MÉXICO; Camino del nacimiento de un estado laico (XVIII)

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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DIVERSAS REACCIONES TRAS LOS "ARREGLOS"

Obispos y sacerdotes ante las angustias de la persecución

El conflicto religioso, la guerra cristera y los “arreglos” plantearon graves problemas de conciencia a muchos católicos, empezando por los mismos obispos y sacerdotes. Cada cual intentó responder intentando seguir la doctrina tradicional católica a preguntas ineludibles. Lógicamente, los obispos tuvieron que enfrentarse con el problema para dar las indicaciones pastorales y éticas necesarias.

El mismo problema se lo plantearon los responsables del laicado católico militante, los dirigentes de la «Liga» y muchos de los combatientes en favor de la libertad religiosa. Concluidos los acuerdos las reacciones fueron muy diversas; la mayoría de los católicos acogieron las decisiones de la Jerarquía eclesiástica con una obediencia sufrida; pero algunos los discutieron y rechazaron como una derrota, sin más.

El problema de la licitud de la lucha armada como respuesta a las graves injusticias permanentes de un Estado que desoía las reivindicaciones sobre los derechos fundamentales a la libertad religiosa, se había propuesto crudamente ya desde los albores del levantamiento cristero. “Puesta en presencia del hecho consumado «cristero», la Iglesia reaccionó muy prudentemente, y en el plano teológico primero. Era imposible esquivar el problema, ya que no pocos jefes cristeros acudieron a consultar a sus párrocos en cuanto a la legitimidad del levantamiento, y éstos trasmitieron la consulta a sus obispos o a los teólogos romanos. La Liga no se lanzó a la lucha armada sin consultar, teológicamente, al Comité Episcopal”.[1]

El mismo «Osservatore Romano» había escrito el 2 de agosto de 1926 que en aquellas circunstancias “No les queda a las masas, que no quieren someterse a la tiranía, y a las cuales no detienen ya las exhortaciones pacíficas del clero, otra cosa que la rebelión armada”. El 1° de noviembre, el Comité Episcopal respondía a las acusaciones gubernamentales que: “Casos hay en que los teólogos católicos autorizan no la rebelión sino la defensa armada contra la injusta agresión de un poder tiránico, después de agotados inútilmente los medios pacíficos. El Episcopado no ha dado ningún documento en que se declare que haya llegado, en México, ese caso”.

Algunas semanas después, la «Liga» presentaba al Comité Episcopal un memorial en que le pedía: no condenar el movimiento; sostener a los levantados; formar la conciencia de los católicos sobre la licitud moral de aquella legítima defensa armada; procurar capellanes castrenses; patrocinar la recolección de fondos destinados a la lucha entre los católicos, indicando la obligación de contribuir en ella.

El 30 de noviembre de 1926, el obispo Pascual Díaz Barreto, secretario del Comité Episcopal Mexicano, convocaba a los dirigentes de la Liga y a los consiliarios eclesiásticos comunicándoles que se habían estudiado los puntos presentados y se había concluido: que el Comité Episcopal no podía ofrecer capellanes castrenses, por no ser de su competencia, pero que se podrían otorgar las autorizaciones necesarias para cada caso; veía “muy difícil, casi imposible y particularmente peligrosa, la acción de solicitar ayudas económicas a ricos católicos”.[2]

El debate sobre la licitud de la respuesta armada fue muy viva con las intervenciones de varios obispos a favor o en contra. Las favorables fueron las de José María González y Valencia, arzobispo de Durango, desde Roma (11 de febrero de 1927) en la que decía que había consultado sobre el asunto a varios reconocidos teólogos de las Universidades Pontificias romanas, y las de José de Jesús Manríquez y Zárate, de Huejutla, y Leopoldo Lara y Torres, de Tacámbaro. Así que, de los 38 obispos mexicanos de aquel entonces, solamente estos tres se declararon totalmente a favor de los cristeros

