INDEPENDENCIA DE MÉXICO; El Arzobispo y el Emperador

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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El 13 de septiembre de 1812, el virrey de la Nueva España Francisco Javier Venegas promulgó solemnemente la Constitución de Cádiz. Dos años más tarde, el 10 de agosto de 1814, el virrey Félix María Calleja anunciaba su derogación. En ese mismo año, el 22 de octubre promulgaban los insurgentes la Constitución de Apatzingán. Más tarde, hacia el final de la guerra, el 31 de mayo de 1820, el virrey Juan Ruiz de Apodaca volvió a jurar la Constitución española de 1812, porque en España, en enero 1820, un alzamiento militar obligó a Fernando VII a jurarla y ponerla nuevamente en vigor.

En este contexto se encuentran España y sus virreinatos en América. En el vaivén de los cambios ideológicos, en la organización de unos –los realistas- y otros –los insurgentes- que en un momento determinado coinciden en el ideal de hacer a México independiente del Reino de España. La postura de la Iglesia es la misma. No se puede apoyar un movimiento que busca derrocar al que preserva la unidad de Religión en el territorio. A nivel episcopal es este el pensamiento que se va conservando. Desafortunadamente, en ese momento el cuadro episcopal va decreciendo. No se pueden nombrar nuevos obispos; invocando los derechos del Patronato real, los nombrados en la ausencia de Fernando VII han sido desconocidos.

En ese momento, el titular de Arquidiócesis de México es el Excmo. Sr. Pedro José de Fonte y Hernández Miravete, quien irá cambiando su modo de pensar y de actuar con los insurgentes y con la lucha por la independencia, la ayuda que dará a la consumación de la misma y su posterior huida de México; y finalmente su actuación en el destierro hasta su renuncia.

Biografía del Arzobispo Pedro José de Fonte y Hernández Miravete.

Nace el 13 de Mayo de 1777 en la villa de Linares, Provincia de Aragón y Arzobispado de Zaragoza en España; sus padres fueron Don Juan Francisco Fonte y Gargollo y Doña María Ramona Hernández de Miravete.

Cursó gramática latina, retórica, humanidades, dos años de filosofía y otros de economía civil en el Seminario Conciliar de Zaragoza, habiendo obtenido premio en cada uno de los tres últimos años. Fue bachiller, licenciado y doctor en Jurisprudencia civil y canónica por la Universidad de Zaragoza.

En 1798 oposiciona la canonjía doctoral de Zaragoza, repitiéndola al año siguiente, y en julio de 1801 a la de Teruel. Algunos meses después (23 de noviembre) se opuso a la canonjía penitenciaria de ese último obispado, y la obtuvo y poseyó hasta el 29 de junio del siguiente año en que se separó del puesto. El 28 de septiembre fue nombrado «familiar» del obispo Francisco Javier de Lizana y Beauamont, quien poco después sería designado Arzobispo de México, y durante pocos meses también Virrey de la Nueva España.

El 14 de febrero de 1802 recibió la orden del diaconado, y siete días después la del presbiterado, con licencias generales en la diócesis de Zaragoza y Teruel. Se le nombró entonces fiscal eclesiástico, abogado de cámara, examinador oficial, provisor y vicario general interino de Teruel. Cuando el Obispo Lizana fue elevado a Arzobispo de México, trajo en su compañía al Señor Fonte, y el 21 de junio de 1802 le nombró provisor y vicario general de la Iglesia Metropolitana, cabiéndole la satisfacción de que el nombramiento fuese aprobado por el rey, a consulta de la Real Cámara de Indias.

Otros cargos que desempeño antes de ser Arzobispo fueron: Catedrático de disciplina eclesiástica hasta 1806; obtuvo el curato del Sagrario Metropolitano en 1804; en 1810 fue canónigo doctoral, fue individuo y consiliario de la Congregación de los oblatos.

De 1807 a 1813 asistió al tribunal del Santo Oficio como ordinario, por los ilustrísimos Señores Arzobispos de México y obispos de Puebla, Oaxaca, Guadalajara, Sonora y cabildo sede-vacante de Michoacán.

