INDEPENDENCIA DE PANAMÁ EN 1821

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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CONTEXTO Y BALANCE HISTÓRICO

Preámbulo

Al decaer la tradicional función de tránsito entre oceanos del Istmo de Panamá, luego de los ataques del almirante Edward Vernon a Portobelo y Chagres (1739) y la virtual extinción del comercio ilícito por parte del gobernador Dionisio de Alsedo y Herrera (1747), en la segunda mitad de la centuria dieciochesca se inició en este territorio una traumatizante etapa de languidez económica, acrecentada por los voraces incendios en la capital en 1737, 1756 y 1781. Esta situación permaneció, prácticamente sin mayores alteraciones, hasta el primer decenio del siglo decimonono.

En el ámbito internacional, las últimas décadas del siglo XVIII marcan la apertura de la desintegración de los imperios coloniales en el Nuevo Mundo, cuando éstos tratan de establecer un nuevo equilibrio de poder en las Américas. La rivalidad entre las potencias europeas emergió con denodado vigor durante la Guerra de los siete años (1756-1763), ya que en esa contienda el objetivo primordial de los ingleses fue el de salvaguardar sus dominios en Norteamérica y apoderarse del Canadá, satélite de Francia, mientras que las Antillas se convirtieron en el blanco directo de un saqueo sistemático. Por la paz de París, que puso fin a las hostilidades, España perdió la Florida y recuperó a la estratégica isla de Cuba, aceptó a regañadientes la presencia de los ingleses cortadores de palo de tinte en Belice y obtuvo la Louisiana de Francia. A su vez, la Gran Bretaña se consolidó como la potencia ultramarina por excelencia, posición que la llevó a un enfrentamiento insoslayable con España y Francia por los intereses geopolíticos en el norte del continente americano.

Aunque desde la tercera década del siglo dieciocho, España tuvo que sofocar movimientos subversivos como fueron los protagonizados por los comuneros del Paraguay y la rebelión de Juan Francisco León contra la Compañía Guipuzcoana de Caracas, (1750), con los nuevos compromisos que adquirió, paulatinamente se fue debilitando su hegemonía en el continente americano. Además, hubo de sostener un equilibrio bamboleante del poder encarando nuevos brotes de disconformidad, entre los que cabe destacar el de Jacinto Canes, en Yucatán (1763), José Gabriel Condorcanqui (Tupac Amaru), en el Perú (1780) y el de los Comuneros del Socorro, en la Nueva Granada (1781). Si bien tales movimientos levantiscos no cristalizaron, sentaron precedentes y personificaron ejemplos que los criollos del resto del Nuevo Mundo no olvidarían, y más aún, imitarían algunas décadas más tarde durante el proceso emancipador. Cabe añadir que las reformas ultramarinas de los Borbones, en particular de Carlos III, como fueron entre otras: la supresión del sistema de puerto único en la metrópoli; el permiso para el comercio intercolonial americano en 1774; la promulgación de la pragmática de libre comercio en 1778, y la creación del régimen de intendencias, en realidad no llegaron a echar raíces en el Istmo de Panamá, o bien se hicieron sentir leve, parcial y tardíamente, si exceptuamos la expulsión de los jesuitas en 1767 y la instauración de milicias coloniales. Tal estado de cosas le darán a Panamá una posición muy particular en el cuadro económico, político y administrativo de la maquinaria gubernamental, máxime cuando pasó a depender directamente del lejano virreinato de Santa Fe de Bogotá.

Con este telón de fondo, al mismo tiempo que Panamá se sumía en una declinante asfixia económica, la clase comercial aglutinada en el cabildo citadino luchaba a brazo partido por sacarlo del marasmo. Aunque sus incesantes peticiones de la metrópoli en aras del libre cambio casi en todo momento cayeron en el vacío, esta contingencia obligó a los criollos de las ciudades terminales (Panamá y Portobelo) a desarrollar un espíritu de cohesión social, político, económico y cultural. Esto, a la vez, le sirvió para sobrevivir en la penuria, merced a su habilidad para infiltrarse en el engranaje administrativo, civil y militar, actitud que apuntalaron astutamente con las actividades del contrabando.[1]

Junto al colapso del antiguo régimen, presentamos los conflictos de adhesión versus patriotismo suscitados en las ciudades del Nuevo Mundo, a fin de encuadrar la sumisión del Istmo a la corona hasta la tardía fecha de 1821. Se resalta el papel de los criollos citadinos que exigían recompensas por su fidelidad a través de franquicias comerciales, además de privilegios personales. Tal oportunismo cobró auge con el establecimiento del virreinato en Panamá (1812-1813) y llevó al cabildo a un choque inevitable con la Real Audiencia, sobre todo porque para ese entonces el país resucitó en su economía y el grupo mercantil adquirió un vigor inusitado, como lo demostraron sus intentos para instaurar un tribunal de consulado en 1812 y 1817, con total autonomía con respecto a Cartagena.

Cuando tales proyectos fracasaron y a los criollos istmeños se les exigieron cuotas de sacrificio económico que consideraron demasiado altas para sus mermados intereses, el 28 de noviembre de 1821 optaron por romper los lazos que los unían con la metrópoli. En esta investigación nos fundamentamos en las fuentes documentales que reposan en el Archivo General de Indias en Sevilla y en el Archivo Nacional de Panamá, así como también en una bibliografía básica complementaria.

El cabildo citadino en busca de reivindicaciones económicas a finales de la segunda mitad del siglo XVIII

La proliferación de directrices modernas y diversas propugnadas por Carlos III, a fin de estrechar los lejanos vínculos económicos y políticos entre el imperio español y sus colonias americanas, muy poco o nada se hicieron sentir en el Istmo de Panamá. Desde la segunda mitad del siglo XVIII, esta porción del nuevo continente pasó a ocupar un segundo plano en los objetivos reformistas borbónicos, tanto más cuanto que se extinguió el sistema de Ferias y Galeones en Portobelo en 1749, y se suprimió el tribunal de la Real Audiencia de Panamá por Real Cédula de 20 de junio de 1751. Así, al desdén de carácter externo en relación al Istmo, se sumó la decadencia económica del territorio, el cual subsistió con una explotación del agro en baja escala y por los “situados” procedentes de las cajas reales del Perú y Santa Fe.

Paralelo al decaimiento económico en Panamá se efectuó un ascenso demográfico, que alcanzó su clima en el cuarto decenio del siglo XIX; en particular por el proceso de aculturación de los grupos indígenas y la llegada de contingentes militares, los cuales a la larga fijaron su residencia en el Istmo. Esto originó una marcada primacía de la tasa de natalidad sobre la de mortalidad, y la adopción de nuevos patrones de comportamiento económico y social de la clase explotadora del agro.[2]Así mismo, reapareció el comercio ilícito, en especial durante los años de guerra, cuando se hacían escasas las mercaderías provenientes de la Península, a la par que la moneda se devaluaba constantemente.

