EL SALVADOR EN EL SIGLO XX (I)

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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En vísperas de la guerra civil

La historia de El Salvador a lo largo del siglo XX y especialmente a finales del mismo vivió profundas convulsiones y aún no se ha ordenado ni pacificado. El conflicto social ha sido muy alto a lo largo del siglo XX. Había una tempestad ideológica. Todavía a principios del siglo XXI esta historia sigue siendo objeto de interpretaciones contrapuestas y de memorias patológicas. La guerra, desde 1980 hasta 1992, con casi 80 000 víctimas sobre casi cuatro millones de habitantes, también ha obstaculizado la comprensión del pasado.

A finales de los setenta del siglo XX, El Salvador, cuya fama nunca había traspasado el contexto regional centroamericano, se convirtió en un caso mundial. En una sociedad polarizada se confrontaban una oligarquía particularmente insensible a los derechos humanos con corrientes políticas que pedían con fuerza un espacio democrático y justicia. Había un gobierno militar, una grave prevaricación social por parte de una élite privilegiada, una población en miseria, una guerrilla emergente y grupos que soñaban la revolución según el modelo castrista. Aparentemente eran elementos comunes a otros países de América Latina. Pero El Salvador constituía un caso aparte.

Para empezar, la génesis interna de la crisis era original. No tenía su origen en el subdesarrollo sino en el crecimiento económico. Desde hacía veinte años los índices macroeconómicos de El Salvador eran positivos. La guerra civil que empezó en 1980 no fue el resultado del agravamiento de la miseria. Entre el 1960 y el 1980, América Central –y El Salvador más que sus países vecinos– vivió una época de prosperidad que hizo tambalear equilibrios consolidados y puso en discusión el marco político. Es la antigua intuición de Tocqueville: según él, la mejoría económica y la disponibilidad de más recursos hacen menos tolerables las injusticias y provocan grandes crisis. Las revoluciones pueden nacer también a causa del aumento de la riqueza y del desarrollo.

Única de El Salvador era también la inspiración religiosa de muchas fuerzas que pedían un cambio. El fenómeno se extendía –en algunos sitios más y en otros menos– por todos los países latinoamericanos de aquel tiempo, pero en El Salvador era más marcado. Una parte consistente de la Iglesia católica salvadoreña se sentía comprometida en la lucha por una sociedad mejor en nombre del Concilio Vaticano II y de la conferencia de Medellín. Una parte del clero y de feligreses esperaba una solución político-revolucionaria para el país.

Este análisis sobre América Central en su conjunto vale sobre todo para El Salvador: “En todo el istmo (salvo Costa Rica) aparecen las guerrillas. Pero para ello faltaba aún un catalizador ideológico o, en otras palabras, que los actores se dotaran de instrumentos de análisis de la realidad y de una utopía social que los incitara a dar el paso. Cabe pensar que la evolución de la Iglesia católica les proporcionó los móviles intelectuales y las referencias espirituales. Decir que la revolución en América Central nació del encuentro paradójico de la prosperidad económica con la teología de la liberación puede parecer exagerado, pero no dista mucho de la realidad”.[1]

Mientras tanto el minúsculo país ístmico se iba a convertir en un lugar crucial de la Guerra Fría, que se volvió a encender a finales de la década de los setenta: vietnamitas dueños de Camboya, crisis iraní, castristas en Grenada, victoria sandinista en Nicaragua, invasión soviética de Afganistán, una renovada competición planetaria entre Estados Unidos y la Unión Soviética, contendida con los misiles de teatro SS20 por una parte y Pershing/Cruise por la otra.

En los años ochenta la presidencia Reagan de los Estados Unidos de América colocó justo en El Salvador la línea de resistencia al adversario comunista en las Américas, mientras intentaba hacer caer el poder sandinista en Managua. Se trataba de bloquear la expansión enemiga entre los volcanes salvadoreños.

