FUNDACIÓN DE AMÉRICA

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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El Descubrimiento gradual y progresivo

Lo que para Isabel, Fernando, Cisneros, Carlos V, Motolinía, De Córdoba, Zumárraga, Hernán Cortés o Hurtado de Mendoza, eran graves problemas de conciencia (que les llevaron a desarrollar el Derecho Indiano plasmado en las Leyes de Indias), para el practicismo empirista secularizante no pasan de ser máscaras para una desenfrenada ambición de poder y bienes materiales.

Paradójica acusación que proviene de quienes no reconocen otros valores que los valores mundanos. Entonces, ¿porqué acusar a quienes, supuestamente, sólo ambicionaban tales valores? ¿Acaso no son los únicos que “valen”? En tal caso ¿no habrá que buscar en la envidia a España y el odio a la Iglesia Católica las causas verdaderas de una crítica tan tenaz?

La conciencia cristiano-católica es la conciencia descubridora cuyo acto es inicial en Colón y los primeros exploradores y es progresivo en ellos mismos y en quienes les siguieron. Por ello el descubrimiento, como acto de la conciencia cristiana, conlleva, en el caso de América, la tradición greco-romana-ibérica, no como meros momentos yuxtapuestos sino como constitutivos ineliminables.

Sólo a esta conciencia que, por la mediación del pensamiento, es conciencia crítica, le era posible des-cubrir y hacer de este acto un acto progresivo; para una conciencia en unión mítico-mágica con el todo no le es posible el descubrimiento crítico sino el estupor y la perplejidad puestos de manifiesto en las narraciones mágicas de la conquista relatadas por los indios.

Y téngase en cuenta que me refiero solamente a Mesoamérica y a América andina, apenas el 20% del inmenso Continente donde se distribuían cacicazgos, tribus y bandas carentes de conciencia continental y de patria en sentido estricto; por eso, cuando la conciencia primitiva tiene acceso (inevitable) a una cultura crítica, deja de ser lo que es y no es ya más la misma. El indio que entra en contacto con la cultura hispánica, por ese sólo hecho, no es ya más el mismo. Por eso, sostener, hoy, que los indígenas actuales son idénticos a los del siglo XVI, no tiene sentido alguno.

La conquista como sorpresa y como misión

Cabe tener presente que el acto de descubrimiento – en cuyo ámbito deben colocarse también la exploración y el poblamiento- debe agregarse la conquista militar. Pero la conquista, tanto para la «real conciencia» como para la totalidad del pueblo español, fue una sorpresa. Naturalmente me refiero a las conquistas iniciales –particularmente Cuba, Puerto Rico y México- que fueron las más importantes, sobre todo por sus consecuencias.

