EVANGELIZACIÓN Y CARIDAD EN AMÉRICA LATINA

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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El misterio del amor divino en el descubrimiento y evangelización de América

Hace casi veinte siglos, Cristo, el Verbo encarnado transformó el mundo con su doctrina sustentada en el amor. «Si quieres ser perfecto, vende cuanto tienes, repártelo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo»[1].Desde entonces, el enfermo, el pobre y el desdichado fueron concebidos como dignos de la bienaventuranza; por el mandato divino del amor ya no se podía odiar ni al enemigo: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado»[2], fue a partir de entonces la suprema máxima.

Esta filosofía de vida parte de la filiación divina del género humano, hermandad basada en la igualdad de todos los hombres ante Dios, vivificada por el amor. Amor que ha de manifestarse necesariamente con obras, porque «Aunque yo hable la lengua de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe»[3]. Si no tengo caridad soy nada, y nada de cuanto haga tiene valor alguno.

El amor, fundamento vital de la doctrina cristiana, es vínculo de perfección y plenitud de la ley.[4]La caridad es así la plenitud de la vida, la unión total con Dios y con la humanidad, es comunión verdadera en paz, alegría y gozo, y constituye en último término la misión total y fin último de la Iglesia.

«Leer desde el valor fundante de la caridad nuestra historia de quinientos años de evangelización, rompe el esquema anacrónico de lectura de opresores y oprimidos».[5]«La lectura de la historia desde la caridad nos da perspectiva real, nos dice que no es ninguna hegemonía ideológica, política o económica de ningún Imperio el centro de la historia, sino la reunión amorosa en la caridad, de todos los elementos amorosamente vivos, en una nueva civilización».[6]

La obra realizada por la Iglesia en América desde hace quinientos años está determinada por el amor de Dios y, por tanto, la cooperación del hombre al plan salvífica no es sino «El camino de la caridad». En estos quinientos años de historia cristiana de América, Cristo se ha hecho presente, él la ha conducido a través de multitud de misioneros, religiosos y laicos, que, dóciles al Espíritu, han construido dicha historia. Hay quienes, por el contrario, se empeñan en entorpecerla, ignorarla o francamente destruirla.

Podríamos, en fin, llamarla «la gesta de Dios realizada por los Iberos en América». Esta manifestación de amor de Dios al hombre se evidencia en el hecho mismo del descubrimiento de América; para Alberto Caturelli, ese «descubrir será, ante todo, un originario develamiento de la conciencia cristiana, conciencia purificada por la intervención de Dios [...] la conciencia de los que llegan, es decir, la conciencia descubridora era también conciencia cristiana e implicaba toda la tradición greco romana hispana».[7]Supone asimismo la filosofía aristotélico-tomista.

La Reina Isabel de Castilla, la Católica, de quien el mismo Colón dirá: «En todos hobo incredulidad, a la Reina mi señora dio (Dios) dello el espíritu de inteligencia y esfuerzo grande», de inmediato comprende en una visión sobrenatural, al saber los resultados del viaje del almirante de la mar oceana, que la obra de España en las tierras recién descubiertas es eminentemente misional.

El 23 de noviembre de 1504, en el codicilo, llegará a decir: «... Nuestra principal intención fue [...]de procurar de inducir e traer los pueblos dellas, e les convertir a nuestra sancta fe cathólica, e enviar [...] prelados e religiosos e clérigos e otras personas doctas e temerosas de Dios para instruir en la fe cathólica». Esta intencionalidad amorosa y materna de la Reina, que desde siempre consideró a los naturales como sus súbditos, marcó el derrotero de la presencia de España en América durante tres siglos.

Poco después de la conquista de México, la providencia se manifestó en tierras americanas al disponer misteriosamente el acontecimiento Guadalupano: «... se trata de una misteriosa intervención de gracia divina», un encuentro amoroso entre Santa María de Guadalupe y todos los indígenas de América representados en la persona de Juan Diego. Acontecimiento que podemos considerar, con el Dr. Fidel González, la clave de la lectura de la historia misionera en América, «tierra de la nueva visitación». María es Madre de los pueblos de América Latina (Puebla, 168). Ella, gloriosa en el cielo, actúa en la tierra, participando del señorío de Cristo resucitado, por lo que «con su amor materno cuida de los hermanos de su hijo que todavía peregrinan».[8]