Durante algunos años los acontecimientos de El Salvador tuvieron en la prensa estadounidense el mismo espacio que los sucesos chinos. Pero también la presidencia anterior de James Carter en los Estados Unidos miraba preocupada a El Salvador, aunque históricamente los Estados Unidos no tuvieran intereses relevantes como en países vecinos.

La tutela de los derechos humanos sostenida por Carter de manera particular en lo que se refiere a Centroamérica y a El Salvador, tenía una intrínseca validez democrática. Por eso suscitó la ira del gobierno militar salvadoreño, que llegó a rechazar las ayudas estadounidenses, vistas en conexión con la injerencia humanitaria.

Pero al mismo tiempo, esta política era parte de una estrategia que quería evitar la colocación del pequeño país ístmico en el área soviético-cubana. También en la defensa de los derechos humanos, la administración Carter establecía una confrontación con el bloque soviético. Zbigniew Brzezinski, de origen polaco, consejero político (1966-1968 y 1977-1981) de los presidentes norteamericanos Lyndon B. Johnson y Jimmy Carter, afirmaba: “No se puede exigir el derecho de constituir sindicatos en Danzing y negar al mismo tiempo el derecho a la tierra del campesino salvadoreño”.[2]

Carter veía a El Salvador como un país en riesgo de revolución. Como la crisis iraní en Asia o la polaca en Europa, el dúo Nicaragua-El Salvador constituía a finales de los setenta el campo de batalla de la Guerra Fría en el continente americano. Una diferencia sustancial entre presidencia Carter y la presidencia Reagan estaba en el análisis de la situación en El Salvador.

Carter leía una crisis entre salvadoreños, de causas internas, en la que convenía ayudar las fuerzas políticas del reformismo moderado. Reagan interpretaba el caso salvadoreño como un conflicto directo entre Estados Unidos y Unión Soviética, en el que había que favorecer la victoria de los «amigos» de los Estados Unidos y el aniquilamiento de los «enemigos». Pero tanto Carter como Reagan, por motivos diferentes, atribuían a El Salvador una relevancia geopolítica que no correspondía a la entidad real del «pulgarcito» de Centroamérica.

Lo que lo diferenciaba también de los demás países, era la personalidad de Mons. Oscar Arnulfo Romero. A pesar de que era de carácter tímido, Mons. Romero se había convertido en una estrella de los periodistas de todo el mundo por la posición firme tomada ante un gobierno irrespetuoso de los derechos humanos (los periodistas estaban mucho menos interesados en su inspiración pastoral y en el contenido religioso, aunque tanto aquella como este fueran preponderantes en su actividad).

Mucho más que su vecino, Nicaragua, que también se había convertido en tierra prometida para revolucionarios y utopistas de todas las latitudes, El Salvador era una tierra donde corría la sangre, donde la gente desaparecía, donde se ponían las bases para una cruel guerra civil, como sucedió más tarde. Mons. Romero era la voz más libre, más acreditada, más universal, que ofrecía este pequeño país. Decir El Salvador era entonces decir Monseñor Romero. El expresaba un rechazo al protagonismo, pero no a la responsabilidad. Hablaba con una elocuencia lejana de cierta retórica hispanoamericana. Afirmaba una visión de la sociedad inspirada en la legalidad y justicia más que en la revolución.

Un Estado militarizado

En 1977, El Salvador tenía cuatro millones de habitantes en solo 21.393 km2. El país venía de un crecimiento económico sostenido y prolongado que hacía imaginar que pudiera acabar en una guerra civil. La misma oligarquía que desde hacía decenios gestionaba el poder a través de los militares, impidiendo desarrollos políticos democráticos, había realizado una modernización del país.

El Salvador ya no era una tierra exclusiva del café. Se habían implantado otros cultivos ventajosos para la exportación, como algodón y caña de azúcar. Se habían instaurado actividades industriales. Se habían realizado infraestructuras de buen nivel.

La oligarquía salvadoreña, formada por familias de origen ibérico y también británicas, alemanas, holandesas judías, tenía más iniciativa que otras clases dirigentes latinoamericanas y se había acostumbrado a invertir las utilidades sin exportar el capital. Así sucedía porque convenía a la economía y también por orgullo. La oligarquía consideraba el país su propiedad. Su nacionalismo no era sentido de pertenencia sino de posesión.