El 4 de diciembre de 1807 fue condecorado con el nombramiento de «Académico de Honor» de la Real Academia de Nobles Artes de San Carlos de México. En 1815, luego de la muerte del Sr. Arzobispo Lizana y la desaprobación de las cortes de España para que fuera sustituido por el obispo Antonio Bergosa y Jordán, el Sr Fonte fue presentado como candidato al Arzobispado de México.

El 29 de junio fue consagrado en la catedral metropolitana por el obispo Bergosa, con asistencia del Señor Arcediano Dr. Don Juan Sarria y el maestre-escuelas Dr. Don José Gamboa, como obispos mitrados. Contaba el Señor Fonte con 39 años de edad.

Cuando la Independencia fue consumada en septiembre de 1821, con pretexto de visitar el arzobispado salió de México, dirigiéndose a Toluca y después a Cuernavaca, y regresó enseguida a la hacienda de San Nicolás Peralta, donde confirió las últimas órdenes, entre otros al señor Joaquín Fernández de Madrid que recibió la del subdiaconado y que más tarde fuera obispo de Tanagra «in partibus infidelium».

Luego se encaminó a Tampico, donde se embarcó para España. Fijó su residencia en Valencia, donde el 3 de junio de 1824 obtuvo la administración del arcedianato mayor de aquella metrópoli. En 1838, a diecisiete años de su salida de México, seguía siendo el arzobispo de México.

La Santa Sede le invitó a que retomara el gobierno de la diócesis o que renunciara a la mitra. Optó por lo segundo, llegando esta noticia a México el 11 de abril de 1838. Al año siguiente, en Madrid, siendo el 11 de junio de 1839, falleció. Su cadáver fue sepultado en la iglesia del real hospital de Monserrate de la Corona de Aragón.

Segunda etapa de la Independencia

La primera etapa de la independencia fue encabezada por el cura Miguel Hidalgo y tuvo un carácter popular, pero sin un programa claro y fue de breve duración (septiembre de 1810-enero de 1811). Quizás el único hecho positivo fue el hacer consciente al pueblo de la necesidad de una solución al conflicto que se vivía no sólo en España, sino también en diversos puntos de América. La segunda etapa, aunque fue menos popular, contó con la gran visión política del cura José María Morelos, quien elaboró un programa que ya reflejaba con bastante fidelidad las aspiraciones de independencia.

Para ello Morelos instaló en Chilpancingo el Primer Congreso Nacional. Este Congreso redactó un documento considerado como la verdadera declaración de la independencia mexicana pues afirmaba: “rota para siempre jamás y disuelta la dependencia del trono español.”

El Virrey Venegas fue sustituido a finales de 1813 por el brigadier Félix María Calleja, quien con su experiencia militar se volcó en una ofensiva contra Morelos, al que derrotó claramente en las cercanías de Valladolid y después en Puruarán, donde incluso logró capturar a su lugarteniente, el cura Mariano Matamoros, que fue fusilado el 3 de febrero de 1814. Por otra parte, en mayo de 1814 llegó la noticia a México del regreso a España de Fernando VII, y el 5 de agosto se recibió el decreto de este que derogaba la Constitución de Cádiz de 1812. Morelos se traslada a Apatzingán, donde el Congreso formado por el promulga una Constitución basada en los principios del Estado independiente señalados en sus «Sentimientos de la Nación». Sin embargo, cada vez parecía más lejana la posibilidad de alcanzar la independencia, pues con el retorno del monarca al trono español se reforzaban los basamentos del fidelismo, perdiendo terreno continuamente el movimiento insurgente. En el traslado del Congreso a Tehuacán, donde pensaba recibir más apoyo, Morelos es capturado, siendo juzgado por un tribunal eclesiástico dada su condición sacerdotal, y a un Consejo de Guerra, como militar. Despojado del sacerdocio, fue ejecutado en las condiciones que eran habituales al reo de alta traición, en San Cristóbal Ecatepec, el 22 de diciembre de 1815. El cabildo eclesiástico de la ciudad de México, dominado por el regalismo, negaba la soberanía del pueblo, apoyado, según dice, en la Sagrada Escritura: “El rey no tiene alguno sobre sí en la tierra; sólo Dios le es superior. Aunque obre contra la ley nadie puede juzgarle. Aun cuando sean intolerables sus excesos y abusos que haga de su soberano poder, es opuesta a la doctrina evangélica la rebelión, porque, como nos enseña San Pedro, debemos estar reverentemente sujetos no sólo a los señores suaves y modestos, sino también a los ásperos y duros. Así lo practicaron los primeros cristianos oprimidos bajo el poder de los emperadores romanos.” Es la tesis del llamado «derecho divino de los reyes», según la cual el Rey recibe su potestad directamente de Dios, y por lo mismo es soberana e independiente de la nación. Así el regalismo del Arzobispo Fonte y de algunos otros obispos mantenía su posición: era necesario acabar con la lucha insurgente. Y en los siguientes años parecía que se estaba consiguiendo. En efecto: en 1816 sucede al Virrey Calleja don Juan Ruiz de Apodaca, hombre que por contraste contaba con una larga experiencia política y poseía un talante flexible y más equilibrado que el anterior. Le tocó el trabajo de iniciar la deseada tarea de reconstrucción de la vida económica, en un clima de creciente normalización, confiando en que las partidas subsistentes en el Bajío y alguna otra parte se auto disolvieran.

