HISPANIDAD Y LEYENDA NEGRA

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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INTRODUCCIÓN

El 16 de noviembre de 1932, la revista «Acción Española» publicó el artículo «Crisis de la Hispanidad», escrito por Ramiro de Maeztu (1875-1936) y que dos años después sería recopilado junto a otros cincuenta y un artículos de su misma autoría, integrando así lo que sería su obra más célebre: «Defensa de la Hispanidad», misma que ha tenido incontables ediciones de varias editoriales.

Reproducimos ese artículo (ACCIÓN ESPAÑOLA, Madrid, 16 de noviembre de 1932 tomo III, número 17, páginas 453-459) en el que Maeztu aborda el tema de la «leyenda negra», término puesto en boga por la obra de Julián Juderías.

(DHIAL)

LA HISTORIA DE ESPAÑA EN EL EXTRANJERO

Don Julián Juderías publicó la primera edición de La Leyenda Negra a principios de 1914, inspirado en un sentimiento puramente patriótico. Había llegado a la conclusión de que los prejuicios protestantes, primero, y revolucionarios, después, crearon y mantuvieron la leyenda de una «España inquisitorial, ignorante, fanática, incapaz de figurar entre los pueblos cultos, lo mismo ahora que antes, dispuesta siempre a las represiones violentas y enemiga del progreso y de las innovaciones», y como este concepto ofendía su patriotismo, el Sr. Juderías escribió su obra con el modestísimo propósito de mostrar que sólo habíamos sido intolerantes y fanáticos cuando los demás pueblos de Europa también «habían sido intolerantes y fanáticos», y que, merecedores de «la consideración y el respeto de los demás», teníamos derecho a que, cuando se nos estudiara, se hiciera seriamente «sin necios entusiasmos y sin injustas prevenciones», como había pedido Morel-Fatio.

El Sr. Juderías no podía sospechar entonces que empezaba para los grandes pueblos extranjeros: Francia, Alemania, Inglaterra y los Estados Unidos, que la mayoría de los españoles cultos veneraba como a dioses potentes y sabios, un proceso de crisis, de angustia, de inseguridad, de crítica profunda, de completa revisión de valores, en que tenía que revisarse también su concepto de la España histórica, porque del mismo modo que nuestro fracaso había sido su éxito, sus perplejidades implicaban el comienzo de nuestra reivindicación.

La segunda edición de La Leyenda Negra se publicó en el año 1917. El prólogo está fechado precisamente en marzo de 1917. Tampoco entonces sospechaba Juderías que había empezado a liquidarse la Revolución, con mayúsculas, que sacude al mundo desde el siglo XVIII. No puede ser otro el significado de la revolución rusa, porque si al cabo de más de tres millones de fusilamientos y de dieciséis años de esclavitud y de miseria el pueblo de Dostoievski no tiene en la actualidad más perspectiva que la de las grandes hambres que se anuncian, lo que ello revela es que la Revolución ha fracasado y que cuanto España hizo en sus buenos siglos por alejar de sí los fermentos revolucionarios del Renacimiento y la Reforma, no puede ya merecer otro juicio que el de obra previsora y benéfica.

Tanto han cambiado los panoramas en estos tres lustros que ahora es posible que los extranjeros elogien de España lo que antes más habían combatido, que entiendan, mejor que nosotros mismos, nuestro arte barroco, que publiquen en Alemania libros numerosos para hacerlo entender a los cultos, que defiendan, en suma, nuestra historia más decididamente que nosotros.

Tengo sobre la mesa de trabajo la Historia de España, del académico francés M. Bertrand; la Isabel la Católica, del inglés Mr. W. T. Walsh; el Felipe II, del inglés David Loth; Libertad y Despotismo en la América española, del inglés Cecil Jane, que viene a ser una paráfrasis de aquel opúsculo maravilloso sobre: El fin del Imperio español en América, del cónsul francés Marius André. ¿Qué valor puede tener esta reivindicación de los valores históricos de España que se hace en el extranjero, y especialmente en Francia e Inglaterra, que tanto han hecho por obscurecerlos y denigrarlos? ¿Es que no somos ya un peligro para nuestros seculares enemigos?

Así es, en efecto; no lo somos, pero ello realza el valor científico de estas obras. Si fuéramos una gran potencia actual no se hablaría de nosotros con la palabra ecuánime en que se escriben estos libros. Un elogio de Alemania por un francés o de Francia por un alemán ha de ser inevitablemente polémico, lo que le hará, en la mayoría de los casos, menos veraz que estas historias.

La de Bertrand pinta a España esencialmente como la campeona de la Cristiandad frente al Islam. En estos años nos habíamos acostumbrados a leer en libros y periódicos desaforados elogios de los árabes. Los españoles cristianos, según ellos, fueron unos bárbaros, cuya intransigencia les había impedido fundirse con sus compatriotas moros, compatriotas tan españoles como los cristianos, según estos arabizantes, pero infinitamente más tolerantes y civilizados. La historia de M. Bertrand, que ha pasado buena parte de su vida entre los moros y españoles de Argelia, vuelve a poner las cosas en su punto.