En otras palabras, la oligarquía identificaba la nación, el Estado, todo El Salvador, consigo misma. Le parecía incomprensible que otros aspiraran a gobernar el país que ella había creado, construido y educado. Se veía a los opositores de la oligarquía como enemigos de la patria, como una «antinación».

Más tarde, estas mismas ideas políticas serían las del partido de derecha, ARENA, heredero por muchas razones del monopolio oligárquico del poder en un El Salvador profundamente transformado por doce años de guerra civil. También ARENA, aunque evolucionó en sentido democrático después de la muerte del fundador Roberto D’Aubuisson,[3]se presentaba ideológicamente como el único auténtico partido de la patria y de la nación; parecía casi que los demás partidos no fueran ni compuestos ni votados por ciudadanos salvadoreños.

Además, la población salvadoreña en su conjunto se caracterizaba –entonces como hoy– por una laboriosidad y un dinamismo superior al de los pueblos vecinos. Paradójicamente el país se precipitaba en la crisis, es decir en la guerra civil que duró desde 1980 hasta 1992, después de un crecimiento económico y cierta modernización.

Pero el aumento de la riqueza había sido a favor de las familias de la clase oligárquica, más extendida de las míticas catorce familias como se decía, pero en cualquier caso un porcentaje mínimo de la población. Las grandes ganancias derivadas de los cultivos de exportación, muy remunerativas, habían acabado en pocas manos.

La población rural se había empobrecido. En el campo la vida era difícil, por no decir que en muchos sitios en algunas estaciones se sufría el hambre. Los terrenos dejados para la producción de alimentos básicos para la subsistencia de las familias campesinas se reducían poco a poco, tanto en la extensión como en la calidad, por la voracidad de los dueños de las tierras, que aumentaban continuamente las superficies de los cultivos de exportación.

Entre 1961 y 1975 las familias campesinas sin tierra pasaron del 11,8% al 40,9%. Los cultivos de los alimentos básicos se redujeron, sin que las ganancias obtenidas con los rentables cultivos de exportación se utilizaran para compensar, con la importación de mercancías a buen precio o al menos de menor valor que la mercancía de exportación, la producción que disminuía de alubias, maíz o arroz.

Las mayores ganancias de los latifundistas tampoco correspondían a mejores retribuciones para los trabajadores. El jornal de los jornaleros o temporeros no aumentaba en proporción a los mayores ingresos de los propietarios de las tierras, mientras las familias de los campesinos veían como se reducían sus ya pocas posibilidades de bienestar alimenticio. La densidad de población de El Salvador –después de un crecimiento galopante en las décadas de los sesenta y setenta que casi llegaban al 4% anual– era en 1980, de 229 habitantes por km2, contra 66 en Guatemala y 20 en Nicaragua. El hambre de tierras aumentaba, aunque la población rural en proporción disminuía.

Con el aumento de los cultivos de exportación y la industrialización, aumentaba también el paro. Era una plaga no coyuntural en un país en el que masas de personas trabajaban como temporeros en las plantaciones de los latifundistas. Pero las trasformaciones económicas en el campo la empeoraban porque reducían las pequeñas propiedades rurales e introducían cultivos más mecanizados, como el algodón que necesitaba anualmente 44 trabajadores por «manzana»[4]en vez de los 86 del café.[5]Al mismo tiempo, se destruía la artesanía de las zonas alrededor de las ciudades para dejar hueco a la industria.

Las ciudades no sentían el mismo malestar que el campo. Había habido un desarrollo urbano. Es importante señalar los datos sobre la instrucción: la población alfabetizada había pasado del 38% en 1950 al 60% en 1975; el número de los estudiantes universitarios se había triplicado entre 1961 y 1979. En la ciudad se vivía mejor. Se formaba una burguesía, se multiplicaban los maestros y los trabajadores técnicos. Pero era precisamente esta difusión de la instrucción, la mayor urbanización, el nacimiento de una clase obrera, la difusión de los periódicos y de la cultura, es decir la modernidad, la que exigía una urgente transformación del país.

