Diferencia entre revisiones de «LISSÓN CHAVES Emilio»

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==Familia, infancia, adolescencia juventud==
 
==Familia, infancia, adolescencia juventud==

Revisión del 09:31 6 ago 2018

(Arequipa, 1873 – Valencia, 1961) Arzobispo de Lima, Religioso Paúl

Familia, infancia, adolescencia juventud

Emilio Lissón Chaves nació el día 24 de mayo de 1873 en el seno de una familia cristiana de Arequipa (Perú) y fue bautizado a los dos días de nacido en la parroquia del Sagrario de Arequipa. Le impusieron los nombres de Juan Francisco Emilio Trinidad.

La experiencia de fe la recibió no sólo de su madre, sino también de su abuela materna. Desde niño asimiló el «Catecismo explicado de la Doctrina cristiana» del Padre José García Mazo, libro conservado en la biblioteca de la casa. El padre falleció prematuramente y correspondió a la madre guiar y proteger la infancia de Emilio. En septiembre de 1884 la madre lo llevó al Colegio Seminario «San Vicente de Paúl» de la Congregación de la Misión (Padres Lazaristas o Paúles o Vicentinos).

En ese colegio lo recibió el padre Hipólito Duhamel, quien como director del plantel había introducido nuevos métodos de enseñanza que permitían a los alumnos desarrollar sus capacidades humanas, intelectuales y vocacionales. Como recordaba posteriormente Víctor Andrés Belaunde, futuro Presidente de la ONU en 1948, el P. Hipólito Duhamel, ejerció notable influencia en la formación integral de aquella generación a la que pertenecieron, al lado de Emilio Lissón, el propio Belaúnde, su hermano Rafael, Juan Gualberto Guevara –que fue el primer peruano en recibir la dignidad cardenalicia- y otros hombres probos, que empezaron a actuar en la vida política, cultural y religiosa del país.

Según Belaunde, el padre Duhamel supo inspirar en esa generación el culto del humanismo cristiano, el amor del paisaje y de la historia, el respeto del pasado y de la latinidad, y la afición a las literaturas de España y de Francia. Al mismo tiempo, enseñó a establecer netos deslindes, a buscar soluciones en la fe, en el orden y en la razón, a denunciar anomalías en injusticias, a buscar el bien común. Emilio Lissón estudió durante ocho años -1884 a 1892- en el colegio «San Vicente de Paúl».

Vocación sacerdotal y misionera y su formación

Transcurrido el último decenio del siglo XIX y concluidos sus estudios escolares, Emilio Lissón sintió la vocación sacerdotal. Superado los estudios de filosofía entró en el Seminario Mayor de Arequipa, «San Jerónimo», que era regentado por los padres lazaristas. Allí pidió el ingreso en la Congregación de la Misión.

En 1892 partió rumbo a Marsella y a París, hacia Tolouse Lautrec y a Ofenbach. Eran los tiempos del positivismo y del idealismo, los tiempos en que maduraba el pensamiento modernista, con sus contradicciones; el periodo de la maduración del socialismo y del conflicto entre trabajadores y empresarios. Del fortalecimiento de la burguesía.

El 18 de mayo de 1892 Emilio Lissón empezó, en París, su Seminario Interno (Noviciado) en la Congregación de la Misión. Tenía veinte años. Dos años más tarde emitió los Votos y continuó los estudios de Teología, Sagrada Escritura y Ciencias Naturales. El 8 de junio de 1895 fue ordenado de sacerdote en la Casa Madre de la Congregación de la Misión de París.

Regreso al Perú y actividad misionera en Trujillo

El padre Emilio Lissón regresó al Perú inmediatamente después de su ordenación. Fue destinado a dar clases en el Colegio Seminario «San Vicente de Paúl» y en el Colegio Apostólico de la Congregación de la Misión. Se matriculó en la Universidad de San Agustín para seguir cursos de Geología y de Ciencias Naturales, y para completar su formación humanista siguió también varios cursos de Jurisprudencia. Hacia 1902 se le encargó la dirección del Colegio Seminario «San Vicente de Paúl», al mismo tiempo que dictaba las asignaturas de Teología y de Derecho en el Seminario Mayor.

En 1907 fue destinado al rectorado de Colegio-Seminario «San Carlos y San Marcelo» de Trujillo. Entre sus alumnos se encontraba Víctor Raúl Haya de la Torre, futuro líder político peruano, creador de un partido político y con una notable influencia en la historia peruana.

