Diferencia entre revisiones de «INQUISICIÓN. El Tribunal de Cartagena de Indias»

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Pero antes, en 1820, como consecuencia del levantamiento del pueblo, incitado por el general Rafael de Riego, que se difundió por todo el territorio, se había instaurado en España un nuevo régimen constitucional. Fue reconocida la constitución de Cádiz y el 9 de marzo de 1820, por iniciativa de la junta provisional que había asumido el gobierno en Madrid, Fernando VII confirmó el final del tribunal del Santo Oficio. Las causas pendientes fueron transmitidas a la jurisdicción de los obispos y los bienes de la Inquisición fueron vendidos públicamente. No solo terminaba la larga historia del tribunal de la fe en Europa, sino también en el puerto de Cartagena, en América, del Santo Oficio quedaba solo el recuerdo.
 
Pero antes, en 1820, como consecuencia del levantamiento del pueblo, incitado por el general Rafael de Riego, que se difundió por todo el territorio, se había instaurado en España un nuevo régimen constitucional. Fue reconocida la constitución de Cádiz y el 9 de marzo de 1820, por iniciativa de la junta provisional que había asumido el gobierno en Madrid, Fernando VII confirmó el final del tribunal del Santo Oficio. Las causas pendientes fueron transmitidas a la jurisdicción de los obispos y los bienes de la Inquisición fueron vendidos públicamente. No solo terminaba la larga historia del tribunal de la fe en Europa, sino también en el puerto de Cartagena, en América, del Santo Oficio quedaba solo el recuerdo.
  
FERMINA ÁLVAREZ ALONSO
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'''FERMINA ÁLVAREZ ALONSO'''
  
 
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Revisión del 18:39 1 mar 2021

Origen y asentamiento del tribunal de Cartagena de Indias

En 1570 Felipe II instituyó los tribunales del Santo Oficio en Lima y México, dotándolos de las mismas atribuciones en materia de fe que los tribunales inquisitoriales de la península. Pero apenas iniciada la actividad de la Inquisición en Lima se vio la imposibilidad de ejercer eficazmente su acción en un distrito tan dilatado como el que se le había asignado por jurisdicción. Con frecuencia, los reos y aún los simples testigos sufrían molestias y vejaciones cada vez que se veían obligados a hacer viajes de centenares de leguas para tomar sus declaraciones, muchas veces sin provecho alguno.

Ante esto se vio la necesidad de instaurar otro tribunal en el continente americano, con territorio desmembrado del de Lima. En un principio se pensó situarlo en la ciudad de Santo Domingo, por ser lugar céntrico, con puerto, y estratégico para la llegada de las flotas de la península; más tarde se eligió la ciudad de Cartagena de Indias, urbe perteneciente al distrito del Nuevo Reino de Granada, por ser lugar equidistante y de frecuentes comunicaciones con otros puertos; se pensó en poner comisarios en Santo Domingo y otros lugares del distrito.[1]

La nueva jurisdicción abarcaba, de norte a sur, las islas Antillas y los territorios comprendidos entre Panamá y Pasto, y, desde el oeste, la costa pacífica hasta la gobernación de Caracas (territorio correspondiente a las actuales repúblicas de Colombia, Panamá, Venezuela, Dominica, Cuba, Puerto Rico, Jamaica y Antillas menores).

Una de las razones que influyeron en la creación de este último tribunal americano fue la preocupación por la aparición de la herejía judaizante en el Nuevo mundo. No obstante, este territorio fuera vetado para los «cristianos nuevos»,[2]el hecho es que la unión de los reinos ibéricos en 1580 y el monopolio portugués del comercio de esclavos africanos, entre 1595 y 1640, facilitaron el traslado de judaizantes hacia el continente americano.[3]

La realidad social que caracterizaba la ciudad de Cartagena se trasluce en los procesos. Al ser un enclave estratégico para el comercio por su puerto natural, a la población de origen hispano allí asentada se sumaban los transeúntes que llegaban atraídos por las actividades portuarias y mercantiles (navegantes, soldados de presidios y galeras). La población blanca estaba compuesta por las autoridades eclesiásticas y civiles, un alto índice de mercaderes extranjeros que trabajaban como intermediarios o asentistas del tráfico de esclavos, y los que desempeñaban profesiones liberales (letrados, escribanos, médicos, depositarios etc.) relacionadas con las operaciones mercantiles que allí se realizaban.

El resto del pueblo lo formaba población mestiza, negra o mulata –que era el grupo social más numeroso–; la mayoría de ellos eran esclavos que trabajaban en la ciudad como domésticos en las casas, o como mano de obra barata en la construcción de fortificaciones. Una gran cantidad de estos esclavos atendía a la labranza de las haciendas o al trabajo de extracción en las minas cercanas. La introducción de población negra en América de forma exhaustiva se hizo a través del puerto de Cartagena para sustituir la población indígena que había sido diezmada. Ello hizo de la ciudad el único puerto habilitado en la costa del Caribe para la llegada de estos esclavos y, entonces, el más grande mercado negrero del Nuevo mundo. Desde allí, los factores o agentes de la compañía portuguesa del asiento de negros distribuían sus cargamentos humanos hacia otros puntos de la América hispana.

A este hervidero social contribuía también el hecho de que Cartagena se hubiera convertido en una plaza fuerte y bastión militar que actuaba de flanco protector para el resto del territorio americano. Se trataba de un puerto de negreros y contrabandistas donde unos 1.500 europeos cohabitaban con alrededor de 12.000 esclavos africanos a comienzos del siglo XVII. Su condición de puerto de entrada y salida del comercio de Indias –principalmente oro– había atraído la atención de corsarios y piratas que merodeaban las islas del Caribe. Estos hacían frecuentes incursiones, atacando los navíos de la flota española de Indias que llegaban cargados de productos peninsulares. No era, por lo tanto, un simple enclave político-administrativo de la Corona, como otras ciudades coloniales, ni contaba con una prestigiosa universidad, como Lima o México. El hecho de haber elegido la sede del nuevo tribunal solo por razones de tipo estratégico se vio, más tarde, ser una solución nefasta para el Santo Oficio.

Al poco de instalarse el tribunal, el inquisidor Mañozca, en carta al Consejo de la Suprema, hacía una sumaria descripción del ambiente social de la nueva sede, y denunciaba las principales lacras que justificaban la presencia de la inquisición en Cartagena que se podían resumir en supersticiones, principalmente entre la población humilde; codicia y afán de riqueza como consecuencia de la boyante actividad comercial; por último, la baja moralidad y el desenfreno pasional que llegaba hasta el incesto.[4]

Los primeros inquisidores del nuevo tribunal fueron Pedro Mathe de Salcedo, fiscal de la Inquisición de Aragón, y Juan de Mañozca, sobrino del secretario del Santo Oficio de México, los cuales publicaron el primer edicto de fe el 30 de noviembre de 1610, informando sobre las prácticas que se consideraban heréticas (Jiménez Monteserín 1980: 237).