Desde 1932 habían gobernado ininterrumpidamente los militares, a los que la oligarquía había delegado el deber de mantener el país en orden mientras ella se dedicaba a los negocios. El Salvador era la «dictadura militar» más antigua del continente latinoamericano. Aparentemente era una democracia, pero era un Estado pretoriano.

Desde 1932 hasta 1979 no había habido ningún presidente que no hubiera salido de los altos mandos del ejército. También el golpe de 1979, que modificó el sistema político eliminando provisionalmente el cargo presidencial, lo hicieron los militares. Los militares de carrera constituían en la sociedad salvadoreña una corporación muy ambicionada, distinguida y privilegiada con rasgos de modernización.

Casi medio siglo de gobierno de la clase militar no había formado un país inmóvil y una sociedad estancada. Según las diferentes estaciones políticas había habido diferentes grados de autoritarismo, de populismo, de nacionalismo, de reformismo, de subordinación del ejecutivo a la oligarquía, de represión de las libertades políticas.

De los ambientes ciudadanos, de la naciente clase media, de los estudiantes, del proletario de las fábricas, surgía una petición de democratización y de participación política. En los ambientes urbanos se había formado desde principios de los años sesenta la democracia cristiana, electoralmente fuerte en el país. De este grupo originario demócrata-cristiano y de las universidades de San Salvador –la estatal y la de los jesuitas, la Universidad Centroamericana conocida comúnmente como la UCA– salieron también los futuros líderes de las organizaciones populares y de guerrilla, que a menudo habían pasado por el progresismo católico.

Menos dinámica, la izquierda de partido, comunista y socialdemócrata, había seguido existiendo con algo de éxito y había reclamado un cambio político. El progreso del país, al cual la oligarquía y los militares habían contribuido sobre todo a nivel económico y estructural, parecía exigir ahora una evolución política y social.

Pero desde 1972 las clases dirigentes habían puesto una neta barrera a tal evolución. Tanto en 1972 como en 1977 se manipularon los resultados de las elecciones políticas. Dos militares, el coronel Arturo Armando Molina primero y el general Carlos Humberto Romero después, habían llegado a ser presidentes en lugar de Napoleón Duarte y Ernesto Claramount, vencedores de los dos turnos de elecciones con una coalición de centro-izquierda.

A Duarte y Claramount les obligaron a exiliarse y podían estar contentos de haber salvado la vida. En teoría El Salvador era un país democrático, con pluralismo político, con un debate político, con vida parlamentaria, con una constitución liberal. En la práctica, una exigua élite gestionaba celosamente el poder y no tenía ninguna intención de cederlo ni siquiera un poco.

En la forma se respetaba la legalidad democrática; en el fondo existía un régimen autoritario que negaba expresión política a la oposición y reprimía los movimientos sociales mientras se estaban formando, prohibiendo por ejemplo el asociacionismo sindical, por miedo a cualquier cambio de status quo. Este hiato entre leyes escritas y realidad efectiva era característico de El Salvador.

Como resultado de la injusticia social difundida en el campo, del fermento urbano, de la negación de la democracia –que sin embargo estaba garantizada por la ley fundamental del Estado– desde 1970 se había formado gradualmente en el país una oposición armada. La marginación de los partidos políticos de la oposición legal, en una vida política oficial estancada, favorecía esta guerrilla que experimentaba la doble fórmula de organizaciones armadas clandestinas y de movimientos populares en la vida social.

Cuando nombraron a Mons. Oscar Romero arzobispo de San Salvador, esta era la situación política: un gobierno militar que aplicaba una versión local de la ideología de la seguridad nacional, con su concepción militar del Estado y del funcionamiento de la sociedad, con la ocupación de las instituciones estatales por parte de los militares; por ello sirvió para legitimar el nuevo militarismo surgido en los años sesenta en América Latina.

