Diferencia entre revisiones de «EVANGELIZADORES; La Nueva España misionera»

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Revisión del 15:57 24 abr 2017

Ambiente misionero en las Tierras de América; el ejemplo de la Nueva España

Si el ambiente misionero en España era consciente y comprometido, en la Nueva España era no sólo mucho más consciente, sino verdaderamente entusiasta. Todos: virreyes, hombres de la administración y de la justicia, encomenderos, y aun los mismos indios, participaban del sentido providencial, de la oportunidad y momento privilegiado de la misión, y ponían a contribución lo que estaba en sus manos hacer, colaborando en el plan salvador que Dios había previsto para aquellos pueblos en aquel momento preciso.

Pero eran, sobre todo, los hombres religiosos, y muy particularmente los misioneros, los más conscientes y entusiasmados con la obra que se había iniciado, constatando la necesidad de liberar aquellos indios de las esclavitudes tradicionales a que los tenía sometidos la idolatría, y viendo los buenos resultados que se iban produciendo al hilo de su trabajo constante y entregado.

Pedro de Gante llega a decir que los indios “no fueron descubiertos sino para buscalles la salvación”.[1]Quizá podamos tomar como ideal de misionero en la Nueva España al franciscano fray Martín de Valencia, uno de los doce primeros que allá llegaron, tal como nos lo cuenta Torquemada:

“De esta manera le sucedió al santo fray Martín, que aunque le fue revelado no haber de morir en cama ni en poblado, no le fue mostrado el modo de su muerte, ni el lugar donde había de ser. Y él, entendiendo por esto que había de morir mártir conforme a su deseo, y a lo que a Nuestro Señor en sus oraciones cotidianamente pedía, procuró en España de pasar a tierra de moros. Por esta causa, cuando le mandó la obediencia venir a esta tierra de la Nueva España a la conversión de los naturales de ella, que eran infieles, vino con gran júbilo y alegría de su alma, pensando hallar aquí lo que tanto deseaba.

Después, visto que no podía conseguir la palma del martirio entre estos indios; porque luego todos ellos, sin dificultad alguna, recibieron la fe y se sujetaron a la doctrina de la Iglesia, intentó de pasar a China. Esto fue un año antes de su muerte, que fue el de 1533, siendo Custodio y Prelado de los frailes de esta Nueva España, la segunda vez.”[2]

Este espíritu del misionero, que le lleva a ir de un sitio a otro según la mayor necesidad, no es privativo de fray Martín. Sabemos que esta intención de pasar a la China implicó incluso al mismísimo obispo Juan de Zumárraga, también franciscano, y a los dominicos fray Domingo de Betanzos y el polémico fray Bartolomé de las Casas.[3]

La historia entera nos la cuenta el cronista dominico fray Juan Bautista Méndez. Dice que habiendo sido propuesto para obispo de Guatemala fray Domingo de Betanzos y no habiendo aceptado, “uno de los que más persuadían al V. P. a que aceptase el obispado era el Ilmo. Sr. obispo de México D. Fr. Juan de Zumárraga que ya estaba en la corte.[4]A quien el P. Fr. Domingo respondía que mejor fuera que dejase el suyo y se fuesen ambos a convertir a aquellas gentes que el siervo de Dios Fr. Martín de Valencia había visto en figura de una mujer muy hermosa, que con un niño en los brazos, sin impedimento alguno pasaba las aguas de un río muy caudaloso.

Y aunque no sabían dónde estaba esta gentilidad, siempre estuvo el deseo de su conversión en los corazones del Sr. obispo y del P. Fr. Domingo desde que el V. Valencia, a los dos, estando en México les comunicó dicha revelación, en que también le dio a entender el Señor que aquellas gentes eran de más capacidad y razón que las que habían visto. Lo que se entendió por entonces fue parecerles ser la gentilidad de la China.”[5]

Leyendo esta historia se recuerda el pasaje en que Pablo vio en sueños al macedonio que lo invitaba a pasar a Europa, para continuar allí su misión en este nuevo continente (Hch. 16, 9-10). Sea de la visión de fray Martín lo que fuere, lo que está fuera de toda duda es que franciscanos y dominicos se encontraban inquietos por la evangelización de los nuevos territorios descubiertos, o que presentían próximos a descubrir, y necesitados del anuncio cristiano, y que platicaban natural¬mente sobre ello estando dispuestos a partir en cualquier momento hacia las nuevas tierras.

En 1533, cuando estas cosas ocurrían, Don Vasco de Quiroga estaba ya realizando su labor cívico-misionera en la capital mexicana, por lo que tendría seguramente oportunidad de platicar éstos temas con Zumárraga, y acaso con Betanzos o el mismo Martín de Valencia que, antes de llegar don Vasco a México, había evangelizado en Michoacán, donde estará Quiroga ya en agosto de ese mismo año, por lo que es fácil se hubiera interesado previamente por saber, a partir de la propia experiencia de fray Martín, cómo estaban aquellas tierras, tanto en organización civil como en evangelización.

Hemos de tener también en cuenta, la situación política por la que estaba atravesando en estos momentos la Nueva España. En 1536 Pedro de Alvarado había ido a la metrópoli para ocuparse de su propia defensa, con motivo del juicio de residencia que se le instruía por el gobierno de Guatemala, y obtenido permiso para volver a ocupar su puesto; se le concedió, además, iniciar la empresa de navegar por la mar del Sur a la búsqueda de la ruta y conquista de las islas de Poniente, llamadas más tarde Filipinas. Así nos lo cuenta el agustino Padre Aganduru:

“Estando el adelantado D. Pedro de Alvarado en la corte de Su Majestad librándose de cierta residencia que le habían tomado de la gobernación de Guatemala, después de libre, entre otras capitulaciones y asientos que Su Majestad mandó asentar con él, así de las tocantes a su gobierno, como en razón de algunos descubrimientos que se obligó a hacer a su costa, uno fue el de las islas de Poniente. Así llamaban a las islas occidentales adyacentes a la Asia ulterior, que después del rey Felipe El Prudente se llamaron Filipinas.”[6]

Se le había puesto como condición que diera participación en la empresa al virrey de Nueva España don Antonio de Mendoza, y en efecto, después de largas negociaciones, llegaron al acuerdo de realizarla a medias. El acuerdo tuvo lugar en Tiripetío, el primero y más importante convento de agustinos en Michoacán. Cuando ya estaba todo dispuesto, se interpuso la guerra del Mistón, en las tierras de Jalisco al noroeste de Michoacán, y hubo de retrasarse la aventura del mar del Sur. Precisamente con ocasión de esa guerra murió al caerse del caballo Pedro de Alvarado, teniendo que seguir la aventura hacia Filipinas los capitanes de Don Antonio de Mendoza en exclusiva.