En este ambiente surgió y se consolidó un nuevo grupo de criollos, consciente de su papel como minoría rectora de una mayoría anónima y sumisa, y con una mentalidad definida social, política y económicamente, la cual llevaría el peso de las pretensiones del país, aunque al mismo tiempo continuó aumentando la población libre de color.[3]Entre tanto, el tráfico negrero prosiguió con altibajos hasta su virtual ocaso en las postrimerías del XVIII.[4]

Si en gran parte de Hispanoamérica la ordenanza del libre comercio de 1778 no pudo entrar con todo su vigor por los avatares de la guerra de emancipación de las trece colonias americanas (1776-1783), en la que Francia y España participaron activamente, en el Istmo de Panamá tal situación se hizo sentir con suma intensidad. Esto explica por qué en noviembre de 1785, el cabildo capitalino solicitó al virrey de Santa Fe, que le permitiera franquear la internación de negros sobrantes, bajo condiciones especiales, de acuerdo a la real disposición de 6 de marzo del mismo año.

Indicaban los síndicos que tal medida serviría “…para aliviar esta escaseada Provincia y animar a sus vecinos al cultivo de sus tierras incultas por carencia de trabajadores”. Aunque tal petición se hizo efectiva, los criollos citadinos no se conformaron con ella, porque evidentemente la simple introducción de mano de obra esclava no era ni podía ser la solución para sacar al Istmo del estancamiento económico. Por ello, en agosto de 1787, el ayuntamiento de Panamá elevó al rey un pliego de peticiones donde detallaba el precario estado del país, atribuyéndolo a la carestía del comercio y la agricultura al carecerse de operarios, a los sucesivos incendios de la capital y a la falta de intercambio mercantil directo con la metrópoli, ya que para esto se dependía de Cartagena y de Lima. A todo lo anterior se aunaba la desidia en la pesca de perlas y carey, y la paralización en el trabajo de las minas.

En consecuencia, el cabildo proponía, como remedio a tales males, las siguientes disposiciones: libertad absoluta para introducir negros de cualquier colonia extranjera por espacio de diez años, y que si tales esclavos se importaban de la isla de Santo Domingo, fueran en número de mil quinientos a dos mil, a precios cómodos por dos años o por créditos; auxilio de fondos para la construcción de caminos a fin de adquirir los productos de las provincias del Norte y otro “firme y sólido de competente anchura” desde Panamá saliendo al Chagres por Gorgona; estableciendo en este punto una aduana en Cruces, destinándose para ello el producto de alcabalas por diez años; fundación de dos, tres o más poblaciones en las “márgenes o parajes más saludables” del río Chagres, para el consumo interno y exportación al Perú; renovación de la merced de los Cuatro Títulos de Castilla, concedidos en 1739, declarándolos libres de los derechos de lanzas y media anata, para con el producto de su venta recaudar un fondo que se emplearía en la reedificación de las casas destruidas por los incendios; franqueo de las mercaderías provenientes de Cartagena, pagando dos por ciento por los productos extranjeros y libre entrada para los nacionales.

Como complemento de lo anterior, los capitulares propugnaban por una auténtica autonomía económica, al solicitar que se le remitiera por la Real Hacienda de cincuenta a cien mil pesos en moneda de plata de cordoncillo, acuñada con algún sello particular para la Provincia “…dándole más valor extrínseco que el que en sí tuviere… y se reparta entre los vecinos aplicados al cultivo de los frutos, y demás industrias para fomentar el comercio y facilitar la agricultura”.[5]

Indudablemente este documento revela, con claridad meridiana, que la clase comercial de las zonas terminales sabía a que atenerse ante el compás abierto por la política borbónica en pro del libre cambio. No obstante, la amarga y aún fresca experiencia que le legó la función de tránsito (interoceánico), le hacía orientar sus miras hacía otros renglones económicos y bajo otras condiciones. Es por eso que busca independencia de criterios con respecto a Cartagena, prescinde del virrey de Santa Fe y se dirige directamente al rey. Piensa en fomentar la agricultura con suficiente mano de obra e instrumentos más adecuados, a través de una política de poblamiento y la apertura de caminos, planes típicos de la Ilustración; todo lo cual no implicaba el abandono de la explotación de otras actividades económicas.

A ello contribuiría el establecimiento de una autonomía monetaria que la salvaguardara de las fluctuaciones originadas por las conmociones bélicas. Sin embargo, hubiera sido un caso verdaderamente excepcional que la corona consintiera en las solicitudes que los síndicos de Panamá proclamaban a «viva voce». El Consejo de Indias retardó su respuesta hasta 1794, otorgando el permiso para el tráfico negrero por una década y con tal finalidad se habría de habilitar al puerto de Portobelo como punto de concentración, exonerando a los capitulares de los derechos de introducción, ventas y reventas.

A su vez, esta libertad de importación, se hizo extensiva a las maquinarias, herramientas y demás utensilios destinados a las labores agrícolas, minería y pesca de perlas. Aceptó la idea de construir un camino de Panamá hasta Gorgona, pero con la salvedad de que no existían fondos para tal proyecto. Denegó el establecimiento de poblados en las riberas del Chagres, aunque le dio carta blanca al virrey de Santa Fe para que tratara de lograrlo por iniciativa particular y, como era de esperar, negó enfáticamente la acuñación de una moneda distintiva para el Istmo.[6]

Sabido es que para finales del siglo XVIII la compra-venta de esclavos declinó notablemente en Panamá, en particular, y aún en toda la Nueva Granada y en general en Hispanoamérica, razón por la cual no resulta aventurado sostener que los logros obtenidos por el cabildo en 1794, fueron bien parcos por cierto. A pesar de ello, éste no jugó su última carta, porque la instauración del consulado de Cartagena, en junio de 1795, del que dependería directamente el Istmo de Panamá y al que pagaría crecidos impuestos, fue el acicate para que prosiguiera con nuevos bríos en la búsqueda del libre comercio, particularmente porque para ese entonces la decadencia económica era paralizante y era muy acentuado el desbalance entre las exportaciones e importaciones.[7]

Para finales del siglo la libertad de comercio se convirtió en una obsesión para los istmeños y no habrían de abandonar este ideal en el decurso de varias décadas; se constituyó en una línea de fuerza que aumentó paulatinamente en el criollo de las ciudades terminales, y desembocó con toda su fuerza en el segundo decenio del siglo XIX. Como veremos, fue el postulado básico de la independencia panameña y el anhelo permanente de un grupo que sujeto a continuas frustraciones no se dio por vencido, aún cuando los principios que pregonaba caían en el vacío y, lo que era peor, pecaban de obsoletos.

Las constantes peticiones del cabildo y otros comerciantes del Istmo para que la corona otorgara a Portobelo y Chagres la condición de puerto menores y de comercio libre, encontraron una respuesta parcial cuando España, que seguía unida a Francia, entró en guerra con Inglaterra en 1796, y al no poder suplir a sus siempre insaciables mercados hispanoamericanos, decidió por real orden de 18 de noviembre de 1797, abrir sus colonias al comercio neutral. Esta decisión, como atinadamente indica J. H. Parry “fue el primer paso claro hacia la independencia” de las posesiones españolas de ultramar desde el ángulo económico,[8]porque desarrolló un amplio comercio en el que los Estados Unidos fueron el principal beneficiario[9]y propició la extracción de metálico de las colonias hispanoamericanas, a más del contrabando, practicado con los puertos libres de Jamaica, Curazao y Trinidad. De allí que la corona española, por otra real orden de 20 de abril de 1799, optó por revocar la anterior; pero tal medida fue una reacción tardía, pues ya estaba abierto una brecha que España jamás pudo detener. Por el contrario, los sucesos posteriores contribuyeron a hacer mucho más profunda la grieta.