Un paréntesis

Desde que José de San Martín emanó en Huara un estatuto provisorio para el país que estaba emancipándose, se estableció que el Jefe del Estado asumía el «protectorado» de la Iglesia en el Perú, lo que significaba que, en virtud de una declaración unilateral, el Rey de España cesaba en sus funciones de «Protector» de la Iglesia, según el « Patronato Real» que había concedido el Papa Julio II.

A partir de 1821, ese protectorado «de facto» (Neopatronato) fue ejercido, con diversas modalidades, por todos los Presidentes del Perú. Consideraba abusivamente el gobierno peruano que el ejercicio del protectorado era un derecho de su soberanía. El tema fue discutido con el Vaticano por los representantes diplomáticos del Perú con la Santa Sede, el canónigo Bartolomé Herrera y Luis Mesones. El Perú pretendía firmar un concordato en el que la Santa Sede «reconociera» al Presidente de la República el ejercicio del Patronato. De parte Pontificia se sostenía que el patronato era una «concesión» del Sumo Pontífice.

Pío IX puso fin al dilema. El 5 de marzo de 1875, con la Bula «Preclara Inter Beneficia» concedía al Presidente del Perú y a sus sucesores pro tempore, el goce, en el territorio de la República, del derecho del de Patronato, de que gozaron por gracia de la Sede Apostólica los Reyes Católicos de España, antes que el Perú estuviese separado de su dominación.

A partir de entonces y hasta 1980, los Presidentes del Perú ejercieron «de jure y por gracia de la Santa Sede Apostólica» el Patronato de la Iglesia del Perú, y, en consecuencia, gozaban de la facultad de presentar a la Sede Apostólica, con ocasión de la vacante se la Silla Arzobispal o de las Sillas Episcopales, Eclesiásticos dignos y aptos… para ocupar las sedes vacantes.

Obispo de Chachapoyas

En el ejercicio de esa potestad, en 1909 el Presidente del Perú Augusto B. Leguía, elevó preces a Su Santidad San Pío X, presentando una terna para el nombramiento del Obispo de Chachapoyas. El 10 de septiembre del mismo año se nombró a Emilio Lissón Chaves –que se encontraba en Trujillo- Obispo de Chachapoyas. Tenía treintaisiete años al tiempo de su nombramiento. Hasta entonces había prestado servicios en Arequipa y en Trujillo, dos de las ciudades más importantes del Perú y su experiencia había sido la de docente y director espiritual en los colegios seminarios de esas ciudades.

Chachapoyas se encuentra en la vertiente oriental de los Andes; era un centro de modestos agricultores con un amplio territorio, 250.000 kilómetros cuadrados, que se extendía de los Andes a la Ceja de Selva; cuya jurisdicción episcopal comprendía entonces los actuales departamentos de Amazonas, San Martín y Loreto. Sus habitantes, en buena parte eran analfabetos y el Evangelio no había llegado a muchas comunidades indígenas, carecía de vías de comunicación, tenía una economía primitiva, basada en la agricultura, en la que predominaba el trueque. A su llegada a Chachapoyas pudo notar la necesidad de aumentar el clero mediante la llamada y la formación diocesana y la colaboración de los religiosos; a partir de 1913 acogieron su llamada doce misioneros Pasionistas españoles, que instaló en varias parroquias de la diócesis, algunas de ellas ubicadas en alejadas aldeas de la Selva. Igualmente obtuvo la asistencia de los Franciscanos para organizar el Colegio Diocesano. No podía olvidar el nuevo obispo de Chachapoyas su vocación docente, ni descuidar su misión de amparar a los desvalidos y de anunciar el Evangelio entre quienes no tenían noticias de la Buena Nueva de la Salvación. A veces Lissón se sentía como los primeros misioneros del siglo XVI. Lo angustiaba la carencia de medios, las distancias y la indiferencia, pero trabajaba con constancia, siendo un hombre evangélico de oración y de fe. Para tomar contacto directo con los fieles y remediar las necesidades de su Diócesis hizo dos visitas pastorales. Sus medios de transporte fueron la canoa, la mula y no pocas veces a pie. Se entregó totalmente al servicio de su grey, colocándose al lado de los pobres y preocupándose por la educación de los niños y la formación de nuevos sacerdotes, al mismo tiempo que organizaba las misiones «ad gentes».

