EVANGELIZACIÓN Y POLÍTICA DE POBLAMIENTO II

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Naturalmente el trazado de las nuevas ciudades y villas se adapta también a las condiciones del terreno y a los fines precisos de la ciudad que se funda. Así, una ciudad concebida como puerto responde también a otros aspectos de urbanismo que una ciudad planeada como centro administrativo político-eclesiástico etc.; una ciudad en las orillas de un río se configura de otra forma que una urbanización situada en un valle rodeado de montañas. De modo que se dan muchas variaciones del modelo prototipo de la ciudad concebida como un tablero de ajedrez; sin embargo, siempre se busca agrupar las calles de forma rectangular alrededor de una plaza central, con excepción de las ciudades que se organizan de forma espontánea como centros mineros. Unidad del concepto dentro de la variedad de las formas es, pues, el principio común de la organización de las nuevas fundaciones de centros urbanos, según se desprende del plano N° 2 (adjunto al final).

El modelo de ciudad que se introduce en América, responde también a las formas sociales de la ciudad mediterránea cristiana, y no tanto a la ciudad como se produce en el norte de los Alpes. Mientras en la Europa no mediterránea surge la ciudad en el medioevo como un centro de libertades y franquicias burguesas, en contra del sistema feudal y excluyendo a la alta nobleza de la vida urbana, la ciudad mediterránea renacentista, que también se desarrolló en Castilla, incluye a la alta nobleza en su conjunto social, así como también integra al campesino o labrador que vive en los términos jurisdiccionales de la ciudad, aunque no siempre dentro del casco mismo de ella. El tipo de ciudad que se introduce en América es, pues, este tipo de ciudad mediterránea renacentista que no excluye a nadie, sino que integra en su ámbito el conjunto social, desde las esferas de la alta nobleza hasta el vecino labrador u artesanal.

Por otra parte, el contenido jurídico del concepto «vecino», que reserva tal cualidad a los individuos, que tienen asignados un «solar» que deben construir dentro de un lapso de tiempo bien definido, tiende también a excluir determinados sectores de la población de la situación jurídica de vecino, como la gente de servicio, inmigrantes posteriores provenientes de los otros grupos étnicos etc., que ciertamente pueden vivir dentro de la ciudad o villa, pero sin la posibilidad de conseguir el estatus de vecino. Hay que reconocer, sin embargo, que en las sociedades coloniales de fuerte carácter multirracial, el vivir dentro de una ciudad significó que en poco tiempo se ascendía a un grupo racial considerado socialmente más alto: el indio que emigra a la ciudad se convierte en mestizo, etc.; un mecanismo que es cada vez más efectivo de acuerdo al proceso de conversión de las categorías étnicas en categorías socio-culturales, fenómeno que se observa de forma muy clara en las sociedades coloniales deriva-das de las altas culturas indígenas.

En este contexto, se puede ver de forma muy precisa el impacto de la ciudad en las sociedades hispanoamericanas. El simbolismo de la coexistencia de autoridad estatal, eclesiástica y municipal, representada en los principales edificios de cada autoridad alrededor de la plaza mayor como centro de la vida social, se convierte en un símbolo de la nueva civilización europea alrededor del cual vive la «gente de razón», según la terminología de la época colonial; y el hecho de vivir más o menos próximo a este símbolo decide sobre el grado de racionalidad y, en último término, también sobre el estatus socio-racial de un individuo.

De ahí que la ciudad en Hispanoamérica pudo convertirse en el símbolo de progreso y polo de atracción para tantos millones de campesinos en épocas posteriores. Ya en la época colonial, la ciudad o villa de nueva fundación se convirtió en un faro de la cultura cristiana occidental, que no sólo ejerció una mayor o menor atracción para los nuevos inmigrantes, sino que se convirtió en lo que, en el debate sobre el desarrollo durante los años 60 del siglo XX se calificó como una «isla de desarrollo» («island of development»), o un foco de civili-zación que funcionaba de acuerdo a los modelos sociales y urbanos más avanzados de aquella época, y constituyó poco a poco un foco de atracción para los grupos «trans-culturados» de la población aborigen o esclava africana, ya que para éstos últimos el vivir en la ciudad era el primer paso hacia la liberación de la servidumbre.

Pero antes de que la ciudad pudiera ejercer una función semejante, había que edificarla y para esto se precisaba mano de obra. Esta mano de obra la tenía que facilitar la población indígena especialmente. Dos mecanismos sirvieron para facilitarla: en primer lugar la colaboración de los jefes y nobles indígenas, o sea caciques o curacas y principales. Esta colaboración se logró no sólo por reconocerles los europeos sus antiguos derechos, sino también porque éstos se vieron equiparados a hidalgos españoles; también se sintieron atraídos muchos de estos dirigentes indígenas por convencerse pronto de la superioridad de la religión y civilización europea; fenómeno que atestiguan no sólo muchos cronistas procedentes de esta clase dirigente indígena, sino también los ejemplos de muchos caciques que, muy poco tiempo después de la conquista, supieron muy rápidamente moverse en los términos religiosos, jurídicos, políticos y económicos de la nueva cultura.