Para el Istmo, la real orden de 1797 fue tan sólo un respiro fugaz, si acaso experimentó con ella un mínimo de bienestar, y dos años después el virrey de Santa Fe le comunicaba al gobernador de Panamá, la prohibición para el comercio con naciones amigas o neutrales. A pesar de esta serie de reveses, el criollo istmeño logró mantenerse a flote o al menos subsistir precariamente, y lo pudo hacer a través de tres canales que explotaría hasta el instante mismo de la separación con la metrópoli, a saber: participación creciente en el ramo burocrático; ingreso en la esfera militar, y el desarrollo de un activo contrabando.[10]Con los dos primeros escaló en su estatus social, además ganó experiencia y don de mando, lo que le permitió asumir las riendas del poder e imponerse en la toma de decisiones sobre el resto de la sociedad, una vez consolidada la independencia. Mediante el último, descubrió una puerta de salida para su insatisfecho espíritu mercantil y una puerta de entrada para las ideas foráneas que engrosaron su acerbo ideológico y exacerbaron su ánimo levantisco.

El ocaso del antiguo régimen.

Es bien conocido que al irrumpir el siglo XIX, el que antes fuera poderoso imperio español, se tambaleaba bajo los efectos de una aguda crisis económica-fiscal y una maquinaria administrativa tan pesada como ineficaz. Contribuían a oscurecer más aún este panorama sombrío, las disensiones internas y las permanentes tensiones internacionales, producto de enconadas rivalidades con otras monarquías en plena pujanza. En verdad, pese a los denodados esfuerzos de Carlos III, España no logró alcanzar el nivel económico-industrial de Gran Bretaña y no hubo otra oportunidad para intentarlo, puesto que su sucesor, Carlos IV (1788-1808), demostró un marcado desinterés por el manejo de los asuntos del Estado, y no siempre procedió con la destreza y eficacia que requerían los tiempos nuevos y complejos.

La sempiterna alianza con Francia, a fin de hacerle contrapeso a la poderosa Albión, solamente contribuyó a mermar su prestigio con la humillante derrota de Trafalgar en 1804, aunque en realidad, para ese entonces, las opiniones y actos del agotado imperio hispánico poco o nada pesaban en la balanza de poder del Viejo Mundo. Con todo, los dominios de ultramar a estas alturas aún se mantenían leales a los dictados de su distante y poco atento rey y, contrario a lo que podía esperarse, no constituían el prototipo de la miseria, el desorden o la inestabilidad, al menos para sus clases dominantes.

Por supuesto, a lo anterior se puede agregar que en las colonias existían profundos y quizás insalvables motivos de descontento hacia la metrópoli. Uno de los más relevantes y tal vez mayormente significativo fue el creciente repudio de los criollos hacia los peninsulares, los cuales monopolizaban los altos cargo burocráticos, los desplazaban del comercio y otras actividades lucrativas y, lo que era peor, se enriquecían a su costa. A estos malestares se sumaban el pago de numerosos impuestos y contribuciones, el alza continuada de los productos importados, las prohibiciones para el incremento de industrias nativas, una tenaz persecución al comercio ilícito, relajamiento en las costumbres, etc. Además, los criollos comenzaron a escuchar los ecos de las revoluciones norteamericana y francesa con sus atractivas reivindicaciones burguesas, y algunos como los precursores Antonio Nariño, Francisco de Miranda y Toussaint L’ Ouverture, las asimilaron con entusiasmo, aunque fracasaron al intentar materializarlas.[11]Empero, en términos generales, puede sostenerse que al principio del decimonono ya estaban dadas en Hispanoamérica las condiciones internas y externas para romper el “Pacto Colonial” de tres siglos; sólo faltaba el momento preciso para su acción explosiva y éste, irónicamente, lo facilitaron los sucesos acaecidos en la propia Metrópoli.

Se ha dicho, con razón, que cuando en 1808 Napoleón Bonaparte invadió la Península Ibérica y al sacar partido de las rencillas palaciegas de Carlos IV y su hijo Fernando VII “El Deseado”, obligándoles a una humillante abdicación en Bayona a favor de su hermano José Bonapate, sacudió desde sus cimientos el árbol de la libertad de las posesiones de ultramar. En efecto, si en la metrópoli la reacción osciló desde una aceptación sumisa, la proclama de “Juntas Revolucionarias” de notables, hasta la guerra de guerrillas, no fue menor en el Nuevo Mundo la confusión creada ante el dilema de continuar leales a Fernando VII, seguir a pie juntillas los dictados de las Cortes y aceptar o rechazar de plano al usurpador francés.

Por consiguiente, no fue extraño que de 1810 a 1824 – del Grito de Dolores a la Batalla de Ayacucho – el movimiento emancipador se deslizó gradualmente desde una extraña mezcla de lealtad y tradición, a una abierta lucha separatista. Con este cambiante telón de fondo, el Istmo de Panamá proclamó su independencia incruentamente en una fecha tan avanzada como 1821, cuando ya lo había hecho tras largo batallar México, las Provincias Unidas del Río de la Plata, la Nueva Granada y Venezuela, y estaban en ebullición las otras colonias. Veremos cuáles fueron las razones para retardar tal movimiento en el territorio panameño y por qué los istmeños, cuando toda Hispanoamérica se exaltaba en proclamas y actos liberacionistas, por espacio de una década continuaron fieles a la metrópoli


Ciudades patriotas versus ciudades leales.

Partamos de algunas premisas ya ampliamente aclaradas por los americanistas, cuales son: que el movimiento independentista se sincronizó cronológicamente, se gestó en las ciudades y que los criollos ingresaron al tumulto de la revolución carentes de criterios afines y con una concepción política inmadura, lo que explica por qué predominaron los intereses particulares y las banderías locales, características éstas que, sin duda, se acrecentaron con la dispersión geográfica y los obstáculos naturales. En realidad, eran remanentes de una herencia colonial que el gobierno peninsular fomentó con habilidad a fin de ejercer su hegemonía sin cortapisas. Como bien apunta J. H. Parry “…cada virreinato era un reino separado, cada Capitanía General trataba directamente con la Corona, los gobiernos provinciales tenían poco contacto entre sí, muchas veces recelaban uno del otro…”.[12]Lo anterior aclara por qué, desde muy temprano, las ciudades de las Indias se enrolaron indistintamente en los bandos contendientes y combatieron ferozmente entre sí. De esta forma, en el virreinato del Río de la Plata, la patriota Buenos Aires tendría que chocar con Montevideo y el Alto Perú, mientras que en la Nueva Granada, Bogotá sometería a la sublevada Quito; Cartagena, que se proclamó independiente en 1811, con el apoyo de las autoridades de Jamaica[13]lucharía abiertamente contra Santa Marta y Río Hacha, en tanto que Mérida y Coto, sumadas a la causa levantisca, se enfrentarían a Puerto Cabello y Maracaibo. En este caos de subversión contra la lealtad no sólo se desarrollaron las acciones bélicas, sino también sería preponderante y decisivo el papel desempeñado por las juntas de notables y los cabildos. En tal panorama resultan esclarecedores los casos de Santa Marta y Panamá.