Al primer equipo no faltaron aprietos provenientes de la normal adaptación a una cultura y mentalidad diferentes, amén de la escasez de medios materiales y económicos para llevar adelante la actividad. Con frecuencia las largas distancias y la dificultad de comunicaciones hicieron que el trabajo se retrasara en perjuicio de los reos que esperaban en las cárceles la resolución de sus causas. Estos y otros inconvenientes trataron de subsanarse con el nombramiento de un mayor número de oficiales y comisarios en las principales ciudades de su jurisdicción, y con la adquisición de mayor autonomía respecto al consejo de la Suprema en el procedimiento de algunos casos que no eran considerados excesivamente graves.

La abundante correspondencia de los primeros años con el consejo sobre estos temas generó una serie de normas y cartas acordadas que, a modo de cuerpo legislativo, fueron conformando el proceder de esta institución americana. Debido a la carencia de un ambiente cultural universitario, las dificultades para encontrar personas que quisieran ocupar cargos de familiares y oficiales fue siempre un gran obstáculo; con el tiempo, el consejo de la Suprema concedió exenciones y privilegios para incentivar la demanda, lo cual trajo consigo también no pocos abusos e irregularidades por parte de algunos ministros.

Hacia finales del siglo XVII se pensó cambiar la sede del tribunal de Cartagena de Indias. Una de las razones que indujeron a esta decisión fue la precaria situación en que se encontraban el edificio y las cárceles. Éstas eran pequeñas, con tabiques delgados, y las maderas del suelo estaban deshechas por la humedad; en conjunto, ofrecían poca seguridad, pues, los presos podían comunicarse fácilmente; la sala de la audiencia, con amplios ventanales abiertos a la plaza mayor, durante toda la jornada, para defenderse del calor, quedaba a la vista de los viandantes y vecinos y ofrecía pocas garantías de secreto; desde el exterior se podían seguir fácilmente las audiencias de los reos, pues a poco que se alzara la voz se podía escuchar todo desde fuera. Además, el lugar en que estaba situado el edificio era muy concurrido y estaba a la vista de todos cuantos entraban y salían, lo cual resultaba de poca discreción para la guarda del secreto.[5]

Por otro lado, las incursiones de corsarios en las Antillas y en la costa de Cartagena fueron una amenaza constante. Desde 1668 a 1669 se cerró el tribunal por estar la ciudad de Cartagena en armas ante el peligro de ingleses, franceses y holandeses que habían tomado Jamaica. Todas estas circunstancias movieron al inquisidor general y a su consejo a elevar una carta al rey solicitando el traslado a Santa Fe por los siguientes inconvenientes: el calor y la humedad estropeaban los papeles haciéndose ilegibles, de manera que ni los de uso diario se podían consultar; ministros y oficiales sufrían una continua intemperie, con graves achaques, de forma que se habían muerto varios en poco tiempo; se hallaban pocos letrados y juristas para consultores, abogados de presos y del fisco, así como teólogos que actuaran de calificadores; tenían gran dificultad en mantener los ministros y presos pobres, por la gran carestía que había, corta dotación y mala paga; por último, señalaban “los encuentros y competencias con los gobernadores, que por ser militares, no era fácil reducirlos a la justa y debida observancia de las leyes y concordias”.[6]

Todos estos daños, exponía el inquisidor de Cartagena, “cesarían en Santa Fe –capital de la Audiencia Real– por su buen temple, abundancia, bondad, y comodidad de alimentos, copia de sujetos por la Real Audiencia y Universidad, y poderse formar las competencias y resolver por los medios regulados [...] según la forma establecida en las demás ciudades”.[7]El traslado del visitador Medina Rico[8]a México y la interrupción del Santo Oficio por nuevos ataques de corsarios a la ciudad, impidieron por el momento llevar a cabo el proyecto.

En 1683, el inquisidor Francisco Valera envió de nuevo un memorial al rey proponiendo la cuestión del traslado, aduciendo para ello la falta de ministros y de personal preparado por tratarse de una plaza militar; las dificultades y los conflictos con las autoridades civiles y eclesiásticas, la continua tensión por las amenazas de corsarios y piratas, el retraso en el pago de los salarios y el mejor estado para los presos. El consejo de la Suprema aceptó estas razones, acogió favorablemente las sugerencias y, mediante real decreto del 26 de enero de 1688, mandó trasladar la sede del tribunal de la Inquisición de Cartagena a Santa Fe de Bogotá, autorizándose la venta de las casas para comprar la nueva sede.

Pero la orden apenas pudo llevarse a cabo por ulteriores dificultades económicas y el traslado de los dos inquisidores, dejando solo en el tribunal al joven fiscal Suárez de Figueroa, que apenas tenía experiencia. Este permaneció solo en el tribunal hasta 1694 y tres años después, en 1697, Cartagena sufrió un importante ataque de piratas franceses que saquearon la ciudad y destruyeron gran parte del edificio del Santo Oficio. La situación se agravó por completo. La pobreza de recursos, el cambio de siglo y la crisis de la monarquía hispánica impidieron que el soñado proyecto de traslado se hiciera realidad.

Inquisidores, ministros y oficiales

Por lo que se refiere a su procedencia, entre los inquisidores hubo peninsulares y criollos. Conocemos el origen de seis que habían nacido en Cartagena, Lima, México o Caracas, si bien descendían de españoles –padres o abuelos– que habían emigrado a las Indias en tiempos de la conquista. Otros habían nacido en la península, pero eran residentes en las Indias.

Las instrucciones preveían que en cada tribunal hubiera dos inquisidores, uno debía ser jurista y el otro teólogo o bien los dos juristas. No bastaba una buena formación académica si no iba acompañada por una integridad moral en su persona y mansedumbre en el trato; habían de ser buenos vasallos del rey, hombres de ciencia y de integridad moral; así, durante el siglo XVII, de los 37 inquisidores que hubo, la mayoría de ellos ya había adquirido experiencia de trabajo en anteriores funciones dentro del mismo tribunal. Se procuraba que la preparación de los inquisidores fuera buena. Las instrucciones estipulaban que fueran especialistas en derecho o teología.

