EVANGELIZACIÓN Y ENCOMIENDAS EN PERÚ

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Prólogo

La encomienda ocupó un lugar primordial en el desarrollo de los primeros tiempos de la colonización española en el Perú; en efecto, fue una de las instituciones que vertebró dicha colonización, en el sentido de que hizo posible el asentamiento de los pobladores españoles en territorio peruano.

La encomienda —institución que hunde sus raíces en la España medieval, pero que en América adquiere características muy peculiares— apareció en el Perú como el premio o recompensa que se otorgaba a los primeros conquistadores y pobladores por los servicios prestados a la Corona en la incorporación de tan vastos territorios al patrimonio de la monarquía castellana. La encomienda americana no supuso posesión de tierras, sino entrega de indígenas y de su fuerza de trabajo.

En este sentido, los indios que los encomenderos recibían trabajaban y tributaban en beneficio de éstos. Por su parte, los encomenderos adquirían también una serie de obligaciones para con sus indígenas tributarios. De este modo, la encomienda fue una institución que posibilitó el surgimiento de la sociedad hispano-peruana, al significar la realización de las ansias de riqueza y poder de los primeros conquistadores, intentando compatibilizar —aunque parezca paradójico— la libertad de la que en teoría gozaban los naturales con su compulsión al trabajo.

Así pues, en los primeros tiempos de la colonización del Perú fueron los encomenderos quienes prácticamente monopolizaron el poder, tanto en el aspecto económico como en las vertientes social y política. Diversas fueron las obligaciones que la legislación progresivamente impuso a los encomenderos. De ellas, fue justamente una de las más importantes la de encargarse de velar por la evangelización de sus indígenas, ya que precisamente la tarea misional estaba en las bases de la justificación de la conquista española de América.

Por eso, desde los inicios de la colonización las autoridades metropolitanas pretendieron establecer una íntima conexión entre la encomienda y la evangelización, al punto de haber señalado un autor que la encomienda fue, al menos en la mente de los legisladores, la base del sistema misional.

Sin embargo, y sobre todo en los primeros tiempos, la realidad discurrió por cauces bastante distintos de los señalados por los buenos deseos de quienes legislaron. Es más, como señala Armas Medina, entre los distintos conflictos surgidos en las primeras décadas de la colonización no fueron menores los derivados de hacer que los encomenderos fuesen cooperadores de la empresa evangelizadora. En razón del inmenso poder que en ésos primeros tiempos solían tener los encomenderos sobre sus indígenas, la explotación de éstos por aquéllos fue moneda corriente.

Así, por ejemplo, muchos encomenderos —sobre todo en esos años iniciales— impidieron el ingreso de doctrineros a los pueblos en los cuales vivían los indios a ellos encomendados, quizá para que no se entorpeciera su propósito de obtener el mayor beneficio económico de parte de sus indígenas. En esos primeros tiempos estaba dispuesto que cada encomendero debía residir muy próximo a sus indígenas, para poder cumplir con sus obligaciones, entre las cuales estaba la de velar por la catequización de aquéllos.

Es más, no podía otorgarse encomienda a alguien que no pudiese residir cerca de sus indios. Sin embargo, esta obligación fue pronto variada, en vista de que la mayoría de los encomenderos se habían convertido en un obstáculo para la labor evangelizadora. En unos casos, el obstáculo venía dado por el hecho ya aludido de impedir que los doctrineros entraran a los pueblos donde residían los indios a ellos encomendados; en otras ocasiones, el obstáculo estaba configurado por las eventuales connivencias entre encomendero y doctrinero en perjuicio de los naturales.

Posteriormente, y por todo ello, se dispuso que bajo ningún concepto residiese el encomendero en los pueblos donde lo hacían sus indígenas, ni que entrase por motivo alguno a ellos; y que cumpliese la obligación de vecindad instalándose en la ciudad cabecera de la jurisdicción donde se localizasen los indios a ellos encomendados. Paradójicamente, como señala un autor, esta disposición significó el inicio de una nueva etapa, en la cual “comienza la evangelización sin el estorbo de los encomenderos”, quienes habían sido en teoría los encargados de cuidar por su normal desarrollo.

