FILIPINAS: Proceso histórico de su evangelización

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Los primeros bautismos de indígenas filipinos, cifrados en unos 800, fueron administrados por el clérigo Pedro de Valderrama, capellán de la primera expedición descubridora que, al mando de Fernando de Magallanes, llegó al archipiélago, concretamente a la isla de Cebú, en marzo de 1521. El segundo en ejercer el ministerio fue el canónigo Juan de Vivero, que llegó a Cebú en 1566.

Se pueden citar otros nombres aislados, pero en realidad la evangelización del archipiélago fue iniciada por los agustinos (1565) y continuada por los franciscanos (1578), a los que posteriormente se unieron los jesuitas (1581), los dominicos (1587) y los recoletos de San Agustín (1606).

En resumen, la labor propiamente misional en la etapa «española» fue llevada a cabo por un número aproximado de 7.865 religiosos, que se desglosan así: 2.830 agustinos; 2.694 franciscanos; 2.318 dominicos; 1.623 recoletos de San Agustín, y 718 jesuitas.


LA EVANGELIZACIÓN EN EL SIGLO XVI

Los nativos filipinos vivían en la selva, junto o en torno a los árboles, los que les proporcionaban la comida y el vestido. Su evangelización se basó en la formación de poblados, tarea en la que destacó el franciscano padre Juan de Plasencia en la evangelización de la región de la Laguna de Bay.

De acuerdo con lo estipulado en el primer Capítulo de Manila (1578) el padre Plasencia escogió un lugar para cabecera de su acción y se echó a buscar a los nativos por la selva, y predicarles la conveniencia de salir de la jungla y bajar a sitios más abiertos, junto a las playas y lugares llanos, y allí levantar sus viviendas. Logrado este propósito, inició la predicación del Evangelio y supo atraérselos sirviéndose de los pequeños, los que atraídos con la enseñanza y la música, se convirtieron en sus mejores colaboradores.

Sus primeros logros le dieron autoridad para imponer en el Capítulo provincial de 1580 unas normas que debían ser aplicadas por todos en sus respectivas áreas y que se reducían a escoger una residencia desde donde pudieran irradiar en todos los sentidos, tomándola como punto de partida en sus correrías.

Con procedimiento tan sencillo algunos se internaron por los bosques para ganarse a 1os «indios», como en un principio los europeos denominaban a los nativos de manera claramente equivoca e inapropiada; otros, para facilitar ese trabajo, se dieron a abrir caminos, construir puentes, allanar obstáculos y trazar nuevos poblados para los que se iban juntando por su obra de captación.

Crearon seguidamente escuelas para la enseñanza del idioma y de la doctrina, y de este modo, poco a poco, los niños fueron aprendiendo las primeras letras: leer, escribir y contar. Les instruyeron además en las formas de agricultura, y como el filipino es naturalmente músico también le enseñaron canto y música, que se convirtieron en materia obligatoria.

Para el régimen de los pueblos el padre Plasencia estudió las normas y modo de regirse de los naturales y escribió las dos «Relaciones» sobre tagalos y pampangos, que formaron la primera y casi definitiva legislación para todas las islas Filipinas. Y es que supo reorganizar los barangayes o cabeceras, al frente de las cuales puso a hijos de la tierra.

Para dar mayor fuerza a estas medidas prácticas de buen gobierno, siendo ya custodio (superior) en 1584, recurrió al gobernador general de Filipinas y hasta al rey de España para que obligaran a los nativos a dejar sus antiguas rancherías (poblados) del bosque y que, por cuenta del tesoro real, se mandara, bajo severas penas, a los gobernadores y encomenderos levantar iglesias y dotarlas suficientemente para la atención a los convertidos.

Dejando ejemplo de cómo podían llenarse las necesidades más perentorias y elementales de la instrucción pública, al faltarles papel o pizarras para leer y escribir, enseñó a los nativos a escribir en la arena y también en las hojas de los cocoteros, preludiando así lo que después se llamó «método lancasteriano».

