EVANGELIZACIÓN DE IBEROAMÉRICA; contexto inicial

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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En los dos apartados de la presente introducción no se pretende sino ofrecer un simple guion de lo que fue la evangelización americana en el siglo XVI. Un primer punto será el de la evangelización o formación de nuevas cristiandades, y un segundo punto estará dedicado a la estructuración jerárquica de esas nuevas comunidades; dos aspectos inseparables de una misma realidad misional, pero que conviene considerar aisladamente; y, finalmente, en un tercer punto, se tratará de reflejar la discutida actitud de los indígenas ante la evangelización.

En la labor de evangelización y de conversión de los nuevos pueblos intervinieron indudablemente clérigos, religiosos y hasta seglares, pero la responsabilidad principal y sistemática durante ese período corrió a cargo de las llamadas “Cinco Ordenes Misioneras”: la de San Francisco, la de Santo Domingo, la de la Merced, la de San Agustín y la Compañía de Jesús.

1. LOS RELIGIOSOS EVANGELIZADORES

Franciscanos

Los franciscanos se encuentran ya presentes entre los primeros eclesiásticos que llegaron a las Antillas en 1493. Son los flamencos Fray Juan de la Deule y fray Juan Tisin o Cosin. Pero de la actividad misionera en las Islas hasta finalizar el siglo XV no quedan más indicios que los que proporciona la Relación del ermitaño jerónimo fray Ramón Pané.

En 1500 llegaron a Santo Domingo o La Española, unos 6 franciscanos. Se iniciaba así una evangelización sistemática que no conocerá ya solución de continuidad hasta el siglo XIX. Sólo a lo largo del siglo XVI, fueron 2782 los franciscanos que salieron de España para el Nuevo Mundo, o sea, un 50,9 % del total de misioneros; hay que añadir, además, los que, en número imprecisado, tomaron el hábito directamente en las Indias; uno de ellos, por ejemplo, fue fray Diego Valadés.

Con el aumento de la densidad demográfica corría parejas la dilatación geográfica. Ya mucho antes de finales de siglo, los franciscanos tenían sus asentamientos en los puntos más variados y alejados; desde Tampico, al norte de la Nueva España, hasta Chile y el Río de la Plata. Los caminos de la evangelización franciscana arrancan de tres bases fundamentales: Santo Domingo, México[1]y Lima. Santo Domingo fue la puerta de entrada a Tierra Firme: Darién (1509), Cumaná (1514), Panamá pocos años después.

Fray Pedro Melgarejo entró en México como capellán de Hernán Cortés; poco después aparece allí misionando el célebre fray Pedro de Gante, maestro de catequistas, y otros dos connacionales suyos. En 1524 llegan a la capital azteca doce franciscanos, al mando de fray Martín de Valencia. Por las facultades «omnímodas» que llevaban y por la actividad desplegada quedaron en la mente de las generaciones siguientes como los fundadores; como los «doce apóstoles» de México. La Nueva España fue el escenario en el que la presencia franciscana se hizo más viva. Su influjo se extendió hacia el norte y hacia Yucatán, Guatemala, Nicaragua, etc. A partir de 1531 los franciscanos penetran en Ecuador y Perú, y en los años sucesivos Lima se convertirá en el foco de irradiación misionera en la dirección de Colombia (1550), Chile (1553) y Tucumán (1565). En el Río de la Plata trabajaban ya desde 1536. Hasta finales del siglo XVI la Orden franciscana erigió en la América española unas 15 o 16 provincias o custodias, que son unidades superiores de gobierno, amén de dos superestructuras típicamente indianas: las dos Comisarías generales permanentes, una en México, otra en Lima, con autoridad sobre varias provincias. Esto demuestra hasta qué punto la realidad de la evangelización americana influyó en el ordenamiento jurídico tradicional de la Orden.

Dominicos

Después de los franciscanos, los dominicos constituyen el grupo misionero más numeroso en la América española; para el siglo XVI, las estadísticas hacen ascender a 1579 los que salieron de España. A éstos hay que añadir los que tomaron el hábito en el Nuevo Mundo. La primera expedición llegó a La Española en 1510; de los cuatro que la componían dos son bien conocidos en la historia de la primera evangelización: fray Pedro de Córdoba, superior, y fray Antonio de Montesinos.

Con éstos y otros catorce que llegaron en menos de un año, comienza la andadura de la Orden en el Nuevo Mundo. Además de la expansión por otras varias islas caribeñas, realizan también algunos intentos de evangelización pacífica en el norte de Venezuela. En junio de 1526 un grupo de «doce apóstoles», como el de los franciscanos, desembarca en Veracruz con rumbo a México. Pero con mala estrella. De los doce, al terminar el año, en México quedarían sólo tres, pues cinco habrían muerto a causa de las penalidades del viaje, y cuatro regresaron enfermos a la Península.

De los tres que quedaron, sólo uno, fray Domingo de Betanzos, era sacerdote; se debe a esta figura señera de la evangelización mexicana el que la presencia dominicana no quedase interrumpida, y que ya en 1532, con la ayuda de nuevos elementos, se pudiese instituir la provincia de Santiago en la capital de la Nueva España. Desde la capital los dominicos se fueron extendiendo hasta Centroamérica; en cambio, los territorios del sur fueron evangelizados por misioneros venidos generalmente de España: Santa Marta (Colombia) (1529), Perú (1530), Quito (1534), Chile (1540), Argentina (segunda mitad de siglo). Desde 1530 hasta finales del siglo XVI la Orden contaba con 8 provincias, numerosos conventos y muchas doctrinas o misiones. Mercedarios

Algunos mercedarios figuran ya en La Española a partir de 1493, sin que se sepa algo de sus actividades pastorales. Estas comenzarán propiamente en 1516 y proseguirán en adelante sin interrupción, si bien con escaso número de personal. Al terminar el siglo XVI habían pasado de España a Indias 380 mercedarios; pero no obstante la limitación numérica, desplegaron su celo misional en todas las regiones del mapa hispano-americano: Santo Domingo, México, América Central, Colombia, Ecuador, Perú y Argentina.

