Diferencia entre revisiones de «INSTITUTOS RELIGIOSOS EN URUGUAY»

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Desde el fin de la Revolución francesa, la vida religiosa adquirió nuevos rasgos en Europa. Al restablecimiento de las órdenes antiguas, con un vigor que los sufrimientos habían reafirmado, se sumó la fundación de nuevas congregaciones masculinas y femeninas, dedicadas en su mayoría a la educación y al trabajo social. Esta eclosión de fundaciones fue especialmente fecunda en Italia y en Francia.  
 
Desde el fin de la Revolución francesa, la vida religiosa adquirió nuevos rasgos en Europa. Al restablecimiento de las órdenes antiguas, con un vigor que los sufrimientos habían reafirmado, se sumó la fundación de nuevas congregaciones masculinas y femeninas, dedicadas en su mayoría a la educación y al trabajo social. Esta eclosión de fundaciones fue especialmente fecunda en Italia y en Francia.  
  
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Revisión actual del 20:40 9 ago 2020

Desde el fin de la Revolución francesa, la vida religiosa adquirió nuevos rasgos en Europa. Al restablecimiento de las órdenes antiguas, con un vigor que los sufrimientos habían reafirmado, se sumó la fundación de nuevas congregaciones masculinas y femeninas, dedicadas en su mayoría a la educación y al trabajo social. Esta eclosión de fundaciones fue especialmente fecunda en Italia y en Francia.

Por otra parte, los nuevos institutos fueron espacialmente dinámicos y pronto se abrieron a la acción misionera en otros continentes, especialmente en América Latina. Las fundaciones del siglo XIX dieron el impulso decisivo al «catolicismo de movimiento», que se había manifestado desde el siglo XVII con el aparición de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, abandonando los muros de los conventos para desarrollar la vida apostólica en círculos sociales más amplios. Se consolidaba de este modo la alternativa al «catolicismo de referencia», vinculado a la vida contemplativa, que había predominado hasta entonces y que había tenido la exclusividad en la vida religiosa femenina en la América colonial.

A mediados del siglo XIX, en Uruguay, la vida religiosa se hallaba reducida a su mínima expresión. La presencia de Jesuitas (desde 1746 en Montevideo) y Franciscanos (desde 1726 en Montevideo) en la Banda Oriental, condicionada por coyunturas diversas, y afectada por cortes y ausencias prolongadas, databa del período colonial.

Sin embargo, al asumir Jacinto Vera como vicario apostólico, los jesuitas no se hallaban en el país porque habían sido desterrados en 1859. Los Franciscanos, expulsados por el gobierno español de Montevideo en 1811, habían regresado más tarde a la ciudad, pero el convento se había cerrado en 1838. La presencia franciscana revivió en 1859 y cobró nuevo impulso con la llegada de los padres Capuchinos en 1891. Durante la colonia, no hubo en tierra oriental ninguna congregación femenina.

Las dos primeras congregaciones de mujeres arribaron a fines de 1856, durante el Vicariato Apostólico de Mons. José Benito Lamas. En noviembre de ese año, llegaron a Montevideo cinco monjas de la Orden de la Visitación y ocho Hermanas de la Caridad Hijas de María Santísima del Huerto, provenientes de Génova. Se trataba de dos congregaciones de perfil muy diverso y que darían respuesta a demandas bien diferentes de la sociedad uruguaya: la fundación del primer monasterio de la Visitación en el Río de la Plata y el desarrollo de tareas asistenciales en el Hospital de Caridad de Montevideo.

Al mismo tiempo, y en forma muy tardía con respecto al resto de Hispanoamérica, se inició en el país el desarrollo del apostolado femenino «de referencia» y el «de movimiento». Por lo tanto no se dieron en el país las tensiones que implicó en otras naciones el desplazamiento de las monjas contemplativas por las religiosas de vida activa, que cumplieron el rol de «madres sociales» que las repúblicas liberales en construcción aprobaban.

La vida religiosa adquirió especial desarrollo, a partir del 14 de diciembre de 1859, con la designación de Jacinto Vera, como tercer vicario apostólico. Tanto monseñor Vera, obispo de Montevideo desde 1878, como sus sucesores desarrollaron una política amplia de fomento de la vida religiosa y de atracción de congregaciones, especialmente de origen francés, italiano y español.

La mayoría de estas congregaciones eran fruto del florecimiento de la vida religiosa que siguió al fin de la Revolución francesa, con tres excepciones. Estas fueron fundaciones francesas: la Orden de la Visitación de Nuestra Señora - monjas Visitandinas o Salesas - fundada en el siglo XVII por Francisco de Sales y Juana Francisca Frémiot de Chantal; los Padres Lazaristas y las Hijas de la Caridad o Hermanas Vicentinas, obras del mismo siglo promovidas por Vicente de Paúl y Luisa de Marillac, y las Hermanas de San José de Le Puy, instituidas también en el siglo XVII, por el padre jesuita Juan Pedro Médaille.

