LAICOS EN LA PRIMERA EVANGELIZACIÓN

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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La cristianización del Nuevo Mundo es, sin lugar a dudas, uno de los grandes acontecimientos de la historia de la humanidad y, por supuesto, de la vida de la Igle¬sia. La incorporación masiva de los indígenas americanos a la Cristiandad, de esa nueva gentilidad como la han llamado algunos, tuvo en las órdenes religiosas su prin¬cipal causa instrumental, como se ha encargado de recordar insistentemente la histo¬riografía tradicional, escrita mayoritariamente por los propios religiosos, quienes con justa satisfacción han narrado las gestas gloriosas de sus correligionarios. No preten¬do rebajar ni uno solo de los méritos de la eficacia de su predicación y del heroico esfuerzo de su acción, pero creo que es necesario no desgajarlos de un marco más amplio, rico y sugestivo que permita entender con mayor profundidad un aconteci¬miento tan trascendente.

La cristianización de América se produce por una doble vía: por la labor mi¬sionera y por el trasplante -junto a la sociedad civil- de las formas y vida eclesiales de España a Indias: rito y liturgia, devociones y costumbres, organización diocesana y jerarquía, cleros secular y regular, vida conventual, tribunales eclesiásticos, universi¬dades, obras asistenciales, etc. Una comunidad cristiana plenamente constituida y di¬námica, que por una parte sirve como paradigma a los indios de lo que es una socie¬dad cristiana viva, y que por otra da fuerza, anima, orienta y afianza la acción directa de los predicadores. Es pues la Iglesia en su conjunto la que realiza ese nuevo mila¬gro moral de ganar con relativa rapidez un nuevo continente para la fe en Jesucristo.[1]

Cada uno de los estamentos eclesiales, en efecto, cumplió su papel en la misión de cristianizar al nuevo mundo, con el trasfondo, consciente o inconsciente, de cum¬plir el mandato imperativo de su Fundador de extender la predicación del Evangelio hasta los confines de la tierra. Idea que de alguna manera la expresaba ya el cronista López de Gómara en la dedicatoria al Emperador de su obra Historia General de las Indias: «Aunque todos los indios que son vuestros sujetos son ya cristianos por la misericordia y bondad de Dios, y por la vuestra merced y de vuestros padres y abue¬los, que habéis procurado su conversión y cristiandad. El trabajo y el peligro vuestros españoles lo toman alegremente, así en predicar y convertir como en descubrir y conquistar [ ... ] Justo es, pues, que vuestra majestad favorezca la conquista y los conquis¬tadores mirando mucho por los conquistados. Y también es razón que todos ayuden y ennoblezcan las Indias, unos con santa predicación, otros con buenos consejos, otros con provechosas granjerías, otros con loables costumbres y policía».

Los españoles de fines del siglo XV y de la siguiente centuria vivieron profunda¬mente su fe, que, sin otras consideraciones, sería razón suficiente para explicar su ím¬petu apostólico, pero a este hecho se agrega otro, entre religioso y político, que le da una mayor energía y viveza: el providencialismo, es decir, la convicción honda de que Dios ha elegido a España -a esa España que culmina el mismo año del descubri¬miento su secular guerra de reconquista- para realizar una gran misión; la de descu¬brir, conquistar y poblar tan inmenso continente con el fin de ganar a sus naturales a la fe. Convicción que se confirma -y esto tiene gran importancia dentro de la men¬talidad jurídica de los españoles de la época- con la autoridad pontificia, al donar la Santa Sede aquellos territorios a Castilla con la condición de que fueran cristianiza¬dos. Y esta idea nuclear anima desde el rey al último de los vasallos, que de una u otra forma tuvieran que ver con Indias, y se refleja de forma incansable en multitud de documentos oficiales -cédulas, ordenanzas, instrucciones de gobierno, etc...-, y en los escritos de los particulares -crónicas, cartas y testamentos-.

La cristianización del Nuevo Mundo es en consecuencia una tarea conjunta de la Iglesia en Indias y, por lo tanto, de cada uno de sus componentes o, por utilizar la doctrina paulina del Cuerpo Místico, de cada uno de sus miembros. También por su¬puesto de los laicos, como desde hace poco tiempo se viene poniendo de manifiesto, pero que todavía constituye un campo historiográfico poco explorado que merecería una mayor atención de los americanistas.

