MENDOZA Y PACHECO, Antonio de

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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MENDOZA Y PACHECO, Antonio de (Mondéjar, 1496; Lima, 1552) Primer virrey de Nueva España.

Antonio de Mendoza fue el segundo hijo del matrimonio formado por Iñigo López de Mendoza, Marqués de Mondéjar y Conde de Tendilla, y de su segunda esposa Francisca Pacheco Portocarrero. “Más noble no podía ser el linaje de este primer virrey. Nieto del célebre don Iñigo López de Mendoza, Marqués de Santillana; sobrino de don Pedro González de Mendoza, arzobispo de Sevilla y gran cardenal de España; hermano de don Diego Hurtado de Mendoza, autor de la historia del levantamiento de los moriscos, representante de Carlos V en el concilio de Trento, y hermano también de otra gran figura de aquel tiempo, Bernardino de Mendoza, don Antonio representa la genuina aristocracia de España, la clase de los mejores por sus claras y altas virtudes (…) Según la magistral semblanza de Fernando del Pulgar, «hombre de mediana estatura, bien proporcionado en la compostura de sus miembros, e fermoso en las facciones de su rostro»; agudo y discreto, y de tan gran corazón que ni las grandes cosas le alteraban; era magnánimo, y esta su magnanimidad venía a ser el ornamento y compostura de todas las otras virtudes (…) No era altivo en el señorío, «porque dentro de sí tenía una humildad que le fazía amigo de Dios, e fuera guardaba tal autoridad que le fazía estimado entre los ommes»”.[1]


Desde muy joven Antonio de Mendoza entró al servicio de la corte de Carlos V quien le otorgó el título de comendador de la Orden de Santiago y lo designó embajador en Hungría. Contrajo matrimonio con doña Catalina de Vargas, hija del Contador Mayor de los Reyes Católicos, con quien procreó tres hijos. El 17 de abril de 1535 Carlos V le nombró Virrey y Capitán General de la Nueva España, habiendo llegado a la ciudad de México en octubre de ese mismo año. “De lo épico, de la empresa guerrera, se pasaba a lo cívico, esto es, a la organización política, tarea que se confiaba, no a soldados, así fuesen geniales, sino a civiles de acreditada aptitud para manejar los asuntos de estado (…) Bajo la dirección del primer virrey, se ensanchará y alargará el suelo, la base física de la nación; brotarán ciudades aquí y allá; se sentarán las normas conforme a las cuales han de vivir las dos razas que forman al nuevo pueblo; se irá imponiendo el idioma castellano como lengua nacional; la cristianización de los naturales progresará extraordinariamente; se iniciará la industria que ha de enriquecer a la Nueva España, o sea la explotación de minas; florecerán la agricultura y la ganadería (…) Podemos decir que con el primer virrey se crea y se cría México, este México nuestro de indios, mestizos y criollos, que habla español y reza a Cristo. La nacionalidad que plantó Cortés, germina y crece con Antonio de Mendoza.[2]


Antonio de Mendoza traía una carta del Rey dirigida al presidente de la segunda audiencia, don Sebastián Ramírez de Fuenleal, en la que le exponía las razones para establecer en América el virreinato, sistema político que daba inicio con el nombramiento de don Antonio. Explicaba Carlos V que el sistema virreinal “cumplía a su servicio, y al noble cimiento de aquellas provincias, poner en ellas quien como visorrey las gobernase y proveyese todas las cosas convenientes al servicio de Dios, aumento de la santa fe católica, y a la instrucción y conversión de los indios, y asimismo, todo lo que conviniere a la sustentación, población y perpetuidad de los dichos reinos.[3]Y al mismo virrey, el emperador le dio amplias y pormenorizadas instrucciones sobre el gobierno que debía desempeñar, en las cuales especialmente le señala que procure la propagación del Evangelio. Otras instrucciones que recibió el virrey fueron: “que las audiencias conocieran de os agravios que los jueces eclesiásticos hicieran; que los delincuentes no se retrajeran a los conventos; que ninguna bula ni breve del Papa tuviera curso en el virreinato sin el« pase del Consejo» (de Indias)..Debería informar al emperador sobre el estado de los naturales y medio de reducirlos (integrarlos), «de tal manera que cesasen las muertes y robos, y otras cosas indebidas hechas en la conquista, y en cautivar y haber por esclavos a los indios». Se ordenaba que el capitán Hernán Cortés quedase sujeto al virrey, como lo había estado a la audiencia, y que se le hiciese la cuenta de sus 23,000 vasallos. Terminaban las instrucciones otorgando al virrey poder discrecional para resolver sobre los negocios que se presentaran, teniendo siempre en cuenta el bien de los indios.[4]