En Cartagena, la mayoría de los inquisidores fueron juristas, hubo tres doctores y seis licenciados en derecho; casi todos habían sido colegiales mayores y algunos completaron su formación en la península y en las universidades indianas que seguían el curriculum académico de la universidad de Salamanca. Hubo también doctores y licenciados canonistas en universidades españolas (Salamanca, Sevilla, Granada, Sigüenza, Oviedo, Osuna). Los que carecían de titulación suplieron con largos años de experiencia en alguno de los tribunales inquisitoriales.

En total, de unos cuarenta inquisidores, aproximadamente la mitad eran titulados (dieciséis se graduaron en la península –cuatro en Salamanca y dos en Sevilla–; uno en México y otro en Lima). Además de la preparación académica, los inquisidores debían ser presbíteros, condición «sine qua non» para desempeñar el más alto cargo de inquisidor del Santo Oficio.[9]

Al igual que en los tribunales de Lima y México, los ministros de Cartagena desempeñaron diversas funciones antes de llegar a la de inquisidores. Sirvieron en otros tribunales del Santo Oficio o en puestos de la iglesia y de la administración civil. Varios de ellos también se relacionaban con la inquisición por razones de parentesco. Era frecuente hacer carrera ejerciendo inicialmente algún oficio menos reputado, como el de portero, nuncio, receptor, alguacil, notario, comisario, consultor o calificador; y aunque no se percibiese salario por ello se ofrecía la ventaja de vivir protegido por la jurisdicción inquisitorial frente al poder civil y, al mismo tiempo, se adquiría experiencia para luego optar a puestos más altos y más remunerados. Otros habían realizado encargos eclesiásticos –generalmente, los de canónigos, provisores o vicarios generales– antes de ser promovidos al rango de inquisidor.

Los principales inquisidores tuvieron una larga permanencia en el tribunal. De ellos, seis fueron fiscales titulares o actuaron como tales durante su permanencia; fue a partir de 1656, con Matías Guerra de Latrás, cuando, por el problema de las vacantes, se unificaron ambos cargos en una misma persona. Esta particularidad fue frecuente y casi constante con los inquisidores del último tercio del siglo XVII. Por ser el último erigido y el menor en jurisdicción, el tribunal de Cartagena fue lugar de paso y promoción dentro de la red del Santo Oficio.

La compleja situación que vivió el tribunal de Cartagena fue debida no tanto a las causas que en él se dieron cuanto a los ministros que por él desfilaron, a menudo envueltos en bandos y parcialidades con las autoridades de la ciudad. Pero tampoco faltaron quienes, con celo y seriedad, se entregaron al trabajo y a la causa del Santo Oficio. Así lo puso de manifiesto la visita iniciada por Martín Real (1643-45) y concluida, después, por su colega Pedro de Medina Rico; salieron a la luz algunas arbitrariedades de ciertos inquisidores y oficiales del tribunal de Cartagena.

Verdaderos o falsos, estos testimonios ponen de manifiesto, en cierto grado, la ambición y los intereses particulares que pululaban en la atmósfera de la ciudad ultramarina y la precaria situación de vida que se padecía en aquellas latitudes; estas circunstancias, alejados los ministros como estaban del control de la Suprema, originaron, muchas veces, un comportamiento «liberal», no exento de abusos, contrario a lo que estaba reglamentado. Tampoco las relaciones de inquisidores y oficiales con las autoridades eclesiásticas y civiles fueron tan ejemplares como era de esperar para mantener la paz y la concordia en la ciudad.

Junto a actitudes fruto de caracteres ambiciosos y bruscos se mezclaron cuestiones de honor. Las ceremonias y sus protocolos, además de la carestía y el alto precio que tenían los abastos en la ciudad, produjeron, unas veces, roces y enfrentamientos por la supremacía de las autoridades civiles y, otras, por el prestigio del Santo Oficio. Aunque no faltaron ministros serios y abnegados, entregados al trabajo, estas peculiaridades de la mentalidad social del tiempo en los tribunales americanos se dieron también en grado notable en la Inquisición de Cartagena.

Actividad inquisitorial

La documentación original de las causas tramitadas desapareció de los archivos del tribunal de Cartagena a causa de un incendio. A pesar de ello, las copias de las relaciones de causas enviadas a Madrid permiten saber con bastante aproximación el número de procesos realizados: 731 a lo largo del siglo XVII, de los cuales, poco más del 30% corresponden a casos de superstición y brujería, un 11% a protestantes y otro 11% a judaizantes; el resto correspondía a delitos menores (blasfemias, bigamia, proposiciones heréticas etc.).[10]

La actividad inquisitorial desarrollada por el tribunal fue boyante en las primeras décadas del siglo XVII; a partir de la segunda mitad descendió notablemente, pues, no se conocieron casos semejantes a las complicidades de judaizantes y de brujería de los años treinta –el mayor índice de la actividad inquisitorial contra los judaizantes se produjo entre los años 1636 a 1642, años de la llamada «gran complicidad» (Álvarez Alonso 2003: 282-283)–.

Siguiendo la trayectoria de la actividad procesal durante el siglo XVII se observa un período de apogeo en el primer cuarto de siglo; hasta el año 1636, por ejemplo, se registraron 260 causas, principalmente de brujas, judaizantes y penitenciados por proposiciones y blasfemias. A partir de ese año descendió notablemente y es en la década de los cincuenta cuando se dio un ascenso notable por los mismos delitos de superstición, judaizantes y proposiciones. A partir de 1660 la actividad fluctuó con tendencia al decrecimiento (Álvarez Alonso 2003: 283).

Se sabe que los presos registrados durante las visitas del período 1669-1675 no fueron numerosos; su número oscilaba entre dos y cinco en las cárceles secretas y otro tanto en las comunes, incluyendo los reos que fueron absueltos y las causas que quedaron pendientes o fueron suspensas. Es posible que esta cifra no sea exacta, ya que, con toda probabilidad, hubo algunos casos más cuya documentación no nos ha llegado, pero sí es un número muy probable, que se aproxima a la secuencia de relaciones enviadas periódicamente al consejo que se conoce. Con la frecuencia que les permitieron los viajes de los galeones a la península, los inquisidores remitieron, cada uno o dos años, relaciones detalladas de los procesos tramitados por el tribunal; en ellas indicaban los delitos, el resumen de los procesos, las sentencias aplicadas y las penas impuestas.

Este envío se hizo puntualmente hasta los años 1651-1652 en que, a causa de la peste que asoló la ciudad, se cerró el Santo Oficio. Sabemos que las remisiones continuaron hasta fin de siglo, aunque no se han conservado las relaciones comprendidas entre los años 1668 y 1674; tal vez no se enviaron por algunas causas ajenas, como los ataques de piratas que asolaron la ciudad en esas fechas, vacantes en el cargo de inquisidores, y la plaga de la polilla que estropeó gran cantidad de papeles del archivo secreto. En el año 1674, a petición del fiscal Álvaro Bernardo de Quirós, se hizo un recuento de las causas llevadas hasta esa fecha por el tribunal desde su fundación.