Agustinos

Los agustinos iniciaron su apostolado directamente en México, adonde llegaron en 1533; otros dos focos de su irradiación misional serán Lima y Quito. Los 348 religiosos que durante e1 primer siglo salieron de España, fueron reforzados «in situ» con abundantes vocaciones; solamente en cuatro conventos de México se emitieron en ese período más de 600 profesiones. Como representante de la cultura universitaria hay que destacar a fray Alonso de la Veracruz, uno de los primeros profesores de la Universidad de México. En 1586, por el Breve «Intelligentes quod », el papa Sixto V elevaba a Universidad el centro de estudios que la Orden tenía en Quito. Y no se puede silenciar a otro agustino, fray Andrés de Urdaneta, que abrió la ruta de México a Filipinas.

Jesuitas

La última de las cinco Ordenes «misioneras» que llegó a la América española fue la Compañía de Jesús, en 1566. Tarde, pero con el empuje de una Orden joven. El número de 351 jesuitas que partieron de España hasta finales de siglo fue aumentando con creces en las nuevas tierras, debido, sobre todo, a las vocaciones que provenían de los colegios; solamente en el noviciado de Lima para el año 1604 habían sido recibidos 312 criollos y algunos mestizos. Su primera zona de apostolado fue la Florida, que hubieron de abandonar pronto. En 1568 llegaron a Lima, desde donde se extendieron hacia el norte, hasta Ecuador y Colombia, y hacia el sur hasta Argentina y Chile. En 1572 entraron en México; desde la capital se irían orientando hacia el noroeste, o sea, las regiones de Sonora, Sinaloa y Baja California. Cosa digna de notarse es el orden de prioridades que los jesuitas establecen en su labor misional americana: primero el anuncio de la fe a los indígenas, luego los colegios como ayuda para mantener la fe.

Perfil del misionero americano

Algún historiador opina que el despliegue misional del siglo XVI en América fue fruto, no de la anarquía o del desorden, sino de la iniciativa privada, propia de cada Orden religiosa. En cierto sentido, así fue, pues, de hecho, no estaba trazado previamente un modelo único para todos y cada uno de los religiosos. Pero si se contempla en su conjunto la obra misionera realizada en este siglo, no es difícil descubrir, por encima de las singularidades de cada grupo, unas características comunes que permiten trazar una especie de perfil del tipo ideal del misionero americano en el primer siglo de evangelización. Se pueden enumerar aquí algunas de esas características que parecen más relevantes:

a- formación religioso-apostólica. A excepción de la Compañía de Jesús, que estaba viviendo sus primeros fervores, las restantes viejas Ordenes «misioneras» y el mismo clero secular, al momento del comienzo de la evangelización americana, habían concluido o estaban a punto de concluir un largo proceso de renovación interna; renovación que supuso la recuperación, para las Órdenes religiosas, de los valores apostólicos de la propia Regla, y, para el clero secular, de un mayor celo pastoral;

b- formación cultural. Además de la virtud, otra de las notas que debía reunir el sacerdote ideal (ya fuera secular o regular) de la pre-reforma y de la reforma tridentina, era la ciencia. Tal fue la doble meta que Cisneros trazó para ambos cleros al instituir la Universidad de Alcalá de Henares. Hablando en términos generales, se puede afirmar que el nivel cultural de los misioneros que pasaron a América era más que mediano. Esto se comprueba por el hecho de que unos eran hombres graduados en alguna Universidad y otros iban cargados de libros, de los que existen numerosos inventarios;

c- « inculturación ». El afán por conocer y comprender las diversas culturas indígenas es, sin duda alguna, una de las notas más sobresalientes del misionero americano: aprendizaje de una, dos, tres lenguas, a la vez; ediciones de gramáticas, vocabularios, catecismos bilingües; predicación y explicación del Evangelio ajustadas a la mentalidad de los oyentes, etc.;

d- amor y defensa del indígena. Otra nota común a todos los misioneros, no sólo porque resplandece en cada uno de ellos en particular, sino porque los hermanaba a todos, en una acción única a la hora de velar por los derechos y los intereses de los indios. Fue precisamente esa acción mancomunada la que más contribuyó a que las leyes justas se observasen y las injustas se anulasen. Es, pues, el misionero en general quien merece el título de «defensor de los indios», y no un individuo en particular, por muy benemérito que haya sido en este sentido;

e- espíritu de colaboración. No faltaron ciertamente altercados entre el clero secular y el clero regular, ni disensiones entre los religiosos de las diversas Órdenes, ni siquiera discrepancias entre los miembros de una misma Orden; como sucede en las mejores familias. Ello no obstante, hay que reconocer que la obra misional fue fruto de una amplia colaboración, o si se quiere, de una santa emulación. Los grandes problemas que la evangelización y la defensa de los indígenas planteaban se resolvían en forma colegial. Piénsese en las «Juntas eclesiásticas» primero, y, luego, en los magnos Concilios mexicanos y limeños; piénsese también en los muchos documentos firmados por todas las Órdenes y enviados a España en busca de soluciones a cuestiones concretas.