La Corona y la Administración Civil

La misma preocupación que demostraron los reyes católicos -para quienes Ló¬pez de Gómara reclama las primicias de la conversión de los indios-, la encontramos en sus sucesores. Los monarcas españoles, por convicción propia y por respon¬sabilidad con los compromisos adquiridos con la Santa Sede, no escatimaron medios para evangelizar el Nuevo Mundo, y lo que va en la misma línea y es condición im¬portante para lo primero, para el buen tratamiento de los indígenas. Cuando el pri¬mer entusiasmo de los regulares se adormece, son los mismos reyes, como dice Pedro Borges, los que toman la iniciativa para instar a los superiores religiosos de la penín¬sula a seleccionar y enviar a los misioneros.

Toda la maquinaria política -Consejo de Indias, audiencias, virreyes, goberna¬dores, etc.-, el aparato fiscal -los oficiales reales- o los gobiernos locales, los ca¬bildos, integrados lógicamente en su gran mayoría por seglares, se pusieron a dispo¬sición de la labor misional. Casi al azar escojo, entre los muchos que se podría elegir, un ejemplo significativo de esta preocupación oficial; se trata de uno de los capítulos de la Instrucción del rey al virrey del Perú don Luis de Velasco: «Lo que primero y más principalmente os encargo es que tengáis particular cuidado de la conversión y cristiandad de los indios y que para que en cosa de tan gran importancia, ya que me siento tan obligado, no haya falta, os informéis si hay ministros suficientes que les enseñen la doctrina y les administren los santos sacramentos, y si estos cumplen con su ministerio, para que habiendo necesidad de remedio en algunos le procuréis con sus prelados y no siendo esto bastante me avisaréis con vuestro parecer para que se provea del que pareciere convenir».

Poco más adelante el rey expresa la preocupación de que los religiosos en¬viados por la Corona lleguen a los terrenos de misión: «... y se envían siempre que se entiende haber necesidad con tanta costa de mi hacienda, como lo tenéis entendido, luego que llegan a la Ciudad de los Reyes fingen algunas excusas y se quedan allí... y así se queda en pie la necesidad y mi hacienda gastada sin provecho y los religiosos hinchen los conventos donde no hacen ninguno». Textos que con pequeñas variantes aparecen ya en las instrucciones precedentes y se repetirán en las posteriores, pero esto no significa un simple formulismo rutinario, porque verdaderamente obligaban a los virreyes tal como se refleja en su correspondencia y en las relaciones de gobierno que debían escribir al finalizar su mandato y en las que el gobierno espiritual, y dentro de éste el cuidado espiritual de los indios, ocupa un extenso y destacado lugar.

La Recopilación se nos ofrece también con un buen repertorio de textos que muestran la preocupación de la Corona por la evangelización, comenzando ya desde la primera ley del libro primero: «Dios nuestro Señor por su infinita Misericordia y Bondad, se ha servido de darnos sin merecimientos nuestros tan grande parte en el señorío de este mundo […] ha dilatado nuestra Real Corona en grandes provincias y tierras por Nos descubiertas […] y teniéndonos por más obligados que otro ningún príncipe del mundo a procurar su servicio y la gloria de su Santo Nombre y emplear todas las fuerzas y poder que nos ha dado en trabajar que sea conocido y adorado en todo el mundo por verdadero Dios, como lo es ... ». Declaración genérica que co¬mienza a concretarse en la segunda ley del mismo libro tal como reza la sumilla que corresponde a una disposición de Carlos V en 1526: «Que llegando los capitanes del Rey a cualquier provincia y descubrimiento de las Indias, hagan luego declarar la Santa Fe a los indios».

El conquistador y el colono

Los actores del descubrimiento y conquista de América, impregnados de los mis¬mos ideales y en contacto directo con los indígenas, procuraron desde el principio la conversión de los naturales. Cristóbal Colón, con el mismo asombro que debieron mirar los indios de Guanahaní a los barbudos europeos, expresa en su diario, el mis¬mo día del descubrimiento, su convicción de las pocas dificultades que ofrecerá la cristianización de los indios. «La misma ensoñación evangelizadora -dice el profe¬sor Álvaro Huerga- graba, con exultante pluma, en la carta a Luis Santángel, escrita en el mar durante el regreso del primer viaje: «Así que, pues Redemptor dio esta vic¬toria a nuestros ilustrísimos Rey y Reina..., toda la cristiandad debe tomar alegría y facer grandes fiestas, dar gracias solemnes a la Santa Trinidad, con muchas oraciones solemnes por el tanto ensalzamiento que habrán ayuntándose tantos pueblos a nues¬tra santa fe».

