EVANGELIZACIÓN; Los movimientos misioneros

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
Revisión del 16:32 15 abr 2018 de Vrosasr (discusión | contribuciones) (→‎NOTAS)
(dif) ← Revisión anterior | Revisión actual (dif) | Revisión siguiente → (dif)
Ir a la navegaciónIr a la búsqueda

Los movimientos eclesiales en la modernidad

La edad moderna (a partir de los siglos XV-XVI) abrió un periodo que planteó a la Iglesia y a la sociedad europea problemas diferentes y complejos, siendo, en definitiva, una civilización susceptible de nuevos y amplios desarrollos. La Iglesia pierde progresivamente la función de guía y animadora de la civilización, que había sido su característica durante el periodo medieval.

Las nuevas fuerzas sociales tienden a desvincularse progresivamente de la Iglesia, a seguir un camino autónomo y, a menudo, a actuar contra la Iglesia misma. El primer signo de esta separación es la ruptura de la «Pax Christiana».

La crisis que se abre con la época moderna “es la más grave porque toda la civilización se sale del cauce abierto por la Iglesia y va en dirección opuesta... Las monarquías, a las que la Iglesia había conferido corona y cetro, compiten con ella... Las nacionalidades afianzan la joven cohesión desmembrando la unidad religiosa del mundo occidental”.[1]

Sin embargo, la Iglesia se salva de la crisis por la fuerza del Espíritu Santo que actúa continuamente en ella, incluso en las circunstancias más cruciales y frente a las insidias más peligrosas. Esta fuerza se hace visible, sobre todo, a través de los carismas que el Espíritu dona a los miembros de la Iglesia en favor de ella misma y del mundo. Es el caso de los años críticos que van desde el siglo XIV al siglo XVII.

En este largo período histórico, el paso no está marcado por una neta separación entre los cuadros históricos de dos edades (medieval y moderna), sino por su compenetración: a pesar de la imprevisible sucesión de realidades históricas, una cierta continuidad vincula una época a la otra: mientras que algunos elementos, ya viejos, desaparecen, otros elementos permanecen como substrato común sobre el que van a superponerse los nuevos elementos.

Se abandona la vieja escolástica y aparece un nuevo humanismo; se deja el antiguo feudalismo y aparece la burguesía social; se desmorona la antigua unidad política fundamental del Imperio y nacen los nuevos estados nacionales; Iglesia y Papado pierden su antigua función directora de la civilización occidental y emergen nuevas mentalidades filosóficas y culturales de signo siempre más secularizado.

A la luz de este cuadro se pueden captar más fácilmente las líneas fundamentales de la modernidad, dominada por el individualismo y el subjetivismo, por la expresión autónoma de la civilización y por una postura anti-eclesial que lleva al progresivo alejamiento de la Iglesia.

Este proceso no se realiza a la vez en todos sus aspectos, sino que es un camino lento pero preciso, que desembocará con el tiempo en las posturas de la ilustración racionalista, o el las actitudes de la Revolución francesa y sus secuelas sociales, políticas y culturales, con el nacimiento del liberalismo económico, cultural y social.

Precisamente ya desde los comienzos de esta época moderna, asistimos al nacimiento de aquel florilegio de movimientos y realidades que tomarán las riendas de las propuestas católicas ante la nueva situación. Nos referimos a las grandes figuras de la historia de la santidad profética y los carismas que los acompañan, así como a las congregaciones religiosas que de ellas nacen. Entre ellas hay que citar como punto culminante, marchando a la cabeza, a la Compañía de Jesús, fundada por Ignacio de Loyola.

En aquel marco de caótica confusión cultural y social, nos topamos con figuras contrapuestas, algunas emblemáticas de aquella dura situación. Por ejemplo, la del Lutero de la protesta anti-eclesial y la de la obediencia eclesial de Ignacio de Loyola; dos temperamentos y dos propuestas que caminan por senderos opuestos en aquella edad crítica, desgajando el uno la unidad de la Iglesia, poniendo el otro totalmente su carisma al servicio de la misma, con experiencias educativas y misioneras fuertemente liberadoras desde sus comienzos.