Por otra parte, el campo era tan amplio y la mies tan numerosa, que nadie podía quejarse por falta de espacio o de ocupación. Había para todos. De este modo, más que de disensión o de emulación se pudiera hablar de fraternal imitación. Baste un ejemplo: en 1505 los franciscanos crean en Santo Domingo la primera provincia en el Nuevo Mundo bajo la advocación de «Santa Cruz de las Indias»; en 1530, los dominicos fundan la primera provincia en el Nuevo Mundo, también en Santo Domingo y bajo la misma advocación de «Santa Cruz de las Indias». El cronista F. Gonzaga en 1587 dejaba constancia de esta fraternal colaboración en un expresivo diseño en que aparecen San Francisco y Santo Domingo abrazados y sosteniendo la Cruz. Si a finales del siglo XVI la Cruz de Cristo estaba alzada en los puntos más remotos de la amplia geografía hispano-americana, ello se debe, en mayor o menor medida, a la colaboración de esos millares de celosos misioneros, de muchos de los cuales no se conoce ni el nombre. «Parvae crescunt concordia res».

El perfil del misionero americano que aquí se ha tratado apenas de esbozar en las líneas anteriores queda definitivamente fijado e iluminado en el autorizado juicio de San Juan Pablo II: «Tale opera [di evangelizzazione del Continente americano] fu svolta con generoso impegno dai missionari, ai quali spetta il merito di aver anche saputo raccogliere con amore le testimonianze culturali più antiche degli indigeni, mitigare gli eccessi dei conquistatori, proporre mezzi legali contro gli abusi, esigere l'applicazione delle leggi e lottare perché diventasse effettivo il rispetto delle popolazioni locali. Gli evangelizzatori della prima ora, come quelli che continuarono a soleare il mare nei secoli seguenti, non andarono in cerca di onori, di guadagni o di potere; essendo essi in gran parte membri di Ordini religiosi, vedevano quella nuova esperienza come un campo vastissimo di annuncio del Cristo redentore » (Giovanni Paolo II, Lettera al Cardinale Giovanni Canestri, arcivescovo di Genova, 24 Giugno 1992, L 'OsservatoreRomano, 17 Luglio 1992, p. 13).

2. LOS PASTORES DE LAS IGLESIAS

Las nuevas cristiandades que iban surgiendo con la evangelización se configuraron pronto como iglesias particulares regidas por legítimos pastores, que son por derecho divino los obispos. Ya en 1500 los franciscanos llegados a Santo Domingo manifestaban este sentido eclesial pidiendo al Cardenal Cisneros que intercediese para que fuese enviada «alguna persona idónea, cual conviene, para plantar en estas tierras la Iglesia». La sugerencia no tardaría en tomar cuerpo. De hecho el 20 de noviembre del 1504 el papa Julio II creaba en Santo Domingo tres diócesis y nombraba tres prelados para regentarlas. Pero esta provisión, por varias razones que no es del caso explicar aquí, quedó sin efecto. La jerarquía eclesiástica quedó implantada en Indias de iure et de facto sólo en 1511. Desde entonces las diócesis se multiplican a un ritmo que no encuentra precedentes en la historia de la Iglesia. A continuación damos el elenco de las primeras treinta y tres, con su fecha de erección y el nombre de su primer prelado:

1. Santo Domingo 13 de agosto, 1511 García de Padilla OFM
2. Concepción de la Vega 13 de agosto, 1511 Suárez de Deza, secular
3. S. Juan de Puerto Rico 13 de agosto, 1511 Alonso Manso, secular
4. Sta. Ma., la Antigua del Darién 28 de agosto, 1513 Juan de Quevedo OFM
5. Jamaica (Abadía) 29 de enero, 1515 Sancho de Matienzo, secular
6. Cuba 11 de febrero, 1517 Juan de Witte OP
7. Carolense (despuésTlaxcala) 24 de enero, 1519 Julián Garcés OP
8. Tierra Florida 5 de diciembre, 1520 Jorge de Priego, secular
9. México 2 de septiembre, 1530 Juan de Zumárraga OFM
10. León de Nicaragua 26 de febrero, 1531 Diego Álvarez Osorio, secular
11. Coro-Venezuela 21 de junio, 1531 Rodrigo de Bastidas, secular
12. Trujillo-Comayagua 6 de septiembre, 1531 Alonso de Guzmán OSH
13. Santa Marta 9 de enero, 1534 Alfonso de Tobes, secular
14. Cartagena 24 de abril, 1534 Tomás de Toro OP
15. Guatemala 18 de diciembre, 1534 Francisco Marroquín, secular
16. Oaxaca 21 de junio, 1535 Juan López de Zárate, secular
17. Michoacán 8 de agosto, 1536 Vasco de Quiroga, secular
18. Cuzco 8 de enero, 1537 Vicente de Valverde OP
19. Chiapas 19 de marzo, 1539 Bartolomé de las Casas OP
20. Lima 14 de mayo, 1541 Jerónimo de Loaysa OP
21. Quito 8 de enero, 1546 García Díaz Arias, secular
22. Popayán 27 de agosto, 1546 Juan del Valle, secular
23. Río de la Plata 1 de julio, 1547 Juan de los Barrios OFM
24. Guadalajara 13 de julio, 1548 Gómez de Malaver, secular
25. La Plata-Charcas 27 de junio, 1552 Tomás de Sanmartín OP
26. Santiago de Chile 18 de mayo, 1561 Rodríguez de Marmolejo, secular
27. Verapaz 27 de julio, 1561 Pedro de Angulo OP
28. Yucatán 19 de noviembre, 1561 Francisco de Toral OFM
29. Concepción-Imperial 22 de marzo, 1564 Antonio de San Miguel OFM
30. Santa Fe 22 de marzo, 1564 Juan de los Barrios OFM
31. Tucumán 10 de mayo, 1570 Francisco de Victoria OP[2]
32. Arequipa 15 de abril, 1577 Cristóbal Rodríguez OP
33. Trujillo 15 de abril, 1577 Jerónimo de Cárcamo, secular


El 12 de febrero de 1546, S.S. Paulo III creaba tres provincias eclesiásticas: la de Santo Domingo, la de México y la de Lima; en torno a estas tres metrópolis se agruparon todas las sedes hasta entonces existentes. La Iglesia americana adquiría así su autonomía jurídica. En 1564 surge una nueva metrópoli con sede en Santa Fe (Nueva Granada, Colombia). A las 33 diócesis de la América española se pudieran añadir las cuatro diócesis filipinas de Cebú, Nueva Segovia, Cáceres y Manila, ésta última sede metropolitana desde 1595; sus orígenes, en efecto, están ligados a la evangelización americana.