Los capitanes y soldados de las huestes conquistadoras, con sus muchas veces ru¬das maneras, tuvieron un ancho campo para dar rienda suelta a sus afanes apostóli¬cos, si los tenían, sembrando de capillas, cruces e imágenes de la Virgen los caminos que recorrían y de nombres cristianos la toponimia de las nuevas tierras, procurando convencer a los indígenas de las verdades de su fe, «conversando» -es la palabra que emplean las crónicas- con ellos, con los indios, sobre la bondad de Dios Padre y el amor del Hijo, que muere en la Cruz por los hombres ... tratando de convencer¬les de la falsedad y crueldad de sus idolatrías.

¿Es esto un panegírico del conquista¬dor y la conquista? No. Ni mucho menos. Los primeros pobladores indianos, los se¬glares de a pie, podríamos decir, hombres de fe recia y vida rota, no se trasladan a las nuevas tierras movidos por ideales proselitistas; les mueven razones más prosaicas, el deseo de riquezas y de honores o simplemente de aventuras. Pero una vez en Améri¬ca, en ese contacto estrecho con las masas indígenas, vital, espontáneo, y por las razo¬nes que hemos dicho, su honda y sincera convicción religiosa, el sentido providencialista e incluso un sentimiento de superioridad cultural, les llevan de forma natural a tratar de ganar a los indígenas a su propia fe.

Los testimonios que nos ofrecen las crónicas son innumerables. Uno de los más emotivos es el del viejo soldado de Cortés, Bernal Díaz del Castillo, quien bastantes años después de la conquista coge la pluma para defender la memoria de su capitán y compañeros, que ya comenzaba a ser vituperada, y en este caso para reivindicar sus méritos en la primera evangelización: Es verdad, dice, que cuando la tierra ya estaba pacificada vinieron primero los franciscanos y después los dominicos, «...que han hecho mucho fruto en la santa doctrina y cristiandad de los naturales. Más si bien se hiciere notar, después de Dios, a nosotros, los verdaderos conquistadores que les des¬cubrimos y conquistamos, y desde el principio les quitamos sus ídolos y les dimos a entender la santa doctrina, se nos debe el premio y galardón de todo ello, primero que a otras personas, aunque sean religiosos».

La labor cristianizadora de los seglares se hace más llamativa cuando éstos que¬dan aislados en pueblos de indios. Valga para este propósito un par de ejemplos, en primer lugar el que nos ofrece el cronista Diego Trujillo: «y de allí atravesamos la is¬la a un pueblo que se dice el Estero, y en aquel pueblo hallamos una cruz alta y un crucifijo, pintado en una puerta, y una campanilla colgada: túvose por milagro. Y luego salieron de la casa más de treinta muchachos y muchachas, diciendo: Loado sea Jesucristo, Molina, Molina. Y esto fue que, cuando el primer descubrimiento [del Perú] se le quedaron al Gobernador dos españoles en el puerto de Payta, el uno se llamaba Molina».

El otro ejemplo lo narra extensamente Gabriel Guarda; es el caso de don Fran¬cisco Núñez de Pineda Bascuñán, quien recogió su aleccionadora experiencia en un libro: El Cautiverio Feliz y razón de las guerras dilatadas del reino de Chile, y que después de ser rescatado «siguió una brillante carrera militar y llegó a ocupar los cargos de Maestre de Campo general del reino y gobernador de Valdivia». En efecto, Pineda Bascuñán, prisionero de los araucanos, vivió en difíciles circunstancias una intensa vida de oración y penitencia que impresionó profundamente a los indios, circunstan¬cias que aprovechó para llevar a cabo una extraordinaria labor catequética, atrayendo a muchos naturales que fueron bautizados personalmente por él, y finalmente, cuando fue rescatado, entregó a la Iglesia el germen de una comunidad cristiana.

