EVANGELIZACIÓN; participación de las mujeres

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Apenas se inició la preocupación por recordar solemnemente el V Centenario del Descubrimiento de América, surgieron intensas polémicas en todos los foros, las mismas que lejos de declinar se han intensificado. Al comienzo fueron celos nacionalistas: ¿quiénes llegaron primero, los vikingos o Colón? Los pueblos de la Europa nórdica han tratado siempre de reivindicar su supremacía en la llegada, pero no han logrado probar la trascendencia humana y social de aquellas sagas. A continuación se hicieron juegos de palabras, aparentemente ingeniosos, que en el fondo tenían el indisimulado propósito de regatear glorias a la católica España: ¿descubrimiento o «encubrimiento»? Salomónica solución fue proclamar que el V Centenario conmemoraría «el Encuentro de Dos Mundos».

No faltó al respecto inelegante humor negro al referirse a la hazaña colombina diciendo que el hallazgo de América había sido un simple «tropezón». Luego se puso de relieve solamente lo negativo del contacto de la cultura europea con los aborígenes del Nuevo Mundo. Finalmente se discutió la tónica del recuerdo: ¿celebración? ¿conmemoración? Surgieron así posiciones maniqueas: triunfalismo, por parte de quienes solamente quieren «celebrar», acríticamente, olvidando las evidencias de lo que hubo de malo en el proceso descubridor, conquistador y civilizador; enconado revanchismo o pesimista resignación, por parte de quienes se ven obligados a admitir que hay por lo menos algo que «conmemorar».

Las encendidas polémicas a lo largo de una década permitieron poner de relieve la existencia de un inocultable trasfondo sectario en determinados polemistas fuertemente ideologizados, movidos por viejos intereses de pugnas nacionalistas, o por nuevos apetitos del ahora hegemónico capitalismo, o por larvados rezagos de intolerancia jacobina, o marxista. La vieja «leyenda negra antiespañola» con frecuencia ha vuelto a trocarse en «leyenda negra anticatólica». Su Santidad Juan Pablo II nos lo recordó ya en Santo Domingo:

«...Una cierta "leyenda negra", que marcó durante un tiempo no pocos estudios historiográficos, concentró prevalentemente la atención sobre aspectos de violencia y explotación que se dieron en la sociedad civil durante la fase sucesiva al descubrimiento. Prejuicios políticos, ideológicos y aun religiosos, han querido también presentar sólo negativamente la historia de la Iglesia en este Continente. La Iglesia, en lo que a ella se refiere, quiere acercarse a celebrar este centenario con la humildad de la verdad, sin triunfalismos ni falsos pudores; solamente mirando a la verdad, para dar gracias a Dios por los aciertos, y sacar del error motivos para proyectarse hacia el futuro. Ella no quiere desconocer la interdependencia que hubo entre la cruz y la espada en la fase de la primera penetración misionera. Pero tampoco quiere desconocer que la expansión de la cristiandad ibérica trajo a los nuevos pueblos el don que estaba en los orígenes de Europa -la fe cristiana- con su poder de humanidad y salvación, de dignidad y fraternidad, de justicia y amor para el Nuevo Mundo...».[1]

Con el prestigio de su poderosa inteligencia y su autoridad como Vicario de Cristo, Juan Pablo II nos ha convocado para un «importante y gozoso acontecimiento», «la celebración del V Centenario del comienzo de la Evangelización del Nuevo Mundo», «la implantactón de la Cruz de Cristo» en las tierras descubiertas por Colón; «la llegada y proclamación de la fe y del mensaje de Jesús, la implantación y desarrollo de la Iglesia: realidades espléndidas y permanentes que no se pueden negar o infravalorar». Añade el Pontífice que esta celebración debe hacerse «en el sentido más profundo y teológico del término: como se celebra a Jesucristo, Señor de la Historia, "el primero y el más grande Evangelizador", ya que Él mismo es el "Evangelio de Dios" (Cfr. Evangelii Nuntiandi 7)...»; «sin triunfalismos», pero «con alegría y orgullo» y con «mirada de gratitud a Dios...».[2]

Así respondió Juan Pablo II a las discusiones promovidas con motivo del V Centenario, las mismas que no deben sorprendernos. En el propio Cristóbal Colón bullían múltiples enigmas y contradictorias incitaciones. Hasta hoy se polemiza sobre su lugar de origen, no obstante que las pruebas documentales existentes nos lo muestran ciertamente genovés. Se discute cuál fue la isla del Nuevo Mundo avizorada el 12 de octubre de 1492 (¿Watling, Samaná, Caicos?). Santo Domingo, Sevilla y La Habana reclaman la autenticidad de los restos humanos que custodian creyendo ser los del Almirante. El mismo Don Cristóbal fue, en vida, una extraña mezcla de pragmatismo e idealismo, aspiraciones crematísticas y propósitos de cruzada y misión.

Recordemos las polémicas que suscitó la empresa colombina desde el comienzo, particularmente en los círculos científicos; las que rodearon su vida, de modo especial a raíz de su hazaña; las que han continuado a través de cinco siglos y han resurgido con fuerza en estos mismos días. Nadie podrá negar los intereses materiales que animaban a Colón: búsqueda de especierías, oro, ganancias, privilegios. Sin embargo, tampoco podrá nadie negar que la evangelización fue uno de los objetivos fundamentales de la empresa colombina. En el visionario hambriento de aventuras y riquezas, a medias científico y agorero, alentaban también ansias místicas, anhelos mesiánicos, anunciadas predestinaciones. Se autodenominaba «portador de Cristo», «Cristóphoro», quería reconquistar el Santo Sepulcro cautivo bajo el dominio musulmán, evangelizar pueblos ignotos.