En sus visitas pastorales había advertido la carencia de infraestructuras para beneficiar los recursos naturales de la zona. Para remediar esta carencia se dedicó a la promoción social e hizo instalar talleres de mecánica, una imprenta, un aserradero, una carpintería, un almacén y un molino para pilar arroz. Al mismo tiempo organizaba las misiones, abría un colegio menor con residencia para los alumnos y, siguiendo el ejemplo de Santo Toribio de Mogrovejo, convocó cuatro Sínodos diocesanos en los años 1911, 1913, 1916 y 1918.

No era autoritario. Al contrario, concebía su misión como producto de un esfuerzo común y coordinado. En los nueve años que duró su misión apostólica en Chachapoyas, realizo dos viajes a Roma para cumplir con la visita «ad Limina». Contaba el Arzobispo Lissón que cuando lo recibió Pío X, éste le dijo: “Hijo, necesitas más piernas que cabeza para ser Obispo de Chachapoyas”. Habría respondido el obispo Lissón: “Santidad, esa exigencia pastoral sí que la tengo”.

Arzobispo de Lima

Habiendo quedado vacante la Silla Episcopal de Lima, el Presidente José Pardo solicitó de la Santa Sede el traslado del Obispo de Chachapoyas a Lima como su XXVII Arzobispo. El 25 de febrero de 1918 Emilio Lissón fue nombrado Arzobispo de Lima y Primado del Perú. La residencia tradicional de los Arzobispos, ubicada al lado del Iglesia del Sagrario y de la Catedral, se encontraba en malas condiciones de habitabilidad, por lo que el nuevo arzobispo optó por ocupar unos locales en el Seminario de Santo Toribio, que le hacían recordar los años de su labor docente y le permitían seguir de cerca la formación de los futuros sacerdotes, a quienes en las tardes dirigía en formación espiritual. Despertar y alentar vocaciones así como promover la formación integral de quienes aspiraban al sacerdocio, fue una permanente preocupación del Arzobispo Lissón. Emanaba severas disposiciones para reglamentar la vida del clero, para fomentar la vigencia del magisterio de la Iglesia y para impulsar la enseñanza del Doctrina Cristiana. En el curso de su gestión episcopal, se crearon cinco seminarios menores de educación primaria y secundaria, entre éstos cabe mencionar el «Externado de Santo Toribio» en Lima, que encomendó a los Hermanos de La Salle, que había solicitado en 1920. Proyectaba en esos años el arzobispo Lisson la creación de una Universidad Católica, pero no logró realizarla debido a la falta de apoyo en todo sentido. Los esquemas de la sociedad se estaban transformando debido a la tendencia en el siglo XX a una nueva visión de las estructuras sociales, y a un anhelo de igualdad y justicia.

El gobierno que presidía Augusto B. Leguía había obtenido su legitimización, y de una Asamblea Constituyente había emanado una nueva Constitución que permitía la reelección inmediata del Jefe del Estado, en contraste con la tradición constitucional que la había siempre prohibido. Leguía gobernó once años –de 1919 a 1930- con mano firme. Durante ese prolongado régimen el país se modernizó, se realizaron obras públicas e irrigaciones.

No ignoraba el Arzobispo de Lima la situación que atravesaba el país. Tenía conocimiento directo de los sufrimientos de la clase trabajadora y por ello propició la construcción de casas para los obreros, al mismo tiempo que apoyaba la publicación de la revista «La Tradición» y alentaba la fundación de la Acción Católica para difundir el magisterio de la Iglesia y su doctrina social. Los agudos problemas del proletariado y la necesidad de encararlos en una perspectiva de paz y de justicia social, animaron al arzobispo Lissón, inspirado en la Encíclica «Rerum Novarum» de León XIII, a emanar una pastoral en la que proponía:

“Participación racional y equitativa en las utilidades de las empresas industriales, así como en los riesgos que de ella se deriven. Adviértase desde luego que el salario es la primera forma de esa participación.

Los obreros tendrán representación en los directorios de las industrias.

De común acuerdo se determinará la parte de las utilidades que corresponden al obrero, además de su salario.

El obrero como garantía de estabilidad en su trabajo dejará como reserva, en poder del capitalista, una parte de su salario según sus condiciones y en razón inversa al número de los miembros de su familia. Esta reserva le será entregada junto con la utilidad que le corresponde al verificarse el balance en tiempo convenido.”