Al frente de la expedición, que resultó poco afortunada, iba el capitán Ruy López de Villalobos. La armada pudo partir finalmente el 25 de octubre de 1542, desembarcando en la isla de Mindanao el 4 de febrero de 1543, después de abundantes penalidades. No encontrando después la forma de volver a Nueva España, debieron regresar a España los supervivientes a través de la India por la ruta de oriente o de la India, que es la que correspondía normalmente utilizar a los portugueses.

En la expedición de Villalobos iban cuatro frailes agustinos y algunos sacerdotes seculares, no sólo para atender pastoralmente a los hombres de la armada, sino para estudiar las posibilidades de evangelización o llevarla a cabo en su caso en la medida de lo posible. Y fue precisamente el agustino Padre Jerónimo de Santisteban, quien hizo llegar al rey de Portugal y al virrey Don Antonio de Mendoza, los primeros relatos de la infortunada empresa en sendas cartas del 22 de enero de 1547, enviadas desde Cochin. En la primera de ellas dirigida al rey de Portugal, Don Juan III, le expone bien claramente la motivación misionera que tuvieron al embarcarse en aquella expedición:

“En una armada, que por mandado del Emperador embio el visorey de la Nueva España, a descubrir unas yslas que le informaron que estavan al poniente de aquella tierra, vinimos quatro religiosos sacerdotes de la Orden de Sancto Augustin, con deseos de enseñar el Evangelio de Ieshu Cristo a los mercaderes de aquellas yslas. [...].

Como nosotros salimos de Castilla, y después, de la Nueva España, con deseo de doctrinar infieles, teniendo esperança en el favor del Señor, antes que aqui llegasemos [Cochin], y después de llegados, hemos procurado informarnos de las costumbres y maneras de estos infieles.”[7]

Cuando se escribió el informe al virrey de México, habían pasado ya cinco años esperándose en Nueva España noticias de la expedición, y probable¬mente no llegarían las primeras hasta 1548 ó 1549, en que arribaron a España los sobrevivientes a través de Portugal. El espíritu misionero de los agustinos llevó a los cuatro a embarcarse en este último año otra vez para Nueva España, e incluso uno de ellos, el Padre Alonso de Alvarado, terminaría sus días misionando en Filipinas, el que había sido el sueño dorado de los cuatro.

Entretanto, y precisamente por las fechas en que se ponía en marcha la expedición, fue cuando Zumárraga y Betanzos, que no se pararon en sueños y quimeras en su intento de pasar a misionar en las nuevas tierras descubiertas o por descubrir, — en el occidente de México y en las proximidades de la gran China — pusieron manos a la obra y solicitaron los permisos necesarios del rey y del Papa.

En 1543 ya habían conseguido las patentes del emperador, con las correspondientes orientaciones, para Zumárraga, Betanzos y fray Juan de la Magdalena, así como un salvo¬con¬ducto para presentarse ante los monarcas y autoridades que los recibiesen.[8]

Sobre la referencia a los trámites para que Zumárraga, Betanzos y fray Juan de la Magdalena pasaran a la China, así como el permiso y la tramitación de la renuncia de Zumárraga al episcopado con este objeto, se dice: “El obispo Zumárraga i fray Domingo de Betanzos i fray Juan de la Madalena se ofrecieron a descubrir ciertas tierras e islas que estavan al Mediodia i Poniente de la Nueva España, i para ello se ordenó al virrey don Antonio les diese lo necesario, i se les dieran varios despachos instrucciones a primero de mayo, y la carta que está puesta por ley primera de la Recopilación que está entre ellos, i al Pontífice se escribió le concediese las gracias que para esto pedía. No se sabe qué tierras eran éstas, pero parece eran las de Cibula o Islas del Japón i otras”.

Y: “Como el obispo Zumárraga quería hazer viage a cierto descubrimiento con fray Domingo de Betanzos i avía dicho que quería renunciar al Obispado..., se le enbió ordenado el poder que avía de otorgar para hazer la renunciación en caso que se determinase a ello, con Cédula, a 30 de mayo [1544].”[9]

En 1544 alcanzaron del Papa Paulo III una bula — conservada en el archivo del monasterio en el que escribe Juan Bautista Méndez — en que les dispensaba la solicitada autorización a ellos y a todos los religiosos que tuvieran permiso de sus superiores, concediéndoles a este fin amplias facultades. El conocimiento geográfico de los que redactan la bula no es justamente un dechado de precisión, pero el contenido de la misma merece la pena:

“Siendo deber de nuestro oficio pastoral [...] el cuidar de la salud de cada uno de los fieles y principalmente de aquellos que viven en esas nuevas tierras, para que puedan ser alimentados con la doctrina celestial y dirigidos por la senda de la salvación, con la mejor buena voluntad escuchamos y ayudaremos con favores oportunos la gracia de vuestra súplica. Efectivamente, la petición que nos fue presentada por parte vuestra, de que una multitud innumerable de hombres, que no conocen la fe de Jesucristo ni han recibido todavía la gracia ignorada y oculta del Espíritu Santo, vive en muchos lugares de infieles; y deseando, por otra parte, vosotros, acercaros a dichos lugares y predicar a esos hombres la palabra de Dios y dirigirlos con el auxilio divino por el camino de la salvación, humildemente nos fue suplicado por parte vuestra que en nuestra benignidad apostólica nos dignásemos conceder la licencia necesaria para acercaros a dichos lugares y predicar desde luego la palabra de Dios.