Como dice Juan Pablo II, «el descubrimiento de América coincide con el comienzo de la Evangelización de aquellas tierras nuevas. Desde entonces, el misterio de la salvación, revelado para toda la humanidad en el Verbo hecho carne, comenzó a ser anunciado a nuevos pueblos, con los cuales hasta entonces Europa no había tenido ningún contacto. Sin embargo, aquellos pueblos eran conocidos por Dios desde toda la eternidad; y por Él siempre abrazados con la paternidad que el Hijo ha revelado "en la plenitud de los tiempos" (Cfr. Cal 4, 4)».[3]

Ya el mismo Pontífice había hecho, en su discurso del Estadio Olímpico de Santo Domingo (12 de octubre de 1984), el balance de la empresa descubridora, desde el punto de vista humano: «En el aspecto humano, la llegada de los descubridores a Guanahaní significaba una fantástica ampliación de fronteras de la humanidad, el mutuo hallazgo de dos mundos, la aparición de la Ecumene entera ante los ojos del hombre, el principio de la historia universal en su proceso de interacción, con todos sus beneficios y contradicciones, sus luces y sombras. En el aspecto evangelizador, marcaba la puesta en marcha de un despliegue mi-sionero sin precedentes que, partiendo de la Península Ibérica, daría pronto una nueva configuración al mapa eclesial. Y lo haría en un momento en que las convulsiones religiosas en Europa provocaban luchas y visiones parciales, que necesitaron de nuevas tierras para volcar en ellas la creatividad de la fe. Era el irrumpir vigoroso de la universalidad querida por Cristo, como hemos leído en San Mateo, para su mensaje».[4]

Divulgada por Europa, como reguero de pólvora, la noticia de la hazaña de Colón, el Papa Borja Alejandro VI, no obstante todas las inculpaciones ciertas o falsas que se le hacen y que acríticamente repiten inclusive historiadores católicos que prefieren dejarse llevar por la interesada corriente absolutamente condenatoria, mediante la Bula «Inter Cetera», de mayo 3 de 1493, planteó ya la necesidad de que «la fe católica y la religión cristiana, especialmente en nuestro tiempo, sea exaltada, se difunda y llegue a todas partes» ... «a fin de que el Altísimo sea servido y glorificado».

Yen la Bula «Piis fidelium», de junio 25 de 1493, impuso a la corona española, bajo santa obediencia, la obligación de enviar misioneros para evangelizar las nuevas tierras recién halladas, «hombres honestos y de temor de Dios, sabios, capaces y expertos para instruir a dichas poblaciones e inculcar a los mencionados habitantes la fe católica y las buenas costumbres». El mismo Alejandro VI manifestó desde estos primeros documentos un gran respeto por las poblaciones indígenas, considerando a los nativos como gente pacífica, que creía ya en un Dios creador, y por tanto bien dispuesta («satis apti») para abrazar la fe católica, formulando así una correcta definición sobre la calidad de los habitantes del Nuevo Mundo, todos ellos sujetos de evangelización, y anticipándose a solucionar con extraordinaria visión teológica y profética un problema que discusiones posteriores plantearían.[5]

Otros Papas confirmaron después la definición alejandrina y dieron normas contra los abusos de los que habían comenzado a ser víctimas los indios. Paulo III, por ejemplo, escribió al Arzobispo de Toledo el 29 de mayo de 1537: «...a los indígenas no se les debe privar de la libertad ni de su propiedad; son hombres capaces de fe y de salvación; no tienen que ser sometidos a la esclavitud sino invitados por medio de la predicación y del ejemplo».[6]

En cumplimento de las normas alejandrinas, a partir del segundo viaje los Reyes Católicos declararon la tarea evangelizadora móvil principal de la acción colonizadora, y resolvieron iniciarla en las tierras recién descubiertas.

También Isabel la Católica, con femenina intuición, resolvió el problema en el codicilo de su testamento declarando que los indios de América eran sus vasallos, que no se les hiciera daño y que se les evangelizara:

«ltern: por cuanto al tiempo que nos fueron concedidas por la Santa Sede Apostólica las islas e tierras firmes del mar océano descubiertas y por descubrir, nuestra principal atención fue, al tiempo que lo suplicamos al Papa Alejandro VI, de buena memoria, que nos fizo la dicha concesión de procurar inducir y traer los pueblos dellas a los convertir a nuestra santa fe católica, y enviar a las dichas islas e tierras firmes del mar océano prelados, e religiosos, e clérigos e otras personas doctas e temerosas de Dios para instruir los vecinos e moradores de ellas en fe católica, e les enseñar, e dotar, doctrinar buenas costumbres y poner en ello la diligencia debida, según como más largamente en las letras de la dicha concesión se contiene. Por ende, suplico al Rey, mi Señor, muy afectuosamente, e encargo e mando a la dicha Princesa, mi hija, e al dicho Príncipe, su marido, que así lo hagan e cumplan, e que este sea su principal fin, en que en ello pongan mucha diligencia e non consientan ni den lugar que los indios vecinos y moradores de las dichas Indias y tierra firme ganadas e por ganar, resciban agravio alguno en sus personas e bienes, mas mando que sean bien e justamente tratados. Y si algún agravio han recibido lo remedien e provean, por manera que no exceda en cosa alguna de lo que las letras apostólicas de la dicha concesión nos es inyungido y mandado».[7]

Pero desde el primer momento la evangelización tuvo serias limitaciones que no podemos desconocer: en primer lugar el Patronato, que sujetaba la acción de la Iglesia a la de los monarcas españoles, y como consecuencia de ello la falta de conexión directa de los evangelizadores con el Papado, al cual solamente podían vincularse a través de los reyes de España; en segundo término, la condición humana de los conquistadores españoles que llegaron a la América, entre los cuales hubo de todo: buenos, mediocres, malos, y por tanto, junto a ideales, aparecieron intereses mezquinos y subalternos, abusos y extorsión; luego, los conceptos propios de aquella época forjada en Europa al calor de las guerras de cruzada, la lucha contra los moros, la defensa de la unidad religiosa contra las herejías; y, finalmente, las realidades que encontraron en el Nuevo Mundo.