Fueron sorpresa en sentido estricto, ya que sorprender significa tomar a uno desprevenido; es también lo imprevisto que se hace presente y del que hay que hacerse cargo. Demetrio Ramos muestra con claridad el carácter sorpresivo, de hecho consumado, de la conquista: ante todo, porque no estaba pre-vista y, además, porque “predomina, más que un tipo de previsiones, una forma de reacciones, para salir del paso de situaciones de sorpresa.” A partir de 1492, transcurren casi veinte años (1511) hasta la conquista de Cuba por Diego Velázquez, y veintisiete hasta la conquista de México por Hernán Cortés (1519-1521); en ese tiempo, desde el segundo viaje de Colón, la impresión idílica y pacífica (en la que parece gozarse Pedro Mártir de Anglería en sus «Décadas») desaparece trágicamente con el aniquilamiento de todos los compañeros del Almirante. Inmediatamente después de la misión de Nicolás de Ovando y dada la situación creada en Puerto Rico, el poblamiento debe transformarse en franca conquista como apropiación territorial (1511) y, como sabemos, la grande conquista de México ( y antes también la de Cuba con Velázquez) es iniciativa personal de Hernán Cortés. Ramos muestra las diferencias entre el alzamiento de indígenas, al que corresponde un sometimiento; la resistencia a dar la paz como negativa del requerimiento y, por fín, la guerra impuesta por el enemigo. Pero el propósito inicial, en el caso de Ponce de León en Puerto Rico, había sido solamente poblar; tanto es así que aparece como una novedad “el empleo del término «conquista», por primera vez, en la capitulación otorgando a Diego Velázquez por Carlos V en 1518 para ocupar el Yucatán. Personalmente creo que, allende el descubrimiento y poblamiento, la conquista era inevitable dadas las circunstancias, aunque los españoles tenían el derecho de transitar y permanecer, comerciar, tener hijos americanos y asentarse para siempre. Y la misma expresión «conquista» es aplicable no a toda América sino, estrictamente, a las comunidades de Mesoamérica y América andina. Inmensas zonas, como las que ocupan la Argentina, Uruguay y parte de Brasil, eran el lugar de dispersión de tribus y bandas sin conciencia territorial. En estos casos, quizá sea más propio hablar de ocupación que de conquista. Lo que es hoy el territorio argentino era un inmenso vacío: uno de los problemas geopolíticos más graves de la Argentina contemporánea es su escasa población (40, 091,000 habitantes) , en un territorio donde caben holgadamente cien millones, si se piensa que, en el siglo XVI, esta geografía estaba ocupada por apenas unas 300 mil personas, no podría hablarse estrictamente de conquista sino de ocupación, donde muchos lugares eran verdaderamente «res nullis». El Descubrimiento, en cuanto ha sido acto de la conciencia cristiana, fue al comienzo solamente develamiento-exploración-poblamiento-ocupación, hasta que, allende la sorpresa inicial, conllevó también la conquista militar. Pero en todas sus fases, este proceso fue considerado como misión. Desde la bula «Inter coetera» hasta las Juntas de Valladolid, y desde las instrucciones de Felipe II a las disposiciones de Felipe III, lo esencial fue siempre la expansión del Evangelio. Por cierto que sería pueril imaginar que no interesaban, también, tanto a la Corona como a los españoles en general, la honra, la grandeza de las Españas y el provecho material; lo que quiero significar es que la misionalidad católica era el fin principal de la conquista de América, como lo señaló la reina Isabel la Católica en su testamento y codicilo. Así, en la primera ordenanza salida del Consejo de Indias, en 1511, puede leerse según la versión de Solórzano Pereira: “Mandamos, dice Fernando, y cuanto podemos, encargamos a los de nuestro Consejo de las Indias, que pospuesto todo otro respeto y aprovechamiento, e interés nuestro, tengan por principal cuidado, las cosas de la Conversión y Doctrina…” (Política Indiana, cap. I, lib. IV). Desde luego eso no significa que no hubiera existido la inevitable tensión, en el tiempo finito del peregrinaje, entre el bien que quiero y no hago, y el mal que no quiero y hago, como advierte San Pablo. El «fin principal» del descubrimiento, la exploración y la conquista, que deja en segundo plano los otros fines perfectamente