Entre marzo y octubre de 1817 tuvo lugar un nuevo intento independentista encabezado por el español Francisco Javier Mina, el cual fracasó estrepitosamente; Mina fue fusilado en noviembre de ese mismo año. Quedaba así solo un solo hombre: Vicente Guerrero, remontado en la Sierra del sur, la que conocía bien.


Es importante señalar que ya desde 1810, distintos diplomáticos hispanoamericanos venían realizado ante la Santa Sede algunas gestiones con la finalidad de establecer en las nuevas naciones independientes «neopatronatos», lo cual daría reconocimiento y fuerza moral a los nuevos gobiernos. Pero la Corona española hizo sus propias gestiones para impedirlo, y alegando sus derechos de Patronato, solicitó al Papa un documento que ratificara la autoridad de Fernando VII. La Santa Sede ante las independencias que se estaban gestando en Hispanoamérica, dio a conocer el 30 de enero de 1816 la encíclica «Etsi longissimo» del Papa Pío VII. Dicho documento estaba dirigido a los arzobispos, obispos, y clero de la América Española, y su propósito era favorecer la nueva política de Fernando VII, estimulando a aquellos a ser fieles a este monarca. El Rey otorgó de inmediato el «pase regio» a la encíclica. Al recibir esa encíclica, los Obispos americanos inmediatamente lo dieron a conocer a sus diocesanos. Pedro José de Fonte decía distinguir la intención política del soberano de la aplicación que pudiera darle sus servidores; y como él se consideraba «instrumento del rey», que trabajaba para el bien de sus vasallos, aconsejaba no confundiesen sus errores y defectos “con la benéfica y recta” voluntad del monarca, porque no se podía atribuir al origen el defecto de los medios. Así justificaba al gobierno de Fernando VII, que en su concepto se inspiraba en la felicidad de todos.

Después les explicaba las razones por las cuales debían ser fieles al Rey. Invocaba los títulos legítimos heredados de sus abuelos, que fueron reconocidos en 1808 y en 1814 cuando volvió al trono; y la obligación que contrajeron al jurarle fidelidad, por voluntad libre, no precipitada, y sellada por la religión. El arzobispo ordenaba a su clero obedecer la citada doctrina y predicarla a los feligreses. Para convencerlos, afirmaba que la religión era favorecida y protegida por el Gobierno, quien en la Constitución de la Monarquía se comprometió a ello. En otra circular, dirigida también a sus curas, les mandaba enseñar y predicar en contra de los perjuros y desobedientes, es decir contra los opositores del Rey, debido a que este y los servidores de su Gobierno, debían ser obedecidos por los que profesaban la religión de Jesucristo, la cual establecía en el cuarto mandamiento del Decálogo la sumisión a los príncipes:

“…nuestros feligreses deben obedecerlo (a Fernando VII), a menos que quieran quebrantar la religión Santa que dichosamente profesan. Esta siempre ha enseñado que sus fieles deben también serlo a sus príncipes respectivos, y S. M. es el nuestro, porque Dios así lo dispuso… de Dios… emana la potestad de los soberanos, a quienes colocó para gobernar los pueblos…”

El virreinato, pues, iba regresando a la calma; pero apenas se recuperaba de las diversas campañas insurgentes, cuando llegó otra noticia de España: el coronel Rafael Riego se levantó en armas contra el rey en las cercanías de Cádiz con la decisión de restablecer la Constitución de 1812. Así obligado, Fernando VII juró entonces la Constitución. Nada más conocerse en la Nueva España esta noticia, el virrey Apodaca la juró el 31 de mayo. Estamos ya en 1820.

El arzobispo Fonte, no revelo, hasta donde se sabe, ninguna muestra de disgusto sobre el restablecimiento del régimen constitucional puesto que Fernando VII lo aceptó. Para asegurarse en el gobierno de su arquidiócesis, trabajó a favor de él, sin importarle caer en contradicción porque de 1814 a 1820 predicó la doctrina del poder absoluto, y sirvió a éste con dedicación y entusiasmo.

Pero en 1820 publicó una pastoral para que los fieles juraran y obedecieran la Constitución establecida. Luego el arzobispo, a fin de convencer a sus diocesanos, hizo una apología de la constitución. La presentó llena de bondades y hecha con una buena intención, aduciendo que ese código político establecía como «única» religión la católica, y la intolerancia de cultos.

Por último, el metropolitano ordenó a sus curas que explicaran a los feligreses que “el régimen constitucional” tenía por objetivo “la felicidad de la nación y de los individuos” que la componían, y que los medios que adoptaba para ello no eran incompatibles con la religión católica.

Consumación de la independencia

Con el restablecimiento de la Constitución de Cádiz, el liberalismo novohispano tuvo la oportunidad de retomar la política de reducir los fueros e inmunidades del clero. En su primera fase (1812-1814) muchas de sus reformas no se aplicaron pero en 1820 la situación era otra. Fernando VII no tuvo otra alternativa que reconocer y jurar la Constitución. Se le prohibió a la Iglesia la compra y conservación de capellanías y obras pías, se puso a la venta la mitad de los bienes del clero; se suprimieron las órdenes monásticas y hospitalarias, la reducción de los conventos, la prohibición de los noviciados y elección de algunas prebendas, la aplicación de sus rentas al crédito público, la supresión de la compañía de Jesús, la extinción del Santo Oficio, la libertad de imprenta y la reducción del pago del diezmo a la mitad. El clero español y su jerarquía protestaron por estas medidas, llegando hasta Roma, donde Pio VII escribió a Fernando VII para hacerle saber su inquietud ante estos ataques. La constitución, para la Iglesia, era enemiga de ella y Pio VII deseaba acabarla. En América, y en el caso concreto de México, ante estos acontecimientos, empezaron a cambiar de actitud, dejando de oponerse a la emancipación, y germinando en sus mentes la idea de contribuir al logro de la independencia del país. Así, en la Iglesia de La Profesa el canónigo Matías de Monteagudo empezó a reunir un grupo para analizar la situación y proponer soluciones, a partir de la premisa de que Fernando VII había sido obligado a jurar la Constitución; luego entonces carecía de libertad. Aunque por la secrecía que mantuvo el grupo no hay documentos sobre él, se supone que participaron en él Manuel de la Bárcena, fray Mariano López de Bravo, Miguel Bataller, Juan José Espinoza de los Monteros, Antonio Mier, José Bermúdez, el obispo de Guadalajara Juan Ruiz de Cabañas y el obispo de Puebla Antonio Joaquín Pérez Martínez y Robles.

De las «Juntas de La Profesa» salieron las principales directrices para lograr la independencia de México: que se evitara en lo posible los enfrentamientos y derramar sangre; que el movimiento insurgente lo dirigiera un militar y no un eclesiástico; que garantizara la identidad católica de la nación. Entonces los conjurados se fijaron en el coronel Agustín de Iturbide, a quien invitaron a llevar a la práctica lo planeado en las juntas de La Profesa.