Permítaseme repetir un resumen sobre lo que encontraron los descubridores, la condición de éstos y el hecho social del mestizaje surgido desde el primer contacto: En los grupos indígenas de América, que hace medio milenio se hallaban en diverso grado de evolución social, cultural y tecnológica, hubo aspectos positivos, como indudable amor a la libertad, cultivo de altos valores y virtudes humanas («no mates, no robes, no mientas»), altos logros en cerámica, metalurgia, estatuaria, textilería, ornamentación suntuaria, arquitectura monumental, vías de comunicación, etc., pero también realidades terriblemente negativas, como grosero politeísmo, sacrificios humanos rituales y en algunos casos antropofagia, régimen de castas dominantes, totalitarias, creadoras de racismo en desmedro de los pueblos sojuzgados, esclavismo, masacres de exterminio, etc.

Y hubo entre su gente -tanto en gobernantes como en súbditos- exponentes de clara inteligencia y altas virtudes, aunque también de ignorancia, graves defectos, vicios y delitos, como en todo grupo humano. El común del pueblo tenía admirables dotes de laboriosidad, disciplina y espíritu comunitario, pero también docilidad y sumisión predominantes por la sucesión de regímenes subyugadores, casi siempre crueles, en todos casos avasalladores de la identidad y personalidad de los pueblos sometidos.

Asimismo, la acción española en América trajo aspectos positivos en lo social, cultural y tecnológico, propios de una organización y civilización en más avanzado grado de progreso que los aborígenes, pero también factores dolorosamente negativos, entre los cuales no eran de los menores crueldad rayana en barbarie (herencia de siete siglos de implacable lucha con los árabes), codicia insaciable y lascivia, acrecentadas por el sorprendente derrumbe de las estructuras sociales de los pueblos conquistados. Y en las huestes españolas hubo, de igual modo, exponentes de altas virtudes pero también de graves defectos, vicios y delitos. El común de la inmigración española originaria estaba conformado por hombres aguerridos, esforzados, pacientes ante las adversidades de toda clase, valerosos, aventureros, por lo general creyentes pero fácilmente proclives a toda suerte de desmanes; los que vinieron después, para sentarse a mesa puesta, sin los peligros ni heroísmo de los años de lucha, trajeron casi siempre desaforadas ambiciones sin contrapeso alguno, ansia de fáciles riquezas, arbitrariedad, haraganería y molicie.

El encuentro de estos dos grupos originó comprensibles episodios de dolor, sangre, crueldad, abusos, extorsiones, explotación y muerte; pero no se puede negar que hubo también casos de entendimiento, comprensión, colaboración, amor inclusive. Y de ese encuentro, forzado y violento, o voluntario y pacífico, surgió una nueva realidad étnico-cultural, la iberoamericana, a la que pertenecemos, asimismo con exponentes positivos y negativos, virtudes y defectos, logros y fracasos heredados de ambas raíces (por lo que la síntesis ha sido y sigue siendo difícil); nueva realidad protagonista del avance y evolución del hombre, incorporada con personalidad propia a la gran corriente ya universal de la Cultura llamada Cristiana y de Occidente, de raíz greco-romana-judía, que parece ser, a juzgar por su creciente e incontenible expansión, desarrollo y progreso, la que avanza por el verdadero camino de la historia.

«Ciertamente la conquista y el triunfo españoles, como todo choque entre una civilización más avanzada y expansiva con otra de menores logros y capacidad de dominio, originó depredaciones, violencias, dolor y muerte. Nosotros, por ejemplo, los habitantes del Área Andina, no podemos olvidar la rapiña indisimulada, el incumplimiento de la palabra empeñada en Cajamarca y la injusta muerte del Inca quiteño Atahualpa, la lascivia desatada y la violencia sobre la mujer aborigen, el sojuzgamiento de toda una raza, los abusos continuados y la extorsión institucionalizada en las encomiendas, mitas, obrajes y batanes, y la implacable represión contra los reclamos y alzamientos. Podemos comprender en cierto modo algunos de esos excesos, pero nunca justificarlos».[8]

Esta múltiple realidad, telón de fondo de la evangelización, no puede ser olvidada si queremos comprender los arduos e inéditos problemas que debieron afrontar los primeros apóstoles del cristianismo en tierras americanas, los cuales no tenían hasta entonces otro modelo que el de las acciones emprendidas por los misioneros en la temprana evangelización de la Europa central y nórdica, o en los encuentros con los musulmanes. Una triple óptica para reglar su conducta tuvieron los primeros predicadores de la fe en América: frente al poder real, humilde sujeción, en virtud del Patronato, pero también respetuoso llamamiento a la reflexión para que los reyes con su poder corrijan graves errores y dolorosas realidades surgidos en el Nuevo Mundo; frente a los conquistadores, acción personal de capellanía para doblegar ímpetus indebidos, orientar actitudes y, en caso necesario, denunciar proféticamente injusticias y atropello; finalmente, ante los indígenas, paciente y apostólica predicación del Evangelio, lucha contra el politeísmo y aquellas prácticas religiosas aborígenes que repugnaban a la moral cristiana (poligamia, sacrificios humanos, antropofagia, prostitución ritual, so¬domía, etc.) y a la concepción europea de la vida.

Con frecuencia los misioneros debieron afrontar simultáneamente las dificultades que les presentaban las autoridades españolas de allende y aquende el Océano; los conquistadores, no pocas veces excedidos en el uso de la fuerza y las concupiscencias de todo orden, y los indígenas, obviamente apegados a sus ancestrales creencias y prácticas rituales. No obstante esas dificultades y el hecho de que, como toda obra humana, la acción de los evangelizadores, misioneros y pastores durante los siglos coloniales, haya estado obviamente sujeta a omisiones, errores e infracciones de las propias normas doctrinarias y morales que ellos predicaban, la evangelización fue una obra colosal.

