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El «modus vivendi» tras los “arreglos”

Los obispos Leopoldo Ruiz y Flores y Pascual Díaz Barreto engañados por el Gobierno

Leopoldo Ruiz y Flores y Pascual Díaz Barreto tuvieron que enfrentarse con las situaciones que fluctuaban entre nubarrones de difícil esperanza y pequeños atisbos de luz en aquel horizonte tenebroso. Por ello mismo se podría decir que cambiaron de opinión en varios momentos del conflicto con el Estado. Ante el mismo conflicto cristero su opinión mudó también en varias ocasiones.

Meyer sostiene que “los prelados siguieron un criterio realista: la eficacia de la guerra. Habían reconocido la razón del combate: es una buena doctrina católica oponer resistencia a cualquier tiranía injusta, declaraba Mons. Díaz el 5 de abril de 1927. Muy pronto se persuadieron de la inutilidad de la lucha armada, y ya en 1927 habían redactado un proyecto de acuerdo con el Gobierno, fundado sobre el triunfo alcanzado por el Gobierno sobre los católicos en la contienda armada [...] y la ninguna esperanza de obtener el apoyo [...] de los Estados Unidos.

Mons. Díaz insistió siempre sobre la imposibilidad para todo movimiento insurrecto de triunfar sin el acuerdo norteamericano, y la victoria de Jiménez, donde Calles terminó con los escobaristas en 1929, gracias al apoyo de la aviación norteamericana, no hizo sino reforzar en él esta convicción. Persuadidos de que tarde o temprano sería preciso entenderse con el Gobierno, Mons. Ruiz y Mons. Diaz condenaron tanto a los generales Gómez y Serrano como a Manzo y Escobar [...]. Ahora bien, Mons. Díaz y Mons. Ruiz fueron, desde el comienzo, unos personajes esenciales en el Episcopado, y su identificación con las tesis romanas acabó por darles la dirección absoluta de la Iglesia mexicana.[1]

Las actitudes y por lo tanto las tesis de la Santa Sede eran realistas. Se repetía una vez más la vieja praxis diplomática de la Santa Sede, cien veces puesta en práctica a lo largo de su historia de relaciones con los Estados, cuando se había visto obligada, no a condescender en el campo de los principios, pero sí a ceder lo que fuese posible en el campo de su actuación, para conservar un mínimo indispensable de libertad y salvaguardar los derechos fundamentales de la Iglesia a existir públicamente en un régimen de tolerancia legal.

Esta sufrida actitud la vemos en el caso de México con la conciencia de que era una estrechísima apertura hacia mayores posibilidades legales. La tradicional habilidad diplomática de la Santa Sede sabía mucho de que a veces era suficiente obtener un mínimo de concesiones para alcanzar lo que en justicia le correspondía a los fieles y a la Iglesia según el derecho natural. No se trataba de invocar la línea del martirio para todos, sino la de pensar en la debilidad normal de cualquier fiel y a las posibilidades mínimas para que la Iglesia pudiese cumplir su misión.

Tal parece ser la posición de Ruiz y Flores y Díaz Barreto, que a partir de finales de 1927, hicieron triunfar en Roma su idea de que la Cristiada no podía conducir a nada. Y en tal sentido, según relata Meyer con testimonios por él recogidos, obraban para convencer a los responsables del movimiento armado y a la Liga para que depusieran las armas; lo contrario era “un sacrificio estéril”. Los dos prelados, especialmente Díaz, conservarían aquella dura actitud con los jefes cristeros. Concluye Meyer: “Sabido es cuán duramente trató [Pascual Díaz], después de la conclusión de los acuerdos, al general en jefe de los cristeros, Degollado: «Yo no sé ni me interesa saber en qué condiciones van a quedar ustedes»”.[2]

El más ponderado Ruiz y Flores reconocía de hecho el valor que había tenido la revolución armada de los cristeros: “La defensa armada ha tenido la gloria de ser una protesta viva y eficaz, la de mantener viva también la cuestión religiosa y la de obligar, como esperamos, al Gobierno a buscar una solución”.[3]Y pocos días antes de los “arreglos” escribía:

“No hay razón para escandalizarse por los sacerdotes y prelados que dieron su dirección… no creemos que la hostilidad al Gobierno logre lo que deseamos, porque ya se ha visto que la defensa armada no es capaz de derrocar al Gobierno, contando éste, como cuenta, con todo el apoyo material y moral del Gobierno norteamericano… yo creo que la defensa armada, la campaña que se ha hecho en Europa y en Sudamérica, y la resistencia pasiva de los sacerdotes y fieles, no quedará sin fruto, porque todo eso obliga al Gobierno de México a buscar una solución, y porque será una lección para el futuro”.[4]

Meyer reporta otros juicios de eclesiásticos como serían el futuro cardenal Darío Miranda y del primer cardenal mexicano Garibi y Rivera, que por aquel entonces se encontraban de lleno sumergidos en los acontecimientos; los juicios de estos eclesiásticos coincidían con los de Ruiz y Flores. Las experiencias pastorales de cada uno influían en sus juicios sobre los deseos de encontrar una salida a aquel callejón encerrado y para la matanza continua de un pueblo.[5]

Los sacerdotes

Buena parte de los sacerdotes y religiosos seguían en estas actitudes a sus obispos y superiores. Algunos se mostraron activamente contra la lucha armada de los cristeros; otros optaron por una posición pasiva, pero en contra de la defensa armada; otros optaron por favorecer directamente a los cristeros en alzamiento. Meyer cita a unos cien sacerdotes, que se negaron a abandonar a su rebaño y permanecieron al pie del cañón arriesgando momento tras momento su vida, viéndose buscados como a bandidos peligrosos, con bandos del Gobierno poniendo a precio su cabeza.

Meyer da la cifra de quince sacerdotes que se unieron a los cristeros como capellanes castrenses, veinticinco que estuvieron implicados en el movimiento, y cinco que tomaron incluso las armas.[6]Hay que notar que los obispos habían dado ya en noviembre de1926 una respuesta negativa a la petición de la Liga de capellanes castrenses. La misma respuesta tendrá más adelante, en junio de 1927 y en marzo de 1928.