lícitos siempre que no se transformen en absolutamente primeros y estén subordinados al fin principal, constituyó como el «humus» del cual surgieron dos tipos humanos en cierto modo irrepetibles: el conquistador y el misionero. Ahora me referiré brevemente sólo al primero. Así como el problema del drama de la conciencia cristiana afecta principalmente al Rey, también afecta intensamente al conquistador que debía cumplir la voluntad de la Corona y no debía traicionar su propia conciencia cristiana (aunque lo haya hecho muchas veces) no cediendo a las tentaciones próximas a su oficio de soldado. Un buen ejemplo es Hernán Cortés, de quien dice fray Toribio de Benavente Motolinía que “aunque como hombre, fuese pecador, tenía fe y obras de buen cristiano.” Típico de la agonía del hombre cristiano, del lastre del «hombre viejo» que ha de vencer cotidianamente el «hombre nuevo»; porque es simultáneamente pecador y sujeto de la fe, y hacedor de obras de cristiano. Esta agonía es, expresado redundantemente, lucha a muerte por anular el pecado y progreso hacia la santidad cristiana; pero la agonía, como tal, sólo concluye con la muerte. Desde esta perspectiva, a pesar de sus faltas personales, como bien ha dicho Ramiro de Maeztu, “el militar español en América tenía conciencia de que su función esencial e importante, era primera solamente en el orden del tiempo; pero que la acción fundamental era la del misionero que catequizaba a los indios.” Es decir, que la evangelización tenía prioridad de naturaleza. Si atendemos al significado de la bandera de Cortés, descrita por Motolinía, en el mismo lugar “traía…una cruz colorada en campo negro, en medio de unos fuegos azules y blancos, y la letra que decía: amigos, sigamos la cruz de Cristo, que si en nos hubiera fe, en esta señal venceremos.” La cruz roja sobre campo negro denota la intención de aludir a una cruzada, ya que la cruz aparece como insignia del soldado; en este caso, la milicia secular –que en cuanto sólo secular merece tantos reparos de parte del cristiano- es transformada en «militia Christi». Y, como aconteció en las Cruzadas, se trata de una «militia Christi» pero con una gran diferencia: mientras aquellas luchaban contra el Islam espiritualmente capitaneadas por el Vicario de Cristo, no hay tal cosa en América donde solamente se trata de una «militia» para proclamar, en tierra de paganos, el nombre y la palabra de Cristo, y extender el dominio de Castilla en estas nuevas tierras del Reino. El conquistador, pues, tenía, eso sí, «espíritu de cruzada» y, muchos de ellos, habían combatido en España hasta la toma de Granada y, todos, traían sobre sí la tradición guerrera de los siglos de pelea contra los musulmanes en la Península. Como bien hace notar García Morente, “el caballero español fue el único que no necesitó salir de su tierra para combatir por su fe. La Cruzada en España fue guerra interior.” Más profundamente, todo cristiano, en cuanto «cristóforo», lleva grabada la insignia de la cruz, no sólo en el vestido, sino en el alma por la inhabitación de Cristo por su gracia; en este sentido, podría decirse que todo verdadero católico que tiene fe y obras, es cruzado. Sé perfectamente cuánto repudio despierta esta expresión en el mundo hedonista y secularizado de hoy. Pero nada caracteriza mejor al conquistador: pecador, sí, unos más que otros y algunos, en cambio, los hubo muy virtuosos y, todos, tenían fe y obras de cristianos. Lamentablemente, como no podía ser de otro modo, hubo algunos perversos que lejos de ser cristóforos, presentaron una contra-imagen del soldado cristiano. Y así, será, por desgracia, hasta el fin de los tiempos. Francisco Morales Padrón hace notar en su simpático libro sobre los conquistadores y apoyado en un rudo texto de Bernal Díaz del Castillo, que estos soldados fueron a Indias para servir a Dios, al Rey, expandir el cristianismo, y también “por haber riquezas”. Tal es el orden, expresado en las palabras “ganar honra y fama”, para lo cual es menester “haber riquezas suficientes”. Y estos fines, en aquel orden, supusieron el coraje indomable, el arrojo, la intrepidez, desarrollados bajo el influjo de una educación propia del hidalgo español de los siglos XVI y XVII, hecha de heroica dureza, no sin resabios de antiguo estoicismo.