A pesar de la gran cantidad de cuadernos ilegibles y maltratados que había, se informó a la Suprema del recuento de los fallos: tres relajados, 75 reconciliados, 29 abjuraciones de «vehementi», 139 de «levi», 95 causas suspensas, 59 absueltos «ad cautelam», nueve dados por libres, dos absueltos «de la instancia» y 129 penitenciados sin abjurar.[11]Un total de 559 causas. La referencia de estos datos otorga cierto grado de veracidad a nuestro cómputo de 535 sentencias hasta el año 1670. No se dispone de un recuento preciso del número de causas en el siglo XVIII, aunque se estima fueron también decreciendo.

La cuantificación de los procesos nos habla de una presencia relativamente notable de judaizantes y de procesados por herejía protestante, por lo que se deduce, del resultado de los veredictos, que el número de «víctimas» no fue tan cruento como se esperaba. En comparación con otros tribunales, como México y Lima, el de Cartagena pronunció sentencias menos severas; hay varias razones para ello, una de ellas es que la religiosidad de los grupos sociales que desfilaron por él se vivió superficialmente, por lo que los inquisidores no encontraban motivos serios para su condena y en el caso de los reos protestantes la mayoría decidió seguir después la doctrina católica.

Por lo que se refiere a la presencia de judaizantes y protestantes en América, los primeros pretendían realizar libremente sus prácticas religiosas y labores comerciales, localizados ocasionalmente en los lugares y puertos principales de la costa; el grupo de protestantes, compuesto por navegantes que llegaron accidentalmente a las Indias, eran en su mayor parte marineros que ejercían el contrabando y la piratería.

Respecto a la actuación del tribunal hay algo que llama poderosamente la atención: si en un principio los inquisidores de Cartagena trataron de aplicar rigurosamente, en aquellas latitudes, las instrucciones estipuladas en la península, con la experiencia de los años las limitaciones de la distancia y del tiempo, el control de la Suprema y, sobre todo, el trato con los penitentes –en su mayoría gente ruda, ignorantes, sin gran nivel cultural, procedentes de las capas sociales más humildes– suavizaron su «modus procedendi» y actuaron con cierta flexibilidad y condescendencia a la hora de dictar las sentencias (Álvarez Alonso 1999: 288).

Al analizar los procesos se ve que la Inquisición no apresaba al reo sin testimonios suficientemente probados. Bastaba que hubiera dos, al menos, de personas graves y formales, para hacer el mandato de prisión. La mayoría de las denuncias que se dieron en el tribunal de Cartagena fueron de personas allegadas, testigos directos de las prácticas y ritos que habían visto hacer.

Así, en el caso de los judaizantes, los denunciantes eran sus mismos correligionarios que estaban presos en las cárceles inquisitoriales de Cartagena, Lima y Sevilla; las brujas y hechiceros fueron delatados por personas que habían compartido sus prácticas y remedios; los solicitantes por los propios penitentes; y los impedidores y fautores por los familiares y ministros del Santo Oficio; hubo, finalmente, otros testigos normales –los menos– que denunciaron de oídas a los reos. Sobre este punto, la Suprema advirtió con frecuencia que se informase acerca del grado de testimonio de estas personas, de qué hechos habían dado información, número de ellos, si se trataba de hombres o mujeres y de qué condición, pues, muchas veces, encubrían rencillas o envidias personales –como de hecho sucedió con un buen número de acusados por solicitación o proposiciones– y si provenían de mujeres dominadas por una pasión, indias, negras o mulatas, de baja condición social, o de personas enemigas, se les debía dar poco crédito.

Para evitar esto, los miembros del tribunal se cuidaron de que los testimonios fuesen ratificados «ad perpetuam rei memoriam» ante personas honestas –sacerdotes o seglares de buena opinión–. En América la ratificación de los denunciantes prolongó aún más los pleitos. Y como los inquisidores no podían desplazarse a sus lugares de residencia, encargaron a los comisarios locales que recogiesen sus afirmaciones ante las personas honestas que hubiere en cada lugar.

En 1631 los inquisidores de Cartagena informaron al consejo sobre este modo de proceder tan diferente al de la península:[12]“ha sido estilo corriente ratificar las informaciones sumarias en las causas de fe ante personas honestas «ad perpetuam rei memoriam», con lo cual se sustancian las causas sin que, recibidas a prueba, se vuelvan a ratificar, sino que con las tales, hechas «ad perpetuam rei memoriam», se da al reo la publicación de testigos y se fenece la causa”.[13]Con esto se abreviaban las diligencias y se reducía la vejación de los presos y el gasto del fisco (Álvarez Alonso 1999: 289-290).

En la calificación era primordial probar la evidencia de los hechos y la intención del acusado. Únicamente se calificaron como delitos graves los de judaísmo y brujería, por las creencias manifiestamente heréticas que encerraban o de pacto diabólico expreso. Los demás (superstición, bigamia, proposiciones, blasfemias o solicitación), que eran producto de la ignorancia, de la pasión o de concepciones erróneas que podían dar pábulo a desviaciones heterodoxas en personas poco instruidas, fueron calificados como sospecha leve y se omitió la calificación formal.

La Suprema salió al paso ordenando que se indagase acerca de la intención de estos delitos y que en los casos de espontáneos se asegurasen si habían sido instruidos en la fe católica antes de abandonarla, pues, ello variaba el grado de culpa y la sentencia. Cuando los denunciados fueron clérigos o religiosos se procedió con más cautela; los inquisidores verificaron la relación del religioso en cuestión con su orden, la efectividad del delito de que se le acusaba y su creencia e intención al cometerlo.

Los procesados por herejía protestante, bigamia, proposiciones, blasfemias y delitos del clero colaboraron reconociendo sus errores desde el principio y manifestaron su deseo de reintegrarse de la pena de excomunión en la que habían incurrido; achacaron su delito a ignorancia, a la poca formación y a engaños de otras personas, siempre involuntariamente. Entre ellos destaca la docilidad con que procedió el grupo de extranjeros procesados por herejía protestante; durante su prisión acudieron temporadas al colegio que la compañía de Jesús tenía en Cartagena para ser instruidos en la fe católica y así poder retractarse de sus errores.