Así, pues, Nos, queriendo ayudar vuestro laudable propósito y para que podáis cumplirlo con mayor gloria de Dios y con mayor consuelo de las almas [...]; y movidos de estas mismas súplicas concedemos, que con el permiso de los superiores de vuestras órdenes, podáis dirigiros a Siam, Tampa, Conchinchina, China, Chincheo y a todas y a cada una de las provincias y reinos desde la isla de Siam hasta la isla de Chincheo y desde la isla de Chincheo hasta las islas del Norte, Nordeste y Noroeste, y desde la isla de Quelo y de Campaya y Conchinchina hasta las partes orientales y a las tierras y reinos en las cuales existe el derecho de los reyes y señores tanto en el Occidente, Septentrión y Mediodía, como en cualquiera otra parte en que fueran halladas nuevas gentes, para instruirlas en la fe católica, en sus dogmas y en sus saludables preceptos; y para que podáis predicar la palabra de Dios con nuestra gracia y bendición, y como comisarios o delegados nuestros, vivir y permanecer allí todo el tiempo que os pareciere conveniente, al mismo tiempo os concedemos que podáis con autoridad apostólica y según el tenor de las presentes, gozar y usar lícita y libremente de todas y cada una de las gracias, indulgencias y privilegios, que en general o en especial fueron concedidas a los predicadores del Evangelio entre infieles; así mismo rogamos y exhortamos en el Señor a todos y a cada uno de los reyes y príncipes cristianos, y a todas las demás personas, tanto eclesiásticas como seculares, que os reciban y traten caritativamente y que no os pongan ningún obstáculo o impedimento [...].

Dado en San Pedro de Roma en el año de la encarnación del Señor, mil quinientos cuarenta y cuatro.”[10]

La bula se expide a petición y súplica de los religiosos. El Papa, después de declararlos absueltos “a todos y a cada uno”, “de cualquiera excomunión, suspensión, entredicho y de otras sentencias eclesiásticas, censuras sean a jure o ab homine”, accede magnánimamente a sus peticiones. Aparece también claramente el interés del Papa por la evangelización, tanto de las Indias, como de todas las tierras y países nuevamente descubiertos o que se descubran en el futuro. Pide, finalmente, el Pontífice a todos los que tienen autoridad, tanto ecle¬siásticos como civiles, que acojan benévolamente, más aún, caritativa¬mente, a estos religiosos misioneros.

No aparece expresamente quiénes son los peticionarios de esta bula, pero es obvio que el asunto está relacionado con los deseos de Zumárraga y Betanzos. Podría pensarse que esta amplia autorización alcanzaría también al obispo de México, si obtenía el permiso de sus superiores, que en este caso seguramente incluía también el permiso del Emperador en razón de los privilegios del Patronato, permiso que ya hemos visto se había alcanzado cuando se expidió esta bula.

Este permiso del rey fue obtenido, pero al obispo no le pareció suficiente y continuaba solicitando la aceptación expresa de su renuncia por parte del Papa. Así aparece por una carta que ambos, Betanzos y Zumárraga, dirigen al Príncipe Felipe, en que le agradecen el permiso y apoyo que les da, así como el amparo del virrey, que ha preparado incluso un navío y todo lo necesario para la misión:

“Recibimos la carta que vuestra Alteza nos mandó escrebir, con el duplicado del despacho que nos mandó embiar para nuestro viaje [...]; y en muy gran merced tenemos la licencia de Su Magestad para esta empresa apostólica, con tan cumplidos poderes e instrucción tan católica”. Dicen que han pedido a fray Bartolomé de las Casas que hiciera las gestiones ante el Papa, cosa que aquél había aceptado, brindándose incluso a ponerse personalmente al frente de la misión a la China: “ofreciéndosenos de ir con nosotros en esta conquista apostólica, por nuestro capitán y caudillo; más que eran menester dineros para los despachos y poder ir y negociar. Y así yo el Obispo le embié más de quinientos ducados para la ida de Roma y negocios”.

Pero al haber sido nombrado fray Bartolomé obispo de Chiapa, no ha podido realizar su cometido. Por eso, ahora insisten los peticionarios ante el Príncipe, para que siga gestionando la autorización expresa del Papa para Fray Juan de Zumárraga: “yo embiaré el coste, porque, como acá he sido enseñado de personas de conciencia y ciencia, no parece que puedo renunciar con buena gracia sin la tal licencia del Papa.”

Que están ilusionados y la idea que tienen de las gentes de China aparece por las siguientes palabras: “Plega a la divina clemencia del Salvador, que desea la salvación de todas las almas, que [...] nosotros acertemos en aquellas gentes de tanta razón y policía, a quien el santo varón Fray Martín de Valencia intentó de ir, en quien empleemos nuestros deseos en los pocos años que nos quedan de vida.”[11]

El permiso expreso de Su Santidad no llegó nunca a manos de Zumárraga. Por eso, finalmente los superiores de Betanzos le ordenaron, en virtud de obediencia, permanecer en México, y devolver a sus donantes los instru¬mentos y donativos de que les habían hecho obsequio con vistas a la misión de la China. Todo lo refiere fray Juan Bautista Méndez al narrar la vida de fray Domingo de Betanzos:

“No eran sus pensamientos, sino de cómo más humillarse y abatirse, deseando siempre nuevas trazas de trabajos que ofrecer a su amoroso Señor, porque había dado la vida en cruz. Cuando en esta consideración reparaba, siempre le parecían pocos todos los trabajos y martirios posibles para hartar sus deseos. Apetecía irse a tierras extrañas, donde plantando y dilatando la fe, rematase dichosamente sus días en un riguroso martirio. [...].

Con este intento procuró pasar a las islas que después se llamaron Filipinas, a predicar el Evangelio, con deseo de entrar la tierra adentro y llegar, si pudiese, a la gran China. Comunicó sus pensamientos con el Obispo Ilmo. Fr. Juan de Zumárraga, que procuró divertírselos para gozar de él y para que toda la Nueva España se aprovechase de su espíritu y presencia. [...]. Con todo eso, labraba en el deseo de irse a la China, a donde se descubría nuevo campo y muy espacioso para derramar el grano del Evangelio. Si aquella tierra no estaba tan pacífica, eso mismo le daba más ganas para ir a dar la vida por Cristo o aventurarla por su servicio. [...].”