En cuanto a los sacerdotes combatientes activamente implicados en los hechos de armas, Meyer cuenta cinco. Dos jefes, que alcanzaron el grado de «general» cristero, el párroco Aristeo Pedroza y el padre José Reyes Vega, que actuaron en los Altos de Jalisco.[7]Eran dos espíritus opuestos, que parecían provenir de dos galaxias diversas: Pedroza, “el puro”, gozaba de fama de santo y durante la guerra siguió administrando su parroquia; mientras que “el tristemente célebre padre Vega”, era una especie de “Pancho Villa en sotana”, que se le parecía en su “genio militar y la ferocidad”; “corazón negro, asesino, mujeriego [...] tenía el chispazo, la inspiración del momento [...]. Carecía [de] la inteligencia fría de Pedroza”, “sacerdote de vocación forzada, recordaba a aquellos polacos que decían misa con botas de montar y espuelas y dejaban las pistolas sobre el altar”.[8]

Siempre según Meyer, los sacerdotes que fueron activamente hostiles a los cristeros serían unos 100, los favorables activamente unos 40, los combatientes 5, los neutrales, pero que se preocupaban también de asistir a todos los combatientes, fuesen quienes fuesen, unos 65; los que se vieron en la obligación de abandonar las parroquias rurales y sacerdotes de las ciudades unos 3 500; los sacerdotes ejecutados por el gobierno serían unos 90, de los cuales 59 pertenecían a la archidiócesis de Guadalajara; 35 de ellos estaban en Jalisco, 6 en Zacatecas; otros 18 estaban en Guanajuato, diócesis de León, y 7 en la pequeña diócesis de Colima.

La minoría de sacerdotes que permaneció en sus parroquias rurales en Guadalajara y Colima pagaron con creces su opción por quedarse en sus puestos. De 110 fueron ejecutados 80. Tanto en Guadalajara como en Colima, el ejemplo de sus obispos que permanecieron escondidos en el territorio de sus diócesis a pesar de los peligros y de la caza continua que se les daba, fue de un ejemplo incalculable para su clero fiel y mártir. De los datos que tenemos los sacerdotes asesinados en todo México superan con creces estos números.

Sin esquivar los miedos y pusilanimidades de algunos sacerdotes, las dudas o las cobardías de otros no menoscaban la fiel constancia de una buena mayoría. El siguiente juicio, muy duro, de un cristero, recogido por Meyer, no puede menguar o mermar el testimonio sacerdotal de aquella mayoría: “Para nosotros es sumamente triste que si no fuera la gracia de Dios que nos sostiene firmes ya hubiéramos desmayado al ver que quienes debían poner el ejemplo de virilidad cristiana no lo hacen, al contrario, con su conducta hacen que muchos renieguen de su fe. Éstos son los sacerdotes que sólo quieren vivir rodeados de comodidades y cuidar sus intereses, aunque la Iglesia se acabe y la patria se hunda en el abismo de la maldad… Dios ha permitido que en sus ministros se cumpla la palabra «muchos serán los llamados y pocos los escogidos», y también «el grano será separado a los graneros, la paja a la lumbre». Y se acerca el día del Señor… Ya la Iglesia en México, por disposición divina, va a quedar purificada en sus ministros”[9].

Quizá el juicio de Meyer, siempre tan ponderado, sea un poco duro: “Este puñado de sacerdotes impedían que los cristeros, llenos de estupor primero y encolerizados después ante la actitud, para ellos escandalosa, del clero, se convirtiesen en unos nuevos donatistas.[10]” Y añade en una nota: “En el momento de los «arreglos», este grupo de sacerdotes logró, hablando en contra de sus propias convicciones, llevar a los cristeros a la obediencia e impedir un cisma, tanto más amenazador cuanto que aquellos, que habían obedecido los «arreglos», formaban parte del grupo clerical hostil a los cristeros”.[11]

La sangre de los mártires pertenece precisamente a aquella mayoría fiel y silenciosa. Ella fue semilla no sólo de nuevos cristianos; fecundó la vida eclesial mexicana con numerosas vocaciones y congregaciones religiosas, precisamente a partir de aquellos años.

¿«Modus vivendi» o «modus moriendi»?

Los “arreglos” dejaron descontentos, y por motivos totalmente opuestos a los masones y revolucionarios más radicales, porque creían ver en ellos una cesión ante la Iglesia; pero también a muchos católicos, que habían luchado hasta la última sangre por defender la libertad religiosa.

Teóricamente sus jefes debían gozar de una amnistía general. El 8 de enero de 1930 el diario «El Universal» daba la noticia de que los jefes de la «Liga» habían sido absueltos. Pero las protestas de la Liga continuaron ahora contra los dos arzobispos protagonistas eclesiásticos de los “arreglos”. Los exacerbados tonos de algunos se comprenden quizás a la luz de los sufrimientos de aquellos días.

A distancia de muchos años, el historiador tiene que considerar todos los factores e intentar comprender también el espíritu que animaba a los eclesiásticos en cuestión. Sin embargo, no se pueden ignorar las razones de aquellas quejas amargas. Hoy se puede decir que los dos obispos trataron de salvar lo salvable, aunque ello haya sido sin aquella prudencia de la que habla el Evangelio. Ni que decir que hubo obispos que no aceptaron en absoluto la «claudicación», como el obispo de Huejutla Mons. Manriquez que ya antes de su expulsión del País escribía en una carta pastoral:

“Declara el Sr. Presidente de la República recientemente a un periódico norteamericano, que la persecución religiosa en México, obedece a la intromisión del clero católico en los asuntos políticos del País, al contrario de lo que sucede en los Estados Unidos, en donde el clero y las monjas jamás se entrometen en la política del Gobierno temporal. Miente el Señor Presidente de la República al asentar tal afirmación.

Si algún delito hemos cometido el clero de México, es precisamente el no haber tomado participación alguna en la política fundamental del País. Esto es: no en la política sucia y de enjuagues por la que resultan representantes del Pueblo aquellos sujetos que éste ni conoce ni ama; sino en la política de principios: aquella que se ocupa de las grandes verdades del orden social sobre el que descansan la paz, la felicidad y el bienestar de los pueblos […].

Debe saber que acá, en estas lejanas tierras sumidas perpetuamente en la barbarie, y bañadas por un sol africano, existe un hombre, un cristiano, que tendrá el valor, con la gracia divina, de sufrir el martirio, si es necesario, por la causa Sacrosanta de Jesucristo y de su Iglesia”.