«¡Qué profundo estupor produce todavía hoy –dice Juan Pablo II- la gesta de aquellos mensajeros de la fe! Siendo pocos para tan inmenso territorio, sin los medios modernos de transporte y comunicación, con pocos recursos médicos, van cruzando imponentes cordilleras, ríos, selvas, tierras áridas e inhóspitas, planicies pantanosas, y altiplanos que van del Colorado y la Florida, a México y Canadá; de las cuencas del Orinoco y del Magdalena al Amazonas; de la Pampa, al Arauco. ¡Una verdadera epopeya de fe, de servicio a la evangelización, de confianza en la fuerza de la Cruz de Cristo!».[9]

Que tal gesta fue sin precedentes en cuanto a su magnitud, lo demuestra un hecho objetivo: el Continente Americano, último en incorporarse al conocimiento de Europa, alberga el mayor número de católicos al finalizar el siglo XX. El propio Juan Pablo II lo proclama así: «...¿No es acaso motivo de esperanza gozosa pensar que para finales de este milenio los católicos de América Latina, con sus más de mil Obispos, constituirán casi la mitad de toda la Iglesia?».[10]

Leyendo al tan conocido escritor norteamericano contemporáneo, James A. Michener, en una de sus más famosas obras, «Texas», encontré este juicio sobre la acción evangelizadora de los franciscanos que parece oportuno transcribir, tanto más valioso cuanto que supera inveterados prejuicios y reiteradas opiniones sectarias: «Los franciscanos encontraron en México un magnífico teatro para sus operaciones, y si los indios de aquel país se libraron de una esclavitud formal, se debió en gran parte a los esfuerzos humanitarios de los franciscanos, y si los indios adquirieron ciertas limitadas ventajas de la civilización española, fue porque los valientes franciscanos establecieron misiones en la remota frontera. Eran maestros auxiliares de hospital, agricultores y amigos comprensivos, pero sobre todo eran servidores de Cristo...».[11]

Citas como ésta podrían multiplicarse. Porque labores como la perseverantemente realizada por los misioneros en el Nuevo Mundo no pueden sino causar admiración. Pronto surgieron en las tierras recién descubiertas las palabras en denuncia profética de los misioneros iniciales. Es bien conocido el famoso sermón del P. Antonio Montesinos, de la Orden de Predicadores -«primer clamor por la justicia en América», según le ha denominado el historiador norteamericano Lewis Hanke--, pronunciado pocos días antes de la Navidad de 1511:

«...soy voz de Cristo en el desierto de esta isla, y, por tanto, conviene que con atención no cualquiera, sino con todo vuestro corazón y con todos vuestros sentidos la oigáis... Esta voz dice que todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís, por la crueldad y la tiranía que usáis con estas inocentes gentes. Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas de ellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin darles de comer ni curarlos de sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir los matáis por sacar y adquirir oro cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de quien los doctrine, y conozcan a su Dios y Criador, sean bautizados, oigan misa, guarden las fiestas y los domingos? Estos, ¿no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis, esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad, de sueño tan letárgico, dormidos? ¡Tened por cierto que, en el estado que estáis, no os podéis más salvar que los moros o turcos que carecen y no quieren la fe de Jesucristo!».[12]

S.S. Juan Pablo II aludió a este sermón en su visita apostólica de 1984 a Santo Domingo: «…¡Cuantas gracias hemos de dar a Dios -dijo- porque los predicadores del Evangelio cumplieron su misión en este espíritu! Ellos, en efecto, realizaron su tarea con libertad e intrepidez, sin cálculos sugeridos por astucias humanas. Por ello predicaron en toda su integridad la palabra de Dios. Sin ocultar con el silencio las consecuencias prácticas que derivan de la dignidad de cada hombre, hermano en Cristo e hijo de Dios. Y cuando el abuso del poderoso se abatió sobre el indefenso, no cesó esa voz que clamaba a la conciencia, que fustigaba la opresión, que defendía la dignidad del injustamente tratado, sobre todo del más desvalido. ¡Con qué fuerza resuena en los espíritus la palabra señera de Fray Antonio de Montesinos, cuando en la primera homilía documentada, la de Adviento de 1511 -al principio de la Evangelización- alza su voz en estos mismos lugares, y denunciando valientemente la opresión y abusos cometidos contra inocentes... Era la misma voz de los Obispos, cuando asumieron en todo el Nuevo Mundo el título de "protectores de los Indios"».[13]

Aquellas imprecaciones dramáticas marcan desde el comienzo del siglo XVI y para siempre una clara opción preferencial por los indios, ya desde entonces los más pobres entre los pobres. En el mismo camino liberador se enmarca la obra del dominico Fr. Bartolomé de Las Casas, en lucha por la justicia a favor de los indígenas, cuyos escritos y acción desencadenaron, desde aquellos días augurales del siglo XVI, encendidas polémicas, aún vigentes, pero originaron, como no podía ser otro de modo, saludables correcciones que, si no eliminaron por completo abusos, explotación y extorsiones, dieron lugar a una vigorosa tendencia de promoción humana, continuadora de la del Evangelio, que permanece dinámica pese a contradicciones y retrocesos.

Quizás importa recordar asimismo los extraordinarios postulados del también dominico Fray Francisco de Vitoria, catedrático en Salamanca, que significaron condena expresa de las depredaciones causadas por los conquistadores y dieron lugar a una nueva concepción de las relaciones inter gentes y por tanto al nacimiento de una nueva disciplina jurídica, el moderno Derecho Internacional.