El problema del aprendizaje de la doctrina era acuciante y para resolverlo se dio a escribir el «Catecismo» bilingüe castellano-tagalog, impreso años después en xilografía (1593). Y como la dificultad mayor se acusaba entre los misioneros, desconocedores del idioma de sus encomendados, también supo hallar la solución y salvarla preparando un «Bocabulario y Arte» (sic). Este ha sido muy estudiado, mejorado y adaptado en ediciones posteriores, pero el «Catecismo de la Doctrina cristiana», con pequeños retoques, es el que hasta muy recientemente perduro y se utilizó en los pueblos de administración franciscana.

Debido a estos trabajos se fueron sentando las bases de la evangelización en todo el archipiélago, ya que las demás Órdenes religiosas copiaron sus métodos. Que así fue, nos los explica Blanco Herrero:

“El que los naturales se establecieran de una manera ordenada sobre la base del cultivo de la tierra debióse a los franciscanos, como lo afirma con más precisión y largamente el Autor del folleto «Los Frailes Filipinos», quien, después de hacer mención de las industrias y artes que los misioneros les enseñaron. De esta manera gradualmente fueron los religiosos desarrollando la agricultura, el comercio, las artes y la industria. Y fue tanto, en suma, el interés con que desde su arribo a Filipinas cuidaron los misioneros de civilizar aquellas razas salvajes y de procurar el enriquecimiento del País, que a los veinticinco años de la llegada de Legazpi (1565-1590) los franciscanos habían ya formado pueblos, abierto caminos, hecho estudios geográficos, itinerarios y mapas del País, escrito diccionarios y gramáticas de todos los idiomas y dialectos y echado las hasta hoy respetadas y convenientísimas bases de buen gobierno”.[1]

Estos datos, referidos únicamente a los franciscanos, se pueden y se deben hacer extensivos a todos los grupos misioneros, bien que haya sido el método franciscano el de resultados más tangibles. Los frutos de la actuación de los misioneros fueron muy relevantes. Para el año de 1586 tenemos ya un testimonio que tiene su peso y al que no se le puede negar su categoría, y es el del jesuita Alonso Sánchez, que ese año se embarcó para España como representante del archipiélago y que en carta al dominico Juan Valente le decía:

“Los Padres agustinos, que comenzaron la conversión de Filipinas, han trabajado y trabajan tanto que tienen doscientas y cincuenta mil almas a su cargo, como yo he visto y traigo en un Memorial; y después fueron los frailes franciscos y tienen otras tantas.”.

Esta cifra fue recogida en 1587 por el franciscano Francisco de Gonzaga en su celebrada obra «De origine seraphicae Religionis», en la que eleva a 300.000 la estadística. Además, contamos con referencias precisas de los lugares y provincias que cada Orden ocupaba al terminarse el siglo XVI.

En 1594 Felipe II, por Real cédula, mandó dividir el territorio filipino entre los diversos grupos misioneros con el fin de que cada uno ocupara una zona continua y no se mezclara con los otros en su actuación. Al informar el gobernador Tello al rey (1597) podía fijar los términos del cumplimiento de la cédula y decirnos dónde se hallaba cada Orden y en qué provincias desenvolvía su apostolado:

“El Orden de San Agustín tiene ocupada la provincia de Tagalos, Pampanga, Ilocos y Pintados. Tiene en ellas 60 casas con 108 sacerdotes y predicadores y 53 hermanos laicos... El Orden de San Francisco tiene ocupada la provincia de Camarines y tiene en ella 40 casas y 120 religiosos... El Orden de Santo Domingo ocupa la provincia de Cagayán, tiene en ella 13 casas y 71 religiosos... La Compañía de Jesús, que es la más moderna, tiene 12 casas, que ocupan en la provincia de Pintados, las Islas de Sámar, Leyte, Ibabao, y en ellas 43 religiosos”.[2]

