ESCLAVITUD NEGRA EN AMERICA; Gradualidades jurídicas y prácticas

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Los esclavos negros en Hispanoamérica Una pregunta frecuente en muchas obras sobre el tema es: ¿el trato dado a los esclavos negros en Hispanoamérica era mejor, igual o peor que en las otras regiones americanas? Los hispanos estaban convencidos de que trataban mejor a los esclavos. Lo aseguraba ya el clérigo español —oidor de la Audiencia de Quito— don Francisco de Anuncibay a finales del siglo XVI. Y lo atribuía a la legislación y a la cultura jurídica castellana: “el nombre de siervo y esclavo ofende las orejas pías” objetaba cuando se pretendían llevar a unos negros a la Gobernación de Popayán en 1592. Ante el hecho innegable de la trata de esclavos y su presencia en tierras de la Corona española aseguraba que: “Este negocio, con beneficio de las Leyes de la Partida y con la igualdad de la justicia castellana, se ha mudado de manera que ser esclavo es como hijo y como compañero y familiar y se le hace sumo beneficio al que le da la ley, tutor, amo y padre y señor, y ya no había de ser favorable la libertad entre nosotros, cuanto ésta se ha vuelto en daño de los hombres que fueron esclavos, que, careciendo de amo y patrón, mueren viviendo y con sumas necesidades, viniendo a suma miseria y pobreza mayor que la tuvieron en la servidumbre”.

Doscientos años después, a finales del siglo XVIII, el embajador y científico don Félix de Azara opinaba lo mismo, refiriéndose al Paraguay: “aquí no se conocen esas leyes y esos castigos atroces que se quieren disculpar como necesarios para mantener a los esclavos dentro de los límites de sus deberes”.

Lo mismo encontramos en el dictamen del licenciado Jerónimo José Salguero, asesor de la Audiencia de Buenos Aires por los años de 1807 en un caso de malos tratos: “tanto más acreedor es un esclavo entre nosotros a un tratamiento suave y piadoso, cuanta es la diferencia de servidumbre, y sus motivos, entre los que conoce nuestro derecho y la que usaron los romanos”.

En cuanto a Venezuela, nos remitimos a la anónima «Carta al señor Abate de Pradt, por un indígena de la América del Sur», publicada en Caracas en 1819. El abate Pradt (Dominique Georges Frédéric de Riom de Prolhiac de Fourt de Pradt) había escrito tres volúmenes sobre «Les trois ages des colonies (1801-1802)» donde predecía el futuro que se vislumbraba en los territorios americanos. En el capítulo XII, además de predecir la emancipación de los esclavos, cosa fácil de adivinar, trascribía el anónimo presuntamente indígena:

“El negro esclavo en Venezuela no es un ente aislado en medio del género humano, sin recursos, sin protección, sin bienes, sin esperanzas: no es en nuestra consideración un ser condenado per¬petuamente a la fatiga y a las privaciones. Si en otros países los esclavos pueden existir en tan duras situaciones, en Venezuela las leyes, los magistrados y los intereses personales y comunes de los amos, más sabiamente calculados, les proporcionan para su conservación descanso en la fatiga, vínculos en la sociedad y contento en su condición”.

Por esos mismos años, entre 1799 y 1804, recorría Hispanoamérica el científico alemán Alexander Von Humboldt y se hacía su propia composición de lugar. Los pocos esclavos que había en México, “se hallan como en todas las posesiones españolas, algo más protegidos por las leyes que los negros que habitan las colonias de las demás naciones europeas. Estas leyes se interpretan siempre a favor de la libertad, pues el gobierno desea que se aumente el número de negros libres”.


Tras la obra pionera de José Antonio Saco —la historia general de la esclavitud que publicó en 1858-1859—, el asunto se toma como hipótesis de trabajo de los historiadores de ambas riberas del Atlántico en el siglo XX.

En 1911 la hace suya Núñez Ponte en el «Estudio histórico acerca de la esclavitud y de su abolición en Venezuela»: “Ni tampoco usaron los españoles con sus esclavos de demasiada sevicia; [...] Había leyes altamente filantrópicas que [...] en algo suavizaban el rigoroso destino de los negros, y señalaban penas a los señores que en demasía les torturaran; y un procurador de pobres ejercía gratuitamente la función de defenderles cuando se hubiese menester”.