Los árabes fueron unos salvajes que nunca tuvieron más civilización que la de los pueblos dominados por ellos: sirios, egipcios, persas y españoles. Su crueldad fue siempre tan grande como la relajación de sus costumbres. Y en el siglo XV, cuando los echamos de Granada, nos eran tan extraños e incompatibles con nuestros sentimientos europeos como ocho siglos antes, al entrar en España. Con lo que M. Bertrand viene a reforzar el concepto tradicional que los españoles tenemos de los moros, pero que los extranjeros –y algunos compatriotas– querían desvirtuar. Los españoles no nos atrevíamos a defender el establecimiento de la Inquisición. En su libro sobre Isabel, Mr. Walsh esclarece los hechos. Había en 1492 unos 200.000 judíos practicantes y unos tres millones de judíos conversos, algunos sinceros, la mayoría no, dirigidos por hombres poderosos que acariciaban el pensamiento de alzarse con España por Israel y muy capaces, por sus talentos y sus medios de acción, de llevarlo a la práctica, aprovechando, en lo internacional, el creciente poderío de sus enemigos los turcos.

El pueblo se revolvía contra ellos, contra su usura y su soberbia, y cuando se encolerizaba caía lo mismo sobre los practicantes que sobre los conversos, sinceros e insinceros. ¿Qué hacer para frustrar el propósito de los israelitas y evitar que las iras populares pesaran igualmente sobre los inocentes que sobre los culpables? Isabel lo pensó mucho. Sabido es lo que hizo. Expulsó a los judíos practicantes y, para distinguir a los conversos sinceros de los insinceros, encomendó las averiguaciones necesarias a un Tribunal constituido por los hombres de más saber y de moralidad más depurada que había en Castilla, que eran entonces los frailes dominicos.

A Felipe II se le trató en su tiempo como el «demonio del Mediodía» y la «araña del Escorial». El libro de David Loth es incompleto. Merece el reproche que hace el autor a nuestro Monarca. Le falta vuelo imaginativo para entender el ideal de la Contrarreforma, a que Felipe dedicó la vida, y para sentir el espíritu español, que estaba creando un Imperio en el continente americano. Loth nos muestra a un soberano excepcionalmente bondadoso para todos los suyos, incluso para el príncipe Don Carlos, dado al trabajo con absoluta abnegación, demasiado lento en adoptar resoluciones, pero hábil, sagaz, patriota y extremadamente religioso.

¿No es ésta una figura de que debemos enorgullecernos? ¿Que sacrificó el interés egoísta de España a la Contrarreforma? Perfectamente; la gloria de los pueblos está en sus sacrificios. Gracias al nuestro pudo impedirse que el protestantismo venciera en toda Europa, aunque no se logró evitar que prevaleciera en algunos países, porque, como ha dicho recientemente un escritor joven, Dios quiso que se hiciera la experiencia, quizás para que pudiera verse con toda claridad que el protestantismo conduce al paganismo.

Y en cuanto a las guerras de la independencia de América, que hasta ahora se nos definían como un episodio en la lucha de la revolución contra la reacción y del progreso contra la barbarie, los libros de André y de Jane demuestran que en ellas combatieron principalmente los hispanoamericanos por los principios españoles de los siglos XVI y XVII, y contra las ideas de superioridad peninsular y de explotación económica que llevaron a América los virreyes y funcionarios de Fernando VI y Carlos III.

Ahora bien: estas cosas no ocurren sin motivo. Que en Francia e Inglaterra se reivindiquen los principios de la Hispanidad, cuando España misma parece avergonzarse de ellos, sería inexplicable si no fuera porque la razón de ser de la Historia es la perenne necesidad de realzar valores que se habían negado o relegado a segundo término y de rebajar otros injustamente ponderados.

Si ahora vuelven algunos espíritus alertas los ojos hacia la España del siglo XVI es porque creyó en la verdad objetiva y en la verdad moral. Creyó que lo bueno debe ser bueno para todos, y que hay un derecho común a todo el mundo, porque el favorito de sus dogmas era la unidad del género humano y la igualdad esencial de los hombres, fundada en su posibilidad de salvación.

En los siglos XVIII y XIX han prevalecido las creencias opuestas. Por negación de la verdad objetiva se ha sostenido que los hombres no podían entenderse. En este supuesto de una Babel universal se han fundamentado la libertad para todas las doctrinas y, así postulada la incomprensión de todos, ha sido necesario concebir el derecho como el mandato de la voluntad más fuerte o de la mayoría de las voluntades, y no como el dictado de la razón ordenadora.

Ello ha conducido al mundo adonde tenía que llevarle: a la guerra de todos contra todos. En lo interno, a la guerra de clases; en lo exterior, a la guerra universal, seguida de la rivalidad de los armamentos, que es la continuación de la guerra pasada y la preparación de la venidera. Y como la España del siglo XVI, frente a este caos, representaba, con su Monarquía católica, el principio de unidad: la unidad de la Cristiandad, la unidad del género humano, la unidad de los principios fundamentales del derecho natural y del derecho de gentes y aun la unidad física del mundo y la de la civilización frente a la barbarie, los ojos angustiados por la actual incoherencia de los pueblos tienen que volverse a la epopeya hispánica y a los principios de la Hispanidad, por razones análogas a las que movieron a la Iglesia durante la Edad Media, a resucitar, en lo posible, el Imperio romano, con lo que fue creado el Sacro Romano Imperio, en la esperanza de que se sobrepusiera a las arbitrariedades de pueblos y de príncipes.