Ya en plena Cristiada, el 26 de marzo de 1929 (antes de los “arreglos”) publica otra pastoral en la que invitaba a los fieles a derramar hasta la última gota de su sangre defendiendo su fe. Tras recibir la noticia de los “arreglos”, escribe una carta a Miguel Palomar y Vizcarra en los que califica duramente aquellos “acuerdos”, que llama “la vergüenza del siglo”:

“esto es terrible, señores; y yo […] ahora me encuentro embargado de un tedio profundo y de una tristeza mortal […]. Quisiera que esta carta fuera una elegía: algo así como una lamentación inmensa que resonase en los ámbitos del mundo, semejante a la de Jeremías, llorando y gimiendo amargamente sobre las ruinas y escombros de la antes dichosa Jerusalén…”[12]. Coincidía con estos juicios los del obispo de Tacámbaro, Don Leopoldo Lara y Torres que calificaba los “arreglos”, como un “modus moriendi” (manera de morir).[13]

¿Y qué decir de Ruiz Flores y Díaz Barreto?

Los obispos Ruiz Flores y Díaz Barreto que se empeñaron en negociar la paz con el Gobierno, serían continuamente maltratados por el mismo Gobierno, como lo demuestran sus expulsiones y los engaños por parte de un Gobierno sin honor. Pero también sus intentos de encontrar un arreglo con el Gobierno les causará conflictos con la Liga y los responsables de la ACJM. Ruiz Flores nos deja una «Autobiografía» donde recoge los recuerdos de aquel duro periodo.[14]

Fueron ingenuos al no pensar en poner por escrito los “acuerdos” confiando en la palabra de Portes Gil y su testigo. El Gobierno no respetó el acuerdo; la historia demostrará que obró a sabiendas, con alevosía y en mala fe. En la práctica aquellos “arreglos” fueron un « modus vivendi» de 1929 a 1931 porque el Estado, acorralado y presionado por los Estados Unidos, quiso establecerlo con la Iglesia para salir a flote.

Algunos miraron con ojos esperanzadores aquella salida. Otros no confiaron en aquellos “arreglos” que escondían una trampa armada contra la Iglesia. Los templos fueron abriéndose lentamente y la vida católica se fue normalizando. Según reportaba el 23 de junio de 1929 «El Universal», la noticia del arreglo “provocó gran entusiasmo entre los católicos e hizo que todos los templos existentes en la capital, con excepción de la Catedral que se encuentra en reparaciones, se vieron concurridos de fieles que acudían a elevar sus preces en acción de gracias”. Se echaron a vuelo las campanas, pero no se pudo celebrar la misa pues los templos, “todavía ayer no habían sido entregados a los ministros”.

Uno tras otro los núcleos cristeros se fueron rindiendo y entregando sus armas. Fueron escenas dramáticamente conmovedoras, pues los vencedores se entregaban como corderos mansos al sacrificio en manos de los vencidos. Algo nunca visto ni recordado en las historias de las revoluciones. El 25 de junio el Gobierno comenzó a restituir algunos templos, pero según el «diktat» del Gobierno, mansamente acogido por los dos obispos negociadores. En la práctica, el Gobierno quedaba como controlador de todo el culto.

El 23 de octubre de 1928 Ruiz y Flores había escrito una carta a los miembros del Sub-Comité Episcopal, en la que refiriéndose a los obispos disidentes así se expresaba: “Los intransigentes a mi juicio y a juicio de varios Hermanos no quieren distinguir entre derechos y derechos, no atienden al mal que esta situación está causando y no quieren hacer caso de la ciencia de perder”. El obispo Lara y Torres responderá a esta carta de manera franca: “Se habla en la carta del ilustrísimo señor Ruiz de intransigentes. No sé a quiénes se refiera con este término denigrante y despectivo, contra el cual respetuosa y humilde, pero enérgicamente protesto; porque si se trata de los Prelados, dividirnos en bandos de intransigentes y transigentes, sí puede ocasionar división y discordia”.[15]

A un año de los arreglos, en 1930, la fe del pueblo mexicano no disminuye como tampoco disminuyen del todo las tensiones. La periodista Bernice Thomure Morris corresponsal de «United Press» entrevista a Mons. Ruiz y Flores; un año en el cual la actitud de la Iglesia y del gobierno no había cambiado. “La Iglesia no ha intentado obtener modificación alguna de la Constitución, así como de las leyes religiosas que están en vigor, modificaciones que darían mayores libertades a los católicos del país, aunque ello es esperado por el clero”.[16]

Según escribe la periodista, Mons. Ruiz y Flores indica que aún no había llegado el tiempo para las enmiendas, pero sucederían pronto en vista de la «buena voluntad» que el Gobierno estaba demostrando. Las enmiendas esperadas se referían a la libre instrucción, libertad para bautizar y casar sin certificados civiles, y permiso a las órdenes religiosas para trabajar en el país. Además, se esperaba la apertura de los seminarios. Con una población de 16 y medio millones de habitantes y tan sólo 4,000 sacerdotes no era posible asistir a todo el Pueblo de Dios.

Además, los gobiernos locales tenían el poder legal de limitar el número de sacerdotes en su territorio. Por ello había sólo un solo sacerdote para cada diez u once templos. Concluye la entrevista: “Las Iglesias que cuentan con sacerdotes se ven tan congestionadas que la gente se ve en la necesidad de estar afuera, en los escalones de las iglesias, para poder concurrir a los servicios religiosos, y considera que la única manera de obtener la reforma es pedírsela al Gobierno, con objeto de que los católicos lo persuadan en el sentido de que cuando tales reformas se lleven a cabo producirían una unión más estrecha entre el Gobierno y el pueblo de México. Aun si el Gobierno no es católico, al darles libertades a los católicos contará con un mayor apoyo de parte de ellos”.[17]

Persecución tras los “arreglos”

Los cristeros fueron deponiendo las armas lentamente, regresando a sus lugares de origen, muchos de ellos sólo para ser asesinados. Las autoridades eclesiásticas trataban de desautorizar todo movimiento contrario al «modus vivendi». Sin embargo, las aguas no se calmaban. Y tras el «largo viernes santo» se había entrado en un «frío sábado santo».