La reacción de los empresarios ante estas novedosas propuestas del prelado fue calificarlas como disgregadoras de las relaciones entre empresarios y trabajadores, lesivas de los intereses de las empresas y como una interferencia episcopal en temas que no eran de su competencia. Sin embargo su labor pastoral, su preocupación por el bien social, sus silenciosas obras de caridad, granjearon al Arzobispo el afecto y la adhesión del pueblo limeño.

Visitaba las parroquias limeñas, los hospitales, las escuelas, recorriendo a pie las calles de la ciudad o subiendo a los tranvías, que eran entonces los únicos medios de transporte urbano. El Presidente Leguía, que sentía necesidad de aumentar la popularidad y que a partir de 1921 había inaugurado una política de dispendiosas celebraciones, quiso granjearse el apoyo del arzobispo Lissón, por lo que dispuso en vísperas de los centenarios de la independencia del Perú (1921) y de las batallas de Junín y Ayacucho (1924), que consolidaron la independencia, que el austero palacio arzobispal de Santo Toribio de Mogrovejo fuera reconstruido adoptando un estilo neocolonial.

Además, como gesto de amistad regaló el Presidente al Arzobispo Lissón un automóvil, que éste vendió para destinar el recabado a obras de caridad. Pero el Presidente puso entonces a disposición del arzobispo un automóvil presidencial. Eran gestos de cortesía que no comprometieron la independencia del arzobispo, que vivía con austeridad.

Consagración del Perú al Sagrado Corazón de Jesús

El 25 de abril de 1923, después de haber oído la opinión de todos los obispos peruanos, el arzobispo Lissón publicó una Carta Pastoral en la que anunciaba la celebración de una solemne ceremonia para la consagración del Perú al Sagrado Corazón de Jesús, como un testimonio de acendrada devoción del pueblo peruano. El Presidente Leguía, en su calidad de «Patrono de la Iglesia en el Perú» se adhirió al gesto. Se convertía así aquella manifestación religiosa en un acto también político.

Inmediata fue la reacción del escritor Clemente Palma, director de la revista «Variedades», del diario de oposición «El Comercio» y de la Federación de Estudiantes que presidía Víctor Haya de la Torre. Mientras Clemente Palma y el diario «El Comercio» se limitaron a elevar una protesta, la Federación de Estudiantes organizó una manifestación que realizó el 23 de mayo, misma que degeneró en graves actos de vandalismo contra las iglesias.

En conversaciones privadas, Haya de la Torre afirmaba que días antes del 23 de mayo, se encontró con el arzobispo Lissón –su antiguo profesor del seminario de Trujillo- para expresarle que la manifestación que se organizaba no era ni contra él, ni contra la Iglesia sino contra el Presidente Leguía. Advertía el Presidente que declinaba su popularidad en vísperas del renuevo de su mandato presidencial y tomaba las medidas necesarias para captar simpatías políticas.

No dejaba de poner en evidencia su adhesión a la Iglesia, asistiendo a funciones religiosas, elogiando la labor de la jerarquía católica y facilitando sus programas de promoción social. En febrero de 1929, cuando se había abierto la campaña para las elecciones presidenciales, el Nuncio Apostólico Gaetano Cicognani, en una ceremonia realizada en el Palacio de Gobierno con asistencia de la Jerarquía católica de Lima, del Cuerpo Diplomático y de las autoridades civiles, impuso al Presidente Augusto B. Leguía las insignias de Caballero de la Orden de Cristo, la máxima condecoración pontificia que le había otorgado el Papa Pío XI.

Caída del Presidente Leguía y destierro del arzobispo Lissón

Después de once años de gobierno, el régimen que había instaurado en 1919 Augusto B. Leguía y que de año en año se había convertido en una dictadura, se derrumbó como consecuencia de un Golpe de Estado encabezado en Arequipa por el Comandante Luis Miguel Sánchez Cerro, quien contaba con la adhesión de los intelectuales arequipeños y de otros sectores políticos.

Una vez que se encarceló al ex Presidente, se instituyó un «Tribunal de Sanción Nacional» ante el cual se acusó a arzobispo Emilio Lissón de haber legitimado el régimen dictatorial forzando el sentimiento católico de la mayor parte de la sociedad peruana. También se le acusó de haber malversado los bienes de arzobispado mediante la creación de la Sindicatura Eclesiástica y la inversión de fondos de empresas llamadas al fracaso económico. Algunos eclesiásticos llegaron a sostener que el arzobispo carecía de una sólida formación teológica.

