HUANCAVELICA; El Clero secular en su primera evangelización

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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El ministerio pastoral de los sacerdotes seculares que han evangelizado en Huancavelica a lo largo de cinco siglos ha sido silencioso y callado, cuyas crónicas no han sido recogidas en los anales de ninguna historia eclesiástica, ni sus gestas han sido narradas por biógrafos; pero ellos sembraron, conservaron y aumentaron la fe cristiana en Huancavelica.

A continuación exponemos brevemente cómo era Huancavelica en tiempos del Virreinato del Perú, a través de unas escuetas pinceladas económicas, sociales, políticas y religiosas. Y teniendo en cuenta la doctrina de los concilios limenses, se describe cuál era la figura maestra del sacerdote secular y su ministerio. Se pasa a continuación a enumerar las doctrinas parroquiales regentadas por los sacerdotes seculares en el corregimiento e intendencia de Huancavelica. Al finalizar, a modo de ejemplo, se estudian las doctrinas de San Juan Bautista de Lircay y San Pedro de Pampas que, desde su fundación y hasta el siglo XXI, han sido siempre regentadas por sacerdotes diocesanos.

Huancavelica en tiempos del Virreinato del Perú

Al poco tiempo de llegar los españoles al Imperio incaico, se dieron cuenta que era necesario que existiese una ciudad de enlace entre el Cuzco, la sierra central y la nueva capital del Virreinato. Con esta finalidad fundaron la ciudad de Huamanga, quedando Huancavelica –hasta mediados del siglo XVI– al margen de las miradas e intereses de los conquistadores.

Transcurridos tres lustros desde la fundación del Virreinato, se descubrieron las minas de azogue de Santa Bárbara, y el destino de la región cambió radicalmente, convirtiéndose en uno de los centros mineros más importantes de su tiempo. Reconocida la importancia de estas minas en la economía virreinal, para que el asiento se hiciese de acuerdo a derecho, el virrey Toledo con fecha 9 de junio de 1571 ordenó fundar una villa y comisionó para esta tarea al alcalde Francisco de Angulo.

La fundación se verificó el 4 de agosto del año siguiente, repartiéndose solares para iglesia, oficinas fiscales, ayuntamiento y plaza mayor. La villa se colocó bajo el patrocinio de Nuestra Señora de las Nieves. El cura y vicario Cristóbal de Albornoz –años después chantre de la catedral del Cuzco– el 5 de agosto celebró la misa de acción de gracias.

La explotación de la mina era la única razón del nacimiento y existencia de la villa de Huancavelica. En esos primeros momentos, el casco urbano de Huancavelica contaba con más de 170 viviendas, una iglesia matriz en construcción muy adelantada y un hospital, sostenido en gran parte por el mineraje y cuyo presupuesto anual ascendía a 1.500 pesos.

En 1586 el virrey, conde de Villardompardo, dispuso que los padres franciscanos se hiciesen cargo de enseñar la doctrina cristiana a la mitad de los 3.600 indios que acudían a trabajar. La catequización de la otra mitad, así como la atención espiritual del hospital de San Bartolomé, recaería sobre dos sacerdotes seculares avecindados en la población.

Al comenzar el siglo XVII, la ciudad encerraba en su casco un censo de un buen número de habitantes españoles, 300 de ellos vecinos y el resto residentes accidentales, además de más de 3.000 indios que vivían hacinados bajo grandes cobertizos. Como el dinero no escaseaba, lucraban sus negocios los tenderos, los mercaderes y los taberneros. Los edificios públicos, tanto civiles como religiosos, estaban construidos con una piedra amarillenta.

La iglesia mayor estaba servida por dos párrocos y un coadjutor. Los dominicos habían erigido un convento bajo la advocación de Santo Tomás de Aquino. El hospital real recibía una consignación anual de 4.000 ducados; el número de camas se elevaba a 120. Había dos parroquias para indios: San Sebastián y Santa Ana. La primera regentada por clérigos seculares y la segunda, por los padres dominicos.