Pudieron tanto sus razones, que no sólo alcanzó el beneplácito del buen obispo de México, sino que le redujo a sus intentos, determinándose también a dejar el obispado para irse con él a la China y promulgar el Santo Evangelio. Escribió en esta razón al sumo pontífice, refiriéndole algunas de las muchas que le movían, y suplicándole le admitiese la renunciación del obispado, que desde luego hacía, y que nombrase obispo que le sucediese. Aunque fueron con esto, cartas primera y segunda vez, nunca pudo el bendito obispo alcanzar lo que pretendía.

Fray Juan Bautista se atreve a aventurar la afirmación de la negación expresa del Papa y sus motivaciones:

“Tuvo respuesta del Papa, que se tenía por deservido del desamparo que procu¬raba hacer a México y a la Nueva España, y que no le quería admitir la renunciación, ni el viaje de la China. [...]. Como vio que no llevaba remedio su viaje, procuró favorecer el del bendito Fr. Domingo, ofreciéndole todo lo posible y diligencia para el caso. Habló el Ilmo. Sr. Obispo al Excelentísimo virrey D. Antonio de Mendoza, pidiéndole navío y gente que fuese con el P. Fr. Domingo: que era la empresa que acometía, loable y digna de cualquier favor de príncipe tan cristiano. [...] el virrey le hubo de dar licencia y mandar que le aprestasen navío, como se hizo. [...]. Ya tenía licencia también de su prelado y procuraba al descubierto lo que para el servicio del altar convenía que se llevase. Ya tenía ornamentos y doc[=s]eles de seda, tenía campanas y cálices y las demás cosas que para tierra nueva se requerían. Tenía su matalotaje a punto y sólo restaba embarcarse para seguir su camino.

En este tiempo se celebró Capítulo provincial en México [...]. Salió luego un precepto de obediencia decretado del provincial y de los cuatro Definidores, que mandaban al P. Fr. Domingo de Betanzos desistirse de lo comenzado y no tratase de ir a China ni salir de su Provincia. Con estar tan adelante las cosas de su despacho, lo estaba mucho más la prontitud de su obediencia [...]. Envió el Capítulo dos frailes a Tepetlaoxtoc, que trajesen a México todo lo que para el viaje se había juntado, para que se volviese a los que lo habían dado como limosna para China.”

Puede advertirse el ambiente misionero y la liberalidad de la gente de México, que colaboraba tan generosamente a la empresa misionera que se pensaba emprender en la China. Veamos la conclusión, según el Padre Méndez:

“En cuya confirmación hallo en el archivo de este convento de México, dos cédulas originales del rey N. S. y de los de su Consejo de Indias en que manda que, por haber cesado el viaje del P. Fr. Domingo de Betanzos a la China con el Sr. Obispo D. Fr. Juan de Zumárraga, los ornamentos y todas las cosas tocantes al culto divino, se repartan por el virrey de México, según el parecer del dicho V. padre. Y por cuanto luego llegó a Valladolid el P. Fr. Do¬mingo y murió allí, mandó el rey que el repartimiento de los ornamentos, fuese según el parecer del provincial que actualmente era de la provincia. De estas cédulas, la primera fue a 22 de junio de 1549, refrendada de Francisco de Ledesma. La segunda, a 16 de septiembre del mismo año, refrendada de Juan de Sámano, rubricadas con cinco firmas. De todo lo cual consta ser verdad lo que nuestro Ilmo. D. Fr. Agustín Dávila Padilla dice.”[12]

De la orden de liquidación de lo suministrado para el viaje a China da razón también el «Índice General de los papeles del Consejo de Indias», publicado por Altolaguirre y Bonilla, en su tomo V: “Que dejando fray Diego de Betanzos el viage que pretendía hacer se den a los conventos de su Orden los ornamentos que se le avían dado, a 22 de junio [de 1549]”.[13]

Para entonces ya había fallecido también fray Juan de Zumárraga. Ildefonso Adeva hace referencia a este aparentemente extraño episodio del obispo de México y trata de encontrar una explicación racional al mismo, poniendo el acento en el deseo que tenía Zumárraga de hallar un pretexto que justificase el abandonar el pesado cargo episcopal.[14]Se puede pensar que, aun habiendo motivos para conceder fuerza y valor a este argumento, la verdad es que sería insuficiente, y queda bien claro, desde luego, el peso específico del ambiente y de los deseos auténticamente misioneros de Zumárraga y los que le rodeaban.

Puede verse la carta de Zumárraga y Betanzos al Príncipe Felipe, de 21 de enero de 1545, antes citada, donde el obispo pide insistentemente se acepte su renuncia y señala los motivos de la misma, que son ciertamente de orden objetivo en algún aspecto, como aquél de que no conocía la lengua de los indios y no podía entenderse con ellos.[15]

Un fervor misionero similar se observaba por parte de los indios, manifestado particularmente en la acogida que daban a los obreros evangélicos, aun no siendo cristianos todavía. De entre los muchos ejemplos que podrían aducirse, baste éste en que los dominicos que formaban parte del séquito del nuevo obispo de Chiapa, fray Bartolomé de las Casas, narran el trato que les daban a ellos los indios mientras realizaban el itinerario hacia aquella diócesis, cuando el obispo se disponía a tomar posesión de ella:

“Aquí pasamos a casa del cristiano a quien aquel pueblo sirve. Había muchas azucenas y flores de Castilla con que nos consolábamos. Venían los principales a rogarnos que fuésemos por sus pueblos, pero nosotros no sabíamos la tierra, y así por donde nos llevaban íbamos. La comida que traían tomábamosla por hacerles placer, y dábamosela a otros, que eran tantas las gentes que venían [a ver y acoger a los misioneros dominicos] que los lugares no las pudieran mantener. Lo que unos nos daban dábamos a otros; y eran tantas las alegrías que estos bárbaros nos hacían, que parecía que sus corazones les daban a entender el bien que les venía, que a la verdad fue el mayor que ellos jamás tuvieron ni merecieron tener.

