos y privilegios del sistema trono-altar. Primero se encuentra la evolución del siglo diecinueve, vivido con la mirada nostálgicamente dirigida a un pasado lleno de esplendores.

El siglo veinte es una época nueva. Las primeras manifestaciones del paso de la Iglesia latinoamericana de los templos a las plazas, del sentirse institución de un orden preordenado a hacerse parte activa en la sociedad, con atención a las masas, son agregaciones en el signo de la intransigencia, de la reacción al anticlericalismo liberal, de la defensa de modelos teocráticos.

La implantación en América Latina del asociacionismo de Acción Católica, por voluntad de la Santa Sede en la primera mitad del siglo veinte, creó al mismo tiempo una «base» social católica homogénea, más allá de las devociones, del culto y de la mera estructura jerárquica. De ella derivó pronto un movimiento católico social, que no estaba relacionado con grupos políticos de izquierdas, pero de vez en cuando pedía cuentas de las injusticias evidentes, de las abismales desigualdades, de los clasismos discriminantes.

No se llamaba «concientización» como en la década de los setenta, pero ya era un paso de una conciencia ingenua a una conciencia crítica. Se señalan algunas analogías de lenguaje; de la «sociedad en estado de pecado mortal» se sentía la condena en la década de los treinta como después en los setenta, aunque provenía de grupos políticamente opuestos. Vino después la fase de la democracia cristiana, un paso más de lo social a lo político. La parábola demócrata cristiana ganó altura a finales de la década de los cuarenta y disminuyó en los ochenta, consumiendo las últimas energías en El Salvador, donde por otra parte había sido un fenómeno tardío.

A la afirmación de la Democracia Cristiana contribuyó la difusión del pensamiento de los filósofos católicos franceses Jacques Maritain (1882-1973) y Emmanuel Mounier (1905-1950), de las ideas del dominico Louis Joseph Lebret (1887-1966), perito del Vaticano II; también el avance que vino con el pontificado del papa Pío XII de la mano de hombres como el jesuita Ricardo Lombardi (1908-1979), que más allá del océano llevaban con más éxito que en Europa un mensaje emotivo de movimiento de cruzada en nombre de la fe, con una diferencia con Europa, donde este mensaje no tenía como resultado final una contraposición a lo secular, sino que provocaba un compromiso en la sociedad de signo progresista.

El Concilio Vaticano II aceleraba la transición con la salida de la «fortaleza asediada», la invitación a ponerse al día, las optimistas simpatías por las realidades terrenas. Una aplicación legítima del Vaticano II, aunque rápida, fue la conferencia de Medellín (que duró diez días, frente a los tres años del Vaticano II).

Se puso el acento en el significado temporal que el mensaje conciliar contenía, se afirmaron también algunas tesis de la naciente teología de la liberación. Perdía auge la democracia cristiana en países donde había sido fuerte (como Chile o Colombia) mientras el catolicismo latinoamericano se sentía escatológicamente investido de una renovada misión, con el orgullo de pertenecer al «Continente de la esperanza».

En realidad, justo a finales de la década de los sesenta declinaba la optimista teoría del «desarrollo», sucedía la más triste teoría de la dependencia, se difundían los regímenes autoritarios y militares con las doctrinas de seguridad nacional, premisa de lutos y dictaduras. Iniciaba una trágica radicalización política. La represión militar hacía coagular las guerrillas y las ideas revolucionarias. Empezaba la espiral de los conflictos internos, relacionados entonces con la Guerra Fría, que ensangrentaron América Latina durante casi veinte años.

El «mundo mejor» del padre Lombardi se traducía ahora –según el espíritu del tiempo– en un mesianismo político, por lo menos para una parte de los católicos latinoamericanos, la más atenta a la vida pública, la más sensible socialmente, mayoritaria no en todas las Iglesias y sobre todo no en todos los episcopados. Llegaban los años de los teólogos liberales, de los cristianos por el socialismo, de las comunidades de base.

El bíblico Reino de Dios se identificaba con la revolución socialista, interpretada con algunos aspectos del nacionalismo latinoamericano. Se difundía, entre los católicos latinoamericanos favorables a la revolución, la idea que «Dios lo quiere», que el cambio social y político era cierto e ineluctable, según las categorías escatológicas, en parte bíblicas en parte marxistas.

La inquietud social del momento se interpretaba como si fuera el viento de la historia que actúa. En la Iglesia católica latinoamericana la ideología de liberación, unida como estaba a un espíritu localista y continental, llegaba a tocar delicados equilibrios internos, poniendo en discusión los lazos tradicionales con el universalismo romano. La teología de la liberación evocaba una liberación global de América Latina, también de Roma.

Como se proclamó textualmente en la III Conferencia Episcopal del CELAM en Puebla, “después de cuatro siglos de desconfianza” estamos al alba de una “doble liberación”: la de la “opresión política, económica y cultural del pueblo” y la que se refería a la Iglesia latinoamericana, llamada a “adquirir una mayor autonomía estructural, cultural, litúrgica”.