Y en los deshabitados alrededores de Huancavelica comenzaron a formarse algunos núcleos de población indígena. En la visita que el virrey, marqués de Montesclaros, realizó a Huancavelica en 1608 entregó la administración del hospital a los religiosos de San Juan de Dios. Y en los primeros años del gobierno del marqués de Mancera, a mediados del siglo XVII, los jesuitas abrieron casa de residencia en Huancavelica, con una pequeña capilla aneja, y un colegio con estudio y escuela de gramática.

El aspecto que presentaba Huancavelica en las postrimerías del siglo XVII era de una población bien animada. Figuraban como vecinos más de medio millar de españoles. En la plaza central se verificaba un activo comercio. Las calles eran tiradas a cordel, con un vistoso empedrado. Todos los edificios estaban construidos con piedra proveniente de la solidificación de las aguas termales que brotaban de un manantial cercano.

El ámbito de la población se dividía en tres parroquias. El convento de los dominicos estaba ocupado por cerca de veinte religiosos. Y los jesuitas, con cuatro o seis padres, regentaban una escuela de gramática.

Fue a mediados del siglo XVIII cuando Huancavelica, conocida también como la rica villa de Oropesa, adquirió contornos de cortesana ciudad con engolados caballeros, favorecidos funcionarios, afortunados mineros, respetados prebendados y dignidades de órdenes eclesiásticas, civiles y militares.

Este esplendor comenzó a opacarse a fines del siglo cuando los derrumbes que se produjeron en las minas de Santa Bárbara fueron paralizando poco a poco los trabajos, haciéndose cada vez más difíciles las condiciones de producción. Fue a finales del siglo XVI cuando se creó el corregimiento de Huancavelica. En el siglo XVIII, con la llegada de los Borbones a la casa real, estas mismas tierras tomaron el nombre de intendencia, viéndose aumentadas en 1784 con la provincia de Tayacaja, que era segregada de la provincia de Huanta.

El sacerdote secular según los Concilios Limenses

El concilio de Trento ordenó la creación de seminarios para formar a los servidores del culto divino. Esta disciplina fue acatada prontamente por la naciente Iglesia latinoamericana. A ejemplo del seminario limense, erigido por Santo Toribio de Mogrovejo, nacieron otros en las distintas jurisdicciones eclesiásticas.

En estos seminarios se educaban los futuros sacerdotes diocesanos. En un clima de vida disciplinar, recibían la formación intelectual y espiritual. Gran parte del clero secular salió de estos centros educativos aunque algunos, previsiblemente, también estudiaron en los centros universitarios. Apoyados en los decretos de los concilios limenses, trazamos a continuación cuáles eran las pautas rectoras para la formación del clero secular.

Los candidatos al sacerdocio. Eran formados habitualmente –aunque no exclusivamente– en el seminario. De ahí que el tercer concilio limense, secundando los preceptos tridentinos, exhortó a todos los obispos, gravándoles las conciencias, a fundar seminarios en sus respectivas diócesis, buscando para ello los recursos económicos necesarios.

Los seminarios empezaron a abrirse camino, como institución primigenia para formar a los futuros sacerdotes seculares, durante los siglos XVI y XVII. En el siglo XVIII, el sexto concilio limense legisló que la tarea educativa se comenzase con los niños y jóvenes, afirmando que era más difícil formar a personas maduras y arrancarles de sus posibles malos hábitos.

El segundo concilio limense mandó “que los indios no se ordenen por ahora”. Y el sexto concilio legisló lo siguiente: “no teniendo los indios por su naturaleza impedimento para ser admitidos a las órdenes sagradas, y deseando el rey nuestro señor que se les franquee este beneficio, para que así tengan esta prueba más del paternal amor con que los ve, manda el concilio que los obispos en sus respectivas diócesis, y los demás a quienes toca, pongan particular cuidado en educarlos de modo que adquieran las calidades que requieren los cánones en todos los que hubiesen de entrar en la suerte del Señor”.[1]La obligación de buscar ministros idóneos recaía sobre el obispo, examinando la naturaleza, persona, edad, costumbres, doctrina y fe de los candidatos, según las normas del concilio de Trento.