[...] Salidos de allí fuimos a otro pueblo que llaman «Muztenango» donde tenían casas nuevas en que posásemos, porque estaba allí un mestizo que nos había ido adelante a ver, y aquel había traído de su casa aderezo para darnos de comer. Recibiéronnos con Cruz, sin creer en ella ni ser cristianos, como después hallamos, porque a todos estos pueblos que he dicho, nosotros los hemos después alumbrado y bautizado, y destruido de ellos el culto de los ídolos.”[16]

La preocupación misionera alcanzaba también a los conquistadores, capitanes y soldados, como nos cuenta Orozco y Berra en este pasaje de la guerra del Mistón o de Xalisco:

“Pero el desaliento cundió de nuevo en Guadalajara [estamos en 1541, y los castellanos se hallan cercados en aquella ciudad]. Los [indios] ajusticiados habían descubierto en los tormentos las tramas de sus compañeros; revelaron su número que se aumentaba cada día, con esperanza de que se les unieran cuantos permanecían indecisos; y en fin, que en aquel mes sería el ataque general, según habían convenido las tribus. El peligro, pues, era inminente y próximo, y los soldados que desconfiaban de sus fuerzas, comenzaron a decir en alta voz su descontento, dividiéndose en opiniones: querían unos salir al encuentro de los indios, otros que la ciudad se trasladase luego a punto más fuerte, y no pocos aconsejaban se abandonara del todo la ciudad y la Galicia, pues en diez años nadie había enriquecido, sacando de provecho combates y sufrimientos.

Al castellano que así hablaba interrumpió Oñate [el capitán] con estas palabras: «Ya no es tiempo de discursos; todo hombre cristiano, de bien y honra, tiene en sus acciones a Dios por objeto y después al aumento de su honra, la que se granjea en servicio del rey; a lo menos el fin que yo he llevado, es reducir al gremio de la Santa Iglesia el crecido número de infieles, que siempre hemos tenido a la vista, y si desistimos, se quedarán estos pobres en su infidelidad; el segundo motivo ha sido ampliarle al rey nuestro señor sus dominios, por cuyos medios en lo temporal se eterniza la memoria, si como se emprende se lleva al cabo; lo menos para mí ha sido adquirir bienes; pues nunca en tierras extrañas nos ha faltado lo preciso para sustentar la vida: si dejamos la ciudad perdemos el trabajo de tantos años, y queda perpetuamente infamado nuestro nombre, y padeceremos el sonrojo de cobardes: primero perderé la vida derramando la última gota de sangre, que desamparar el gobierno que se me ha encomendado: ya tenemos las manos en la masa, la causa que defendemos es de Dios y del rey, nunca más gloriosa-mente podemos perder las vidas; y pena de ella ninguno hable más en la materia».”

Este discurso en que se despertaba la religión, la fidelidad, el honor y los intereses materiales, juntos a la pena impuesta, hizo tal impresión en el ánimo de los soldados que por unanimidad resolvieron morir bajo las ruinas de la plaza, firmando para quedar más comprometidos, una obligación en que constaba aquel pacto.[17]

Con esta documentación de la época, queda patente el sentir general de la Corona, la administración, los misioneros y obispos, los indios y aun los soldados, en lo tocante a la conciencia de su deber misionero como uno de los principales objetivos que les movían a participar en la empresa de Indias.

Los derechos de los españoles son para la «edificación», y no para la «destruición» de los indios

Si bien era generalizada la obligación de llevar al Nuevo Mundo la fe católica, no todos los misioneros y responsables estaban de acuerdo en la asunción de los mismos métodos para salir adelante con la evangelización de las Indias. Para algunos, había que someter previamente por la fuerza y la violencia de las armas a los propios indios y a sus señores naturales. O al menos acompañar a los misioneros y forzar a los nativos a que respetasen su predicación y su actuación apostólica en medio de los habitantes de la tierra.

Otros, en cambio, pensaban que no era necesario el apoyo de las armas para realizar con éxito la predicación y conversión de los naturales de la tierra, y aun algunos creían que la sola presencia de los soldados y los encomen¬deros españoles era contraprodu¬cente para la misma evangelización.

Este parecer de la «conquista pacífica» lo sostenían fray Bartolomé de las Casas y muchos de los misio¬neros, especialmente dominicos, que llevaban su opinión hasta el punto de sostener que los españoles no tenían en las Indias ningún título de conquista y posesión de las tierras, y que incluso todo lo que habían sustraído o tenían dominado era un robo y una usurpación, y debía ser restituido en su totalidad.[18]

Surgía pues el intento de llevar a la práctica el método de la «evangelización pacífica», frente a la opinión de la legitimidad de la práctica de una evangelización asistida por la fuerza de las armas, o por la previa conquista si fuese necesario. Bastaba, para ello, cumplir el expediente de la presentación del «requerimiento». Precisamente la fórmula del requeri¬miento incluía ya un pretendido primer modo de anuncio inicial, aunque, sin efecto y contraproducente, y contrario al más elemental principio de libertad religiosa.

Don Vasco de Quiroga, por ejemplo, que no era opuesto a la legitimidad del uso de las armas o la guerra en casos extremos, hará en su «Información en derecho» una fuerte crítica del formulismo del requerimiento.[19]Por ejemplo, las tres referencias siguientes:

“Y éstos son los requerimientos que se les dan a entender, y que ellos entienden y ven claramente, que son que los van robando e destruyendo las personas, haciendas e vidas, casas, hijos e mujeres; porque lo ven al ojo e por obra, que es su manera de entender, mayormente en defecto de lenguas; que obras de la predicación del Santo Evangelio, éstas no las ven [...].

Porque las palabras y requerimientos que les dicen, aunque se los digan y hagan los españoles, ellos no los entienden, o no se los saben, o no se los quieren o no se los pueden dar a entender como deben, así por falta de lenguas, como de voluntades de parte de los nuestros para ello; porque no les falte el interés de esclavos para las minas que pretenden por la resistencia, a que tienen más ojo y respecto que no a que entiendan la predicación o requerimiento. Y aunque lo entiendan, no creen sino que es engaño y ardid de guerra, viendo la gente en el campo tan apercibida y a punto para dar sobre ellos, y las obras y muestras tan contrarias a la paz que les dicen requieren. Y aunque lo crean, tienen mucha razón de no se fiar así luego de gente tan extraña a ellos y tan brava y que tantos males y daños les va haciendo».” (Información, 80-81).