LA EVANGELIZACIÓN EN EL SIGLO XVII

Durante dos largas centurias en Filipinas no existieron propiamente parroquias, con la modesta excepción de las encomendadas al clero secular. Todos los centros del ministerio apostólico se consideraron y llamaron «misiones» hasta la fecha del arribo a Filipinas del arzobispo don Sancho de Santa Justa y Santa Rufina, quien, apoyado en decretos reales, llegó a Filipinas dispuesto a someter a los religiosos al régimen común y a la visita diocesana, comenzando su actuación por Manila y diócesis propia, conducta que después imitaron los demás obispos filipinos.

La nomenclatura en uso durante aquellos dos primeros siglos fue de parroquias ( clero secular), parroquias-misiones y misiones activas (religiosos). Las parroquias-misiones eran administradas por los religiosos, gozando de suficiente autonomía y exentas de las leyes del Patronato Regio y de la visita diocesana, extremo que dio lugar a continuos roces y pleitos entre los obispos y las Órdenes religiosas. Las misiones activas eran propiamente los establecimientos misioneros en zonas de desarrollo; después de la intervención del arzobispo Santa Justa y Santa Rufina, tales misiones conservaron este nombre, que en realidad las diferenciaba de las anteriores. Con la nueva distribución territorial para los grupos misioneros se daba por concluida la etapa de la evangelización, porque la acción misionera había llegado a todas partes. Y es aquí donde encontramos la explicación a ese fenómeno de la división y cuál era el pensamiento de los institutos religiosos al comenzar el siglo XVII: la conservación y afianzamiento de lo logrado y el avance en zonas que escapaban a su influjo y acción misionera.

Sabemos también, por el informe antes citado del gobernador Tello, que todos los grupos misioneros “contaban con prelados de buenas partes y que en los demás hay muchas y buenas lenguas (interpretes), que hacen mucho provecho en la conversión de los naturales, la cual va creciendo cada día”.

Esta apreciación la confirman los siguientes datos de 1622, tomados del padre Isacio Rodríguez, que en el cuadro siguiente, tras el nombre de cada grupo de evangelizadores y curas de almas, sigue el de las parroquias regentadas por cada grupo y el del número de fieles; los números son muy variados en cada caso y en algunos faltan datos precisos; así la estadística sigue generalmente esta enumeración:

CLERO, Y FIELES POR CIRCUNSCRIPCIÓN ECLESIÁSTICA:

Arzobispado de Manila:

Clero secular .... .......... 12 (parroquias); 8 (sacerdotes) 20.000 (fieles)
Agustinos ................. 33 (casas); 56 (sacerdotes); 98.000 (fieles)
Franciscanos .............. 38 (casas); 47 (sacerdotes); 48.000 (fieles)
Jesuitas ................... 3 (casas); 6 (sacerdotes); 10.000 (fieles)
Dominicos ................ 13 (casas); 22 (sacerdotes); 28.000 (fieles)
Recoletos . . . . . . . . .. 3 (casas); 6 (sacerdotes); 8.000 fieles)


Obispado de Cebú:

Clero secular .............. 16 (parroquias); 16 (sacerdotes); 17.500 (fieles)
Agustinos . . . . . . . . . . 48.000 (fieles)
Jesuitas ................... 54.000 (fieles)

Obispado de Cagayan:

Clero secular .............. 5 (sacerdotes); 58.500 (fieles)
Dominicos ............ 25 (casas); 70.000 (fieles)


Obispado de Camarines:

Clero secular .............. 25 (sacerdotes); 8.500 (fieles)
Catedral de Naga .......... 1 (sacerdote); 200 (fieles)
Franciscanos ............... 24 (casas); 45.000 (fieles)
Jesuitas ...................1 (casa) 3.200 (fieles)


Los datos pertenecen al arzobispo de Manila, quien calculaba en 508.000 las almas al cuidado de la Iglesia filipina. Entre los años 1606-1666 la vida misionera en Filipinas se nos muestra un poco frenada por razones varias, siendo las más significativas las siguientes: En primer lugar, el gobierno general emprendió ese mismo año (1606) la operación militar de las Molucas y Célebes, a la que contribuyeron todos los institutos misioneros, bien que, después de ocupadas aquellas islas, sólo quedaron en aquellas islas los franciscanos y los jesuitas.