Varios acontecimientos descuellan en este período: “Ortiz Rubio, que intentaba manifestar su autonomía presidiendo la reconciliación, no podía impedir que «el acuerdo sea únicamente una tregua». La Iglesia deseaba por su parte que del armisticio se pasara a la paz, y los verdaderos amos del Estado querían transformar la tregua en victoria definitiva. A fines de 1930, los callistas comenzaron a sabotear abiertamente el progreso de Ortiz Rubio, en Michoacán, en Guanajuato, en Zacatecas y sobre todo en Veracruz y Tabasco”.[18]

Tabasco era gobernado como una propiedad particular desde hacía ya más de 10 años por Tomás Garrido Canabal, que seguía persiguiendo a la Iglesia con la saña de siempre. Sus «camisas rojas» entraban en las casas para apoderarse de todos los objetos religiosos y organizar “autos de fe atea” espectaculares. “Tanto furor y pasión no podía producir sino unos efectos bien lejanos del fin perseguido, y Garrido preparaba sin saberlo la evangelización de una tierra que no era todavía cristiana. Mientras tanto, las iglesias eran destruidas, las campanas fundidas para elevar estatuas a Obregón, y los mártires comenzaron a aparecer”.[19]

En los años 1932-1934, el gobernador Garrido Canabal impulsó un proyecto educativo anarquista, antirreligioso, la destrucción de templos y la quema de santos. Mons. Ruiz seguía pidiendo la lucha pacífica. “La Iglesia callaba, negándose a confundir a Garrido con el Gobierno, y eso que en 1933 y 34 se oyó a Calles y a Cárdenas presentar a Garrido como modelo a todos los gobernadores, y a Cárdenas declarar que «Tabasco era el laboratorio de la Revolución» y que era preciso «tabasquizar a México»”.[20]

En Veracruz su gobernador Adalberto Tejeda,[21]continuaba con fuertes medidas de persecución anticatólica, limitando el número de los sacerdotes a 1 por 100.000 habitantes, incendiando iglesias y con otros actos vandálicos contra los católicos. Las cosas se complicaron cuando en Jalapa, el 24 de julio de 1931, Tejeda sufrió un atentado en las escaleras del Palacio del Gobierno. Un grupo de exaltados pretendieron prender fuego a la Catedral y al Templo de la Compañía y otros actos desalmados.

En aquella atmósfera crispada, un grupo de policías al mando del oficial Pedro Aguirre baleó a los sacerdotes Darío Acosta, Alberto Landa y Rafael Rosas, quienes estaban enseñando el catecismo a un numeroso grupo de niños en el Templo de la Asunción de Veracruz. Los agresores abrieron fuego matando al P. Acosta e hiriendo al P. Landa y algunas personas más. El gobierno de Tejeda quería limitar la presencia los sacerdotes en aquella ciudad portuaria permitiendo sólo la presencia de unos cinco.

En la Capital de la Republica el 31 de agosto de 1931 explotó una bomba en el Templo de La Profesa. El atentado levantó un gran escándalo por lo que la misma Secretaría de Hacienda se constituyó en parte demandante, ya que el templo era un bien nacional. Mons. Ruíz y Flores censuró públicamente a los gobiernos de Tabasco y de Veracruz por su intolerancia. Sólo pedía el respeto de la Constitución, sin embargo, todavía en septiembre de 1931 se continuaban dando nuevas disposiciones anticlericales en otros Estados, como en Campeche y Colima.

Esta cadena de hechos hostiles contra la Iglesia muestra cómo Portes Gil no cumplía con su palabra. Detrás estaba la mirada de Calles. El 4 de marzo de 1929 con la fundación del PNR y la designación del candidato a las próximas elecciones, se polarizaron las facciones. La rebelión escobarista y la campaña electoral de José Vasconcelos removían el país. Tras un fraude monumental, se dio como ganador al candidato gubernamental Pascual Ortiz Rubio, quien tomó posesión el 5 de febrero de 1932; su posterior dimisión el 3 de septiembre de 1932 confirma el control de Calles en la escena.

El gabinete de Ortiz Rubio fue confiado a viejos militares callistas: Amaro en Guerra, Cedillo en Agricultura, Rivas Palacio en Gobernación, Cárdenas en la presidencia del PNR. Había habido unos «arreglos» y un cambio de gobierno, pero el problema religioso subsistía y los gobernantes pertenecían al mismo grupo. La persecución continuaba abiertamente en muchos Estados, y sobre todo se promovía un sistema educativo abiertamente anticatólico.

Se avecinaban los festejos por el IV Centenario de las Apariciones de la Virgen de Guadalupe. El 12 de diciembre de 1931, los festejos reunieron un millón de personas. El Gobierno consideró ilegal aquella celebración. Un senador, Gonzalo N. Santos, presentó en el senado el proyecto de una nueva ley que limitaba notablemente el número de sacerdotes, siendo aprobada al igual que la moción Samuel Villareal Jr., quien propuso limitar el número de las iglesias abiertas según el número de sacerdotes.[22]

El general Calles pide primero al presidente Ortiz que abandone su política de conciliación. Días después exige cuentas a diversos altos funcionarios y los obliga a presentar su dimisión. En el curso de esta entrevista, el secretario de Educación subraya que había que considerar a las generaciones adultas como definitivamente perdidas y consagrar todos los esfuerzos en educar a los niños en el anticlericalismo y el ateísmo. Calles por su parte, que continuaba todavía manejando los hilos, sacó la conclusión que había que lanzar urgentemente una violenta campaña antirreligiosa.

Jean Meyer define así la situación: “Este grave asunto, que debe quedar comprendido dentro del marco de la lucha entre las facciones gubernamentales, llevó aparejado todo un tren de leyes y de decretos que en todos los Estados limitaron bruscamente el número de los sacerdotes […]. De enero a noviembre [1932] todos los Estados votaban nuevas leyes anticlericales, y un profundo malestar se apoderaba de los católicos, que no podían comprender la política de la Iglesia frente a un Gobierno que quería manifiestamente su ruina”.[23]

Las autoridades procedieron a «desfanatizar» los toponímicos de la geografía mexicana; atentados y sacrilegios se multiplicaron. El recién estrenado arzobispo de México Díaz y Barreto dirige al presidente Ortiz Rubio el 23 de diciembre de 1931, una «Carta Abierta», donde afirma, refiriéndose a los “arreglos” de 1929, que la ley sobre la limitación de los sacerdotes y las iglesias era anticonstitucional, porque la legitimidad de estas leyes, según los principios de la Revolución debía venir del pueblo (90% católico) y no de un partido.