“ de lo demás que se les debería y manda requerir y amonestar y dar a entender o no se les dice cosa alguna, o si se les dice no lo entienden ni saben qué cosa es ni hay lenguas suficientes por quien se les diga, o si lo entienden, como ven las obras contrarias a las palabras, piensan que es engaño o no se fían, o no les dejan lugar para acordar ni responder con el miedo que ven delante los ojos, y menos les dejan libertad para que luego, así de presto con el juicio libre y no impedido del temor, lo puedan entender y conocer. [...]

Por manera que, tarde, mal y nunca, por no le perder, se ha de hallar manera ni voluntad en los que han de hacer las diligencias de las amonestaciones y requerimientos que les han de ser hechos para que los hagan a las derechas de manera que los indios lo entiendan. Pues si no se les dice como lo entiendan ¿cómo lo han de entender?; y si nunca lo oyeron ¿cómo lo han de creer?, pues que nunca se lo dijeron, a lo menos de manera que lo entendiesen ni señales ni obras dello vieron, sino todo lo contrario”. (Información, 118-119).

Pues los indios, “siendo como son fieles y cristianos por la mayor parte, y los que no lo son, no quedando por ellos, sino estando muy prontos y aparejados para serlo, sin resistencia ni molestia alguna que nos hagan; y si alguna vez han hecho, no se hallará que se haya hecho al nombre cristiano, sino a las intolerables fuerzas y violencias que les hacen los cristianos españoles, llevándolas por adalides delante de los requerimientos, persuasiones y apercibimientos que se les manda por las instrucciones que llevan que les hagan primero que la guerra, y nunca como débeseles hacer.” (Información, 189).

“Obras de la predicación del Santo Evangelio, éstas no las ven y se les hacen y van haciendo; con que, sin dubda alguna, muy mejor vendrían al conocimiento de Dios, y se allanarían y pacificarían sin otro golpe de espada ni lanza ni saeta ni otros aparatos de guerra que los alborota y espanta. Porque a las obras de paz y amor, responderían con paz y buena voluntad [...].

Pero entonces vendrían de paz, sin recelo, y se haría, cuando confinásemos y conversásemos con ellos, y viesen y sintiesen nuestras buenas obras y conversación de cristianos, si en nosotros las hubiese, y no sólo así se pacificarían, pero conocerían y glorificarían por ello, a nuestro Dios y nuestro Padre universal y suyo y de todos, «qui in coelis est».Y desto no se tenga dubda, que Evangelio es y no puede faltar; y palabra de Dios es que puede el cielo y la tierra faltar y ella no”: (Información, 80-81)

“No se hallará, en hecho de verdad, para qué se pueda justificar la guerra contra estos naturales, como la provisión lo requiere, que ellos nos infesten, molesten ni impidan paso, ni recobranza de cosa nuestra, ni se rebelen, ni resistan la predicación evangélica, si ésta les fuese ofrecida con los requisitos necesarios y como tengo dicho: yendo a ellos como vino Cristo a nosotros, haciéndoles bienes y no males, piedades y no crueldades, predicándoles, sanándoles y curando los enfermos, y en fin, las otras obras de misericordia y de la bondad y piedad cristiana; de manera que ellos en nosotros las viesen”.[20]

Don Vasco verá posible y será partidario de la educación y evangelización pacífica de los indios, y considerará una rémora, un obstáculo incluso, la sola presencia de los españoles. Por eso pondrá todo su empeño en llevar adelante la experiencia de los nuevos pueblos — sus famosos «pueblos hospitales» para solo indios —, en que ellos se organicen, se gobiernen, sean educados y adoctrinados, y practiquen una forma de cristiandad y de iglesia nueva y reformada, bien diferente de la que se vivía en Europa, y de aquélla a la que dejaban tan mal parada con sus malos ejemplos de vida, y con sus abusos, muchos de entre los mismos cristianos españoles.

Él sabía que abundaban los que interpretaban el «Compelle eos intrare» del evangelio (Lc. 14,23) en el sentido más prosaico del uso de la violencia física, para forzar a la conversión a los naturales de las tierras descubiertas y en parte ya conquistadas. Don Vasco de Quiroga, contemporáneo precisamente de los tiempos en el que la teoría de la «fuerza» era sostenida por bastantes, tendrá en cuenta esa fórmula del «compelle eos intrare», fuérzalos a entrar, tal como nos lo relata San Lucas en la parábola del banquete de las bodas, en el que los invitados no quisieron participar y el dueño envía a sus criados a las plazas y a los cruces de los caminos para forzar a entrar en el banquete ya preparado a todos los que encuentren a su paso.

Pero admitirá la violencia en el sentido moral, con el uso de las armas de la persuasión, del buen ejemplo, y de la fuerza y virtualidad misma de la doctrina, acompañada de las buenas obras de los cristianos y de la acción de Dios. Es lógico situar aquella mentalidad, superada con el tiempo, en su contexto de luchas violentas y de falta de un costoso alcance de la libertad religiosa. Una evangelización pacífica, que superase toda violencia, es el sentido admitido por Cristóbal Cabrera en su tratado «De solici¬tanda infidelium conversione», y que él mismo atribuye a Don Vasco cuando éste era ya obispo, pues lo pone a él como modelo de este tipo de evangelización pacífica.[21]

Don Vasco, por ejemplo, admitía cierta presión, si fuese necesario, con tal de que fuera, no para la «destrucción» de los indios — cosa que, debido a los abusos y avaricia de los españoles se estaba llevando a cabo a riesgo de acabar con todo, como estaba ocurriendo ya prácticamente en la Española y demás islas del Caribe —, sino que se había de ejercitar esa presión con vistas a la «edificación», es decir, la educación, organización y «policía» de los pueblos indígenas, de tal modo que la oferta de la evangelización que se les hacía, debía servir para hacerlos «suficientes» y aptos para su propio gobierno y libertad basados en los principios cristianos:

“Con éstos tales y para este fin y efecto, cuando fuerzas hobiese, por justa, lícita y santa, «servatis servandis», ternía yo la guerra, o, por mejor decir, la pacificación o compulsión de aquéstos, «non in destructionem sed in aedificationem», como lo dice san Pablo, 2ª ad Corinthios, y san Agustín, según lo refiere san Antonino, arzobispo de Florencia en la parte 1ª, tít. 6, cap. 2º, párrafo 6, en las partes historiales, en estas palabras: «Ubi nota secundum Augustinum quae ubi potestas datur iniqui a malo prohibendi sunt et ad bonum cogendi»”.[22]