Hasta finales de 1926 estos obispos se habían mostrado contrarios al recurso a la violencia; incluso Manríquez y Zarate, que abrazará luego totalmente la causa cristera, “había condenado en tres ocasiones la violencia y propuesto a los cristianos la muerte en el circo bajo la garra de los leones”. Cambiará públicamente de opinión a partir de su «Mensaje al mundo civilizado» (12 de julio de 1927) cuando escribirá: “nuestros solados perecen en los campos de batalla, acribillados por las balas de la tiranía, porque no hay quien les tienda la mano, porque no hay quien se preocupe de ellos, porque no hay quien secunde sus heroicos esfuerzos enviándoles elementos de boca y guerra para salvar a la patria. Queremos armas y dinero para derrocar la oprobiosa tiranía que nos oprime y fundar en México un gobierno honrado”.

Otros no hablaron a favor, pero nunca condenaron el recurso armado, como el de Colima, Don Amador Velasco y Peña, y el arzobispo de Guadalajara, Don Francisco Orozco y Jiménez, pero estuvieron cerca de la realidad de la Cristiada, sin que se les pudiese acusar de colaborar con ella; escondidos, continuamente en fuga, perseguidos a muerte, el Gobierno jamás pudo dar con ellos. El anciano obispo de Colima, Velasco y Peña, vivió en la sierra del Tigre, protegido por su pueblo, incluso por los agraristas, milicianos del Gobierno, llevando la misma vida de pobreza y de angustias de sus fieles, a pesar de que el pequeño estado de Colima estaba infestado de tropas gubernamentales que le daban caza.

“Se echaron al campo para administrar su diócesis, durante tres años, como los obispos de los primeros siglos. Esta presencia del prelado fue para los cristeros de estas regiones la prueba de la santidad de su causa y un aliento mucho más precioso que un millón de aquellos cartuchos cuya necesidad tan cruelmente se hacía sentir”.[3]

Fueron más los obispos que se mostraron siempre a favor de llegar a pactos con el Estado, como Echevarría de Saltillo, Uranga de Cuernavaca, Vera y Zuría de Puebla, Antonio Guízar y Valencia de Chihuahua, Rafael Guízar y Valencia de Veracruz, Banegas de Querétaro, Corona de Papantla, Fulcheri de Zamora, Luís María Martínez y Rodríguez,[4]obispo auxiliar de Morelia, Ruiz y Flores de Morelia, Pascual Días Barreto de Tabasco.

Las diversas actitudes de los obispos ante la cuestión religiosa dependen de su posición ante el registro obligatorio de los sacerdotes pretendido por el Gobierno, ante la cuestión del conflicto armado y ante los “arreglos” de 1929 y su frustrada aplicación. Todo ello indica que las conductas prácticas del clero no fueron unánimes. Por ello se explican las diversas reacciones, las cartas y contracartas entre ellos y los diversos informes enviados a Roma.

Hubo algunos, como Valverde y Téllez de León, y Méndez y del Río obispo de Tehuantepec y más tarde de Huajuapan, que defendieron a los cristeros ante juicios negativos de algunos de sus hermanos obispos. Otros que pretendieron mantenerse neutrales, cuando pudieron, y otros que tomaron cartas en el asunto de manera totalmente convencida. Los hubo que incluso creyeron en la buena fe del Gobierno, como fue el caso de Antonio Guízar, Corona, Banegas, Fulcheri, y Plascencia de Zacatecas. Todos deseaban encontrar una salida al conflicto.

Si esto pasaba con los obispos, bien se puede imaginar el entramado complejo de reacciones del resto del clero. Muchos sacerdotes que pagaron con su vida el precio de su fidelidad a Cristo fueron contrarios a la protesta armada. Otros la apoyaron de mil maneras. Lo mismo encontramos entre los simples fieles, como dan fe los mártires involucrados en los acontecimientos.

Reacciones y juicios tras los “arreglos”

El 22 de junio de 1929 la prensa publicaba un comunicado ¡en inglés! sobre los “arreglos”, con una redacción mala y llena de errores. Todo indicaba que se trata de un borrador escrito por el embajador norteamericano Morrow. Se decía que los “arreglos se hacía(n) conforme a la Ley y dentro de la Ley”.