3. ACTITUD DE LOS INDÍGENAS ANTE LA EVANGELIZACIÓN

Hasta aquí hemos visto la evangelización desde la parte de los evangelizadores; ahora conviene verla desde la parte de los evangelizados: ¿Eran capaces los indios americanos de recibir la fe? ¿Eran sinceros en el acto de abrazarla? ¿Eran constantes en seguir profesándola? Estas tres preguntas ponen sobre el tapete la validez de la obra misional en sí misma. Las opiniones sobre estos puntos aparecen ya divididas desde el mismo siglo XVI. Hubo quienes respondían del todo negativamente a las tres preguntas, o al menos, a las dos últimas.

Un representante de esta posición será Girolamo Benzoni en 1567. Ciertamente no fue el único. Contra esta demoledora crítica no pudieron por menos de reaccionar los misioneros. Uno de ellos, fray Diego Valadés, dedicaba en 1579 los capítulos 11 y 12 de la Cuarta Parte de su Rhetorica christiana a este tema, probando, por una parte, la inconsistencia de las acusaciones, y, por otra, la capacidad, la sinceridad y la constancia de los indios de la Nueva España en relación con la aceptación y profesión de la Religión cristiana. Fray Diego estaba en condiciones inmejorables para hablar del tema: había sido llevado de niño a las Indias, permaneció allí sobre 30 años, llegó a poder predicar en tres lenguas: mexicana, tarasca y otomí; conociendo, por tanto, el alma de tres pueblos, y ejerció el apostolado no sólo entre los aztecas, sino también entre gentes tan indómitas como eran los chichimecas. La demostración de Valadés - hecha según los cánones de la retórica clásica - es, tal vez, la primera defensa sistemática de la evangelización americana que se imprimió en Europa.

Creemos, pues, oportuno extractar aquí algunos párrafos de la Rhetorica christiana en la reciente traducción castellana editada en México en 1989. Abre el capítulo 11 con este título: «Se trata de la inconsiderada acusación que hacen algunos contra los indios, diciendo que éstos no vienen a ser más cristianos que lo son los moros de Granada», y enumera luego las diversas acusaciones: «Hay algunos que impíamente, y con frases ásperas y acres, ponen mácula en el cristianismo de los indios, tratando con todas sus fuerzas de difamarlos en lo que toca a su fe, y de amenguar, consiguientemente, la debida gloria alcanzada por los religiosos que con grande diligencia se han entregado a comunicarles la doctrina cristiana. Por lo cual, siguiendo la norma de los cánones arriba indicados, propondremos primeramente sus acusaciones, para añadir después su defensa. Creo, ciertamente, que tal efecto de maledicencia contra los indios proviene en tales personas de haber contemplado este asunto desde lejos y no desde cerca. 0, para decirlo con más verdad, proviene de que ven la cosa misma con ojos perversos y poco cristianos...

Llevaría ciertamente con mayor ecuanimidad estas cosas si fuesen traídas por aquellos que nunca han tenido trato alguno con los indios; mas como proceden injustamente con ellos, puesto que se han hallado presentes a sus ejercicios, no acierto a decir otra cosa sino que, queriéndolo o no queriéndolo, han cerrado sus ojos y tapado sus oídos. Pues dicen que los indios no son más cristianos que los moros de Andalucía, y que todavía observan con fidelidad sus antiguas costumbres y ceremonias. En suma, que se han hecho cristianos por la fuerza, y que los religiosos que les administran el Santísimo Sacramento del Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, así como los demás sacramentos, obran imprudentemente. Porque, según dicen, los indios no saben lo que reciben, y son incapaces de comprenderlo, siendo por tanto completamente prematuro el que se acerquen a comulgar.

Y así, parece que las razones que les inducen a creer eso son el pensar que los indios están plagados de vicios, y que son ebrios, ladrones y rapaces de uñas largas, y que siendo tales se les debe, con razón, alejar de la recepción de los sacramentos. Y también que, al confesarse, no dicen la verdad; porque se confiesan en un día más de cien hombres y mujeres. Y más: que en el asistir a las misas y sermones, como lo hace la mayoría, imitan a los monos, por no llevarlo a cabo movidos de su propia voluntad, sino obligados por los fiscales y prefectos. Que su amor es un amor servil; porque lo que hacen no lo hacen movidos por el amor sino por el temor, pues faltándoles, según piensan ésos, el conocimiento perfecto de Dios, les falta también una fe perfecta; y así, la constancia con que llevan a cabo las cosas no nace del ánimo y voluntad, sino de cierto hábito. Que después que estuvieron sujetos a los demonios, no es ya para ellos cosa pesada lo que hacen, ya que en esto experimentan mayor gusto; que la gente es supersticiosa y ávida de novedades, por lo cual acuden a todo lo que ven se hace.