Otro grupo de reos, mayormente judaizantes, hechiceros o brujas, tardaron en confesar, se mostraron variables en sus testimonios, los negaron con pertinacia y hasta fueron sometidos a tormento. La tortura era el instrumento más llamativo de todo el proceso penal del antiguo régimen y el más difícil de analizar objetivamente con nuestra mentalidad actual. Según el derecho penal de la época moderna era utilizado al final de la fase probatoria del proceso como medio para obtener certeza sobre el delito, si el fiscal estimaba que las pruebas habían sido insuficientes. ¿Qué valor tenía? Según el manual de Nicolau Eimeric no se consideraba un tipo de pena, sino como un medio de prueba aplicable a aquellos presuntos herejes cuya inocencia o culpabilidad no hubiese podido ser inequívocamente resuelta por los inquisidores.

Debía imponerse a aquellos denunciados que, por la evidencia de los hechos o por la acumulación de testimonios en su contra, hubiesen «variado» sus respuestas en el curso del interrogatorio o los que, a juicio del inquisidor, tenían indicios suficientes para exigir una abjuración. Los diversos manuales para inquisidores no eran partidarios de la práctica del tormento, sin embargo, estaba reglamentada su aplicación para aquellos casos en que otros medios de presión sobre el acusado habían sido ineficaces.

¿A quiénes podía aplicarse? Cualquiera podía ser sometido, excepto ancianos, menores y embarazadas. La fórmula de aplicación podía ser «ad arbitrium», en que el tribunal fijaba su duración, o «in caput propium et alienum ad arbitrium», sin límite, hasta que el preso confesaba la verdad de su delito. El modo debía ser proporcionado a la gravedad de la sospecha de herejía del reo.

La Inquisición americana aplicó el tormento solo en los casos más reticentes para obtener la confesión y también como medio de presión psicológica con aquellos que presentaban dudas o eran variables en sus respuestas. En el caso de Cartagena de Indias conocemos datos concretos de un 10% de procesados que se mostraron negativos en la cárcel, de ellos, el 7% fueron votados a tormento –unos 53 casos–, aunque solo a la mitad se les llegó a aplicar –23 reos– (Álvarez Alonso 1999: 292). Las torturas usuales fueron las del cordel y potro, más usado también en el derecho penal castellano (Alonso Romero 1982: 253).

Las instrucciones delimitaban bien la aplicación del tormento a fin de que no hubiera mutilación de miembro ni efusión de sangre. El acusado era conducido a la sala del tormento y en ella se le amonestaba continuamente a que dijera la verdad. Estos avisos produjeron su efecto, pues, algunos confesaron y se libraron de la tortura y los que persistieron en su negativa se les aplicó en la medida de su resistencia. Hubo varios grados.

A los judaizantes, hechiceros y brujas se le dio con la fórmula de «in caput propium et alienum», es decir, sin tiempo limitado, hasta que confesaran la verdad sobre sí y otros cómplices; los reos blasfemos o penitenciados por proposiciones fueron condenados «in caput propium ad arbitrium», o sea, no más de dos vueltas de potro, para probar su intención (Álvarez Alonso 1999: 292).

Además de la tortura, la lamentable situación de las cárceles secretas fue también una medida de presión sobre el ánimo de los penitenciados. A menudo los reos se quejaron de la humedad de los presidios y de las condiciones precarias en que estaban; contraían enfermedades, y la oscuridad, el aislamiento y el caluroso clima caribeño producían en ellos una melancolía depresiva que les embargaba y hacía ver visiones. Esta situación de desesperación provocaba en su ánimo tal remordimiento que les inducía a hablar. Algunos presos, cuyos procesos se alargaron durante meses, pidieron ser trasladados a las cárceles comunes de familiares u otras más frescas y soportables, y los casos de enfermos graves fueron llevados al hospital de la ciudad, para su convalecencia (Álvarez Alonso 1999: 293). . Sentencias y penas

El consejo de la Suprema ejerció su control enviando a los inquisidores frecuentes avisos y advertencias para tener en cuenta en la decisión final. Insistieron en la correcta calificación de las proposiciones para que luego se pudiera imponer una sentencia adecuada, recordaron la obligación de cumplir con el examen y ratificación de los testigos y corrigieron algunos dictámenes que habían sido desmesurados. Todo ello daba a entender la cautela con que los inquisidores debían proceder.

Como ya indicado, en la publicación de los edictos de fe, celebración de autos públicos, delación y examen de testigos y hasta en las mismas sentencias y penitencias impuestas, las fuentes muestran una cierta «benevolencia» en la actuación de los ministros de la Inquisición que buscaban más el arrepentimiento y satisfacción de errores de los condenados en orden a su rehabilitación moral, lo cual, lógicamente, tenía también implicaciones sociales.

Tras concluirse la fase del fiscal y de la defensa en el proceso, los inquisidores votaban definitivamente su sentencia. Podía ser absolutoria o condenatoria. La sentencia absolutoria no absolvía del delito, sino «de la instancia», e implicaba la suspensión del juicio. Esto suponía que, en caso de que apareciesen nuevos testimonios contra el reo, se podía reiniciar el proceso. El penitenciado recibía una «cédula de no obstarle», que borraba la mancha de los antecedentes inquisitoriales para sus descendientes y para el acceso a ciertos cargos públicos. Si la sentencia era condenatoria, los inquisidores citaban al acusado para leerle el veredicto en su presencia.

Con respecto a las sentencias y penas impuestas, los inquisidores americanos las votaron y ejecutaron sin consultar previamente al consejo de la Suprema, exceptuándose los casos de relajación o desacuerdo en la votación entre los miembros del tribunal. Las sentencias condenatorias no siempre suponían que se hubiese probado suficientemente la acusación, pues, en la Inquisición, además de los herejes, se persiguió a los sospechosos de herejía, cuyas declaraciones hacían dudar de la ortodoxia de su fe (Álvarez Alonso 1999: 293).

Del total de sentencias que se conocen a lo largo del siglo XVII, un 70% resultaron condenatorias y un 30% fueron absueltas, suspensas o nulas. Entre las disposiciones condenatorias, hay que señalar con gran mayoría las abjuraciones de «levi» (29%), seguidas por las con penitencias leves sin abjuración (20%) y las de reconciliados (14%). Estas sentencias se dieron sobre todo entre los procesados por delitos de superstición y hechicería, proposiciones y blasfemias, bigamia y delitos contra el Santo Oficio; los reos reconciliados fueron casi todos judaizantes y brujas.

Hubo algunas excepciones de reconciliar por segunda y tercera vez a reincidentes de brujería; el motivo fue que, a juicio de la Suprema, estas mujeres eran consideradas como personas de poca capacidad, lo cual aminoraba su delito. Condenados a relajación, con aplicación de la pena capital, hubo tan solo cuatro reos, tres judaizantes y un hereje protestante, si bien dos de ellos fallecieron en la cárcel antes de ejecutarse la sentencia y hubo de quemarse una estatua en su lugar (Álvarez Alonso 2003: 286-287).