En la práctica dejaban en pie las disposiciones de la Constitución de 1917 en materia religiosa, así como la « Ley Calles»; por ello, “sin que mediara documento oficial alguno, a causa de la personalidad extrajurídica de la Iglesia [según las Leyes de México], el Arzobispo Ruiz y Flores aceptó la superioridad estatal y el Gobierno, la realidad religiosa, pero sin que éste -el Gobierno- mencionara la derogación de las leyes y revocación de los acuerdos. La única declaración favorable a la Iglesia fue la afirmación [no cumplida] de que se aplicaría la Ley ‘sin tendencia sectaria.[5]

Aquellos “arreglos” fueron «carta mojada» y sin valor jurídico alguno a nivel internacional y menos aún nacional. Se trataba de una especie de «pacto» entre “caballeros”. Fueron pactos entre un par de caballeros eclesiásticos, incautos y en total buena fe, y unos rufianes de la diplomacia americana y del Gobierno de México. Portes Gil, como escribirá el obispo Lara y Torres: “no obró, ni pudo obrar en su calidad de presidente, sino de un simple particular, aunque distinguido por el puesto que ocupaba; y su gestión y sus arreglos no han sido jamás reconocidos, siquiera de hecho, como actos oficiales, ni mucho menos legales [por lo que incluso] la actuación de Portes Gil para entrar en esos arreglos, sea considerada, y con razón, de anticonstitucional”.[6]

La dispersión de la Guardia Nacional Cristera

Morrow consideró los acuerdos un éxito personal suyo. Sin embargo, el mismo Morrow, según su biógrafo Harold Nicholson, debió reconocer el fracaso de aquellos “arreglos”. Escribe el citado Nicholson: “El armisticio de Morrow después del 21 de junio de 1929, no había dado tan buenos resultados como él había calculado. Los políticos seguían diciendo que los sacerdotes todavía se metían en política; y los sacerdotes se quejaban de que los políticos seguían persiguiendo a la Iglesia”.[7]

La «Guardia Nacional Cristera» fue licenciada, los cristeros dispersados en el ápice de su poder estratégico. Las condiciones para el licenciamiento de las tropas cristeras estipuladas por el general cristero Jesús Degollado Guízar y aceptadas por Portes Gil habían sido las siguientes:[8]

“I.- Garantías plenas de vidas e intereses para que puedan regresar a sus hogares todos los generales, jefes, oficiales y soldados de la Guardia Nacional.
II.-Garantías plenas de vidas e intereses para todos los civi¬les, que en cualquier forma hayan ayudado al movimiento de la defensa de la libertad religiosa.
III.-Libertad absoluta a todos los presos por la cuestión religiosa.
IV.-Sobreseimiento de los juicios contra los católicos, por motivo de la cuestión religiosa.
V.-Repatriación de los desterrados por el mismo motivo.
VI.-Entrega de veinticinco pesos por rifle a los soldados de la Guardia Nacional que entreguen su arma, adjudicándoles sus caballos a quienes los necesiten.
VII.-A los jefes y oficiales se les permitirá la portación de sus pistolas, con licencia respectiva de portación de armas y salvoconductos, y un auxilio en metálico, a juicio de los Jefes de Operaciones.
VIII.-Que se den las facilidades necesarias para que pue¬dan desarrollarse los trabajos.
IX.-Que el licenciamiento de las tropas de la Guardia Na¬cional, sea ante los Jefes de Operaciones”.

Fue una pura y sangrienta farsa por parte de gentes villanas. El pueblo cristero fue obediente a cuanto la jerarquía católica le pedía. Y lo fue a pesar de las muchas objeciones que ponían y la desconfianza en una falta de palabra experimentada mil veces. Los hechos inmediatos les darían razón de aquella felonía gubernamental. Las víctimas se contaron a centenares.