Refieren además ciertos hechos particulares, a saber: que ellos han visto a los indios que ofrecían, en cierto montículo, a los ídolos y al alma incienso (porque así llaman a cierta resina de un árbol que despide muchísima fragancia y tiene muchos usos). Que son enemigos del nombre cristiano, y que, si se originaran algunos disturbios, serían ellos los primeros en dar muerte a los religiosos y a los ministros de Dios y del rey. Y más: que si se llegara a diseminar alguna herejía, facilísimamente se pasarían a ella abandonando la verdadera fe. Pues el actual modo de vivir les causa tormento y malestar, y la introducción de la herejía les acarrearía grandes perjuicios en su fe. Viendo además que deben hacer tantas y tan pesadas cosas, están impacientes por pasarse a otra religión.

A éstas pueden reducirse las acusaciones alegadas por algunos; las cuales refirió en mi presencia y en el palacio de una dama principal y conocida de la corte del Rey Católico, cierto noble que había estado por varios años en las mismas Indias. Por lo cual me sentí movido a traer a cuento lo verdadero y lo dudoso sobre lo que se refiere a los indios; y esto ha sido examinado y visto por mí mismo, pues he morado entre ellos (loado sea Dios) treinta años más o menos, y me dediqué durante más de veintidós años a predicarles y confesarlos en sus tres idiomas: mejicano, tarasco y otomí, y no me dejo llevar imprudentemente por afecto alguno, sino que me guía únicamente el deseo de que se conozca la verdad ».

Dedica a continuación el capítulo 12 a la defensa del «sincero cristianismo de los indios», en la medida en que es posible juzgar de las profundas intenciones del corazón humano: «... No pretendo colocar a los indios entre los santos, lo cual sería, en todo caso, oficio propio de la Iglesia y del Sumo Pontífice, sino que trato de refutar, con razones, aquello de que han sido vituperados; puesto que yo fui testigo no de oídas sino de vista, y no sólo estuve presente, sino que aun los tuve a mi cargo. Han abrazado los indios la religión cristiana de muy diversa manera que los moros; pues, en primer lugar, estos indios fueron instruidos con mayor cuidado, y por ministros que sabían hablar con gran expedición su lengua nativa. En segundo lugar, los indios son de natural más tratable, más mansos, más pacíficos y de trato más fácil, y, por lo demás, no tenían a su alrededor quienes les sugiriesen o les dijesen por lo bajo lo contrario. Los indios, además, abandonan el culto de sus templos al darse cuenta de la inhumanidad y fealdad de su idolatría, y de lo suave y ligero que es, por el contrario, el yugo de Dios. Pudieron, al mismo tiempo, establecer comparación entre sus ministros y los sacerdotes cristianos; entre la libertad que se les proponía y la esclavitud a que habían estado sometidos.

Los moros, empero, por lo que se me ha referido, nunca llegaron a hacer nada recto por su propia voluntad, sino arrastrados por amenazas y azotes. Ha sido necesario, y aún lo sigue siendo todos los días, el contener su excesiva vehemencia y su falso celo. Querer por tanto afirmar que los indios todavía no han salido de sus antiguos ritos y ceremonias, es inferirles claramente una calumnia e injuria no ligeras; pues, realmente, ningunos predicadores han podido palpar más claramente a los demonios que los mismos indios. Porque como el diablo se les mostrase todos los días y los incitase a que viviesen sumergidos en tanta desgracia y en una esclavitud propia de animales, de manera que no tuviesen nada propio y no gozasen de seguridad alguna, llevaron a cabo todo aquello, tanto más pronto cuanto más rápidamente se dieron cuenta de la enorme diferencia que hay entre reverenciar al verdadero Dios y rendir culto a los demonios.

Ninguna otra cosa deseaban más esos apostólicos varones y fundadores de la Iglesia en el Nuevo Mundo que el inducir a los naturales al amor, conocimiento y temor de Dios, y al aborrecimiento de sus antiguos ritos y costumbres. Este negocio viose promovido con tanta diligencia que, por la gracia de Dios (a quien referimos todo lo recibido), no aparecen ya, ni aun en sueños, vestigios o señales de los antiguos errores. Lo que se objete contra algún indio en particular, no debe causar admiración; puesto que aun el mismo Cristo tuvo entre sus doce Apóstoles uno que le hizo traición, y otro que le negó; aquél se condenó por su culpa y éste, en cambio, con su dolor y sus lágrimas, volvió a recobrar la salud del espíritu. Por lo demás, dice el Filósofo que de los particulares o singulares nada se puede deducir. Mucho más digno de admiración sería que sucediese eso entre nosotros, que nos tenemos por cristianos de tradición y que, sin embargo, sufrimos graves alucinaciones con relativa frecuencia... ¡Dios por su infinita bondad nos tenga de su mano!

Porque muy cierto es que los indios por inclemente que esté el tiempo y por fuerte que sea la lluvia, vienen desde dos o tres millas de camino, pero ¿qué digo?, desde diez o quince, y cargando sus hijos y sus alimentos, con el fin de oír la misa o el sermón, y muchas veces regresan a sus casas en ayunas y sin haber comido. Nosotros empero, ¡ay! (me resisto a decirlo), viviendo en medio de tantos templos, fingimos no sé qué pesadeces de cabeza y enfermedades, y así, nos quedamos encerrados en nuestras casas.

Mas parece, dicen, algo de que la tal asistencia de los indios es forzada por los fiscales y prefectos que tienen cuidado de eso y de las tarjetas. ¡Por supuesto que no! Pues ¿quién los fuerza para que asistan en los días profanos a los sagrados ministerios a aquellos sitios en donde hay abundancia de sacerdotes o a hacer sus plegarias en los templos en los caseríos y pueblos en que viven, antes de dar comienzo a tarea alguna? Lo que sucede es que están persuadidos de que, si no obran de este modo, nada les sucederá con felicidad durante el día. ¿Quién les obliga también a que vayan a vísperas, a las que con tanta frecuencia concurren, que nuestros templos, por lo demás amplísimos, se ven llenos, y a que muestren en su interior un continente y una devoción muy diversa de la nuestra, postrándose de hinojos o manteniendo recto todo el cuerpo? O ¿quién los empuja a ir a las fiestas de Nuestro Señor y de la Santísima Virgen y a las otras fiestas solemnes, como ellos lo hacen, a donde llevan su propia candela de cuatro reales y a que permanezcan en las vísperas desde el principio hasta el fin? ...