Al respecto dice Juan Pablo II: «...la labor evangelizadora, en su incidencia social, no se limitó a la denuncia del pecado de los hombres. Ella suscitó asimismo un vasto debate teológico-jurídico, que con Francisco de Vitoria y su escuela de Salamanca analizó a fondo los aspectos éticos de la conquista y colonización. Esto provocó la publicación de leyes de tutela de los indios e hizo nacer los grandes principios del. derecho internacional de gentes…».[14]

Que esa tarea de lucha por la justicia fue perseverante y fecunda, lo proclamó el Sumo Pontífice en su visita de 1984 a Santo Domingo: «...En el seno de una sociedad propensa a ver los beneficios materiales que podía lograr con la esclavitud o explotación de los indios, surge la protesta inequívoca desde la conciencia crítica del Evangelio, que denuncia la inobservancia de las exigencias de dignidad y fraternidad humanas, fundadas en la creación y en la filiación divina de todos los hombres. ¡Cuántos no fueron los misioneros y obispos que lucharon por la justicia y contra los abusos de conquistadores y encomenderos! Son bien conocidos los nombres de Antonio de Montesinos, Bartolomé de las Casas, Juan de Zumárraga, Vasco de Quiroga, Juan del Valle, Julián Garcés, José de Anchieta, José de Acosta, Manuel de Nóbrega, Roque González, Toribio de Mogrovejo y tantos otros».[15]

Paso fundamental, sistemático y perseverante fue la organización de la Iglesia en la América recién descubierta: pronto surgieron los obispados, regidos por prelados generalmente sabios, buenos y no pocas veces santos; los aborígenes que habitaban en conglomerados dispersos fueron congregados en pueblos y parroquias; junto a la construcción de templos, monasterios y conventos, estuvo la fundación de seminarios para la preparación del futuro clero, y aunque el sacerdocio indígena, por varias razones, no prosperó, el clero mestizo sí alcanzó significativa presencia; en fin, la reunión de sínodos provinciales y diocesanos fue demonstración notable del afán por proseguir la acción misionera, la promoción social y cultural y el perfeccionamiento de la evangelización.

Las grandes órdenes religiosas participaron desde la hora inicial en las tareas de evangelización y pusieron especial empeño en la promoción socio-cultural, particularmente del indígena. Franciscanos, dominicos, mercedarios, jesuitas y agustinos rivalizaron en tales empeños, con celo apostólico. Una de las primeras tareas fue la educación, sin descuidar la del indígena. Las escuelas surgieron como imperiosa necesidad para la enseñanza tanto de la catequesis y los rudimentos de la cultura escrita cuanto de las técnicas agrícolas y artesanales: «...en la labor cotidiana de inmediato contacto con la población evangelizada -recuerda Juan Pablo II-, los misioneros formaban pueblos, construían casas e iglesias, llevaban el agua, enseñaban a cultivar la tierra, introducían nuevos cultivos, distribuían animales y herramientas de trabajo, abrían hospitales, difundían las artes, como la escultura, pintura, orfebrería, enseñaban nuevos oficios, etc. Cerca de cada iglesia, como preocupación prioritaria, surgía la escuela para formar a los niños. De esos esfuerzos de elevación humana quedan páginas abundantes en las crónicas de Mendieta, Grijalva, Motolinía, Remesal y otros. ¡Con qué satisfacción consignan que un solo obispo podía ufanarse de tener unas 500 escuelas en su diócesis!».[16]

Especial empeño fue el que se tuvo en la enseñanza para los hijos de caciques, por considerarse que la influencia y el ejemplo de estos dinamizarían la acción evangelizadora en los demás. Iniciada por los franciscanos hacia 1503 en lo que hoy es República Dominicana, esta orientación se mantuvo luego en todos los dominios de la Corona española. «A la existencia de estos colegios para hijos de caciques es a lo que indudablemente obedece el que la expedición de franciscanos de 1512 llevara consigo dos mil cartillas de lectura; la de los dominicos de 1514, treinta "artes de gramática de Nebrija", y la de franciscanos de 1517, otros seis ejemplares de esta misma obra».[17]

El aprendizaje de las lenguas nativas fue imprescindible para la más eficaz realización de la obra evangelizadora, educativa y promocional. Con gran espíritu de observación, análisis y experiencia vivencial, los primeros catequistas emprendieron el conocimiento del abigarrado conjunto de idiomas de las múltiples etnias del Nuevo Mundo; ensayaron alfabetos, formularon léxicos, tradujeron oraciones, forjaron normas prosódicas y sintácticas y, con enorme sentido de participación para que quienes continúen su obra no deban repetir tan ímprobos esfuerzos, escribieron los resultados de esa inmensa labor de comprensión e intercomunicación entre lenguas distintas. Al principio en copias manuscritas, luego en ediciones impresas, comenzaron a circular vocabularios, catecismos, sermonarios y gramáticas, cuyo conocimiento actual asombra. No tardaron en crearse verdaderos centros de enseñanza de los idiomas nativos, a veces adscritos a Universidades que tempranamente nacieron para continuar en el Nuevo Mundo la experiencia de los viejos centros docentes de alta cultura surgidos en el Medievo: Salamanca, Coimbra, Bolonia, etc. Al respecto hace S.S. Juan Pablo II la siguiente admirable síntesis:

«…los evangelizadores hubieron de inventar métodos de catequesis que no existían, tuvieron que crear las "escuelas de la doctrina", instruir a niños catequistas, para superar las barreras de las lenguas. Sobre todo hubo que preparar catecismos ilustrados que explicaran la fe, componer gramáticas y vocabularios, usar los recursos de la palabra y del testimonio, de las artes, danzas y música, de las representaciones teatrales y escenificaciones de la pasión. En ese campo destacaron figuras de buenos pedagogos como Fray Pedro de Gante y otros. Testimonio parcial de esta actividad son -en el solo período de 1524 a 1572- las 109 obras de bibliografía indígena que se conservan, además de otras muchas perdidas o no impresas: se trata de vocabularios, sermones, catecismos, libros de piedad y de otro tipo. Son valiosísimos aportes culturales de los misioneros, que testimonian su dominio de numerosas lenguas indígenas, sus conocimientos etnológicos e históricos, botánicos y geográficos, biológicos y astronómicos, adquiridos en función de su misión. Testimonio también de que, después del choque inicial de culturas, la evangelización supo asumir e inspirar las "culturas indígenas"...».[18]