Citamos lo que escribe el Padre José de los Dolores Pérez: “No pasaremos por alto que muchas personas sufrieron decep¬ción y gran descontento por los Arreglos: temían, y con razón, la falsía del Gobierno; no solamente no conseguir el « Modus Vivendi» sino mucho menos la reivindicación y reconquista de las libertades de que un pueblo católico en su casi total mayo¬ría, tiene derecho a gozar en orden a la profesión y práctica de sus creencias. Ni que la amnistía ofrecida a los libertadores sería respetada, como no lo fue, por jacobinos radicales, maso¬nes endemoniados, a quienes su fanatismo sectario ciega y pone a nivel de los más bárbaros y salvajes: todas las condiciones —dijo el General Degollado Guízar— fueron aceptadas, pero no cumplidas. Cuando la Guardia Nacional entregó sus armas fueron vilmente asesinados muchos jefes, oficiales y soldados”.[9]

El espíritu que animó en aquellos momentos dramáticos a los cristeros queda resumido en la proclama que Jesús Degollado Guízar, Jefe Supremo de la Guardia Nacional Cristera tras el asesinato del general Gorostieta, dirigió a sus tropas y donde se destaca el espíritu de fidelidad a la Santa Iglesia:

“Su Santidad el Papa, por medio del Excelentísimo Señor De¬legado Apostólico, ha dispuesto, por razones que no conocemos, pero que, como católicos, acatamos, que, sin derogar las leyes persecutorias, se reanudaran los cultos, y que el sacerdote, po¬niéndose, en cierto modo, al amparo de tales leyes antirreli¬giosas, comenzase a ejercer su ministerio públicamente. En el acto, nuestra situación, compañeros, ha cambiado [...].

El patriotismo, el mismo amor que profesamos a la Santa Causa por la cual hemos combatido sin tregua, nos exigía, a pesar de que se nos desgarra el alma, el procurar que desde lue¬go cesase la contienda bélica. En realidad, el arreglo inicial concertado entre el Excelentísimo Delegado Apostólico y el Lic. Portes Gil: nos ha arrebatado lo más noble, lo más santo que figuraba en nuestra Bandera, desde el momento en que la Iglesia ha declarado que, por de pronto, se resigna con lo ob¬tenido, y que espera llegar, por otros medios, a la reconquista de las libertades que necesita y a las que tiene legítimo derecho. En consecuencia, la Guardia Nacional ha asumido toda la res¬ponsabilidad de la contienda, pero esa responsabilidad no le será imputada desde el 21 de junio, próximo pasado: la actual situación no ha sido creada ni apetecida por ella[…].

Debemos, compañeros, acatar reverentes los decretos inelu¬dibles de la Providencia: cierto que no hemos completado la victoria; pero nos cabe, como cristianos, una satisfacción íntima, mucho más rica para el alma: el cumplimiento del deber y el ofrecer a la Iglesia de Cristo el más preciado de nuestros holocaustos, el de ver rotos, ante el mundo, nuestros ideales; pero abrigando, sí, ¡Vive Dios!, la convicción sobrenatural que nuestra fe mantiene y alimenta, de que al fin Cristo Rey reinará en México. No a medias, sino como Soberano absoluto sobre las almas. Como hombres, cábenos también otra satisfacción que ja¬más podrán arrebatarnos nuestros contrarios: La Guardia Nacional desaparece, no vencida por nuestros enemigos, sino, en realidad, abandonada por aquellos que debían recibir, los pri-meros, el fruto valioso de sus sacrificios y abnegación. ¡Ave, Cristo! Los que por Ti vamos a la humillación, al destierro, tal vez a una muerte gloriosa, víctimas de nuestros enemigos, con el más fervoroso de nuestros amores: te saludamos, y, una vez más, te aclamamos Rey de nuestra Patria. ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva Santa María de Guadalupe! México, agosto de 1929. Dios, Patria, Libertad. Jesús Degollado Guízar, Soldado de Cristo Rey”.[10]