El profesor Malina Díaz en su tesis doctoral, La Evangelización según las crónicas de Indias, lamentablemente aún inédita, plantea en definitiva, como resumen, una do¬ble vertiente de la función evangelizadora del conquistador: en primer lugar el apoyo que prestó al misionero, no sólo en lo material sino en lo que era más importante, en lo sicológico, al sentirse éste respaldado por un ambiente de religiosidad, y, en segun¬do lugar, la acción directa del laico, que procura la conversión del indio; aunque ge¬neralmente no pase de ahí; porque considera que la catequesis, la profundización en la fe, es una tarea del «profesional», es decir del sacerdote o del religioso, ya sea mi¬sionero o doctrinero, si bien es cierto también que excepcionalmente, ante la ausen¬cia del religioso, como hemos visto, y era frecuente en los primeros momentos, ellos mismos cumplieron esta labor.

Para completar esta sucinta visión de la labor evangelizadora de los laicos en la conquista y primeros años de la colonización de América, es necesario hacer alguna referencia al encomendero y a la encomienda, una de las instituciones indianas más controvertidas. Instaurada por Ovando en La Española y confirmada por las Leyes de Burgos, la encomienda nace con la intención de regular las relaciones entre indios y españoles y, desde el punto de vista que ahora nos interesa, con el propósito de que fuera un ins¬trumento para la cristianización de los naturales. Pero ¿hasta qué punto el encomen¬dero cumplió con esta obligación? Es ciertamente una cuestión difícil de contestar.

Dependía no sólo de la hombría de bien, de la responsabilidad con los compromisos adquiridos -y aquí de todo hubo, como entre los conquistadores en general-, sino de las dotes personales para desarrollar una labor docente, más concretamente cate¬quética, porque no bastaba con la intención de convertir al indio, que quizá fue sufi¬ciente en los primeros contactos, sino de profundizar en la doctrina cristiana. Hubo así quienes se desentendieron totalmente de la obligación impuesta por la Corona; quienes, con más o menos eficacia, la desarrollaron personalmente o por un pariente cercano y quienes, por último y en la mayor parte de los casos, delegaron esta fun¬ción en un seglar más preparado o, cuando se podía, en el que se pensaba más cuali¬ficado para estos menesteres, el sacerdote, pagando, por supuesto, de los ingresos de la encomienda, tales servicios.

La excelente monografía de Lohmann Villena sobre la restitución de conquista¬dores y encomenderos, ha puesto de manifiesto hasta qué punto las admoniciones pa¬ra el buen tratamiento de los indígenas y concretamente las obligaciones impuestas por la encomienda, que nos interesan ahora, no fueron para muchos disposiciones vacías de contenido, sino que actuaron «como reactivo penetrando hasta lo más ínti¬mo de la conciencia de aquellos hombres que una literatura de pacotilla ha estereoti¬pado como duros de cerviz, inmisericordes y fanáticos, incitándoles a realizar, con la convicción de lo que se profesa íntimamente, actos de alcance conmovedores que hablan muy alto de la pulcritud ética de quienes lo cumplían». La profesora Díaz-Tre¬chuelo ha vuelto sobre el tema aportando nueva documentación, proveniente princi¬palmente de testamentos; Enrique Otte, con la publicación de la correspondencia privada de los primeros pobladores, nos ofrece unas conclusiones parecidas desde otra perspectiva.

Pero la encomienda en el siglo XVI, como ocurre en general con el proceso de colonización, no fue una institución estática. Evoluciona rápidamente desde su forma antillana, la etapa en la que predominan las sombras sobre las luces, pasando por la continental -en la que los españoles se encuentran con las altas culturas¬; para terminar con la reformada, al menos en las áreas nucleares de los dos virreinatos, en la que queda reducida a un simple disfrute económico de los tributos que los indios deben al rey. En esta evolución, la obligación evangelizadora del enco¬mendero se reglamenta cada vez más, hasta quedar sencillamente en una contribución pecuniaria -tasada por el Estado y deducida del monto tributario- para sustentar la labor pastoral entre los indios, que desde mediados de siglo está ya per-fectamente organizada al margen de cualquier intervención del encomendero. El encomendero se convierte así, poco a poco, en la figura decadente que describe García Gallo: un simple pensionista del Estado, un soldado sin servicio, un evangelizador sin catequesis.