Desde un principio se estableció la obligación que todo encomendero tenía de mantener a un misionero —dándole su debido sustento— para que residiese junto a sus indígenas y los instruyese en la doctrina cristiana. Pero en esas primeras y convulsionadas décadas de la colonización muchas encomiendas carecieron de doctrinero, por diversas razones: no abundaban las personas calificadas para ello; las propias guerras civiles fueron un gran obstáculo para la organización de la labor evangelizadora.

Como sugiere Lockhart, posiblemente a muchos clérigos o religiosos no les atraía el residir en los repartimientos, con la consiguiente lejanía o aislamiento de las poblaciones españolas, percibiendo una paga muy corta, y ocupando una posición ciertamente no brillante en términos sociales. El mismo autor calcula que a mediados del siglo XVI el sueldo promedio anual de los doctrineros se situaba en torno a los 300 pesos.

Desde que se empezaron a establecer las tasas de los repartimientos, a partir de las visitas a la tierra, la paga de la doctrina se convirtió en uno de los rubros que conformaron las «costas», que a su vez debían ser pagadas con la «gruesa» o total de los tributos sufragados por los indios de cada repartimiento. Pero en todo caso la obligación a los encomenderos para velar por la evangelización se estableció —reiteramos— desde el propio inicio de la colonización.

En este sentido puede ser interesante analizar las fórmulas que los diversos gobernantes del Perú utilizaron al momento de conceder encomiendas. Para esto es muy útil la consulta de un significativo documentó en el que se expresan las diversas formas con que encomendaron indios en el Perú Francisco Pizarro, Cristóbal Vaca de Castro, Pedro de la Gasca, el marqués de Cañete, el conde de Nieva, Lope García de Castro y Francisco de Toledo.

De acuerdo con ese documento, la obligación de evangelizar que todo encomendero contraía se especificó desde los primeros depósitos otorgados por Francisco Pizarro. Luego, cuando ya el marqués gobernador empezó a otorgar formalmente encomiendas, reiteró la obligación que cada beneficiario contraía de instruir a sus indios en la doctrina cristiana: “[...] y que habiendo religiosos que doctrinen los dichos indios los traigáis ante ellos para que sean instruidos en las cosas de nuestra religión cristiana […]”

Igualmente, se señalaba la grave responsabilidad que debía pesar sobre las conciencias de los encomenderos si no colaboraban en la tarea evangelizadora: “[…] de los cuales dichos indios os habéis de servir conforme a los mandamientos reales y con tanto que seáis obligado a los doctrinar y enseñar en las cosas de nuestra san te fe católica y les hacer todo buen tratamiento como Su Majestad manda y si así no lo hiciereis cargue sobre vuestra conciencia y no sobre la de Su Majestad ni mía que en su real nombre vos los encomiendo […]”.

Más adelante, en los autos de concesión de encomiendas expedidos por el licenciado Cristóbal Vaca de Castro, se reiteraba la obligación que todo encomendero asumía de instruir a sus indios “en las cosas de nuestra santa fe católica”, como lo señalaron también los siguientes gobernantes del Perú hasta la época del virrey Toledo. Los autos de concesión de encomiendas expedidos por este virrey se caracterizaron por ser más detallados en la explicación de las obligaciones que los encomenderos contraían.

En cuanto a la evangelización, además de señalar que los encomenderos debían velar solícitamente por la labor de adoctrinamiento de los indios a su cargo en la fe cristiana, se ponía especial énfasis en el deber que todo encomendero tenía —para poder, entre otras cosas, cumplir con dicha tarea— de residir en la ciudad cabecera de la jurisdicción donde habitasen los indios a él encomendados.

Si bien quienes directamente concedían en el Perú las encomiendas, no dejaron de señalar claramente la obligación que todo encomendero contraía de velar por la evangelización de los naturales, las propias autoridades metropolitanas, también desde fechas muy tempranas, establecieron explícitamente la obligación evangelizadora de los encomenderos del Perú.