Los movimientos en la preparación de la evangelización del Nuevo Mundo

En el Nuevo Mundo, desde Brasil, Perú y Paraguay, hasta el corazón de Mesoamérica, en el norte del actual México, están sus experiencias misioneras y educativas, peculiares en tal sentido, de las diversas reducciones y misiones.

En la historia de la Iglesia moderna, la auto- reforma eclesial surgida frente a las actitudes mundanas ampliamente arraigadas en su seno a partir del siglo XIV hasta el XVII, se realiza a través de los movimientos eclesiales suscitados por el Espíritu Santo en el seno de la Iglesia a lo largo de aquellos cuatro largos siglos.

Sirven de poco las reacciones de defensa adoptadas por la Iglesia contra los diferentes ataques. A menudo estas reacciones, que encuentran una expresión concreta en los decretos disciplinares de los Concilios o en la institución de tribunales eclesiástico-civiles coercitivos como la Inquisición, no renuevan significativamente a la vida interna de la Iglesia, ni sirven de ayuda a la obra del anuncio misionero.

A estos dos objetivos contribuyen, sin embargo, en gran medida, los diferentes fundadores carismáticos de movimientos eclesiales y sus hijos e hijas. A través de estos tomarán cuerpo y se pondrán en práctica los diferentes decretos conciliares de reforma; desde el de Constanza hasta el de Trento.

Por eso, los diferentes movimientos de auto-reforma de la Iglesia comprometidos con la defensa de la fe ortodoxa y la difusión misionera y, por tanto, con la presencia cristiana en la vida de la sociedad, están ligados indisolublemente en este periodo a los diferentes movimientos eclesiales, que representan voces proféticas y evangélicas.

En tal sentido son también propuestas «mesiánicas» de renovación eclesial y social, como fueron las llamadas «Congregaciones de observancia» en el seno de las viejas y decadentes Órdenes religiosas. Ellas llevarán precisamente el peso mayor de la evangelización del Nuevo Mundo, a las que se les sumará poco después la Compañía de Jesús.

La Observancia expresa la conciencia y el compromiso de tomarse en serio el carisma decaído. Este compromiso salva, en definitiva, a muchas órdenes religiosas antiguas. Estos amplios movimientos de renovación cristiana, cada grupo, cada compañía de amigos congregados en torno a la voz profética de un fundador y de su carisma, independientemente de las modalidades de las respectivas congregaciones, producen en la vida de la Iglesia un amplio movimiento de renovación que va más allá de la configuración jurídica asociativa de la propia «compañía».

Uno de los casos más significativos es el ya señalado de la Compañía de Jesús, que desempeñará en la Iglesia un papel tan fundamental, que no se podrá estudiar la historia sucesiva de la Iglesia sin pasar a través de la experiencia y de la fecundidad de Ignacio de Loyola y de sus hijos.

A esta historia tan ricamente fecunda, hay que añadir otras figuras emblemáticas y milagros oportunos regalados por Dios a su Iglesia en aquellos siglos controvertidos, como las de Francisco Javier, Felipe Neri, Juan de Ávila, Teresa de Jesús, Rosa de Lima, Carlos Borromeo, Toribio de Mogrovejo, Francisco de Sales, Vicente de Paul, y otra pléyade de profetas y evangelizadores en aquellos siglos confusos.

En esta época y en estas figuras echa sus raíces el moderno movimiento misionero que llevará a la fundación de la «Congregación de Propaganda Fide» (1622), con su presencia profética y por ello mesiánica, allí donde existía una confrontación entre las exigencias vivas del hombre y el perenne mensaje del Evangelio, incluso en los ámbitos más difíciles.