Los aspirantes al sacerdocio permanecían, al menos, dos años en el seminario, en régimen de internado, para adquirir la instrucción necesaria. El camino hacia el sacerdocio era lento y gradual, accediendo a él a través de la recepción de las distintas órdenes sagradas. Antes de ser admitido a cualquier orden, el aspirante sufría un examen en presencia de un tribunal, del vicario general y del obispo. Todo pretendiente a órdenes estaba obligado a enseñar la doctrina cristiana en alguna parroquia, y esto era condición indispensable para ser promovido a las órdenes superiores.

Los ordenados de menores tenían que haberlas ejercido antes de ser propuestos para recibir las mayores. Para acceder al subdiaconado había que sufrir un examen de una Suma de Teología Moral, y del modo de rezar el breviario. A las órdenes mayores precedía siempre el informe de personas virtuosas, y unos ejercicios espirituales por espacio de diez días. Las amonestaciones canónicas se leían en la parroquia del candidato a órdenes.

El criterio de admisión se fundamentaba en el siguiente principio: “es más provechoso para la salvación de los naturales haber pocos sacerdotes, y ésos buenos, que muchos y ruines”.[2]Buscando la idoneidad y calidad de los candidatos al altar, el obispo se abstendría de conferir órdenes sagradas si no le constaba la pureza de costumbres y virtud del solicitante. Para acceder al sacerdocio se exigía recta vida, suficiencia de conocimientos teológicos y de la lengua incaica. Con estas condiciones, se le podía nombrar cura de indios.

El tercer concilio mandaba que “se destierre de los sacros órdenes cualquier manera de simonía o sospecha de avaricia. Y aun con todo eso, no dejan muchos hombres con su malicia y perversas mañanas de entremeterse y procurar alcanzar las órdenes que no merecen sus costumbres y letras, y acaece no pocas veces que la codicia les da entrada hasta el sancta sanctorum. Vemos que, en gran deshonra y desprecio de nuestra dignidad, han subido al grado tan alto del sacerdocio hombres muy bajos y muy indignos de tal lugar”.[3]

De ahí que, para elegir a los mejores candidatos al altar, los decretos conciliares aconsejaban tener en cuenta siempre las normas emanadas de Trento. Los sacerdotes, una vez egresados del seminario, ocupaban diferentes cargos, obteniendo los recursos económicos para su sustento. La mayoría de los sacerdotes seculares desempeñaban su oficio como «curas de indios». Otros eran ordenados a título de capellanía, de beneficio o de patrimonio.

Estilo de vida del clero secular. La misión del sacerdote secular, que no vive en un convento sino en medio del mundo, consiste en acercar a los hombres a Dios, enseñando el camino tanto con la palabra como con el ejemplo de su vida. El indígena aprendía a amar a Dios escuchando la palabra, pero, sobre todo, mirando el comportamiento del sacerdote de su doctrina. Por eso, la manera de vivir del clero secular era espejo de lo sagrado.

Su manera de vestir y hablar era una catequesis silenciosa. Arrastraba a las almas con su trato humano, viviendo la castidad con unas costumbres limpias y absteniéndose de juegos, festines y cacerías. El sacerdote, hombre dedicado a Dios, no debía mezclarse en negocios humanos. Llevaría una vida de intimidad con el Señor. Viviría la caridad con sus compañeros sacerdotes y emplearía su tiempo en el estudio de las ciencias sagradas. Su vestido, costumbres y piedad sacerdotal reflejarían sin palabras el mensaje divino.

El sacerdote secular mostraría su santidad con la forma de vestir, con su conversación y con sus ocupaciones. Todos los clérigos, desde la primera tonsura, usarían sotana y llevarían la corona clerical. Los ordenados de mayores, además de la sotana, vestirían manteo durante la mañana, permitiéndoseles ir con un traje corto para salir de paseo en la tarde, aunque siempre de color negro y cuello clerical.

Ningún sacerdote celebraría la Santa Misa, asistiría al rezo del oficio divino o administraría el sacramento de la confesión con ropa corta. Para todas las funciones sagradas llevaría siempre sotana. Les quedaba prohibido andar de noche con armas y trajes cortos.

