IBEROAMÉRICA CATÓLICA

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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La Vid verdadera y los sarmientos americanos

América ha nacido por obra de la fe católica. La Iglesia se encarnó en la originariedad (el mundo mágico-mítico precolombino, el espacio y el tiempo) y de semejante encuentro a la vez desmitificador y transfigurante, surgió la novedad de América. Antes del descubrimiento América no existía, y el acto del descubrimiento fue acto de la conciencia cristiana; de modo que en el mismo descubrir comenzó a actuarse la misionalidad propia de la conciencia cristiana.

Hay en esto una diferencia clara con respecto a la evangelización del Viejo Mundo, particularmente del mundo europeo. El mundo de la cultura mediterránea ya era Europa antes de la evangelización, y la «encarnación» del Evangelio desmitificó y transfiguró la cultura clásica dando nacimiento a la Europa cristiana. Pero Europa era Europa desde hacía muchos siglos.

En cambio, América no existía antes del descubrimiento y de la evangelización; quiero decir que no existía como América, sino sólo como un rico mundo mítico-mágico, propio de la conciencia primitiva, que todavía no había ingresado a la historia. El descubrimiento de la conciencia cristiana, la evangelización y la conversión inicial y progresiva de aquel mundo originario, dio su «ser» a un «mundo nuevo». Por eso, América, en cuanto tal, ha nacido simultáneamente con la «encarnación» del Evangelio.

De ahí que el crecimiento sobrenatural y misterioso de la Iglesia iberoamericana será ineludiblemente el crecimiento de Iberoamérica, y una hipotética nadificación de la Iglesia sería el aniquilamiento de Iberoamérica en su mismo ser. Cuando a propósito de las reducciones guaraníes de Paraguay, Juan Pablo II habla del "proceso de creación de un «Nuevo Mundo» ", indica dos instancias esenciales: por un lado, que el acto primero de creación ha sido ejercido por la fe y, por otro, que semejante acto es progresivo; es decir que es, también, «proceso de creación».

Antes de ese acto América no existía ni había ingresado a la historia. Después de él, habida cuenta que es también proceso, no sólo ingresa a la historia de Occidente sino que, asumiendo y transfigurando la originariedad supuesta al descubrimiento, prolonga y crea la más occidental originalidad de la cultura occidental. Esta originalidad no es solamente «nueva» en el sentido natural del término, sino que es «nueva» en el sentido sobrenatural de la «nueva creación». No existe, pues, Iberoamérica sin la fe.

Tampoco existe Iberoamérica sin el mundo precolombino, sin la originariedad que hace posible, mediante el descubrimiento inicial y progresivo, la emergencia de la originalidad. No hay una sin el otro. En ese sentido entiendo la aguda observación del «Documento de Puebla» cuando afirma que "la fecundación fue recíproca, logrando la Iglesia encarnarse en nuestros valores originales (que en esta reflexión yo llamo «originariedad») y desarrollar así nuevas expresiones de la riqueza del Espíritu".

Semejante riqueza es inagotable y se expresa en los sarmientos iberoamericanos de la Vid. Y los sarmientos no tienen vida sino por la Vid. En efecto, dejándonos guiar por el texto de San Juan, el Testigo fiel es Cristo que dice de Sí mismo: "Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador"(Jn. 15, 1-8). Es, en verdad, la Vid en cuanto Cabeza y la Vid verdadera es también la Iglesia; los iberoamericanos, como todos los demás miembros actuales del Cuerpo Místico, son sus sarmientos que tienen vida por Él (Cristo) y por Ella (la Iglesia).

Esta incorporación de los sarmientos a la Vid, implica verdaderamente todo lo que tales sarmientos operan, hacen y crean (su cultura) y, con ella, hasta su mismo mundo cósmico en cuanto asumido en la naturaleza humana. Luego, el eterno Viñador ha querido, por la mediación salvadora de la «vid verdadera», que los sarmientos y todo su mundo iberoamericano tengan vida por Él. Así los sarmientos pueden «crecer», porque se trata de un proceso que no tiene fin en el tiempo finito de esta vida; "todo sarmiento que lleva fruto, lo limpia, para que lleve todavía más fruta" (Jn.15, 2).