Esta situación fue sacada de contexto y deformada por la llamada «leyenda negra», la cual a pesar de haber sido desmentida por la historiografía seria, sigue siendo sostenida por algunos. Un ejemplo de la moderna versión de la «leyenda negra», tocante, ya con el mero insulto, ya con lo ridículo, es el de la arqueóloga Laurette Séjourné, distinguida pero cargada de prejuicios, publicada en la Historia Universal, (tomo I, América Latina, Antiguas culturas precolombinas) que, en varias lenguas publica la Editorial Siglo XXI.


El caballero-conquistador, personalísimo en todo, en la resolución y en el combate, estaba en las antípodas del liberalismo capitalista que ha vuelto autosuficientes los bienes de este mundo; estaba también en las antípodas del socialismo colectivista en el cual su personalismo quijotesco carece de sentido. Por eso, este caballero-cristiano-conquistador es repudiado, hoy, en todo el mundo porque todo el orbe ha sido dominado por aquellas dos concepciones del mundo cuyos últimos fundamentos son los mismos.

Es natural, pues, el rechazo; pero por completo injusto. Como bien dice el ya citado Morales Padrón, “Ni leyenda negra ni rosa. América había de conquistarse tal como se hizo. Los hombres que allí fueron no eran una pandilla de asesinos desalmados; eran unos tipos humanos que actuaban al influjo del ambiente, determinados por una época, por las circunstancias, por el enemigo, por su propio horizonte histórico. La conquista puso al rojo todas las virtudes y defectos de la raza”.

«Conquistador», lejos de ser “el más infame título que puedan tener”, como decía fray Bartolomé de las Casas y hoy tantos repiten bajo el influjo de las ideologías, era un título honroso y viril, de un verdadero fundador de pueblos. Así lo sostenía Pío XII cuando dijo al embajador del Perú: “un pueblo (el peruano) cuya historia forjaron con épicos arranques aquellos titanes de fe tan robusta como sus brazos incansables en la pelea, o como sus pechos forrados de acero...”

La fundación de América

Este caballero-conquistador fue, además, fundador, como ejecutor, más o menos fiel de la España fundadora. El acto del descubrimiento inicial y progresivo implicaba, no solamente el fin principal de la evangelización, sino el de la «fundación», también progresiva, de un mundo nuevo.

Para la conciencia primitiva, América como tal, no existía pues, como dice Morales Padrón, “era una atomización que se ignoraba”. Se ignoraba en virtud de su inmersión en el todo mítico-mágico previo a la conciencia crítica de continentalidad y nacionalidad; de ahí que la presencia española que no sólo jamás excluyó el mestizaje sino que lo incluyó hasta en disposiciones expresas de la Corona, fue fundiendo lo indígena y lo hispano, en una suerte de descubrimiento progresivo -al mismo tiempo emersión de lo originario-, que confirió a América un sentido y una unidad de la que antes carecía.

Por eso, desde el principio, en lo inmediato el conquistador, mediatamente España, ejercieron en diversos sentidos un acto fundacional. Digo acto fundador progresivo en su sentido estricto proveniente de «fundus» base; de ahí que fundar es «poner la base», es asentar y también erigir, cimentar sólidamente.

Mediante el mestizaje, la erección de ciudades, el establecimiento de las instituciones de gobierno y de cultura, España «funda» sobre lo originario la originalidad del Nuevo Mundo; pero no funda ni puede hacerlo sola, sino con el mundo precolombino. Esta fusión es, pues, fundación y esta fundación equivale a la «fundación de América».

La fundación es, como ya dije, progresiva y, además, irreversible. Si un indigenismo total fuera posible, sólo lo sería abstractamente, ya que es pura fantasía contradictoria en el orden concreto, porque la fundación de América incluyó necesariamente lo originario precolombino. Y este acto ya no volverá atrás. Un blanco racialmente puro es, sin embargo, mestizo espiritualmente; un indio racialmente puro es, sin embargo, espiritualmente mestizo.

Y digo esto dando por supuesto que la gran mayoría de los iberoamericanos son racialmente mestizos. Fundación es también «fusión»; en este caso y, por consiguiente, nacimiento de algo nuevo, distinto, original, enraizado en la tradición greco-romana-ibérica y católica y en la presencia vital de lo originario. En este sentido, no puede negársele a España su «maternidad histórica» respecto de América; por eso, su hija se llama, y se llama bien, Iberoamérica o Hispanoamérica.

