ESCRITURA Y EVANGELIZACIÓN

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Las imágenes sensibles como método concreto de la «encarnación» de la Palabra

El primer contacto de la conciencia cristiana con el mundo precolombino, lo que implicaba una inicial proto-evangelización del Nuevo Mundo, produjo aquel recurso poco feliz del «requerimiento». De todos modos, siendo el lenguaje el medio de comunicación entre los hombres, es claro que debe ser el medio natural de la evangelización.

El lenguaje exterior (el verbo exterior, como dice San Agustín) se encarna y «resuena» en el sistema de signos que constituye este idioma concreto, sea o no expresado alfabéticamente. Y como tal sistema de signos lo es por convención natural («ad placitum», según la expresión de la lógica clásica), quien no conozca el sistema no podrá comprender. La incomunicación será casi total.

He dicho casi total porque el signo tiene una comprensión más amplia desde que es aquello por lo cual la potencia cognoscitiva representa algo distinto de sí, y como haciendo las veces de él. En tal caso, el signo es natural, como el humo que indica que hay fuego o el ademán de cerrar el puño levantándolo que indica una amenaza; es también arbitrario o por convención como es el caso de los caracteres de determinada escritura.

En el caso del signo natural, se expresa comúnmente por una imagen sensible y es de carácter instrumental. El más elemental y primario de los signos naturales es el gesto, la mímica, el ademán las señas. Y tal fue, precisamente, el primer medio de comunicación -precaria e insuficiente- entre españoles e indígenas. Todos recordamos las entrevistas amistosas entre Colón y ciertos caciques que se comunicaban con gestos; pero el problema era insuperable (mientras no se aprendiera la lengua) cuando lo que se quería transmitir era nada menos que las verdades elementales de la Revelación cristiana.

Una cosa era que el Almirante y algunos capitanes se entendieran con los indios “por señas” acerca de ciertos datos geográficos, acerca del país de origen, etc., y otra muy diversa era utilizar las señas y los gestos para transmitirles las verdades elementales del catecismo. Los llamados signos naturales no bastaban. Aquella comunicación “por señas”, es lo que el Padre Juan Guillermo Durán ha llamado la predicación «muda» expresada por medio de signos externos, ya sea de las manos, del rostro o del cuerpo y que, además de su precariedad e insuficiencia, fue motivo para que muchos misioneros fueran tomados por enfermos o por locos.[1]

En verdad, demuestra también la heroica urgencia por la evangelización de los primeros misioneros atacados por la “locura” de Cristo. Sin embargo, era menester buscar medios más eficaces para la «encarnación» de la Palabra. Dejándome guiar, en este punto, por el Padre Durán, siempre conservando mi libertad de juicio, el medio más inmediato de que disponían los misioneros, especialmente en México y América Central, no era otro que el pictográfico, expresado en las propias pinturas indígenas.

Había que adoptarlo informándolo del contenido evangélico. Recuérdese que se trataba de representar algo directamente por medio de la figura de la cosa (pictografía), o de representar directamente una idea por medio de símbolos (ideografía). Los mexicanos poseían «glifos» de diversas categorías (numerales, calendáricos, pictográficos, ideográficos) que podían ser utilizados por los misioneros. Sobre el modelo de las pinturas indígenas, los misioneros se expresaron en pinturas, lo cual se adaptaba a los métodos de enseñanza de los indígenas acostumbrados a la memorización por imágenes sensibles, por completo coherentes con su mentalidad directa y concreta.

Así nacieron, por obra del ingenio y del amor pastoral de los misioneros, los cuadros o lienzos que sirvieron tanto para la catequesis cuanto para las confesiones. Allí está la célebre escritura «testeriana» (una suerte de antecedente de los métodos audiovisuales) debida a fray Jacobo de Testera, que tendió a «fundirse» con los antiguos glifos nahuas.[2]El misionero iba señalando con una vara las pinturas, por ejemplo, desde la que representa el Nacimiento de Cristo en adelante, mientras explicaba los misterios también utilizaba el mismo método para esclarecer las conciencias y prepararlas para el sacramento de la penitencia, o para enseñar las oraciones fundamentales.

