MÉXICO; Camino del nacimiento de un Estado laico (V)

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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El largo Viernes Santo de México: El gobierno de Obregón

Fin trágico de Carranza

Pronto el presidente constitucional Venustiano Carranza se dio cuenta que gobernar con la Constitución por el proclamada planteaba numerosas dificultades; no era lo mismo que cuando gobernaba por medio de decretos arbitrarios. Las elecciones políticas presentaban complejas y peligrosas situaciones; el mismo Congreso era también una amenaza a su estabilidad. En la penumbra continuaban las rencillas y las facciones de los diversos caudillos de la revolución. Uno de ellos sobresalía sin duda: el general Álvaro Obregón, que se había retirado cautelosamente «por motivos de salud» con intenciones de reaparecer después en escena.

La cuestión religiosa asumía tonos e intensidades diversas en las distintas regiones, según la postura de gobernadores y jefes políticos locales. La crisis religiosa en el Estado de Jalisco, por ejemplo, fue una de las que preocupó más al presidente Carranza; las disposiciones anticlericales amenazaban el equilibrio del país. Fue por esto que propuso dos iniciativas de reforma: el 20 de noviembre de 1918 la reforma del artículo 3º, y días después la reforma de las fracciones VII, VIII y XVI del artículo 130.

Buscaba regresar al esquema original del artículo sobre la educación, que él había propuesto durante los debates constitucionales y que era más moderado; derogar la prohibición contra los «ministros de la religión» extranjeros, suprimir la facultad de los Estados para limitar el número de sacerdotes y redefinir la propiedad eclesiástica. El Congreso no se lo permitió.

Trágica coincidencia con otro caso similar en la historia constitucional de México: al proclamarse la Constitución de 1857, el entonces presidente Comonfort había comprendido que con ella era ingobernable la nación; lo mismo se repetía en 1917; el país no se podía regir con una Carta Magna contraria a la inmensa mayoría católica de México. Carranza experimentó en seguida esta realidad. Era un régimen frágil que contaba, además, enemigos entre aquellos mismos que lo habían creado.

Carranza se había dado cuenta de los graves problemas que la aplicación de aquellas leyes constitucionales podía traer. Hacia 1918 la política religiosa carrancista comenzó a cambiar de tono, tal vez por el entorno internacional de la «Gran Guerra»; debido a su Constitución, México no fue admitido en la recientemente creada Sociedad de las Naciones.

Carranza permitió el regreso de los obispos y restituyó algunas de las propiedades confiscadas. Sobre todo, necesitaba del apoyo total de la gente, la cual en su mayoría se profesaba católica. Sus antiguos padrinos y protectores norteamericanos veían mermadas o en peligro sus pretensiones e intromisiones continuas en México, debido a la actitud del nuevo gobernante mexicano y de su política económica que los dejaba descontentos

Con el «Plan de Agua Prieta», Obregón, Calles, De la Huerta y otros militares revolucionarios se alzaron contra Carranza el 23 de abril de 1920; el 7 de mayo el «constitucionalista» Carranza tuvo que huir de la capital amenazada por los rebeldes. En Tlaxcaltongo (Puebla) en la noche del 20 de mayo, los rebeldes cayeron sobre su campamento, disparando contra las chozas donde dormían los fugitivos. En una de ellas murió el presidente de la República Venustiano Carranza. Se cerraba un capítulo de la historia mexicana, pero quedaba en compás de espera la cuestión religiosa y con ella la encarnizada persecución contra la Iglesia Católica que iba a entrar en su fase más violenta.

El asesinato de Carranza y el triunfo de Álvaro Obregón

En aquellos años, en muchas regiones de México, a la revolución sucedió el bandolerismo. Así en Michoacán entre 1915 a 1918 actuó J. Chávez García,[1]cola del ciclón vi¬llista, quien bien organizado presentó un serio problema para las autori¬dades del Estado, por los numerosos crímenes que sus partidas cometían por doquier. E1 gobernador Pascual Ortiz Rubio,[2]emprendió entonces una campaña formal en su contra.