De modo simultáneo se inicia la enseñanza del Idioma español a los aborígenes. El toma y daca de experiencias contribuye a reforzar, para facilidad de la evangelización, algunos idiomas nativos, por ejemplo el náhuatl, en México; el quechua, en el Atea Andina. La fina percepción de los europeos les permitió una admirativa apreciación de las culturas indígenas: observaron las múltiples diferencias, que con frecuencia denominaron con vocablos aproximados aunque no exactos; conocieron y valoraron las exóticas especies botánicas y zoológicas del Nuevo Mundo; codiciaron y utilizaron, eso sí, el oro y la plata que descubrieron ser abundantes, presentes en joyas y utensilios; repudiaron lo que consideraban craso politeísmo y aberrantes manifestaciones rituales; depredaron los lugares, ídolos y objetos del culto idolátrico; a veces impusieron el bautismo pese a normas expresas para que las conversiones fuesen voluntarias; en fin, junto con aciertos innegables, se cometieron errores más propios de las concepciones generalizadas en esa época que de la voluntad deliberada de destruir manifestaciones de cultura que la moderna antropología y las actuales ideas conservacionistas consideran que debían haber sido mantenidas necesariamente.

Motivo de escándalo contemporáneo es, para algunos, el recuerdo de la destrucción de ídolos y huacas por los españoles, que los consideraban contrarios a sus ideas religiosas y afanes apostólicos. No hay que olvidar que tanto conquistadores como misioneros llegaron a la América desde una Europa que, durante siglos, había librado con el Islam una guerra que no daba ni pedía cuartel, sea en lo castrense, sea en lo religioso. Por otra parte, el afán evangelizador, ante el politeísmo aborigen y sus crudas manifestaciones, consideró no solamente saludable sino necesario eliminar toda manifestación no cristiana, para poner las bases de la nueva fe. Y, sin embargo, la observación de la realidad llevó a los misioneros iniciales a descubrir prontamente algunos valores positivos de las culturas aborígenes e inclusive a cristianizarlos.

Sobre antiguos lugares de culto se construyeron iglesias cristianas; se procuró -como ya antes el Cristianismo primitivo ante el paganismo de la Roma imperial- que coincidieran las fechas de las principales fiestas de la nueva religión con las de la antiguas, vinculadas a los ciclos anuales climáticos, se mantuvieron algunas manifestaciones rituales aunque cambiando la simbología, la letra de los cantos, las concepciones fundamentales; inclusive, se consideraron como anticipos providenciales ciertas tendencias aborígenes a la práctica de virtudes naturales, y tan profundamente caló la catequesis, que la fe cristiana se expandió, no en una especie de sincretismo donde se mezclaran inconscientemente conceptos y prácticas europeos y americanos, sino en una verdadera conciencia, firme y sentida, de las verdades de la fe cristiana, mucho más profunda en los indígenas de lo que nuestro modo de pensar lo considera.

Son incontables las muestras de esta incardinación, pero bástame citar una sola, observada por Juan Pablo II: la Virgen María que se aparece a Juan Diego en Tepeyac, Nuestra Señora de Guadalupe, presenta un rostro mestizo: «...Los hombres y pueblos del nuevo mestizaje americano, fueron engendrados también por la novedad de la fe cristiana. Y en el rostro de Nuestra Señora de Guda1upe está simbolizada la potencia y arraigo de esa primera evangelización».[19]

En ese empeño por alcanzar la promoción cultural, en particular de los indios, es necesario señalar el continuo toma y daca de aportes culturales entre europeos y americanos, ya en las técnicas agrícolas, ya en las metalúrgicas, artesanales y artísticas. Los primeros misioneros americanos merecen, al respecto, agradecido recuerdo y su mención sería larga. Permítaseme citar tan sólo el caso de fray Jodoco Ricke, el insigne evangelizador franciscano del Quito, mi tierra. Nacido en Gante, en hidalga familia, partió al Nuevo Mundo y fue activo promotor de civilización desde los días mismos de la fundación castellana de la actual capital del Ecuador, a fines de 1534 y comienzos de 1535. He aquí lo que de su legendaria acción promocional se escribía en la Europa de aquel mismo siglo XVI:

«...enseñó (a los indios) a arar con bueyes, hacer yugos, arados y carretas...., la manera de contar en cifras de guarismo y castellano... , además enseñó a los indios a leer y escribir..., y tañer todos los instrumentos de música, tecla y cuerda...sacabuches y chirimías...flautas y trompetas y cornetas, y el canto del órgano y llano... Como era astrólogo debió de alcanzar cómo había de ir en aumento aquella provincia y previniendo los tiempos advenideros y que habían de ser menester los oficios mecánicos de la tierra...enseñó a los indios todos los géneros de oficios, los que deprendieron muy bien...hasta muy perfectos pintores y escritores, y apuntadores de libros: que pone gran admiración la gran habilidad que tienen y perfección de las obras que de sus manos hacen: que parece que tuvo este fraile espíritu profético. Debe ser tenido por inventor de las buenas artes en aquellas provincias…Es a Fray Jodoco a quien todo esto se debió...».[20]

¿Qué decir de la legislación proteccionista dictada por la Corona española desde los días iniciales del descubrimiento y la conquista? Las Leyes de Burgos, las Nuevas Leyes, las múltiples Cédulas y Ordenanzas Reales, recogidas luego en la Recopilación de las Leyes de Indias, son repositorios jurídicos de tan especial significación que los tiempos posteriores han debido inclinarse respetuosos y admirados ante esos antici¬pos de la justicia social bien entendida, que ponen en alto el espíritu de los reyes de España que los dictaron y de los evangelizadores que con sus denuncias y acción los consiguieron.