Por ejemplo, por real cédula de 3 de noviembre de 1536 se especificó que todo español que en el Perú recibiera indígenas, en depósito o en encomienda, tenía la obligación de proporcionar un clérigo, un religioso o, a falta de ellos, una persona lega de buena vida y ejemplo, con el objeto de instruir en la fe católica a los encomendados.

En este sentido, el cronista agustino Fray Antonio de la Calancha refirió que en los primeros tiempos no fue poco frecuente el que los encomenderos recurrieran a contratar —cuando aún era escaso en el Perú el número de clérigos y frailes— a personas que actuasen como doctrinantes seculares; censuró el cronista el que en ocasiones éstos hubiesen sido «haraganes vagabundos» que aceptaban esta función por el dinero que les reportaba, pero sin interesarse en desempeñarla debidamente. Reprobó también que en esos casos hubiese encomenderos que no enseñasen directamente la doctrina cristiana a sus indios, intuyendo que se debía a que “les parecía que un señor de vasallos parecería sacristán”.

En definitiva, si bien el hecho de velar por la evangelización de los indígenas era una de las principales obligaciones de los encomenderos, muchos de éstos no se preocuparon por cumplir tal deber, convirtiéndose en ocasiones en elementos incluso en perturbadores de la evangelización, en escándalo y antitestimonio, como tendremos oportunidad de señalar más adelante.

El gobernador Vaca de Castro, en carta escrita al monarca el 24 de noviembre de 1542, señalaba que no pocos encomenderos se excusaban de la obligación que tenían de instruir a sus indígenas, amparándose en el hecho del corto número de clérigos que había en el Perú para tal labor, pero sin preocuparse de suplir tal carencia encargándose ellos mismos de la tarea evangelizadora, o bien haciéndolo a través de personas legas, como estaba dispuesto por la legislación.

En la misma carta, Vaca de Castro refería que también se había dado el caso de negarse los indígenas a pagar el tributo correspondiente al encomendero, apoyándose en el hecho de no habérseles proporcionado doctrinero, como ocurrió, por ejemplo, con los indios del repartimiento de Végueta, cuyo encomendero era Nicolás de Ribera el Viejo.

Las reformas hechas posteriormente por el virrey Francisco de Toledo —a quien ya hemos aludido líneas más arriba— incidieron también de modo importante en el asunto de la obligación que tenían los encomenderos de velar por la evangelización. En este sentido, dicho virrey presionó a los encomenderos para que efectivamente sostuviesen a los sacerdotes en su labor evangelizadora con los indios a ellos encomendados, y no se valiesen de cualquier pretexto para evadir dicho deber. Además, el virrey dispuso que si en algún repartimiento la doctrina requería para su sostenimiento un pago mayor al previsto por la tasa, debía el encomendero sufragarlo por sus propios medios, sin poderles exigir ningún tributo adicional a los indios.

Toledo intentó que se cumplieran diversas normas dadas anteriormente y que no eran observadas por los encomenderos o por las propias autoridades. Por ejemplo, por medio de real cédula de 10 de mayo de 1551 se había establecido que se despojase de sus mercedes a todos aquellos encomenderos que no cumpliesen con la obligación de mantener en sus repartimientos el número suficiente de sacerdotes para doctrinar a los indígenas por ellos comprendidos.

Posteriormente, en 1554 la Corona reiteró sus amenazas contra los encomenderos que no velasen por el adoctrinamiento de sus indios en la fe cristiana. Pero incluso después de la gestión toledana siguieron dándose disposiciones recordando la obligación que tenían los encomenderos de cuidar la evangelización: por ejemplo, en 1596 Felipe II dio instrucciones muy precisas a los virreyes y gobernadores de las diversas provincias indianas para que verificasen que en los repartimientos de indios que proveyeren se atendiese adecuadamente a la doctrina de los indios: “[...] porque esto es lo más principal, y a que han de acudir con mayor cuidado”.

Igualmente, el rey ordenaba que en el caso de que las rentas de una determinada encomienda no fuesen suficientes para sostener la doctrina y al encomendero, se prefiriese mantener la doctrina, aunque quedase el encomendero sin renta alguna.