El segundo mecanismo que facilitó la mano de obra indígena fue primero la encomienda, y más tarde el sistema de trabajo forzado, aunque remunerado, que introdujo la corona con nombres distintos en las regiones diferentes de América, precisamente con la finalidad de reducir la explotación de los indígenas por los encomenderos. De modo que, en todo caso, las nuevas ciudades y villas necesitaban de la proximidad de los naturales para prosperar. Se corrobora así el dicho muy difundido en la época colonial que rezaba: «sin indios no hay Indias». Las ciudades más prósperas y populares en Hispanoamérica se encuentran, de hecho, en regiones de numerosa población indígena, si exceptuamos algunos centros urbanos que crecieron como centros mineros o de comercio y navegación, como por ejemplo La Habana o Cartagena. Aun así, en los más de los casos el crecimiento de los nuevos centros urbanos se produjo de forma lenta y desigual, como se puede deducir de los datos que a principios del siglo XVII consigna Vázquez de Espinosa (cfr. cuadro n° 3).

Una situación particular se produjo en Nueva España en la meseta central, dónde hallamos junto a las dos ciudades principales de españoles, México y Puebla, toda una serie de poblaciones indígenas con título de ciudad, y el privilegio de que en el Cabildo de estas ciudades sólo pueden entrar indios. Tales son los casos de Tlaxcala, Cholula, Tepeaca, Tehuacán, Toluca, Texcoco, etc. Desgraciadamente la investigación histórica ha prestado muy poco interés a este fenómeno novohispano. En varios de los casos, es evidente de que el título de ciudad debe de haber constituido una recompensa por la colaboración indígena en la conquista del imperio azteca, pero otros casos más tardíos, como por ejemplo Tehuacán, que consigue el título recién en el siglo XVII, son más difíciles de explicar. Habría que investigar más a fondo este fenómeno. Hay indicios que parecen indicar que estos municipios indígenas con título de ciudad constituyen cabeceras de una provincia indígena, en la cual la ciudad indígena ejerció cierto predominio sobre otras poblaciones indígenas.

Con esto ya nos hemos acercado al proceso del urbanismo indígena, o sea al proceso de «reducir» a los indígenas a vivir en poblados ordenados bajo la supervisión de un fraile o cura doctrinero y de un funcionario español. Ya se ha visto que en época de los Reyes Católicos se habían dado órdenes para organizar a los indios en poblados que debían de arreglarse según los principios del urbanismo español, es decir, agrupando las viviendas indígenas alrededor de una plaza mayor, que debió de revestir las mismas características que las de las ciudades españolas. Este proceso de reducción o de congregación, como también se llamaba, se llevó a cabo a un ritmo muy diverso a lo largo del siglo XVI y de principios del siglo XVII, tanto por misioneros como por autoridades civiles. Sobre este proceso desgraciadamente se sabe relativamente poco y sólo se dispone de estudios aislados sobre este fenómeno.

La finalidad era desde luego siempre la misma; es decir, facilitar la evangelización y la inte-gración social de los indios en la nueva sociedad colonial. Sabemos también que este proceso se llevó a cabo bajo dos principios contrapuestos que dominaron la política respectiva de la corona: en la primera fase, hasta más o menos los años 40 del siglo XVI, se procuró fomentar la convivencia más bien estrecha de indios y españoles, ya que ésta se consideró como el medio mejor de lograr la transculturación de los indios; después se fomentó por parte de la corona la segregación residencial de ambas «repúblicas», la española y la indígena, para evitar excesos de explotación de éstos por parte de los primeros.

En este contexto adquiere además plena vigencia el esquema de los tres niveles culturales indígenas que hemos distinguido al principio: en las zonas de las altas culturas indígenas de la categoría primera, el sistema de reducción o congregación no causó grandes problemas porque entre estos indígenas ya existió un urbanismo en época prehispánica, de modo que en estas zonas el proceso de reducción o congregación sólo causó problemas si estaba mal encaminado, descuidando intereses indígenas fundamentales, como por ejemplo mezclando distintos grupos étnicos en un mismo pueblo, o no respetando formas y sistemas de propiedad entre ellos.

Entre los pueblos de la segunda y tercera categoría de niveles culturales indígenas, el proceso de reducción o congregación tuvo mucho menor éxito, ya que entre estos grupos étnicos sólo prosperó la reducción misional al margen de la sociedad colonial, como en las famosas reducciones jesuitas en el Paraguay, en Mojos, Chiquitos, o en el interior de Venezuela y el norte de Nueva España. Estas reducciones, sin embargo, sólo funcionaban bien mientras subsistió su dirección por los jesuitas y su segregación de la sociedad colonial. En este contexto se desarrolló lo que se llamó también la frontera misional, de acuerdo al complejo de la «frontier» norteamericana, un fenómeno que, sin embargo, no logró sobrevivir la fase de duración de su protección legal y religiosa especial. En el momento de tener que mantenerse estas reducciones independientes e integradas en la sociedad, se dispersó su gente y dejaron de funcionar como fenómeno de urbanización indígena.