La provincia de Santa Marta, de cara al Atlántico y encajonada entre Cartagena y Río Hacha, sostuvo una posición tan comprometedora como difícil, al estar asediada por sus vecinos abiertamente antimonárquicos, y a pesar del lastimoso estado de sus arcas, el virtual abandono de las actividades del comercio y del agro, las continuas incursiones punitivas de sus adversarios, los altibajos militares y los desaciertos de sus gobernantes, el cabildo samario demostró una fidelidad inquebrantable hacia Fernando VII, razón por la cual la corona la reconoció como “muy noble y muy leal”. Su adhesión a la autoridad regia alcanzó hasta la avanzada fecha del 10 de noviembre de 1820, cuando cayó definitivamente en poder de las fuerzas patriotas, no sin antes oponer una tenaz y encarnizada resistencia.[14]

Sin duda alguna, las trayectorias de lealtad de Santa Marta y Panamá, guardan no pocas similitudes y reflejan la conducta de algunos criollos para los que por largo tiempo la independencia no representó la solución de sus problemas e inquietudes. Pero volvamos la vista al caso de Panamá.

Todo indica que el primer lustro del siglo XIX, la Comandancia General del Istmo de Panamá, con sus provincias de Portobelo, Veraguas y el Darién, y los partidos de Natá y Alanje, continuaba sumida en el letargo económico de siete décadas del que gradualmente despertó, merced a la apertura de las transacciones mercantiles con las naciones neutrales. Por ello, en 1800, Juan Domingo de Iturralde, solicitó licencia al virrey de Santa Fe para importar mercaderías por la cantidad de doscientos mil pesos desde los puertos de los Estados Unidos o de otros países no beligerantes.

En tanto que el futuro prócer Mariano Arosemena sostenía: “…en 1802 hallábase el país empobrecido, arruinado, le faltaban los elementos de la vida social, el comercio y las industrias, subsistiendo, solamente, una agricultura de productos de consumo doméstico, como arroz, maíz, raíces, legumbres y plátanos. La ganadería se había abatido por falta de provisión a los viajeros que habían abandonado el Istmo desde que faltaron los negocios comerciales”[15]. Sin embargo, en 1808, se inició un despegue económico, gracias a las nuevas reglamentaciones puestas en práctica por el gobernador Juan Antonio de la Mata, quien permitió el libre comercio con los neutrales y otras colonias americanas,[16]

Política que recibió la aprobación real dos años tarde, al abrirse el puerto del Chagres, medida que también fomentó un escandaloso contrabando, en particular con Jamaica.

Como quiera que fuese, para ese entonces los criollos istmeños no tenían motivos de agravios hacia la metrópoli, máxime cuando su apetito económico estaba plenamente satisfecho. De allí que no vacilaran en dar testimonio de su lealtad, que no la limitaron a celebrar con regocijos los triunfos de las armas españolas ante los invasores franceses, o lanzar vítores al rey, sino también los hicieron tangibles a través de donativos, tanto en especies como en dinero contante y sonante. Así, en mayo de 1808, el gobernador Juan Antonio de la Mata envió a la Suprema Junta de Gobierno, con sede en Sevilla, un donativo que ascendió a la considerable suma de 53,982 pesos.

En el mismo participaron diversos grupos del Istmo: la oligarquía dominante aglutinada en los cabildos, los simples vecinos y aún algunos pueblos indígenas, tanto del interior como de la capital. Otro tanto ocurrió con la ciudad de Portobelo, pues en abril de 1809, el gobernador de la plaza Carlos Meyner, remitió a la Suprema Junta, 51 marcos de plata labrada y la suma de 17,580 pesos que logró recaudar del vecindario y del cabildo.[17]Más aún, en 1810 ante el avance de los movimientos revolucionarios en Quito y Santa Fe, desde Panamá se organizaron dos expediciones militares para sofocarlos. En este estado de cosas, no fue sorprendente que los cabildos de Panamá y de Santiago de Veraguas, rechazaran de plano las invitaciones de las Juntas Revolucionarias sudamericanas en busca de su adhesión.

No obstante los criollos del Istmo tenían muy presentes sus intereses económicos, aún con estos rasgos de sumisión, como se evidenció claramente cuando los diputados de Panamá ante las Cortes de Cádiz, José Joaquín Ortiz y Juan José Cabarcas, solicitaron nada menos que equivalencia política con la metrópoli, libertad de industria y agricultura, supresión de los estancos, e igualdad con los peninsulares para el desempeño de cargos públicos y otros empleos.[18]Aunque las Cortes únicamente dieron el visto bueno para el libre comercio, dadas las contingencias de la guerra éste adquirió en el Istmo gran auge, sobre todo con Paita y Lima.[19]En tanto que continuaron las “donaciones graciosas”. Así, el 22 de abril de 1811, se celebró en la capital una “Junta General de Comercio” con el propósito de acudir “…al auxilio y socorro de Popayán contra los insurgentes que la amenazan”.[20]

Con el traslado de la capital del virreinato a Panamá (1812-1813) prosiguieron con entusiasmo los gestos de lealtad del cabildo y otros comerciantes y funcionarios locales. Tales actitudes, como veremos posteriormente, iban encaminadas a halagar al virrey Benito Pérez, a fin de lograr prerrogativas económicas a mediano y largo plazo. Es así como se formó un contubernio, en el que ambas partes resultaron beneficiadas: el virrey pudo reunir considerables sumas para socorrer a Santa Marta, a la vez que emprender campañas de represalia contra Cartagena, mientras el ayuntamiento y demás burócratas consolidaron su posición en los principales cuadros administrativos, económicos y sociales del país.

No nos ha de resultar extraño encontrar un cuerpo capitular sumamente solícito en las acciones de pacificación,[21]o bien jurando la nueva Constitución de corte liberal promulgada en Cádiz en 1812. Es más, en febrero de 1813, los miembros del cabildo de Panamá, juzgaron que había llegado el momento adecuado para que el rey les reconociera su fidelidad. De esta forma, para “…perpetuar la laudable conducta de todos los habitantes de esta Provincia en medio de la llama devoradora de las revoluciones, sin que se haya prendido una sola chispa en ninguna de los puntos que forman la Gobernación y Comandancia de Panamá”, solicitaban algún timbre distintivo en su escudo de armas cuya divisa podría ser: “lealtad en grado heroico” y para los nuevos miembros del cabildo un reconocimiento personal, ya que consideraban que tales medidas servirían de estímulo a sus sucesores y aumentarían “…en todo el pueblo los sentimientos más nobles de gratitud y patriotismo de que tiene dadas y ya repetidas pruebas”.[22]

Los vehementes deseos de los criollos se vieron en parte complacidos cuando la corona “por los extraordinarios servicios que ha hecho (la ciudad) en defensa de la buena causa” expidió la real cédula de 6 de febrero de 1815, dándole el titulo de «fiel» no sólo a Panamá, sino también a Portobelo, Natá, Santiago de Alanje, Santiago de Veraguas y la Villa de los Santos, permitiendo que sus respectivos capitulares usaran un distintivo especial y forraran sus bancas de carmesí.[23]

Indudablemente las dispensas nominales no complacieron del todo a los istmeños, tanto menos cuanto que las mismas no se ajustaban a su mentalidad mercantil con corte liberal. Además de ello, ante el estado convulsionado de Hispanoamérica, a la corona no le fue posible cumplir con las sugerencias de los comerciantes de Panamá, como veremos posteriormente, pero por lo mismo la fidelidad de los istmeños se fue desmoronando. En el momento en que esta frustración se conjugó con otros factores de animadversión, los criollos no dudaron en trocar su decadente lealtad por el fervor independentista

La fugaz experiencia virreinal en Panamá.