Condiciones de los esclavos en las colonias francesas e inglesas

Será Fernando Ortiz, tan crítico con la esclavitud en Cuba, el primero en abordar la esclavitud con un criterio científico — más de etnólogo que de historiador— y, con ella, la cuestión de los malos tratos. Ortiz no oculta la brutalidad con que se castigaba a los esclavos, según las fuentes que maneja (que son principalmente novelas ochocentistas, de cuyo valor testimonial dudan otros autores), pero tampoco calla sobre la mayor dureza del trato en las colonias británicas y francesas:

“muchos suplicios descriptos por viajeros de las colonias francesas e inglesas [...] demuestran o que su celo antiesclavista o narrativo les hizo presentar como frecuentes, hechos del todo desusados, o que la esclavitud en aquellas pequeñas colonias antillanas era mucho más cruel que entre los españoles, circunstancia ésta muy verosímil y creíble dada la gran abundancia de documentos justificativos de la refinada crueldad de los plantadores de las otras colonias de las Indias (…) No tiene razón Pierre de Vaissiére cuando en su notable libro «Saint-Domingue» dice que los franceses fueron entre todos los europeos los menos crueles con sus esclavos. En el citado libro puede verse una detenida relación documentada de los muchos suplicios sufridos por los negros en aquella isla vecina”.

Es difícil apreciar la veracidad de las estimaciones cuando se apartan del dato escueto. El viajero británico W. B. Stevenson, que vivió veinte años en la América andina a principios del siglo XIX, decía de los negros de Lima que, “tratados con suavidad, parecían completamente felices”. Pero ¿qué alcance cabe dar a una afirmación como ésta, que puede mostrar más bien el talante de quien la hace, cuando hemos conocido, además, tantos casos de malos tratos precisamente en Lima?

Las diferencias legales

Una primera aproximación al asunto nos induce a fijarnos en el debate filosófico español de los siglos XVI y XVII sobre la licitud de la esclavitud de los negros de África. Sencillamente no se dio en el resto de Europa y América, exceptuado —hasta cierto punto— Portugal. En el Brasil se planteó tan sólo a finales del siglo XVIII. Si de algo sirvió, por tanto, el debate español, es un punto a favor de la Monarquía Católica Española.

Veremos cuál era el marco legal de la esclavitud en el mundo hispano. Y aquí sí cabe compararlo directamente con los ordenamientos portugués, británico, holandés, francés y danés, las principales potencias presentes en las Antillas y la América continental.

Uno de los elementos distintivos más importantes era que hubiese o no, en las metrópolis europeas, tradición esclavista y, por tanto, un desarrollo legal «previo» que traspasar a América. En España lo había en la legislación sobre siervos de las «Partidas» de Alfonso X, y fue trasplantada a América. El trato que recibieron los negros en América es parecido al que se observa en la Sevilla o las Canarias de siglos anteriores.

Pero en Portugal también había esclavos; sin embargo no se generó una legislación protectora del alcance de la española. En cambio no había esclavos en Francia, pero en algunos de cuyos territorios existía, no obstante, servidumbre, de la que eran víctima los propios franceses. En Holanda e Inglaterra no había ni esclavos ni siervos, lo cual quiere decir que en estos países no hubo legislación que trasladar, sino que se elaboró especialmente para América.

Pero esta elaboración la hicieron en algunos casos los príncipes y en otros los colonos americanos o sus gobernantes. Y eso también fue condición del ordenamiento que se introdujo o se creó. En Francia y Portugal, como en España, fueron los reyes quienes legislaron para América y, concretamente, sobre la esclavitud, en tanto que en la América anglosajona fueron las asambleas que existían en cada colonia —allí donde las había— o el gobernador en las colonias de la Corona británica.

El caso más singular fue el de la América holandesa, concretamente el de las Antillas y Surinam, posesiones privadas de la Compañía de las Indias Occidentales, de donde dimanaron las medidas reguladoras. Por tanto, en cada colonia el alcance y la naturaleza de los ordenamientos fueron distintos. En unos casos, lo que se hizo fue introducir sin más el derecho romano —que era el recurso más sencillo— y, en otros, crear una legislación específica.