No se rehízo la Roma antigua, sino que se elaboró un mundo nuevo, porque así procede la civilización; para crear el porvenir se inspira en el pasado. Y es que la Historia es el faro de la Humanidad. De cuando en cuando los ojos de un profeta rasgan el velo del futuro para revelarnos algún aviso de la Providencia. A los hombres normales el porvenir es un misterio impenetrable. Por eso nos orientamos en la Historia. Y es que no nos movemos meramente por impulsos ciegos, sino por deseos, que llamamos ideales, porque para desear hay que tener idea de lo deseado y aun de lo deseable. Como el porvenir no nos la da, habremos de buscar en los ejemplos del pasado.

LA «POLÍTICA INDIANA»

A la obra de los extraños ha de irse añadiendo, como es natural, la de los propios. El esfuerzo gigantesco de Menéndez Pelayo, aunque solitario, no ha de ser estéril. La traducción de las Relecciones del padre Vitoria ha revelado a muchos compatriotas que hubo un tiempo en que los españoles éramos originales y señalábamos direcciones nuevas al pensamiento universal.

Lo extraordinario es que hayan pasado siglos enteros en que estuvo olvidado en España el nombre de Francisco de Vitoria, porque el creador del derecho internacional no era tan solo un pensamiento alado y rápido, certero y genial, sino que por tal fue reputado y por maestro inimitable le tenían los letrados de los siglos XVI y XVII. Olvidarnos los españoles de Vitoria es como si los ingleses prescindieran de Bacon o los franceses de Descartes o los alemanes de Leibnitz.

La Compañía Iberoamericana de Publicaciones reimprimió no hace mucho un libro que por sí mismo se bastaría, no ya a justificar la existencia de la C. I. A. P. como casa editora, sino la de España como nación: la «Política Indiana», de Solórzano Pereira. Ningún hombre culto pasará un par de días en hojearlo sin que se le esclarezca el sentido histórico de España. Es toda una enciclopedia de nuestro sistema colonial, escrita por un hombre de saber más que enciclopédico, porque lo orientan e iluminan la fe y el patriotismo. «La conservación y el aumento de la fe es el fundamento de la Monarquía», dice sencillamente al comenzar la parte que dedica a las cosas eclesiásticas y Patronato Real de las Indias.

El libro está hecho por una cabeza nacida expresamente para el trabajo intelectual. Diríase que el autor ha tenido tres o cuatro vidas y que ha dedicado todas ellas, por partes iguales, al estudio de los libros y a la observación de la realidad. Buena parte de la fama de sabio de Montaigne se debe a las dos mil citas de clásicos que hay en sus «Ensayos». Las que hace Solórzano en los cinco volúmenes de su obra no bajaran de veinte mil. Y estas citas no son alarde vano de personal erudición, sino el método mismo de la obra.

Se trata de un libro de Derecho, como lo dice su título en la lengua latina en que primeramente se escribió: De indiarum jure. Según la concepción predominante en los tiempos modernos, el Derecho no es sino la expresión de la voluntad soberana, sea del rey, del Parlamento o de quien fuere, por lo que la misión del jurista se reduce a buscar el lugar en donde esa voluntad se hace explícita y mostrar su vigencia.

En cambio, para el antiguo espíritu español, el Derecho no era hijo de la voluntad, sino de la inteligencia. No era una voluntad quien lo declaraba en primer término, sino la inteligencia la que descubría la «ordenación racional enderezada al bien común», que es la definición que Santo Tomás había dado del Derecho. Y para hacer ver que su entendimiento no se equivocaba, el jurista debía compulsar su propio juicio con el de los expertos, y mostrar el acuerdo de su criterio, con las respuestas de los prudentes («responsa prudentium») del Derecho romano, cuya prudencia, a se vez, se contrastaba con la de los grandes escritores y moralistas de las lenguas clásicas, los Padres de la Iglesia y las Sagradas Escrituras.

Hay, además, en este libro la defensa de la obra de su patria. Lo escribe un hombre que sabía muy bien que en el extranjero se propagaba ya que España «va de caída» y que no podía cerrar los ojos al espectáculo de despoblación y pobreza que en tiempos de Felipe IV ofrecía la Península, pero que hallaba su consuelo en el progreso y prosperidad de América, obra de España, por lo que escribía con patriótico y legítimo orgullo:

«Si, según sentencia de Aristóteles, sólo el hallar o descubrir algún arte, ya liberal o mecánica, o alguna piedra, planta u otra cosa que pueda ser de uso y servicio a los hombres les debe granjear alabanza, ¿de qué gloria no serán dignos los que han descubierto un mundo en que se hallan y encierran tan innumerables grandezas?… Y no es menos estimable el beneficio de este mismo descubrimiento habido respecto al propio mundo nuevo, sino antes de muchos mayores quilates, pues demás de la luz de la fe que dimos a sus habitantes, de que luego diré, los hemos puesto en vida sociable y política, desterrando su barbarismo, trocando en humanas sus costumbres ferinas y comunicándoles tantas cosas tan provechosas y necesarias como se les han llevado de nuestro orbe y enseñándoles la verdadera cultura de la tierra, edificar casas, juntarse en pueblos, leer y escribir y otras muchas artes de que antes totalmente estaban ajenos.»