En base al «Plan de La Profesa» Iturbide redactó el «Plan de Independencia de la América Septentrional», y al frente de su Batallón de Celaya se trasladó a la Sierra del Sur, poniendo su cuartel en Teloloapan. Por medio de varias cartas logró que Vicente Guerrero se sumara a su movimiento, y el 24 de febrero de 1821 en la población de Iguala dio a conocer su Plan, que se resume en «Tres garantías» dadas a la Nación: «Religión; Unión e Independencia», representadas en una bandera con tres colores: blanco, para simbolizar la religión católica; rojo, para la unión de todos los habitantes; y verde para la independencia. Se declaraba con ello un «liberalismo moderado», equilibrio de las dos demandas: por un lado, se daba razón a los insurgentes en su anhelo de libertad, pero también se aceptaba la demanda de los realistas: conservar un gobierno monárquico que en primer lugar se ofrecería a Fernando VII o a un miembro de su familia. El movimiento de Iturbide, atrajo y unió a los grupos de diversas tendencias políticas que existían, tanto en la sociedad civil como eclesiástica. Las provincias de la Nueva España se fueron uniendo a Iturbide, una a una y sin derramamiento de sangre. El 3 de agosto llegó a Veracruz don Juan O´Donojú, a quien las autoridades de Madrid habían sido designado como «Jefe político superior y capitán general» de Nueva España (que fue el nuevo título dado a los virreyes, según la nueva Constitución). No pudiendo ya pasar a la capital y ante los hechos consumados, O´Donojú firmó con Iturbide los «Tratados de Córdoba», que formalizaban el Plan de Iguala. El 27 de septiembre de 1821 al frente del Ejército Trigarante, Iturbide entraba a la ciudad de México. La Independencia había quedado consumada.


José de Fonte ante Agustín de Iturbide

En los inicios del movimiento insurgente de Iturbide, el arzobispo Fonte mantuvo una actitud negativa; al consumarse la independencia, su actitud fue vacilante e indefinida; y a la consolidación del Imperio Mexicano volvió a ser negativa.

En efecto, ante la proclama de Independencia, el arzobispo comenzó a escribir varias cartas pastorales en las que exhortaba a la obediencia a Fernando VII y a la Constitución española. Para el arzobispo de México la única causa legítima que podría justificar un levantamiento contra el gobierno español, sería sus tendencias antirreligiosas, pero hasta el presente “no ha llegado, ni esperamos que llegue tan desgraciado caso, pues está en vigor la ley fundamental de nuestra monarquía, que ofrece expresamente conservar y proteger la santa religión católica.”