Ante estos problemas de guerrillas y bandolerismo, el gobierno estatal reaccionaba malamente emprendiendo una campaña de represión contra los católicos michoacanos, que nada tenían que ver con aquellas insurrecciones, al querer implantar por la fuerza y en todo su espíritu la Constitución de 1917. Al le¬vantarse Álvaro Obregón[3]contra Carranza, Ortiz Rubio lo secundó en Michoacán rebelándose contra Carranza y ocupando Morelia, la capital del Estado, en abril de 1920.

Por aquel entonces Carranza había querido hacer triunfar en las elecciones presidenciales a un civil, el ingeniero Ignacio Bonilla; pero los generales sonorenses,[4]no lo aceptaron y se levantaron en armas; una vez asesinado el Presidente Carranza (1920). Adolfo de la Huerta asumió el poder y organizó un simulacro de elecciones para entregar la Presidencia a Obregón, quien tomó posesión el 1 de diciembre de 1920, aunque la Constitución se lo prohibía por haberse alzado en armas contra el gobierno federal. Empezaba así la etapa del antiguo general revolucionario Álvaro Obregón.

Bajo Álvaro Obregón

Tras el asesinato de Venustiano Carranza, el camino quedaba libre para los participantes en el Plan de Aguaprieta, varios de los cuales en el correr del tiempo llegarían a ser presidentes de los Estados Unidos Mexicanos, una República Federal, compuesta por Estados «soberanos», pero unidos por un pacto federal. Esto explica la diversificación en la aplicación de las leyes y la autonomía de los mismos en el curso de la persecución antirreligiosa.

Como resultado, el 1 de diciembre de 1920 llegó a la Presidencia de la República el general Álvaro Obregón, quien, para llevar adelante el plan de las logias masónicas, del protestan-tismo norteamericano y del liberalismo jacobino, se dio a la tarea de preparar el camino, para una persecución implacable, siguiendo dos estrategias políticas. Ante todo, se propuso fortalecer en todos los Estados de la República las or¬ganizaciones obreras y campesinas que en sus manos significarían un gran poder político y que demostrarían una gran fuerza en la futura persecución. En segundo lugar, quiso seguir una política tortuosa para conocer a fondo la fuerza real de los católicos. Por eso pudieron Plutarco Elías Calles y Luís N. Morones, compañeros de Obregón y el primero su sucesor en la presidencia, dar un gran auge a una central obrera: la C.R.O.M (Confederación Regional de Obreros Mexicanos).

Álvaro Obregón eligió también entre sus secretarios o ministros de su gabinete a dos que destacaron sobre los demás en su campo específico: uno de Hacienda (Alberto Pani) y otro para la nueva Secretaría de Educación, José Vasconcelos; los cuales comenzaron a resolver algunos de los graves problemas de sus respectivos campos. Pero enseguida se vio a las claras quién movía los hilos de la vida política y económica en México.

Obregón fue obligado a claudicar ante las pretensiones de los Estados Unidos en materia agrícola y petrolera. Les hizo concesiones, que iban en contra de las disposiciones de la Constitución de 1917 sobre la propiedad de la tierra y sobre el petróleo. Tuvo que ceder ante los Estados Unidos, para obtener así su reconocimiento. Se trata de los «Tratados de Bucareli» (14 mayo-15 agosto 1923).

Obregón centralizó fuertemente el poder en sus manos hasta controlar los diversos sectores del país. Calles acentuaría más tarde esta tendencia. Usarán todos los medios para controlar la vida nacional y crearán organizaciones de carácter político para sostener al nuevo régimen. Entre ellos los llamados agraristas,[5]una especie de milicia de campesinos al servicio del Gobierno, arma contra los hacendados, electores cautivos y que serán milicianos de emergencia levantados por el gobierno en la guerra cristera.