No cabe duda que el establecimiento del virreinato y el retorno al régimen audiencial en el Istmo de Panamá, en el breve lapso del 21 de marzo de 1812 al 2 de junio de 1813, fue ante todo una salida desesperada del declinante imperio español, que pretendía con ello apagar las llamas de la revolución emancipadora entronizada en Sudamérica. De este modo, la nueva sede sirvió más como centro estratégico-militar que de eje político-administrativo.

Por real cédula de 11 de abril de 1811, el Consejo de Regencia designó como sucesor del depuesto virrey de Santa Fe, Antonio Amat y Borbón, al hasta ese entonces gobernador y capitán general de las Provincias Internas de Nueva España, Benito Pérez, quien decidió que lo prudente era trasladarse a Panamá. Así lo hizo desde la Habana acompañado de un séquito de burócratas y militares y de los nuevos miembros de la real audiencia: Manuel Martínez Mancilla y Joaquín Carrión, ambos recientemente expulsados de Santa Fe por su posición intransigente.[24]Tal decisión del virrey, que denotó desde un comienzo su carencia de visión política, produjo consecuencias funestas que, como tendremos oportunidad de reseñar, llevó a un enfrentamiento de los oidores con los capitulares, la renuncia prácticamente forzada de Benito Pérez, y la consiguiente supresión del virreinato en el corto plazo de poco más de un año.

Para entender a cabalidad la pugna suscitada entre el ayuntamiento y los oidores, es preciso recordar que ya al final de la primera década del decimonono, los criollos de las ciudades terminales habían estructurado una auténtica minoría privilegiada que detentaba el poder económico, político y social del país. Como es lógico suponer, tal círculo pensaba y actuaba a su manera, y si bien se mantenía leal a su distante rey, ello no quería decir que estaba dispuesto a tolerar intrusos y muchos menos cuando éstos, por el hecho de ser peninsulares pretendieran relegarlo a un segundo plano y, lo que era peor, subyugarlo. Esto fue precisamente lo que aconteció desde el día en que los arrogantes miembros de la Real Audiencia pusieron pies en el Istmo.

En abril de 1812, los oidores expusieron al Consejo de Regencia un cúmulo de quejas por la conducta del virrey y su manifiesta parcialidad hacia el cabildo. Argüían los magistrados que Benito Pérez había transgredido las leyes desde el momento en que entró al Istmo como capitán general y no en calidad de virrey; que haciendo caso omiso de sus observaciones, en el ceremonial de instalación de la Real Audiencia, prefirió ir acompañado del Ayuntamiento y darle a éste tratamiento preferencial. Es más, en las consultas y otros actos públicos se hizo notoria la inclinación de Benito Pérez hacia los capitulares. Sostenían los oidores que con tales actitudes se creaba un peligroso divisionismo en el pueblo, cuando lo que se debería buscar era “su respeto” y “obediencia” a las leyes. Para poner remedio a tales anomalías solicitaban una acción enérgica por parte de la corona.[25]

Para superar las fricciones entre el cabildo y la audiencia, el virrey desplegó una amplia política conciliatoria, pero el traslado a Méjico del oidor fiscal Manuel Martínez y su reemplazo por Tomás de Arechaga, acabó con la entente y agravó más aún las ya tirantes relaciones entre las fuerzas antagónicas. A los capitulares no se les escapó la nefasta reputación que aquel magistrado se había granjeado en Quito, e hicieron todo lo posible por impedir su ingreso al país y sólo desistieron de tal actitud a instancias del virrey. Bien pronto ambas autoridades habrían de lamentar el haberle cedido el paso a Arechaga, quien al ocupar la fiscalía del tribunal no se conformó con culpar a Benito Pérez ante el Consejo de Regencia de violar impunemente las leyes, sino también acusó al cabildo de nepotismo e incumplimiento de la Constitución al no abocarse a elecciones.[26]

En noviembre de 1812, la Real Audiencia levantó al virrey una extensa sumaria con testigos cuidadosamente seleccionados, entre los que figuraban clérigos, funcionarios reales y comerciantes. Un estudio detenido de las declaraciones de tales testigos revela que en el juicio tan diligentemente montado, no sólo se buscaba darle el golpe de gracia al virrey, sino también al Ayuntamiento. A ambos se los acusó de contrabandistas, violación de la leyes e intento de perpetuarse en el poder,[27]y muy poco sirvió la defensa presentada por el virrey a las autoridades peninsulares,[28]por lo que éste presentó su renuncia del cargo en diciembre de 1812, aunque continuó funcionando la Real Audiencia hasta 1816, con un solo magistrado, el cual encontró una tenaz oposición por parte del Cabildo, secundado por el gobernador Carlos Mayner. Por lo demás, las acusaciones de nepotismo a los capitulares, así como su práctica del contrabando, eran sustancialmente ciertas; tanto es así que en 1816, las autoridades metropolitanas declararon ilegales las elecciones efectuadas por los capitulares del Istmo, al encontrar que en su gran mayoría, éstos estaban vinculados por nexos de parentesco, aunque se adujo que tal irregularidad obedecía al escaso número de la población electoral.[29]Casi resulta ocioso insistir que este círculo selecto, estrechamente unido por líneas de consanguinidad y status social, fue el grupo encabezó el movimiento independentista del 28 de noviembre de 1821, y sería así mismo el llamado a ejercer la supremacía económica-política en el país bien avanzado el siglo.[30]

Desde otro ámbito, la instauración del sistema de consulados por parte del imperio español en sus posesiones de ultramar, trató de atenuar el rígido monopolio comercial, y si bien tal política se incrementó ampliamente durante la administración de los últimos Borbones y echó raíces en gran parte de Hispanoamérica, por razones obvias, tan transcendental avance no tocó al Istmo de Panamá; antes bien, éste pasó a ser dependencia directa del consulado de Cartagena, erigido por real cédula de 14 de junio de 1795; y como era de esperar, tal subordinación no se limitó a las fórmulas jurídico-administrativas, sino que implicó la retribución de crecidos impuestos de los comerciantes panameños a aquel Tribunal.[31]De esta forma, se originó un descontento que con el paso de los años se tornó en abierto antagonismo, dada la manifiesta indiferencia de Cartagena para resolver los ingentes problemas de Panamá.

Así las cosas, con la erección del virreinato en Panamá se presentó una dorada oportunidad que la clase comercial no estaba dispuesta a desperdiciar, máxime cuando para ese tiempo su consolidación económica era un hecho que invitaba a todas luces a plasmar sus anhelos de autodeterminación en un organismo que aglutinara su status dominante.