La Política Indiana no puede compendiarse, porque es tan esencial en ella la meticulosidad en los detalles como la grandeza de las líneas generales. Frente a los que dicen que fuimos a América por codicia del oro y de la plata y no por el celo de la predicación, ahí están nuestras cartas de nobleza. La primera de todas, las instrucciones que los Reyes Católicos dieron a Colón, en la primera de sus expediciones, encomendándole la conversión a la fe de los moradores de las tierras que encontrare, para lo cual le encargan que se trate «muy bien y amorosamente a los dichos indios». Lo mismo dice la Bula de Alejandro VI, expedida el 4 de mayo de 1493.

Al conceder el señorío de las nuevas tierras a los Reyes de Castilla y León, el Papa les manda enviar hombres buenos y sabios, que instruyan a los naturales en la fe y les enseñen buenas costumbres. Confirma este propósito el testamento de Isabel la Católica. «Nuestra principal intención» fue convertir los pueblos de las nuevas islas y tierra firme a «nuestra Santa Fe Católica». Y lo mismo repiten, en infinitas cédulas y ordenanzas, todos los reyes españoles, encareciéndolo a sus virreyes con toda clase de amenazas para los desobedientes.

No puede darse cordura mayor que la de Solórzano al tratar el problema de los indios. Lejos de compartir las ilusiones del padre Las Casas, se da cuenta de que se trata de «criaturas miserables» dignas, por ello, de nuestra compasión, lo que no le impide afirmar sin ambages que: «pues las fieras se amansan, los indios se harán políticos», porque: «la educación excede a la naturaleza.» No puede darse fe más plena en la capacidad de los indios para el progreso. Lo mismo opina de los mestizos, mulatos y zambos.

Solórzano se da cuenta de sus vicios, de sus debilidades, de la inmoralidad que se sigue a la ilegitimidad del nacimiento de muchos de ellos. Señala prudentemente el matrimonio como el camino más seguro para su dignificación como raza, aunque también reconoce a los hijos naturales la posibilidad de la virtud. Y en cuanto a los criollos, cuya capacidad pretendían negar algunos españoles, no puede darse defensa más cumplida que la que hace Solórzano de los muchos que en el Perú había conocido, tan significados por sus virtudes y talentos como los mejores europeos.

Su tratado de las Encomiendas destruye la leyenda que ha querido contraponer la bondad y abnegación de los misioneros a la codicia y crueldad de los encomenderos. Las encomiendas fueron nuestro feudalismo, es decir, una escuela de lealtad y de honor al mismo tiempo que el brazo secular para el adoctrinamiento de los indios.

En el libro que dedica al régimen de la Iglesia en América se ha podido ver como un intento de convertir el Patronato de los reyes españoles, con el derecho anejo de nombrar Arzobispos, Obispos, Prebendados y Beneficiados, que les había conferido la Bula de Julio II el 5 de agosto de 1508, en un Vice-vicariato, que, naturalmente, no podía reconocer el Vaticano, porque a los reyes piadosos y celosos de la fe podían suceder otros que entregaran el gobierno de sus reinos a hombres como el conde de Aranda y Roda, más amigos de Voltaire y de Rousseau que del Cristianismo. Pero el hecho de que el más voluminoso de los Tratados de Solórzano se dedique al régimen eclesiástico da por sí solo carácter a nuestra dominación en América.

El Tratado de la gobernación secular muestra la escrupulosidad con que se atendía a la Administración de justicia. La institución de los visitadores y de los juicios de residencia a virreyes y oidores, al cesar en su cargo, corrobora ese celo. El propio Solórzano es en sí mismo ejemplo del cuidado con que se atendía a la formación y preparación de hombres públicos que, después de haber descollado en los estudios universitarios y de pasar sus buenos años en América, pudieran dar al Consejo de Indias la plena sazón de sus experiencias y talentos.

Lo que no hay en la obra de Solórzano es un tratado militar de la defensa de las Indias, y sí solamente un capítulo en que se dice: «Que si se considera las historias, más lugares y provincias se hallará haber perdido Gobernadores de capa y espada que letrados», y es que la dominación española en América vino a ser un Imperio romano sin legiones, porque la defensa del país estaba principalmente comisionada a los encomenderos, y los militares no aparecen sino en pequeño número en los años de la conquista y en número mayor cuando el Nuevo Mundo se separó de la Metrópoli. Es imposible leer la Política Indiana sin estremecerse ante la fuerza intelectual y la energía moral que revela, no sólo en el autor, sino en el pueblo y en el régimen de que es intérprete oficial.

Se me ha escapado ya la comparación con el Imperio de Roma. Ante la obra de Solórzano se comprende mejor a Maine, cuando termina sus ensayos de derecho romano afirmando que las dos materias de pensamiento que hay capaces de emplear todas las facultades y potencias del espíritu humano son las investigaciones metafísicas, que no tienen límite, y las del Derecho, que son tan extensas como los negocios del género humano. Muchos críticos han dicho que las energías mentales del mundo civilizado quedaron paralizadas desde que terminó la era de Augusto hasta que surgieron las polémicas del Cristianismo.