Con esporádicas veleidades reformistas en campo agrario regularmente frustradas por la intransigencia de la oligarquía; una oposición de partidos legal humillada y marginada en la opinión pública; una visible y enérgica oposición por parte de las llamadas organizaciones populares (grupos políticos extraparlamentarios, sindicatos, asociaciones de campesinos, grupos estudiantiles, comités de base reunidos bajo carteles o nombres con asonancias más o menos revolucionarias) sobre las que la solución armada ejercía su fascinación.

Los vértices de las organizaciones populares tenían, por otra parte, relaciones orgánicas e intercambiables con los grupos de la guerrilla todavía en su fase inicial. La acción política pública de las organizaciones populares, con estructuras abiertas y programas conocidos, coexistía con la acción clandestina de las organizaciones político-militares, en una ósmosis no reconocida y sin publicidad por razones de oportunidad práctica.

Este esquema revolucionario dualista era particular de El Salvador en esos años, aunque se inspiraba en el guevarismo arrepentido según el cual “ni las armas sin el pueblo ni el pueblo sin las armas” podían producir una revolución ganadora. Las siglas de las organizaciones populares de El Salvador de aquellos años –BPR, LP-28, FAPU, MLP, UDN– tenían sus correspondientes orgánicos en las siglas de grupos armados más o menos paralelos –FPL, ERP, FARN, FAL, PRTC–.

En 1980, mientras aumentaba la crisis política y la violencia, se llegó a la unificación de tantas siglas y formaciones políticas y militares de la izquierda. Las organizaciones populares empezaron una coordinación en enero de 1980, la Coordinadora Revolucionaria de Masas (CRM). En marzo, la muerte de Mons. Romero significó para la opinión pública que la guerra civil era inevitable. El 10 de octubre de 1980 se unificaron operativamente las varias guerrillas en el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional.

Después de la fallida «ofensiva final» de la guerrilla en enero de 1981 –en realidad ofensiva inicial de un conflicto decenal– la existencia en superficie de las organizaciones populares y de la oposición de plaza se hizo insostenible. La CRM confluía de hecho en la guerrilla del FMLN. Acababa así la oposición del doble registro, el público y el clandestino, como se había estructurado a partir del fraude electoral de 1972 y la consiguiente represión.

Otro doble registro, de naturaleza diferente, se observaba en la política salvadoreña. Las élites dirigentes del país actuaban, según las circunstancias, respetando el marco político legal pero también en flagrante trasgresión del orden legislativo cuando las rentas y privilegios estaban en peligro. Era como si hubiera un tipo de legalidad hecha ilegal y de ilegalidad legalizada.

La democracia, indudablemente de fachada, estaba hecha de instituciones formalmente imparciales, pero al mismo tiempo incapaces de acoger las peticiones de la sociedad. ¿Cómo se podía afirmar el carácter democrático del país y luego considerar subversiva cualquier organización sindical? ¿Cómo se podía hacer obligatorio el ejercicio del voto y después proceder fatalmente al fraude electoral? Escribe Héctor Dada Hirezi:

“Es común afirmar que El Salvador ha vivido tradicionalmente un régimen autoritario y excluyente […] Sin embargo, la realidad autoritaria coincide con una legislación que consagra los principios democráticos. Las constituciones de 1950 y 1961 fueron vistas por muchos analistas como constituciones de avanzada, que llegan incluso a reconocer el derecho del pueblo a la insurrección contra el autoritarismo; si bien establecen restricciones a «partidos internacionales», contienen todos los elementos jurídicos para garantizar los derechos políticos fundamentales en una democracia. Esta coincidencia de realidad autoritaria y legislación democrática genera una forma muy pervertida del ejercicio del poder: tiene necesidad de impedir que la obligación de votar y el derecho de elegir, garantizado tanto en la constitución como en la legislación secundaria, sea realmente ejercido por la población. Para evitar que este derecho legal a la participación política –en un país en el que el voto es obligatorio– se volviera capacidad de creación de alternativas, para prevenir que el derecho de organización resultara en una construcción de poder capaz de disputar participación en los beneficios del desarrollo, el Estado debía violar las leyes que él mismo había establecido.”