Por solicitud del virrey, el 7 de junio de 1812 Juan Ducer presentó un reglamento para la instauración de tribunal de consulado, el cual como rezaba su encabezamiento, sería “con absoluta independencia” del de Cartagena. Tal documento comprendía treinta y cuatro artículos cuidadosamente elaborados, siguiendo los cánones del Consejo de Indias y las ordenanzas de Bilbao. Sin duda, en él no sólo se reflejaba el pensamiento de Ducer, sino también la permanente aspiración de autonomía económica de los comerciantes de Panamá. Entre otras cosas, se solicitaba un juzgado privativo para resolver los asuntos contenciosos, y la creación de una Junta de Gobierno, entre cuyas atribuciones estaba la protección y fomento de la agricultura, comercio e industrias, el incremento de las pesquerías de perlas y del carey, el desarrollo de las vías de comunicación y “…cuanto parezca conducente al aumento y extensión de la navegación y de todas las ramificaciones del tráfico y cultivo”.[32]

Aunque no cristalizó esta primera tentativa de instaurar un consulado en el Istmo, el virrey dio a conocer el anteproyecto al Consejo de Regencia para que dictara las providencias adecuadas, las cuales no llegaron a ejecutarse. A pesar de esto se creó una “Junta Consular” que inició intercambios comerciales con el Perú, Méjico, Acapulco, San Blas, y las Provincias Internas de Guadalajara y Durango.[33]Pero este feliz respiro de la clase mercantil istmeña no fue de largo aliento, porque se interrumpió bruscamente con el traslado del virreinato, a lo que se agregó la supresión del libre comercio en Sudamérica en junio de 1814. Con razón, llegó a sostener el prócer Mariano Arosemena, que con tal disposición: “…el Istmo de Panamá fue el principal agraviado por cuanto su posición geográfica lo hacía el depósito de mercaderías extranjeras…” y añadió que desde ese momento “…empezó a conocer Panamá la importancia de su independencia”.[34]

Pero no debemos olvidar que a los comerciantes aún les quedaba el refugio en el contrabando, especialmente en Jamaica, que continuaron practicando intensamente dada la apatía y “cooperación” de los gobernadores de turno. Durante la administración interina de Juan Domingo Iturralde, el comercio ilícito adquirió proporciones tan alarmantes que este funcionario no vaciló en actuar con mano dura e informar pormenorizadamente a las autoridades superiores en Cartagena.[35]Como corolario, el virrey Francisco Montalvo designó una comisión especial para que estudiara tal situación «in situ», y el resultado fue el cierre del puerto de Chagres, el 7 de agosto de 1816.

Al año siguiente, el diputado de comercio de Panamá, Justo García de Paredes, elevó a la corona un segundo anteproyecto de consulado, pero tampoco esta vez nada se realizó.[36]Con ello, los sueños de autonomía de los criollos de Panamá, se echaron al olvido, pero por lo mismo, su fidelidad hacía la corona comenzó a resquebrajarse y no tardaría en buscar otros canales de satisfacción.


Ruta efervescente hacia la independencia.

Aunque durante las guerras de emancipación el Istmo de Panamá formó parte de los objetivos foráneos, éstos no lograron materializarse; tanto más cuanto este territorio pasó a ser una suerte de bastión militar realista y como hemos señalado, los panameños de las distintas capas sociales cooperaron decidida y voluntariamente para sofocar los movimientos revolucionarios aportando soldados y donativos en especies y dinero. Pese a ello, los patriotas y en particular Simón Bolívar, no perdían de vista a Panamá, como se trasluce en la célebre “Carta de Jamaica” del Libertador, escrita en septiembre de 1815, en la que además de subrayar la importancia geográfica de Panamá, advirtió que por lo mismo estaba llamada a convertirse en ¨la capital de la tierra¨ o foco de unificación del continente.[37]Ese mismo año, el comandante francés Benito Chaserieux atacó sin éxito a Portobelo, y en 1819, el general escocés Gregor McGregor tomó este puerto y organizó un “Gobierno civil” prontamente desmantelado por el gobernador Alejandro Hore.[38]

Sin duda, tales ataques despertaron paulatinamente a los panameños del letargo en que se hallaban inmersos bajo el régimen español, y no creemos aventurado afirmar que desde aquel entonces empezaron a cambiar en su pensamiento y actitud tradicionales. Por lo demás, las repetidas y ruidosas derrotas de los ejércitos realistas en las campañas de Sudamérica, así como la rebelión de Riego y Quiroga en la Península, en enero de 1820, la cual forzó a Fernando VII al retorno de la Constitución de 1812, fueron hechos que allanaron el camino para la independencia del Istmo de Panamá.

Con la llegada del virrey Juan de Sámano al Istmo, el descontento entre los criollos no se hizo esperar. Ello es explicable, en primer término, por los acontecimientos de orden externo, cuales fueron: la derrota de los realistas en Boyacá, la presurosa huída del virrey a Jamaica, el desprestigio que siempre ofrece la leyenda nefasta que rodea a los vencidos y, en fin, ya para ese entonces el dominio español en Hispanoamérica estaba en franca crisis o desmoronamiento. Una vez en Jamaica, Sámano concibió y realizó la idea de retornar a Tierra Firme para establecer por segunda vez el virreinato en Panamá, pero cuando arribó a Chagres en diciembre de 1820, se percató que la realidad distaba mucho de ser como la había concebido desde las Antillas pues el Cabildo y el gobernador Pedro Ruíz de Porras se negaron a aceptar su investidura y sólo desistieron en su actitud por la presión militar. Sámano instauró en el Istmo un auténtico régimen de terror, que obligó a los miembros del Cabildo a emigrar hacia el interior del país, y creó un resquemor en el vecindario por las continúas persecuciones a que los sometió.[39]Aunque en apariencia las cosas volvieron a la normalidad, cuando en agosto de 1821 se encargó de la Comandancia General del Istmo el mariscal de campo Juan de la Cruz Murgeón, en realidad para ese tiempo el país atravesaba una situación económica difícil y el movimiento hacia la emancipación era ya prácticamente irreversible. Si bien Murgeón era un fiel ejecutor de la Constitución, y trató de ganarse la adhesión de los istmeños permitiendo el establecimiento de una logia masónica, aceptando sociedades patrióticas y confiriendo numerosos cargos burocráticos a los criollos; al mismo tiempo, obligó a los istmeños a una contribución forzada para sostener los crecidos gastos de guerra e indudablemente tales cuotas de sacrificios del grupo de comerciantes apuraron su última dosis de lealtad hacia la corona. Además, para ese entonces los criollos difundían ampliamente las ideas libertarias, gracias a la introducción de la imprenta desde Jamaica. Por ello, cuando en octubre de 1821 Murgeón decidió emprender campaña en Quito y confió el mando al general José de Fábrega, oriundo de Panamá, los istmeños aprovecharon el momento. Se buscó y obtuvo la complicidad del general Fábrega, se recurrió al soborno de la escasa guarnición realista; la Iglesia Católica también contribuyó económicamente con el movimiento, en tanto que las sociedades patrióticas cobraron fuerza y predispusieron al pueblo para los acontecimientos que se avecinaban.[40]Así, luego de la deserción masiva de los soldados españoles, el 28 de noviembre el ayuntamiento convocó a cabildo abierto y en acto solemne, en presencia de las autoridades militares, civiles y eclesiásticas, se declararon rotos los vínculos que ataban al Istmo de Panamá con España, para de inmediato unirse voluntariamente a la República de Colombia.