Pagaba el arzobispo Lissón con esas acusaciones su adhesión a la Doctrina Social de la Iglesia, su rectitud, su dedicación a los pobres, su trabajo en favor de la justicia social. El Tribunal de Sanción examinó las acusaciones contra el prelado y las rechazó en pleno. No quedaron satisfechos quienes dirigían la política esos años turbulentos, e hicieron llegar a la Santa Sede sus reservas contra arzobispo Lissón, contra quien renovaron las acusaciones de haber tenido indebidas injerencias en la política, de haber administrado mal los bienes de la Iglesia y de carecer de una sólida formación teológica.

¿Qué autoridad podían tener las autoridades civiles o un grupo de sacerdotes para renovar contra el arzobispo Lissón imputaciones que había desechado un Tribunal de Sanción Nacional? y ¿quién podía dudar de la sólida formación teológica de quien se había formado con rigor científico en el Seminario Mayor de Arequipa y en el Teologado de la Congregación de la Misión de París, donde tuvo como profesor al conocido misionero lazarista P. Guillaume Pouget, quien tuvo una influencia profunda sobre un gran número de profesores y estudiantes universitarios de la época, tales como: Jacques Chevalier, Jean Guitton, Emmanuel Mounier, Gabriel Marcel… etc.?

Se entrevistó el arzobispo con el Nuncio Apostólico, quien le hizo saber que en Roma se prefería que abandonara la sede limense. Obedeció y tomó voluntariamente la vía del destierro. En Roma solicitó audiencia de Pío XI, quien le recibió el 20 de febrero de 1931. Ante su defensa ante el Papa, éste lo interrumpió diciéndole: “Usted no tiene nada de qué defenderse, no hay ninguna acusación canónica contra Usted; hemos usado este procedimiento paterno para su bien y el de los feligreses”.

Optó por renunciar formalmente al cargo de arzobispo de Lima, y en Roma se retiró con humildad a la Casa Internacional de la Congregación de la Misión. El arzobispo Mariano Holguín asumió la dirección del Arzobispado en calidad de Administrador Apostólico de 1931 a 1933, año en que fue consagrado Arzobispo de Lima Pedro Pascual Farfán.

Estadía en Roma

El arzobispo Emilio Lissón fue designado arzobispo titular de Methymna. Solicitó volver al Perú como párroco en Chachapoyas o como misionero en la Amazonía. Petición que le fue denegada. Carecía el arzobispo Lissón de un patrimonio económico; había vivido siempre austeramente y con discreción. En Roma, como un simple sacerdote servía de guía a quienes visitaban las catacumbas y las iglesias romanas.

En la Congregación de la Misión confesaba a seminaristas y sacerdotes. Era también capellán de las Religiosas Reparadoras del Sagrado Corazón, una Congregación de origen peruano, y solicitado para acompañar retiros espirituales en varias comunidades religiosas. Pero se daba también tiempo para hacer estudios de arqueología e historia de la Iglesia y para realizar investigaciones en el Archivo Vaticano.

A él se dirigió el gran historiador peruano Raúl Porras Barrenechea, en 1935, para obtener copias de documentos e impresos conservados en el Archivo y Biblioteca del Vaticano, destinados al volumen «Las relaciones primitivas de la conquista del Perú». En esos mismos años había tenido oportunidad de conocer al arzobispo de Pamplona Marcelino Olachea y Loizaga, y al futuro Cardenal de Sevilla Pedro Segura, quienes lo animaron a trasladarse a España, donde los estragos de la guerra civil habían más que diezmado la comunidad de sacerdotes y religiosos en una de las persecuciones marxistas y anarquistas más crueles de la historia.

El arzobispo Lissón en España

El Arzobispo dimisionario de Lima dejó Roma y se embarcó el 24 de mayo de 1940 rumbo a España, donde llegó el 6 de junio del mismo año, siendo recibido por miembros de la Congregación de la Misión (Padres Paúles). Con la ayuda de la Congregación emprendió una peregrinación por las tierras de Ignacio de Loyola, de Teresa de Jesús y de Juan de la Cruz, experiencia que le permitió profundizar su misticismo y su devoción meditando sobre la obra excepcional y los escritos e inspiraciones de estos místicos españoles.