De ninguno de los ordenamientos resultantes puede decirse que fuera igual al de Hispanoamérica. Pero los hubo más y menos parecidos, en función de su respectiva asimilación del derecho romano, que había sido la fuente del derecho castellano introducido por Alfonso X «el Sabio» y trasplantado por los Reyes Católicos y sus sucesores a América.

El ordenamiento legal portugués

El ordenamiento de esclavos más parecido al castellano fue el portugués, porque la legislación de esclavos que se promulgó para los territorios luso-americanos (en las «Ordenaçoes filipinas») fue obra de un monarca español, Felipe II, cuando era rey también de Portugal y, por tanto, de sus territorios ultramarinos. Como el derecho hispano y el filipino fueron derivación del derecho romano, concretamente, del «Corpus iuris civilis» de Justiniano, que también había quedado en Portugal y sus territorios como derecho subsidiario.

Pero la verdad es que las «Ordenaçoes» hablaron poco de tratar bien a los esclavos —que es lo que ahora nos importa—; apenas se fijaron en advertir que los castigos debían ser moderados. En 1769, el rey Juan VI promulgó una importante «Lei da Boa Razão», que modificó las «Ordenaçoes» y abolió la subsidiariedad del derecho romano. Pero ya estaba éste introducido y arraigado en la práctica judicial y en la legislación esclavista complementaria que había sido promulgada hasta entonces y, de hecho, sobrevivió.

En conjunto, el «Corpus» legal luso-americano de esclavos fue menos abundante que el hispano. Pero el esclavo quedaba tutelado de manera pareja y había aspectos en que se mejoraba la protección que daba el ordenamiento castellano. Así, no sólo se reconocía, como en aquél, la validez jurídica del matrimonio, sino que se determinaba que un esclavo manumitido podía redimir a su esposa e hijos mediante el pago del precio justo (cosa que sólo tardíamente se introdujo en las Indias españolas).

Y, en cuestión de manumisión, se contemplaba el hecho singular de que un esclavo quedaba en libertad si encontraba un diamante de más de veinte quilates (en cuyo caso el Real Erario pagaría el precio de la libertad al amo así desposeído) o si, con justicia, denunciaba al amo que hiciera contrabando con bienes monopolizados por la Corona, en especial diamantes, oro o palo del Brasil. Igual que en las Indias hispanas, en cuanto a castigos, el esclavo debía ser tratado como trataba un padre a su hijo, o un amo a su criado libre.

En cambio, el esclavo no podía ser parte en un juicio, salvo que se tratara de asuntos espirituales, tales como lo relativo al matrimonio, a la libertad del esclavo o al interés público. No se contemplaba la posibilidad de hacerse oír de un juez por asunto de malos tratos, como sucedía en la Monarquía Católica.

El «peculium» se toleraba de hecho, siempre que lo permitiera el amo y sobre la base de que, en último término, todo lo que tuviera el esclavo pertenecía en realidad a aquél. En la práctica, esto redujo más que en las Indias hispanas la posibilidad de manumitirse pagando por sí mismo el precio justo; aunque, igual que en Castilla, para lograr la manumisión bastaba la conformidad del propietario.

El ordenamiento francés.

Relativamente cercana a la hispana fue la legislación francesa. En algunas regiones de Francia había servidumbre; pero el derecho introducido en la América francesa fue la «coutume» de París, donde no había siervos. Y, como hubo esclavos en las posesiones francesas (en proporción, más que en otra parte de América), hubo que crear un ordenamiento «ex novo», que culminó en el «Code noir» de 1685, que consistía en la aplicación del derecho romano sin más.

El «Código Negro» no fue, por tanto, fruto de la experiencia esclavista de los franceses, sino una obra de laboratorio construida en Versalles. Se matizó con elementos castellanos, que sí respondían a la experiencia indiana.

Así, en el ordenamiento esclavista francés, los esclavos sólo podían poseer con autorización de sus amos. El propietario podía encadenar al esclavo o pegarle con una vara o látigo, si lo merecía, y no, en cambio, torturarlo o amputarle un miembro. Pero un esclavo que fuera reo criminal sí podía ser mar¬cado con hierro candente, o sufrir amputación de las orejas, o ser ejecutado. (Entre otras cosas, era reo de muerte el esclavo que hiriera en la cara a su amo, al cónyuge de su amo o al alguno de sus hijos). Y no se admitía que fuera oído por un juez para hacer valer su derecho a ser bien tratado o manumitido, como sucedía en el ordenamiento castellano y era habitual en América.