La ciudad indiana

Completada, en efecto, la primera fase de la conquista, la colonización española en Indias se institucionaliza. Por una parte el poblamiento español es eminentemente urbano y por otro se establece jurídicamente una relativa separación entre las llamadas repúblicas de indios y españoles. Los contactos entre los dos grupos se hacen más tenues, salvo los derivados de razones administrativas y económicas. La labor evangelizadora de los naturales queda en manos casi exclusivamente de los que llamábamos «profesionales». Pero no por ello los seglares pierden su función evangeli¬zadora.

La ciudad de españoles se constituye en un importante imán que atrae con fuerza a los diferentes grupos del complicado mosaico racial y en ella, casi por ósmosis, se impregnan de la religiosidad, de los usos y costumbres, de lo que para entendernos podríamos llamar «iglesia criolla». Esta iglesia criolla siguió jugando, y cada vez con más fuerza, el rol de paradigma para la población indígena, del que hablábamos al principio. No me refiero ahora a los conceptos de buen y mal ejemplo de los españoles para con los indios, de los que en la literatura de la época podríamos encontrar multitud de opiniones que apoyarían por igual una y otra postura, sino a la existencia de un modelo vivo de comunidad cristiana que sirvió de ejemplo para que la predicación de los misioneros no se que¬dara sólo en un modelo teórico.

La sociedad indiana, después de los primeros momentos de la conquista, gira al¬rededor de la familia. Y la mujer se constituye en el elemento estabilizador y en el elemento clave para el trasplante cabal de dos valores esenciales de la cultura occi¬dental. «Las mujeres españolas que pasaron a tierras de América, nos dice Josefina Muriel, fueron de los más diversos tipos. Vinieron las aldonzas y las grandes damas. Las valientes conquistadoras y las quietas pobladoras, las aventureras y las tranquilas monjas; pero todas tenían una común estructura en el orden moral, pues aunque sus formas de conducta variaran, la idea cristiana de la vida con todas sus valoraciones, la tenían bien clara en el corazón como miembros que eran de un pueblo de cultura oc¬cidental católica».

Superados, en efecto, los primeros momentos de la conquista -que es una em¬presa eminentemente varonil con sus consecuentes peligros morales, en los que las re¬laciones de los conquistadores con el elemento indígena femenino, pocas veces se ma¬terializan en matrimonios canónicos- llegan las mujeres europeas, auspiciadas por la Corona -con la intención preferente de reunir a los matrimonios separados-, pero sobre todo por un movimiento espontáneo: son mujeres de todos los estamentos so¬ciales, pero en buena proporción segundonas de las familias aristocráticas, atraídas por la posibilidad de contraer matrimonio con los indianos afortunados; poco des¬pués «el nacimiento de la primera generación de mestizas -beneméritas por herencia y herederas también en buena medida de la tradición occidental y cristiana- permi¬tió realizar plenamente el trasplante del modelo de sociedad española a Indias, cuyo fundamento era la familia protegida por las leyes civiles y canónicas y regida por los principios de la moral cristiana».

En medio de esta familia -de una familia por otra parte extensa, compuesta tanto en las casas haciendas como en las casas solariegas de las ciudades, por círculos concéntricos, de numerosos parientes, criados, indios y negros -la mujer se consti¬tuye generalmente en maestra de vida cristiana. Al marido, al pater familias, le corres¬ponde legalmente el lugar preeminente, pero en la práctica dentro del seno doméstico, es a la esposa a quien le corresponde la dirección de la casa. Fuera del ámbito familiar la mujer jugó también un importante papel apostólico, a través de las cofradías, órdenes terceras y otras iniciativas espirituales, reali¬zando actividades asistenciales y educativas.

Apostolado indígena

Quisiera referirme por último a un aspecto de gran importancia, la participación de la propia población aborigen en la primera evangelización de América. Como en los tiempos apostólicos, muchos de los indios ya cristianizados se convirtieron ellos mismos en entusiastas evangelizadores. Dificultades iniciales impidieron el surgi¬miento de un clero indígena, pero fueron la ayuda imprescindible de los misioneros y doctrineros, primero como intérpretes, luego como mensajeros de la buena noticia entre sus parientes y gentes de sus pueblos y por último, ya de forma institucional, como auxiliares del clero, especialmente como fiscales -un cargo entre religioso y civil- cuyo principal cometido era vigilar por la sana doctrina y las buenas costum¬bres de las comunidades indígenas.