A partir de 1861 llegaron las nuevas congregaciones, que venían de su país de origen o de otras fundaciones realizadas previamente en la región. De Francia, arribaron las Hermanas Vicentinas, las Hermanas Dominicas de Santa Catalina de Siena de Albi, los Hermanos de la Sagrada Familia, y la Sociedad y las Hermanitas de San José. De Italia, los Padres Salesianos, las Hermanas de María Auxiliadora y los Padres Capuchinos.

Los Padres Bayoneses viajaron a Montevideo desde Buenos Aires, en donde se habían instalado en 1856. También de Buenos Aires, puesto que se trataba de una congregación fundada en Argentina, llegaron las Hermanas del Inmaculado Corazón de María, también llamadas Adoratrices. Las Hermanas del Buen Pastor de Angers, en 1876, y, en 1908, algunas de las Hermanas del Sagrado Corazón de Magdalena Sofía Barat llegaron desde Chile.

Entre 1861 y 1919, fecha de la separación de la Iglesia del Estado uruguayo, llegaron al país doce congregaciones masculinas y veinticinco congregaciones femeninas, que se dedicaron en su mayoría a tareas de educación. El arribo de muchas estuvo directamente vinculado a la atención espiritual de los inmigrantes, del mismo origen, que llegaban en gran número al Río de la Plata.

Es el caso de la Congregación del Sagrado Corazón de Betharram o padres Betharramitas - llamados «Bayoneses» en Buenos Aires y «Vascos» en Montevideo. La misión en el Río de la Plata fue el resultado de una doble preocupación evangelizadora, la de Mons. Francisco Lacroix, obispo de Bayona, y la de Mons. Mariano de Escalada, obispo de Buenos Aires, por la necesidad de asistencia espiritual en su lengua, que experimentaban los vasco-franceses que estaban llegando, desde mediados del siglo XIX, al Río de la Plata.

Por su parte, los padres Capuchinos Genoveses, en 1891, y las Hermanas Terciarias Capuchinas - actualmente Capuchinas de la Madre Rubatto -, en 1892, vinieron especialmente a atender a los numerosos inmigrantes ligures que llegaban al cono sur. Concretamente las Capuchinas vinieron a prestar servicios en el Hospital Italiano, en vías de fundación para brindar acogida a los inmigrantes pobres. La obra, promovida por la masonería italiana, acogió a las Hermanas, primero con condiciones; en poco tiempo las religiosas reinaron en el Hospital y lo hicieron por más de un siglo. En este período, más precisamente en 1897, tuvo lugar la fundación de la primera congregación femenina uruguaya, el Instituto Hermanas Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, en el barrio de Sayago, para servir a los más necesitados.

Desde fines de los 70, la erección de la diócesis de Montevideo y el nuevo dinamismo de la Iglesia provocaron recelos en algunos sectores de la sociedad uruguaya. El llamado «viraje anticlerical de 1885», resultado de múltiples factores filosóficos, religiosos y políticos, se planteó y ejecutó a través de medidas de gobierno que serían fuente de conflicto.

Los proyectos más cuestionados fueron la ley de matrimonio civil obligatorio, promulgada el 22 de mayo de 1885, y la llamada «ley de conventos», del 14 de julio de 1885. Esta ley otorgaba al gobierno el derecho de inspección en las casas religiosas y declaraba “sin existencia legal todos los conventos, casas de ejercicio y cualquiera otra de religión, destinadas a la vida contemplativa o disciplinaria […] cuya creación no hubiese sido autorizada expresamente por el Poder Ejecutivo”. A partir de entonces cambiaría de manera indiscutible el clima de relacionamiento entre el Estado y la Iglesia.

Las tensiones entre la Iglesia y el gobierno se agudizaron en el período reformista, iniciado en 1903, que tuvo como figura central al presiente José Batlle y Ordóñez. El reformismo marcó en profundidad las tres primeras décadas del siglo XX, durante las cuales el anticlericalismo se transformó en jacobinismo. En relación con la vida religiosa, la ofensiva anticlerical promovió, en 1911, la creación de una comisión para inspeccionar las casas religiosas. La ruptura se concretaría con la reforma constitucional que estableció, desde 1919, la separación de la Iglesia y el Estado.

A partir de 1919, con nuevas autoridades, la Iglesia retomó su desarrollo autónomo. Entre la década de 1920 y la convocatoria del Concilio Vaticano II, se vivió un nuevo período de expansión de la vida religiosa, que alcanzó un grado destacado en los años 50. Llegaron al Uruguay catorce institutos masculinos, entre los que se cuentan cuatro institutos laicales consagrados a la Educación - Hermanos del Sagrado Corazón (1927), Hermanos Maristas (1934), Hermanos de Nuestra Señora de la Misericordia (¿¿¿), Hermanos de la Instrucción Cristiana de Ploërmel - conocidos como Hermanos de La Mennais (1951) – y el Opus Dei (1956), como asociación de fieles. En el mismo lapso arribaron a Uruguay veintiséis institutos femeninos, incluyendo dos institutos laicales de origen español – la Institución Teresiana y las Hijas de la Natividad de María.