Es, pues, menester, la conversión continua, para que estén siempre limpios; y los sarmientos sólo pueden estarlo "gracias a la palabra que Yo os he hablado" (Jn.15, 3). Es decir, siendo fieles a la «encarnación» de la Palabra que, en nuestro caso, ha dado la existencia a América católica. La evangelización de América no sólo no ha concluido sino que debe recomenzar siempre.

Y esto es así porque, por un lado, la implantación de la Iglesia es la obligación esencial emergente del mandato de Cristo y, por otro, porque sin ella moriría Iberoamérica y su cultura: "Permaneced en Mí, y Yo en vosotros. Así como el sarmiento no puede por sí mismo llevar fruto, si no permanece en la vid, así, tampoco vosotros, si no permanecéis en Mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. Quien permanece en Mí, y Yo en él, lleva mucho fruto, porque separados de Mí no podéis hacer nada" (Jn. 15,4-5). La vida de Iberoamérica depende, pues, de su fidelidad.

Este deber de fidelidad ha comenzado con la primera conversión y no tendrá fin en el tiempo. Por eso cabe preguntarse por el grado de penetración, de consolidación y profundidad de la encarnación del Evangelio, que equivale a una interrogación por la vida sobrenatural misma de los «sarmientos» indo-iberoamericanos. Si volvemos al principio, es claro que es posible, por un lado, dar una respuesta cuantitativa y, por otro, intentar una cualitativa mucho más difícil y riesgosa.

En cuanto a la primera, es impresionante el número de bautismos que, según Motolinía, entre 1521 y 1536, es de alrededor de cuatro millones de indios, número que hacia 1609, se hace llegar a dieciséis millones. A estos datos de la Nueva España es menester agregar los de América Central, Perú y el Tucumán; el proceso fue de tal naturaleza que, hacia 1570, prácticamente no quedaba indio sin bautizar; recuerda el P. Borges, siguiendo a Motolinía y fray Pedro de Gante, cómo en México, hacia 1530, los indios se convertían en masa. En verdad, según la expresión de Francisco López de Gómara, "tantos han convertido, cuantos conquistados".

Claro es que este proceso tiene deficiencias, contradicciones, recaídas en idolatría y pecados antiguos, como había acontecido en Europa hasta bien entrado el siglo VI, para no quedarme corto; es suficiente recorrer las obras de los Padres, desde San Justino hasta San Ireneo y desde éste hasta el mismo San Juan Crisóstomo, para comprobar hasta qué punto la idolatría, los mitos viejos y viejas costumbres pugnaban por volver o efectivamente regresaban. De modo que no tiene demasiado peso la insistencia, llevada más allá de los límites prudentes, en la ineficacia o debilidad de la primera evangelización.

Tales deficiencias fueron señaladas por los mismos misioneros, y documentadas por Motolinía, Sahagún, Jerónimo de Mendieta, José de Acosta, Zurita, Zumárraga, más tarde por Múriel o San Alberto; pero así como las «semillas del Verbo» germinan con ocasión de la encarnación de la Palabra, del mismo modo el mundo Viejo pugna por volver, como, después de todo, pasa con cada uno de nosotros mientras dure la agonía de la vida temporal.

Además debe tenerse siempre en cuenta que la evangelización del Nuevo Mundo se encarnaba en una cultura primitiva que, por su estado de inmediatez con el todo, era mucho más difícil de salvar de la idolatría y de la magia cósmica en las que estaba sumergida. La expresión tan significativa de fray Pedro de Córdoba, de que los indios "estaban bautizados, pero no catequizados,” debe ser bien entendida: si estaban bautizados, cada uno de ellos se había revestido del «hombre nuevo» (Col. 3, 10); esta vida nueva, aunque esté presente como en germen y deba ir desarrollándose, existe con un valor sobrenatural inconmensurable; tal es el hecho: «estaban bautizados».

El desarrollo de lo alcanzado en este acontecimiento único que es el Bautismo, requiere de una progresiva ilustración del contenido de la fe; esta formación, con la mayoría de los indios, era apenas un esbozo consistente en las grandes líneas del catecismo; por eso dice fray Pedro de Córdoba que no estaban catequizados. Estoy convencido que los misioneros procedieron, en esto, sabiamente y con gran fe: ellos sabían que ya el Bautismo les había hecho re-nacer, a pesar de la poca catequesis; por eso, inmediatamente era menester continuar con una suerte de segunda catequesis o, mejor dicho, con un nuevo grado de la única catequesis de la única doctrina. Por todo lo dicho, me parece, equilibrado y justo el juicio conclusivo del Padre Borges: "aun admitiendo cierta piadosa exageración en los testimonios que nos hablan a favor del cristianismo indígena, y una proporcional dosis de alarmismo y decepción en los contrarios, ambas clases de testimonios se compensan mutuamente".