Respecto a la manumisión, no cabía otorgarla sin la aquiescencia escrita del gobernador, intendente o «commissaire ordonnateur». Se reconocía la validez legal del matrimonio de esclavos y se prohibía vender por separado a uno de los cónyuges o a alguno de sus hijos mientras fueran menores. Pero ningún esclavo se podía casar sin permiso del amo.

Había innovaciones positivas, que no existían en Hispanoamérica: un hombre libre que tuviera hijos con una esclava (con la que en ningún caso se podía casar) tendría que pagar doscientas libras de azúcar de multa y, si era el dueño de la esclava, se quedaría sin ésta y sin los hijos, que pasarían a pertenecer al hospital correspondiente y nunca podrían ser manumitidos.

El ordenamiento holandés

El caso del Caribe holandés y de Surinam fue el más curioso. No eran colonias de las Provincias Unidas, sino territorios controlados por la Compañía de las Indias Occidentales y regulados por «placaaten» aprobados en el seno de ésta. Los «placaaten» no eran leyes propiamente dichas, pero los tribunales coloniales juzgaban conforme a ellos. Se debe referir a los tribunales de cada colonia. Porque no solían dictarse «placaaten» generales, sino particulares para cada territorio.

Se tomaban medidas sobre aspectos muy concretos, el conjunto de los cuales no llegó a constituir un cuadro legal completo. En general, el pormenor dibujaba una situación especialmente inquisitiva, al menos más de la que dejan ver los ordenamientos de los demás países. Pero daba lugar, en realidad, a un tratamiento que tenía parecido con el de los territorios latinos, porque los directores de la Compañía acudieron frecuentemente al derecho romano cuando tuvieron que legislar sobre un punto concreto.

Con todo, no se reconocía el matrimonio de un esclavo, fuera siervo también o libre el cónyuge, como no se reconocía en Roma antes de recibir la influencia cristiana. Los esclavos podían tener, en cambio, «peculium», en los términos en que Roma lo permitía. Y —también como en el derecho romano y al menos desde 1795 en Curaçao— estaba prohibido expresamente castigar a los esclavos de forma abusiva.

El ordenamiento británico

Mayores fueron las diferencias de la legislación castellana con las británicas. El derecho romano también incidió en la configuración del derecho de Inglaterra, sólo que de otro modo a como influyó en los países latinos. También puede afirmarse que el ordenamiento británico contemplaba la esclavitud desde la figura del siervo temporal, por más que se tratara de una situación que no podía durar más de dos años.

Las leyes de esclavos que se elaboraron en las colonias británicas de Norteamérica se inspiraron—como el resto de su derecho— en el «common law» europeo. En los territorios británicos europeos no había esclavos negros (ni de otro color) que lo fueran a perpetuidad. Por otro lado, varias de las colonias británicas de Norteamérica tuvieron un «status» autonómico y fueron gobernadas por la legislación que emanaba de sus respectivas asambleas; de manera que las diferencias no fueron pocas.

A diferencia de la América española, en las Indias anglosajonas la esclavitud fue introducida de facto, sin autorización legal; no hubo, por tanto, inicialmente, ordenamiento legal que la contemplara y, consecuentemente, fue elaborándose conforme se planteaban los problemas. Y, como los problemas se planteaban ante todo a los jueces, buena parte de la regulación consistió en mera jurisprudencia, en práctica judicial bastante sofisticada.

Pero esto, paradójicamente, favoreció la consideración del esclavo como cosa pública, en el sentido de que las relaciones con los amos no quedaban al arbitrio de éstos en la medida en que quedaban en el ordenamiento romano, sino que, en cierto sentido, todo colono anglosajón americano era superior —en el plano propiamente jurisdiccional— de cualquier esclavo.

Cualquier esclavo que fuera sorprendido fuera de la plantación o de la propiedad de su dueño podía ser detenido por cualquier persona libre. Siempre según en qué colonia, los colonos estaban organizados por ley para la captura de los esclavos fugitivos.

La autoridad —asamblea colonial o gobernador representante de la Corona británica— fijaba las características de la ropa que debían vestir los esclavos y la enseñanza que debían recibir (por lo general, no para extenderla, sino para restringirla, incluso hasta el extremo de prohibir que supieran leer o escribir).