Tal es el sentido originario de la fundación de ciudades: Santa María la Antigua (1510) por Martín Fernández de Enciso; Panamá (1518) por Pedro Arías de Ávila (Pedrarias); al margen del lago de Managua, la ciudad de León (1523) por Francisco Fernández de Córdoba; Santa Marta (1525) por Rodrigo de Bastidas; Coro (1527) por Juan de Ampues, en Venezuela; San Salvador (1528) por Jorge de Alvarado; Puebla de los Ángeles (1531) por cédula de doña Isabel, la Reina Gobernadora; Santiago de Querétaro (1531) por Hernán Pérez Bocanegra; Lima (1535) por Francisco Pizarro (a la que siguen Trujillo, Arequipa, Piura); Nuestra Señora de la Asunción (1537) por Juan de Salazar de Espinosa; Santa Fe de Bogotá (1538) por Gonzalo Giménez de Quesada; Charcas (1538) por Diego de Almagro; Santiago de Chile (1541) por Pedro de Valdivia (a la que siguieron la Serena, Villa Rica, Concepción); Valladolid (1541) por disposición del virrey Antonio de Mendoza; Guadalajara (1542) por Cristóbal de Oñate y Nuño Beltrán; Santiago de los Caballeros de Guatemala (1542), por Pedro de Alvarado; La Paz (1548) por Pedro de La Gasca; Santiago del Estero (1553) por Juan Núñez de Prado; Santa Cruz (1557) por Nuño Chaves; Mendoza (1561) por Pedro del Castillo; San Juan (1562) por Juan Jufré; Cochabamba (1563) por el Virrey Francisco de Toledo; San Miguel de Tucumán (1565) por Diego de Villarroel; Santiago de León de Caracas (1567) por Diego Losada; Córdoba de la Nueva Andalucía (1537) por Jerónimo Luis de Cabrera; Santa Fe (1573) por Juan de Garay; Ciudad de la Santísima Trinidad en el puerto de Santa María de Buenos Aires (1580) por Juan de Garay: -recuérdese la primera fundación por Pedro de Mendoza, en 1536 luego desaparecida-; Salta (1582) por Hernando de Lerma.

Dentro del mismo siglo XVI, en lo que es hoy la Argentina, deberíamos seguir enumerando a San Juan de Vera de las Siete Corrientes. Todos los «Santas» de la Rioja, San Salvador de Jujuy, San Luis, etcétera y, en toda América, incluyendo el siglo XVII, esta lista debería multiplicarse por cien...

Así, pues, descubrimiento progresivo, mestizaje somático y espiritual, fundación de ciudades y de nuevas instituciones de gobierno, aunque tan conocidas y objeto de inmensa bibliografía, considerémoslos desde el punto de vista en que me he colocado. No fueron meros instrumentos de “dominación” (en el sentido un tanto peyorativo que suele dársele a este término en nuestros días) sino vías de emersión de originalidad americana en cuanto no podían no enraizarse en la originariedad del mundo precolombino.

Las instituciones existían allende y aquende el Océano: dos fundamentales en España, la Casa de Contratación de Sevilla (erigida en 1503, suprimida en 1790) y el Real Consejo de Indias (fundado en 1519 y suprimido en 1834). Mientras la primera regulaba el despacho de armadas, flotas y diversos navíos, el segundo era el organismo de gobierno referido tanto a lo civil como a lo religioso, de tanta importancia en la mutua asimilación de españoles e indios.

En Indias, los Virreyes, de función ejecutiva limitada cuya principal misión no era otra que el servicio de Dios en beneficio de los naturales de modo que “sus almas se salven”; las Reales Audiencias, destinadas principalmente, no exclusivamente, a la administración de justicia; luego, los Gobernadores, quienes, cuando simultáneamente tenían funciones militares se denominaban también Capitanes Generales y, cuando estas funciones les eran conferidas desde su designación, Adelantados; por fin, los Cabildos fueron una institución de fundamental importancia por su representatividad social.