NOTAS

  1. Conviene recordar el activo tráfico ilícito que a principios del Siglo XIX se llevaba a cabo entre los puertos de Santa Marta, Cartagena y Portobelo descrito por el funcionario real José Ignacio de Pombo en documentos oficiales posteriores publicados bajo el título de: Comercio y Contrabando en Cartagena de Indias, 2 de junio de 1800. Bogotá, 1986. Véase, también a Christian Laffitte Carles: La costa colombiana del Caribe (1880-1830). Colombia, 1995.
  2. El estudio demográfico más completo realizado hasta el momento en Panamá es el de Omar Jaén Suárez: La Población del Istmo de Panamá del Siglo XVI al siglo XX. Estudio sobre la Población y los modos de organización de las economías, las sociedades y espacios geográficos. Panamá, 1978. Tercera edición, 1998.
  3. Sobre el papel de los pardos en la sociedad colonial panameña, es útil el ensayo de Alfredo Castillero Calvo: Los negros y mulatos libres en la historia social panameña. Panamá, 1979 y ¨Color y movilidad social¨ en Historia General de Panamá. Vol. I, Tomo I. Comité Nacional del Centenario de la República. Panamá, 2004, páginas 285-311.
  4. Arturo Guzmán Navarro: La trata esclavista en el Istmo de Panamá durante el siglo XVIII. Panamá, 1982. También: Jaime Jaramillo Uribe: Ensayos sobre historia social. Tomo I: La sociedad neogranadina. Colombia, 1989
  5. Archivo General de Indias (en adelante A.G.I.) Sección Audiencia de Panamá. Legajo 290. Esta exposición del Consejo Municipal de Panamá de 1787, también se encuentra en la compilación documental de Bibiano Torres Ramírez, Juana Gil Bermejo García y Enriqueta Vila Vilar: Cartas de Cabildos Hispanoamericanos. Audiencia de Panamá. Sevilla, 1978, páginas 254-255.
  6. A.G.I. Panamá, 290. Es importante señalar que algunos de los integrantes del ayuntamiento de ese entonces, los encontraremos desempeñando funciones destacadas en las primeras décadas del siglo XIX. Entre ellos, cabe mencionar a Juan Ducer, Miguel Bermúdez y Pablo Joseph de Arosemena. El primero redactaría un proyecto de Consulado o de Tribunal de Comercio para el Istmo en 1812; el segundo sería miembro de cabildos posteriores, y el último fue el padre de los futuros próceres Mariano, Gaspar y Blas Arosemena. Esto confirma más aún una línea de fuerza de los criollos citadinos, que arrancó desde las postrimerías del siglo XVIII y se mantuvo «mutatis mutandis» hasta el movimiento independentista y las primeras décadas de unión a Colombia. Sus intentos fallidos ante la corona, contribuyeron a consolidar su estatus dominante, antes que desmoralizarlo.
  7. Juan Franco: Breve noticia o apuntes de los usos y costumbres de los habitantes del Istmo de Panamá y sus producciones. Panamá, 1978. Este interesante trabajo fue elaborado en 1792. Su autor, un eclesiástico, lo preparó con motivo del arribo a las costas panameñas de la expedición Malaspina. Presenta un cuadro ameno y no exento del rigor científico no sólo de la zona de tránsito, sino también del interior del país y de los grupos indígenas marginados del Darién. Otro documento de la época: “Noticias relativas a la Provincia y Ciudad de Panamá” en Colección de Documentos Inéditos sobre la Geografía y la Historia, de Colombia, confirma las precarias condiciones económicas del Istmo a finales del XVIII.
  8. J.H. Parry: El Imperio Español de Ultramar. 1970, página 322.
  9. Arthur Preston Whitaker: Estados Unidos y la Independencia de América Latina.(1808-1830), 1964, página 19.
  10. En los tres últimos decenios del siglo XVIII, el comercio ilícito cobró un auge inusitado. Varios factores se mancomunaron para ello, a saber: desmoronamiento en la rigidez administrativa del Istmo; el cargo de gobernador perdió interés por excesivos impuestos que este funcionario tenía que pagarles a la Real Hacienda y la supresión de sus ingresos por las firmas y licencias marítimas, situación que evidentemente fomentó la venalidad y fue campo propicio para el soborno. A esto se sumaron las condiciones internacionales creadas por las constantes guerras (escasez y alza de los productos metropolitanos, devaluación monetaria, etc.) y la creación del sistema de puertos libres en el Caribe por parte de Inglaterra y Holanda, los cuales se constituyeron en centros para un activo contrabando, y no hay que olvidar el deseo vehemente de los criollos por romper el cerco creado por el rígido monopolio de la Corona.
  11. La bibliografía sobre el particular es amplia y resulta ocioso dar razón de la misma, por lo que nos limitamos a señalar sólo algunos estudios: Mariano Picón Salas, De la Conquista a la Independencia: Pensamiento de la Ilustración, economía y sociedad iberoamericana en el siglo XVIII; México, 1975. Annino, Luis Castro Leiva y Francois – Xavier Guerra: De los imperios a las naciones: Iberoamérica. Zaragoza, 1994; John Lunch: Las revoluciones Hispanoamericanas, 1808-1826. Barcelona, 2001; Robert Harvey: Los libertadores. La lucha por la independencia de América Latina (1810-1830), México, 2002; Marcos Palacios (Coordinador): Las independencias hispanoamericanas Interpretaciones 200 años después. Bogotá, 2009. Pensamiento político de la Emancipación (1790-1825); Venezuela, 1977. Mario Rodríguez: La Revolución Americana de 1776 y el Mundo Hispánico. Ensayos y Documentos; Madrid, 1976. Cecil Jane: Libertad y Despotismo en América Hispana, Buenos Aires, 1949; Rafael Rojas: Las Repúblicas de Aire. Utopía y desencanto en la revolución de Hispanoamérica. Taurus Historia. México, noviembre de 2009; Mario Jaramillo, Javier, Ocampo López, Gustavo Adolfo Quesada, Carlos José Reyes, Clement Thibaud y José Fernando Campo: 1810, antecedentes, desarrollo y consecuencias. Taurus Historia, Bogotá, Colombia, 2010; Manuel Lucena Giraldo: Naciones rebeldes. Las revoluciones de independencia latinoamericanas. Taurus Historia, Madrid, España, 2010.
  12. J.H. Parry. Ob. Cit., página 325.
  13. Gustavo Bell Lemus: Cartagena de Indias: de la Colonia a la República. Santa Fe de Bogotá, 1991, páginas 28-30.
  14. Para ahondar en la materia puede consultarse la monografía de Ernesto Restrepo Tirado: Historia de la Provincia de Santa Marta. Colombia, 1975.
  15. Mariano Arosemena: Apuntamientos Históricos (1801-1840), Panamá, 1949, página 10.
  16. “Juan Antonio de la Mata, gobernador de Panamá, comunica su sugerencia al Virrey de la apertura del comercio con las colonias americanas para subvenir la dificultad del erario. Año de 1812”. Archivo Nacional de Panamá. Aduanas, tomo 22, folio 54-73.
  17. A.G.I. Panamá, 117.
  18. De acuerdo con Mariano Arosemena, cuando el Cabildo citadino celebró su sesión para elegir su representante a las Cortes de Cádiz, se propusieron alrededor de catorce panameños, los cuales se destacaban en las carreras de jurisprudencia y en el ramo militar. Ob. Cit., página 344.
  19. Mariano Arosemena, Ibid., página 47.