Se recomendaba también guardar la compostura sacerdotal en los viajes. Si alguna vez tenían que salir de casa por la noche, irían acompañados por persona decente y precedida por alguna luz. El tenor de las costumbres clericales queda claro cuando en el segundo concilio se afirma “que los clérigos procuren en su vida y costumbres satisfacer a la dignidad de su estado”.[4]

Los clérigos debían evitar el juego de cartas o dados, aunque se les permitía algunos juegos honestos y recreativos. Los sacerdotes tenían prohibido ir de caza o montería con señores laicos, criar perros y halcones, asistir a corridas de toros y a comedias en teatros públicos. La doctrina de los concilios sobre la misión del clero era muy clara, se les prohibía todo tipo de negocio u ocupación secular.

El cura de indios no se dedicaría a sembrar tierras ni siquiera bajo el pretexto de que eran para su sustento, ya que recibían sus propios emolumentos, ni a recolectar los tributos del encomendero. Se les permitía, sin embargo, tener para su propio servicio ministerial un caballo y una mula. La razón que daba el concilio era bien evangélica: no se puede servir a Dios y al dinero.

Con estas medidas se buscaba dar una buena imagen del sacerdote, tratar bien al indígena, diferenciándose del conquistador. Se aconsejaba al sacerdote que tratara “humanamente y con amor a los indios”.[5]Se les recordaba que eran “pastores y no carniceros”. El sacerdote no podía convertirse en un verdugo del indio, sino, por el contrario, en su valedor y protector.

La castidad sacerdotal tuvo siempre un gran valor testimonial de la santidad sacerdotal. Son abundantes las alusiones conciliares al respecto, insistiendo en las cautelas que el sacerdote debía poner para guardarla. Se recomendaba no emplear mujeres en el servicio doméstico, excepto a la madre, hermana o una mujer morena o india que fuese casada y de edad avanzada.

Quedaba terminantemente prohibido vivir bajo el mismo techo con mujeres de corta edad o de probada incontinencia, aunque fuesen sus parientes. La mayoría de los sacerdotes ejercían la cura de almas en las doctrinas de indios. El segundo concilio ordenaba que el oficio de cura de indios se ejerciese por espacio de seis años, añadiendo posteriormente el tercer concilio que ningún sacerdote abandonase su doctrina sin permiso del ordinario y habiendo dado cuenta de su gestión al sucesor.

Para ejercer el ministerio sacerdotal en las doctrinas de indios, era obligatorio conocer la lengua quechua, pero se prefería la vida honesta del ministro, como lo decía el tercer concilio: “en cuanto pudiese ser, se debe procurar para las doctrinas personas que sepan su lengua, y para que todos la aprendan es justo animarlos con premios de honras y ventajas. Pero, cuando no se hallaren personas diestras en la lengua, no por eso se ha de dejar de enviar algún sacerdote para doctrina de indios con tal que sea persona de buena vida, porque en caso de que se haya de escoger uno de los dos, más importa (sin duda alguna) enviar persona que viva bien, que no persona que hable bien”.[6]

No resultó fácil a los sacerdotes seculares venidos de la península ibérica, fundamentalmente en los primeros momentos, el aprendizaje de la lengua incaica. La lengua suponía la primera materia de estudio. Requería tesón y esfuerzo. El segundo concilio límense puso un límite de tiempo para que aprendiesen la lengua: un año; quien no lo hiciese, sería multado.

Los decretos del concilio de Trento acababan de aparecer y se exhortaba a los sacerdotes a estudiar, conocer y difundir su doctrina, además de los decretos de los concilios limenses. Mucho más exigentes –de cara al estudio permanente de los sacerdotes– resultaban las conferencias morales que se realizaban semanal o quincenalmente en cada parroquia o en la catedral.

A esa conferencia moral –reunión de los clérigos seculares– acudían todos los ordenados «in sacris» bajo la dirección de un presidente. Los libros de estudio que poseían los sacerdotes no eran muy abundantes. Sin embargo, se recomendaba que tuviesen algunos manuales de teología moral donde aparecían casos de conciencia.