Sin embargo, el descuido en cuanto a la labor de evangelización con respecto a los indios encomendados no fue en todos los casos sólo atribuible a negligencia de los encomenderos. Por ejemplo, las guerras civiles entre los conquistadores causaron gran devastación entre la población indígena, y evidentemente dificultaron la labor evangelizadora.

Unido a ello, sobre todo en los primeros tiempos, el hecho de la escasez de misioneros, y su dispersión y falta de enlace, el resultado fue que efectivamente la catequización de los indígenas no se acometió de manera ordenada. A esto también debemos añadir, como señala Vargas Ugarte, el hecho de que los conquistadores no tuvieron, por lo general, “ideas fijas sobre el modo de atraer a los indios a la fe”.

Pero frente a ello también se dieron casos positivos en cuanto a las actuaciones de los encomenderos con respecto a la evangelización: por ejemplo, en el hecho de que algunos encomenderos solicitaron al rey el envío de clérigos al Perú, por ser insuficiente el número de doctrineros para llevar a cabo la labor de cristianización de los indígenas. Asimismo, no fueron pocos los casos, en los primeros tiempos de la colonización, cuando aún no estaba establecida la jerarquía eclesiástica, en los que los encomenderos llamaron a los religiosos para que realizaran su tarea evangelizadora.

Son varios los ejemplos que en este sentido nos ofrece Vargas Ugarte. Tampoco son escasos los ejemplos de encomenderos que gastaron fuertes sumas en construir o enriquecer edificios religiosos. Así, Antonio de Oré y Río, encomendero de Hanan Chilques y padre del ilustre franciscano Luis Jerónimo de Oré, construyó el monasterio de Santa Clara de Huamanga. Igualmente, Hernando Palomino gastó gran cantidad de dinero en tallar y decorar la capilla principal de la iglesia de los dominicos en Huamanga.

Por otra parte, con frecuencia los propios doctrineros demostraron conducta bastante reprobable en el desempeño de sus funciones. Por ejemplo, en los primeros tiempos, cuando la designación de los doctrineros dependía exclusivamente de los correspondientes encomenderos, éstos en muchos casos elegían para tales funciones a aquellos curas que no les impidieran el obtener las máximas ganancias de la población encomendada, o —peor aún— a quienes pudieran colaborar con ellos en sus granjerías. Incluso en ciertos casos se trató de parientes de los propios encomenderos.

Ya en 1597, y con el propósito de frenar en algo ese tipo de excesos, las autoridades metropolitanas dispusieron, con respecto a todos los territorios indianos, que no se encargara de las doctrinas de indios encomendados a deudos ni a parientes de los poseedores de esos repartimientos. En realidad, el hecho de que los encomenderos escogiesen a los doctrineros fue causa de muchos problemas que iban en detrimento de la tarea evangelizadora. Es ilustrativa una carta que Fray Domingo de Santo Tomás escribió en 1563 —ya no se trataba, por tanto, de los primerísimos años de la colonización—, en la que decía que:

“Hasta ahora ha habido en esta tierra un gran desorden y monstruosidad y es que los encomenderos proveen en sus encomiendas los sacerdotes que quieren, para la doctrina de los indios y las más de las veces quieren los que no deben, porque proveen los que les ayudan a sacar mejor sus tributos y tienen cuenta con sus granjerías y aun algunas veces con quien pasen su tiempo en jugar [...] y los prelados no han sido parte para quitar ni poner en las doctrinas sacerdotes sino quien los encomenderos quieren […]”.

Poco tiempo después, y quizá como consecuencia de las quejas de Fray Domingo, se expidió una real cédula en la que se prohibía que los doctrineros fueran nombrados por los encomenderos, y se ordenaba que tales designaciones estuviesen a cargo de los obispos. Ya en la década anterior, concretamente el 23 de septiembre de 1552, se había promulgado una real cédula disponiendo lo mismo. El hecho de que años después se reiterara la misma disposición nos hace ver que se había echado en falta su cumplimiento. Con ello se quisieron también evitar las alianzas que en ocasiones ocurrieron entre encomenderos y doctrineros, con el fin de despojar de su autoridad a algún curaca (cacique) que defendiera a los naturales.