Maine protesta del aserto y dice que lo que sucedió fue que las provincias orientales del Imperio se dedicaron a la metafísica, mientras que las occidentales encontraron en el estudio y práctica del Derecho «una ocupación capaz de compensarlas de la ausencia de cualquier otro ejercicio mental y puedo añadir que los resultados obtenidos no fueron indignos del trabajo continuo y exclusivo que se empleó en producirlos». Lo mismo podemos decir los españoles e hispanoamericanos al leer a Solórzano. Su Política Indiana, antes de que la Compañía Iberoamericana de Publicaciones la publicara, era una obra agotada y conocida solamente por los especialistas de estudios americanos, a pesar de lo que dice Ricardo Levene sobre la influencia que ejerció entre los próceres de la Independencia. En regla general puede decirse que nuestros hombres cultos no han oído ni el nombre de D. Juan de Solórzano Pereira. No importa.

En su obra se cuenta que al advertir los indios mensajeros que los españoles distantes y ausentes se entendían por lo que iba escrito en las cartas creyeron eran éstas alguna cosa viva. Tenían razón, en cierto modo. Y hay papeles que no sólo son vida, sino algo superior. Al tropezarse con Solórzano han de sentir los hombres cultos que también por los pueblos hispánicos ha soplado el espíritu, y no sólo en las cabezas privilegiadas, sino en su régimen, en sus instituciones, en su obra colectiva. Y entonces…

LA HISPANIDAD EN CRISIS

Si nos creemos inferiores a otros pueblos, es por ignorancia de nuestra Historia. Cuando ésta nos muestra la perspicacia de nuestros genios, el magnífico sentido de justicia de nuestras instituciones tradicionales, el espíritu moral de nuestra civilización, las mentes escogidas pensarán, con Menéndez y Pelayo, que la extranjerización de nuestras almas es la razón de nuestra decadencia.

Al revés de los norteamericanos de vieja cepa, enteramente dedicados en estos años, según nos los pinta André Siegfried, a defenderse de los gérmenes heterogéneos: católicos, judíos y aun orientales, que sienten crecer en su seno y contradicen su tradición, los españoles e hispanoamericanos se dieron sin reservas, a partir del siglo XVIII, a la admiración de lo extranjero y, a pesar de las protestas de Menéndez y Pelayo y de los tradicionalistas, no habrían cejado en este enajenamiento, si no fuera porque los países que quieren imitar han caído en situación tan deplorable, que ya no pueden servir de modelo ni suscitar envidias.

De otra parte, esa extranjerización nuestra ha sido puramente accidental. No pudo evitar la Casa de Austria que Francia se constituyera como gran Estado nacional, y consecuencia de su fracaso fue el cambio de dinastía, el afrancesamiento de la corte y de la aristocracia y, más tarde, el de nuestros intelectuales. Pero la merecida quiebra de la política antifrancesa de los Austrias no quiere decir que los franceses nos fueran superiores, como tampoco el hecho de que los indios de América se dejasen matar por el «vaho» de los españoles, significa que sean incapaces de civilización, sino que sus cuerpos no estaban habituados a los microbios de las enfermedades que resistían nuestros hombres.

Ya se han habituado, y ahora hay probablemente más indios en América que cuando la conquista; algunos españoles hemos aprendido a defendernos de las tentaciones extranjerizadoras; lo que fue, en un momento dado, razón de inferioridad, no necesita serlo siempre. Si nuestro espíritu universalista nos permitió creer en la superioridad de otros países, ese mismo espíritu nos hará volver en nosotros mismos, cuando esos pueblos se nos muestren incapaces de salir de los egoísmos que originan su parálisis económica y su descrédito progresivo.

El carácter español se ha formado en lucha multisecular contra los moros y contra los judíos. Frente al fatalismo musulmán se ha ido cristalizando la persuasión hispánica de la libertad del hombre, de su capacidad de conversión. No digo con ello que entre los musulmanes doctos predominen ideas muy distintas de las nuestras sobre el libre albedrío. En la práctica, no cabe duda de que los musulmanes atribuyen menos valor a la voluntad humana que nosotros, y esto es lo que se entiende popularmente cuando se habla del fatalismo musulmán.

«Islam», según Spengler, «significa precisamente la imposibilidad de un yo como poder libre que se enfrente al divino». Y yo no soy entendido, pero Margoliouth, el arabista de Oxford, me dice que «islam» es el infinitivo, y «muslim», el participio de un verbo que quiere decir entregar o encomendar algo o alguien a otro, es decir, volverse completamente a Dios en la oración o en el culto, con exclusión de todo otro objeto, lo que confirma [339] lo que dice Spengler, si ya no lo corroborasen a diario el abandono de los mahometanos y la práctica de sus instituciones fundamentales, como la administración de justicia.

Es sabido, en efecto, que en los países mahometanos no se persigue el robo o el homicidio, sino a instancia de parte, y si el perjudicado perdona el delito, perdonado queda. En general, se perdona mucho, setenta veces siete, porque Alah es esencialmente el Compasivo, el Misericordioso. Nuestras leyes exigen a los hombres cierta medida de perfección. Por lo menos, no han de ser ladrones; no han de ser homicidas. Esta exigencia es la expresión de nuestra creencia en la capacidad de bondad de los hombres, en su libertad fundamental. Por eso castigan los Tribunales a los culpables, aunque los directamente perjudicados los hayan perdonado.

Apreciamos las circunstancias atenuantes, pero suponemos que los hombres pueden siempre sobreponerse a ellas para dejar de cometer un crimen. El Islam concede más importancia que nosotros a las circunstancias y menos a la libertad del hombre. En su perdón va envuelta la creencia de que el acusado no ha podido proceder de otro modo. Nosotros, en cambio, frente al imperio de las circunstancias, que es el de Dios, afirmamos la libertad del hombre, porque la libertad del español es la capacidad de hacer el bien, la que el Señor nos prometió cuando nos dijo que la verdad nos hará libres, explicándonos inmediatamente después que ello significa libertarse de la servidumbre del pecado.