Dice López Beltrán: “Y sin rendirse abandonaron la lucha bélica los cristeros, con¬vencidos de que acataban con ello un deseo de Su Santidad el Papa Pío XI. El delegado apostólico informó al Santo Padre que la amnistía de éstos, exigida al Gobierno, había sido conce¬dida. Sin puntualizar que dicha concesión se limitaba a una sim¬ple promesa verbal del Presidente. La que no fue, ni siquiera, estipulada en las Declaraciones como ya se dijo, porque «no creí necesario que quedara esto en estipulaciones escritas y firmadas por ambas partes, porque tenía yo de testigo, de mi parte, al Señor obispo Díaz; y de parte del Presidente al Licenciado Canales».”[11]

“Así fueron abandonados los Cristeros a su ingrata suerte, por quienes no midieron la gran responsabilidad contraída de garantizar sus vidas”, comenta Antonio Rius Facius en su obra «Méjico cristero». El mismo juicio escueto lo hace Jean Meyer en su obra «La Cristiada».[12]¿Cómo podríamos sintetizar las reacciones ante aquellos acuerdos tan discutidos?

Emilio Portes Gil

Para Portes Gil los “arreglos” consistieron en lo siguiente: “He tenido pláticas con el Arzobispo Ruiz y Flores y el Obispo Díaz. Estas pláticas tuvieron lugar como resultado de las declaraciones públicas hechas por el Arzobispo Ruiz en mayo 2 y las declaraciones hechas por mí en mayo 8. El Arzobispo Ruiz y Flores y Díaz me manifestaron que los obispos mexicanos han creído que la Constitución y las leyes, especialmente la disposición que requiere el registro de ministros y la que concede a los Estados el derecho de determinar el número de sacerdotes, amenazan la identidad de la Iglesia dando al Estado el control de sus oficios espirituales.

Me aseguran que los obispos mexicanos están animados por un sincero patriotismo y que tienen el deseo de reanudar el culto público, si esto puede hacerse de acuerdo con su lealtad a la República Mexicana y sus conciencias. Declararon que eso podría hacerse si la Iglesia pudiera gozar de libertad dentro de la ley, para vivir y ejercitar sus oficios espirituales. Gustoso aprovecho ésta oportunidad para declarar públicamente, con toda claridad, que no es el ánimo de la Constitución, ni de las leyes, ni del Gobierno de la Republica, destruir la identidad de la Iglesia Católica [sic], ni de ninguna otra, ni de intervenir en manera alguna en sus funciones espirituales […] Con referencia a ciertos artículos de la Ley que han sido mal comprendidos, también aprovecho esta oportunidad para declarar:

  1. Que el artículo de la Ley que determina el registro de ministros, no significa que el Gobierno pueda registrar a aquellos que no hayan sido nombrados por el superior jerárquico del credo religioso respectivo, o conforme a las reglas del propio credo.
  2. En lo que respecta a la enseñanza religiosa la Constitución y leyes vigentes prohíben [sic] en manera terminante que se imparta en las escuelas primarias y superiores, oficiales o particulares, pero esto no impide que, en el recinto de la Iglesia, los ministros de cualquier religión impartan sus doctrinas a las personas mayores o a los hijos de estas que acudan para tal objeto.
  3. Que tanto la Constitución como las leyes del país garantizan a todo habitante de la Republica el derecho de petición, y en esa virtud, los miembros de cualquier Iglesia puedan dirigirse a las autoridades que corresponda para la reforma, derogación e expedición de cualquier Ley”.[13]

Pero ¿cómo pensaba realmente Portes Gil? Así se expresará: “Una lucha de carácter religioso (como la que venía sosteniendo el Gobierno, no contra los directores de la Iglesia propiamente, sino contra un sector numerosísimo del pueblo que, en su inmensa mayoría es fanático) resultaba [...] una lucha inconveniente para el país; que, de seguirse por el camino de la violencia, no se conseguirá absolutamente ningún beneficio social y sí seríamos responsables ante la historia de todo género de acusaciones, que la posteridad tendría que hacernos por no haber evitado, pudiéndolo, tanta pérdida de intereses y vidas [...]. Era urgente a toda costa modificar cuanto menos en su aspecto de violencias, la política que el Gobierno venía desarrollando en este asunto; principalmente, terminar con las arbitrariedades que algunas autoridades de los Estados y Federales cometían con pretexto de hacer cumplir las leyes en materia de cultos”.[14]

¿Cómo entiende Portes Gil la Iglesia? Agnóstico y masón se muestra siempre muy crítico: “Ahora bien, ¿qué puede y qué debe hacer el Gobierno de un país en el que un grupo social cualquiera, de tendencia religiosa o no religiosa, desconoce públicamente la Carta Fundamental, anuncia su propósito de combatirla e incita al pueblo al desconocimiento de la misma Constitución?”.