Este modo de «encarnar» la Palabra por medio de las imágenes sensibles es el que dio nacimiento a los Catecismos en imágenes, cuyo ejemplo más egregio es el de fray Pedro de Gante (hacia 1477-1572), uno de los tres franciscanos flamencos llegados a México en 1523.[3]El Padre Durán recuerda el «Catecismo anónimo tolucano» y otros que quizá no agotan la enumeración.[4]Seguramente los historiadores nos irán ilustrando e informando con el transcurso del tiempo. Este enorme esfuerzo no bastaba. Era menester aprender las lenguas. El más remoto antecedente fue el jerónimo fray Ramón Pané, llegado a la Española en el segundo viaje de Colón con el grupo que acompañó a fray Bernardo Boyl.

Importancia del dominio de las lenguas indígenas por los misioneros

Por expreso pedido del Almirante, fray Bernardo Boyl fue a vivir entre los indígenas durante dos años, y resultado de su experiencia fue su Relación acerca de las antigüedades de los indios (escrito en 1496-1497) y parece que alcanzó un modesto dominio de las lenguas de la isla.[5]El Padre Las Casas emite un juicio negativo sobre fray Ramón, a quien presenta como un hombre simple, ignorante de las lenguas aborígenes. Prefiero guardar distancia sobre este juicio por provenir de quien no pierde oportunidad para denigrar la obra de España y por ignorar él mismo las lenguas aborígenes como se lo recordara oportunamente Motolinía.

De los hechos debe deducirse, en cambio, cuán temprano fue el propósito de dominar el único medio por completo eficaz para transmitir el mensaje evangélico: la lengua autóctona. Este esfuerzo alcanzaría su culminación y su éxito con los frailes franciscanos. Ya el primer grupo de los frailes flamencos que llegó a México presidido por fray Pedro de Gante (1523) se entregó de lleno a aprender la lengua; a este primer grupo siguió el de los «doce Apóstoles de México» encabezados por fray Martín de Valencia (1524).

El Padre Durán - siguiendo la Historia Eclesiástica Indiana de fray Jerónimo de Mendieta-, transcribe aquellos sabrosos pasajes en los cuales se narra cómo descubrieron los beneméritos frailes el modo más adecuado de aprender la lengua mexicana: volviéndose niños, jugando con ellos, anotando, recordando y haciéndose corregir por ellos. Y vale la pena recordar, sobre todo, el encantador episodio del niño Alonsito -donado por su propia madre viuda- el cual, al aprender espontáneamente el náhuatl, se convirtió en el maestro de los frailes. Se trataba del futuro fray Alonso de Molina, autor de una «Doctrina Christiana» (1546) y de dos «Confesionarios», mayor y menor (1565).[6]Este fue el camino por el cual se llegó, por fin, al dominio del sistema de signos de la lengua y de su interna estructura, quedando abierto el surco para la siembra y la «encarnación» de la Palabra.

El Padre José de Acosta, a quien podemos considerar vocero del gran Obispo Santo Toribio de Mogrovejo, sobre todo a través de las Actas del Tercer Concilio Limense (1584), se detiene a meditar el pasaje de San Pablo quien recuerda que “la fe es por la predicación, y la predicación, por la palabra de Cristo. Pero digo yo: ¿es que no han oído?[7]Por eso dice el Padre Acosta que “la fe, sin la cual nadie puede ser salvo, es por el oído, y el oído por la palabra de Dios”; la misma salvación depende de la palabra que no puede llegar a los hombres “si no es por palabra de hombres, por eso, nada grande puede esperar (el misionero) si no pone su primer cuidado en cultivar sin descanso el idioma”.[8]