En segundo lugar, porque las nuevas relaciones con el imperio nipón avivaron el interés por aquellas tierras, y allá acudieron de todos los grupos misioneros siguiendo a los franciscanos, donde se escribieron páginas del más bello heroísmo y apostolado, coronadas con los martirios más atroces: espada, cruces, fuego lento, baños de aguas sulfurosas, pozos y cuevas infestadas de víboras y escorpiones, etc., y a pesar de todo ello, no olvidaron su campo y parcelas propias, las Filipinas.

Es la época de la cruel persecución anticristiana, sobre todo en las primeras décadas del siglo XVII, llevada a cabo sobre todo en las regiones o feudos de Nagasaki y Hiroshima, donde la evangelización se había notablemente desarrollada ya desde los tiempos de San Francisco Javier.

Los dominicos fundaron la Universidad de Santo Tomás, dando notable impulso a la educación superior de los nativos, pero también nos informan de su dedicación al trabajo directo misional. Tuvieron que sufrir la sublevación de los obreros pampangos,[3]quienes estaban descontentos por habérseles retenido sus salarios.


La embestida de los piratas holandeses en 1666 y ante el ataque del pirata chino Koseng quien llegó a amenazar las Filipinas, obligó a abandonar la isla de Formosa, por lo que se mandó la retirada de las fuerzas destinadas en las Molucas.

En los primeros años de ese siglo, los franciscanos quisieron llevar a efecto la evangelización de la provincia de Ituy y allá se desplazaron en buen número. Terreno abrupto, difícil, donde los naturales, aunque mantenían escasa comunicación con los cristianos vecinos, los acogieron con agrado y les proporcionaron toda clase de alimentos. Sin embargo, tras varios años de estancia por esa zona, hubieron de retirarse por la insalubridad del clima, pues enfermaron la mayor parte.

Entonces se retiraron a los pueblos de la contracosta -Baler y Casiguran-, pueblos que pronto fueron cedidos a los agustinos y que éstos atendieron hasta 1704, año en que empezó a desarrollarse la gran gesta misional del siglo XVIII. Los dominicos, que por su parte también habían intentado parecido esfuerzo, conocieron idéntica suerte.

En la segunda mitad de la centuria, por los motivos de la visita diocesana y la obsesión de los gobernadores generales de secundar los propósitos de los obispos, tendientes a someter a los religiosos a las leyes del Patronato Regio, ofrecerán la estadística, fiel reflejo de la situación evangelizadora. Y esta estadística nos da la medida del progreso en lo misional, que es ésta:

  1. . «El clero secular tiene en Manila 14 beneficiados y 47 clérigos estudiantes de órdenes menores, que cursan en Santo Tomás y en el Colegio de San José de los PP. Jesuitas.
  2. . Los agustinos, en la ciudad de Manila, obispado de Cebú y Cagayán, administran 61 doctrinas, en que se ocupan 84 religiosos.
  3. . Los dominicos, en la diócesis manilense y en la de Nueva Segovia, mantienen (en Cagayán y Pangasinan) 29 doctrinas y rnuchas visitas, en que se ocupan 43 religiosos, sin contar los residentes en Manila y el Puerto de Cavite.
  4. . Los franciscanos, en su administración de las provincias tagalas y del Bicol, que son los obispados de Manila y Nueva Cáceres, más el pequeño numero que continua en Las Molucas, sostienen 64 doctrinas con igual número de sacerdotes, más los de Manila y Cavite...
  5. . Los recoletos de San Agustín se hallan asimismo en Manila, Nueva Segovia y Cebú y en ellas administran 62 doctrinas con sus correspondientes visitas, todas a cargo de 26 sacerdotes, sin los que residen en Manila y Cavite.
  6. . Los jesuitas, ocupados en Manila, en el obispado de Cebú, Mindanao y Ternate

(Las Molucas), cuentan 98 doctrinas y buen número de visitas, que están al servicio de 63 sacerdotes, además de los ocupados en Manila y Cavite».