Aun siendo obra de los diputados obregonistas la mayoría de los artículos contra la Iglesia, durante Obregón no fueron aplicados sino esporádicamente en lo referente al culto público; incluso fue célebre su presencia en la catedral de México el 16 de septiembre de 1921 en la ceremonia para honrar a los héroes de la Independencia, y otras veces en algunas ceremonias religiosas con ocasión de bautizos y bodas. Fue un ejemplo más de esa dicotomía tan frecuente en la historia de muchos personajes públicos mexicanos de aquellos tiempos, dando con frecuencia «una de cal y otra de arena» o «encendiendo una vela a Dios y otra al diablo».

No obstante, estos ejemplos efímeros, dejaba mano libre a cuantos hostigaban a la Iglesia. A veces se trataba de gestos simbólicos, como cuando un grupo de socialistas izó la bandera rojinegra en la catedral de México el 1 de mayo de 1921, u otros grupos invadían templos, avasallaban los locales de las organizaciones católicas, disparaban contra manifestaciones católicas, hiriendo a muchos y matando a veces a algún católico, maltratando a sacerdotes y religiosos, profanando lugares y símbolos católicos y un largo etcétera de atropellos que quedaban siempre impunes.

En su tiempo entre los graves atentados cometidos contra la Iglesia hay que anotar el perpetrado contra el arzobispado de México, la matanza de católicos en Morelia, la explosión de una bomba el 14 de noviembre de 1921 en la basílica de Guadalupe, y la destrucción de la sede de la A.C.J.M. en 1922, la expulsión injustificada del Delegado apostólico, monseñor Ernesto Filippi, tras la bendición del monumento a Cristo Rey en el Cubilete (Guanajuato) y diversas acciones contra varios obispos.

A cada golpe, la Iglesia respondía con inútiles protestas, denuncias y masivos actos de desagravio. Algunos afirman que Obregón habría estado dispuesto a menguar sus acciones represivas contra la Iglesia, incluso tras la expulsión del delegado apostólico monseñor Filippi. El presidente en una carta a los obispos parecía dejar entrever alguna posibilidad de diálogo. Sin embargo, se trató de un espejismo ya que todo diálogo en seguida se demostró imposible por la tozuda cerrazón de los gobernantes de turno.

Si por una parte el Gobierno se abstenía de tomar decisiones que pudieran en algún modo alterar el frágil equilibrio, por otra no se oponía a las iniciati¬vas de grupos de inspiración bolchevique y anticlerical. Así el 18 de enero de 1921 en la catedral de Guadalajara, su arzobispo Orozco y Jiménez coronaba canónicamente con gran solemnidad la imagen de la Virgen de Zapopan,[6]patrona de Guadalajara y punto de multitudinarias peregrinaciones desde todo Jalisco y Estados vecinos. El Gobierno no soportó aquella manifestación católica. Respondió con un atentado dinamitero contra la residencia del Arzobispo de México, interpretado como respuesta de la C.R.O.M. a la coro¬nación de la Patrona de Guadalajara.

EI 1 de mayo de ese mismo año se celebró por tercera vez el día del trabajo. En Guadalajara los manifestantes de la C.R.O.M. tuvieron la osadía de izar a punta de pistola su bandera rojinegra en lo alto de la catedral de Guadalajara como símbolo de su triunfo sobre el cristianismo. Los católicos, también organizados en grupos sindicales obreros se manifestaron en contra; uno de sus líderes, el futuro mártir el lic. Miguel Gómez Loza (1888 1928), acompañado por algunos amigos, y no obstante los disparos y la violencia que sufrieron, logró escalar los muros, llegar hasta el lugar de la bandera y arrancarla el grito de: «¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la Vir¬gen de Guadalupe! ¡Viva México!».