Para Mons. Díaz Barreto, el Gobierno violaba el artículo 130, porque según la ley se debía determinar el número máximo de ministros de culto de acuerdo a las necesidades locales. Además, la nueva ley desconocía la jurisdicción episcopal sobre los sacerdotes y los convertía en simples funcionarios del poder civil.

El 19 de enero de 1932 «El Universal» publicó las declaraciones del expresidente y ahora ministro de México ante la Sociedad de las Naciones en París, Emilio Portes Gil: “Estimo que no hice nada absolutamente que fuera contrario a la Constitución ni a las leyes de México, al hacer la declaratoria por la que los sacerdotes católicos reanudaron sus funciones, bajo condición de que respetarían la Constitución en vigor. Si el clero violó de hecho la ley, el Gobierno ha estado plenamente justificado para exigirle que la cumpla. Considero que todos los elementos liberales revolucionarios tienen el derecho inatacable de colaborar a ese fin con entusiasmo y firmeza”.

Estas palabras fueron contestadas en «El Universal» del 22 de enero por el delegado apostólico Leopoldo Ruiz en tono prudente, recordando que el mismo Portes Gil había reconocido la existencia de la Iglesia y de la Jerarquía. Además, señalaba que también la libertad de la Iglesia quedaba de alguna manera reconocida, cuando el entonces presidente habla oficialmente que ni la Constitución ni las leyes ni el gobierno intentaban intervenir en manera alguna en las funciones espirituales de la Iglesia.

Ante la violencia renovada con nuevos bríos a partir de 1931, algunos antiguos cristeros no callaron. Será lo que se llamará «La segunda Cristiada».[24]Ante tan espesos nubarrones, que preanunciaban otra nueva tormenta, el episcopado quiso responder invitando a la paz. En febrero Mons. Ruiz y Flores lanzó una pastoral condenando todo recurso a la violencia, seguida por otras en los meses siguientes de la mayoría de los obispos prohibiendo a los sacerdotes y a los fieles mantener relaciones con la nueva rebelión.

A los obispos discordantes, la Santa Sede les llamó la atención. “Si Roma procedía con tal violencia contra los nuevos cristeros y se esforzaba en prevenir una insurrección era porque había especulado sobre Ortiz Rubio y se esforzaba en no ponerle obstáculos en su resistencia a Calles. Pero el 3 de septiembre de 1932 fue prácticamente depuesto por este último y reemplazado por Abelardo Rodríguez”[25].

El asunto religioso no fue la única causa de la renuncia del Presidente Ortiz. El « Maximato» de Calles se consolidaba así. Latía en él la obsesión de la reforma política; se abría paso en él la idea de una hora cumplida: la suya y la de la Revolución, aunque quedaban aun piezas del rompecabezas nacional que aún no estaban en su lugar y las cuales, hasta cierto punto se resistían a estar bajo su control.[26]Una de esas piezas era la fe católica del pueblo mexicano.

El arzobispo Pascual Díaz Barreto y la polémica con la LNDLR

Alberto Maria Carreño, fiel secretario del arzobispo Díaz Barreto, que fuera antiguo miembro de la Liga, escribió un par de libros sobre él, uno titulado «El Arzobispo de México Exmo. Sr. Dr. Don Pascual Díaz y el Conflicto Religioso». Carreño había escrito este libro cuando todavía vivía el arzobispo; sin embargo, lo publicó tras su muerte, suscitando fuertes polémicas.

Cuando los obispos mexicanos decidieron la suspensión del culto público, la actitud del obispo Díaz y Barreto según Carreño habría sido contraria, aunque luego aceptaría unirse al resto de sus hermanos obispos. Según él había habido también otros obispos, además de Ruiz y Díaz, contrarios a la suspensión de los cultos, firmada por todos. La afirmación de Carreño es muy discutible, pues las fuentes documentales no lo demuestran cabalmente. De todos modos, Díaz Barreto buscó todos los medios para dar salida al problema con un entendimiento con el Gobierno.

A Díaz Barreto no se le escapaban las dificultades y las atrocidades cometidas por el Gobierno. Él mismo había sido víctima de ellas durante su imposible episcopado en la diócesis de Tabasco, donde nunca pudo ocupar la sede públicamente y de donde había sido expulsado violentamente por el gobernador Garrido Canabal y desterrado a Guatemala. Más tarde sufrirá el destierro forzado de México por orden del Gobierno federal. Desde Guatemala había viajado a Roma donde se encontró con otros tres obispos mexicanos en el destierro, entre ellos el arzobispo de Durango, González y Valencia, favorable a la Cristiada y a la Liga. Al contrario, Díaz Barreto mantiene una posición contraria a la Liga.

En 1929, cuando la Liga se encuentra en cenit de su fuerza, Díaz Barreto sostiene que es imposible derrotar a un Gobierno que se encuentra sostenido por los Estados Unidos. Desde 1927 residía en Nueva York. Allí combate a favor de un entendimiento con el Gobierno mexicano y entabla una dura polémica con el representante de la Liga en los Estados Unidos, René Capistrán Garza. En un memorándum a los obispos mexicanos, Garza con tonos ásperos acusa al obispo Díaz Barreto de haber convencido a los petroleros católicos estadounidenses a que no financiasen a la Liga y de haber difundido la noticia, falsa según el firmante, de que Capistrán Garza ya no representaba a los obispos y a la Liga.

Entonces el obispo Díaz Barreto responde con un «Informe» sobre la Liga (23 de noviembre de 1928) en el que reafirma lo dicho.[27]Garza se apoyaba en unas cartas del entonces arzobispo de México a favor suyo. Díaz Barreto las juzga como dirigidas a Garza sí, pero solamente a nivel personal y no como arzobispo presidente del Comité Episcopal. No le escapaba que el arzobispo se encontraba ya enfermo y fácilmente influenciable. Morirá en su destierro de San Antonio ( Texas) el 22 de abril de 1928 a los 74 años.