El 12 de diciembre de 1531, en la colina del Tepeyac, la Santísima Virgen de Guadalupe con un profundo amor maternal dialoga con Juan Diego: «Escucha, hijo mío, el menor, Juanito […]Yo soy la perfecta siempre Virgen Santa María, Madre del verdaderísimo Dios por quien se vive […] Mucho deseo que aquí me levanten un templo, en donde Lo mostraré […] Lo daré a todas las gentes en todo mi amor personal, porque ahí les escucharé su llanto, su tristeza, para remediar, para curar, todas sus diferentes penas, sus miserias, sus dolores».[9]Este misterio de amor y de predilección de la Madre de Dios por la porción de la humanidad que habita en América, fue considerado por el Santo Padre Benedicto XIV como algo extraordinario que le hizo afirmar: «Non fecit taliter omni nationi», no hizo nada igual con ninguna otra nación.

«Nadie puede amar a Dios, a quien no ve, si no ama al hermano a quien ve»[10]La caridad, como criterio de interpretación de la historia de la evangelización en América, tiene rasgos evidentes porque se mostró, se realizó a lo largo de los siglos, en obras e instituciones, algunas de las cuales aún continúan en pleno siglo XX. El mismo Juan Pablo II el 11 de octubre de 1984 en Santo Domingo, República Dominicana, reconoció: « ¡Que profundo estupor produce todavía hoy la gesta de aquellos mensajeros de la fe! ¡Una verdadera epopeya de fe, de servicio a la evangelización!».[11]

Ciertamente es difícil encontrar motivo humano que empujara a tantos hombres a llegar a tan extremas latitudes. Se necesitaba algo más elevado que el afán de riquezas. Se requería un algo muy especial que solamente podía obtenerse mediante una fe heroica. Ese algo era el clamor de miles y miles de almas sedientas de salvación que encontraron en la respuesta amorosa del misionero al hermano, siempre dispuesto a entregarse. «La confianza en Cristo y el servicio los hizo servidores del indígena, [...] en quien su fe les hace descubrir al hombre hermano».[12]

Supieron amar al prójimo como a sí mismos y aún más que a sí mismos; no había otro motivo para amarlo que el amor que Dios tiene por cada hombre. Esto está muy lejos del simple altruismo, de la filantropía o de la beneficencia como la concebimos hoy en día. «Toda la historia de la Iglesia (también en la América Latina) se puede definir mediante la historia de sus obras de caridad, desde las más humildes hasta las más audaces».[13]Los habitantes de América vivían sedientos de amor y bebieron del manantial que les ofreció el misionero.

Liberación integral, promoción humana y asistencia social, único móvil del amor

Para juzgar desde la caridad cinco siglos de historia en América, tenemos que recurrir a los hechos manifiestos de la caridad, fundamentalmente en actos que le son esenciales: la promoción humana, la asistencia social y la liberación integral. «En la historia de la salvación, la obra divina es una acción de liberación integral y de promoción del hombre en toda su dimensión que tiene como único móvil el amor».[14]

Liberación del pecado

Para los misioneros no había la menor duda: da primera liberación que ha de procurarse al hombre es la liberación del pecado, del mal moral que anida en su corazón, y que es causa del «pecado social».[15]

En ese sentido propugnaron y se empeñaron en erradicar de la vida del indio los vicios dominantes que le ataban. A manera de ejemplo de la preocupación del misionero en esta lucha contra el pecado, el tratado De procuranda indorum salute del Padre José de Acosta, en un diagnóstico realista en el capítulo XII, afirma: «... nadie se ama a sí mismo como conviene, si abandona el cuidado de su salud corporal y espiritual o no persevera en ella. Lo primero que es necesario inculcar a los indios, sobre todo a los bárbaros, es que miren por su propia vida y salud y no atenten contra ella, como muchas veces hacen, por desesperación o por obstinación».[16]

En el número tres del mismo capítulo XII, continúa Acosta: «Pertenece también al recto amor a sí mismo no interferir el uso de la razón por la embriaguez». La antropofagia «repugna tanto a la ley natural que, por ninguna hambre o necesidad puede ser nunca licita».[17]«Pero en lo que más ofenden los bárbaros el recto amor de sí mismos [...] es lo que el apóstol llama: "Contaminan sus cuerpos con inmundicias" (las heces vergonzosas de la lujuria y liviandad)», El mismo Acosta concluye el capítulo con una exhortación: «Hay que enseñar a los bárbaros [...] a que aprendan a amarse a sí mismos, su sentido y su cuerpo, y a conservarse conforme a la naturaleza».[18]

Liberación de la opresión y de la injusticia

En cuanto a injusticias se refiere, «...la voz de la Iglesia se elevó desde el primer momento contra el pecado», la esclavitud, la explotación, la violación de los derechos humanos. Así, frente al anti-testimonio de algunos, se mostró solidaria con el desamparado, llegando incluso al martirio, como es el caso del Obispo mártir Fray Antonio de Valdivieso.