Poco después no se hicieron esperar nuevas represalias y venganzas. El 4 de junio estallaba una bomba en el Arzobis¬pado de Guadalajara, considerada, como un atentado contra la persona de su mismo arzobispo, Orozco y Jiménez. A aquel grave atentado siguió pocos meses después del ya recordado atentado dinamitero a la imagen de la Guadalupana en su basílica del Tepeyac a las diez y media de la mañana del 14 de noviembre de 1921, gesto inconcebible que hería en su mismo corazón la sensibilidad y la fe de los católicos mexicanos.

La sagrada Tilma o Ayate Guadalupano resultó ileso, mientras se doblaron el crucifijo y los candelabros de bronce sobre el altar y se rompieron por el boato las cristaleras del templo. La gente lo consideró un milagro. El terrorista, a pesar de ser detenido por la gente y consignado al alcalde de la Villa de Guadalupe, fue inmediatamente protegido por un grupo de policías y dejado libre, cuando el mismo Obregón llamó telefónicamente ordenando su liberación. Vino a buscarle un camión de soldados que se lo llevaron. Nunca se llevó a cabo juicio alguno sobre el caso.[7]

Se ocupó del caso el procurador general de justicia de la República Eduardo Neri. Pero no se investigó nada y lo dejó libre por falta de pruebas (¡!). Obregón intentó tapar como pudo el hecho y quitando importancia a lo sucedido y acusando al clero de querer explotar el caso como una impostura más, fabricando así un nuevo milagro. Nos refiere el historiador y académico de la Historia el mexicano Jesús García Gutiérrez que Obregón habría dicho en un discurso, según algunos testigos, que “no había de parar hasta limpiar su caballo con el ayate de Juan Diego[8].

Respuesta con gestos claros y decididos

A partir del 5 de febrero de 1917, la Iglesia mexicana se había visto obligada a hacer oír su voz. No era fácil pues implicaba decidirse a luchar por la libertad religiosa, asomándose al martirio. La primera voz antes de aquella fecha infausta para la Iglesia había sido la de los obispos en 1914 por la persecución que sufría. Volvió a resonar de nuevo en 1917 cuando aquellos abusos se elevaron a legalidad constitucional.

El pueblo católico mexicano comenzó entonces una serie de acciones de protesta en defensa de su fe. Se distinguieron sobre todo los jóvenes miembros de la Acción Católica de la Juventud Mexicana, que habían sido educados en la escuela de la doctrina social de la «Rerum Novarum».

Todos los Papas de este período se interesaron vivamente por la suerte de los católicos mexicanos y de su Iglesia. Intervinieron con periódicas cartas dirigidas a ellos, o con notas de protesta o de clarificación al Gobierno mexicano, cuando éste pisaba los derechos fundamentales de las personas a la libertad religiosa.

Benedicto XV y Pío XI acogieron a los obispos mexicanos en el exilio y apoyaron sus intervenciones, incluso en los momentos más delicados, como en los días de la guerra cristera y luego durante las negociaciones para llegar a una solución del conflicto religioso; y luego que éste se estipuló, cuando fue continuamente roto por las autoridades gubernamentales de México en la década de los años 1930. El resto del mundo miró a México gracias a las intervenciones del Papa y mucha gente sensata en el mundo comenzó a darse cuenta que en México hacía tiempo que se vivía una feroz persecución religiosa anticatólica y una continua ruptura de los derechos a la libertad religiosa más elementales.

Los obispos protestaban contra la cadena de abusos crónicos que el Estado cometía o permitía sin obtener algún resultado. Por ello ante la confesada y practicada hostilidad violenta del nuevo Estado, la Iglesia cerró filas y buscó fortalecer a los cató1icos organizando congresos eucarísticos, se¬manas sociales e impulsando nuevas iniciativas para robustecer la fe del pueblo cristiano.

A cada medida que tomaba la Iglesia, el Gobierno respondía con nuevas agresiones y fomentaba todo tipo de avasallamientos. La situación variaba según los Estados de la Federación, emanando leyes específicas a tal efecto. La situación se volvió por ello especialmente dura en muchos Estados hasta parámetros «neronianos» en las dos décadas siguientes.

