ILUSTRACIÓN EUROPEA EN AMÉRICA

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Ningún escolástico se plantea un tema tan complejo como este sin precisar previamente los términos de su disertación. Por ejemplo, la voz «Ilustración» la utilizamos en España, pero en Francia hablan del «Siglo de las luces», y en Alemania traducen el vocablo «aufklarung» por «iluminismo». Nosotros, naturalmente, utilizamos el español, pero sin renunciar definitivamente al francés; no así al alemán, que puede traemos a confusión, pues hubo en España una secta mística de iluminados que tuvo mucho que ver con la Inquisición; y no es el caso. Así, pues, hablaremos de «Ilustración».

Si buscamos una definición real y acudimos a un manual de uso corriente, es posible que nos diga algo como esto: «se trata de un movimiento de ideas que se dio entre las revoluciones de Inglaterra y Francia, y que supuso un cambio profundo en lo político, lo económico, lo cultural y lo religioso». Es una buena descripción, pero como definición deja mucho que desear: no nos dice en qué consistió ese movimiento de ideas, ni el cambio profundo a que dio lugar.

Así que me fui a ver qué decía uno de los protagonistas, Manuel Kant, y, en efecto, encontré en él una definición mucho más precisa: «es el triunfo de la razón natural, frente a los prejuicios de la autoridad y la tradición; y un intento de cambiarlos por otros juicios más libres». Creo que es una buena definición. Kant murió en 1804, y es, por tanto, una definición antigua; pero eso no importa si es buena; más antigua es la definición de ley de Tomás de Aquino, y mucho más la de eternidad de Severino Boecio, y ahí siguen, insuperables hasta la fecha. Por lo demás, esa definición de Kant la han hecho suya modernamente Paul Hazard en El pensamiento europeo del Siglo XVIII (1938, que tradujo al castellano hace años Julián Marías) y Ernesto Casires en La filosofía de la Ilustración (1950).

LA ILUSTRACIÓN EUROPEA

Razón y naturaleza forman binomio en los ilustrados: lo racional es natural, y viceversa. En efecto, estudian la naturaleza, uno de sus temas favoritos, como aparece en los títulos de sus obras. Recurren a la naturaleza, para explicar lo inexplicable, como la escolástica recurría a Dios. Recurso que fue bueno para la ciencia experimental, pero filosóficamente contradictorio; pues si, como dicen, no conocemos la esencia, la naturaleza de las cosas, el recurso a ella será solamente teórico.

El propio Voltaire escribía inquieto: «¿quién eres tú, naturaleza? Vivo en ti, hace 50 años que te busco y todavía no he podido encontrarte». Voltaire, que no es propiamente un filósofo, fue un magnífico escritor; su fuerza no reside en su filosofía, sino en la forma de decirlo: gráfica, irónica y sarcástica. Hagamos un breve apunte de las corrientes ilustradas que más influyeron en América:

La Escuela inglesa, cuyas características fundamentales son el Deísmo y el Liberalismo. Herbert de Cherbury fue el padre del Deismo; en su obra De religione gentilium negaba lo sobrenatural y, por consiguiente, la revelación y la providencia. Tan solo admite verdades religiosas «de sentido común». Por el mismo camino, Hobbes llegó mucho más lejos. El liberalismo está representado por Locke, y muy bien representado: con él Inglaterra se constituyó, en cuanto a libertades, en maestra del mundo occidental. Aunque yo sigo pensando que la figura más importante de la Ilustración inglesa fue David Hume.


La Escuela francesa, con un precursor notable: Pierre Bayle; es increíble la difusión que tuvo en América su Dietionnaire historique et critique. Por supuesto que fue el triángulo Mostesquieu-Voltaire-Rouseau, el que encarnó las ideas y los sentimientos del Siglo XVIII francés y las difundió por todo el mundo. Montesquieu, con El espíritu de las leyes, su obra maestra, es casi un conservador comparado con los enciclopedistas. Voltaire, escéptico y burlón, difundió los Elementos de la filosofía de Newton; un genio para la destrucción, menos para construir. Rousseau es el más grande, innovador y original; su Contrato social es una obra frecuente en las bibliotecas americanas.