Frente a los judíos, que son el pueblo más exclusivista de la tierra, se forjó nuestro sentimiento de catolicidad, de universalidad. El principal cuidado de la religión de Israel es mantener la pureza de la raza. No es verdad que los judíos constituyan, en primer término, una comunidad religiosa. Son una raza. Creen en su propia sangre y no en ninguna otra.

Son la raza más pura del mundo, porque ha evitado cuidadosamente mezclarse con las otras desde los tiempos de Esdras, a quien llamaban los hebreos «príncipe de los doctores de la ley», y en cuyo libro de la Biblia puede verle el lector rasgándose las vestiduras de indignación al oír que los judíos se habían casado con gentiles, por lo que les dice que las otras tierras son inmundas: «Y, por tanto, no deis vuestras hijas a sus hijos, [340] ni recibáis sus hijas para vuestros hijos, ni procuréis jamás su paz, ni su prosperidad» (IX, 12), y, finalmente les exhorta a que: «Hagamos un pacto con el Señor nuestro Dios, que echaremos todas las mujeres (extranjeras) y los que de ellas hayan nacido» (X, 3).

La prueba de no ser una comunidad religiosa, en primer término, es que no quieren prosélitos. Cuenta Israel Friedlander que, cuando se admitieron, fue siempre: «Bajo la condición expresa de que con ello abandonaban el derecho a ser judíos de raza.» Por esta causa fueron rechazados los samaritanos, que profesaban su religión, pero que no procedían de su sangre. Y, de otra parte, un judío sigue siendo judío cuando abjura de su fe. Por ello precisamente nos obligaron a establecer la Inquisición.

No podíamos confiarnos en su conversión supuesta, porque la Historia enseña que los judíos pseudocristianos, pseudopaganos o pseudomusulmanes, que adoptaron cuando así les convino una religión extraña, vuelven a la suya propia en cuanto se les presenta ocasión favorable, y aunque tengan que esperarla varias generaciones. Cuenta el historiador Walsh, que en 1284 pagaron en Castilla 853.951 judíos varones y adultos el impuesto de tres maravedises por cabeza, lo que indica que el número total de judíos era de cuatro a cinco millones, en una población total que se calcula en 25 millones de habitantes, y que la peste negra redujo a la mitad.

Si hubo un momento, hacia el siglo XII, en que la raza judía se mezcló con los españoles, no tardó su ortodoxia en volver, como Esdras, por la pureza de la sangre y la absoluta separación de razas. Son el ejemplo que ofrecen los mejores antropólogos para demostrar que el influjo de la herencia es más poderoso que la adaptación al medio en el destino de una raza. Cuando abrigaban el intento de alzarse con España, no era para convertirnos a su religión o igualarnos a ellos, sino para poder cumplir mejor con los preceptos del «Deuteronomio», que establece, de una vez para siempre, la duplicidad de su moral: «Prestarás a las demás naciones y no recibirás prestado de ninguna.» «Al extraño cobrarás intereses; al hermano no se los cobrarás.»

Y fue por la repulsión que produjo esta doble moral entre los españoles, a medida que se fueron dando cuenta de ella, por lo que no prevaleció su intentó de alzarse por Israel con la Península. San Pablo lo había dicho ya: «et omnibus hominibus adversantur» (y son enemigos de todos los hombres) (I. Tes. 2, 15).

Los rasgos fundamentales del carácter español son, por lo tanto, los que debe a la lucha contra moros y judíos y a su contacto secular con ellos. El fatalismo musulmán, el abandono de los moros, apenas interrumpido de cuando en cuando por rápidos y efímeros arranques de poder, ha determinado por reacción la firme convicción que el español abriga de que cualquier hombre puede convertirse y disponer de su destino, según el concepto de Cervantes. El exclusivismo israelita es, en cambio, lo que ha arraigado en su alma la convicción de que no hay razas privilegiadas, de que una cualquiera puede realizar lo que cualquiera otra.

Estos dos principios son grandes y ciertos, y por serlo hemos podido propagarlos por todos los pueblos que han estado bajo nuestro dominio. Pero acaso no sean suficientes para el éxito, porque no han evitado que cayéramos en la superstición de valorar exageradamente las cosas extranjeras, en detrimento de las nuestras. Todos los pueblos hispánicos hemos padecido y seguimos padeciendo eso que ahora se llama «complejo de inferioridad», que ha constituido positiva amenaza para nuestra independencia. En vista de lo mucho que admirábamos a Francia, creyó Napoleón que era fácil empresa conquistarnos. Y no me cabe duda de que durante muchos años se ha cometido en Washington el mismo error respecto de los países hispanoamericanos que Napoleón acerca de España. Espero que para estas fechas (1932), se estará disipando, y que a ello obedece la retirada de tropas norteamericanas de Nicaragua y Santo Domingo, así como la concesión de la independencia a Filipinas.