Mientras sobre las reducciones misionales de los jesuitas tenemos muy buena información, se sabe muy poco sobre las reducciones o congregaciones en las regiones de los grupos indígenas de alta civilización. Se ha estudiado bastante bien el proceso de evangelización de los indios y toda la labor religiosa de los misioneros; en cambio se sabe bastante poco sobre la actividad civilizadora de los misioneros, es decir, de la labor de los religiosos en aspectos de enseñanza civil. Para México, por ejemplo, algunos geógrafos alemanes han podido mostrar que aparentemente los misioneros franciscanos introdujeron entre sus pueblos de indios nuevos sistemas de regadío y de cultivo, pero estos datos son excepcionales, ya que por regla general este tipo de actividad de los misioneros no ha preocupado a los estudiosos, como ya he dicho.

En general, el estudio del desarrollo de los pueblos indígenas durante la época colonial es una línea de investigación que sólo muy recientemente ha empezado a cobrar cierta importancia, y lo que hasta la fecha se puede deducir como conclusión provisional de este tipo de estudios es el hecho de que, al parecer, se encuentra una variedad muy grande de tendencias de desarrollo, a nivel incluso de pequeñas unidades regionales. Para Nueva España, por ejemplo, parece que se dio, bajo la influencia de la legislación municipal española, un proceso de desplazamiento de las élites indígenas tradicionales y una reconstitución de identidades indígenas de acuerdo al nuevo sistema municipal, un proceso que está acompañado de otro proceso de atomización de las entidades jurisdiccionales prehispánicas, que se lleva a cabo mediante el reclamo de independencia jurisdiccional de pueblos indígenas subordinados a cabeceras tradicionales.

De todos modos, es prematuro de sacar conclusiones sobre el impacto del urbanismo español en las poblaciones indígenas, mientras no dispongamos de una serie grande de estudios de caso. Evidentemente, la política relativamente uniforme que, en este contexto, llevaron a cabo tanto la corona como el clero misional, dio resultados diferentes según el nivel cultural de los indios y sus padrones de asentamiento, vida económica y social prehispánicas; y es también evidente que la política de reducción y congregación tuvo mayor éxito entre las poblaciones de alto nivel cultural prehispánico. Además, se debe señalar que en este proceso tuvieron impacto sólo muy relativo los grandes textos legales que definen de forma excepcional los principios de esta política de urbanización, como por ejemplo las famosas ordenanzas de Felipe II de 1573. Cuando se detalló y precisó esta política de forma tan impresionante, ya se había realizado lo esencial de esta política de poblamiento y urbanización.

Hay que concluir además, conociendo el desarrollo posterior, de que la forma urbana de la colonización ibérica en América impuso de forma decisiva formas sociales, intelectuales, religiosas y artísticas típicas, que con su herencia mediterránea e ibérica se han ido afirmando más y más. Se desplazaron cada vez más tradiciones indígenas prehispánicas y tradiciones culturales nuevas, que se habían producido a nivel local durante la época colonial, y posteriormente a raíz de la convivencia de distintos grupos étnicos. Se impuso en épocas recientes, de forma cada vez más efectiva y exclusiva, el mensaje de esta cultura moderna de origen europeo que se está globalizando con enorme rapidez en nuestros tiempos con los nuevos medios de comunicación y el crecimiento explosivo de las ciudades. Durante tantos siglos, las ciudades sólo se mantenían en la mayoría de los casos como débiles focos de civilización con un vecindario europeo muy reducido, pero al empezar su crecimiento vertiginoso desde el siglo XIX, han adquirirlo mayor prepotencia sobre el mundo rural y tradicional.

Si se califica este proceso desde la perspectiva de la evangelización, hay que concluir que en este mundo rural, creado por los procesos de urbanización entre la población aborigen, las raíces de la labor evangelizadora son mucho más profundas que en las grandes ciudades provenientes del proceso de colonización urbana europea, en dónde los procesos modernos de secularización tuvieron el impacto principal, y en dónde cambios profundos de la vida económica y social originaron la «desnuclearización» social de las ciudades antiguas, dejando al abandono los antiguos centros urbanos a medida de ahí se retiraron las élites y, en muchos casos también, los grupos de dirigentes políticos y eclesiásticos, paralelamente a este proceso, se han ido perdiendo las orientaciones religiosas, intelectuales, éticas y hasta sociales que habían caracterizado durante tanto tiempo a esto mundo iberoamericano colonial, con su alianza estrecha de poder espiritual y temporal. Cuando en el siglo XIX se rompe esta unidad se inicia también el proceso de desarticulación social que caracteriza a muchos países lati-noamericanos actualmente.