Aunque el símbolo más exacto de la Ilustración francesa será la Enciclopedia. Sin olvidar su faceta materialista (muy presente en muchos espíritus americanos), representada en tres nombres capitales y sus obras: La Mettrie y su Historia natural del alma, Holbach y su Sistema de la naturaleza, y Helvetius y su Sobre el espíritu, en el que, buscando una solución imposible, distingue el cuerpo (que deriva de la naturaleza), y el espíritu (que deriva de la educación). Hasta Voltaire la calificó de «trivial».

La Ilustración española. No son infrecuentes afirmaciones como ésta: en España, Ilustración sensu stricto, no se dio hasta la segunda mitad del siglo XVIII, en concreto entre 1760 y 1790. Es decir, que según estos informantes, si se dio, la Ilustración española fue breve y limitada. Me parece una maliciosa exageración; yo veo ya en la primera mitad del siglo XVIII, rasgos muy significativos: reacciones contra el clima intelectual del momento, más dado a condenar que a conocer lo nuevo; reacciones contra una escolástica que no supo renovarse con las nuevas corrientes físico-matemáticas; reacciones contra el argumento de autoridad y tradición; y se echa de ver una simpatía -un tanto ingenua- hacia toda la cultura francesa.

Y no sólo esto, hay ya creaciones oficiales que contribuyen a levantar el espíritu científico, que ciertamente andaba bastante alicaído: la Biblioteca Nacional de Madrid, la Real Academia de la Lengua, la Real Academia de Medicina, la de la Historia, la de Bellas Artes... De donde concluyo que hay una postura reflexiva y crítica que encarna como nadie la simpática figura de Feijoo, estudioso –como buen benedictino- y erudito, como hombre de su tiempo.

Sé que muchos lo consideran un simple pre-ilustrado, pero no estoy de acuerdo: Feijoo es el hombre que con más razón puede llamarse «ilustrado»: se preocupa por las ciencias experimentales, desprecia la autoridad y la tradición como argumento, contrapone al aristotelismo los logros de la física experimental, y escribe cosas como ésta: «para examinar la naturaleza sensible las ideas abstractas son inútiles; valen más las reglas mecánicas». Y, con su admirado Bacon, sentencia: «natura non est abstraenda, sed secanda». Y, claro, le tildaron de empirista, lo que acusó como un insulto. Y aclaró: «yo lo que condeno son las especulaciones filosóficas...» Y es que el bueno de Feijoo quería ilustrar a sus compatriotas, pero la tarea era bien difícil, pues tenía que navegar entre dos escollos contrapuestos: la impiedad y la superstición.

LA ILUSTRACIÓN EN AMÉRICA

Difícil empeño explicar en pocas palabras un asunto tan complejo; para hacer un sencillo repaso de ello vamos a fijarnos en las grandes instituciones: los virreyes, la jerarquía eclesiástica, y las Universidades y seminarios, y en las lecturas más difundidas en América, atendiendo a la circulación de esos libros. Comencemos por las instituciones.

Los virreyes, que en la segunda mitad del siglo XVIII fueron 35: ocho en Lima, catorce en Nueva España, ocho en el Nuevo Reino de Granada, y siete en el Virreinato del Plata. Los más fueron peninsulares, pero hay también criollos y algunos extranjeros. Llama la atención la escasez de títulos nobiliarios: no más de media docena, lo que significa un descenso social en la representación regia; se podía ser alter ego del Rey sin ser noble, ser representado el monarca por un alto funcionario, procedente casi siempre del Ejército o de la Armada.

