INDÍGENAS; Su actitud ante la Evangelización

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Una comprensión global de la evangelización debe incluir su análisis desde la perspectiva de quienes recibían la Buena Nueva; es decir, desde los evangelizados. ¿Eran capaces los indios americanos de recibir la fe? ¿Eran sinceros en el acto de abrazarla? ¿Eran constantes en seguir profesándola? Estas tres preguntas ponen sobre el tapete la validez de la obra misional en sí misma. Las opiniones sobre estos puntos aparecen divididas ya desde el mismo siglo XVI. Hubo quienes respondían del todo negativamente a las tres preguntas o, al menos, a las dos últimas. Un representante de esta posición será Girolamo Benzoni en 1567. Ciertamente no fue el único.

Contra esta demoledora crítica no pudieron por menos de reaccionar los misioneros. Uno de ellos, fray Diego Valadés, dedicaba en 1579 los capítulos 11 y 12 de la Cuarta Parte de su «Rhetorica christiana» a este tema, probando, por una parte, la inconsistencia de las acusaciones, y, por otra, la capacidad, la sinceridad y la constancia de los indios de la Nueva España en relación con la aceptación y profesión de la Religión cristiana.

Fray Diego estaba en condiciones inmejorables para hablar del tema: había sido llevado de niño a las Indias, permaneciendo allí sobre 30 años; llegó a poder predicar en tres lenguas: mexicana (náhuatl), tarasca y otomí, conociendo, por tanto, el alma de tres pueblos. Ejerció el apostolado no sólo entre los aztecas, sino también entre gentes tan indómitas como eran los chichimecas. La demostración de Valadés - hecha según los cánones de la retórica clásica - es, tal vez, la primera defensa sistemática de la evangelización americana que se imprimió en Europa. Creemos, pues, oportuno extractar aquí algunos párrafos de la «Rhetorica christiana» en la traducción castellana editada en México en 1989. Abre el capítulo 11 con este título: “Se trata de la inconsiderada acusación que hacen algunos contra los indios, diciendo que éstos no vienen a ser más cristianos que lo son los moros de Granada”.

Y enumera luego las diversas acusaciones:

“Hay algunos que impíamente, y con frases ásperas y acres, ponen mácula en el cristianismo de los indios, tratando con todas sus fuerzas de difamarlos en lo que toca a su fe, y de amenguar, consiguientemente, la debida gloria alcanzada por los religiosos que con grande diligencia se han entregado a comunicarles la doctrina cristiana. Por lo cual, siguiendo la norma de los cánones arriba indicados, propondremos primeramente sus acusaciones, para añadir después su defensa. Creo, ciertamente, que tal efecto de maledicencia contra los indios proviene en tales personas de haber contemplado este asunto desde lejos y no desde cerca. 0, para decirlo con más verdad, proviene de que ven la cosa misma con ojos perversos y poco cristianos...

Llevaría ciertamente con mayor ecuanimidad estas cosas si fuesen traídas por aquellos que nunca han tenido trato alguno con los indios; mas como proceden injustamente con ellos, puesto que se han hallado presentes a sus ejercicios, no acierto a decir otra cosa sino que, queriéndolo o no queriéndolo, han cerrado sus ojos y tapado sus oídos. Pues dicen que los indios no son más cristianos que los moros de Andalucía, y que todavía observan con fidelidad sus antiguas costumbres y ceremonias.

En suma, que se han hecho cristianos por la fuerza, y que los religiosos que les administran el Santísimo Sacramento del Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, así como los demás sacramentos, obran imprudentemente. Porque, según dicen, los indios no saben lo que reciben, y son incapaces de comprenderlo, siendo por tanto completamente prematuro el que se acerquen a comulgar. Y así, parece que las razones que les inducen a creer eso son el pensar que los indios están plagados de vicios, y que son ebrios, ladrones y rapaces de uñas largas, y que siendo tales se les debe, con razón, alejar de la recepción de los sacramentos.

Y también que, al confesarse, no dicen la verdad; porque se confiesan en un día más de cien hombres y mujeres. Y más: que en el asistir a las misas y sermones, como lo hace la mayoría, imitan a los monos, por no llevarlo a cabo movidos de su propia voluntad, sino obligados por los fiscales y prefectos. Que su amor es un amor servil; porque lo que hacen no lo hacen movidos por el amor sino por el temor, pues faltándoles, según piensan ésos, el conocimiento perfecto de Dios, les falta también una fe perfecta; y así, la constancia con que llevan a cabo las cosas no nace del ánimo y voluntad, sino de cierto hábito. Que después que estuvieron sujetos a los demonios, no es ya para ellos cosa pesada lo que hacen, ya que en esto experimentan mayor gusto; que la gente es supersticiosa y ávida de novedades, por lo cual acuden a todo lo que ven se hace.