En las visitas periódicas que el clero recibía en su parroquia, bien de los visitadores, procuradores fiscales o vicarios foráneos, se les preguntaba sobre el estudio. Si se averiguaba que no dedicaban tiempo a ello, se les reprendía. Un pastor de almas no podía vivir sin alimentarse de buenos pastos. Entre las materias de estudio los concilios no mencionan los sermonarios y catecismos.

A pesar de ello, no resulta aventurado afirmar que muchos clérigos seculares tendrían estos libros en su reducida biblioteca. El sacerdote, educado en el seminario en unas prácticas sólidas de piedad, continuaría viviendo éstas en su parroquia. Pensamos que la mayoría de los sacerdotes vivían puntualmente su vida de piedad.

Los concilios limenses mandaban que los sacerdotes hiciesen ejercicios espirituales anualmente, por espacio de diez días. El sacerdote que trabajaba en la sierra, cuya denominación en los documentos conciliares es cura de indios, vivía en una situación difícil. Estaba habitualmente solo. Los caminos eran malos y le resultaba difícil, a veces, encontrarse con otro compañero para poder confesarse.

No obstante, el segundo concilio mandaba “que no dilaten largo tiempo en confesarse, y si no tuviesen copia de sacerdotes por estar lejos, a lo menos dos veces o una cada mes se junten dos sacerdotes en alguna parte de sus pueblos para confesarse”.[7]

Las normas de los concilios sobre la celebración de la Santa Misa, centro de la piedad sacerdotal, resultan precisas y concretas. La vida espiritual del sacerdote urbano y rural podía tener pequeñas diferencias. Había elementos comunes, como la celebración de la Santa Misa y el rezo del oficio divino. Ambos se reunían a hacer sus ejercicios espirituales. Los sacerdotes urbanos tenían más posibilidad de confesarse con frecuencia, a los otros les resultaría más difícil. Y todos, de acuerdo con su celo pastoral, realizarían algunas prácticas de piedad en compañía de sus fíeles.

El trabajo pastoral de los sacerdotes seculares. Los concilios limenses legislaron que ningún sacerdote ejerciese la cura de almas antes de haber cumplido 24 años. Había que procurar, dentro de lo posible, que los sacerdotes trabajasen pastoralmente en un lugar distinto al de su nacimiento o donde poseyeran hacienda propia, aunque fuese administrada por sus parientes. Al no estar atado por vínculos de sangre o de nacimiento con su feligresía, la eficacia pastoral estaba garantizada.

Los sacerdotes con cura de almas debían poseer la ciencia sagrada suficiente para enseñar a sus feligreses: los dogmas de la fe, la teología moral, los cánones, las leyes diocesanas y provinciales, y el idioma nativo de los indios. El obispo diocesano podría examinarles de estas materias en cualquier momento.

El sacerdote permanecía habitualmente en su doctrina. Sin embargo, como la jurisdicción parroquial era amplia, cuando el sacerdote se ausentaba en sus recorridos misionales, en la sede quedaban dos personas de su confianza que, a su regreso, le informaban sobre los nacimientos de niños, los enfermos, los que se emborrachaban, los que visitaban al hechicero y los que habían faltado a la doctrina.

Como en cada parroquia existía una escuela, el sacerdote estaba encargado de enseñar a leer, escribir, hablar el castellano y la doctrina cristiana. Esto era parte de su trabajo sacerdotal, ocupando unas cuantas horas de su jornada. La catequesis de niños y adultos constituía una de las primeras tareas pastorales del sacerdote.

Los curas de indios estaban obligados a enseñar la doctrina en lengua quechua a los hombres, mujeres y jóvenes. La normativa conciliar mandaba que ellos personalmente –o en su defecto un mancebo bien adoctrinado– la enseñasen cada miércoles y viernes. Y, además, cada domingo recordarían nuevamente los principales misterios de la fe, explicando en particular los que se celebraban aquel día, como el Nacimiento de Cristo, la Resurrección o el Corpus Christi.