Condena Quiroga toda violencia y mal ejemplo que se pueda hacer a los indios por parte de los españoles, comparándolos con los perseguidores de la Iglesia en los primeros siglos. El atentado contra los indios viene a resultar una especie de sacrilegio, ya que se actúa contra algo sagrado, al “quererles destruir los cuerpos que son templos vivos de Dios, y no tener con ellos ni nadie caridad alguna”; y el asunto es más grave porque lo hacemos por una miseria de interés crematístico: “por una blanquilla y miseria de nuestro interés”.[23]

Sólo cabría algún tipo de presión sobre los indios para: “darles tal orden y estado de república y de vivir, en que se pierdan los vicios y se aumenten las virtudes, y no pueda haber flojedad ni ociosidad ni tiempo perdido alguno que les acarree necesidad y miseria y pierdan la mala costumbre de ocio dañoso en que están criados y acostumbrados, [...] y se ordene en todo de manera que para sí les baste poco, y para cumplir con las cargas que han de llevar y tributos que han de pagar para la sustentación de todos, les sobre mucho, y juntamente con esto de su buena voluntad y simplicidad no pierdan nada, antes sean más guardados y conservados en ellas que de antes, convir¬tiéndoles todo lo bueno que tuviesen en mejor y no quitándoles lo bueno que tengan suyo que nosotros deberíamos tener como cristianos, que es su mucha humildad y poca cobdicia.”[24]

De este modo, la autoridad que los españoles, y los misioneros en particular, tienen en América, lejos de causar esclavitud, destrucción y aniquilación de los indios, debe ser para la edificación de la sociedad y de la Iglesia indiana.

Y así habría de ser “sin muerte ni destruición suya, y de manera que sustentándose a sí y a nosotros también, puedan juntamente con ello sustentar y conservar en su humildad, mansedumbre y simplicidad y en su buena voluntad e inocencia».[25]«Así que, si alguna buena orden no se les da e ordena que sea bastante, yo no sabría decir cómo esto se pudiese sustentar ni llebar con buena conciencia en destruición y no en edificación”.[26]

Hablando de los indios a los que hacen esclavos que llaman de rescate, o fruto de la compraventa, Quiroga utiliza un lenguaje fuerte: “Así que yo no sé qué diablo de rescate sea éste, o quién primero le puso este nombre, que así le impropió en perjuicio de tantos miserables ignorantes que por él, al revés de lo que debiera ser, de hombres libres, se han hecho y harán esclavos, y cuando por él tanto templo espiritual de Dios, «quod estis vos, o neophiti naturales», como en esta renaciente iglesia deste Nuevo Mundo se edificaba, ha sido y será asolado y destruido”.[27]

En nota marginal que introduce el apartado correspondiente, resume Vasco de Quiroga perfectamente el pensamiento que se propone desarrollar: “Muéstrase de aquí adelante cómo estos naturales pueden ser no guerreados sino pacificados y subjetados de príncipes católicos para les edificar y no para los destruir y en qué se destruyen y en qué se edifican y con qué enferman y con qué podrían fácil y perfectamente sanar de todas sus pestilencias y enfermeda¬des que no son pocas ni livianas; pues bastan a consumirlos, si en breve no se remedian”.[28]

La obsesión de Vasco de Quiroga es, pues, la de edificar en lugar de destruir en aquella tierra nueva y en las comunidades de los indios. Él aclara los motivos que, a su parecer, son causa de destrucción y aniquilación de los naturales, y hace su propuesta para salvar a aquellos pueblos y a aquellas gentes e introducirlas en la comunidad o nueva Iglesia cristiana. «Edificar, no destruir», podría ser su lema que toma de San Pablo. Así lo dice expresamente en otra nota marginal más adelante: “Cómo para instruirlos y ponerlos en esta buena policía y quitarlos y sacarlos de la tiranía mala y de su barbarie, es lícito y sancto pacificarlos y compelerlos; pero no para destruirlos que es, como dice san Pablo, «ad aedificationem non ad destructionem» (para edificar, no para destruir).”[29]

De hecho él está dispuesto a edificar, en nombre propio y en nombre de la Corona, de quien él es un administrativo y a la que sirve, y por eso, ofrecerá su propio plan de edificación, que es, sobre todo, la edificación cristiana:

“Así que por la sujeción y pacificación y sosiego de aquestos bárbaros tales, debajo de poder de príncipes católicos cristianos para instruirlos, ruega la Iglesia, pero no para destruirlos, sino para humillarlos de su fuerza y bestialidad, y humillados, convertirlos y traerlos al gremio y misterios della y al verdadero conocimiento de su criador y de las cosas criadas”.[30]

Con ello cumplirá, tanto el deseo del rey, como el del Papa: “Y como conviene que lo haga y mande hacer todo doctor e instruidor e apóstol, mayormente de gente bárbara como ésta, como por la divina clemencia y suma providencia y concesión apostólica, su Majestad lo es de aqueste Nuevo Mundo, y lo debe y puede muy bien hacer y le sobran las fuerzas para ello, no para destruirlos, como nosotros lo entendemos, sino para edificarlos como su Majestad y el Sumo Pontífice lo entienden, como parece por la bula e instrucciones dello”.[31]

Porque lo que hay que hacer es: “tener respeto al bien y pro común desta tierra y naturales della y al fin e intento que Dios y sus vicarios en espiritual y temporal, el Papa y el Emperador Rey nuestro señor, han mandado principalmente que se tenga en ella por la bula e instrucciones: que es edificarlos, conservarlos, convertirlos y pacificarlos, y no destruirlos ni irritarlos ni embravecerlos más que de antes con crueldades y malos tratamientos, sino amansándolos y trayéndolos la mano blanda y por el cerro, como dicen, halagándoles para ello”.[32]

“Así la Iglesia y cristiandad y cabezas della, debe refrenar este poder así dado por Dios para edificación de su Iglesia y miembros della y no para destruición”.[33]

Esa buena república cristiana es lo que él tratará de hacer. El ideal de su proyecto misionero se materializa en los pueblos de indios, o pueblos hospitales, que él fundó y mimó tan cuidadosamente hasta el final de su vida.