Según la menor o mayor gravedad del delito, así como en los demás tribunales inquisitoriales de la monarquía católica, la sentencia podía ser de abjuración, reconciliación o relajación. La abjuración consistía en retractarse de sus dichos o hechos ante varios testigos. Se imponía a los que eran simples sospechosos de herejía, por cuyos indicios no podían ser absueltos de la instancia, o a los procesados por dichos y hechos que no eran heréticos, cuando su intención no había sido contraria a la fe. Según que la sospecha fuera leve o grave se abjuraba de «levi» o de «vehementi».

Como vemos, la condena no siempre implicaba que se hubiese probado suficientemente la acusación como señalaba la legislación para otras jurisdicciones. En la práctica, el sospechoso era condenado a penas arbitrarias, menores que las legales ordinarias. Esta peculiaridad del tribunal inquisitorial se debía a que, además de los herejes, se perseguían a los sospechosos de herejía, cuyas declaraciones hacían dudar de la ortodoxia de su fe. Era preciso verificar hasta qué punto sus dichos o hechos eran producto de la ignorancia o de la pasión o procedían de concepciones meditadas o heréticas que podían dar pábulo a desviaciones heterodoxas en personas poco cultas. De aquí que se condenase también como heréticos a los bígamos, solicitantes, falsos celebrantes etc., aunque con penitencias moderadas.

La sentencia de reconciliación se imponía al reo que confesaba haber incurrido en herejía y se arrepentía. Suponía la absolución, por parte del tribunal, de los errores por los que había incurrido en excomunión mayor «latae sententiae». Al reo se le pedía que abjurase formalmente y se retractase de las doctrinas heréticas delante de varios testigos. Quedaba reconciliado cuando el tribunal le declaraba reintegrado “al gremio e unión de la Santa Madre Yglesia e a la comunión de los fieles christianos e participación de los Santos Sacramentos”.[14]y le absolvía de la pena de excomunión mayor.

La sentencia de relajación era aplicada a los reos negativos y pertinaces que renegaban de la fe católica y persistían en morir en sus creencias consideradas heréticas. Eran «relaxados» al brazo secular de la justicia, es decir, bajo la jurisdicción de las autoridades civiles que podían ejecutar la pena capital de la hoguera según el derecho penal en uso. A los relapsos que estaban ausentes o difuntos se quemaba en su lugar una estatua, condenando así su memoria y fama; asimismo, se les confiscaban sus bienes y los de sus herederos (Álvarez Alonso 1999: 295).

De reconocerse al acusado como culpable, los inquisidores procedían a la indicación de la pena que, en función de la gravedad del delito, podía ir desde su condena a muerte hasta la imposición de una mera penitencia. A los condenados que habían hecho abjuración formal de sus errores o a los convictos que habían sido reconciliados de la pena de excomunión se les imponía un tiempo de reclusión en la cárcel, llamada también de la penitencia, después, concluían el tiempo de su condena: los religiosos en los conventos, los laicos en los presidios y las mujeres en el hospital.

La sentencia de absolución no dejaba inmune de posibles sospechas. El grupo mayoritario de absueltos en Cartagena fue de 37 penitenciados por herejía protestante (incluidos calvinistas, hugonotes y luteranos). Se les absolvió «ad cautelam», es decir, bajo sospecha de que hubieran recibido válidamente el bautismo dentro de la iglesia católica (Álvarez Alonso 1999: 293); le siguieron los acusados por proposiciones heréticas y judaizantes, que fueron absueltos de la instancia tras purgar la pena con una larga prisión, probar la falsedad de sus acusadores o mantenerse negativos durante las audiencias y el tormento.

Respecto a las causas suspensas: la mayoría fueron de judaizantes, sortílegos y brujería. Los motivos fueron diferentes: falta de pruebas en su contra y negativa del reo, el no encontrar delito en la calificación, probar la enemistad de los testigos etc. Hubo veinte causas que quedaron pendientes de resolver. Se trataba de ocho judaizantes y hechiceros y doce por delitos varios. Las razones fueron diversas: ausencia de los presos, demencia tras largo tiempo de reclusión y no poder seguir el proceso normal, dificultad para obtener testimonios suficientes que probasen la intención de los delitos etc. (Álvarez Alonso 1999: 294).

Confiscación de bienes y otras penas

Según las instrucciones, a todos los penitentes relajados o reconciliados en el tribunal de Cartagena se les debían confiscar sus bienes. Era la pena más grave de este tipo. En la práctica, cuando el reo era recluido en las cárceles secretas, sus bienes eran secuestrados y pasaban a la administración del receptor. Tras promulgarse la sentencia definitiva que incluía la confiscación, se deducían los gastos ocasionados al tribunal y el resto se entregaba al fisco real.

Con respecto a las confiscaciones y secuestros de bienes, a pesar de todo lo que se ha dicho de que fueron un medio importante de financiación para la Inquisición, en el caso de Cartagena de Indias, durante los años 1636-1639, en que se apresaron un número destacado de judaizantes, el saldo de caja se mantuvo positivo y con excedente. Sin embargo, de los diecinueve judaizantes cuyos bienes fueron confiscados, únicamente se percibieron bienes sustanciosos de seis.[15]Otras confiscaciones a reconciliados por herejía protestante o brujería reportaron escasos ingresos, ya que se trataba de extranjeros sin bienes que hubieron de mantenerse a costa del fisco, o esclavos y curanderas procedentes de las clases más pobres de la sociedad, a quienes el tribunal debía mantener.

A pesar de estos ingresos, el movimiento contable de la cuenta de receptoría no dio saldo suficiente como para enviar remesas a la hacienda real, acuciada como estaba por los gastos de la política internacional. En general, el saldo apenas llegó a cubrir los del mismo tribunal; la celebración de autos públicos de fe se redujo considerablemente a partir de 1650 y la Inquisición de Cartagena, como tal vez todas las demás, hubo de financiarse con ingresos procedentes de censos y de canonjías suprimidas (Álvarez Alonso 1999: 295).

Otras penas llevaron consigo la imposición de multas que acompañaban a la conmutación de una pena grave por otra de carácter leve; azotes por las calles públicas de la ciudad; sacar al reo a la vergüenza pública, montado en un asno; destierro con trabajos forzados o galeras y, sobre todo, inhabilitación para ejercer oficios públicos: clérigos, jueces, alcaldes, notarios etc.; o señales de honra: llevar joyas, sedas, montar a caballo, andar por las vías públicas con armas etc. Estas penas afectaban también a los descendientes, hasta la segunda generación por línea paterna y hasta la primera por línea materna.