La Corona y la Iglesia fueron conscientes de este papel evangelizador y civilizador del indígena y así desde el principio se procuró la creación de colegios de indios, especialmente para los hijos de los caciques, tanto en España -sobre todo en los momentos iniciales- como después en todos los territorios de la América nuclear. Pa¬ralelamente a estas instituciones educativas dirigidas de forma especial a los jóvenes nobles indígenas, se crean multitud de escuelas anejas a conventos, parroquias y doc¬trinas, donde conjuntamente se inicia a los niños en los rudimentos de la civilización occidental y de la doctrina cristiana, doctrina que después difunden entre los propios pueblos y familias. Los religiosos, especialmente los franciscanos, las utilizaron siste¬máticamente como método misional.

El ejemplo más llamativo entre las instituciones educativas dirigidas a la pobla¬ción indígena es el colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, obra del primer obispo y ar¬zobispo de México, fray Juan de Zumárraga. Fundado en 1535, probablemente con la secreta esperanza de que se convirtiera en seminario, el colegio recibía anualmente como internos a unos ochenta alumnos, escogidos entre jóvenes nobles indígenas, con una formación elemental previa. En el colegio recibían una completa formación humanística en latín, náhuatl y castellano, a la vez que una esmerada educación artísti¬ca: «En ella -en la escuela de Tlatelolco- se formaron varias generaciones de ar¬quitectos, albañiles, músicos, escultores, pintores, expertos en colorear, todos indíge¬nas, que pusieron luego su talento al servicio de la religión nueva. A esa escuela se debe el estilo conmovedor del arte sagrado, que caracteriza al México del siglo XVI; frescos en los muros de los conventos, brillantes cuadros de plumas preciosas, esta¬tuas y coros de rasgos indios, fachadas de iglesias austeras, pero al mismo tiempo lle¬nas de vida... ». Pero sobre todo recibían una esmerada formación religiosa, que ver¬tían después en tantas labores apostólicas que, insisto, se nos presentan como el auxi¬lio inexcusable de la labor misionera de los frailes.

Juan B. Olaechea ha puesto de manifiesto el importante papel que cupo a los ni¬ños y adolescentes indígenas en la evangelización: «En opinión de Motolinía, dice, la obra de la conversión de los indios sin los niños indígenas hubiera sido lo que el Obispo de Tlaxcala escribía al Emperador: "Nos, los obispos, sin los frailes intérpretes, somos como halcones sin muda. Así lo fueran los frailes sin los niños". El tam¬bién franciscano y cronista Mendieta es aún más explícito si cabe: "De la misma ma¬nera que el Señor quiso convertir al mundo antiguo por medio de unos pescadores sin letras y desprovistos de todo valor humano, así también quiso que se hiciese la conversión del Nuevo Mundo, que en número de gentes ha sido mayor de la que hi¬cieron los Apóstoles, no por otro instrumento sino de los niños, porque niños fueron los maestros (en las lenguas indígenas) de los evangelizadores, niños fueron también los predicadores, y niños los ministros de la destrucción de la idolatría».

En ocasiones, el mismo entusiasmo religioso que incitó a la pequeña Teresa de Ávila y a su hermano a caminar a tierras de moros para que los descabezaran porCristo, lleva a los niños indígenas, imitando a los frailes, a internarse por su cuenta y riesgo a predicar la buena nueva entre los infieles: «Algunas veces eran los mismos muchachos quienes por propia iniciativa y a hurtadillas se lanzaban por tierras sin ollar todavía por la planta del misionero. Así en 1536 salían de Tlaxcala –gran centro de irradiación misionera-, después de confesar y comulgar dos mozalbetes y sin decir nada a nadie se metieron tierra adentro más de cincuenta leguas para enseñar y convertir naturales. Y allá anduvieron, no sin harto trabajo, hasta enseñar lo que ellos sabían y poner a la gente en razón para recibir la palabra de Dios. Y no era éste un caso aislado, según lo atestigua Motolinía, sino que otros indiezuelos realizaron la misma labor en muchas provincias y pueblos remotos, donde por sólo la mano suya destruyeron muchos ídolos, levantaron cruces y pusieron imágenes».