Acusa a la Iglesia de haber sido responsable de la revuelta armada; usa contra ella términos despectivos, con antiguos clichés trasnochados; demuestra ignorar su historia y los más elementales puntos sobre la constitución de la Iglesia misma: “La afirmación ridícula de la Iglesia, de que a pesar de que sus tribunales condenaron a Galileo por hereje y lo obligaron a retractarse de lo que hoy día resulta una verdad incontrovertible, no se equivocó, ni quiere eso decir nada contra su infalibilidad, dando la curiosa razón de que el Papa no habló ex cátedra, ni era el asunto materia del dogma o de moral. En verdad que no lo es, pero en aquel tiempo así lo declaró la inquisición, que era la única competente para definir este punto, y también lo declaró una reunión de arzobispos, cardenales y obispos de toda Europa, sin la menor observación por parte del Papa, que opinó lo mismo que ellos”.[15]

Emilio Portes Gil era Procurador General de la República en 1934 bajo la presidencia de Abelardo L. Rodríguez, que le pidió intervenir contra el obispo de Huejutla José de Jesús Manríquez y Zárate y contra el arzobispo de Morelia, Ruiz y Flores, acusados de haber roto las leyes en materia religiosa. En aquel tiempo era también Gran Maestro de la Gran Logia Valle de México.[16]Nace así su libro «La lucha entre poder civil y clero» (noviembre de 1934).[17]

En ese libro, Portes Gil negando cuanto había acordado verbalmente cinco años antes (1929), habla sin tapujos de la claudicación eclesiástica al escribir: “Su aparente capitulación [de los obispos] a la que dieron el nombre de un arreglo con el Gobierno, no fue otra cosa que someterse incondicionalmente a la Ley, puesto que se registraron los [sacerdotes] encargados de los templos e hicieron el inventario de los objetos”.

Todavía más: tras los “arreglos, cuando explota la polémica sobre la «educación socialista», Portes Gil declara: “La función de un educador consiste en transmitir un conjunto de conocimientos científicos, de datos técnicos, de habilidades manuales, y de fijar una orientación bien definida. Esto no se logra con los anticuados programas de los religiosos que hacen vivir a los educadores con muchos siglos de atraso y completamente aislados de la tendencia de su época”.[18]

Considera a la Iglesia como un organismo conservador que pretende mantener las escuelas como un negocio económico, mientras que el Gobierno se propone con ellas responder a una necesidad esencial de la sociedad para lo cual llevaba a cabo un notable esfuerzo económico para renovar la vida social. Para ello el Estado, a través de la Revolución, estaba implementando la educación socialista mediante leyes adecuadas a ese propósito.

Portes Gil había exigido el exilio de los arzobispos Orozco y Jiménez de Guadalajara, González y Valencia de Durango y del obispo Manríquez y Zárate de Huejutla, como condición para llegar a unos acuerdos. El arzobispo Ruiz y Flores respondió que no podía aceptar esta condición previa. Se le dijo entonces que se trataba solamente de una sugerencia que podría mejorar las relaciones entre el Estado y la Iglesia. El arzobispo Ruiz y Flores contesta que al arzobispo Orozco y Jiménez no se le podía en absoluto acusar de algún apoyo formal al movimiento cristero; al contrario, había hecho lo imposible para salvar lo salvable y evitar que estallase una guerra civil. A la postre se llegó a la conclusión de que mientras Orozco Jiménez podría encontrarse con el presidente, González Valencia y Manríquez Zárate deberían mantenerse en el exilio.