En realidad, desde los muy primeros años de la colonización se suscitaron problemas ocasionados por mala conducta de doctrineros. Por ello, el 29 de julio de 1536 se expidió una real cédula disponiendo que el gobernador Pizarro debía echar del Perú a los religiosos que “no han dado ni dan buen ejemplo, antes bien viven escandalosa y deshonestamente”. Y muchas fueron las quejas contra el mal proceder de esos doctrineros, acusándoseles de “interesados y codiciosos y más atentos a juntar buenos pesos de oro para volverse a España con ellos, que a catequizar a los indios y arrancarlos del error” .

En este sentido, en ciertos casos los doctrineros aprovecharon su estatus religioso para obtener trabajo gratis de los indígenas, al punto de producir en ciertos casos celos de los encomenderos. Quizá el interés de ciertos doctrineros por continuar realizando prácticas ilícitas de diverso tipo estuvo en la raíz de algunas de las frecuentes quejas que los eclesiásticos formularon contra la creación de la figura del corregidor de indios.

En efecto, en 1565 el gobernador Lope García de Castro había decidido el nombramiento de los corregidores, viendo en ello muchas ventajas: entre otras cosas, estas nuevas autoridades, según él, controlarían de manera más eficaz cualquier posible rebelión indígena que se suscitase, terminarían con los abusos inferidos a los indios por los videros o por los propios curacas, y reunirían a los naturales en núcleos urbanos. Muchos eclesiásticos acusaron a estas nuevas autoridades de abusivas y corruptas.

Si bien sabemos que esto fue bastante cierto, no lo fue menos el hecho de que los corregidores aparecieron como autoridades que disminuirían el poder de los sacerdotes, observarían su conducta y eventualmente también supondrían una competencia en las actividades ilícitas. Como señala Guillermo Lohmann, “no eran escasos, por desgracia, los doctrineros que veían en su quehacer apostólico sólo un medio de lucro”.

En otras ocasiones, sin embargo, los doctrineros se aliaron con los indios tributarios para lograr que éstos pagaran menor tributo a su encomendero. Una modalidad fue, por ejemplo, la de ayudar a los naturales para consignar a tributarios escondidos entre los muertos y los ausentes. En este sentido, el ya citado Hernando Palomino, encomendero en la jurisdicción de Huamanga, se quejó de que los doctrineros de sus indios soras certificaban falsamente la muerte de no pocos indígenas, para que no fueran contados entre los tributarios.

A medida que se fue estableciendo de manera general el sistema de las tasaciones, los doctrineros empezaron a percibir para su sostenimiento —como ya antes hemos señalado— cierta parte del tributo de los repartimientos, ya fuera en especies, en moneda, o incluso en algunos casos en trabajo. Muchos se las ingeniaron para obtener el mayor provecho de esas asignaciones; en ese sentido, en ocasiones negociaron con los productos vendiéndolos en mercados urbanos, ganando así cierta utilidad adicional. Fueron frecuentes los negocios de ese tipo, a pesar de las críticas que recibían y de diversas medidas oficiales dirigidas a impedirlos. Señala James Lockhart que los doctrineros no solían permanecer durante largos períodos de tiempo dirigiendo sus respectivas doctrinas. Muchos veían éstas sólo como un recurso provisional, para sostenerse hasta alcanzar alguna otra mejor función. Todo lo cual no excluiría la existencia de doctrineros con miras más altas y que desempeñaron sus funciones con un claro espíritu apostólico. En definitiva éstas han sido sólo algunas notas en torno a la encomienda y la evangelización en el Perú del siglo XVI, en las que hemos pretendido poner de relieve la íntima conexión que desde un principio las autoridades quisieron establecer entre una y otra, aunque la realidad de los hechos —como también lo hemos visto— no discurrió necesariamente por los mismos derroteros.


NOTAS

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JOSE DE LA PUENTE BRUNKE

©Revista Peruana de Historia Eclesiástica, 2 (1992) 259-269