Los propietarios de esclavos no podían decidir libremente lo que éstos podían comprar o vender ni, por lo tanto, poseer; ni dónde habían de residir; ni si podían heredar; era la autoridad colonial la que determinaba todo esto y, por lo general, en sentido restrictivo.

Ni siquiera la manumisión era libre, y eso hasta el punto de que el hecho de que algunos propietarios liberasen a sus esclavos en sus testamentos, sin contar con ninguna autoridad, por lo tanto, indujo en algunas colonias y luego estados del Sur a plantearse la posibilidad de invalidar esos legados. Y lo que era tanto o más importante: no confería la «Ciudadanía» —los derechos civiles o políticos—, sino una mera libertad de movimientos.

Aspectos capitales como el matrimonio entre esclavos carecían generalmente de reconocimiento legal (lo que no significa que dejara de existir, de facto, la familia esclava e incluso que tuviera una importancia muy notable como elemento de cohesión entre los siervos y, por tanto, como forma de acomodación a la vida de cada día). Los matrimonios interraciales todavía estaban prohibidos en dieciséis estados de la Unión en 1966. Inútil decir que, por tanto, nadie aceptaba que un esclavo pudiera hacerse oír por un juez.

El ordenamiento danés.

En las Indias occidentales danesas, la esclavitud también solía gobernarse por disposiciones «Placaf» del gobernador. El «Placaf» sobre la esclavitud más importante fue el del gobernador Philip Gardelin de 5 de septiembre de 1733, en cuyo preámbulo se contemplaba a los esclavos como una parte estricta de los bienes de los dueños correspondientes, con todas las consecuencias que esto pudiera suponer; se les negaba, por lo tanto, cualquier derecho de propiedad; se les prohibía vender cosa alguna —puesto que no podían poseerlas— y seguían unas estipulaciones normativas draconianas para los delitos.

Las referidas a los cimarrones llegaban a la muerte o a la amputación de una pierna. También se fijaban penas a los esclavos que insultaran o simplemente gesticularan contra sus superiores. Se les prohibía cualquier tipo de arma y se castigaba con 150 palos al que se peleara con otro. A quien robara más de una cantidad determinada, se le torturaría y ahorcaría. Al que menos, se le darían 150 latigazos. A quien intentara envenenar a alguien, se le torturaría para acabar quemándolo vivo. Se prohibía cualquier festejo que pasara de una «pequeña diversión» en los días de fiesta y con permiso del dueño o del capataz.

En 1741, el gobernador Moth añadió algunas precisiones para asegurar mejor el orden público y los gestos de deferencia con los blancos, y para asegurarse de que no hubiera alguna relación social y mucho menos sexual entre esclavos y libres. Pero claro está que también aquí habría que preguntarse si se aplicaron. Hacía ya décadas que el desarrollo del sistema de plantaciones en las colonias danesas no sólo había hecho crecer notablemente el número de siervos, sino que había cambiado tanto sus condiciones de vida, que era preciso poner coto a cualquier desmán y las normas tenían una intención, al menos, disuasoria.

Pero los esclavos de jurisdicción danesa tuvieron un primer valedor de importancia en Federico V, quien, en 1755, suscribió un «Reglement for Slaverne», donde, aunque volvía a considerar expresamente a los esclavos como cualquiera otra propiedad, prescribía castigos bastante más leves que los establecidos por Gardelin para los casos de insubordinación; además de decir que había que ocuparse de la instrucción religiosa, concretamente luterana, de los sometidos a esclavitud para que —con absoluta libertad— pudieran decidir si se bautizaban o no.

Y podían optar por el luteranismo o por otra confesión, incluido el catolicismo. Eso sí: el hecho de que se bautizaran no implicaría la manumisión. Al revés, entendía el monarca danés que un esclavo cristiano debía sentirse más obligado a obedecer a su amo con diligencia y fidelidad. Y se aceptaba el principio del derecho romano: «partus sequitur ventrem»; el hijo de esclava era esclavo. Pero se contemplaba la posibilidad de la manumisión, que quedaba, sin embargo, a criterio del amo: sin que se planteara siquiera la posibilidad de que un esclavo ahorrara y comprara su libertad o la de los suyos.