Los radicales masones criticaron fuertemente a Portes Gil por los “arreglos”, como recuerda el mismo arzobispo Ruiz y Flores: “El Sr. Canales, a raíz de los arreglos, me enseñó el telegrama que el Sr. Tejada, Gobernador de Veracruz le había puesto al Presidente, tratándolo de traidor y cobarde y protestando por los arreglos. Ese telegrama provocó sin duda una declaración del Presidente publicada en los periódicos de esos días, en la que decía que los arreglos a que se había llegado eran en sustancia los mismos acordados antes con el General Calles, como podía verse en el archivo particular de la Presidencia”. Ya hemos presentado su texto en la voz sobre los “arreglos“.

Entonces empezó a verse a las claras que a Portes Gil le comenzaba a faltar la tierra bajo los pies. Se defiende afirmando que la Iglesia había sido sometida incondicionalmente. Aclarará aún más su posición en un discurso entre hermanos masones el 27 de junio de 1929. Habló del deber del gobierno de “destrozar al clero” que a lo largo de la historia había desconocido siempre al Estado y que ahora, gracias a aquellos “acuerdos”, se “somete estrictamente a las leyes. La lucha, -continuaba en su discurso-, es eterna. La lucha comenzó hace veinte siglos. Yo prometo […] ante la masonería que mientras yo esté en el Gobierno, se cumplirá estrictamente con esa legislación […].

En México, el Estado y la masonería, en los últimos años, han sido una misma cosa: dos entidades que marchan aparejadas, porque los hombres que en los últimos años han estado en el poder, han sabido siempre solidarizarse con los principios revolucionarios de la masonería”.[19]

Las contradicciones internas y las luchas en el seno del poder revolucionario por acaparar el poder se arrastran como una crónica lastrada con la fuerza de antaño. Por ello el mismo Ruiz y Flores se siente llamado a defender incluso al presidente Portes Gil, que según él había prometido restituir en buena fe los bienes eclesiásticos. Tal es lo que le dice también el mismo Canales a Ruiz y Flores: “Sin duda, el Sr. Presidente ofreció todo eso, yo estaba presente, pero no sabía lo que ofrecía, puesto que al desocupar esos edificios y devolverlos, se echaría encima un enjambre de enemigos”.

Portes Gil termina su interinato y le sustituye en la Presidencia Pascual Ortiz Rubio. Entonces el arzobispo Ruiz y Flores se atreve a pedirle lo prometido para recibir la amarga sorpresa de que todo había sido una solemne trampa. Así lo confiesa el mismo Ruiz y Flores: “Y me contestó que el Sr. Portes Gil negaba que se hubiera comprometido a nada”.[20]El Gobierno se comió todas sus promesas. La amnistía para los cristeros no sólo no llegó, sino que se emprendió una represalia sin escrúpulos, como recordará el mismo arzobispo Ruiz y Flores:

“Había varias quejas de que la amnistía comunicada por el Señor Presidente a los Jefes de Armas, no había sido obedecida; y que en muchos casos, tanto los militares de la Federación como las autoridades locales tomaban venganza de los que se habían levantado en armas, a pesar de haberse rendido. Yo pasaba estas quejas al Señor Licenciado Felipe Canales y nada podía hacer más”.[21]