¿Quién no ha oído referir de ciertos indios que, movidos por la devoción y el celo, hicieron un viaje de dos o tres millas, y aun de diez o quince, para confesar sus pecados? Poco es sin embargo lo que digo... ¿Que después de tanto viajar lleguen a permanecer, por espacio de dos o tres días, a la intemperie, expuestos a las inclemencias del viento y del tiempo, como en algunas ocasiones ha sucedido? ... Finalmente, para referir la penitencia, lágrimas, dolor, devoción que experimentan en la misma confesión, antes y después de ella, sería menester poseer más de cien lenguas y bocas...

En otro tiempo, al principio de su conversión, andaban errantes por los montes, y así no era fácil instruirlos perfectamente en la doctrina cristiana; por lo cual no es de admirar el haber sido hallados algunos que estuviesen entregados a la idolatría. Más después de que han sido reunidos en pueblos y ciudades, para vivir en sociedad, viven hasta tal grado política y cristianamente, que aun sintiendo una ligera pesadez de cabeza cuidan de ser llevados no sólo a confesarse, sino a demandar de los religiosos una bendición. Tienen tanta fe en ellos, que con sólo sentirse estrechados por la mano del religioso, creen que con esto queda fortalecida su salud.

Y cuando vamos por el camino y por los campos apenas podemos librarnos de su concurso, pues tan pronto como han visto al religioso, salen a su encuentro trayendo a sus hijos para pedirle su bendición. En lo cual muchos usan de un saludo tan afable y cortés, que aligeran y consuelan con esto de toda molestia a los mismos religiosos, mayormente si se ven acongojados por algo que les aflija. Enseñan, además, los padres a sus hijos pequeños a decir en su propia lengua: «Bendito sea Nuestro Señor Jesucristo».[3]

Los comienzos de la misión en Brasil

La evangelización del Brasil fue uno de los principales compromisos de la Corona de Portugal en el siglo XVI y siguientes. Le correspondía por el derecho del Patronato. Al comienzo del siglo XVI, algunas de las antiguas Ordenes Militares habían desaparecido, y otras se fusionaron dando origen a la «Orden de Cristo», y el Papa Adriano VI, en 1522 nombró al rey Juan III Gran Maestre de dicha Orden de Cristo. Con este título, el Papa dejaba en manos del Rey portugués la ocupación de todas las islas y tierras desde el Cabo de Bojador hasta la India, y la obligación de evangelizar todas estas tierras dentro de las cuales entraba la costa oriental del Brasil. El Rey podía quedarse con los diezmos y tributos de estos pueblos, y tenía además el derecho de presentar el nombre de los futuros obispos.

Pocos años antes, en abril de 1500, habían sido descubiertas las costas del Brasil por el navegante Pedro Álvarez Cabral, y las bautizó con el nombre de “Isla de Vera Cruz”. Pronto se impuso el nombre de Brasil, por el árbol lignum Brasile, de madera rojiza, como brasa, de la que se sacaba una tinta, que en los primeros años era la única materia de comercialización. Portugal no se sintió muy atraído por estas nuevas tierras sin fuentes naturales de riqueza, como las que ofrecía la India. Existía una gran diversidad de etnias, casi todas ellas nómadas, sin agricultura, que vivían de la caza y de la pesca. Un cambio se produjo con las plantaciones de la caña de azúcar en 1530. Los indígenas son descritos con más sombras que luces. No poseían una gran cultura desarrollada, como la cultura maya y azteca en Mesoamérica, o la de los Incas más cercanos al Brasil. Algunas tribus de la costa y otras del interior vienen presentadas antropófagas, tanto por los primeros colonizadores como por los primeros misioneros.

Ya al comienzo encontramos algunos misioneros franciscanos, pero de paso, que acompañan las expediciones portuguesas, y otros diocesanos, pero limitan su trabajo a la pastoral entre los colonos portugueses. Por desgracia ya existía el sistema de la esclavitud. Sin duda fueron los franciscanos los primeros en llegar al Brasil en la flota portuguesa que rodeó las costas brasileñas en 1500. Eran seis, bajo la guía de Fray Enrique de Coímbra que celebró una solemne misa en Porto Seguro de Bahía, y plantó una cruz, llamándose desde entonces la ciudad de Bahía de Santa Cruz. Pero pronto abandonan Brasil para dirigirse a la India que era propiamente su destino. Una nueva expedición de dos franciscanos arribó tres años más tarde, y todos murieron mártires constituyendo las primicias de los mártires en toda América. Con todo, en la primera mitad del siglo XVI no se puede hablar de una misión organizada, consistente, de los franciscanos en Brasil.

Por eso es correcto señalar a los jesuitas como los primeros misioneros religiosos que llegan a Brasil en 1549, planificando la evangelización entre los indígenas y denunciando los abusos de algunos colonos. La expedición estaba dirigida por el P. Manuel de Nóbrega, quien gobernó esta misión durante once años, 1549-1560: él vivió diez años más como simple operario.