Y es que, en tanto que se nos respete nuestro derecho, podemos llegar hasta a arrodillarnos ante un rascacielos, pero en cuanto otro pueblo nos quiere atropellar, en nombre de una pretendida superioridad, se nos sale de lo más profundo del espíritu ese concepto de libre albedrío y de igualdad esencial, que hemos ido elaborando en el curso de siglos de lucha, advertimos que nuestros principios son superiores a los de los extraños, y oponemos al atropello una resistencia que hace vana, por demasiado costosa, cualquiera tentativa de sojuzgarnos, incluso, como se está viendo en esta temporada, la del imperialismo económico y la explotación a distancia, porque por mucho que valgan los intereses de la casa Guggenheim en Chile, costaría mucho más a los Estados Unidos invadir a Chile y lograr por la fuerza de las armas que Guggenheim hiciera todo el negocio que pensaba.

Por eso no es ya tanto de temer que a los países hispánicos se los conquiste con ejércitos y escuadras, como que ellos se dejen caer en el naturalismo, que es el letargo del espíritu…

LA CONQUISTA DEL ESTADO

Todo lo que hemos dicho, en efecto, induce a pensar que se está alejando el peligro de una extranjerización definitiva de los pueblos hispánicos. Ese peligro no se desvanecerá nunca del todo, porque sus tierras son tentadoras, por lo grandes y ricas, pero no hay duda de que disminuye con las crisis de las grandes naciones de Occidente, que no es transitoria, sino definitiva, por haber fracasado los principios ideales que las guiaban, con su consiguiente desprestigio, que la ha hecho perder el poder de fascinación que ejercían sobre el resto del mundo, y, en particular, sobre nuestros países, y, en el caso de los Estados Unidos, con la necesidad de dedicar buena parte de sus energías a defender su tradición puritana frente a los pueblos extranjeros que habitan su territorio, al mismo tiempo que el crecimiento de población de nuestras naciones aumenta su capacidad de resistencia contra cualquier propósito invasor.

También se fortalece la posición de los países hispánicos con la rehabilitación de nuestros valores históricos, que de consuno efectúan en estas décadas la curiosidad extranjera y nuestras propias investigaciones. Pero la Hispanidad no habrá salido definitivamente de su crisis, sino cuando afronte triunfalmente el mayor de los peligros que la acechan, que es el naturalismo, la negación radical de los valores del espíritu. Nuestra rehabilitación histórica no puede influir directamente sino en la gente culta, en la aristocracia, en la «élite».

Al pueblo se le ha dicho demasiado que los obreros carecen de patria, para que sea empresa fácil que vuelva a emocionarse con las glorias de la Hispanidad, aparte de que en España hay vastas zonas populares que nunca compartieron las ilusiones y esperanzas de nuestras clases educadas, y en América ha de descontarse la tentación, que en las razas de color es tradición milenaria, apenas interrumpida por el período de evangelización, de dejarse vivir a la buena de Dios, en la inmensidad abrumadora de la tierra.

Para salvar a nuestros pueblos de la caída en el naturalismo, habría que reconstruir el orden social, colocando a su cabeza una jerarquía secular, saturada de principios hispánicos, encendida en nuestros viejos ideales, resuelta a dedicar la vida al progreso y educación del pueblo, hasta hacer que prenda entre los más humildes la fe en la libertad espiritual y el ansia infinita de perfeccionamiento.

En los pueblos hispánicos hay de todo: minorías cultas, aristocracias de la sangre y de las maneras, masas manejables y perfectibles, ansias populares de progreso interior y un inmenso abandono, no sólo entre las masas populares, sino entre las clases que debieran velar por el mantenimiento y depuración de su sentido aristocrático. Hay pueblos que tratan de constituirse democráticamente; otros que han renunciado a ese empeño, en vista de no haberlo podido realizar; algunos que han hallado en el caudillismo y en el mando único la posibilidad de la paz y del progreso; otros en que luchan la idea democrática con la aristocrática, a falta de un mando único y justo que otorgue a cada clase su derecho.

Este es un momento de crisis, porque ya ha desaparecido entre las clases educadas la fe que alimentaban en poder constituirse en regímenes como los de Francia y los Estados Unidos, ahora también en crisis, que conciliasen la democracia y los respetos sociales, el sentido jurídico y la cultura general. Las democracias de ahora no se contentan ya con esta clase de regímenes: quieren ser niveladoras en lo económico, y naturalistas, es decir, negadoras de todos los valores del espíritu, en el orden moral.

Partamos del principio de que un buen régimen ha de ser mixto. Ha de haber en él unidad y continuidad en el mando, aristocracia directora, y el pueblo ha de participar en el Gobierno. También me parece indiscutible que ni la unidad de mando ni la aristocracia serán duraderas, como no prevalezca en su conciencia y en la de la nación la idea de que los cargos directores son servicios penosos y no privilegios de fácil disfrute. Lo que se pleitea es si ha de prevalecer en las sociedades un espíritu de servicio y de emulación, o si han de dejarse llevar por la ley de menor resistencia, para no hacer sino lo que menos trabajo les cueste, en un sentido general de abandono, lo que dependerá, sobre todo, de que se considere el Estado como un servicio o como un botín electoral.

Nada ha sido tan funesto a los pueblos de la Hispanidad como el concepto del Estado como un derecho a recaudar contribuciones y a repartir destinos. Desde luego, puede decirse que se debe a ese concepto la división de la Hispanidad en una veintena de Estados. De esa manera se dispone de otras tantas Presidencias, Ministerios, Cuerpos Legisladores y «funcionarios de todas clases», que es la definición que ha dado el humorismo de la nueva República española.