En las encrucijadas de las ideologías y en las trincheras sociales... encontramos la presencia de estos hombres y mujeres renovados por la obediencia al Espíritu en aras al Evangelio.[2]


La obra misionera en el Nuevo Mundo

En esta historia entra de lleno la obra misionera en el Nuevo Mundo. Ella fue en realidad una obra de todo el pueblo de Dios. El descubrimiento del Nuevo Mundo coincidió con uno de los más fecundos movimientos misioneros en la historia de la Iglesia.

El origen de dicho movimiento se encuentra en la reforma de la Iglesia promovida en España por Isabel la Católica y numerosos reformadores, como el cardenal Cisneros, sobre todo a través de la reforma de la vida religiosa con el nacimiento de las ya señaladas «congregaciones de observancia» en el seno de las antiguas Órdenes religiosas.

Esta reforma católica va a la par también en algunos países del resto de Europa. Surgieron también nuevas órdenes religiosas, como el caso también ya señalado de los jesuitas, y más tarde, con el Concilio de Trento la reforma católica será definitivamente impulsada.

No obstante, en el caso de Hispanoamérica la evangelización fue obra de los diversos componentes del pueblo de Dios: la Corona, los administradores de la misma, muchos de los conquistadores y colonos con fuerte conciencia cristiana, el clero diocesano y el clero religioso, incluidos desde el primer momento los indios convertidos, como se ve en la historia de los niños beatos mártires de Tlaxcala y el caso del indio vidente de Guadalupe san Juan Diego Cuauhtlatoatzin.

Y aquí hay que apuntar necesariamente el papel fundamental que ejerció en la historia de la evangelización del Continente un hecho extraordinariamente profético y de gracia, como lo fue el Acontecimiento guadalupano, “pulso y corazón de los pueblos de América, cimiento de su fe y cultura”.[3]

El anuncio del Evangelio fue complejo y variado, realizado por muchos, incluso por soldados, marineros y comerciantes. Sólo una visión esquemática y abstracta de la historia puede hacer creer que hayan sido sólo los religiosos los protagonistas de la evangelización. La conversión en masa que se verificó en el Nuevo Continente sólo es explicable desde la santidad de vida que acompañó la predicación de muchos de los evangelizadores, más fuerte que las guerras, injusticias y estragos de la conquista y sus secuelas.


Las Órdenes Misioneras

Sin embargo y sin la menor duda, el papel fundamental lo desarrollaron las órdenes religiosas misioneras. La evangelización directa comenzó a partir de 1493 bajo la dirección del primer delegado papal en el Nuevo Mundo: Fray Bernardo Boyl, antiguo monje de Montserrat que había pasado a la orden de «los mínimos». Le acompañaban el ermitaño Fray Román Pané, el sacerdote mercedario Juan Infante y tres franciscanos: el sacerdote Rodrigo Pérez y los hermanos legos Juan Deledeule y Juan Tisin o Cosin.

Los misioneros por antonomasia serán en su mayoría religiosos. Ya como «Orden» y no como personas particulares, llegaron a América en esta secuencia: tras los franciscanos (1501), los dominicos (1510), los agustinos (1532), los jesuitas (1566), los carmelitas descalzos (1585), los mercedarios (1519, 1537 y 1589), los benedictinos (1602), la Congregación de la Caridad o de San Hipólito (1594), los hermanos de San Juan de Dios (1603), los ermitaños de San Antonio Abad (1628), los capuchinos (1647), Se calcula en 5000 los misioneros que partieron de Europa hacia América durante el siglo XVI.

Los betlemitas, que fueron fundados en Guatemala en 1655, serán la primera orden religiosa nacida en América.