En muchos seminarios de las diócesis latinoamericanas (incluyendo el salvadoreño de San José de la Montaña) los estudiantes interpretaban los estudios que se les ofrecían como alternativos entre «teología europea» y «teología latinoamericana» es decir, de la liberación. Mons. Romero, que reafirmaba continuamente su unión con la Santa Sede y con el Papa, no aprobaba semejantes alternativas. El afecto por su Iglesia lo llevaba a consentir las expresiones teológicas latinoamericanas, pero no en contraposición a la tradición romana.

Roma, con la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, condenó en 1984 la teología de la liberación porque estaba contaminada por el marxismo. En 1986, una nueva toma de posición vaticana valoró positivamente aspectos como la opción por los pobres, radicada en la tradición cristiana, y afirmaba el valor cristiano de la liberación. Esta doble toma de posición correspondía a dos preocupaciones diferentes pero complementarias de Juan Pablo II. El papa quería asegurar un espacio propio a la Iglesia latinoamericana depurándola de ideologías marxistas extrañas a ella, pero sin que renunciara a la profecía y al carisma.

La adhesión a la teología de la liberación por parte de tantos se explica bastante por la reacción –comprensible humanamente– a la violencia brutal de los regímenes militares, policías sanguinarias, paramilitares asesinos. A situaciones extremas de negación de los derechos humanos se respondía con opciones también extremas, consecuentes al nivel de violencia y de injusticia del momento.

Para la teología de la liberación el mismo término «liberación» indicaba un acontecimiento, recordaba a Israel que huye de la esclavitud de Egipto, no tenía un proyecto orgánico. La «liberación» en sí misma resolvería las «contradicciones» terrenas, sin necesidad de ulteriores fases de la historia, porque los pueblos por fin libres usarían bien su emancipación.

Se usaba un lenguaje cristiano, aunque fuera singularmente adaptado para un uso político: el mártir era la víctima de la represión o el caído en la lucha, la conversión era la toma de conciencia de la injusticia, la opción política a favor de los pobres, la adhesión a la lucha de liberación; el reino de Dios era la victoria del pueblo; la catequesis era concientización; la revelación era la revolución; el holocausto o el fuego purificador se encontraban en la violencia por la causa; el pueblo de Dios y el resto de Israel eran los militantes políticos y revolucionarios.

El estadio revolucionario de amplios sectores de este catolicismo que, paralelamente al aumento de la politización, iba dividiéndose en su interior– correspondía a una ideologización que se había dado precedentemente con el catolicismo social y con la época demócrata cristiana. Se considera habitualmente, y superficialmente, que los teólogos de la liberación, los cristianos por el socialismo, los miles de religiosos y misioneros convencidos que América Latina era el terreno adecuado para la batalla por un cristianismo nuevo y auténtico, eran todos, de alguna manera, hijos del Concilio Vaticano II.

Cronológicamente, es así. Pero bajo muchos aspectos se trataba de hijos del mesianismo del 1968, que en Europa tenía ecos en la teología política y en el disenso eclesial contestador –dos fenómenos que no se imaginó y no esperaban del Vaticano II– y en América Latina, en contacto con realidades más brutales y menos dispuestas a las mediaciones, desembocaba en la idea de una palingenesia radical.

Por otro lado, estos cristianos que querían el reino de Dios en la Tierra, y lo querían de inmediato, eran culturalmente anteriores al Vaticano II: eran hijos del catolicismo latinoamericano, con los caracteres y los acentos originados por el connubio entre «hispanidad» y mundo indígena: la sangre, el sufrimiento, la cruz, el Viernes Santo, el clericalismo, la temporalidad, el nacionalismo eclesiástico, el maniqueísmo doctrinal.

Los cristianos de la liberación no eran hijos de la Doctrina Social de la Iglesia, mediadora, equilibrada, reconciliadora. Esta Doctrina social la habían arrinconado, considerada un involuntario apoyo al orden vigente, hecha a medida de la sociedad europea y occidental. Si los hubiera generado el Vaticano II, estos cristianos latinoamericanos se habrían inspirado de alguna manera a los padres conciliares que eran hombres de edad madura inmersos en una cultura clásica de la tradición.

No es una casualidad que fuera Medellín, y no el Vaticano II, el que se convirtiera en un lugar mítico de los católicos de izquierda de América Latina. En el catolicismo sensible a la liberación, la política y la religión se mezclaban. En los grupos más radicales, la evangelización se identificaba con el compromiso político. La «promoción humana» y la «liberación», que había que conseguir políticamente, se entendían como un aspecto esencial del mensaje evangélico. La fe tenía que crecer y perfeccionarse gracias al compromiso político.

En su insistencia en la «praxis», en la politización de todas las esferas humanas, en la exigencia dramáticamente sentida de un «hic et nunc», en la urgencia por hacer, los nuevos católicos latinoamericanos intentaban actuar siguiendo los signos de los tiempos, participar en la creación de sus naciones, contrastar sociedades fundadas sobre la opresión de clase o de casta, afirmar la exigencia básica de justicia para las masas populares de sus países.