La famosa homilía de Antonio de Montesinos es como el preanuncio desde América, que encuentra su máxima expresión en la «Bula de la Libertad», la Sublimis Deus del Papa Paulo III, firmada en Roma el 2 de julio de 1537: «...con autoridad apostólica, […]determinamos y declaramos. Que los dichos indios y todas las demás gentes que de aquí en adelante vinieren a noticia de los cristianos, aunque más estén fuera de la fe de Jesucristo, que en ninguna manera han de ser privados de su libertad, y del dominio de sus bienes y que libre y lícitamente pueden y deben usar y gozar de la dicha su libertad y dominio de sus bienes, y en ningún modo se deben hacer esclavos».[19]

Este empeño de la Iglesia universal, que declara en pleno siglo XVI los derechos inalienables de la persona humana, lo hace como una manifestación de su misión, la misión conferida por Cristo su fundador: ser vínculo de amor y unión entre todos los hombres.

Promoción humana

Para los misioneros resultaba evidente, por tener una concepción cristiana de la vida, que «La dignidad de los hombres se realiza aquí en el amor fraterno […]e incluye el servicio mutuo, la aceptación y promoción práctica de los otros, especialmente de los más necesitados».[20]Para propiciar y acelerar la elevación y promoción de los indígenas, los misione¬ros y evangelizadores, animados de una fe heroica, lograron llegar a los sitios más inhóspitos del inmenso Continente Americano. Sirva de ejemplo la obra realizada por los jesuitas en las selvas paraguayas y en los desiertos de la península de Baja California, donde fundan pueblos o reducciones congregando a los naturales que vivían dispersos.

En el libro El genio del Cristianismo, Chateaubriand describe el hermosísimo episodio con el que hacen su entrada los jesuitas por el río Paraná: «Embarcáronse con sus nuevos catecúmenos en piraguas y subieron a lo largo de los ríos, entonando cánticos sagrados que los neófitos repetían; cayeron los indios en tan dulce lazo y bajan¬do de sus montes corrían a la orilla de los ríos para escuchar aquellos acentos, y mu¬chas veces se arrojaban al agua y seguían a nado las encantadas naves. Caían el arco y la flecha de la mano del salvaje que empezaba a sentir, en su alma confusa, el anticipado amor a las virtudes sociales y a la primeras dulzuras de la humanidad; veía a su mujer e hijos llorar con desconocida alegría y subyugado por un atractivo irresistible caía a los pies de la cruz, mezclando torrentes de lágrimas con las aguas regeneradoras que bañaban su cabeza».[21]«Así, en medio de la selva hostil, se hallaba una isla, remanso de paz, amor y progreso, vivían en comunidades ejemplares bajo la ley de Dios y en una fraternidad auténtica y redentora».[22]

Cuando el Obispo de Buenos Aires, Don Pedro Fajardo, escribió al Rey de España, le dijo con plena convicción: «Bástele saber a Su Majestad, que no creo se cometa entre ellos un solo pecado mortal». En la Península de Baja California, los padres Juan de Ugarte, Juan María de Salvatierra y Eusebio Kino realizaron la conquista espiritual y material del más inhóspito territorio de Norteamérica. El Padre Salvatierra, en un derroche de amor, ofrece su vida por la salvación de las almas de aquellos infelices californios que deambulaban famélicos por los desiertos en busca de una raíz o un gusano que comer.

En 1697, el Padre Salvatierra desembarca y acaricia a los indios. Formaron un campamento y en el centro plantaron una cruz llevando la imagen de la Virgen de Loreto. El Padre se dedicó a enseñar a los indios la doctrina cristiana y a aprender la lengua. Después de la doctrina, daba a todos los que habían concurrido un poco de pozole. «Tales eran en aquel oscuro rincón del mundo y entre aquellos salvajes las ocupaciones de un hombre que por su nacimiento podría haber figurado en su patria y que por su talento y virtudes era venerado en las principales ciudades de la Nueva España».