En efecto, todos o casi todos los virreyes de la segunda mitad del siglo XVIII fueron militares o marinos; exceptuados, como es natural, el arzobispo-virrey de México, Núñez de Haro, y Caballero y Góngora, que lo fue del Nuevo Reino de Granada. Todos tuvieron experiencia americana, es decir, que previamente, habían prestado destacados servicios castrenses en capitanías generales, como Chile, o gobiernos en Cuba, Guatemala, Filipinas, Nueva Galicia, o Buenos Aires ... Y así se hacía realidad la idea, ya vieja, de que altos jefes militares, con experiencia y ejercicio en Indias ocuparan los virreinatos; idea que se remonta a 1739, cuando D. Sebastián de Eslava defendió la plaza de Cartagena de Indias.

Y a lo que estamos: todos ellos fueron ilustrados. Con una tarea común: modernizar las ciudades y fundar instituciones científico-culturales. En cuanto a lo primero, destacó en Lima el virrey Amat: la dividió en barrios, puso servicios de alumbrado y empedrado, paseos y acequias, y en su tiempo se hizo su famosa plaza de toros. De igual modo Bucareli transformó la ciudad de México: desagües, plazas y jardines, alumbrado ... Gálvez editó de nuevo la Gaceta literaria. Flores compartía paseo y tertulia con los sabios Alzate, Elhúyar y León y Gama.

Revillagigedo ordena archivos, levanta planos de ciudades, fomenta la investigación e integra el Colegio de Minería. Y en las postrimerías del siglo, el virrey Azanza fundó una Universidad en Guadalajara. En el Nuevo Reino de Granada no faltan propuestas, pero su ejecución era más difícil: los virreyes alternaban residencia entre Cartagena y Santa Fe, de modo que carecían prácticamente de verdadero palacio virreinal; no obstante, hay algo que reseñar: los expulsas habían mantenido una universidad en Santa Fe, y al quedar libre, se intentó en ella una universidad real, con un plan de estudios de lo más avanzado de Europa; pero no pasó de ser un proyecto. Aunque hay muchas mejoras: Mutis enseña matemáticas y realiza sus famosas expediciones botánicas; se crea la primera imprenta en Santa Fe y la primera biblioteca pública.

En el Plata, el más brillante fue Vértiz, criollo de Mérida de Yucatán, típico representante del reformismo ilustrado: impulsó la política de poblamiento, urbanizó Buenos Aires, impulsó la actividad cultural con el colegio de San Carlos y el teatro de comedias, e incentivó las expediciones a la Patagonia.

En cuanto a instituciones educativas especiales, se fundaron muchas; por ejemplo, la Escuela de Minería, en México, con catedráticos tan señeros como los españoles Fausto de Elhúyar, Andrés del Río, o el mexicano Antonio León y Gama; las Academias de Bellas Artes de México, Guatemala, y otras muchas ciudades; el Jardín Botánico de México, el de Guatemala y el de Lima; el Museo de Historia Natural y el Observatorio Astronómico de Bogotá; sin olvidar la Escuela Náutica de Buenos Aires.

Son simplemente algunos ejemplos. Alexander von Humboldt, uno de los mejores observadores de la realidad americana, escribía al comienzo del siglo XIX: «ninguna ciudad del Nuevo Mundo, sin exceptuar las de Estados Unidos, poseía establecimientos científicos tan grandes y sólidos como los de la capital mexicana (...) ni había en Europa biblioteca especial de botánica comparable a la del grupo de investigadores que dirigían Mutis y Caldas en Bogotá». El sabio alemán habla con entusiasmo de todos, saludando a la vez las iniciativas de los gobiernos ilustrados, a los sabios españoles, y, lógicamente, a los sabios criollos.

La jerarquía de la Iglesia. En la segunda mitad del siglo XVIII, 168 obispos rigieron las diócesis americanas. Todos fueron elegidos para ellas: sólo regresaron a la península 15; los demás murieron allá, con las botas puestas. Fueron peninsulares y criollos, mitad por mitad; seculares más que regulares, en proporción de un 75% a 25%. Sólida su formación intelectual: el 72% fueron doctores o maestros, títulos conseguidos en universidades americanas y peninsulares en proporción de 53% a 47%.