Sin embargo, me es imposible compartir su tesis de la «religión yuxtapuesta» consistente en sostener la co-existencia de la religión cristiana y la religión pagana previa a su conversión; el Padre Borges sostiene (y esto con razón) que la religión idolátrica era dominada por el temor, mientras que el Cristianismo es resultado de la convicción libre; que siendo los primitivos supersticiosos, la fe cristiana no les borraba el temor supersticioso; de ahí que se sienta autorizado a sostener una suerte de «desdoblamiento» que designa como «religión yuxtapuesta».

Si el Bautismo bien recibido (y podemos sospechar que deben haber existido algunos mal administrados) es verdadero re-nacimiento (con su gracia sacramental propia) y semejante re-generación equivale «a» y «es» un verdadero «ser nuevo», como advierte Bernard Rey, algunos cristianos tal vez "no son suficientemente conscientes de que su unión con Cristo les ha transformado no solo en el plano moral, sino también en el plano existencial, en el plano del ser”, y esto es así porque se trata de una verdadera creación en el plano ontológico. El solo bautismo, ese hecho único, basta para semejante transfiguración.

Por consiguiente, a pesar de la recurrencia de la vieja religión pagana, a pesar del temor supersticioso y hasta de la conservación de idolatrías más o menos soterradas, en ese plano de la nueva creación, ya no se trata más de la presencia de la vieja religión en estado puro, por así decir. Prefiero hablar de una «tensión», de una suerte de agonía que puede no ser consciente en el converso; pero hay algo que ya jamás podrá ser igual: la situación anterior en estado puro.

No se trata, entonces, de una «yuxtaposición» extrínseca ahora imposible, ni siquiera en el supuesto del rechazo posterior del Cristianismo. Precisamente lo que ya no es posible es una «yuxtaposición». Lo que verdaderamente acontece en el alma del converso es una suerte de recurrencia del «hombre viejo» que quisiera agostar la germinación de las «semillas del Verbo». Por eso es siempre necesaria la evangelización, que no es un acto único sino un «proceso» que no terminará sino cuando el Señor venga por segunda vez.

Me atrevo a sostener que nadie lo sabía y lo vivía mejor que los grandes misioneros. Paralelamente a esa epopeya homérica cumplida por los conquistadores, existe una más profunda «epopeya misionera», como la llamó Pío XII, o «gesta evangelizadora» como la denominó Juan Pablo II. Semejante gesta, de la cual participó todo un pueblo, tiene sus prototipos ejemplares, aquellos en quienes la acción misionera era alimentada y precedida por la vida contemplativa.

Porque no existe acción evangelizadora sin contemplación, ni apostolado sin oración. Eludo expresamente las hoy tan en boga expresiones «praxis eclesial», «praxis pastoral», «praxis cristiana» y otras semejantes las que, conscientemente o no, parecen aceptar el influjo de una ideología; pero lo más grave es la implícita o explícita primacía de la acción que suele deslizarse. En verdad no existe un método más eficaz para destruir desde su raíz toda obra misionera que el predominio de la acción sobre la contemplación.

El amor evangélico es el «método de los métodos» en toda evangelización, la cual escapa a toda «regla» pedagógica y a toda acción sin contemplación; como tan bien lo dijo Paulo VI, "las técnicas de evangelización son buenas, pero ni las más perfeccionadas podrían reemplazar la acción discreta del Espíritu."

Es menester decirlo una vez más: los más grandes evangelizadores han sido los más grandes contemplativos. Grande evangelizadora fue Santa Rosa de Lima, y lo fue, imposibilitada de ir al encuentro de los indios, por medio de la oración contemplativa, como lo fue San Juan Bosco cuya acción casi sobrehumana era solamente la expansión visible de una vida contemplativa en elevadísimo grado.