Los bárbaros, ansiosos de pozole y confiados en su número superior, de¬terminaron quitarles la vida y resolvieron el asalto; eran cerca de quinientos y, en medio de una lluvia de flechas y piedras, los defensores, diez colonos, quisieron hacer fuego. Pero el Padre Salvatierra, «no pudiendo sufrir la perdición de ninguna de aquellas almas dio orden de que no disparase sino en caso de no poder de otra suerte librar su propia vida».[23]El Padre, impulsado de su ardiente caridad, los conminó a pacificarse, pero en respuesta recibió tres flechas; una vez ahuyentados, al dar gracias al Altísimo por la victoria, admirados de no haber recibido daño alguno, «creció su admiración cuando observaron que casi todas las flechas se habían ido a clavar a la base de la cruz».[24]

Meses después, el P. Salvatierra escribía: «Comienzo esta relación sin saber si podré acabarla, porque al presente nos hayamos aquí en grande necesidad por falta de víveres, los cuales van cada día escaseando más, y como yo soy el más viejo de todos los del campo de Loreto, seré el primero en pagar el común tributo a la naturaleza».[25]

Asistencia social

En pocas actividades realizadas por los misioneros se vive con mayor profundidad la caridad que en la obra hospitalaria. El amor fraterno y la sintonía espiritual se proyectan de manera admirable en la asistencia social, en la práctica de las obras de misericordia, quedando de manifiesto el prójimo, ya que «todo cuanto hicisteis por cada uno de estos conmigo lo habéis hecho». «El amor recto de sí mismo va unido inmediatamente al amor también al hermano como a sí mismo»; si le «ayudamos y asistimos en todo lo posible, ahí quedan resumidos todos los deberes de la caridad cristiana».[26]El P. Acosta exhorta al sacerdote de Cristo «a poner en práctica, de palabra y con su ejemplo, las implicaciones de la caridad cristiana que se refieren a la beneficencia.[27]

Apenas once años después del arribo colombino a la Española, en 1503 funciona ya el Hospital de San Nicolás de Bari, fundado años atrás y apoyado por Don Nicolás de Obando. «La institución fue progresando y en la segunda mitad del siglo XVI tenía capacidad para cincuenta personas.[28]En las instrucciones a Diego Colón en 1509, se mencionan los Hospitales de San Buenaventura y la Concepción. En éstos, los primeros de América, se muestra el ímpetu con que pasaba al nuevo mundo la obra hospitalaria.

En la Nueva España, el conquistador Hernán Cortés funda los Hospitales de la Concepción y el de San Lázaro. Inmediatamente después de concluida la guerra de conquista, «el conquistador, como buen cristiano, consideró que el mejor homenaje que podía hacer a Dios, que le había dado la victoria, era una obra de caridad. Una obra mediante la cual hallasen consuelo en sus enfermedades los desvalidos».[29]Esta benemérita Institución, orgullo de la magna obra hospitalaria en América, cuenta en su haber 470 años de funcionamiento ininterrumpido en la Ciudad de México, resistiendo mutilaciones y mil circunstancias adversas. La Bula de erección de patronato está fechada en abril de 1529 y firmada por Su Santidad Clemente VII.

No podríamos dejar de citar la obra realizada por Vasco de Quiroga. A su llegada a México el 9 de enero de 1531, se encuentra con un mundo de dolor, miseria y desorganización que impacta su corazón: «Cosa de no poder creer si no se ve», escribirá él mismo. Ante esta situación reacciona, según Zumárraga, con un «amor visceral por los indios»; «pero no con la pequeñez de aquel que entiende que cumple su cristianismo teniendo al día algunos momentos de caridad, sino con esa plenitud de cristiano íntegro que sabe que la caridad es la vida entera, y que por tanto vive en caridad».[30]

Don Vasco, animado e inspirado en la obra de Tomás Moro, crea los pueblos-hospital en los que recogerá huérfanos, hospedará peregrinos y dará albergue a desvalidos, cuidará a los enfermos y a todos manifestará su amor. Sus «repúblicas- hospital», famosas todavía hoy por los logros alcanzados en organización social y política, así como progreso económico, podemos considerarlas como auténticos modelos de un orden social cristiano en pleno siglo XVI.