Hay dos rasgos fundamentales en ellos: Todos fueron regalistas, aunque en grados distintos. Todos fueron elegidos por el Rey, a quien prestaban juramento de fidelidad. Este regalismo se manifestó en su talante frente a las dos grandes manifestaciones regalistas de esta época: la expulsión y extinción de la Compañía de Jesús, y los concilios del Tomo Regio; en el de México se pidió la extinción, en Lima no llegaron a condenar el probabilismo, pero se intentó; y en Charcas el presidente Argandoña le aseguraba al Rey una lealtad tan fuerte que «obedecería a S. M. antes que al concilio».

Justo es preguntar: y tanto regalismo, ¿no tiene cierto sabor a galicanismo? Creo que no. Galicanos, en un sentido estricto, yo no encuentro ninguno, ni creo que lo hubiera: Lorenzana y Fuero, protagonistas del Concilio Mexicano, fueron regalistas duros; pero cuando el ministro Caballero apuntó maneras de una iglesia nacional alejada de la Santa Sede, se enfrentaron con el poder y fueron desterrados.

Otra cosa es que, al hilo de la vida cotidiana, encontremos manifestaciones sospechosas: el origen divino de los reyes, o la preferencia por autores como Van Spen, Bossuet, Natal Alexandro... Todos fueron ilustrados, más o menos, por supuesto. Algunos de forma notoria, como Lorenzana, Fuero, Pérez Calama, Antonio de San Alberto, Ruiz Cabañas... Ilustrados y abiertos a los problemas sociales, pues su caridad revestía un aire filantrópico y de asistencia social tal como exigía el espíritu del Siglo de las Luces. Ahí quedan para testimonio el Hospital de Guadalajara, construido por el obispo Alcalde, o el Hospicio de Pobres, soberbio edificio que, en la misma ciudad, levantó a sus expensas el obispo Ruiz Cabañas.

Hay otros que no son tan famosos, pero son igualmente notables ilustrados: como Antonio de San Miguel, que en sus pastorales recurre a la autoridad de Montesquieu; Ozes y Azúa, que proyectó un seminario en Cuba con estudios de dibujo, física experimental y medicina práctica, porque «sin estos estudios, no hay médicos competentes»; y Caballero y Góngora, de quien antes hablaba, que propuso ese plan de estudios para la Universidad de Santa Fe, en el que apuesta por las ciencias experimentales y aplicadas: la matemática -en su relación con la industria y el comercio-, la física -aplicada a las artes industriales y a las dos cátedras de medicina-, y la botánica, con un animador tan especial como Celestina Mutis.

Y el mismo Caballero y Góngora escribió: «en un reino tan lleno de posibilidades de producción, son más necesarios los que saben observar la naturaleza y manejar la regla de cálculo y el compás, que aquellos que entienden y discuten del ente de razón o de la esencia y la existencia».

Los centros de enseñanza. En cuanto a éstos, hay reformas en las universidades, seminarios y convictorios, que miran a Salamanca, Alcalá, Valencia... centros peninsulares que habían aceptado las doctrinas de Francia. Así, los seminarios de Puebla y Arequipa, que imitan a San Isidro de Madrid; el convictorio de Lima, cuyo plan de reforma se centra en Alcalá y propone a Heinecio como texto de derecho natural y a Rollín como autoridad indiscutible en educación; y en general, todos los textos de reforma son los recomendados por Mabillon, Mayans, y Feijoo.

Una última cita respecto a este punto concreto: D. Benito María Moxó, arzobispo de Charcas, profesor de Humanidades en la Universidad de Cervera, en la que ya los jesuitas habían creado un clima ecléctico y crítico que marca la transición, al menos, de la Escolástica a la Ilustración. A veces, cuando se habla de las universidades americanas, se subraya peyorativamente que en ellas imperaba el sistema escolástico de enseñanza, que se centraba en la teología y la jurisprudencia y también en la medicina, pero ajena ésta a cualquier experimento.