Este siglo se caracterizó también por las luchas internas entre los obispos y los gobernadores de Manila; las luchas externas por los ataques constantes de los piratas de Joló y Mindanao, y las amenazas ininterrumpidas de los corsarios ingleses y capitanes chinos. Sin embargo, a todos supieron hacer frente, defendiendo a sus fieles y cristianos.

Podemos añadir que los superiores mayores de los institutos misioneros examinaron la situación con sentido crítico y la mente clara y no hallaron motivos de satisfacción. Es más, juzgaron el momento -era el final del siglo XVII- duramente y calificaron la situación de floja y remisa en el aspecto misional al decir que la acción evangelizadora se había limitado a captar pequeños núcleos de nativos, refractarios a la vida social y organizada. Para darle impulso, todos de acuerdo trazaron nuevos planes, que se desarrollaron en el siglo XVIII.

LA EVANGELIZACIÓN EN EL SIGLO XVIII

Al juzgar la situación de remisa y floja, los superiores provinciales se obligaban a poner sobre el tapete el problema grave que ellos diagnosticaron y lo hicieron con el «Manifiesto y Declaración» del 7 de octubre de 1701, dirigido al gobierno general de Filipinas.

Arrancando de lo que en él expresan, exponen seguidamente sus planes para el inmediato futuro, y lo cifran en los esfuerzos conjuntos para atacar y eliminar los focos de gentilidad [zonas sin evangelizar y mayoritariamente no cristianas] que aún subsistían y para atraerlos a la vida social católica.

Esos focos eran las numerosas rancherías o poblados formados por tribus indómitas y sanguinarias que se ocultaban en la fragosidad de los montes, principalmente en el norte de Luzón, desde la Pampanga Alta, en que principian las cordilleras del Caraballo Norte o Central y Caraballo Sur u Oriental, ya en la zona que mira a la provincia de Cagayán; asimismo, los residuos de los Montes de Lanating y Limotan, del distrito de Morong, como también en los campos de Calumpang y Daraetán, de la provincia de La Laguna y, sobre todo, los remontados y huidos del Isarog (Camarines). Cada una de las Órdenes misioneras se enfrentó con decisión el problema que le afectaba. Los agustinos son los primeros en informarnos de los trabajos y éxitos que les fueron acompañando en los Montes de Santor y entre las numerosas rancherías o poblados de los alrededores de Bungabon, Pantabangan, Carranglang y otras poblaciones. Los dominicos refieren a su vez los planes ya en marcha para evangelizar los grupos no evangelizados y por lo tanto no cristianos. Cuentan sus progresos entre los mandayas y en la región de Itave, asi como en la provincia de Ituy.

Los jesuitas, que habían elaborado todo un programa para 1696 y empezaban ese año la evangelización de las islas redescubiertas de Palaos, nos relatan una descripción de su vida, costumbres y gobierno, al tiempo que sugieren los modos de colonización hasta su anexión completa al resto de la Filipinas. Pero también intentaron repetidamente el apostolado de Mindanao, donde lograron buena acogida de los «moros»,[4]y sirviernos de intermediarios entre los mahometanos y Manila.

Los franciscanos, por su parte, a los que afectaba mayormente el problema de los remontados o habitantes de lugares agrestes y montañosos, y al margen de la colonización en curso y enemigos duros del nombre cristiano, emprenderán la acción misionera, que les ocupará todo el siglo XVIII. Mas donde realizarán su acción evangelizadora, con empeño y constancia ejemplares, será en el norte del Caraballo.