En este derroche de caridad que fueron los hospitales para indios, trabajaron heroicamente franciscanos, agustinos, hermanos de la caridad, juaninos, antoninos, betlemitas, clero secular y aun seglares. Entre ellos destaca por su acción visionaria el beato Pedro de Bethancur, quien funda la Hermandad Betlemítica en 1660 en Guatemala; éste facilitó el trabajo en sus hospitales «primero a sacerdotes, después a seglares distinguidos, y luego a familias enteras, como lo fue la del Virrey Duque de Alburquerque».[31]

Otro pilar del amor heroico es Bernardino Álvarez, fundador de los hermanos de la caridad y de dos redes hospitalarias abocadas a la atención de locos. «Contando ya setenta años de edad, cansado y enfermo, seguía saliendo a las calles y con gran humildad reclamaba de la sociedad el auxilio para sus pobres. Incansable en el pedir, invencible ante las humillaciones y trabajos que esto le implicaba, mereció que se le llamara: “limosnero heroico”. Formaba sus compañeros y los alentaba para soportar las penalidades de los trabajos que implicaba el tratar con locos, idiotas, incurables y con enfermos de la más baja esfera social como eran los esclavos y los forzados».[32]

De tal manera se derramó este espíritu benéfico, que la Dra. Josefina Muriel, autora de Los Hospitales de la Nueva España, ha descrito la fundación y funcionamiento de casi 200 hospitales tan sólo en la Nueva España en el siglo XVI. Algunos de ellos llegaron a atender a medio millar de enfermos durante epidemias. Hombro con hombro con los religiosos, los seglares, indios, mestizos, criollos, blancos, mulatos y negros, organizados en cofradías, congregaciones y órdenes terceras y alimentados por la oración, dieron un testimonio ejemplar de amor al prójimo, como lo refiere con profusión el P. Gabriel Guarda en su bellísimo estudio Los laicos en la cristianización de América.

En la ciudad de Lima en 1630 había 57 cofradías; «particularmente activas eran las de indígenas, la más antigua de las cuales era la fundada en Santo Domingo en 1554. Como todas las similares, sus miembros daban de comer a los pobres, visitaban a los enfermos».[33]«De todas nos parece haber sido la más interesante la de la Caridad, instituida para el enterramiento de los pobres».[34]

Hubo también multitud de casos de seglares que, consagrados integralmente a Dios y al servicio de sus hermanos, consumieron su vida: «a vía de ejemplo, entre los indios, Don Pablo, Rey de Michoacán, que muere vistiendo el hábito de la Compañía de Jesús, atendiendo a las víctimas de la peste de 1576, o a Don Juan, Cacique de Pátzcuaro, que vistió el sayal franciscano renunciando antes a su inmensa fortuna, que distribuyó entre los pobres».[35]

Una muestra impresionante de lo que puede lograr un hombre por amor a sus semejantes, la tenemos en la imponente obra realizada por Fray Francisco de Tembleque, quien durante diecisiete años trabajó en la construcción de un acueducto de 45 kilómetros de longitud para llevar el agua desde Cempoala a los indios de Otumba, que padecían terriblemente la escasez de agua, terminándolo hacia 1550. Tiene en su recorrido tres series de arcos, la primera de 46, la segunda de 13 y la tercera de 67. Tres siglos más tarde, la marquesa Calderón de la Barca los calificaba de «trabajos de gigantes».

Robert Ricard, en su trabajo La conquista espiritual de México, dice que «el misionero aparecía como la encarnación de la providencia para el indio». Y Fray Pedro Juárez de Escobar, en su relación enviada a Felipe II el 1 de abril de 1576, afirma que «los religiosos (para los indios) son sus padres y sus madres, sus abogados, sus representantes, sus defensores y sostén, sus escudos y protección, que en su lugar reciben los golpes de la desgracia; sus médicos y enfermeros, los mismo para sus llagas y dolencias corporales, que para las faltas y pecados en que por su miseria caen; a ellos recurren en sus sufrimientos y persecuciones, en sus hambres y escaseces, y en su regazo se refugian para llorar y lamentarse, como los niños en su madres.[36]La beneficencia pudo ser también medio e instrumento de conversión, pues atraía a los indios y les hacía ver el inmenso valor de la caridad cristiana; así, los hospitales llegaron a ser el sitio ideal donde se enseñó al indio el ejercicio de la caridad.