“El mismo día de la fundación de una ciudad se creaba el Cabildo (con sus Alcaldes -no más de dos- y regidores -entre 6 y 12-). Se trataba, en realidad, del antiguo «municipium» romano, persistente durante la reconquista en las ciudades españolas, y trasplantado a América con el mismo sentido de verdadera representatividad política que recuerda, como lo ha destacado Haring, el carácter de la antigua «polis» griega. Pero con una diferencia propiamente americana: incluía un distrito suburbano inmenso, de modo que las provincias hispanoamericanas, por lo tanto, eran en muchos casos un conjunto de municipios, los cuales... constituían los ladrillos que consolidaban toda la estructura política.”

A pesar de las vicisitudes que, a lo largo de la historia, hubieron de sufrir los Cabildos, ellos fueron, en el orden social y político, no sólo la base de las futuras provincias de las naciones iberoamericanas, sino el «lugar» físico, espiritual y moral del progresivo tránsito de la originariedad a la originalidad americana; de ahí que sea connatural al Cabildo iberoamericano, en el orden espiritual, el desarrollo de la «cultura» y, en el orden político, el del «federalismo» americano, heredero del autonomismo de las ciudades de Castilla y Aragón y, simultáneamente, vías de acceso de los caracteres precolombinos de cada zona.

Por eso, en la medida en la cual las futuras constituciones positivas de las naciones iberoamericanas -animadas del espíritu iluminista anticatólico, antiespañol y, por eso, antiamericano- les fueron impuestas como mallas aprisionantes, se constituyeron en muros de contención de la originariedad y de la originalidad iberoamericanas representadas por los Cabildos: Hispanoamérica se apartó de sí misma y entró en una inestabilidad profundísima, signo de su desencuentro histórico con su propio ser.

En el orden de la cultura, precisamente el lugar clave de emersión de la originalidad iberoamericana, se necesitarían varios volúmenes solamente para indicar las grandes líneas de su desarrollo como tránsito progresivo de la originariedad a la originalidad del Nuevo Mundo, equivalente al lento descubrimiento gradual y progresivo de la conciencia cristiana.

Baste señalar la incorporación de las lenguas indígenas a la escritura alfabética, verdadero mestizaje cultural equivalente a su incorporación a la cultura reflexiva; y, a la inversa, el estudio de las lenguas indígenas (de las que hubo cátedras en varias Universidades como la de México y la de Lima) cuya gramática y vocabulario fueron científicamente investigados; en educación, el desarrollo extraordinario de la escuela primaria y, sobre todo, las treinta y tres Universidades fundadas en todo el territorio de Iberoamérica.

Vale la pena su enumeración, que tomo de una obra del Padre Guillermo Furlong. En el siglo XVI: Universidad de Santo Domingo, 1538 (cuarenta y seis después del descubrimiento); la Real y Pontificia de México, 1551(treinta años después de la conquista de Tenochtitlán); San Marcos de Lima, (1551) Santiago de la Paz, Santo Domingo, 1558; Santa Fe de Bogotá, 1580; San Fulgencio de Quito, 1588; Espíritu Santo, de Puebla (1587)

En el siglo XVII: Córdoba del Tucumán (1613); de Santa Catalina, Mérida, Yucatán, 1622; San Javier (o Javeriana), Bogotá, 1622; de San Ignacio de Loyola, Cuzco, 1623; de San Javier en Charcas (o Chuquisaca, hoy Sucre), 1624; de San Miguel, Santiago de Chile, 1625; de San Ildefonso, Puebla de los Ángeles, 1625; de Nuestra Señora del Rosario, Bogotá, 1651; de San Carlos de Guatemala, 1676; de San Cristóbal, Guamanga, 1681; de Santo Domingo, Quito, 1688; de San Pedro y San Pablo, México, 1687; Universidad Jesuítica, Guadalajara, 1696; San Antón, Cuzco, 1696.