A su llegada a Sevilla se dirigió a los Padres Paúles, en espera de poder servir en esa diócesis como modesto misionero. El Arzobispo de Sevilla, el Cardenal Segura, lo llamó para pedirle que actuara en calidad de Obispo auxiliar. Volvía a desempeñarse en el apostolado, como lo hacía en Lima, acercándose a los pobres y asistiendo, en particular, a la alegre comunidad gitana. Se desplazaba a pie y se detenía de casa en casa; bendecía a los enfermos y asistía a los moribundos.

Al mismo tiempo recopilaba documentación histórica en el Archivo de Indias, en total 4533 documentos, para publicarlos en la obra de cinco tomos «Historia de la Iglesia de España en el Perú», en los que registró los documentos relativos a la historia del Perú de 1522 a 1800, dando muestras de su paciente dedicación a la historia. Tres de los grandes historiadores del Perú –José Agustín de la Puente y Candamo, Guillermo Lohmann Villena y Miguel Marticorena- fueron testigos de su paciente tarea en el Archivo de Indias de Sevilla, así como de su filial afecto a los gitanos y pobres sevillanos. Los cinco volúmenes se publicaron en Sevilla en 1943. Su lectura permite, por ejemplo, formarse una idea del impacto que produjo en la corte de Carlos V el descubrimiento del Perú; la voluntad del Emperador de favorecer la evangelización, de evitar maltratos y el deseo de atender a los hijos de Atahualpa, como resulta en una Real Cédula de 1547, conservada en el Archivo de Indias: «Audiencia de Lima 566, Libro 5, Folio 50».

La relación documental de arzobispo Lissón no es sólo de primera importancia para la historia de la Iglesia en el Perú, sino que es de indispensable uso para localizar en los archivos españoles la documentación necesaria para escribir la historia de la formación de la sociedad peruana entre 1532 y 1800.

En 1950 todavía se dejaba sentir en España la necesidad de Obispos debido a la vacancia de trece diócesis, cuyos obispos habían sufrido el martirio durante la persecución anticatólica marxista y anarquista de los años treinta, y que habían quedado vacantes desde entonces. El arzobispo Lissón se puso a disposición de la Conferencia Episcopal Española para administrar los sacramentos, especialmente el de la confirmación y el de la ordenación presbiteral, así como para realizar visitas pastorales.

El arzobispo de Valencia, Arzobispo Marcelino Olaechea lo invitó a trasladarse a esa ciudad y le dio hospitalidad en el Palacio Episcopal. Desplegó una gran actividad en Valencia, en Sevilla, en Badajoz, en Alicante, en Teruel, en Cuenca, en Madrid, en Salamanca, en Albacete, en Jaén, en Murcia y dondequiera se le mandara; actuó siempre confiando en la Divina Providencia. España atravesaba una época turbia de su historia, las familias como el clero habían quedado laceradas por la persecución anticatólica y por la tragedia de una guerra civil fratricida (1936-1939).

Los destrozos y la penuria cundían en los campos, en las aldeas y en las ciudades. Viudas y huérfanos sufrían los desastres de la guerra y las durezas de una atroz postguerra. El arzobispo Lissón se presentaba en sus casas llevando el consuelo de su palabra y la asistencia material de la que disponía. Donaba su abrigo, se desprendía de su sombrero, del paraguas y alguna vez del anillo episcopal para socorrer a los necesitados.

Se hospedaba en modestas casas de los labriegos, con quienes compartía alegrías y penurias. Con ellos recitaba el Rosario. Los gitanos de Sevilla y de Valencia lo respetaban por la disponibilidad que demostraba, porque los ayudaba en lo material y en lo espiritual, porque comprendía sus necesidades. Lo llamaban: «Monseñó er zanto». Burgueses, aldeanos y campesinos lo llamaban «el Obispo de los pobres». Una fuerza compulsiva, la gracia del Señor, lo inducía a cumplir esas obras de caridad.

Encontrándose en Huelva, en marzo de 1945, los cófrades de Nuestro Padre Jesús en las Penas de las Tres Caídas, lo invitaron a bendecir esa milagrosa imagen y como reconocimiento, gratitud, admiración a su labor apostólica y expresión de filial afecto, se le nombró Hermano Mayor Honorario. Demostró siempre un lúcido entendimiento y una firme voluntad de servir.

Habían pasado veinte años desde su obligada e injusta salida de Lima y solicitó permiso para regresar al Perú sin pretender dignidades, quería volver al terruño, dejar ser exilado… Se le autorizó pero con la condición que fijara su residencia en Arequipa. Al mismo tiempo se le hizo saber que sería más oportuno que continuara su trabajo cerca de los prelados de Sevilla y de Valencia. Acogió la insinuación y optó por permanecer en España.