Refieren además ciertos hechos particulares, a saber: que ellos han visto a los indios que ofrecían, en cierto montículo, a los ídolos y al alma incienso (porque así llaman a cierta resina de un árbol que despide muchísima fragancia y tiene muchos usos). Que son enemigos del nombre cristiano, y que, si se originaran algunos disturbios, serían ellos los primeros en dar muerte a los religiosos y a los ministros de Dios y del rey. Y más: que si se llegara a diseminar alguna herejía, facilísimamente se pasarían a ella abandonando la verdadera fe. Pues el actual modo de vivir les causa tormento y malestar, y la introducción de la herejía les acarrearía grandes perjuicios en su fe. Viendo además que deben hacer tantas y tan pesadas cosas, están impacientes por pasarse a otra religión.

A éstas pueden reducirse las acusaciones alegadas por algunos; las cuales refirió en mi presencia y en el palacio de una dama principal y conocida de la corte del Rey Católico, cierto noble que había estado por varios años en las mismas Indias. Por lo cual me sentí movido a traer a cuento lo verdadero y lo dudoso sobre lo que se refiere a los indios; y esto ha sido examinado y visto por mí mismo, pues he morado entre ellos (loado sea Dios) treinta años más o menos, y me dediqué durante más de veintidós años a predicarles y confesarlos en sus tres idiomas: mejicano, tarasco y otomí, y no me dejo llevar imprudentemente por afecto alguno, sino que me guía únicamente el deseo de que se conozca la verdad”.

Dedica a continuación el capítulo 12 a la defensa del “sincero cristianismo de los indios”, en la medida en que es posible juzgar de las profundas intenciones del corazón humano:

“... No pretendo colocar a los indios entre los santos, lo cual sería, en todo caso, oficio propio de la Iglesia y del Sumo Pontífice, sino que trato de refutar, con razones, aquello de que han sido vituperados; puesto que yo fui testigo no de oídas sino de vista, y no sólo estuve presente, sino que aun los tuve a mi cargo.

Han abrazado los indios la religión cristiana de muy diversa manera que los moros; pues, en primer lugar, estos indios fueron instruidos con mayor cuidado, y por ministros que sabían hablar con gran expedición su lengua nativa. En segundo lugar, los indios son de natural más tratable, más mansos, más pacíficos y de trato más fácil, y, por lo demás, no tenían a su alrededor quienes les sugiriesen o les dijesen por lo bajo lo contrario. Los indios, además, abandonan el culto de sus templos al darse cuenta de la inhumanidad y fealdad de su idolatría, y de lo suave y ligero que es, por el contrario, el yugo de Dios. Pudieron, al mismo tiempo, establecer comparación entre sus ministros y los sacerdotes cristianos; entre la libertad que se les proponía y la esclavitud a que habían estado sometidos.

Los moros, empero, por lo que se me ha referido, nunca llegaron a hacer nada recto por su propia voluntad, sino arrastrados por amenazas y azotes. Ha sido necesario, y aún lo sigue siendo todos los días, el contener su excesiva vehemencia y su falso celo. Querer por tanto afirmar que los indios todavía no han salido de sus antiguos ritos y ceremonias, es inferirles claramente una calumnia e injuria no ligeras; pues, realmente, ningunos predicadores han podido palpar más claramente a los demonios que los mismos indios.

Porque como el diablo se les mostrase todos los días y los incitase a que viviesen sumergidos en tanta desgracia y en una esclavitud propia de animales, de manera que no tuviesen nada propio y no gozasen de seguridad alguna, llevaron a cabo todo aquello, tanto más pronto cuanto más rápidamente se dieron cuenta de la enorme diferencia que hay entre reverenciar al verdadero Dios y rendir culto a los demonios.

Ninguna otra cosa deseaban más esos apostólicos varones y fundadores de la Iglesia en el Nuevo Mundo que el inducir a los naturales al amor, conocimiento y temor de Dios, y al aborrecimiento de sus antiguos ritos y costumbres. Este negocio vióse promovido con tanta diligencia que, por la gracia de Dios (a quien referimos todo lo recibido), no aparecen ya, ni aun en sueños, vestigios o señales de los antiguos errores.