Antes de presentar la actividad misionera de los jesuitas, que durante un poco más de 30 años trabajaron solos en Brasil, digamos una palabra sobre la organización eclesiástica de la misión. En 1514, León X erigió la diócesis de Funchal, en la isla de Madeira, que abarcaba las tierras de Brasil. Clemente VII, 31 de enero 1534, la elevó a archidiócesis, decisión confirmada por Paulo III[4]. El 25 de febrero de 1551 fue erigida la primera diócesis en tierras de Brasil, la diócesis de Bahía, sufragánea de la de Lisboa y no de Funchal[5]. Gregorio XIII creó el vicariato apostólico de Río de Janeiro en el año 1575.[6]

Y volvamos a la actividad misionera de los jesuitas. El P. Nóbrega era un apasionado de San Agustín, y la lectura de la «Ciudad de Dios» guio su plan de trabajo. Intentó fundar «ciudades» como la descrita por el obispo de Hipona: colaboró en la fundación de la nueva ciudad de Bahía de Todos os Santos (1549); reduciendo los indígenas, organizó la ciudad de San Vicente y, al pequeño poblado de Piratininga, le impuso el nombre de San Pablo, el día de la conversión del Apóstol (1553), creando allí un colegio; acudió a la consolidación de Río de Janeiro, instituyendo un colegio y murió siendo su superior (1570).

Con la ayuda de los naturales, el P. Nóbrega redactó un catecismo elemental y las oraciones en lengua tupí, propia de algunos grupos étnicos. Pidió al rey de Portugal que enviara jóvenes portugueses al Brasil que pudieran aprender bien la lengua y trabajar por la conversión de los jóvenes indígenas. El P. Nóbrega conoció las tentaciones misioneras. Ante los indios degenerados de la costa y las luchas entre las diversas etnias, más el peligro creado por la presencia de los calvinistas franceses que merodeaban aquellos mares vecinos, ¿no sería mejor huir hacia el interior buscando los indios guaraníes, o someter con la fuerza los indios brasileños?

En este contexto escribió el Diálogo sobre a Conversao do Gentio (c.1556)[7]. Este libro es una verdadera joya. Se trata del primer documento literario y teológico escrito en Brasil. Su tesis es una defensa de la capacidad de aquellos indios para llegar a la fe. Sus costumbres depravadas se deben a circunstancias externas; su naturaleza es como la nuestra, creada a imagen de Dios. Son capaces de conversión y de la salvación. Uno de los interlocutores del Diálogo afirma que conoce no pocos indios, y dice sus nombres, que viven la fe perfectamente[8]. Otra de las tesis de esta obra es la defensa de la libertad del indio, oponiéndose a cualquier forma de esclavitud, o evangelización forzada: « ¿Qué aprovecharía si fueran cristianos por fuerza y gentiles en la vida, costumbres y voluntad? », se pregunta el P. Nóbrega[9]. La fe no es fruto de las armas, sino un don del Padre que es quien atrae a Cristo.[10]

Para lograr la formación de una verdadera Iglesia, el Padre Nóbrega pidió al rey que «venga un obispo a trabajar no a ganar». En la tercera expedición (1553), llegó un joven jesuita español, José de Anchieta (1534-1597). Fue el brazo derecho de Nóbrega en la misión del Brasil. La lectura atenta de sus cartas, generalmente largas (así una del 1 de junio de 1560 con 20 páginas, y otra del 8 de enero del 1565 con sesenta páginas), escritas en castellano trasparente, límpido, por la pluma de aquel joven de origen vasco, con sangre judía (por su madre), nacido en Tenerife y formado en Portugal, revela sus dotes espirituales y literarias extraordinarias.

Acudió una vez a la pacificación de los indios tupíes y tamoyos, quedando prisionero de ellos; allí, en la playa, al norte del actual estado de San Pablo, fue escribiendo en la arena un poema latino en honor de la Virgen con cerca de seis mil versos, que luego memorizaba. Y por eso hoy los podemos leer. o en el latín original, o en las modernas traducciones. Anchieta fue nombrado más tarde provincial (1577-1587), y finalmente murió entre sus queridos indios. Juan Pablo II lo beatificó el 22 de junio de 1980 con el título de «el Apóstol del Brasil».[11]Y el Papa Francisco lo canonizó el 3 de abril de 2014.

Junto a esta gran obra, no podemos olvidar una trilogía lingüística que pronto corre por la misión: el Arte o Gramática escrita por el Padre Anchieta, un Vocabulario de L. do Vale, y el Catecismo de A. de Araujo, inspirado en las notas del Padre Nóbrega ya recordadas.

La sangre de los mártires fecunda una misión, y en 1554 son martirizados dos hermanos jesuitas. En 1566 llega a Brasil como Visitador, el Padre Ignacio de Acevedo. Pronto vuelve a Europa en busca de operarios, y organiza la más grande expedición misionera que ha conocido la Compañía. En dos naves parten ochenta y siete misioneros hacia el Brasil (de éstos, sesenta y seis eran jesuitas). Su nave con cuarenta jesuitas, cerca de las costas de Canarias, fue asaltada por los calvinistas franceses (1570), y todos murieron. Ya han sido beatificados con el nombre de los «Cuarenta mártires de Brasil».

No era la primera vez que los calvinistas impedían el trabajo misionero del Brasil, en parte buscando en el país nuevas riquezas. Ya en 1555 algunos puertos fueron invadidos por el calvinista Villegagnon; en 1586 los corsarios ingleses invadieron Bahía, y de esta ciudad se apoderaron los piratas ingleses en 1624. Cuando la misión franciscana del Brasil estaba en su esplendor, fue continuamente perturbada por las invasiones de la sociedad comercial holandesa, que desde 1624 a 1654 se ensañó en las costas de Brasil, destruyendo conventos y martirizando o deportando misioneros franciscanos.