En el siglo XVIII: de San Gregorio, Quito, 1704;de Santa Rosa, Caracas,1721; de San Francisco de Asís, Celaya, México, 1726; de San Jerónimo, La Habana, 1728; de Concepción, Chile, 1730; de San Felipe, Santiago de Chile, 1738; de San José, Popayán, Colombia, 1745; de Gorjón, Santo Domingo, 1747; de San Javier, Panamá, 1749.

En el siglo XIX: de San Bartolomé, Mérida Venezuela, 1806; de San Carlos, Nicaragua, 1812; de San Agustín, Arequipa, 1827, cuya inauguración fue retardada por la situación militar del Perú.

En el orden de las ciencias, aún el mundo ignora y la mayoría de los iberoamericanos también, el aporte americano en la Teología y en la filosofía, desde el primer pensador del Nuevo Mundo que fue fray Alonso de Veracruz en la Universidad de México, hasta sus filósofos contemporáneos. Que no se trató, en los más eminentes, de una mera yuxtaposición extrínseca europea, se prueba estudiándolos y exponiéndolos de veras para comprobar su aporte original, que es ya americano sin dejar de ser hispánico; que es original en la medida de la transfiguración cultural de la originariedad americana.

Lo mismo vale para el derecho, para la historia y la crónica, para la física, la biología, la zoología y la botánica, la astronomía y la geografía; un ejemplo de ello es la figura de José Antonio Alzate. En las artes puede probarse lo mismo en la poesía y el teatro; en la arquitectura y el arte religioso desde la grandiosa Catedral de México - sólo para poner un ejemplo- hasta la Iglesia de la Compañía en Córdoba que es, en su estilo, originalmente americana e indudablemente hispana. Igualmente lo mismo vale para la pintura, acerca de la cual un buen ejemplo sería el estilo cuzqueño, y para la música que asumiendo la venerable tradición greco-latina-cristiana, puede ofrecer la maravilla de las obras de Domingo Zipoli.

Todo lo cual demuestra que nada hay universal si no es local; es decir, que jamás se alcanza la originalidad sin la originariedad concreta e intransferible, cuya «novedad» la vuelve inconfundible.

Así como en el amor humano, el hijo generado por los padres implica la maravilla de su novedad, del mismo modo, Hispanoamérica ha sido generada por España aunque ya no sea propiamente España; por lo mismo, cada país, hijo del mismo seno, no puede no ser sino «hermano» del otro. Y descubrimos no solamente la maternidad histórica de España sino la hermandad iberoamericana.

Así como un hijo no es como el otro ni como los demás, y cada uno es diverso e intransferiblemente original, por modesto que fuere, del mismo modo, cada país iberoamericano, en su originalidad propia es «constitutivamente» hermano del otro y de cada uno de los otros. Por eso, todos, con España, constituyen una unidad de familia. Y esta familia expresa y expresará lo más occidental de la cultura de Occidente.

Es más que suficiente esta consideración genérica para poner de relieve el sentido «fundacional», no sólo misional, de la conquista y evangelización del Nuevo Mundo. Aquel sentido y carácter esencial muestra la razón profunda por la cual los países del Nuevo Mundo no han sido «colonias» sino «provincias» del Reino de España; por eso las Leyes de Indias dicen que “los naturales de Indias son tan vasallos nuestros como los nacidos en Castilla”.

Es una gran pena que españoles de la península y muchos españoles de América, parecen haber olvidado lo resuelto en 1954, en las deliberaciones de un congreso celebrado en el Instituto Gonzalo Fernández de Oviedo, en Madrid: no utilizar nunca los términos «colonia», «colonial» y sus derivados; en su lugar deben emplearse las expresiones «época española», o «período hispánico» y otras equivalentes. La proposición del delegado argentino, con Raúl A. Molina, fue aprobado por unanimidad por los delegados españoles e hispanoamericanos.

NOTAS

BIBLIOGRAFÍA

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ALBERTO CATURELLI