Había renunciado a volver al Perú, pero soñaba con el terso cielo arequipeño, con el suave rumor de los ríos amazónicos, con el verde perfumado de los bosques, con la garúa limeña. Jamás profirió palabra alguna contra sus acusadores. Al contrario, en su interior, los había perdonado y los encomendaba a la misericordia de Dios. Prosiguió su labor como Obispo Auxiliar de Sevilla y Valencia. Iba de una ciudad a otra explicando el Evangelio con claridad sin rebuscamientos literarios, dando muestras de su dedicación integral, de su infinita capacidad de obedecer y de servir con abnegación y alegría.

Enfermedad, muerte y retorno a Lima

En 1960 se quedó sin poder hablar y no pudo más celebrar la misa diaria; se ocupaba en mirar el crucifijo, rezar el Rosario y leer el Kempis. Contaba con el apoyo de su entrañable amigo el Arzobispo Olaechea, quien designó a un Hermano salesiano para que lo cuidase en todo momento. Lo mismo hacía su secretario personal, el Padre Puertas, así como las Hijas de la Caridad y los Padres Paúles de Valencia.

Tras quince días en estado de coma la muerte le llega en el Palacio arzobispal de Valencia el 24 de diciembre de 1961, dejando el recuerdo de una vida ejemplar, de sus enseñanzas, de su caridad y un ejemplo de perfección y de resignación a lo largo de su vida terrena. El 26 de diciembre se celebra el funeral en la catedral; presidió el Arzobispo Olaechea, con la presencia de muchos sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles.

Fue enterrado en la Catedral de Valencia, donde estuvo hasta el 24 de julio de 1991, en que volvieron sus restos al Perú, a la catedral de Lima. Los obispos y el clero, sacerdotes vicentinos, Hijas de la Caridad, religiosos y fieles, los recibieron como las reliquias de un santo. Quienes fueron testigos de la identificación del cadáver manifiestan que su cuerpo estaba incorrupto y que fue motivo de un emocionante encuentro sobrenatural.

Desde el día de Santiago Apóstol, 25 de julio de 1991, sus restos mortales se veneran en la Catedral de Lima, capilla de Santa Rosa de Lima. En febrero de 1992, los 55 Obispos de la Conferencia Episcopal Peruana votaron, por unanimidad, que era necesario iniciar los pasos para introducir la causa de canonización del que fuera vigésimo séptimo arzobispo y metropolitano de Lima, el misionero Vicentino, Arzobispo Emilio Francisco Lissón Chaves.

En camino hacia los altares

El 20 de septiembre de 2003 el Arzobispo de Valencia instaló un Tribunal Eclesiástico con sede en España y otros Vice-Tribunales, para que examinaran la vida ejemplar y virtudes heroicas del Arzobispo Lissón con miras a postular su beatificación. El 20 de julio de 2004, el Arzobispo de Lima, Cardenal Juan Luis Cipriani instituyó el Vice-Tribunal correspondiente, ante el cual asumió la postulación de la causa el Arzobispo Raimundo Revoredo Ruiz, de la Congregación de la Misión.

En esa oportunidad el Cardenal Cipriani declaró “Para nosotros sucesores de Arzobispo Lissón es una obligación el imitar sus virtudes y pedir a Dios que nuevamente bendiga a nuestra tierra peruana a lo largo de estos años como un posible nuevo santo”.

Como reseña de la vida ejemplar del Arzobispo Emilio Lissón Chaves, Obispo de los Pobres, citamos la parte final de un texto que Víctor Andrés Belaúnde escribió a propósito de la primera Carta Pastoral de Arzobispo Lissón:

“Los que creemos que los sentimientos religiosos constituyen un tesoro de fuerza espiritual que no debe extinguirse, los que deseamos que la Iglesia cumpla su misión con entera libertad y eficacia, apartada de pequeños intereses y de turbias miras de una imposible dominación política, tenemos que recoger con entusiasmo las palabras de Arzobispo Lissón, y saludarlas como una nueva aurora del catolicismo en el Perú” (La Pastoral del Arzobispo, «Mercurio Peruano», 1918).


B I B L IO G R A F Í A

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JOSÉ ANTONIO UBILLÚS LAMADRID, C.M.