En él se internarán los religiosos, grupo selecto y bien adiestrado para ello; recorrerán sus montes y lograrán una acción civilizadora y evangelizadora maravillosa. Es la empresa misionera que acometen desde Baler y Casiguran hasta enlazar con los pueblos isinayes de los dominicos. Destacarán en esta empresa los padres Manuel de San Agustín, Manuel de Jesús Fermoselle y, sobre todo, Manuel de Jesús Olivenza, quienes abrieron 19 misiones en el territorio que va desde Binangonan de Lampón hasta el cabo de Engaño, y desde la Pampanga -antigua provincia de Ituy- hasta la de Cagayán.

En la Laguna de Bay, poblada por numerosas rancherías de negritos o aetas, situados al nordeste de la misma, y en el distrito de Morong, se empezó la evangelización en los últimos años del siglo anterior, pero cuajará ahora por la acción combinada de los padres Nicolás de San Pedro Regalado, Francisco de la Virgen, Fernando de Haro y Antonio de Santa Rosalía, los que, adentrándose en la fragosidad de aquella región, no solo establecieron contacto con los muchos cristianos que habían regresado a sus antiguas tierras, sino también con los grupos antes citados y con los que formaron nuevos pueblos en las rancherías de Buburag, Philoptonang, Macadapoyong, Samei-Lumbang, Mararaog y otras misiones, a las que atenderá la provincia franciscana hasta bien entrado el siglo XIX.

El Isarog, ese grandioso monte de aproximadamente 30 leguas de bojeo y cuya elevación alcanza 1.966 metros, cortado por los más de 200 ríos que en él nacen, y un sinfín de barrancos, todo con exuberante vegetación, que era un lugar habitado por poblaciones refractarias a vivir en la nueva sociedad que se iba formando, y por cristianos que habían abandonado la fe cristiana o huido de la ley, conoció muy pronto la actividad de los franciscanos. Pero entregada la administración del partido de Lagonoy a los clérigos seculares en el siglo XVII, los indígenas (llamados vulgarmente entonces también en Filipinas de manera equívoca «indios» no conocieron traba ni sujeción alguna hasta el año 1701, en que los franciscanos decidieron volver sus miras a esta zona y reemprender la evangelización con nuevos y mejor estructurados planes.

A lo largo de dos etapas consecutivas, comprendidas entre los años 1701-1702 y 1739-1741, establecieron contacto con aquellas poblaciones «remontadas», abrieron nuevas misiones y fundaron nuevos pueblos. Su atención y servicio corrieron desde entonces hasta la ocupación norteamericana (a partir de 1898) y luego con la independencia, a encargarse de su evangelización, de manera que en 1898 contaban dichas misiones con una población de 58.825 almas.

Este siglo XVIII tuvo un colofón nefasto: el extrañamiento de los jesuitas, por el que 148 hijos de San Ignacio salieron de Filipinas hacia el destierro, haciendo la ruta del galeón de Acapulco en sentido contrario al de la expedición descubridora, para acabar sus días en Roma y los Estados pontificios. Su zona de evangelización fue repartida entre los otros grupos misioneros, los que se esforzaron en tapar sus huecos con generosidad y eficacia.

Simultáneamente se agravó la situación al limitarse en España el ingreso de novicios en los institutos religiosos, lo que hacía difícil la recolección de voluntarios para Filipinas y eso en momentos en que se aumentaban las necesidades. Algún instituto supo adelantarse en la solución fundando el primer colegio misionero para el Extremo Oriente, como los agustinos, que en 1743 pudieron inaugurar el primero en La Vid (Navarra), si bien en los restantes no supieron imitar el ejemplo.