La mayoría de estos misioneros fueron sacerdotes que tenían una buena preparación intelectual y pertenecían a las congregaciones de observancia o a las nuevas órdenes fundadas. Sin embargo, el trabajo de los hermanos laicos superó en ocasiones, sobre todo al principio, el de los mismos sacerdotes. Entre ellos se encuentran los primeros franciscanos de las Antillas, Juan Deledoule y Juan Tisin, y el laico Cristóbal Rodríguez, misionero natural de Palos de Moguer. También las mujeres tendrán un papel notable en la evangelización. En este ámbito hay que recordar la presencia novedosa de la Compañía de María.

Características exigidas a los misioneros

¿Cómo se elegían los misioneros? La selección era compleja y cuidada. Se consideraba indispensable que fueran hombres de vida ordenada y santa. Además, solo se permitía ir a América a aquellos que lo pedían explícitamente. El mismo Hernán Cortés, escribía en 1521a Carlos V pidiéndole religiosos que vivieran radicalmente la pobreza y estuviesen provistos de amplísimas facultades misioneras.

De hecho, los misioneros gozaron de una gran libertad frente a los poderes civiles (inmunidad, privilegios legislativos, exención de grandes territorios de la jurisdicción civil, derecho de asilo, etc.). Sus intervenciones dieron lugar a una legislación peculiar: el derecho de las Indias, y a apasionados debates sobre los derechos humanos.

Fue precisamente en el ámbito universitario de Salamanca donde va a nacer la conocida Escuela jurídica de Salamanca, con el dominico Francisco de Victoria como su principal exponente, junto a otros numerosos miembros de su Órden que lucharán denodadamente por la justicia y la dignidad de los indígenas, como Bartolomé de las Casas, por citar al más conocido. El derecho internacional nace precisamente de tal Escuela.

El mundo nuevo que encontraron los misioneros y las exigencias de la vocación misionera en aquellas circunstancias, exigían ciertamente apóstoles con una fuerte personalidad y un temple espiritual especial. Las mismas disposiciones de los sínodos americanos son severísimas respecto a la vida de los misioneros, buscando que muestren la belleza del cristianismo y sea la mejor catequesis para todos. Entre los rasgos más característicos de su espiritualidad podemos destacar:

a) La radicalidad evangélica según el carisma originario, como se ve claramente en las diversas bulas pontificias, especialmente en la Omnimoda (1522) de Adriano VI por la que se establecen los criterios de la elección de los misioneros;[4]el primer criterio fue el del retorno a la primitiva “instituti inspirario”, favorecida en España a partir de la reforma isabelina.

b) Disponibilidad al martirio. Se trataba de la disponibilidad para consumir la propia vida en favor de la misión, incluso con el martirio si así lo pedía el Señor. El gran número de mártires testimonia el celo apostólico de estos misioneros. Pese a las muertes de sus miembros las órdenes religiosas no cesaban de enviar nuevos misioneros. c) Un viaje sin retorno: la misión era una vocación de por vida. Quien optaba por la misión lo hacía para siempre. Así lo establecía la legislación española. Desde su partida el misionero pertenecía a los indios y en aquellas tierras debía estar dispuesto a trabajar, padecer y morir. d) La radical pobreza evangélica, que fue uno de los aspectos que más favoreció el encuentro de los misioneros con los indios, y de los que más movió a éstos a la conversión al cristianismo. En un mundo donde el deseo de riquezas y de poder se había convertido en algo cotidiano, la pobreza fue considerada como parte integrante de la evangelización.

Este testimonio tuvo tal importancia que su urgencia se encuentra en todas las disposiciones de la Corona, de los concilios de las Indias y de los Capítulos de las órdenes religiosas, que regulan la actividad misionera. En este sentido se prohibieron la imposición de penas pecuniarias a los fieles y el cobro por la administración de los sacramentos -aspecto que fue observado durante los tres siglos de dominación española.

Tanto su pobreza como el respeto que estos hombres suscitaban en los conquistadores asombraron desde el primer momento a los indios, siendo para ellos motivo de conversión.