No se preveía nada semejante a la coartación castellana. Y se prohibía explícitamente que vendieran cualquier tipo de género como propio. No podían poseer nada. El matrimonio cristiano de los esclavos se protegía totalmente, en los mismos términos que en la Monarquía Católica: los cónyuges no podían ser separados bajo ningún concepto. No se les haría trabajar en domingos y fiestas de guardar —de la iglesia luterana danesa—: al menos, la navidad, la epifanía, el viernes santo, la ascensión y la anunciación. Pero se amenazaba con dureza a los esclavos que celebraran cualquier tipo de reunión, festiva o no, con esclavos pertenecientes a otros propietarios.

En el «Reglement» se fijó con detalle el alimento y el vestido que debían recibir. Se exhortaba a los dueños a cumplir todo esto, pero no fijaba penas, salvo en los casos que hemos visto y si abandonaban a los esclavos viejos o enfermos. Si lo hacían, pasarían a ser de la Corona y los gastos de manutención correrían a cargo de los propietarios desposeídos.

Se penaba también con fuertes multas la fornicación y laxitud moral con las esclavas; se consideraba en realidad tan punible como pudiera serlo en Dinamarca un delito parejo. Si, como fruto de esas relaciones, una esclava llegaba a quedar encinta, madre e hijo pasarían a propiedad de la Corona.

Por lo demás, no se les reconocía personalidad jurídica alguna. No tenían capacidad para denunciar a nadie, sí, en cambio, para sufrir las penas consiguientes a las denuncias que se pusieran contra ellos. Su tes¬timonio podía ser oído por un juez si le ayudaba a averiguar la verdad; pero carecía de valor de prueba. Si robaban, no se les mataría —como preveía el «Placat» de 1733, sino que se les marcaría con hierro candente y castraría. En cambio, para la huida no había más castigo que la pena de muerte.

Las autoridades danesas enviaron el «Reglement» al gobernador Von Prock con la indicación de que quedaba a su criterio publicarlo entera o parcialmente y Von Prock y sus sucesores prefirieron no publicarlo ni entero ni en parte, a fin de no inquietar a los propietarios. Siguió en vigor, por tanto, el «Placat» de 1733, si acaso con el espíritu del «Reglement»; hasta que la conspiración descubierta en Santa Cruz en 1759 indujera a endurecer las penas que concernían al mantenimiento de la disciplina y que se dirigían a evitar cualquier manera de concentrarse en grupos, sobre todo cuando los esclavos se hallaban fuera de las haciendas (y, en la medida de lo posible, para evitar que estuvieran fuera de ellas, sobre todo a partir del anochecer). Se llegó a impedir que se agruparan para asistir a los entierros.

En 1792, Cristian VII se decidió a abolir la trata, si bien para que la prohibición entrara en vigor diez años después y sobre la base de que los que ya eran esclavos —y sus hijos— habían de seguir siéndolo. La abolición de la esclavitud hubo de esperar a 1847, que fue cuando Cristian VIII decretó la inmediata emancipación de todos los niños nacidos de padres esclavos y la abolición de la esclavitud en el término de doce años, o sea, para 1859.

Por lo demás, los daneses estaban mucho más convencidos que los hispanos de que los negros eran seres entitativamente corruptos; pero, igual que los hispanos, también estaban convencidos de que los trataban muy bien, y eso hasta el punto de que los negros no querían volver a África. Por lo demás, hasta el siglo XIX, entre las confesiones protestantes representadas en Dinamarca y sus colonias, no hubo nada parejo a la teología católica de las monarquías hispánica y portuguesa del XVI y XVII, sino a las peticiones de clemencia o de entera abolición de la servidumbre que comenzaron a aparecer en Francia y Norteamérica entrado el XVIII.

Al revés: los pastores luteranos daneses desarrollaron en el XVIII una verdadera defensa de la institución esclavista; se basaban, entre otras cosas, en que Lutero —por lo demás, como la mayoría de los cristianos, incluidos los católicos— tenía una concepción igualitaria en lo espiritual, pero partía de la base de que lo espiritual no se debía confundir con lo social y propio del mundo. Uno de los teóricos más influyentes de la época, Eric Pontoppidan, cuidó de advertir que la salvación cristiana concernía al alma, no al cuerpo.

NOTAS

BIBLIOGRÁFIA

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JOSÉ ANDRÉS-GALLEGO © La esclavitud en la América española. Ed. Encuentro-Fundación Mafre Tavera