Después de los treinta años de trabajo ya organizado de los jesuitas, llegaron al Brasil los benedictinos (1581), los carmelitas (1583), los franciscanos (1584) y los capuchinos (1585). Fue ésta una década floreciente. Reliquia de los antiguos franciscanos, encontramos un lego franciscano, Pedro Palacios, que trabaja desde 1558 en Espíritu Santo y Victoria, ejercitando obras de caridad y rodeado siempre de una multitud de indios. Solo a partir de la petición de Felipe II, entonces rey de España y Portugal [I de Portugal], el General de los franciscanos envió a Fray Melchor de Santa Catalina como comisario y seis compañeros más hacia el Brasil. Desde ese momento la presencia de los franciscanos se va haciendo fuerte y decisiva para el desarrollo de la Iglesia del Brasil. La primera fundación fue Pernambuco y Bahía. Para que no se perdieran los frutos del hermano Pedro Palacios se dirigieron a Victoria, haciéndose cargo del santuario de «Nossa Senhora da Pehna », erigido por el hermano lego y centro ya de una profunda religiosidad popular.

Las conversiones se multiplicaron con el trabajo de estas nuevas fuerzas misioneras. Fue característica de la misión la atención a los negros venidos de África que trabajan al comienzo en los ingenios y luego como esclavos en toda clase de obras. Los misioneros no quedan en las ciudades cercanas a la costa. Pronto parten hacia el interior y se abren misiones en el Maranhao, y más tarde recorren las orillas del Amazonas.

Estos fueron los comienzos de la misión en el Brasil. Este vasto continente no atrajo al comienzo ni a colonos ni a misioneros, pero pronto se convirtió en una tierra fértil de conversiones. Los misioneros defendieron siempre la capacidad del indio y, sobre todo, su libertad. Y hablando de libertad, las tensiones con los colonos fueron constantes, por la defensa que hicieron de la libertad de los esclavos africanos.


NOTAS

  1. En el texto original se escribe “Méjico”, modalidad usada comúnmente; aquí la trascribimos con “México” por ser la forma ortográfica más corrientemente usada en la América de lengua española.
  2. Homónimo del también dominico y célebre teólogo de Salamanca (1486-1546)
  3. Valadés Diego, Retórica cristiana, México 1989, pp. 423-437
  4. América Pontificia, doc. 96.
  5. Ibíd., doc. 161.
  6. Ibíd., doc. 303.
  7. Publicado en Monumenta Brasiliae, 2 (Roma 1957) 317-345. El editor Serafin Leite publicó una biografía del P.M. Nóbrega (Lisboa 1955).
  8. En la ed. de Monumenta Brasiliae, pp. 340-342.
  9. Ibíd., p. 328.
  10. Ibíd., desde la p. 329 subraya el sentido sobrenatural de la conversión.
  11. Una verdadera biografía de J. de Anchieta, indicando las fuentes, en R. García Villoslada, San Ignacio de Layola. Nueva Biografía, Madrid 1986, 974-993.


BIBLIOGRAFÍA

En general:

P. Borges Morán, Análisis del conquistador espiritual de América, Sevilla 1961; E. Vázquez, Distribución geográfica y organización de las Órdenes religiosas en la Nueva España 1-2, México 1965; I. A. Leonard, Los libros del conquistador, trad. del inglés por M. Monteforte Toledo, México 1979².

Para los franciscanos:

Gómez Canedo, Evangelización y conquista; Franciscan Presence in the Americas. Essays on the Activities of the Franciscan Friars in The Americas, 1492-1900, ed. F. Morales, Academy of American Franciscan History; Potomac, Maryland 1983; AA. VV., Diffusione del francescanesimo nelle Americhe, Perugia 1984; Los Franciscanos en el Nuevo Mundo, 1-3, Madrid 1986-1990; P. Borges Morán, El envío de misioneros a América durante la época española, Salamanca 1977; L. Gómez Canedo, Pioneros de la Cruz en México. Fray Toribio de Motolinía y sus compañeros, Madrid 1988.

Para los dominicos:

Los Dominicos y el Nuevo Mundo, Madrid 1988; A. Larios Ramos, « La expansión misional de la Orden dominicana por América», Ecclesia 5 (1991) 233-55 (con bibliografía).

Para los Mercedarios:

P. Nolasco Pérez, Religiosos de la Merced que pasaron a la América Española (1514-1777) , Sevilla 1924; J. Castro Seoane, «Expansión de la Merced en la América Colonial », Missionalia Hispanica 1 (1944) 73-108; 2 (1945) 231-90; J. Román-Álvarez, «La Orden de la Merced. Su aportación a la evangelización americana », Evangelización y teología, 713-43.

Para los Agustinos:

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Para los Jesuitas:

A. de Egaña, Monumenta peruana 1-6, Romae 1954-1974; F. Zubillaga, Monumenta Antiquae Floridae (1566-1572), Roma 1946; Id., Monumenta Mexicana 1-6, Roma 1956-1976; Id, «Métodos misionales de la primera instrucción de San Francisco de Borja para la América española (1567)», Archivum Historicum Societatis Iesu 12 (1943) 61-80; J. López-Gay, «Los jesuitas en la evangelización de América», Ecclesia 5 (1991) 271-93.

Para la erección de las diócesis:

America Pontificia, passim; P. Castañeda-J. Marchena, «La jerarquía de la Iglesia en Indias: 1504- 1620», Evangelización y teología 1, 199-346.

Para las misiones de los jesuitas y de los franciscanos en Brasil:

Serafim Leite, Historia da Companhia de Jesus no Brasil, 1-10, Lisbona-Rio de Janeiro 1938-1950. B. Rower, A Ordem Franciscana no Brasil, Petrópolis 1957² (y ‘Páginas sobre los franciscanos en Brasil’ Petrópolis 1957. Metodio da Nembro, Storia della attivitá missionaria dei Minori Cappuccini nel Brasile (1538?-1889), Roma 1958.

ISAAC V ÁZQUEZ JANEIRO - JESÚS LÓPEZ-GAY

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