Y fue también en este siglo cuando culminó el proceso de secularización secularización de las doctrinas doctrinas, el cual venía de muy atrás. EI concilio de Trento (1545-1563) dijo taxativamente que la administración parroquial era competencia del clero secular; sin embargo, en Filipinas éste era muy escaso y de ahí la dificultad en aplicarlo. Por Real cédula del 6 de diciembre de 1583 se repetía ese aserto al tiempo que los religiosos solo servían las parroquias en virtud de privilegios papales y que siempre debían ser preferidos los clérigos seculares a los religiosos.

Fernando VI, también por cédula de 1 de febrero de 1753, obligó a los virreyes, arzobispos y obispos a cumplir con tal cláusula, imponiendo la secularización de las doctrinas, pero con la salvedad de que los religiosos renunciaran voluntariamente a sus parroquias y que se les reservara alguna en cada provincia civil, lo que no pudo llevarse a efecto.

En 1768, por presión del gobernador general y la disposición del arzobispo Santa Justa y Santa Rufina, se llevó adelante la secularización a pesar de la resistencia de los religiosos. Así, a los agustinos se les desposeyó de 17 parroquias en la Pampanga, mas poco después hubo de darse marcha atrás, pues el arzobispo de Manila entregó a los dominicos la parroquia de Santa Ana y las de las Viñas e Imùs a los recoletos.

Cuando a principios del siglo XIX se pretendió cubrir los huecos en la zona de la contracosta (Baler-Casiguran), fue preciso recurrir a los franciscanos porque la pobreza de la tierra y de sus gentes no hacia apetecible aquella administración.

Desde 1812 los propios obispos se mostraron reacios a conceder la administración de parroquias a sus clérigos y esto en contra de las disposiciones de las Cortes de Cádiz, que lo imponían. Y fue así como, poco a poco, la legislación fue quedando en suspenso y desde entonces se repartieron convenientemente las parroquias, con la particularidad de que se les dio a los clérigos seculares nativos un papel secundario, es decir, de coadjutores, que se tradujo en motivos de recelo, envidias mutuas y desconfianza entre ellos.

Todo acabó con el movimiento de independencia. En esos años el clero secular sufrió la represalia y muchos religiosos conocieron las cárceles, los malos tratos y el vejamen en los tribunales, de los que se vieron libres al ser liberados por las tropas norteamericanas. Es una página triste, que está recogida por abundante literatura y que se guarda en los archivos de los institutos misioneros españoles.

La evangelización en el siglo XIX

El problema misional, ya concluido de hecho, conoció en este siglo una doble etapa. Durante la primera, comprendida entre los años 1801-1853, misioneros se esfuerzan por mantener lo conseguido hasta entonces y, cuando contra la limitación de sus levas apostólicas, van creando sus colegios misioneros en España, que darán a su labor apostólica una extensión no prevista.

Si en el siglo anterior los agustinos supieron adelantarse a los acontecimientos de la guerra de la independencia y de la desamortización después, ahora los recoletos añadieron al Colegio de la Vid los de Alfaro en 1824, Monteagudo en 1829 y San Millán de la Cogolla en 1878; los franciscanos inician la gran teoría de sus fundaciones con el de San Pascual de Aranjuez en 1853, que trasladan a Pastrana dos años más tarde; a éste le siguen Consuegra en 1868 y los de Almagro, Arenas de San Pedro y Puebla de Montalbán en 1878. Con las promociones salidas de estos colegios la acción apostólica y social adquiere verdadero desarrollo.

La segunda etapa, años 1853-1898, conoce una actividad misionera trepidante; los agustinos pueden rehacer la mayor parte de sus iglesias y simultáneamente consolidar sus misiones-parroquias, cultivan con los medios más modernos los campos, enseñan nuevas técnicas a sus encomendados y realizan toda una larga serie de puentes, calzadas y vías de comunicación que facilitan su servicio.