En Jalisco el Gobierno expulsó a su aguerrido arzobispo, Francisco Orozco y Jiménez, que, siguiendo las huellas de la historia de San Atanasio en tiempos de la persecución arriana en el siglo IV, sufrirá hasta cinco exilios. Los católicos jaliscienses no se amilanaron ante las graves e inauditas medidas persecutorias del Gobierno. En 1918 una gran manifestación organizada por los católicos protestó contra la expulsión de su arzobispo y contra todas las otras medidas tomadas por el Gobierno del Estado y que ya preconizaban las que tomaría ocho años después el presidente Plutarco Elías Calles en 1926 para todo el país. Se trataba de los llamados decretos estatales «1913» y «1927» emanados por el gobierno de aquel Estado.

Los mo¬vimientos seglares, dirigidos sobre todo por el abogado Lic. Anacleto González Flores, futuro mártir hoy ya beatificado (2005), actuaron de tal forma que paralizaron el Estado por medio de un boicot económico de tremenda envergadura, y al que el pueblo en masa respondió con unanimidad extraordinaria. El Gobierno, a pesar de aquel movimiento masivo de protesta, no se dio cuenta de su alcance. De todos modos, en febrero de 1919, y la verdad por poco tiempo, el Gobierno del Estado se vio obligado a dar marcha atrás en aquellas disposiciones.

Los católicos no callaban ante las continuas provocaciones. Respondían a cada una con imponentes manifestaciones religiosas, especialmente en aquellos Estados donde el catolicismo era más vivo y organizado socialmente como era el de los pertenecientes al llamado «eje volcánico», una enorme extensión geográfica que cruza como un cinturón el centro de la República mexicana. En esa vasta región se centró la obra evangelizadora de los primeros apóstoles de México a partir del siglo XVI; aquí surgieron algunas de las primeras y principales misiones y diócesis de México, como Puebla, México, Michoacán, Guadalajara, Durango...

Los católicos no se quedaron mudos e inactivos; en el Estado de Jalisco vivía una fuerte militancia católica como lo demuestra el haberse celebrado en su capital Guadalajara el primer Congre¬so Nacional Católico Obrero con la asistencia de más de ochocientos dele-gados de todo el país. Ahí tuvo también origen la Confederación Nacional Cató¬lica del Trabajo. En el vecino Guanajuato el 11 de enero de 1923 se celebró la bendición de la primera piedra del monumento a Cris¬to Rey en el Cerro del Cubilete. Días después, el 17 de enero de 1923, el gobierno de Obregón expulsaba del país al Delegado Apostólico vaticano, Mons. Ernesto Filippi, acusándolo de haber vio¬lado las leyes de cultos con aquella bendición pública.

A pesar de que se siguieron llevando a cabo en los diversos Esta¬dos de la República medidas vejatorias reduciendo arbitrariamente el número de sacerdotes, los cató1icos organizaron Jornadas de carácter so¬cial en diversas ciudades. Uno de aquellos actos más significativos fue el Con¬greso Eucarístico Nacional celebrado en la ciudad de México en octubre de 1924. El Gobierno hizo todo lo posible para hacerla abortar con restricciones de intensa hostilidad que lesionaban no sólo los derechos de la libertad religiosa, sino también los de libre asociación y manifestación, sancionados por las leyes en vigor.