Lo que se objete contra algún indio en particular, no debe causar admiración; puesto que aun el mismo Cristo tuvo entre sus doce Apóstoles uno que le hizo traición, y otro que le negó; aquél se condenó por su culpa y éste, en cambio, con su dolor y sus lágrimas, volvió a recobrar la salud del espíritu. Por lo demás, dice el Filósofo que de los particulares o singulares nada se puede deducir. Mucho más digno de admiración sería que sucediese eso entre nosotros, que nos tenemos por cristianos de tradición y que, sin embargo, sufrimos graves alucinaciones con relativa frecuencia... ¡Dios por su infinita bondad nos tenga de su mano!

Porque muy cierto es que los indios por inclemente que esté el tiempo y por fuerte que sea la lluvia, vienen desde dos o tres millas de camino, pero ¿qué digo?, desde diez o quince, y cargando sus hijos y sus alimentos, con el fin de oír la misa o el sermón, y muchas veces regresan a sus casas en ayunas y sin haber comido. Nosotros empero, ¡ay! (me resisto a decirlo), viviendo en medio de tantos templos, fingimos no sé qué pesadeces de cabeza y enfermedades, y así, nos quedamos encerrados en nuestras casas.

Mas parece, dicen, algo de que la tal asistencia de los indios es forzada por los fiscales y prefectos que tienen cuidado de eso y de las tarjetas. ¡Por supuesto que no! Pues ¿quién los fuerza para que asistan en los días profanos a los sagrados ministerios a aquellos sitios en donde hay abundancia de sacerdotes o a hacer sus plegarias en los templos en los caseríos y pueblos en que viven, antes de dar comienzo a tarea alguna? Lo que sucede es que están persuadidos de que, si no obran de este modo, nada les sucederá con felicidad durante el día.

¿Quién les obliga también a que vayan a vísperas, a las que con tanta frecuencia concurren, que nuestros templos, por lo demás amplísimos, se ven llenos, y a que muestren en su interior un continente y una devoción muy diversa de la nuestra, postrándose de hinojos o manteniendo recto todo el cuerpo? O ¿quién los empuja a ir a las fiestas de Nuestro Señor y de la Santísima Virgen y a las otras fiestas solemnes, como ellos lo hacen, a donde llevan su propia candela de cuatro reales y a que permanezcan en las vísperas desde el principio hasta el fin? ...

¿Quién no ha oído referir de ciertos indios que, movidos por la devoción y el celo, hicieron un viaje de dos o tres millas, y aun de diez o quince, para confesar sus pecados? Poco es sin embargo lo que digo... ¿Que después de tanto viajar lleguen a permanecer, por espacio de dos o tres días, a la intemperie, expuestos a las inclemencias del viento y del tiempo, como en algunas ocasiones ha sucedido? ...

Finalmente, para referir la penitencia, lágrimas, dolor, devoción que experimentan en la misma confesión, antes y después de ella, sería menester poseer más de cien lenguas y bocas...

En otro tiempo, al principio de su conversión, andaban errantes por los montes, y así no era fácil instruirlos perfectamente en la doctrina cristiana; por lo cual no es de admirar el haber sido hallados algunos que estuviesen entregados a la idolatría. Más después de que han sido reunidos en pueblos y ciudades, para vivir en sociedad, viven hasta tal grado política y cristianamente, que aun sintiendo una ligera pesadez de cabeza cuidan de ser llevados no sólo a confesarse, sino a demandar de los religiosos una bendición. Tienen tanta fe en ellos, que con sólo sentirse estrechados por la mano del religioso, creen que con esto queda fortalecida su salud. Y cuando vamos por el camino y por los campos apenas podemos librarnos de su concurso, pues tan pronto como han visto al religioso, salen a su encuentro trayendo a sus hijos para pedirle su bendición. En lo cual muchos usan de un saludo tan afable y cortés, que aligeran y consuelan con esto de toda molestia a los mismos religiosos, mayormente si se ven acongojados por algo que les aflija. Enseñan, además, los padres a sus hijos pequeños a decir en su propia lengua: «Bendito sea Nuestro Señor Jesucristo”,

(Diego Valadés, Retórica cristiana [México 1989], pp. 423-437).


ISAAC VÁZQUEZ JANEIRO - JESÚS LÓPEZ-GAY

© Caeli novi et terra nova. La evangelización del Nuevo Mundo a través de libros y documentos. Biblioteca Apostólica Vaticana 1992