El fundamento del sistema se debía a la impunidad garantizada a los gestores del poder, comprometidos en mantener las contradicciones entre derecho y realidad. Esto no sucedía de manera casual, individual, sino programada, gracias a la sistemática adaptación de los órganos judiciales al modelo político de democracia necesariamente incompleta.

Por mucho que fuera paradójico, los mismos partidos políticos que se consideraban penalizados por los fraudes electorales, reales o supuestos, y se veían negado el acceso al poder, preferían dirigirse a la “conciencia de la Fuerza Armada y a su deber de hacer respetar la Constitución Política” más que adherir las vías legales de los órganos judiciales.

En los años en que Mons. Romero fue arzobispo, la lucha, la tragedia de la nación, eran previsibles, se respiraban en el aire. Por una parte, estaba la arrogancia del gobierno militar y de la reducida clase dirigente; por la otra, estaba la intransigente y extendida determinación de contestar el orden vigente.

Quien en San Salvador visitaba la universidad estatal constataba que se encontraba en un “campo de batalla: tres kilómetros cuadrados de prados, aulas, oficinas de propaganda y centros de organización armada. Treinta mil estudiantes: «Un ejército para la revolución»”. Lo mismo se puede decir sobre algunas zonas del país donde los sindicatos de los campesinos (FECCAS y UTC, originariamente unidos a la Iglesia pero después sustancialmente autónomos) habían radicalizado las aspiraciones de las masas rurales.

La guerra civil no era para El Salvador un destino inevitable. Una vía de salida de la pendiente hacia el conflicto intestino podía ser el respeto de la legalidad por parte de la clase dirigente del país, por el precio de al menos una cuota del poder, en consecuencia de la democratización y de la afirmación de nuevos sujetos políticos.

La clase dominante rechazó este respeto de la legalidad porque no veía motivos para abdicar de lo que consideraba su papel histórico en la guía del país. La clase dirigente salvadoreña se distinguía por su iniciativa económica pero no por amplitud de miras. Era, en el conjunto, culturalmente modesta. A pesar del cosmopolitismo de los orígenes, tendía al provincianismo, temperado quizás por los viajes y residencias en Miami. Mentalidad y cultura no prescinden de la geografía: la marginal San Salvador no era Nueva York y tampoco Ciudad de México.

En El Salvador –es verdad– había siempre una minoría de familias oligárquicas con ideas políticas reformistas en el sentido del progreso social (es decir, no solo del progreso económico, lo que compartía el conjunto de la clase dirigente). El gobierno del coronel Arturo Armando Molina (1972-1977) propuso una limitada reforma agraria que restringía la extensión de las propiedades, pero tuvo que retirarla por la violenta reacción del patronato agro-exportador. Igualmente tuvo que renunciar a la redistribución de 60.000 hectáreas en las regiones orientales de El Salvador.

Eran medidas pensadas para aligerar la presión social de las masas campesinas, que iniciaban a ocupar tierras, a la que se oponían siempre los diferentes policías y cuerpos de seguridad. Molina afirmó que había ofrecido “la última oportunidad para una solución pacífica”. Pero como presidente era orgánico al sistema de poder oligárquico-militar y no tenía intención de usar una real autonomía política.

En El Salvador los amortiguadores sociales eran casi inexistentes. Un sistema de seguridad social mínimo llegaba a pocos individuos y familias. El patronato eludía constantemente las reglas que daba la ley sobre las condiciones del trabajo. La hostilidad oficial a los sindicatos impedía que se organizaran e hicieran actividades que habrían permitido por lo menos tutelar los salarios reales, limitando la pauperización.

A finales de los años sesenta, con un marco económico tranquilizador, el Partido Demócrata Cristiano había surgido como una fuerza capaz de obtener electoralmente la mayoría relativa. Además, había conquistado las mayores municipalidades incluyendo la de la capital, donde Napoleón Duarte era alcalde. Pero la oligarquía y los militares, que temían un reformismo socio-económico demócrata cristiano, se oponían a cualquier hipótesis de «compartir el poder».