Frutos de santidad por el ejercicio heroico de la caridad en América

Sobresalen, como titanes del humanismo cristiano, San Martín de Porres, que «amaba a sus prójimos aún más que a sí mismo, ya que, por su humildad, los tenía a todos por más justos y perfectos que él»[37],lo que le valió por parte del pueblo el apelativo de «Martín de la Caridad»; San Pedro Claver, el «esclavo de los esclavos negros»: el amor por ellos consumió su cuerpo y su vida; o el beato Junípero Serra, quien, con su profundo amor, conquistó a los indómitos chichimecas de la Sierra Gorda Queretana, para, una vez pacificados, educados y cristianizados, salir a la fundación de docenas de ciudades en la costa pacífica de la Alta California.

La figura del «Apóstol de los Andes», Santo Toribio de Mogrovejo, de quien su secretario de visita, Ramírez Berrio, calcula aproximadamente que recorrió cuarenta mil kilómetros «en todas direcciones, en mula y a pie, cuando no a nado o semiahogado, o cadáver ambulante, y siempre por el filo de lo más difícil... »; « ¡Qué hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que predican el bien!». Santo Toribio escribe en 1602 al Rey Felipe III: «A lo que entiendo, habré hasta ahora confirmado más de seiscientas mil personas». Ejercía su ministerio, como lo afirma su biógrafo Nicolás Sánchez Prieto, buscando a los enfermos e impedidos en sus propias casas, especialmente en tiempo de la peste de viruelas, sin miedo alguno por su parte a contagio o peligro de muerte: «Que por estar todos los indios en sus casas caídos con la dicha enfermedad, se andaba el dicho señor Arzobispo de casa en casa a confirmar¬los, sufriendo el hedor pestilencial y materia de la dicha enfermedad. En lo cual conoció este testigo que el amor de verdadero pastor y gran santidad de dicho señor Arzobispo le haría sufrir y hacer lo que […]ni persona particular pudiera hacer».[38]

Nadie tiene más amor que aquel que entrega la vida por sus hermanos

Hubo también quienes llevaron su amor a Dios y a su prójimo hasta sus últimas consecuencias: la entrega de la vida misma. No es posible, refiriéndose a este tema, dejar de reconocer el testimonio heroico que en mi Patria, México, se ha dado en estos cinco siglos. El primero de ellos en 1527 en la Ciudad de Tlaxcala;el niño Cristóbal, bautizado y catequizado por Motolinía e hijo del cacique Axutecatl, mostró ser buen cristiano y a su mismo padre le decía que dejase los ídolos y los pecados en que estaba.

El padre, inundado de odio, determinó darle muerte, lo «tomó por los cabellos y le echó en el suelo dándole muy crueles coces, y como así no lo pudiese matar, tomó un palo grueso de encina y dióle con él muchos golpes por todo el cuerpo hasta quebrantarle y molerle los brazos y piernas, tanto que casi de todo el cuerpo corría sangre; el padre, cansado, viendo que el niño estaba con buen sentido, mandóle echar en un gran fuego de muy encendidas brasas y le revolvió de espaldas y de pechos cruelísimamente. Quitado el niño del fuego, con mucha paciencia encomendándose a Dios estuvo padeciendo toda una noche aquel dolor, pidió llamasen a su padre, el cual venido, el niño le dijo: ¡Oh padre! no pienses que estoy enojado, porque yo estoy muy alegre, y sábete que me has hecho más honra que no vale tu señorío».[39]

La lista de los mártires de la fe y la caridad en América es sumamente amplia, comienza en el siglo XVI y se alarga hasta nuestros días. Antonio de Valdivieso, Roque González de Santa Cruz, San Felipe de Jesús, son cuentas de un rosario de martirio en nuestra América. En noviembre próximo, una veintena de sacerdotes mexicanos, martirizados durante la persecución religiosa en México, serán beatificados por S.S. Juan Pablo II;sacerdotes que, al grito de « ¡Viva Cristo Rey!» y después de haber perdonado a sus ejecutores, entregaron su alma al Creador. Murieron por haber permanecido fieles a su ministerio y al servicio de sus hermanos[40]

«El próximo centenario del descubrimiento y de la primera evangelización -nos dijo Juan Pablo IIen Santo Domingo, «nos convoca pues a una nueva evangelización de América Latina […]para generar […] un gran futuro de esperanza. Éste tiene un nombre: "la civilización del amor"»,[41]una novísima civilización cristiana. Esta civilización cristiana tiene un pasado glorioso de amor en la historia de la evangelización de América. Hace quinientos años América descubrió a Cristo y, en Él, el amor divino del Padre.