Las célebres «Reducciones indígenas», creadas por los jesuitas del Paraguay, son una demostración palpable de la posibilidad de establecer una organización donde la promoción socio-cultural de los integrantes de la comunidad realice, en cierto modo, la utopía cristiana: todos iguales en el amor y el servicio, en uso razonable de una libertad bien entendida. Asimismo son admirables las misiones que los jesuitas de Quito sostenían en el Amazonas, donde, hasta el infausto extrañamiento de la Compañía de Jesús decretado por Carlos III en el siglo XVIII, prosperaron importantes núcleos de nuevas cristiandades.

Mas la obra de los evangelizadores no se realiza únicamente con respecto a la población aborigen sino también con los numerosos miembros de la incesante migración española, auténtico trasvase de la población peninsular a la América, y con la creciente población criolla y la mestiza indo-hispánica, quienes se benefician de colegios (son múltiples los que se crean a lo largo de todo el continente), universidades (llegaron a una veintena y fueron en la América española más antiguas que las de la anglosajona), imprentas (tempranamente instaladas), literatura, música y arte.

En este último aspecto es importante señalar que la impronta de la Europa renacentista, neoclásica y barroca deja su huella de modo especial en aquellos lugares como Quito, Cuzco y Puebla, donde el artista aborigen había alcanzado singulares atributos de habilidad artística. Recordemos que Quito, con Cracovia, fueron las dos primeras ciudades del mundo que, por sus múltiples manifestaciones de arte, fueron declaradas por la UNESCO «Patrimonio Cultural de la Humanidad». Alarifes, pintores y escultores indígenas y mestizos levantaron, con maestros o modelos españoles, italianos y aun flamencos (es el caso de los franciscanos fray Jodoco Ricke y fray Pedro Gosseal), maravillosas iglesias, como las de Quito, resplandecientes de oro, que hasta ahora son motivo de admiración generalizada.

Juan Pablo II, en su encuentro en la capital de Ecuador con los representantes de la cultura, el 30 de enero de 1985, ma¬nifestó al respecto lo que sigue: «...Este magnífico templo de "La Compañía", marco estupendo para nuestra reunión, expresa el aprecio que desde siglos la Iglesia en Ecuador ha mostrado a los valores artísticos y a su raigambre autóctona. Él se yergue como uno de esos eximios logros en los que se ha plasmado la cultura. Tal obra, una entre tantas que son orgullo de vuestra nación, de esta ciudad, es ejemplo de esa transfiguración de la materia con la que el hombre expresa su historia, conserva y comunica sus aspiraciones y experiencias más hondas, encarna y transmite una herencia espiritual a las generaciones venideras. La herencia espiritual que ha ido forjando la nación ecuatoriana es el resultado de un fecundo encuentro entre la fe católica y la religiosidad indígena de este país; encuentro que ha creado una cultura artística autóctona portadora y transmisora de grandes valores humanos...».[21]

Sin embargo, el más trascendental aporte a la promoción humana en el Nuevo Mundo fue la forja paulatina de una nueva realidad étnica: «la raza cósmica» que diría Vasconcelos, con logros cada vez más importantes. La evangelización procuró guiar las conciencias, bendiciendo matrimonios entre conquistadores e indígenas -que no fueron pocos-, perdonando los pecados de la carne -que fueron muchos-, y bautizando a los hijos de aquellas uniones, predominantemente forzadas y a veces también fruto del amor, pero en todo caso demostrativas de cuán hondo habían calado las prédicas igualitarias, que excluían la discriminación racial y hacían posible el connubio de razas distintas para la creación de una nueva realidad. Es el «milagro del mestizaje», de que habla Morales Padrón.[22]

Si miramos en nuestros propios días cuán disociador y violento es el odio racial, cuán peligroso el crimen del «apartheid», no podemos sino bendecir la palabra de Pontífices, reyes y reinas, misioneros y maestros que inculcaron en la América descubierta por Colón y misionada por la Iglesia Católica la idea básica de que todos somos hijos de Dios, iguales en esencia, sujetos de la Redención. Si Colón previó ya la evangelización y Alejandro VI, pese a todo cuanto de él se diga, fue el primero en definir a los indígenas como seres humanos y por tanto bautizables, la Reina Isabel los reputó sus vasallos y prohibió se les hiciera víctimas de malos tratos, los monarcas españoles ratificaron ese concepto en su legislación, fueron los misioneros quienes al predicar el Evangelio expandieron por el Nuevo Mundo el igualitarismo cristiano y se opusieron a las inevitables y aun quizás comprensibles pero no justificables quiebras morales e infracciones legales que la mezquindad humana hace posibles.

«...El elemento creador de la conquista española es la presencia humilde, pero penetrante del amor cristiano. Otros europeos han explotado y asesinado a los indígenas tanto como los españoles y han dormido con sus mujeres. Pero sólo el español, al cruzarse con la india, comenzó a vivir espiritualmente con ella hasta que sus vidas crecieran juntas. El español...supo que había hecho una cristiana de la india, y que su hijo sería cristiano y súb-dito del rey. Vivía en un universo de sencillos y defectuosos conceptos: Dios estaba en el cielo, Satán en el infierno; la verdad era su verdad y su justicia la única. Con todos sus escrúpulos ordenados labró una complejidad nunca soñada, y...porque amó, su hazaña vive aún».[23]

Milagro es, también, el de la expansiva perdurabilidad del idioma español en nuestro hemisferio, que hace tríptico con el milagro del mestizaje y el de la permanente difusión del catolicismo en América. Mucha monta se pone en proclamar la Carta Magna, que reconoció las libertades de la aristocracia feudal inglesa, como origen de las modernas declaraciones de los derechos del hombre. Me atrevo a creer que mucha más influencia no sólo práctica sino inclusive teórica, tuvo la acción de los evangelizadores del Nuevo Mundo al promocionar socio-culturalmente al hombre, inclusive al indígena, en la «Proclamación de los Derechos Humanos» por la Organización de las Naciones Unidas, célebre documento aprobado el 10 de diciembre de 1948, cuando en la comunidad internacional organizada, de apenas 59 Estados, era significativo el número de sus 20 miembros latinoamericanos, es decir, casi la tercera parte. Parece, entonces, justo decir que la proclamación universal de los Derechos Humanos, como norma positiva del Derecho Internacional, una de las grandes revolucionarias conquistas alcanzadas por la moderna Comunidad Organizada de Estados, es otro milagro enraizado en la fecunda siembra evangelizadora que se inició hace 500 años.