Y allí están los prototipos de la «gesta evangelizadora» y sus posteriores descendientes: recordemos solamente algunos: Julián Garcés, Juan de Zumárraga (el Obispo de la Señora de Guadalupe), fray Martín de Valencia (cabeza de los doce apóstoles franciscanos en México), el laico consagrado como Obispo y luego egregio Apóstol don Vasco de Quiroga, los tantas veces citados fray Toribio de Benavente (Motolinía), fray Pedro de Gante, y el sapientísimo fray Bernardino de Sahagún; el apóstol de Bolivia, fray Tomás de San Martín, el beato Sebastián de Aparicio, gran evangelizador de México.

Los tres ilustres nombres de la conversión del Brasil, P. Manuel de Nóbrega, el Beato José de Anchieta y, en el siglo XVII, el P. Antonio Vieira. En el siglo XVI, Santo Toribio de Mogrovejo, Obispo de Lima y patrono de los Obispos iberoamericanos, y uno de los más grandes obispos-santos de la historia de la Iglesia americana; Antonio de Remesal O.P., defensor de los primeros evangelizadores del Río de La Plata, los frailes Bernardo de Armenta y Alonso Lebrón, sin olvidar el sabio y santo fray Luis de Bolaños. El apóstol de Colombia, San Luis Beltrán, el jesuita José de Acosta.

Con luz propia brillan en el santoral de la Iglesia universal, San Francisco Solano, apóstol del Perú, Bolivia y la Argentina, para quien el milagro, la alegría y la contemplación infusa constituían hechos cotidianos, Santa Rosa de Lima, patrona de América, San Martín de Porres, el contemplativo y sacrificado San Juan Macías, San Pedro Claver. Entre los obispos, el virtuoso y eficacísimo Obispo del Tucumán fray Fernando de Trejo y Sanabria; los tres mártires del Río de La Plata Santos Roque González, Alonso Rodríguez y Juan del Castillo (los dos últimos egresados de la Universidad de Córdoba, el primero en Teología, el segundo en Filosofía).

Más adelante en el tiempo, la «azucena de Quito», Santa Mariana y, en el mismo siglo XVII, San Pedro de Bethancour, gloria de Guatemala; los dos evangelizadores de California, Francisco Eusebio Kino y, sobre todo, fray Junípero Serra. No Olvidemos el sabio pensador Padre Domingo Muriel en la Argentina y, ya en el siglo XVIII, a la famosa «beata de los ejercicios», María Antonia de Paz y Figueroa.

Porque son tan próximos a mi afecto personal, no deseo olvidar a fray Mamerto Esquiú, Obispo de Córdoba a fines del XIX y, en las puertas del XX, al modelo de párroco y misionero, el «cura gaucho», José Gabriel Brochero. Y, más al sur fue Don Bosco el apóstol de la Patagonia a la que conocía perfectamente en sus sueños milagrosos; fueron sus hijos salesianos quienes la incorporaron definitivamente a la vida cristiana y donde floreció la virtud del indiecito Ceferino Namuncurá, junto a la joven chilena-argentina Santa Laura Vicuña.

Si volvemos los ojos nuevamente al norte, modelo de pedagogo cristiano fue San Miguel Febres Cordero, gloria de Cuenca, en Ecuador. Dejo para el final, como un homenaje especial al México mártir, la nómina de los testigos de Cristo Rey que pelearon por él en guerra justa y dieron a la Iglesia un áureo collar de mártires y santos. Recordemos solamente al Beato Agustín Pró, beatificado por Juan Pablo II.

Todos ellos son resultado de las semillas de la evangelización del Nuevo Mundo; y todos ellos, sin excepción, fueron contemplativos; son los modelos o ejemplares de la nueva (y siempre la misma) evangelización de América, hasta el fin de los tiempos.

Originariedad, novedad y originalidad de América Católica

Los sarmientos iberoamericanos de la única Vid verdadera, constituyen la máxima expresión tanto del descubrimiento progresivo del Nuevo Mundo, como del proceso de evangelización. En cuanto a lo primero, recuérdese que el descubrimiento ha sido un acto inicial que, aunque supone el mero hallazgo, ha sido verdadero descubrimiento como develación de lo originario y, al mismo tiempo, desencadenante de un descubrimiento progresivo. Este descubrimiento inicial y progresivo, en cuanto devela lo originario, produce la originalidad de la novedad.

Por eso he sostenido desde diversas perspectivas que la novedad de América aparece, inicialmente, como novedad natural, ya entrevista por Colón y anunciada por Américo Vespucio o Pedro Mártir de Anglería. Semejante novedad, oscuramente presentida desde la antigüedad clásica y la Edad Media, requería, por consiguiente, un «ir hacia» lo nuevo y, a la vez, desconocido.