El arzobispo Romero de El Salvador siempre había dicho que existían dos teologías de la liberación: una con una intención política, que él no compartía, y una esencialmente religiosa, que consideraba en correspondencia al magisterio universal de la Iglesia católica y al pensamiento de los papas, desde León XIII. En la conciencia de los católicos latinoamericanos esta distinción no siempre resultaba clara.

Hoy se juzga poco correcto hablar de teología de la liberación en singular: han existido varias y diferentes. Si en Solentiname (Nicaragua) animados por el sacerdote Ernesto Cardenal algunos soñaban la unión entre el marxismo y cristianismo en el campo de la revolución, un místico como el argentino cardenal Eduardo Pironio (1920-1998) daba una acepción solo pastoral de la teología de la liberación, sin concesiones a la política.

Por otra parte, la misma teología de la liberación no quería que se clasificara como una teoría y prefería definirse en base a términos como praxis, acción, compromiso. En cualquier caso, en la época de su efímero fulgor una única indistinta corriente de lenguaje de liberación animaba a masas de católicos a oponerse a los regímenes dictatoriales militares latinoamericanos, a esperar en la revolución, a soñar paraísos en la tierra, nuevas reducciones y democracias de pueblo consagradas por Dios. Cruzados de un nuevo tipo que creían en la posibilidad de sociedades perfectas, gracias al poder que finalmente estaba en manos del pueblo y gracias a la benevolencia divina.

NOTAS

BIBLIOGRAFÍA

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VINCENZO PAGLIA – ROBERTO MOROZZO DELLA ROCCA

©Congregatio de Causis Sanctorum. Positio Romero super Martirio. PN 1913. 2014.

  1. Sobre las masacres del 1932 cfr. Thomas Anderson, El Salvador 1932 (San José, Costa Rica: Editorial Universitaria Centroamericana, 1982), pp. 214-216. El número de las víctimas es controvertido. El número de 30 000, a veces mencionado, es aproximado y se debe a un interés político en acrecentar los números. Para Anderson son alrededor de 10 000. “Por lo menos 10 000” víctimas es el número considerado válido en los ambientes de la Iglesia salvadoreña: cfr. Estudio sobre la persecución de la Iglesia en El Salvador, a cargo del Secretariado Social Interdiocesano, San Salvador, sin fecha, pero 1977, p. 13. Otros autores oscilan entre las 2 000 víctimas reconocidas oficialmente y las 30 000 declaradas por la izquierda.
  2. De los cuales 203 seculares y 200 regulares: cfr. Annuario Pontificio para el 1975.
  3. Declaración de P. Mariano Brito, canciller del arzobispado en el tiempo de Mons. Romero, al p. Rafael Urrutia, 30 de junio de 1998, transcripción ante este, antes postulador de la causa de beatificación del Siervo de Dios Romero en la primera etapa del proceso.
  4. Rutilio Grande (1928-1977): jesuita, docente de teología pastoral en el Seminario de San José de la Montaña, párroco de Aguilares y especialmente consagrado al apostolado entre los más pobres y marginados, fue un apóstol profeta que denunciaba sin temor las grandes injusticias sociales llevadas a cabo por militares y grupos oligárquicos en el país; promovía la participación laical en el apostolado y en iniciativas sociales.
    Por ello fue objeto de persecución hasta que el 12 de marzo de 1977 durante un viaje apostólico en su parroquia fue asesinado junto con un catequista, Manuel Solórzano, un joven Nelson Rutilio Lemus y tres niños. Los tres nombrados murieron fueron ametrallados y murieron en el acto. San Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, que presidió sus funerales se conmovió profundamente y el hecho lo marcaría hondamente. Los tres han sido beatificados el 21 de febrero de 2020.
  5. Fabián Amaya Torres (1931-), sacerdote de la diócesis de San Salvador, trabajó al lado de Mons. Oscar Arnulfo Romero, para empeñarse más tarde en diversas obras de promoción apostólica y humana en Chalatenango, con la cooperación de algunas religiosas. En el año 1980 arreció la guerra en esos lugares, donde le tocó al padre Fabián acompañar a las familias que perdían a sus familiares; a esto se sumó la persecución que el ejército hacía, cada día más intensa, a las comunidades cristianas.
    Sufrió graves problemas cardíacos, por lo que debió viajar a México para su tratamiento. A su regreso encontró que las religiosas Maryknoll que con él trabajaban (Hita, Maura y Dorothy) habían sido asesinadas, y las comunidades cristianas perseguidas; por ello inició algunas iniciativas para salvar a las comunidades dispersas en ubicaciones a las que da el nombre de “Santa María de la Esperanza”; el trabajo incansable lo fue consumiendo, hasta que un paro cardiaco lo llevó a la tumba el 12 de mayo de 2001, dejando como herencia la obra “Santa María de la Esperanza”.