NOTAS

  1. J. Chávez García, (? 1918), nacido en la región de Puruándiro, Michoacán, morirá en Purépero, Michoacán. Por tres años (1915 1918) fue el azote de Michoacán y de las regiones próximas de Guanajuato y Jalisco. Como revolucionario fue subalterno del Gral. Anastasio Pan¬toja, cuyo injusto fusilamiento en Romita, Guanajuato, quiso vengar organizando una partida bajo la bandera del villismo.
  2. Pascual Ortiz Rubio (1877 1963), nacido en Morelia, Michoacán, morirá en la ciu¬dad de México. Fue gobernador del Estado de Michoacán de 1917 a 1920. Secretario de Estado en el Gabinete de Adolfo de la Huerta y Álvaro Obregón. Ministro de México en Alemania y Brasil. Fue Presidente de la República del 1930 a 1932.
  3. Álvaro Obregón (1880 1928) había nacido en Sicuisiva, Hacienda del Municipio de Navo¬joa, Sonora, y fue asesinado en la ciudad de México. Fue Presidente de la República Mexicana de 1920 a 1924. Su asesinato se cometió después de ser reelegido en 1928. Se distinguió por su espíritu anticatólico y por sus medidas persecutorias contra la Iglesia, aunque se dice que al final había entrevisto lo absurdo de aquellas medidas y parece que hubiese buscado una especie de “arreglos” o al menos instaurar una etapa de tolerancia religiosa. Pero ya se sabe, ¡la historia no se hace con futuribles!
  4. Se conocen como “generales sonorenses” o “aguaprietistas” a Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles y Adolfo de la Huerta, todos naturales de Sonora, que jugaron un papel de notable peso en la historia de la Revolución mexicana y en la política nacional de aquellos años.
  5. Se denominaban con el término de “agraristas” a los campesinos que entonces se beneficiaban de las reformas agrarias promovidas por el gobierno o a quienes las pretendían. En este período se les exigía un apoyo incondicional al gobierno, aún en contra de su fe tradicional católica. Así protestaba por esta constricción el mismo arzobispo Ruiz y Flores en una famosa entrevista con Calles de agosto de 1926, con la excusa de Calles de que la Iglesia nunca había hecho algo por ellos. Escribe J. MEYER, La cristiada, vol. 2, 173-174: “El gobierno utilizó siempre a los agraristas de la manera más ventajosa, armándolos y desarmándolos de acuerdo con las circunstancias. Armados cuando el ejército se inclinaba en masa por Huerta, desarmados inmediatamente después, movilizándolos contra los cristeros, desmovilizándolos al final de la campaña, siempre estuvieron subordinados al ejército, contra el cual podía utilizárselos llegado el caso”. Cfr. GONZÁLEZ MORFÍN, La Guerra Cristera y su licitud moral, 182-186.
  6. Esta imagen ha sido venerada desde el siglo XVI; está elaborada con pasta de maíz. En 1730 fue la dedicación de su santuario por el Obispo de Guadalajara Gómez de Cervantes.
  7. El autor del atentado se llamaba Luciano Pérez Carpio, empleado de la Secretaría Particular de la Presidencia. Se dice que Obregón se había expresado varias veces sobre la necesidad de destruir “el ídolo” de la Virgen de Guadalupe. El atentador intentó cumplir aquellos deseos.
  8. Sobre este episodio: GARCÍA GUTIÉRREZ, La Masonería en la Historia y en las Leyes de México, JUS, México 1962², 162; LAURO LÓPEZ BELTRÁN, Persecución religiosa en México. Carranza, Obregón, Calles, Portes Gil, Ed. Tradición, México 1987, 40-41.

BIBLIOGRAFÍA

GARCÍA GUTIÉRREZ, Jesús. La Masonería en la Historia y en las Leyes de México, JUS, México 1962

GONZÁLEZ MORFÍN LUIS, La Guerra Cristera y su licitud moral

LÓPEZ BELTRÁN LAURO, Persecución religiosa en México. Carranza, Obregón, Calles, Portes Gil, Ed. Tradición, México 1987

MEYER JEAN, La cristiada, vol. 2. Ed. Siglo XXI, México 1976


CHÁVEZ SÁNCHEZ, Eduardo, La Iglesia de México entre Dictaduras, Revoluciones y Persecuciones, Porrúa, México 1998

CEBALLOS RAMÍREZ, Manuel, El Catolicismo social: un tercero en discordia. Rerum Novarum, la “cuestión social” y la movilización de los católicos mexicanos (1891-1911), Colegio de México, México 1991.


FIDEL GONZÁLEZ FERNÁNDEZ