NOTAS

  1. MEYER, La Cristiada, Vol. I, 14-15.
  2. Íbidem, I, 15-16.
  3. Íbidem, I, 21-22.
  4. Luís María Martínez Rodríguez nacido en la Hacienda de Molinos de Caballero, Maravatío (Michoacán) en 1881; fue nombrado administrador apostólico de Chilapa el 6-12-1922 por las dificultades sufridas por el obispo de esta diócesis, Don Francisco Campos y Ángeles (que renuncia el 5-2-1923). El 6-6-1923 fue nombrado obispo auxiliar de Mons. Ruiz y Flores, arzobispo de Michoacán– Morelia y el 10 de noviembre de 1934 su coadjutor hasta que el 24-2-1937 fue nombrado arzobispo de primado de México.
  5. MATUTE, Historia de México, t. XI.
  6. LARA y TORRES, Documentos para la Historia de la Persecución Religiosa en México, 642-643.
  7. NICHOLSON, Dwight Morrow, 346.
  8. DEGOLLADO GUÍZAR, Informe rendido al Vicepresidente de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, Licenciado Miguel Palomar y Vizcarra, el 21 de noviembre de 1953. Archivo de la LNDLR; en LÓPEZ BELTRÁN, La persecución religiosa en México, 535-537.
  9. José de los Dolores PÉREZ, León Cristero, 106.
  10. LÓPEZ BELTRÁN, La persecución religiosa en México, 537-538.
  11. LÓPEZ BELTRÁN,o.c., 538-539; A. C. SÁNCHEZ, Apuntes inéditos; RIUS FACIUS, Méjico Cristero.
  12. MEYER, La cristiada, I, 17-29; 30-41.
  13. El Universal, 22 junio de 1929.
  14. CORDOVA, La Revolución en crisis. La aventura del Maximato, 100.
  15. PORTES GIL, La lucha entre poder civil y clero, 107. El autor es ideológicamente contrario a la Iglesia a la que ve sólo como una potencia económica y llena de antiguos privilegios por los que desea luchar con todas sus garras; por ello al Estado no le queda otro remedio que destruir tal potencia temporal y negativa.
  16. Miembro activo y grado 33 de la masonería en México, como lo declara su esquela mortuoria, aparecida con motivo de su muerte el 10-12-1978: texto de la esquela en LÓPEZ BELTRÁN, La persecución religiosa en México, 546.
  17. El libro, plagado de ignorancia histórica, religiosa y jurídica, y de los tópicos anticatólicos de siempre, fue refutado por Lic. Félix NAVARRETE [pseudónimo de Jesús GARCÍA GUTIÉRREZ], La Lucha entre el Poder Civil y el Clero a la Luz de la Historia, El Paso ( Texas) 1935; reaparecerá en México con otro título: Jesús GARCÍA GUTIÉRREZ La Lucha del Estado contra la Iglesia. Contestación al Estudio Histórico y Jurídico del Sr. Lic. Emilio Portes Gil, Procurador General de la República. Con prólogo del Prof. Celerino Salmerón. Ed. Tradición, México 1979.
  18. PORTES GIL, La lucha entre poder civil y clero, 110.
  19. El discurso en la Revista “Crisol”, agosto (1929) 116 ss; También en LÓPEZ BELTRÁN, La persecución religiosa en México, 541.
  20. RUIZ Y FLORES, Recuerdo de recuerdos, 101.
  21. En Revista Trento, Morelia, abril-junio de 1959; LÓPEZ BELTRÁN, La persecución religiosa en México, 548.

BIBLIOGRAFÍA

CORDOVA ARNALDO, La Revolución en crisis. La aventura del Maximato. Ed. Cal y Arena, México, 1995

GARCÍA GUTIÉRREZ Jesús. La Lucha del Estado contra la Iglesia. Contestación al Estudio Histórico y Jurídico del Sr. Lic. Emilio Portes Gil, Procurador General de la República. Ed. Tradición, México 1979

LARA Y TORRES LEOPOLDO, Documentos para la Historia de la Persecución Religiosa en México. Ed. JUS, México, 1972

LÓPEZ BELTRÁN LAURO, La persecución religiosa en México. Ed. Tradición, México, 1987

MATUTE ÁLVARO, Teoría de la Historia en México. Ed. FCE, México

MEYER JEAN, La Cristiada, Ed. Siglo XXI (3vol.) México, 1977

NICHOLSON HAROLD, Dwight Morrow. 1935

PÉREZ José de los Dolores, León Cristero 1926-1929. México, 1952

PORTES GIL EMILIO, La lucha entre poder civil y clero. BP. México, 1934

RIUS FACIUS ANTONIO, Méjico Cristero. Ed. Patria, México, 1940

RUIZ Y FLORES LEOPOLDO, Recuerdo de recuerdos. Ed. Buena Prensa, México, 1942


FIDEL GONZÁLEZ FERNÁNDEZ