Las rutas de la evangelización

Un estudio de las rutas de la evangelización muestra claramente las características de los misioneros. La primera fue la del Caribe, sobre todo a partir de la isla Hispaniola, algo caótica en sus comienzos (1493-1519). Aquí surgen los primeros problemas y los primeros encendidos debates sobre los derechos de los indios y sobre la conquista (los dominicos como Antonio de Montesinos, y Bartolomé de las Casas). Desde aquí parten las distintas rutas hacia las otras islas (como Cuba y Puerto Rico), hacia el Continente (Tierra Firme, desde Panamá a Cunam en Venezuela), Florida y Yucatán.

Le sigue la ruta mexicana, que tiene por plataforma a Cuba y se desenvuelve desde Yucatán hasta el Valle de México, y desde allí hacia los cuatro puntos cardinales. Precisamente, aquí, en el corazón del imperio Azteca, en el valle del Anáhuac, sucede el Acontecimiento guadalupano, que se convertirá en “el pulso y el corazón, el cimiento de la fe y de la cultura católica del Continente”, como escribíamos en un estudio histórico sobre el argumento.[5]

Desde 1523 a 1546 se vive una intensa actividad misionera con la llegada en 1524 de los franciscanos llamados «Doce Apóstoles de México». Entre esos doce primeros misioneros destacan Martín de Valencia, y Toribio de Benavente, llamado «Motolinía» (hombre muy pobre, en lengua náhuatl) por los indígenas de Tlaxcala.

En la evangelización de la Nueva España también destacan los misioneros Pedro de Gante, Juan de Zumárraga (primer obispo de la ciudad de México), Bernardino de Sahagún, los dominicos Julián Garcés (primer obispo en tierras de México); los agustinos; el gran obispo don Vasco de Quiroga, que puso las bases de las grades experiencias de las Reducciones etc...

Los chichimecas del norte mexicano hasta Texas y Nuevo México (considerados por los aztecas pueblos «barbaros») son evangelizados sobre todo por franciscanos a partir del siglo XVI (en el siglo XVIII surgirá la figura de fray Junípero Serra) y el jesuita Eusebio Francisco Kino, apóstol de las Californias.

La ruta centroamericana parte desde el Caribe y desde México. Por ella pasará la ruta misionera hacia el Perú. Entre sus misioneros de la primera hora hay que recordar a fray Bartolomé de Las Casas y al obispo Marroquín de Guatemala, Antonio Valdivielso de Nicaragua, y Cristóbal Pedraza de Honduras.

Junto con la mexicana, la ruta peruana constituirá la otra ruta fundamental. Del Perú con su eje Lima-Cuzco parte en forma de rosa la gran evangelización de las regiones de América del Sur (1532-1551), hacia el norte desde el eje Trujillo y Quito, y desde el sur Arequipa hacia las regiones Platenses.

Entre sus misioneros hay que recordar los dos primeros arzobispos de Lima, el dominico Gerónimo de Loayza y Santo Toribio de Mogrovejo, y Vicente Valverde y Domingo de Santo Tomás (también dominicos) y los jesuitas José de Acosta y Jerónimo del Portillo. Lima es la ciudad de los santos, todos contemporáneos (Santo Toribio de Mogrovejo, Rosa de Lima, Francisco Solano, Martín de Porres y Juan Macías). El número de misioneros eminentes de esta época y región constituye un rosario de nombres ricos en vida y obras.

La ruta colombiana se halla en la encrucijada entre el Caribe y el Pacífico, y por ello en el camino misionero hacia el Perú. Tiene como centro Santa Fe de Bogotá. Aquí nos encontramos con fray Tomás Ortiz, fray Hernando de Granada y Gonzalo Jiménez de Quesada, San Luis Bertrán (dominico) y San Pedro Claver (jesuita), el buen samaritano de los esclavos negros.