La muerte del arzobispo primado de México complicaba aún más las cosas. Se reforzaron entonces las posiciones de Ruiz y Flores y Díaz Barreto. Estas tensiones entre ellos y la Liga crecerán de día en día con memoriales y contra memoriales, sobre todo relativos a la búsqueda de apoyos económicos en Estados Unidos para la lucha armada. La Liga se siente aislada y sin apoyos. Los pide a los obispos mexicanos, que enajenen incluso bienes de la Iglesia para sostener la lucha; los obispos responden negativamente en un largo memorial donde vienen a decir que, incluso queriéndolo, no lo podrían hacer por encontrarse la Iglesia en México con las arcas totalmente vacías y sin algún tipo de bien, incluidos los utensilios del culto.[28]

Parece que las relaciones entre la Liga y la Santa Sede se habían deteriorado en los años cruciales de 1927 y 1928. Los obispos que la apoyaban ya no tenían el peso de antes, mientras otros, como Ruiz y Flores y Díaz Barreto estaban en alza. Se habla de obispos «intransigentes» y «transigentes» en el tema de los “acuerdos”: los primeros no los creían posibles pues el Gobierno se negaba a reconocer la personalidad jurídica de la Iglesia y la libertad religiosa, por lo que veían en la respuesta armada de los católicos la única manera de doblegarle a entrar en razones.

Los «transigentes», por el contrario, veían la inutilidad de la respuesta armada dada la posición del Gobierno de los Estados Unidos que apoyaba el gobierno de Calles y por motivos morales. Por parte suya, la Santa Sede, en el contexto de fuertes conflictos en aquellos años en varios países, deseaba que la presencia de los católicos respondiese a los principios que Pío XI había proclamado en su magisterio sobre la « acción católica».

Tales fueron las instrucciones que la Santa Sede enviaba a la delegación apostólica de Washington el 2 de diciembre de 1928: “El Sumo Pontífice, que está perfectamente, informado de todas las actividades de la Liga, no intenta en manera alguna privar a los miembros de la misma de los derechos que como ciudadanos, tienen de interesarse por el bien de la patria. Pero el Santo Padre al mismo tiempo, anhela que el uso de esos derechos no pueda servir de pretexto para la Liga... Si, por el contrario, la Liga intenta darse a la acción pura y netamente católica, los Obispos deberán dirigir esa acción católica de la Liga, ante todo para que se mantenga en verdad fuera y sobre todo partido[29].

Fieles a pesar de los pesares

Las diferencias entre los representantes del episcopado y los de la Liga en los Estados Unidos alcanzaron tensiones muy agudas. Así Carreño con el obispo Díaz Barreto acusaron al dirigente de la Liga, Capistrán Garza, de un desfalco de un millón de dólares que habría obtenido de los petroleros católicos norteamericanos para financiar la lucha cristera. Capistrán Garza le devuelve la acusación diciendo que aquella cantidad no había llegado a manos de la Liga por culpa del obispo.

Según Díaz Barreto, las promesas que Capistrán Garza les empujaban a extender la lucha a varios frentes nuevos. Pero el dinero no llegaba nunca. Mientras tanto también en el seno de la Liga en los Estados Unidos, nacían y crecían diferencias de visión. Carreño, Bustos, Ortíz Monasterio, entre otros, representaron allí la Liga y luego la abandonaron para seguir la línea del obispo Díaz Barreto. De hecho, la llegada del obispo a los Estados Unidos trajo consigo varios problemas a Capistrán Garza.

Parece ser que Díaz Barreto aclaró ante los obispos norteamericanos que Capitán Garza no era el representante de los obispos mexicanos. Algunos obispos norteamericanos habían patrocinado a la Liga a través precisamente de René Capistrán Garza. El resultado fue que dejaron de ayudarla. Entraban en juego varios factores: concepciones diversas sobre sus finalidades y su pretensión de controlar la lucha armada, y la colecta de fondos en los Estados Unidos con aquel fin.

Ya en abril de 1927 la dirección de la Liga en México sabía que sus representantes en los Estados Unidos se encontraban divididos. Por ello, Bustos y Ortiz Monasterio viajaron a los Estados Unidos. Enseguida Bustos se dio cuenta de las divisiones señaladas: el grupo de René Capistrán Garza por un parte y el de Juan Lainé y Ortiz Monasterio, que siguen a Díaz Barreto, por otra.

La idea de Díaz sobre la Liga es bien clara: la religión no tiene que mezclarse con las cuestiones políticas. Su acción tiene que ser un movimiento en favor de la libertad de los derechos fundamentales que el Gobierno de Calles violaba continuamente. Este movimiento no solamente debía luchar a favor de la libertad religiosa, sino por todos los derechos; solamente así la Liga podría influir sobre el Gobierno. Si al contrario se restringía solamente a la libertad religiosa, no habría podido hacer nada contra un Gobierno que contaba con aliados poderosos como los Estados Unidos, las finanzas internacionales y la masonería.

Esta posición de Díaz fue bien acogida por muchos exponentes católicos en los Estados Unidos y en el mismo México. Parece ser que Díaz apoyase incluso la formación de un nuevo partido político, «Partido de Unión Nacional», fundado por hombres que pertenecían a la Liga. Pero también aquí se dan nuevas divisiones entre los miembros de la Liga: algunos acusan a sus compañeros querer fundar un partido, sucedáneo de los viejos liberales traicionando así sus ideales católicos.

Esta es la historia: Bustos (vicepresidente de la Liga), Carreño y Monasterio, miembros de la Liga, trabajaban en este proyecto con encuentros celebrados en Nueva York con la participación de Díaz Barreto el 5 de agosto de 1927. Bustos está de acuerdo en poner al servicio del nuevo partido las estructuras de la Liga. Pero cuando se empieza a hablar en concreto, Bustos y Capistrán Garza no coinciden sobre el proyecto. La idea de Bustos era unificar todas las fuerzas, mientras que Capistrán Garza quería separar la Liga y el nuevo partido. Al final Bustos dimite al ver que el consejo directivo de la Liga apoyaba a Capistrán Garza. Luego Bustos acusará a la directiva de la Liga de no apoyar a su partido; lo mismo hace Capistrán Garza y sus compañeros de la ACJM que acusan a la directiva de la Liga de haber traicionado sus ideales católicos.

El embajador de Estados Unidos en México, Morrow, logra mejorar las relaciones entre los Estados Unidos y México; si en los comienzos de la Cristiada el Gobierno norteamericano y algunos grupos de sus banqueros y petroleros no miraban con total hostilidad un posible cambio de Gobierno e incluso no se cerraban a una hipotética ayuda a los cristeros para llegar a una solución del conflicto religioso -y lo hacían ciertamente por los propios intereses-, con el embajador Morrow se da un cambio de noventa grados en aquella política cuando Morrow logra garantizar sus intereses respectivos.