Pues bien, por una parte, como en todas las demás universidades, pero para evitar polémicas, admito que así era, y añado que abiertas ya a Descartes, Galileo o Newton. He visto en el Archivo General de Indias una relación de temas de tesis doctorales presentadas en la Universidad de Guatemala, y había títulos como estos: La duda metódica de Descartes, La teoría de Newton sobre la gravitación, Los experimentos de Franklin sobre la electricidad, o Los últimos desarrollos hidráulicos.

Las lecturas. ¿Y qué ocurría con el común de las gentes? Es muy difícil conocer sus inquietudes y su forma de pensar. Sólo encuentro un camino para acercamos a ello, y además muy complicado y de arriesgada valoración, y en muchos casos difícilmente posible de seguir: sus lecturas: ¿qué libros circulaban?; ¿qué libros se vendían y compraban?; ¿qué libros iban a parar a las bibliotecas públicas y privadas? Pero, ¿cómo saberlo? Y recurrí al Archivo General de Indias: cualquier pasajero al Nuevo Mundo declaraba su equipaje; y parte importante del mismo en esa declaración eran los libros.

De este modo, la Sección de Contratación de dicho Archivo es una mina de listados de obras que pasaban, abierta o clandestinamente, a tierras americanas. He recogido muchísimos de estos listados, y en un primer y apresurado análisis puedo reseñar los siguientes grupos de libros:

-Profesionales, que son muchísimos; militares (tratados de fortificaciones, por ejemplo), marinos, médicos, jurídicos, de ingeniería ... Lo que nos hace pensar que estaban muy al día de lo que se hacía en la Europa ilustrada.

-Científicos, como la obra del padre Vicente Tosca Compendio matemático, en nueve volúmenes, o la Física experimental del Abate Mollet, galicano y colaborador de la Enciclopedia, y la de Muschembrock, que fue incluida en el plan de estudios de la Universidad de Salamanca en 1771. Y en esta línea encontramos muchísimos más. Este es este un dato muy importante; porque los ilustrados pretendían cambiar al hombre y a la sociedad a través de la ciencia, pero no de la ciencia especulativa, sino de la ciencia experimental: sus autores favoritos no eran ni Aristóteles ni Santo Tomás sino Locke, Newton, Galileo... Incluso Descartes les parecía demasiado metafísico. Y sus ciencias preferidas eran la física, la matemática y la astronomía.

-Sobre los jesuitas, lo que no deja de constituir una sorpresa, pues estaba rigurosamente prohibido hablar del tema bajo gravísimas penas. Pero los Ejercicios de San Ignacio se cuentan por centenares, y casi lo mismo las Reflexiones sobre el Memorial que el General de la Compañía presentó a Clemente XIV. El tema, pues, seguía interesando; no sé si estos lectores estarían en pro o en contra de la expulsión, pero es de suponer que, si arriesgaban tanto llevando estos libros, serían partidarios de los Hijos de Loyola. Un dato significativo: el mismo año de la expulsión, 1767, el Tribunal de la Inquisición mandó retirar una obra titulada Anales de la Compañía, anónima, en francés, y publicada sin licencia; sabemos que este último detalle era suficiente para la prohibición, pero se dio como razón que la obrita despreciaba a la Compañía y al Papa y que contenía la herejía de Jansenio.

Pues bien, un ejemplar de esta obra llegó a manos de un oidor de Lima, que lo entregó al virrey Amat, quien, en lugar de entregarlo al Tribunal, se quedó con él. No he podido averiguar si lo haría más tarde, pero sí sé que en 1813, entre los libros depositados en los sótanos inquisitoriales, figuraba un ejemplar de los Anales, que bien podía ser el de esta historia. El mismo virrey Amat que había cumplido con toda fidelidad las órdenes de expulsión de la Compañía de Jesús.