  20. “El Comandante General de Panamá tiene el honor de manifestar a V. A. que habiendo pedido el Gobernador de Popayán auxilios para defenderse de las invasiones que le preparan los insurgentes comarcanos, le ha contribuido lo que ha podido por cuenta del Rey lo mismo que ha verificado en calidad de gracioso donativo a S. M. algunos de este Excmo. Ayuntamiento y otros del comercio, todo lo que consta por menor del documento que acompaña”. A.G.I., Panamá, 117.
  21. Héctor Conte Bermúdez, “Los virreyes en Panamá. Don Benito Pérez”. Revista Lotería, No.71, Vol. VI, II época, octubre de 1961, páginas 56-57.
  22. “Los regidores del Ayuntamiento constitucional de Panamá solicitan a V. A. un distintivo para el escudo de las armas del cuerpo y en particular para los primeros que lo han compuesto”. A.G.I. Panamá 117.
  23. A.N.P. Reales Cédulas, Tomo 41, Folio 4.
  24. Sobre este tema es de útil consulta José Manuel Restrepo: Historia de la Revolución de Colombia en la América Meridional. Biblioteca Popular de Cultura Colombiana. Bogotá, 1942, 6 vols. Igualmente véase a Indalecio Lievano Aguirre: Los grandes conflictos sociales y económicos de nuestra historia. Ediciones Tercer Mundo, Bogotá, 1978, 2 vols.
  25. “La Real Audiencia de Santa Fe informa a V.A. con documentos de su restablecimiento y de haber jurado y posesionándose de Benito Pérez, Virrey y de Manuel García Oidor electo para este Reino, y la conducta observada por aquel antes de su entrada en Panamá, en ella y después transgrediendo las leyes y desautorizando a los Ministros para complacer al Cabildo Secular”. A.G.I. Panamá, 117.
  26. Es preciso reconocer que el cabildo tenía razón al rechazar a Arechaga, porque estos síndicos sabían que dicho magistrado, junto con el capitán general Pedro Ruíz de Castilla, crearon una ola de terror en Quito, luego del conato revolucionario de 1810. Sobre este tema es de provecho la consulta de José Manuel Restrepo. Ob. Cit. y Demetrio Ramos Pérez. Entre el Plata y Bogotá, cuatro claves de la emancipación ecuatoriana. Ediciones Cultura Hispánica. Madrid, 1978.
  27. “La audiencia de Santa Fe residente en Panamá informa a V. A. con la correspondiente justificación acerca de la incapacidad y conducta del Virrey D. Benito Pérez, A.G.I., Panamá, 117.
  28. El Virrey del Nuevo Reyno de Granada informa a V. A., con documentos que lo acreditan sobre los procedimientos de esta Real Audiencia y su Oidor Fiscal relativas al modo indebido con que en sus providencias no sólo han tratado al Ayuntamiento y Alcaldes Ordinarios de esta capital, sino también al estilo indecoroso con que el mismo Oidor lo ha hecho a su autoridad, pidiendo por tanto a V. A. se digne dictar sobre estos particulares la providencia que juzgue más conveniente. “Año de 1812. A.G.I., Panamá, 117.
  29. Cí. Omar Jaén Suárez; Ob. Cit., página 527.
  30. Un estudio minucioso del ascenso de esta clase predominante, así como de su mentalidad, tendencias, actitudes y sentido de cohesión sociopolítica y económica se encuentra en el excelente trabajo de Alfredo Figueroa Navarro: Dominio y sociedad en el Panamá colombiano (1821-1903). (Escrutinio sociológico). Panamá, 1978.
  31. Estos impuestos consistían en el medio por ciento sobre el tráfico comercial y el de San Lázaro que consistía en el pago de un peso por cada barril de aguardiente que viniera de Cartagena a los puertos del Chagres y Portobelo. Este gravamen, en Portobelo, desde 1802, empezó a cobrarse sobre el cacao. A ellos se sumó en 1804 el impuesto de avería.
  32. A.G.I., Panamá, 363.
  33. Véase a Jaime Olveda: El comercio entre Guadalajara y Panamá, México, 2003.
  34. Mariano Arosemena: Independencia del Istmo, Panamá, 1959, página 3.
  35. “Expediente sobre medidas tomadas por el Señor Comandante General de Panamá a fin de que el comercio con las colonias amigas que se hace por el puerto de Chagres produzca al erario lo que legítimamente le pertenece”. Año de 1815. A.N.P. Comercio. Tomo Único. Folio 204. Por lo demás, los comerciantes de Cartagena, al igual que los de Portobelo y otros puertos del Caribe, continental e insular, participaban de un activo tráfico ilícito con toda suerte de mercancías y negros esclavos con los mercaderes judíos radicados en Jamaica y Curazao en el que participaban ingleses, holandeses, franceses, daneses y contrabandistas de otras nacionalidades. Sobre este tema la bibliografía es abundante. Véase, entre otros, para el área del Caribe a Gregorio de Robles: América a fines del siglo XVII. Noticias de los lugares de Contrabando. Casa-Museo de Colón. Seminario americanista de la Universidad de Valladolid. Valladolid, 1980; Celestino Andrés Araúz Monfante: El contrabando holandés en el Caribe durante la primera mitad del siglo XVIII. Academia Nacional de Historia Caracas, 1984. 2vols.; Héctor Feliciano Ramos: El Contrabando inglés en el Caribe y el Golfo de México (1748-1778). Diputación Provincial de Sevilla, Sevilla, 1990; Troy S. Floyd: La Mosquitia. Un conflicto de Imperios. Traducción de Gypsy J. Silverthorne Turcios: Centro Editorial S. de R. L. San Pedro Sula, Honduras 1990; Ramón Aizpurùa: Curazao y la Costa de Caracas. Introducción al estudio del contrabando en la Provincia de Venezuela en los tiempos de la Compañía Guipuzcoana 1730-1780. Academia Nacional de Historia, Caracas, 1993; Juan Carlos Solórzano: “El Comercio de Costa Rica durante el declive del comercio español y el Desarrollo del Contrabando inglés: período 1690-1750”. Anuario de Estudios Centroamericanos. Instituto de Investigaciones Sociales. Editorial de la Universidad de Costa Rica. Vol.20 (2), 1994, páginas 71-119; Adolfo Meisel Roca: “¿Situado o Contrabando? La base económica de Cartagena de Indias a fines del Siglo de las Luces”. Cuadernos de Historia Económica, y Empresarial No.11, Banco de la República. Cartagena, 2003; Wim Klooster. Illicit Riches Dutch Trade in the Caribbean, 1648-1795. K’itlv. Press Leiden, 1998 y Moriel Laurent: Contrabando en Colombia en el siglo XIX. Prácticas y Discursos de Resistencia y Reproducción. Universidad de los Andes. Facultad de Ciencias Sociales- CESO. Departamento de Historia. Bogotá. Colombia, Primera edición, abril de 2008.
  36. A.G.I., Panamá, 363.
  37. Simón Bolívar. Documentos. Selección y prólogo Manuel Galich. Casa de las Américas. Segunda Edición, La Habana, Cuba, 1975, página 58.
  38. “Informe del Gobernador de Panamá sobre la derrota de McGregor en Portobelo” en: Colección de Documentos para la Historia de Colombia. (Época de la Independencia), Tercera serie. Compilado por Sergio Elías Ortiz. Editorial ABC, Bogotá, 1966, páginas 250-253.
  39. “Representación que dirige al Rey de España Don Pedro Ruíz de Porras desde Panamá haciendo un historial de los sucesos y estado político de nueva Granada en 1821”. En José Félix Blanco: Documentos para la Historia de la Vida Pública del Libertador de Colombia, Perú y Bolivia. Imprenta de la Opinión Nacional, Caracas, 1875, Tomo VII, páginas 548-549.
  40. Ernesto Castillero Reyes: General José de Fábrega “Libertador del istmo de Panamá”, 1821, Panamá, 1978, páginas 25 ss.

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CELESTINO ANDRES ARAÚZ