Desde el Perú corre la ruta misionera hacia el sur, por el Pacífico, hacia Chile entre los duros araucanos. Se distinguieron en ella Antonio Rondón y Hernando de la Cueva. También desde el Perú corre la ruta Platense con el eje La Paz-Potosí de la actual Bolivia, hacia el sur: Argentina y Paraguay.

Más tarde la ruta sube desde el Atlántico Rio de la Plata arriba hacia Asunción. Francisco de Aroca, Juan Cerón, Juan de Rivadeneyra, Francisco González, Juan Salazar y más tarde los jesuitas de las « reducciones» del Paraguay destacan en estas rutas. A estas rutas hispanas hay que añadir las portuguesas del Brasil, sea en el llamado ciclo litoraleño partiendo del eje Bahía-Recife, desde Paraíba hasta el sur de Sao Vicente (1500-1650) donde hay que recordar los nombres de los jesuitas José de Anchieta, Manuel Nóbrega y el de Pedro Alvares Cabral. Le siguen las rutas del "sertao" o del Rio San Francisco (mediados del siglo XVII) con los misioneros capuchinos y los carmelitas descalzos como principales evangelizadores.

Otra ruta brasileña es la del Maranhao, entonces bajo dominio francés, con los carmelitas descalzos como principales evangelizadores. Está luego la ruta de las minas (entre el rio San Francisco y la costa), sobre todo en el siglo XVIII, por obra del clero secular y de las «irmandades» portuguesas que evangelizan a los buscadores de oro («mamelucos» paulistas).

La ruta paulista con eje en Saõ Paulo fue tristemente famosa al salir desde aquí no solamente los exploradores del «sertao», sino también los buscadores de oro y las «bandeiras» en busca de esclavos, que llegan hasta las reducciones del Paraguay hostigándolas duramente.[6]Pero desde aquí salen también numerosos misioneros hacia el interior.

Por su parte la historia misionera de Canadá y de América Septentrional, con su centro en Quebec (1608), dependió al principio de los misioneros franceses, entre los que se distinguieron los jesuitas que han dado a la Iglesia los Santos Mártires Canadienses (s. XVII).

La evangelización del Continente latinoamericano “con sus vitales formas vigentes de religiosidad fue establecida y dinamizada por una vasta legión misionera de obispos, religiosos y laicos. Está ante todo la labor de nuestros santos...quienes non enseñan que, superando las debilidades y cobardías de los hombres que los rodeaban y a veces los perseguían, el Evangelio, en su plenitud de gracia y de amor, se vivió y se puede vivir en América Latina como signo de grandeza espiritual y de verdad divina...Intrépidos luchadores por la justicia, evangelizadores de la paz como Antonio de Montesinos, Bartolomé de las Casas, Juan de Zumárraga, Vasco de Quiroga, Juan del Valle, Julián Garcés, José de Anchieta, Manuel Nóbrega y tantos otros que defendieron a los indios ante los conquistadores y encomenderos, incluso hasta la muerte, como el obispo Antonio Valdivieso, demuestran con la evidencia de los hechos, cómo la Iglesia promueve la dignidad y libertad del hombre latinoamericano”.[7]

CONCLUSIÓN

La vida del cristiano construye el sentido de la historia y de la existencia humana, en la fragmentariedad de la vida diaria, de los espacios y de los tiempos, con la apertura total del corazón hacia la realidad y la conciencia del propio pecado.

“En este sentido, Cristo, Luz y Fuerza para cualquiera que le siga, es el reflejo adecuado de esa palabra que expresa la relación última del Misterio con su criatura: la misericordia, Dives in Misericordia, [título también de una encíclica de Juan Pablo II]. El misterio de la misericordia desborda cualquier imagen humana de tranquilidad o de desesperación; también el sentimiento de perdón pertenece al misterio de Cristo [...]. El Misterio como misericordia queda como la última palabra, aún por encima de todas las negras posibilidades de la historia. Por eso la existencia se expresa en el mendigar. El verdadero protagonista de la historia es el mendigo: Cristo, mendigo del corazón del hombre, y el corazón del hombre, mendigo de Cristo.”[8]

Las raíces del dinamismo y de la capacidad misionera de los movimientos eclesiales y de las nuevas comunidades cristianas son las mismas producidas por el «Acontecimiento único de Cristo» a lo largo de la historia de la Iglesia.