Tan grave deber es que de Acosta cree que el párroco que acepta su oficio sin conocer la lengua, pone en peligro la salvación de su alma, pues “la fe no la puede enseñar y predicar el que no sabe la lengua”.[9]Desconfía de los intérpretes y de la poca diligencia de algunos en aprender; pero al mismo tiempo los alienta porque recuerda que las lenguas indígenas "no le llega cien leguas en dificultad al hebreo o caldeo; y en la prolijidad y abundancia múltiple y difícil de aprender del griego o latín, se quedan muy atrás; pues es mucho más sencillo y tienen poquísimas inflexiones, que en unos pocos preceptos se pueden encerrar.” Recuerda del mismo modo la gran penuria que tienen en términos filosóficos y que signifiquen cosas espirituales: “Pero el uso ha introducido en el idioma indio las voces españolas necesarias”.[10]Los vocabularios primero -gracias a los caracteres latinos- y después las gramáticas que revelaron la estructura de las lenguas indígenas, no solamente permitieron la comunicación, sino que alcanzaron nivel académico al ser enseñadas en las Universidades de México y de Lima y en las casas de formación del clero.

En pocos años más, bajo la benéfica acción del Obispo del Tucumán fray Fernando de Trejo y Sanabria, el Primer Sínodo del Tucumán (1597) pone como obligación que “la doctrina y catecismo que se ha de enseñar a los indios, sea el general que se usa en el Perú en la lengua del Cuzco”. Esto implica el deber de los doctrinantes de que “vayan aprendiendo” dicha lengua y que “todos los que se nombraren por cura de indios, sepan por lo menos la lengua general del Cuzco” (el quechua).[11]

Transfiguración de las lenguas indígenas

Estas lenguas (sobre todo aquellas que por razones prácticas se impusieron en la enseñanza, como el náhuatl, el quechua y el aymará), reflejaban en su estructura su situación mágico-mítica de simpatía con el todo en la cual la razón es predominantemente sintética, sin que se hubiese llegado aún a una clara distinción (y distancia crítica) entre la cosa y el signo• la escritura más adelantada no había llegado o estaba apenas próxima a la separación del pensamiento y sus símbolos como en el tercer milenio en egipcios y caldeos.

Por eso, por un lado expresaban aquella indistinción con lo originario (que tanta riqueza encierra) pero, por otro, no podían fijarlo en la conciencia histórica, menos aún, en una historia del pensamiento. Pero, al ser trasladada a la estructura de una lengua alfabética (el español) y a su último fundamento (el latín), sufrieron una suerte de transfiguración, ingresando y haciéndolo a través de un inconmensurable salto cualitativo, al grado de lengua alfabética. (Tal transfiguración fue elemento básico del proceso de mestizaje cultural).

Ya no volverían a ser totalmente las mismas. Pero sea en su estructura primitiva, sea en el estado alfabético, por ellas, si se me permite hablar así, “el Verbo se hizo carne” y habitó entre los indios. Más aún la palabra se hizo india y fecundó y transfiguró el mundo precolombino


NOTAS

  1. Juan Guillermo Durán, Monumenta Catechetica Hispanoamericana, vol. I (siglo XVI), Facultad de Teología, Universidad Católica Argentina, Buenos Aires, 1984., pp. 74-75 y 90-92
  2. Ibídem, pp. 104-106 y 689
  3. Ibídem, pp. 114-115
  4. Ibídem, pp. 118-144
  5. Ibídem, pp. 85-86. Disponemos de una edición de este libro: Relación acerca de las antigüedades de los indios; el primer tratado escrito en América. Nueva versión, notas, mapa y apéndices por José Juan Arrom, Ed. Siglo XXI, México, 1974
  6. Durán ob., cit., pp. 149-151
  7. Rom. 10, 17-18
  8. José de Acosta, De procuranda indorum salute, Libro IV, c. 6, p. 513a
  9. Ibídem, Libro IV, c.7, p. 514b
  10. Ibídem, Libro IV, c.9, p. 518b
  11. Constituciones sinodales, Const. 3; en José María Arancibia-Nelson C. Dellaferrea, Los Sínodos del Antiguo Tucumán celebrados por fray Fernando de Trejo y Sanabria, 1597, 1606, 1607. Universidad Católica Argentina, Editora Patria Grande, Buenos Aires, 1979, pp. 139-140

ALBERTO CATURELLI