Hasta hoy, mucho se ha hablado de la historia de los hechos aislados de odio y violencia que se sucedieron en estos quinientos años; resulta indispensable dar a conocer con profusión la historia del amor en América.

NOTAS

  1. Mateo 25, 35-36, 40.
  2. 2 Juan 13, 34-35.
  3. 1 Cor.13, l.
  4. Col 3, 14; Rom. 3, 10.
  5. LOZANO BARRAGAN, JAVIER Constructores del amor en América Latina. CELAM, Bogotá 1990, p. 176.
  6. Ib., p. 176.
  7. CATURELLI, ALBERTO. El Nuevo Mundo, Edamex, México 1992, p. 71.
  8. GONZÁLEZ FERNÁNDEZ, FIDEL. La evangelización en Latinoamérica. La formación de un nuevo pueblo, Documentación e información católica, México 1992.
  9. VALERIANO ANTONIO, Nican Mopohua, Ed. L.P.C. México 1985, p. 8.
  10. 1 Jn. 4,20
  11. JUAN PABLO II, Ante el V Centenario de la evangelización de América, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1985, p. 24.
  12. Ib.p. 13.
  13. ETCHEGARAY, ROGER. Constructores del amor en América Latina, CELAM, Bogotá 1990, p. 12.
  14. 14 Documento de Medellín, 1,4.
  15. JUAN PABLO 11, O.c., p. 28.
  16. ACOSTA, JOSÉ DE De procuranda Indorum Salute, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid 1987, p. 277.
  17. Ib. p. 287.
  18. Ib.p. 291.
  19. JUAN PABLO II, Encuentro con tos intelectuales mexicanos, FUNDICE, México 1991, p. 76.
  20. Ib.p. 24.
  21. CHATEAUBRIAND, FRANCOIS RENÉ, El Genio del Cristianismo.
  22. CLAVIJERO, FRANCISCO JAVIER. Historia de la Antigua o Baja California, Ed. Porrúa, México 1982, p. 92.
  23. Ib., p. 92.
  24. Ib. p. 93
  25. Ib. p. 100.
  26. ACOSTA, JOSE DE. o.c. p. 291.
  27. ACOSTA, o.c. p. 291
  28. PALM ERWIN WALTER, Los Hospitales antiguos de la Española, R. Dominicana, 1950, p. 7.
  29. MURIEL, JOSEFINA. Hospitales de la Nueva España, Tomo I, Universidad Nacional Autónoma de México-Cruz Roja Mexicana, México 1990, p. 37.
  30. Ib.p. 58-59
  31. PRESAS JUAN ANTONIO, Grandes Testigos de Nuestra Fe, CELAM, Bogotá 1986, p. 73
  32. MURIEL JOSEFINA, o.c.pp. 211-244.
  33. GUARDAGABRIEL, Los Laicos en la Cristianización de América, Ed. Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile 1987, p. 97.
  34. Ib., p. 98.
  35. Ib.
  36. RICARDROBERT, La Conquista Espiritual de México, Fondo de Cultura Económica, México 1986, p. 250.
  37. FALCHJORGE, Doce Santos Latinoamericanos, CELAM Bogotá 1987, p. 67.
  38. DÁVILA SANDRO, Irigoyen, II, p. 134.
  39. BENAVENTE,FRAY TORIBIO DE (MOTOLINÍA), Historia de los Indios de la Nueva España, Ed. Porrúa, México 1990, p. 176.
  40. Posteriormente esos sacerdotes, encabezados por Cristóbal Magallanes, fueron canonizados por San Juan Pablo II durante el jubileo del año 2000 (DHCIAL)
  41. JUAN PABLO II, Discurso a los obispos del CELAM en el Estadio Olímpico, 12 de octubre de 1984, en "L'Osservatore Romano", ed. española, 21-10-1984, p. 14.


ALEJANDRO CRAVIOTO LEBRIJA © Simposio CAL 1992