Esta develación, correspondida en el continente precolombino por el presentimiento de algo «que llegaba» desde el mar, ha sido un acto, inicial y progresivo, de la conciencia cristiana que llevaba en sí misma -no como una yuxtaposición extrínseca sino como lo constitutivamente suyo- la cultura clásica (griega, latina e ibérica) desmitificada y transfigurada progresivamente desde la predicación de los Apóstoles. De ahí que la actuación de la esencial misionalidad -de la Iglesia en el Continente precolombino, en sólida unidad con la Corona católica, al desmitificar y convertir un mundo originario en proceso todavía no concluido, da nacimiento a la originalidad de la novedad sobrenatural del «nuevo ser» cristiano.

Por eso, esta unión inescindible de ambas tradiciones natural y sobrenatural, constituye la «tradición integral» de Iberoamérica. Y, a la vez, en ella se lleva a cabo la fundación de Iberoamérica como acto propio de la Iglesia española y de España. No otra cosa parece indicar también las cálidas palabras de Juan Pablo II - quien llamaba a España «la tierra de María» -, al dirigirse a las autoridades y dar gracias a la nación española; "gracias sobre todo a esa impar actividad evangelizadora, la porción más numerosa de la Iglesia de Cristo habla hoy y reza a Dios en español. Tras mis viajes apostólicas, sobre todo por tierras de Hispanoamérica y Filipinas, quiero decir en este momento singular; ¡Gracias, España; gracias, Iglesia de España, por tu fidelidad al Evangelio y a la Esposa de Cristo!".

Así, supuesta la originariedad develada por la conciencia cristiana, desde ella emerge la novedad y originalidad cristiana de Iberoamérica; de ahí que se pueda concluir que la fundación de América equivale también a la aparición del Nuevo Mundo de la Iglesia eterna. Tal es su tradición y su raíz (indo-hispana-católica) como emergente desde sí misma; por eso si esta tradición viva fuera agostada hasta su muerte, equivaldría a la muerte de Iberoamérica.

Concebir a la América Hispana como un inmenso continente que una vez «desarrollado» sea un exponente de un mundo empirista, pragmático y definitivamente afincado en el mundo, es lo mismo que concebir otra cosa por completo opuesta a Iberoamérica, supuesta la aniquilación de este Nuevo Mundo. Nada tenemos que copiar sino, solamente (sin menospreciar los adelantos científico-técnicos subordinados al espíritu contemplativo) desarrollar precisamente aquello que verdaderamente somos.

Cualquier adherencia extrínseca, toda yuxtaposición extraña a la verdadera tradición integral, será algo «bastardo»; es decir, podrá ser «europeísta», no precisamente europeo; podrá ser «angloamericano», algo así como lo contradictorio de la tradición integral iberoamericana; podrá ser africano o asiático, pero no será jamás iberoamericano. Esta tradición integral que, en lo originario hunde sus raíces en el mundo precolombino y en el inmenso cosmos americano y, por la conciencia descubridora y evangelizadora, recibe su savia de la cultura greco-latina-ibérica, constituye una unidad sólida y viva que es «Iberoamérica católica», el nuevo occidente de la cultura occidental.

Esta realidad insoslayable, sin separarse de una larguísima tradición pero inaugurando una realidad nueva y original, supone, al mismo tiempo, dos hechos fundamentales: la transfiguración cristiana, según los misteriosos designios de Dios, no hubiese sido posible sin el asentimiento de María que permitió la entrada de la Eternidad del Verbo en el tiempo; y, a la vez, es lo que hoy hace posible una nueva Cristiandad temporal. El «Continente de la Esperanza» será una nueva (aunque en el fondo la misma) cristiandad temporal mariana.


NOTAS


BIBLIOGRAFÍA

Borges Pedro, Métodos misionales en la cristianización de américa, Dpto. de Misionología española. Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1969

Díaz Merchand Gabino (Presentador) Mensaje de Juan Pablo II a España. BAC Popular, 2 ed. Madrid, 1982

Haring Clarence H. El Imperio Hispánico en América. Ed. Solar/Hachette, Buenos Airs, 1966

Rey Bernard, Creados en Cristo Jesús. La Nueva Creación según San Pablo. Ed. FAX, Madrid, 1968


ALBERTO CATURELLI