A los clérigos se les privaba de sus dignidades o beneficios eclesiásticos –en caso de tenerlos– y se les imponían penas espirituales de ayunos, disciplinas y salmos penitenciales; si habían sido solicitantes se les prohibía también confesar por un tiempo o a perpetuidad. Cuando el delito era menos grave, a los convictos se les imponían penitencias más leves: peregrinaciones, confesar y comulgar en los tiempos fuertes de la iglesia –Adviento, Navidad, Cuaresma y Pascua–, asistir a la misa principal o rezar el rosario.

A los condenados que se arrepentían en el último momento, antes de celebrarse el auto de fe, se suspendía la ejecución y se comprobaba la veracidad del arrepentimiento. Entonces se les podía conmutar la pena de muerte por cárcel perpetua. Si lo hacían mientras se celebraba el auto, se les administraba los sacramentos y se les suplía la pena del fuego por el garrote. De cualquier forma, esta pena llevaba aneja la confiscación de bienes e inhabilitación para sus descendientes.

La apelación podía interponerse en cualquier fase del proceso o al final del mismo si el recurso era contra la sentencia definitiva. Normalmente la apelación se dirigía a la Suprema y podía hacerla tanto la defensa como el fiscal, si este se mostraba disconforme con un veredicto que creía benigno para el acusado. La formalidad del recurso se hacía mediante un escrito dirigido a los inquisidores, en el que se exponían los motivos de la apelación. El proceso quedaba suspenso hasta conocer el fallo del consejo.

Una vez verificada la documentación del juicio, el tribunal se pronunciaba a favor o en contra de los apelantes. En caso negativo, los condenados podían demandar a Roma una nueva evaluación, sin embargo, en Cartagena la casi totalidad de los recursos presentados se dirigieron directamente al consejo de la Suprema Inquisición.

Epílogo del tribunal de Cartagena

La actividad realizada por el Santo Oficio comenzó a decrecer a fines del siglo XVII y en la siguiente centuria la actividad se redujo a verificar los estatutos de limpieza de sangre en la mayoría de los casos. Más que a delitos de fe, las preocupaciones de los inquisidores se orientaban hacia causas de tipo político o contra las ideas de la masonería, que podían poner en peligro la monarquía. Los inquisidores vigilaban en particular el ingreso de publicaciones que podían ser perniciosas para la Corona, como, por ejemplo, la «Declaración de los derechos del hombre», denunciada en un edicto publicado en 1798.[16]

Junto a la disminución de los procesos, a fines del siglo XVIII, comenzó también el declive institucional del tribunal del Santo Oficio, contra el que se gestaría una corriente crítica en todas las provincias de la Corona, pues, se trataba de un organismo emblemático del antiguo régimen. Teófanes Egido achaca a una serie de causas internas y externas el ocaso y envejecimiento de esta institución en la península ibérica que, lógicamente, harían sentir también su influencia en los tribunales de ultramar:[17]por ejemplo, reducción del campo jurídico de actuación ante la aparición de «nuevas herejías» como el jansenismo y la masonería, y sobre todo, las reacciones antimonárquicas que produjeron las proclamas independentistas y las tendencias liberales a principios del siglo XIX.

Las ideas de la Ilustración hicieron mella en el cambio de mentalidad, originando un orden nuevo social, trastocando los valores religiosos que sustentaban la Inquisición, desclericalizando la sociedad y desacralizando el origen de la soberanía (Teófanes Egido 2003: 717). Campañas y publicaciones difamatorias, a partir de 1810, influyeron entre los diputados de Cádiz, que proclamaron la constitución liberal, en 1812. Diarios y panfletos publicados antes y después del debate institucional llevaron a la atención de la opinión pública la cuestión del futuro del Santo Oficio.

Aunque hubo algunas reacciones conservadoras, ello no impidió que se determinara la abolición de la Inquisición en la península el 22 de febrero de 1813 por decreto de las Cortes de Cádiz. La publicación del decreto de supresión fue acompañada por un «Manifiesto a la nación»[18], en el que se explicaban ampliamente los motivos de la sustitución del Santo Oficio con los tribunales para la protección de la fe. Fue entonces cuando arreciaron las resistencias, las complicidades que revelan la trascendencia del problema de la inquisición, que nunca se vio como algo aislado en España, sino como el soporte y símbolo de todo un sistema (Teófanes Egido, 2003: 723).

A pesar del movimiento contrario de resistencia, iniciado por el cabildo de Cádiz, con el apoyo del nuncio Pedro Gravina, que intentó ganar para la causa el favor de otros obispos, la nueva regencia, presidida por el cardenal Luis María Borbón, ordenó la aplicación de los decretos de supresión del Santo Oficio. Como es notorio, en los territorios de la América hispana, la invasión napoleónica de la península ibérica favoreció el despertar de una serie de insurrecciones contra la Corona. En 1810 la ciudad de Cartagena se levantó en armas en favor de la independencia y expulsó de la ciudad al tribunal inquisitorial, que así se refugió en la localidad vecina de Santa Marta. El presidente de la Junta de Quito que se había constituido en 1808, José Cavero, dio orden de que los papeles del archivo fueran transmitidos al obispo a quien se restituía de este modo la perdida jurisdicción en materia de fe (J. Pérez Villanueva-B. Escandell Bonet (1984: 1476).

Con el regreso de Fernando VII, tras la expulsión de José Bonaparte y la firma del tratado de Valençay (1813), se dio inicio a un nuevo período de vuelta al absolutismo y de restauración de las estructuras del antiguo régimen español y, con ellas, del Santo Oficio. El 21 de julio de 1814, el monarca decretó el restablecimiento del tribunal de la Inquisición con el fin, entre otras cosas, de poner remedio al mal que las tropas extranjeras heterodoxas habían hecho a la religión católica y para preservar España de los disensos internos, mantenerla en la calma y en la tranquilidad.