-Libros de tinte jansenista. En efecto, desde mediados del siglo XVIII circularon profusamente por América, a pesar de las prohibiciones. He aquí algunos datos: el libro del flamenco Van Spen Ius ecclesiasticum universum fue divulgadísimo (se le podía encontrar en la biblioteca de la Universidad de San Marcos de Lima, y en las particulares del oidor chileno don Hipólito Suárez Trespalacios y Escandón y del letrado rioplatense don Francisco Pombo de Otero). Igualmente la obra del francés Carlos Rollín, uno de los herederos de la tradición pedagógica de Port Royal, De la manera de enseñar y de estudiar, (la tenía el oidor santiaguino don Luis de Santa Cruz, por ejemplo). Del jansenista moderado abate Noel Antoine Pluche encontramos dos obras de amplísima difusión en España, Italia y América, donde fueron instructoras de muchos ilustrados: El espectáculo de la naturaleza, con traducción del jesuita Padre Terreros, en la que se estudia la creación desde la óptica de un deísmo suave; y la Historia del cielo (ambas se hallaban en las librerías del oidor santiaguino don José de Traslaviña y del contador limeño don Miguel Feijoo de Sosa).

También hallamos los textos del gran Bossuet, galicano que nunca perdió su fidelidad a la Iglesia: veinte cuerpos de sus Obras estaban en la biblioteca del contador Feijoo, y algunos en la del oidor chileno Trespalacios. Juan Mabillon, de la Congregación de San Mauro, que estudia la Historia eclesiástica con desprecio de la escolástica y apego exagerado a la teología positiva, coincidía con el jansenismo en su defensa de la antigua disciplina, y no disimulaba sus ribetes galicanos; su obra más divulgada fue el Tratado de los estudios monásticos (que tenía el oidor chileno don Domingo Martínez de Aldunate).

De Claudio Fleury, amigo de Fenelon y de Bossuet, defensor del sistema cartesiano frente al escolasticismo medieval, rigorista en moral y de postura galicana, fueron muy difundidas su Histoire eclesiastique y sus Instituciones de derecho eclesiástico, que podían encontrarse en la librería del oidor Traslaviña.

-Obras anti-jansenistas también circulaban profusamente. Por ejemplo, la Medulla theologica de Luis Abelli, muy criticada por probabilista y laxista, la tenía el regente de la Audiencia de Santiago don Francisco Moreno y Escandón, quien también tenía la de Pedro Annatus Methodicus ad positivam theologiam apparatus. El Cursus theologico-moralis, de Domingo Vivas, enemigo de Jansenio, estaba en la librería del oidor Traslaviña. Las Resolutionum moralium, de Antonio Diana, en 12 volúmenes, la poseían todos los oídores de Santiago. Y por último, la Prompta bibliotheca de Lucio Ferraris, obra instrumental de criterio probabilista, estaba en manos del letrado rioplatense don Francisco Pombo y Otero.

-Clásicos literarios, tanto latinos como castellanos: Virgilio, Cicerón, Quevedo, Lope de Vega ... , y mucho teatro francés. Pero quiero destacar la repetida presencia de obras del francés Jean Francois Marmontel, educado por los jesuitas y protegido por Voltaire. Y en particular su obra más famosa, el Belisario, en la que encomia la tolerancia más amplia, traducido a varios idiomas. Por cierto que en 1780 la autoridad civil mandó a la Inquisición estrechar la vigilancia para frenar la circulación de libros prohibidos, y ordenó recoger algunos que pasaban libremente de Montesquieu, Voltaire, Rouseau, Maquiavelo, la Enciclopedia... Y en concreto, el Belisario.