Es lógico que los dirigentes de la Liga en Estados Unidos (Capistrán Garza) se encuentran entonces con las puertas cerradas, contrariamente a sus esperanzas, no totalmente infundadas de algún tiempo antes, de encontrar alguna de ellas semiabierta. La única fuente de financiación que les quedaba era la del episcopado norteamericano. Parece que fue entonces cuando Díaz Barreto y el Vaticano aclararon que las diócesis norteamericanas podían ayudar en la resolución del conflicto religioso mexicano, pero no financiando la Liga, en cuanto tal dinero habría ido a financiar la lucha armada. En realidad, Capistrán Garza declaraba que tal dinero habría ido a parar a las víctimas, pero la ambigüedad quedaba en pie, según el obispo Díaz Barreto.

Después de los “arreglos” de 1929, las relaciones entre aquella parte de la Liga y los obispos continuaron muy tensas. Don Pascual Díaz Barreto es el nuevo arzobispo primado de México; es nombrado también presidente de la Acción Católica, querida por Pío XI para toda la Iglesia, y que ahora se va extendiendo en todas las diócesis mexicanas. Se pretendía absorber la Liga en ella. El nuevo arzobispo nombrará a Bustos presidente de la Acción Católica en la Ciudad de México, y el antiguo vicepresidente de la Liga deja esta de manera polémica.

Por su parte la Liga acepta oficialmente los “arreglos”, aunque muchos de sus miembros continúan en una clara y tenaz oposición a los mismos. Dicen que el Papa ha sido engañado por sus delegados Ruiz y Flores y Díaz Barreto porque ellos no informaron debidamente al Pontífice. E incluso algunos llegan a hablar de acuerdos secretos entre la Iglesia y el Estado mexicano. Entre los obispos, el arzobispo Díaz Barreto ha sido sin duda el más vilipendiado. La Acción Católica, dirigida directamente por la jerarquía eclesiástica sigue sin más las directivas de Pío XI.

La Liga, por parte suya, mantiene su estructura totalmente cívica, laica y autónoma. Sólo algunos obispos del llamado grupo «intransigente» tratan de influenciar indirectamente algunas de sus decisiones; la Liga no considera ya las sugerencias del nuevo arzobispo de México Díaz Barreto, que había querido un cambio de nombre.[30]Así escribía el arzobispo de México el 9 de diciembre de 1930, después que la Liga lo hubiese criticado repetida y duramente porque creía que el arzobispo buscaba su desaparición:

“No he desaprobado su existencia; lo que he reprobado y reprobaré es la conducta de algunos católicos agitadores, sean miembros, o no de la expresada liga, que públicamente han censurado las pláticas [conversaciones] de los prelados con el Gobierno para lograr un arreglo del conflicto religioso”. La «Liga» se extinguió con el andar del tempo como organización, pero no se extinguió en el corazón de muchos que habían creído en sus ideales y participado vivamente de sus actividades. Sobrevivirá incluso en otros organismos y asociaciones más o menos públicas, que han intervenido en la vida social, eclesial y política de México a lo largo del siglo XX.

En las elecciones presidenciales de la década de los años treinta del siglo XX la Liga batalló siempre contra los candidatos callistas del partido oficial del Gobierno, ganador siempre por descontado en elecciones amañadas. Así apoyó la candidatura de Vasconcelos contra la oficial de Ortiz Rubio, y más tarde, en 1934, a Antonio I. Villarreal,[31]contra Lázaro Cárdenas. Un perseverante ir contra corriente que tenía mucho de testimonial y de simbólico.

Así concluía aquel doloroso triduo Pascual de la historia moderna mexicana: desde un jueves santo eucarístico y sacerdotal, pasando por un largo viernes santo y un sábado santo de sufrido silencio. El domingo de Pascua llegaría a su tiempo y la historia de los Mártires ya lo preanunciaban. También aquí el Misterio de Dios y la historia parecen no tener prisas porque la realidad divina y humana es siempre testaruda.