En 1972 la coalición de centro-izquierda centrada en el Partido Demócrata Cristiano, con Duarte candidato a la presidencia, ganó las elecciones. La decisión de los perdedores fue mantener el poder con el fraude y la represión. Los acontecimientos de 1972 indicaban la imposibilidad de un cambio político siguiendo las normas democráticas y constitucionales. La lucha política se radicalizó.

Para contrastar el nacimiento de los grupos de la guerrilla y de un movimiento popular de oposición que veía negadas las soluciones institucionales, se organizaron formaciones paramilitares represivas y escuadrones de la muerte. La violencia represiva –a menudo ejercida de manera indiscriminada– favorecía la naciente guerrilla que ganaba consensos y adeptos entre las víctimas de las brutalidades, milicianos y cuerpos de seguridad.

Unión Guerrera Blanca era el nombre del grupo más cruel de sicarios y asesinos de extrema derecha. ORDEN se llamaba la milicia privada más difundida y temida, que en el campo apoyaba los intereses de los latifundistas; ORDEN contaba con miles de personas, a menudo jornaleros sin trabajo o parados de las ciudades que aceptaban controlar y reprimir a los campesinos sindicalistas.

El nivel de violencia variaba según los momentos y el clima. En ausencia de agitaciones sociales y de acciones de la guerrilla, era bajo o nulo. En caso contrario empezaban las represiones y venganzas. La espiral de la violencia, independientemente de quien la empezara, se paraba con dificultad. La violencia de la derecha se caracterizaba por la ostentación de intensidad y crueldad: no era raro que las víctimas fueran mutiladas y desfiguradas de manera terrible para provocar horror.

La violencia de la izquierda se dirigía a objetivos más definidos, acompañaba agitaciones populares y las radicalizaciones a través de la lucha con la contraparte, se autofinanciaba y adquiría armas, pero era también brutal. Como en otras guerrillas latinoamericanas, realizaban homicidios de personalidades y secuestros que provocaban un fuerte impacto emocional en la opinión pública.

El número de muertos aumentó a finales de la década de los setenta. El clima en las formaciones paramilitares de la derecha era de feroz lucha anticomunista, donde mucho –sino todo– de lo que sucedía y se decía en público contrario al gobierno, se interpretaba como de matriz comunista.

NOTAS

  1. Alain Rouquié, Guerras y paz en América Central (México: Fondo de Cultura Económica, 1994), 108-109.
  2. “Le Monde”, 14 de enero de 1981.
  3. Roberto d'Aubuisson Arrieta (Santa Tecla, La Libertad, 23 de agosto de 1944 - San Salvador, 20 de febrero de 1992) fue un político de extrema derecha, así como militar y líder de los escuadrones de la muerte, y tristemente pasado a la historia como un criminal reo de crímenes contra la humanidad. En 1981 cofundó y dirigió el partido político Alianza Republicana Nacionalista (ARENA) y sirvió como presidente de la Asamblea Constituyente de El Salvador de 1982 a 1983.

    Fue candidato para presidente de El Salvador en 1984, perdiendo en la segunda vuelta contra José Napoleón Duarte. Después de que el partido político ARENA perdiera en las elecciones legislativas de 1985, decidió ceder el puesto a Alfredo Cristiani y fue nombrado presidente honorario vitalicio. En 1992, la Comisión de la Verdad para El Salvador, formada por las Naciones Unidas, nombró en su informe a Roberto D'Aubuisson como el autor intelectual del asesinato del arzobispo Óscar Arnulfo Romero en 1980. Murió en el año 1992.
  4. Una manzana corresponde a 0,68 hectáreas.
  5. Rouquié, “Guerras y paz”, 116.

BIBLIOGRAFÍA

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VINCENZO PAGLIA – ROBERTO MOROZZO DELLA ROCCA ©Congregatio de Causis Sanctorum. Positio Romero super Martirio. PN 1913. 2014.