Los inquisidores respondieron que era prácticamente imposible impedir la circulación de libros: falsificaban los títulos, cambiaban las cubiertas, los ocultaban entre la ropa, fuera de los cajones de libros; y eran estos los que podían registrar los comisarios. (Al llegar a este punto me asalta una duda: ¿dónde se podían adquirir estos libros en España? Pues, por lo menos, en Cádiz, que en el siglo XVIII compartía protagonismo con Sevilla: allí estaba la Casa de Contratación, con lo cual creció el comercio, el número de habitantes, y también las librerías. Había 17 en la ciudad, lo que supone una gran oferta de libros, consecuencia sin duda de una gran demanda. Pues bien, en 1772, el comisario del Santo Oficio de Cádiz, maestrescuela de la catedral, giró una visita a estas librerías y envió a la «Suprema» la relación de libros heterodoxos que se expendían habitualmente en ellas. Y entre estos libros, las obras de Marmontel, que, al parecer, difícilmente podía encontrarse en la península, pero en Cádiz sí. La verdad es que ese informe del comisario merece un análisis reposado.

-Obras de autores franceses. El fiscal del Tribunal de la Inquisición de México escribía al Consejo en 1769: «se habla y se lee impunemente (... ) hasta los libros de Voltaire, La Metrie y otros inicuos». En efecto, entre las gentes educadas de la América hispana hubo mucha afición a la lectura, como podemos deducir de lo que venimos diciendo. Podemos añadir que en esta segunda mitad del XVIII circulaban todos los libros de orientación moderna: la Enciclopedia, las obras de Bacon, Descartes, Copérnico, Cassendi, Leibniz, Locke, Condillac, Buffon, Montesquieu, Voltaire, Rousseau, Lavoisier, Laplace ...

No hay exageración en estas palabras. Bastará con dos ejemplos: el virrey Amat, a quien nos hemos referido repetidamente, ha sido considerado habitualmente como una persona muy alejada de las letras; sin embargo, lo hemos visto sindicado por la Inquisición como lector de obras prohibidas; entre otras, De l' esprit, de Helvetius, condenada por Clemente XII como «obra subversiva no sólo de la doctrina cristiana, sino de la ley natural». Realmente es un libro indignante.

El otro ejemplo se refiere al coronel don José Manuel González, en cuya biblioteca se podían encontrar obras de Condillac, perteneciente a la escuela materialista de la Ilustración francesa, como su Tratado de las sensaciones, o el Tratado de delitos y penas del Marqués de Beccaria, muy difundido por Europa -y cuya azarosa aventura para entrar en España describió magistralmente Francisco Tomás y Valiente-, que critica el procedimiento jurídico de su época, y rechaza la tortura, la falta de garantía procesal, la desigualdad de penas, etc. Y poseía también las obras de Montesquieu, de Voltaire y de Rousseau, que como hemos repetido encarnaban las ideas del siglo XVIII francés.

¿Cuáles son las características de esta Ilustración? Creo que para entender la Ilustración americana, hay que tener en cuenta tres rasgos esenciales que a mi entender le son propias:

  • Es una Ilustración cristiana, lo que no ha de extrañar si tenemos en cuenta que Feijoo, los obispos, los virreyes, y la inmensa mayoría de lectores, lo eran.
  • Es una Ilustración ecléctica, y esto también es claro: cierto que aparecen disciplinas nuevas -física, matemáticas, astronomía…, pero siguen perennes las cátedras de teología escolástica y de derecho canónico; es cierto que en los planes de estudio aparecen nuevos autores ilustrados –Van Spen, Natal Alexandro, Fleury-, pero siguen presentes la Suma de Tomás de Aquino y el tratado De locis, de Melchor Cano. Por eso algunos autores, acertadamente, califican esta etapa de ecléctica; así Furlong o Kossok, quien afirma que «la Ilustración en América representa una amalgama de ideas y conceptos heterogénea y contradictoria». Nada más cierto.

Un ejemplo: los jesuitas coincidían con los prelados de la iglesia en muchas ideas ilustradas, pero discrepaban en otras tantas: el origen del poder, la libertad de la Iglesia respecto al estado, la autoridad del Papa...