NOTAS

  1. Carta (15-II-1552): E. DE LA TORRE, Fray Pedro de Gante, 90.
  2. J. DE TORQUEMADA, Monarquía indiana, L.20, c.13; en la selección de Miguel León-Portilla, 159-160.
  3. Cf. G. DE MENDIETA, Historia eclesiástica indiana, L.5, c.8: «De la amistad espiritual que fray Martín tuvo con el primer obispo de México y con fray Domingo de Betanzos, y cómo todos tres intentaron de pasar a China».
  4. Era en 1533. Fr. Juan de Zumárraga había ido a España para consagrarse obispo.
  5. J.B. MÉNDEZ, Crónica de la Provincia de Santiago de México, L.1, c.11, p.48.
  6. R. DE AGANDURU, Historia general, CDIE, LXXVIII, 430.
  7. Toda esta aventura de la expedición de Villalobos puede seguirse paso a paso en C. ALONSO, Primer viaje misional alrededor del mundo. La cita se encuentra en el Apéndice I, p.183. El autor toma la carta de ARTHUR BASILIO DE SA, Documentaçâo para a história das missôes do padroado português do Oriente: Insulindia, v. I, Lisboa 1954, 510-512.
  8. Lo que vos el Reuerendo in Christo padre don fray Iuan de Zumárraga Obispo de México del nuestro Consejo, y vos fray Domingo de Betanços y fray Iuan de la Madalena y los otros religiosos que lleuáredes, o qualquiera de vos o dellos auéis de hazer en el descubrimiento e pacificación de las tierras e islas a donde vosotros por seruir a nuestro Señor, y a nos os ofrecéis a yr. Barcelona, 1 de mayo de 1543: D. DE ENCINAS, Cedulario indiano, IV, 228. Carta que su Magestad escribió a los Reyes y Repúblicas de las tierras del medio día y del poniente, para darles a entender la ley Evangélica. Barcelona, 1 de mayo de 1543: D. DE ENCINAS, Cedulario indiano, IV, 221. Las credenciales pueden verse en J. MANZANO, La incorporación de las Indias, 139-145.
  9. En CDIU, XVIII, , 59-60 [Año 1543]; CDIU, XVIII, 67.
  10. J.B. MÉNDEZ, Crónica de la Provincia de Santiago de México, L.2, c.11, p.117-118.
  11. Carta del obispo de México, D. Fray Juan de Zumárraga y de Fray Domingo de Betanzos, prior del convento de Santo Domingo de dicha ciudad, al Príncipe D. Felipe, dándole gracias por la licencia que les ha remitido para poder hacer un viaje apostólico; y el obispo añade que por medio de Fray Bartolomé de las Casas se había suplicado a Su Santidad se le permitiese renunciar su obispado, y habla de otros asuntos de religión y gobierno. 21 de Febrero de 1545: CDIA, XIII, 531-537. Puede verse también en J. GARCÍA ICAZBALCETA, Don Fray Juan de Zumárraga, III, 241-245. Isacio Pérez estudia esta cuestión en «Fray Bartolomé de las Casas, ¿“desleal”?», 533-564.
  12. J.B. MÉNDEZ, Crónica de la Provincia de Santiago de México, L.4, c.20, 222-224. El mismo relato, aunque con mayor concisión, puede verse en Isagoge histórica apologética, L.2, c.27, 284-288.
  13. CDIU, XVIII, 75.
  14. J. DE ZUMÁRRAGA, Regla cristiana breve, XXIX-XXXIII.
  15. CDIA, XIII, 533.
  16. T. DE LA TORRE, Diario de viaje, 159.
  17. M. OROZCO Y BERRA, Historia de la dominación española en México, II, c.3, 149.
  18. V.D. CARRO, La teología y los teólogos-juristas españoles, 623. Tal vez se trate de expresiones ocasionales con motivo de condenar determinados excesos. El P. Venan¬cio Carro sostiene que B. de las Casas no tuvo en realidad, especialmente en los últimos años de su vida, un pensamiento diferente del de Vitoria, Cano o cualquiera de los maestros dominicos de su época. Cf. especialmente p. 617-673.
  19. Información, 189.
  20. Información, 88.
  21. Es el objeto principal del estudio de E. MARTÍN, «La coacción de infieles». A don Vasco específicamente dedica Cabrera los capítulos quince y siguientes de su tratado, 441-461.
  22. Admite, con S. Antonino, el pensamiento de S. Agustín, que él mismo aplica a la situación de los indígenas: «Habiendo posibilidades, se ha de impedir a los malvados hacer el mal, y obligarles a hacer el bien». Información, 100. Lo mismo corrobora en la nota marginal referida a este pasaje: Información, 9918. Cf. también Información, 927, 101-102, 190, 209 y 229.
  23. Información, 231.
  24. Información, 230. Cf. también Información, 193-194.
  25. Información, 229.
  26. Información, 102.
  27. Información, 186
  28. Información, 92.
  29. Información, 99.
  30. Información, 100.
  31. Información, 101.
  32. Información, 181.
  33. Información, 101.

BIBLIOGRAFIA

AA. VV., La obra social de los hospitales de Don Vasco de Quiroga. Ciclo de conferencias, Guanajuato: Universidad de Guanajuato, Centro de Investigaciones Humanísticas, 1998

CARRO, V., La teología y los teólogos-juristas españoles ante la conquista de América, Bibl. de Teólogos españoles 18, Salamanca 19512


MANZANO, J., La incorporación de las Indias a la Corona de Castilla, Madrid 1948

MÉNDEZ, J.B., Crónica de la Provincia de Santiago de México de la Orden de Predicadores (1521-1564), México: Porrúa 1993

OROZCO Y BERRA, M., Historia de la dominación española en México, Con una advertencia por Genaro Estrada, Biblioteca Histórica Mexicana de Obras Inéditas 8, 9, 10 y 11, México: Antigua Librería Robredo, de José Porrúa e Hijos 1938, 4 v.


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