Los franciscanos compiten en la obra civilizadora y sus provincias de las regiones tagalas, bisayas y bicolanas se transforman en fuentes de riqueza para los nativos: los cultivos de la piña, cocoteros, la extracción del abacá y su industrialización son los medios para ese desarrollo. Si les falta la formación técnica de las escuelas de peritos industriales, agrónomos y de ingeniería, lo suplen con su imaginación y hasta levantan obras que desafían a la técnica y ciencias aplicadas, como el hermoso ejemplo del «Puente del Capricho». Los dominicos, afirmando los planes de estudios en la Universidad de Santo Tomás, crean en 1871 la facultad de Medicina y seguidamente la de Farmacia y la de Comadronas en 1879; además, extienden el radio de actuación a las provincias y abren los colegios de Lingayen (1888) y de San Alberto Magno Dagupan (1892).

Los recoletos lograrán con sus esfuerzos sostenidos poder hablar de la «Aurora de la Paz» al imponerse a los terribles mahometanos, contra los que luchan sin desmayar, estableciendo nuevas colonias cristianas en la isla de Malabac (1885).

En conjunto, la segunda parte del siglo XIX fue la etapa del desarrollo las obras públicas, en que todos sobresalieron; pero, sobre todo, es la etapa de lo cultural. Los franciscanos levantaron el Colegio de Guinobatan (Albay), que aspiraba a convertirse en el germen de la Universidad del sur de Luzón (1893) para Camarines, Sorsogón y Legazpi, pero las tropas del insurgente Paua lo redujeron a cenizas tres años después.

Los agustinos publican sus mejores obras científicas, como el «Diccionario» de Buceta y la «Flora» del Padre Blancas. Además, llegaron en este tiempo nuevos cooperadores: los jesuitas (1859), que volvían al campo de sus afanes; los capuchinos en 1886 y los benedictinos en 1896. Ahora bien, para el mejor servicio al clero nativo acudieron asimismo los paúles, haciéndose cargo de la dirección de los seminarios, que fue su gran aportación a la cristiandad filipina.

La situación religiosa del archipiélago en 1898, según el historiador dominico Pablo Fernández (History, 45-46), era la siguiente:

Manila: 1.811.445 fieles; 219 parroquias; 24 parroquias-misiones; 16 misiones; 259 clero.

Cebú: 1.748.872 fieles; 166 parroquias; 15 misiones-parroquias; 32 misiones; 213 clero.

Jaro: 1.310.754 fieles; 144 parroquias; 23 misiones-parroquias; 33 misiones; 200 clero.

Nueva Segovia: 997.629 fieles; 110 parroquias; 26 misiones-parroquias; 35 misiones; 171 clero.

Nueva Cáceres: 691.998 fieles; 107 parroquias; 17 misiones-parroquias; 124 clero. TOTAL 6.538.998 fieles; 746 parroquias; 105 misiones-parroquias; 116 misiones; 967 clero.

La distribución del clero era la siguiente: Sacerdotes diocesanos 158; Jesuitas 42; Agustinos recoletos 233; Capuchinos 16; Franciscanos 175; Benedictinos 6; Dominicos 109; Paules (?)

NOTAS

  1. (PÉREZ, Origen, 579).
  2. (PÉREZ, Estado, 460-461).
  3. Kapampangans, Pampangueños, Pampangos: pueblan la provincia Pampanga y algunas ciudades de Bataan y de Tarlac. Hablan Pampango o Kapampangan. El nombre “Pampanga” viene de la palabra “pamgpan”, que significa ribera del río, un nombre adecuado para una región llana, surcada por numerosos ramales del Río Pampanga.
  4. Los moros de Filipinas profesan la religión musulmana y tienen ascendencia mixta, resultado de un mestizaje entre malayos, árabes, chinos y, en menor medida, de hispanos. Fueron los españoles quienes los empezaron a llamar moros, nombre con el que designaban a los musulmanes del norte de África desde el siglo XVI.


BIBLIOGRAFÍA

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ANTOLÍN ABAD © Historia de la Iglesia en Hispanoamérica y Filipinas, Vol. II: BAC-Estudio Teológico de San Ildefonso de Toledo- Quinto Centenario, Madrid 1992.