Muchos de estos chicos continuaron después su labor de forma más instituciona¬l, como fiscales de pueblos indígenas. La estructura definitiva, aunque los precedentes son abundantes en los primeros momentos de la colonización, surgió en Nue¬va España por iniciativa de los franciscanos, tal como lo destaca Duverger: «... el gran mérito de los franciscanos es haber llegado a implantar, cueste lo que cueste y a pesar de todas las dificultades, una red de responsables indígenas dotados de funciones y labores apostólicas reales y presentes en el campo de su acción misionera. Recordemos que los frailes no eran más que unos pocos cientos de individuos, en la mitad del siglo XVI y debían actuar en su territorio de misión de un millón de kilómetros cuadrados. Por sí solos nunca hubieran podido dominar el terreno, como lo hicieron».

Generalmente en cada comunidad existían dos cargos, el tepixqui y el tlapixqui, el primero con las labores de enseñanza y vigilancia de la fe y moral cristianas, además de algunas otras de asistencia espiritual, y el otro, equiparable a un sacristán, encargado de los medios materiales. Su creación fue oficializada en 1532, otorgándole un cierto poder coercitivo y autoridad civil al estar insertados en el cabildo indígena; y desde allí se extendió con más o menos parecidas características por toda América.

En el virreinato peruano, los concilios limenses del siglo XVI se ocuparon de los fiscales. El primero, de 1552, habla del nombramiento de dos a cuatro por cada comunidad indígena, y de que debían encargarse de la doctrina «en las cosas de nuestra santa fe católica y les enseñen como han de rezar cuando se levantan, y bendecir lo que comieren y bebieren, y otras buenas costumbres y policía, y leer y escribir y contar, y los libros que leyeren sean de buena doctrina». El segundo y tercero conci¬lios reiteran estas disposiciones. «En general los fiscales, según la legislación conciliar, no sólo velan por el desaparecimiento de la idolatría, sino por la moral pública y las buenas costumbres, cuidando además de los enfermos, a quienes asisten espiritual y corporalmente».

La autoridad civil, por otra parte, dio su total respaldo a los fiscales, liberándolos, por ejemplo, de cualquier carga, especialmente de los tributos, con lo que, por un la¬do, se les otorgaba mayor libertad de acción y, por otro, se les revestía de autoridad para desempeñar con mayor eficacia su labor.

La institución fue alcanzando su madurez a lo largo del siglo XVI, de tal manera que el Sínodo de Tucumán, celebrado en 1597, puede perfilar con más detalle el ser¬vicio apostólico de estos indígenas: debe haber, se dice, un fiscal en los pueblos de menos de cien habitantes y dos en los que pasen de este número: deben ser seleccio¬nados entre personas maduras -que al menos «en el aspecto parezcan de cuarenta años»-, casadas y que lleven vida ejemplar; los pastores deben esmerarse en su for¬mación y vigilar sus actividades por medio de visitadores. Madurez que permitió su desarrollo en los siglos siguientes, adaptándose a los diferentes pueblos y culturas americanos.

Paralelamente a estos cargos oficiales nos encontramos a otros muchos indígenas que desempeñaron oficios que suponen también una colaboración con la evangeliza¬ción: acólitos, cantores, porteros, mayordomos de cofradías, etc., a los que Dionisio Borobio ha dedicado unas líneas especiales, y que nos demuestran además, la madu¬rez que alcanzaron muchas de estas comunidades cristianas indígenas.

Junto a esta labor personal de algunos indígenas nos encontramos con el servicio apostólico que prestaron voluntariamente grupos numerosos compuestos de familias aborígenes, que se trasladaban por indicación de los misioneros a otros pueblos más o menos cercanos e incluso a territorios alejados. «Quienes más se distinguieron en esta forma de apostolado fueron los tlaxcaltecas, de los que se valieron los franciscanos para evangelizar a los chichimecas a finales del siglo XVI». Reconocida la eficacia del método, los franciscanos, lo mismo que los jesuitas, en los siguientes siglos recu¬rrieron muchas veces a él.

Termino como empezaba: la cristianización de América fue una labor conjunta de la Iglesia, de cada una de sus partes; también de los laicos, que en diferentes tiem¬pos y de diferentes modos cumplieron un importante papel en la evangelización del Nuevo Mundo.

<references>

  1. ESCOBEDO, R., «La vida religiosa cotidiana en América durante el siglo XVI, en Evangelización y Teología en América (siglo XVI), 11, Pamplona 1991, y en Scripta Tbeologica, vol. XXI, fase. 2, Pamplona 1989.