La mayoría de los religiosos eran de vida activa y se consagraron nuevamente a tareas de educación y servicio social. También llegaron en este período, por primera vez desde 1856, nuevas fundaciones de vida contemplativa: Clarisas Capuchinas, Clarisas Franciscanas y Carmelitas Descalzas. Una vez más, se trataba de instituciones de origen italiano, español y francés, con la única excepción de los Hermanos Cristianos irlandeses, que llegaron desde Buenos Aires.

En esta etapa llegaron al Uruguay varias congregaciones fundadas en Francia, que habían dejado el país como consecuencias de las persecuciones que se desarrollaron entre 1901 y 1905. Si bien muchos de los 30.000 religiosos que abandonaron entonces el territorio francés se dirigieron a América Latina, no llegaron entonces a esta región. Los Hermanos de La Mennais, obra de origen bretón de 1819, y los Hermanos Corazonistas, fundados por el P. Andrés Coindre en Lyon en 1821, llegaron a Uruguay mucho más tarde y a través de las fundaciones españolas que siguieron al exilio.

Expulsados de Francia, los Hermanos del Sagrado Corazón se expandieron por España, en Aragón, País Vasco y Navarra, desde allí, iniciaron su obra misionera en América Latina en 1927, en Uruguay precisamente. Los cuatro primeros hermanos fundaron casas en el interior - Trinidad y Florida-, antes de fundar el primer colegio en Montevideo en 1932.

También en ese período tuvieron lugar dos fundaciones uruguayas: el instituto secular Sociedad del Magisterio y del Apostolado Parroquial (SMAP), en Trinidad, en 1946, y la congregación Hermanas Misioneras de los Pobres, integrante de la familia calabriana, que nació simultáneamente en el Sur del Brasil y en Uruguay en 1962.

Los años de renovación eclesial que siguieron al Concilio Vaticano II tuvieron efectos complejos en la vida religiosa y, en Uruguay, especialmente en las congregaciones dedicadas a la educación. En grandes líneas, el siglo XX se manifestó como un siglo de certezas, dudas y finalmente reafirmación de las obras educativas de la Iglesia, que tuvo carácter casi universal.

En tal sentido, tomando la expresión del pastor André Dumas, Gérard Cholvy se refiere a la década de 1965 a 1974 como “una década de sospechosa inter-destrucción” (Cholvy, 1998, 92-94). Si bien los desafíos de cada sociedad eran diferentes, a partir de los ‘60, las dudas sobre la validez de la existencia de las escuelas y colegios católicos fueron una manifestación bastante común. En la región, muchas congregaciones educadoras entraron en un proceso de revisión de sus carismas tradicionales, se perdieron muchas vocaciones y se abandonaron muchos colegios.

A partir de 1965, y hasta 2009, comenzaron a llegar al país nuevas congregaciones, con un claro predominio de los institutos femeninos. Mientras cinco fundaciones masculinas se instalaron en el país, en el mismo período llegaron veintiséis institutos femeninos, de variados perfiles y carismas. Si bien se mantuvo el arribo de religiosos dedicados a la educación y a tareas de servicio social, llegaron muchos consagrados a las tareas parroquiales, a la dirección espiritual y al fomento de la espiritualidad.

Por otra parte, aumentaron las fundaciones provenientes de países que no habían aportado religiosos en décadas anteriores. Es el caso de Chile (Misioneras Catequistas de la Sagrada Familia), Colombia, (Peregrinas de la Eucaristía), Perú (Misioneras de Jesús, Verbo y Víctima), Canadá (Familia Myriam Bethlehem) y la India (Misioneras de la Caridad de Calcuta). En esta última etapa recién llegaron a Uruguay los integrantes de la primera de las órdenes, los Benedictinos: la rama femenina lo hizo en 1965 y la masculina en 1976.

En este último período se concretaron tres fundaciones en Uruguay: en 1975 fue fundado el instituto secular, Fraternidad Contemplativa María de Nazareth; en 1980 la Institución Dalmanutá; y en 2005, nació al mismo tiempo en Valledupar (Colombia) y en Capilla del Sauce (Florida, Uruguay) la congregación Peregrinas de la Eucaristía.

Debe destacarse que, a excepción de las Hermanitas de San José, actualmente denominadas Hermanitas de San José de Montgay, que llegaron a Uruguay en 1890 y sólo permanecieron algunos años, todos los institutos religiosos que ingresaron al país Uruguay, han permanecido en él, aunque hayan modificado, en algunos casos, sus áreas de trabajo.

BIBLIOGRAFÍA

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SUSANA MONREAL