Cuando Iturbide proclamó en Iguala la Independencia del país, escribió al arzobispo y le envió una copia de su Plan, al igual que al virrey Ruiz de Apodaca, al obispo Cabañas y a muchos otros personajes novohispanos. En la carta a Fonte le decía: “…con su influjo y respeto puede contribuir de un modo muy particular a que el plan tenga todo su efecto en la mejor paz y armonía… no dudo que tomará la parte más activa como metropolitano de la Iglesia en este reino, como habitante de él, como interesado en el bien de la Península, y como hombre, con lo que se atraería las bendiciones de todos los buenos y logrará, sin duda, la verdadera satisfacción y felicidad.” El arzobispo pudo percatarse de la casi total adhesión de los eclesiásticos novohispanos al proyecto de Iturbide, pero él siguió en su trabajo de convencimiento de mantener a los fieles y clero en fidelidad a la corona. Para esto envió una circular a sus curas de los pueblos del sur, donde Iturbide encendía la tea emancipadora, para que guardaran la fidelidad a la monarquía española o influyeran en los feligreses a fin de que no abrazaran la causa independiente. El 9 de marzo de 1821, mandó a sus vicarios foráneos a visitar a todos los eclesiásticos de la arquidiócesis, con la tarea de que los exhortaran a cumplir su obligación de obedecer a las autoridades legítimas, y les recordaran que la Iglesia prohibía resistirlas, como también incitar a otros a rebelarse en contra de ellas. Finalmente, el 19 de marzo dirigió una circular a todo el clero de su jurisdicción; en esta y con base en su autoridad episcopal, pretendió dictar las normas de una conducta que debía seguir el clero frente al movimiento de Iturbide. Daba las siguientes razones: Primero, la anarquía que emanaba de toda revolución. Esto lo demostraba con el ejemplo que estaba a “flor de piel”: la ruina y el caos que había traído el periodo de insurgencia. Y segundo, señalaba las obras de reconstrucción del Gobierno, después de haberlo pacificado y en las cuales tuvieron parte los eclesiásticos. Atacaba al clero indirectamente (tanto al alto como al bajo) adheridos al Movimiento, señalando que: “Esta prevaricación (el apoyo a Iturbide) daría agradable motivo a los enemigos de nuestro estado para aumentar las calumnias, imputando al clero todo lo que vieren en una mínima parte de él y aún hallaréis pretexto para persuadir que por conservar preeminencias e intereses que sintiéramos perder, atizábamos e inquietábamos al sencillo pueblo para que los defendiese con riesgo y perdida de los suyos propios.” Según el arzobispo, el Plan de Iturbide corría el riesgo de apartarse de las autoridades legítimas. Así hacía una franca oposición al plan de Iguala invocando la tesis de la legitimidad, la cual estaba fuera de las circunstancias porque defendía a un gobierno ilegitimo y, además, hablaba, en un tiempo de crisis, de los valores políticos, cuando los hombres oponían a lo legal lo justo. Todavía en vísperas de la consumación de la Independencia, Fonte seguía en su rechazó al movimiento trigarante. La libertad de imprenta, que había apoyado y defendió en la pastoral que publicó con motivo del restablecimiento de la Constitución de Cádiz, ahora la rechazaba, porque los insurgentes se valían de ella para fomentar la insurrección. Por eso logró convencer al Virrey Apodaca de que el 5 de junio de 1821 suspendiera esa libertad hasta que cesaran los motivos que les llevaron a dictar esta medida. A pesar de la firma de los «Tratados de Córdoba» el 24 de agosto, el arzobispo seguía en contra del movimiento. Pero llegó el 27 de septiembre de 1821, día en el cual Iturbide hizo su entrada triunfal a México. Ahí, el arzobispo, presionado por las circunstancias, recibió en las puertas de la Catedral a Iturbide, vestido de pontifical y con palio antes de cantarse el «Te Deum» por la consumación de la independencia. A partir de este momento tuvo el arzobispo una actitud calculadamente ambigua y dudosa. Trataba de adaptar al nuevo orden de cosas, pero no aceptaba ningún cargo o cosa que lo hiciera ser desleal a la corona de España; así rechazó el ser presidente de la Junta Provisional Gubernativa, pretextando enfermedad. Todo indica que Fonte esperaba la resolución de las Cortes de Madrid sobre lo propuesto en los tratados de Córdoba. Pocos días después, el 19 de octubre de 1821, escribe una pastoral donde tibiamente recomendaba a su clero y feligreses que cumplieran el «deber sagrado» de obedecer a la nueva potestad que los gobernaba, porque sólo así obrarían conforme a la doctrina católica y contribuirían a la prosperidad pública. La respuesta de España fue desconocer los tratados de Córdoba; declararon que eran ilegítimos y nulos en sus efectos para el Gobierno Español y sus súbditos. Ante esta respuesta, la población de la Capital y el Congreso mexicano proclamaron Emperador de México a Agustín de Iturbide. El 21 de julio de 1822, Agustín de Iturbide fue coronado Emperador en la Catedral de México por el Presidente del Congreso el presidente del Congreso, el diputado poblano doctor Francisco García Cantarines. La Misa y Ceremonia de Coronación fue presidida por el obispo de Guadalajara Juan Ruiz de Cabañas, asistiendo también los obispos de Puebla, Durango y Oaxaca, pero sin la asistencia del arzobispo de México Pedro José de Fonte.