Entonces, la actividad inquisitorial se concentró principalmente en la apertura de nuevos dossiers sobre censuras de libros, aplicando el nuevo edicto de libros prohibidos del 22 de julio de 1815. Los pocos procesos que se instruyeron en este período tuvieron un importante peso político, en el intento de combatir la ideología anti absolutista y masónica, alimentada desde el exilio por los afrancesados.[19]

Una ordenanza de Fernando VII, del 31 de julio de 1815, sancionó el restablecimiento del consejo de la Inquisición, también en las ciudades americanas de Lima, México y Cartagena de Indias. Sin embargo, en 1819, las tropas patrióticas de Simón Bolívar proclamaron la independencia definitiva de Nueva Granada. Empero, el tribunal sobrevivió todavía otros tres años más, hasta 1821, año en que fue liberada la ciudad.[20]

Pero antes, en 1820, como consecuencia del levantamiento del pueblo, incitado por el general Rafael de Riego, que se difundió por todo el territorio, se había instaurado en España un nuevo régimen constitucional. Fue reconocida la constitución de Cádiz y el 9 de marzo de 1820, por iniciativa de la junta provisional que había asumido el gobierno en Madrid, Fernando VII confirmó el final del tribunal del Santo Oficio. Las causas pendientes fueron transmitidas a la jurisdicción de los obispos y los bienes de la Inquisición fueron vendidos públicamente. No solo terminaba la larga historia del tribunal de la fe en Europa, sino también en el puerto de Cartagena, en América, del Santo Oficio quedaba solo el recuerdo.

FERMINA ÁLVAREZ ALONSO

NOTAS

  1. AHN, Inquisición, lib. 305, f. 19.
  2. Aquellos cristianos, recién convertidos que habían sido bautizados y que no podían demostrar la procedencia de una tradición familiar cristiana en las generaciones precedentes (era el caso de los denominados “cristianos viejos”). Ciertamente la existencia de “cristianos nuevos”, provenientes sobre todo del judaísmo, que habían pedido el bautismo más por conveniencia o interés social que por propia convincción, y que continuaban con algunas prácticas y creencias judaicas, provocó a la larga fuertes tensiones sociales internas. Piénsese por ejemplo, en las revueltas sociales en la ciudad de Toledo a fines del siglo XV, y a la instauración de los “estatutos de limpieza de sangre” para justificar la pertenencia a una generación de “cristianos viejos” antes de acceder a un encargo político o ingresar en una orden religiosa. Estas y otras circunstancias movieron a la reina Isabel para solicitar al Papa la instauración del Santo Oficio en Castilla.
  3. A. PROSPERI (dir.), Dizionario Storico dell'Inquisizione, “Cartagena de Indias” (Escobar Quevedo): 287-288.
  4. Cf. Carta al Consejo, 14 de julio de 1612, AHN, Inquisición, Lib. 1008, fol. 34-35.
  5. Carta del Inquisidor General al rey, 18 abril de 1675, AHN, Inquisición, lib. 305, f. 413 y ss. [véase también Álvarez Alonso (1999: 54-58)].
  6. Ibídem.
  7. Ibídem.
  8. La figura del Visitador era el instrumento normal de la monarquía para controlar el funcionamiento del tribunal. Además de examinar el procedimiento utilizado por los inquisidores, se analizaba también cómo era la actuación particular de sus ministros y oficiales. Para las visitas a los tribunales del Santo Oficio en América se dieron instrucciones concretas adaptadas a las peculiares circunstancias de la inquisición indiana; con frecuencia, además de la misión propia de examen y control, el Visitador ejerció de Inquisidor sustituto en los tribunales que faltaba el titular. El tribunal de Cartagena tuvo dos visitas, la de Don Martín del Real (1643-1645) y la de Don Pedro Medina Rico (1647-1650). Las visitas fueron un instrumento “anticorrupción” de la Corona. Las dos pusieron al descubierto luces y sombras de los ministros del Tribunal; la ambición y el perjuicio que ocasionaron unos cuantos no fueron mayores que el trabajo y el esfuerzo del resto, [Álvarez Alonso (1999: 87-112)].
  9. Cf. Instrucciones del Santo Oficio, AHN, Inquisición, Lib. 497; véase también la documentación relativa a los expedientes de limpieza citados en Álvarez Alonso (1999: 22-24; 59-85).
  10. La fuente de donde procede esta información son las Relaciones de causas de fe (1614-1697) en AHN, Inquisición, Libs. 1020-1023.
  11. Cf. Decretos Reales y Consultas originales (1609-1708), AHN, Inquisición, Lib. 305, f. 407-410.
  12. En la península era diferente. Las instrucciones de Valdés mandaban que en el acto de ratificación estuviesen presentes los inquisidores u otras “personas religiosas” (Aguilera Barchet 1993: 411). Refiere además Aguilera Barchet que –según los procesos examinados– esta práctica era algo excepcional, pues, lo habitual era recoger un extracto individualizado de la declaración de cada testigo de cargo en un documento denominado “publicación”. En América habitualmente se hacían ambas cosas. Incluso, en alguna ocasión, el consejo advirtió al tribunal de haber omitido la ratificación o publicación o de no hacerla en su momento.
  13. AHN, Inquisición, lib. 1011, f. 50-51, cartas de los inquisidores de Cartagena de Indias al consejo, 27 de agosto y 21 de octubre de 1631.
  14. Cf. G. MARTÍNEZ DIEZ, La estructura del procedimiento inquisitorial, en J. PÉREZ VILLANUEVA, Historia de la Inquisición en España y América, vol. II, Madrid 1993, 486.
  15. Cf. Bienes secuestrados a los judaizantes de la complicidad de 1636, en AHN, Inquisición, Leg. 1600, exp. 1, legs. 1601,1603 y 4822 [véase también (Álvarez Alonso 1999: 321-325)].
  16. Prosperi 2010, “Cartagena de Indias” (Escobar Quevedo): 288.
  17. Cf. T. EGIDO, La abolición de las inquisiciones, en A. BORROMEO (ed.) L’Inquisizione. Atti del Simposio internazionale (Città del Vaticano 29-31 ottobre 1998), Città del Vaticano 2003, 711-714.
  18. Se trata del Manifiesto a la nación española, elaborado por una comisión de las Cortes de Cádiz, a instancias de un diputado, que acompañaba el decreto de suspensión emanado por las Cortes, y con el que se justificaba la sustitución de la Inquisición por los Tribunales Protectores de la Religión, mandándose que fuera leído durante tres domingos consecutivos, en las parroquias. Se argumento diciendo que las Cortes habían querido "renovar en cuanto fuese posible, la antigua legislación de España, que la elevó en el orden civil a la mayor grandeza y prosperidad, era consiguiente que hiciesen lo mismo con las leyes protectoras de la Santa Iglesia ... " restituyendo las cosas al estado inicial. Cf. J. PÉREZ VILLANUEVA-B. ESCANDELL BONET (ed.), Historia de la Inquisición en Espana y América, vol. I, BAC, Madrid 1984, 1474.
  19. Ibidem, “Abolizione del tribunale, Spagna” (Muñoz Solla): 12.
  20. Ibidem, “Cartagena de Indias” (Escobar Quevedo): 288.