En América Latina estas realidades eclesiales han acompañado su historia desde los albores de los comienzos de la Iglesia, con sus órdenes religiosas misioneras y con el marcado profetismo de muchos de sus miembros, defendiendo los derechos inalienables de las personas, sobre todo de los indígenas y de los pueblos.

Fue precisamente debido a la dolorosa problemática, que se vivía en el Continente tras el descubrimiento y la conquista europeos, que nace el «derecho de gentes», el « derecho internacional», que proclamaba tales derechos, por obra de muchos miembros de estos movimientos, surgidos en el seno de la Iglesia católica de entonces.

NOTAS

  1. L. STEFANINI, La Chiesa Cattolica, Morcelliana, Brescia 1952, 179-180.
  2. Cfr. palabras de Pablo VI referidas precisamente a los jesuitas en un discurso del 3 de diciembre de 1974
  3. Cf. F. GONZÁLEZ FERNÁNDEZ, Guadalupe, pulso y corazón de un pueblo. El Acontecimiento guadalupano cimiento de la fe y de la cultura americana, Encuentro, Madrid 2004; F. GONZALEZ F. – E. CHÁVEZ S. – J. L. GUERRERO R., El encuentro de la Virgen de Guadalupe y Juan Diego, E. Porrúa, México 1999.
  4. Cf. J. METZLER, América Pontificia, 3 vols., Cittá del Vaticano 1991.
  5. F. GONZÁLEZ FERNÁNDEZ, Guadalupe, pulso y corazón de un pueblo. El Acontecimiento guadalupano cimiento de la fe y de la cultura americana, Encuentro, Madrid 2004.
  6. Al hablar del tema de la esclavitud, hay que referirse también al drama de la trata de los esclavos negros arrancados de Africa. A ella se refieren el Documento de Puebla, n. 7-8. En el n. 8 hay una nota que reza: "El problema de los esclavos africanos no mereció lamentablemente, la suficiente atención evangelizadora y liberadora de la Iglesia". Cfr. JUAN PABLO II, Discurso a su llegada a Santo Domingo, el 25.I.1979, en AAS, LXXI, p. 154, citado ibidem, n. 8.
  7. JUAN PABLO II, Homilía en Santo Domingo, 12.X.1984.
  8. L. GIUSSANI, Testimonio durante el encuentro con el Papa en la Plaza de San Pedro, el 30 de mayo de 1998, en Huellas. Litterae communionis, II, 6 (1998), 12.

BIBLIOGRAFÍA

GIUSSANI, L. Testimonio durante el encuentro con el Papa en la Plaza de San Pedro, el 30 de mayo de 1998, en Huellas. Litterae communionis, II, 6 (1998)

GONZÁLEZ FERNÁNDEZ F., Guadalupe, pulso y corazón de un pueblo. El Acontecimiento guadalupano cimiento de la fe y de la cultura americana, Ed. Encuentro, Madrid, 2004

GONZÁLEZ FERNÁNDEZ F. Los movimientos en la historia de la Iglesia, Ed. Encuentro, Madrid, 1999

GONZALEZ F.– CHÁVEZ E.– GUERRERO J. L., El encuentro de la Virgen de Guadalupe y Juan Diego, E. Porrúa, México, 1999

METZLER J., América Pontificia, 3 vols., Cittá del Vaticano 1991

STEFANINI L., La Chiesa Cattolica, Morcelliana, Brescia 1952


FIDEL GONZÁLEZ FERNÁNDEZ