Ya desde octubre de 1821 con el pretexto de enfermedad, el arzobispo se había retirado a su finca de Cuernavaca. Cuando el Gobierno imperial convocó una junta de delegados diocesanos, que reunida en México declaró solemnemente el cuatro de marzo de 1822 la extinción del real patronato sobre la Iglesia mexicana y sugirió al Imperio gestionara un posible Neopatronato mexicano, Fonte consideró que su permanencia en la antigua Nueva España era peligrosa.

Fonte fingió hacer una gira pastoral por su diócesis, pero dirigiéndose hacia la costa del Golfo de México, en febrero de 1823 huyó embarcándose con rumbo a España, dejando abandonada su grey.

El arzobispo en “exilio” hasta su renuncia a la diócesis

El arzobispo Fonte se fue a residir a Valencia, España, donde el 13 de junio de 1824 obtuvo la administración del arcedianato mayor de esa arquidiócesis, beneficio que se debió a su fidelidad a la Corona. Sin embargo, sin renunciar todavía a la arquidiócesis de México, la seguía gobernando, manteniendo comunicación con el cabildo metropolitano.

En tanto el Imperio de Iturbide ha caído. El país es gobernado por un triunvirato, llamado Supremo Poder Ejecutivo, quien nombra como encargado de hacer contacto con la Santa Sede al dominico peruano José María Marchena, que llega a Roma en 1823, su misión es un fracaso.

Al momento de la independencia, México tenía siete obispos; uno de ellos Fonte. En 1824 murió el de Guadalajara, y en 1825 los de Sonora y Durango. En 1827 falleció también el de Yucatán, mientras que el de Oaxaca muy molesto por la ley de expulsión de españoles promulgado por el Congreso en mayo de aquel año, abandonó también su sede para dirigirse a la Península, aunque dicha ley excluyera específicamente de sus efectos a los obispos. Por tanto, solo quedaba el obispo de Puebla Antonio Joaquín Pérez Martínez y Robles quien era mexicano de nacimiento. En julio de 1824, el Congreso nombra al Canónigo Francisco Pablo Vázquez como enviado ante la Santa Sede, quien salió en mayo de 1825. En Roma fue ayudado por un jesuita que mantenía contacto epistolar con el arzobispo Fonte; era el Padre Idelfonso José de la Peña. De este contacto epistolar podemos ver todavía algunas actitudes de Fonte.

Por ejemplo, que al instalarse en Valencia, escribió una carta al Papa para explicar los motivos que lo habían impulsado a abandonar su sede, y para pedir instrucciones sobre la conducta que debía seguir. Alegó haber asumido esa actitud por fidelidad al rey. En 1828 de la Peña le pidió al arzobispo nombres de personas dignas de ser elevadas a la dignidad episcopal, para lograr el restablecimiento de la Iglesia en México, pero la respuesta fue de abstención.

A la muerte de Fernando VII ocurrida en septiembre de 1833, la Reina Gobernadora convocó al Consejo de Gobierno. De este consejo formaban parte numerosos hombres políticos con títulos de nobleza, complementados por Monseñor Fonte, Arzobispo de México. En 1835 envió a la reina unas “observaciones sobre la independencia de México” con las cuales sugería que, aprovechando la debilidad de los Gobiernos de ese país, España se mostrara firme en sus exigencias para obtener indemnizaciones de guerra.

Se comenzaron diversas negociaciones que culminaron en diciembre de 1836 restableciendo relaciones diplomáticas, con lo cual se podía acceder al anhelo de obtener por parte de la sede de Roma, el nombramiento de un nuevo Arzobispo Metropolitano de México. Era preciso entonces obtener la renuncia de Fonte o que el Papa declarara vacante la sede de la capital de México por el abandono de su prelado, que hacía catorce años estaba ausente de ella. Dos años después, en 1838, Fonte renunciaba a la arquidiócesis, y en ese mismo año, se preconizaba Arzobispo a Monseñor Manuel Posada y Garduño.


NOTAS

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MARCOS RODRÍGUEZ HERNÁNDEZ