Esa declaración no se comprendería si el hombre fuera solamente la cúspide de la evolución biológica, pero su cabal y prístina razón de ser el encuentro en el principio cristiano de que todos somos hijos de Dios, puestos de relieve de modo singular por la promoción humana lograda en la evangelización del Nuevo Mundo, cuya expresión es el milagro de la santidad.

Los santos, en efecto, se han multiplicado en Iberoamérica. Hace casi cincuenta años Giovanni Papini desató ardorosa polémica con un célebre discurso sobre «lo que América no ha dado». Muchos le respondieron, desde diversos puntos de vista, señalando los diversos aportes del Nuevo Mundo a la cultura, en ciencias, artes y tecnología. No se había mencionado, casi, el milagro de la santidad, quizás porque Santa Rosa de Lima brillaba, al parecer rutilante y sola, en el santoral latinoamericano. Y sin embargo, hay una pléyade de luminosas figuras proclamadas por el magisterio de Pedro, alentando a los católicos de la América de habla española y portuguesa a seguir sus huellas.

Juan Pablo II ha aludido a ellos reiteradamente al decir que Iberoamérica «...alcanzó cotas de santidad admirables en figuras tan ejemplares y cercanas a su pueblo como Toribio de Mogrovejo, Rosa de Lima, Martín de Porres, Juan Macías, Pedro C1aver, Francisco Solano, Luis Beltrán, José de Anchieta, Marianita de Quito, Roque González, Pedro de Bethancur, el Hermano Miguel Febres Cordero y otros».[24]La lista se ha ampliado notablemente. El propio Juan Diego, el indiecito humilde del Tepeyac, ama con su presencia el catálogo de la santidad latinoamericana. Que esos excelsos hermanos nuestros sean los intercesores ante el Trono del Altísimo, junto a Nuestra Señora de Guada1upe, para que surja, prosiga y brille, a lo largo del tercer milenio del cristianismo, una nueva y fecunda evangelización.

NOTAS

  1. Discurso en el Estadio Olímpico de Santo Domingo, 12 de octubre 1984, en «L'Osservatore Romano», ed. en español, 21.X.84, p. 11.
  2. Discurso a la II Asamblea Plenaria de la Pontificia Comisión para América Latina, Vaticano, 14 de junio de 1991, en «L'Osservatore Romano», ed. en español, 21.VI.91, p. 24.
  3. Homilía del Santo Padre en la Misa celebrada en la Basílica de San Pedro, 1 de enero de 1992, en «L'Osservatore Romano», ed. en español, 3.1.92, p. 1
  4. (cit., p. 11).
  5. «América Pontificia. Primi saeculí evangelizationis 1493-1582. Documenta pontificia ex registris et minutis praesertim in Archivio Secreto Vaticano existentibus», Ciudad del Vaticano, 1991
  6. «América Pontificia...»
  7. CERECEDA Feliciano, Semblanza espiritual de Isabel la Católica, Ediciones Cultura Hispánica, Madrid, 1968, pp. 262-263.
  8. LARA Jorge Salvador, Influencias hispánicas: perspectivas sobre los 500 años. Simposio de las Américas, Smithsonian Institution, Washington, en «Revista Cancillería de San Carlos», Santafé de Bogotá, Colombia, N° 11, enero de 1992.
  9. Homilía en el Hipódromo de Santo Domingo, 11 de octubre de 1984, en «L'Osservatore Romano», ed. en español, 21.X.84, p. 8
  10. Discurso citado, 14 de junio de 1991, cit., p. 24
  11. Michener James A., Texas, Plaza & Janés, editores, Madrid, 1988
  12. Cit. por HANKE Lewis, La lucha española por la justicia en la conquista de América, Aguilar, Madrid, 1959, p. 40.
  13. Homilía en el Hipódromo de Santo Domingo, 11 de octubre de 1984, cit., p. 8; vid. SALVADOR LARA Jorge, El Papa y los 450 años de nuestra Evangelización, «Boletín de la Academia Nacional de Historia», 1985, pp. 20-21
  14. Discurso en el Estadio Olímpico de Santo Domingo, 12 de octubre de 1984.
  15. Discurso en el Estadio Olímpico, 12 de octubre de 1984
  16. Discurso en el Estadio Olímpico de Santo Domingo, 12 de octubre de 1984, cit., p. 12).
  17. BORGES Pedro, «La Iglesia en Hispanoamérica hasta 1517», en AUBENAS Roger, y RICARD Robert, Historia de la Iglesia, Vol. XVII, El Renacimiento, EDICEP, Valencia.
  18. Discurso en el Estadio Olímpico de Santo Domingo, 12 de octubre de 1984, cit., p. 12
  19. (Discurso en el Estadio Olímpico de Santo Domingo, 12 de octubre de 1984, cit., p. 11).
  20. A.G.I., «Espejo de verdades», cit. por NAVARRO José Gabriel, Los franciscanos en la conquista y colonización de América, Ediciones Cultura Hispánica, Madrid, 1955
  21. en «L'Osservatore Romano», ed. en español, 10.II.85, p. 12; vid. «Boletín de la Academia Nacional de Historia», Vol. LXVIII, Nos. 145-146, Quito
  22. MORALES PADRÓN Francisco, Los conquistadores de América, Colección Austral, Espasa-Calpe, 1974).
  23. FRANK Waldo, América Hispana, Buenos Aires, 1950, p. 68, cit. por MORALES PADRÓN, O.p. cit.).
  24. Discurso en el Estadio Olímpico de Santo Domingo, 12 de octubre de 1984, cit., p. 12

JORGE SALVADOR LARA © Simposio CAL 1992