En el sexto concilio, para impulsar la labor catequizadora, se mandó dar catequesis todos los domingos y días festivos por la tarde, preguntar el catecismo a los fieles cada día de fiesta, desde el domingo de Septuagésima hasta el domingo de Pasión. Y se exigió que en los pueblos de indios los adultos asistiesen a la doctrina los miércoles, viernes y días de fiesta; los niños, por el contrario, acudirían todos los días. El sacerdote emplearía en esta tarea no menos de media hora y usaría como texto el catecismo mayor y menor del tercer concilio [de Lima].

Los candidatos al sacerdocio habían estudiado Homilética en el Seminario, habiendo hecho ejercicios prácticos de predicación durante los años de formación. Además los sacerdotes, antes de ejercer el ministerio de la palabra, habían realizado un examen de Oratoria sagrada ante el obispo. El sacerdote en su misión como predicador, junto con los recursos oratorios adquiridos por el estudio, contaba con un valioso material catequético y homilético.

El tercer concilio limense redactó un magno catecismo y unos sermonarios, que servían de guía rectora y daban cabida a las propias y personales aportaciones del exponente. Se aconsejaba al predicador que explicase la palabra de Dios con brevedad, sencillez y acomodada a los oyentes, insistiendo en los misterios de la fe, los preceptos divinos y de la Iglesia, exponiendo la verdad sólida y cierta, absteniéndose de las doctrinas controvertidas u opinables según las diferentes escuelas. La palabra de Dios debía predicarse en las sedes parroquiales o iglesia matriz, pero también en las vice-parroquias.

El ministerio de la palabra, ejercido a través de la predicación y de la catequesis, conduce necesariamente a la recepción de los sacramentos. En muchas oportunidades se ejerce este ministerio incluso como preparación o dentro de la misma celebración sacramental. Buscando una mejor atención de los fieles, el segundo concilio [de Lima] mandaba que cada parroquia de indios no superase los cuatrocientos matrimonios y obligaba al párroco a visitar su jurisdicción seis veces al año.

La administración de los sacramentos se haría dignamente, como cosas santas. Habitualmente –salvo casos de urgencia– los administrarían en la iglesia, con sobrepelliz y estola, utilizando el ritual romano de Paulo V. Se recomendaba a los sacerdotes administrar los sacramentos con agrado a quienes los solicitasen, aunque viviesen en las estancias distantes de la sede parroquial. La administración de todos los sacramentos –incluyendo también la sepultura de indios– sería gratuita. Estaba previsto, por el contrario, que los entierros de españoles, mestizos u otras castas se cobrasen según las tasas arancelarias diocesanas, pero nunca se sobrepasasen con precios excesivos.

Los curas de indios, nombrados canónicamente por el obispo, percibían sus emolumentos del encomendero donde se encontraba enclavada su doctrina. Le estaba prohibido al cura de indios pedir por sus servicios religiosos retribución económica alguna, tampoco carneros, como se menciona explícitamente en el texto conciliar, ni recibir ofrendas en el ofertorio de 1a misa.

Los párrocos obtenían su retribución económica en especie a través de los diezmos y primicias, práctica que se mantuvo en vigor hasta el siglo XIX, muy acorde con las enseñanzas de la Sagrada Escritura. Por eso, se aconsejaba a los predicadores y confesores que explicasen y exigiesen a los fieles la obligación que tenían de contribuir al sostenimiento de la Iglesia y del clero con los diezmos y primicias.


NOTAS

  1. Rubén Vargas Ugarte, Concilios limenses: 1551-1772, t. II (Lima: Tipografía Peruana, 1951), 32 y 98-102.
  2. Paulo Suess (comp.), La conquista espiritual de la América española. Doscientos documentos del siglo XVI (Quito: Abya-Yala, 2002) p. 184
  3. Suess, “La conquista”, 184.
  4. Suess, “La conquista”, 157.
  5. Suess, “La conquista”, 165.
  6. Suess, “La conquista”,185.
  7. Suess, “La conquista”, 160.


JUAN JOSÉ POLO RUBIO

©Revista Peruana de Historia Eclesiástica, 8 (2004): 141-162.