NOTAS

  1. MEYER, La Cristiada, I, 27, nota 42: «Chicago (A.P.) 19 de octubre de 1927, telegrama publicado en La Prensa de Nueva York, n°. 3045, del 20 octubre de 1927, en primera página. “El gobierno tiene pleno derecho a castigar a los generales Serrano y Gómez, pues ellos se habían declarado en rebelión”».
  2. Íbidem, I, 28.
  3. Íbidem, I, 28; en la nota 48: 19 de febrero de 1929, Washington, archivo S.J.
  4. Íbidem, I, 28-29; en la nota 49: Mons. Ruiz a A. López Ortega, 2 de junio de 1929, Washington, archivo S.J.
  5. Íbidem, I, 29; también nota 50.
  6. Íbidem, I, 43.
  7. MEYER, La Cristiada, Ed. Clío, México 1999², 259.
  8. MEYER, La Cristiada, I, 48. El cura José Reyes Vega (antiguo cura de Arandas, Jalisco) se hizo famoso en el asalto del tren en el kilómetro 62, al norte de La Barca (Jalisco), el 19 de abril de 1927, que desde Guadalajara se dirigía a México con abundantes pertrechos militares y dinero en monedas de oro y plata (se habla de 120 costales con mil pesos fuertes de plata cada uno y un baúl lleno de monedas de oro). Tras el descarrilamiento se combatió durante toda la noche, con numerosas bajas por ambas partes. Allí cayeron los dos hermanos que le acompañaban; por ello se enfureció y cometió una terrible matanza prendiendo fuego a los vagones del tren. El Gobierno sacaría partido de aquel sabotaje sangriento para enfurecer más sus medidas de represión anticatólica. Calles decretó inmediatamente la expulsión hacia los Estados Unidos de 6 de los 15 obispos detenidos en México. El Gobierno calumnió sin parar a la Iglesia con representaciones teatrales y farsas acusándola de lo sucedido. El temible cura Reyes Vega, tras derrotar en Tepatitlán (Jalisco) a una columna callista de unos 3.000 hombres, murió al final de ese combate.
  9. MEYER, LA Cristiada, I, 33-34: nota 19, testimonio de José González Romo, Coalcomán, 2 de abril de 1929, al P. José Méndez, archivo S.J..
  10. El donatismo fue un cisma que más tarde degeneró en herejía, que tuvo por escenario el África Proconsular Romana durante la última persecución (comienzos del siglo IV); fue causado por el rigorismo de un sacerdote (Donato) y de sus secuaces que se rebelaron contra la actitud conciliadora del obispo de Cartago Ceciliano con los cristianos que había en grado diverso apostatado de la fe durante la persecución, acogiéndolos de nuevo en la comunión eclesial. El donatismo será combatido doctrinalmente por San Agustín y acabará consumiéndose a sí mismo en una esterilidad total; allí donde había reinado se impondrá luego el islamismo de los invasores árabes.
  11. MEYER, La Cristiada, I, 49: nota 71.
  12. LÓPEZ BELTRÁN, La persecución religiosa en México, 484.
  13. LÓPEZ BELTRÁN, o.c., 573-581: varios duros juicios sobre el modo como fueron aplicados y las consecuencias negativas para la Iglesia y sus fieles, las represalias mortales contra los cristeros, la hostilidad contra sacerdotes y la introducción de las sectas protestantes, la anticonstitucionalidad de los “arreglos”, y otra cadena de hechos criminales contra la libertad religiosa, sobre todo la mordaza impuesta violentamente a la Iglesia y sus fieles (“los animales sacrificados en el abasto de la ciudad… al menos gritan. A nosotros no se nos permite gritar”).
  14. RUIZ y FLORES, Recuerdo de recuerdos, 88.
  15. LARA y TORRES, Documentos para la historia de la persecución religiosa en México, 230-231.
  16. THOMURE MORRIS, Un año de paz entre el Estado y la Iglesia, El Universal, 22 de junio de 1930 en MAYA NAVA (dir.), Las relaciones Iglesia – Estado en México, II, 4.
  17. MEYER, La cristiada, II, 4.
  18. Ídem, II, 4.
  19. Ídem, II, 4. En 1933 y 1934 se oyó a Calles y a Cárdenas presentar a Garrido Canabal como un modelo, siendo preciso “tabasquizar a México”. Un poco después, G. GREENE traza en El poder y la gloria la situación persecutoria del Tabasco de los años 30. Allí pudo descubrir cierta fe emocional en las iglesias vacías y ruinosas, de las cuales habían expulsado a los sacerdotes, en las misas secretas y en la “fanfarronería de los pistoleros”.
  20. MEYER, LA cristiana I, 357.
  21. Tejeda, con una formación ideológica socialista, se propuso lo que él llamaba “El Mejoramiento de la Salud Física y Mental de los Trabajadores”, para lo cual llevó a cabo una campaña “de saneamiento del individuo” a través de la expedición de leyes que combatían el alcoholismo, la prostitución y el fanatismo religioso.
  22. Se aprobó un sacerdote por cada 50,000 habitantes. Si la Ciudad de México, según censo de 1930, tenía 1, 229, 976 habitantes, sólo 24 sacerdotes podían ejercer allí su ministerio y de las 328 iglesias, sólo 24 podían permanecer abiertas.
  23. MEYER, La cristiada I, 358–359. “Es cosa segura que la cuestión religiosa desempeñó de 1930 a 1936 un papel esencial en la lucha de las facciones” (ibidem, 359, nota 19).
  24. Íbidem,I, 323-383: dedica esta parte a lo que él titula “de la Iglesia del silencio al silencio de la Iglesia: los “arreglos” y a la historia de la década de 1930 y a “esos rebeldes que ya ni siquiera se atreven a llamarse “cristeros”. Sobre este periodo histórico, mientras abundan obras “sumergidas” de testigos y protagonistas del tiempo, se necesitarán todavía más estudios tan completos como el que Meyer dedica fundamentalmente a la “Cristiada” (o la “primera”).
  25. Íbidem,I, 360.
  26. KRAUZE, Biografía del Poder; Plutarco E. Calles, Reformar desde el Origen, 122.
  27. DIAZ BARRETO, Informe que rinde al V. Episcopado Mexicano en relación con las actividades de los representantes de la LNDLR, 15.
  28. CARREÑO, El Arzobispo de México Exmo. Sr. Dr. Don Pascual Díaz y Barreto y el Conflicto Religioso, 103.
  29. Íbidem, 84.
  30. MEYER, La Cristiada, I, 50-92: dedica densas páginas a la Liga y a la problemática donde se vio envuelta.
  31. Antonio I. Villarreal (Nuevo León, 3-7-1879) tomó parte en varias rebeliones contra el “porfiriato” por lo que tuvo que exiliarse en los Estados Unidos. Apoya la revolución de Madero y luego en 1913 se pronuncia contra Huerta. Es el segundo jefe del ejército del “Noroeste” constitucionalista y gobernador de Nuevo León. Se exilia desde 1915 a 1920. Fue secretario de agricultura con Huerta y luego con Obregón. Deja el Gobierno en 1922 para unirse a los movimientos insurgentes desde 1923 y 1929. Precandidato a la presidencia por la “Confederación Revolucionaria de Partidos Independientes” en 1933; en noviembre 1934 lanzó un manifiesto invitando a la revuelta antigubernamental.

BIBLIOGRAFÍA

CARREÑO ALBERTO MARÍA, El Arzobispo de México Exmo. Sr. Dr. Don Pascual Díaz y Barreto y el Conflicto Religioso. Ed. Victoria, México, 1943

GREENE Graham, El poder y la gloria. Penguin Random House Grupo Editorial, México, 2014

KRAUZE ENRIQUE, Plutarco E. Calles, Reformar desde el Origen. Ed. FCE. México, 2012

LARA Y TORRES LEOPOLDO, Documentos para la historia de la persecución religiosa en México. Ed. JUS, México, 1972

LÓPEZ BELTRÁN LAURO, La persecución religiosa en México. Ed. Tradición, México, 1987

MAYA NAVA ALFONSO (dir.), Las relaciones Iglesia – Estado en México, Ed. Palabra de Clío, México, 2015

MEYER JEAN, La Cristiada. Ed. Siglo XXI, 3vol. 1975. Ed. CLÍO, México, 2007

RUIZ Y FLORES LEOPOLDO, Recuerdo de recuerdos. Ed. Buena Prensa, México, 1942


FIDEL GONZÁLEZ FERNÁNDEZ