Cuando Cuba era colonia nuestra, su presupuesto total era de unos veintitrés millones de pesos, diez de los cuales se los llevaban los intereses de su especial deuda, y otros diez el ejército y marina, quedando apenas tres para los servicios civiles de la isla. Al hacerse independiente, cargó la Metrópoli con el servicio de la Deuda y con los gastos militares. El presupuesto de tres millones no tardó en rebasar la centena. Después ha bajado, a causa de la crisis, pero hubo momento en que todos los cubanos parecían nacer con su credencial debajo del sobaco. Las dictaduras surgen en América por la necesidad de poner coto al incremento de los gastos públicos. Las democracias, en cambio, nacen del ansia, no menos imperiosa, de dar a todo el mundo empleos del Gobierno.

Don Antonio Maura dijo de los presupuestos del Estado, que eran la lista civil de las clases medias. En su tiempo, apenas se conocían las reformas sociales, y aún no se soñaba con dar pensiones a los trabajadores sin empleo. El Estado contemporáneo es la lista civil del sufragio universal, lo que quiere decir que su bancarrota es infalible, hipótesis que la realidad confirma con la desvalorización de libras y liras, marcos y francos, que no ha impedido que el ulterior incremento de los gastos públicos vuelva a poner a los Estados en trance de nueva bancarrota.

Es posible que este tipo de Estado esté destinado a prevalecer temporalmente en el mundo. Ello querría decir que todos los países habrían de pasar por una experiencia parecida a la de Rusia, y por tristezas análogas a la de su pueblo esclavizado y a la de su burocracia comunista, que le hace trabajar. De lo que no cabe duda es de que ese tipo de Estado absorbente tiene que conducir en todas partes a la miseria general.

Lo probable es que los pueblos de Occidente se sacudan esta tiranía del Estado antes de dejar que los aplaste. No sé cómo lo harán. En tanto que la posesión del Poder público permita a los gobernantes repartir destinos a capricho entre sus amigos y electores, y acribillar a impuestos y gabelas a los enemigos y neutrales, no es muy probable que los pueblos hispánicos disfruten de interior tranquilidad, ni mucho menos que la Hispanidad llegue a dotarse de su órgano jurídico, porque cada uno de sus pueblos defenderá los privilegios de la soberanía con uñas y con dientes. Es seguro que mientras no se encuentre la manera de cambiar de un modo radical la situación, se irá acentuando la tiranía y el coste del Estado, y a medida que disminuyen los estímulos que retienen a parte de las clases directoras en el comercio o en la industria, llegará momento en que no habrá más aspiración que la de ser empleado público. Pero este tipo de Estado ha de quebrar, lo mismo en América que en Europa, no sólo porque los pueblos no pueden soportarlo, sino porque carece de justificación ideal. Es un Estado explotador, más que rector. Antes de sucumbir a su imperio, preferirán los pueblos salvarse como Italia, o mejor que Italia, por algún golpe de autoridad que arrebate a los electores su botín de empleos públicos.

Entonces será posible que prevalezca en nuestros pueblos un sentido del Estado como servicio, como honor, como vocación, en que ninguno de los empleos públicos valdrá la pena de ser desempeñado por su sueldo, porque todos los hombres capaces hallarán fuera del Estado ocupaciones más remuneradoras, y en que, sin embargo, sea tan excelso el honor del servicio público, que los talentos se disputarán su desempeño y la sociedad los premiará con su admiración y rendimiento. Ese día se resolverán automáticamente los problemas que ahora parecen más espinosos. Los pequeños nacionalismos habrán dejado al descubierto la urdimbre de pequeños egoísmos burocráticos sobre los cuales bordan sus banderas.

Tan pronto como el Estado-botín haya cedido el puesto al Estado-servicio, habrá desaparecido todo lo que hay de egoísta y miserable en el celo de la soberanía, para que no quede sino el espíritu de emulación, que no será ya obstáculo para que se entienda y reconozca la profunda unidad de los pueblos hispánicos, ni para que esa unidad encuentre la fórmula jurídica con que se exprese ante los demás pueblos, porque ya se habrá desvanecido el temor a que el Gobierno de otro pueblo hispánico nos imponga tributos, y la misma soberanía habrá dejado de ser un privilegio, para convertirse en una obligación.

En la hora actual, no parece que exista poder alguno capaz de sobreponerse al del Estado. La demagogia y el sufragio universal conducen a la absorción creciente de las fuerzas sociales por el Poder público. Pero no es muy probable que los pueblos cristianos se dejen aplastar por sus Estados, ni parece posible que éstos sobrevivan a su excesivo crecimiento, porque se desharán por sí mismos, cuando no puedan los pueblos continuar sosteniendo sus ejércitos de funcionarios.

Desde ahora mismo debieran prepararse las minorías educadas para aprovechar la primera ocasión favorable, a fin de sujetar al monstruo y reducir las funciones del Estado a lo que debe ser: la justicia que armonice los intereses de las distintas clases, la defensa nacional, la paz, el buen ejemplo y la inspección de la cultura superior. Porque ese Estado de las democracias, pagador de electores y proveedor de empleos, no es sino barbarie, y hay que buscarle sucesor desde ahora.

RAMIRO DE MAEZTU