-Es una Ilustración tardía, que sintetizamos así: en mi opinión, en la segunda mitad del siglo XVIII entran en América muy tímidamente, los comienzos de una Ilustración española que nada, o muy poco tenía que ver con las rebeliones americanas. Creo, con muchos autores, que la mayoría seguía las doctrinas tradicionales, que por cierto, no enseñaban la obediencia ciega al Rey; de modo que, para combatir el absolutismo regio, bastaba con leer a los teólogos del siglo XVI - sobre todo a Suárez- sin necesidad de recurrir a Voltaire o a Rousseau.

Creo que no es seria la tesis de que, antes de 1780, Rousseau era ya leído por el pueblo: Jefferson, en un estudio de excelente investigación, y de mucho gasto, concluyó que para encontrar en América rastros del Contrato social había que llegar a la última década del siglo XVIII. Y creo que a finales del XVIII y primeras décadas del XIX empieza a influir en algunos individuos no ya la Ilustración española, sino la filosofía de las revoluciones -Francia y Estados Unidos-, cuyo impacto fue mucho más fuerte que la asidua lectura de libros ilustrados.

APUNTE SOBRE EL «RETORNO» DE LA ILUSTRACIÓN DE AMÉRICA A EUROPA Queda por dilucidar una última cuestión: la Ilustración americana ¿aportó algo a la europea? Es un tema todavía por investigar a fondo, pero aquí aportaremos algunos datos breves.

En principio, el hecho del descubrimiento de América exigió cambios radicales en lo jurídico, lo filosófico, lo teológico, y aun en lo canónico. Pero hablamos del siglo XVIII; y también en esta época es allí donde los europeos se vieron obligados a modificar y ensanchar sus conceptos de astronomía, de geografía física, de zoología, de botánica ...

En todos los países de América aparecen hombres dedicados a la ciencia, que leen lo producido en Europa y hacen trabajos que fueron útiles contribuciones para la consolidación de la ciencia moderna. Veamos aquí algunos ejemplos:

En metalurgia hubo en América importantes innovaciones técnicas, como fue el nuevo sistema de beneficiar la plata. En 1784, Francisco Javier de Sarriá publicó su Ensayo de metalurgia en la imprenta de don Felipe de Zúñiga y Ontiveros. Importantes fueron también las Observaciones astronómicas y geográficas, como las de don Joaquín Velázquez de Cárdenas y don Antonio León y Gama; y las Observaciones físicas, como las de Caldas, director del Semanario Ilustrado del Nuevo Reino de Granada, o las Clasificaciones y descripciones de plantas y animales, algunas tan notables como las del mexicano José Mariano Mociño.

Son dignas de atención las expediciones científicas costeadas por la Corona, como las ya citadas de Celestina Mutis o la de don Martín Sesé, fundador del Jardín Botánico de México. También es importante la arqueología de las culturas indígenas, que entonces se iniciaba, siendo su principal monumento la Historia antigua de México, del padre Francisco Javier Clavijero. Por último, reseñemos con mucho gusto el Diccionario geográfico-histórico de las Indias Occidentales o América, en 6 volúmenes, de don Antonio de Alcedo, obra muy notable para su tiempo y que aún hoy seguimos utilizando.

Y un apunte final: entre los descendientes de europeos que volvieron a sus raíces sobresale el mexicano Juan Ruiz de Alarcón, que se trasladó a Madrid cuando contaba 33 años, y aquí dio a la escena sus comedias. Fue uno de los grandes del teatro español, con Lope, Tirso y Calderón. Adopta el sistema dramático español de su tiempo, la comedia de «capa y espada», matizado con las notas graves de su espíritu reflexivo. Su comedia más conocida, La verdad sospechosa, fue imitada en Francia por Corneille en Le menteur, resultando un antecedente, al menos mediato, del propio Moliere. Sirvan estos ejemplos como un mero acercamiento a ese «retorno», pendiente aún de ser estudiado en profundidad.

PAULINO CASTAÑEDA DELGADO © Cuadernos Americanos Francisco de Vitoria