Para dar cumplimiento a esas instrucciones, don Antonio de Mendoza reunió una “junta de notables” con la cual formuló un sumario compuesto de dos partes: la primera, era un resumen de todas las leyes promulgadas por la Corona a favor de los indios; la segunda parte fijaba las obligaciones de los españoles respecto a los indios y ordenaba a éstos que se quejaran si recibían algún daño. Hecho el sumario, reunió en la plaza de la ciudad de México a los caciques e indios principales, donde un fraile intérprete dio lectura explicando cada artículo. “Esta junta-dice Orozco y Berra refiriéndose a la celebrada para dar a conocer las leyes a favor de los indios-, semejante a las lecturas que se hacían al pueblo de las capitulares de Carlo Magno, tuvo lugar en México, presidida por el virrey y con asistencia de la audiencia y gente principal; y en las demás poblaciones, por medio de comisionado, repitiéndose por todas partes la lectura de las mismas ordenanzas.”.[5]


A continuación, y destinado a la formación de una élite indígena, en colaboración con los franciscanos se avocó a la fundación del Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco, institución que abrió sus puertas el 6 de enero de 1536. Ese mismo año estableció en la ciudad de México la Casa de Moneda y “se empezaron a acuñar monedas de plata y cobre como las españolas, llamadas por su forma macuquinas.[6]Introdujo también la imprenta y, junto con fray Juan de Zumárraga, en 1545 solicitó al rey que proveyese a la fundación en México de una universidad; solicitud que fue atendida positivamente mediante cédula real de Felipe II en septiembre de 1551.


A finales de 1540 estalló en la Nueva Galicia una rebelión indígena. Los sublevados pertenecían a las tribus nómadas chichimecas que se fortificaron en la sierra conocida como «Mixtón», nombre que significa “subida de gatos” y que hace referencia a su geografía de difícil acceso. El gobernador de Nueva Galicia, Cristóbal de Oñate, envió al capitán Miguel de Ibarra a requerir la paz a los alzados; éstos enviaron a Ibarra unos mensajeros a decirle que al día siguiente (domingo de Ramos de 1541) bajarían para hablar de paz, pero ese día cayeron por sorpresa sobre el campamento de Ibarra, causando la muerte a más de doscientos indios de Tonalá y a diez españoles. Circunstancialmente llegó a Guadalajara Pedro de Alvarado con alguna tropa, y el 12 de junio decidió salir contra los alzados, enfrentándose con ellos el día 24 en Nochistlán donde murieron treinta españoles. Emprendida la retirada, en una cuesta empinada rodó el caballo de Pedro de Alvarado, cayó sobre el capitán español y le aplastó el pecho; malherido fue llevado a Guadalajara donde falleció diez días después. Los alzados reunieron a otros grupos indígenas y el 28 de septiembre de 1541, enarbolando los jirones de ropa quitados a los españoles muertos, atacaron a la ciudad de Guadalajara. El ataque fue rechazado con grandes pérdidas.


Antonio de Mendoza decidió entonces formar una fuerza que restableciera la seguridad en Nueva Galicia. Con cincuenta mil guerreros indígenas bajo las órdenes de los caciques de México, Tlaxcala, Texcoco y Michoacán y 300 jinetes españoles, partió el virrey hacia Nueva Galicia, derrotando a los sublevados en la montaña de Pajacuarán. “El virrey ordenó que le fuesen entregados los prisioneros, quienes temían ser muertos. El virrey los tranquilizó: díjoles que les perdonaba, les aconsejó que viviesen pacíficamente y les puso en libertad, dejándoles marchar a sus casas. Esta generosidad, más que otra cosa, ayudó a la pacificación.[7]


Pero la posición más importante de los indígenas sublevados era el peñol de Nochistán donde estaban fortificadas las numerosas tribus de cascanes y zacatecos comandadas por el cacique conocido como «Tenamaxtle». Antes de iniciar el ataque al peñol, el virrey de Mendoza envió en varias ocasiones al capitán Miguel de Ibarra para proponer la paz a Tenamaxtle, pero las propuestas no fueron atendidas; después de diecinueve días de combates que causaron cerca de seis mil víctimas y diez mil prisioneros, los defensores del peñol de Nochistán se rindieron. El virrey trató amablemente a Tenamaxtle y mandó poner en libertad a los prisioneros. “Tenamaxtle, en agradecimiento del buen trato que había recibido del virrey Mendoza, se ofreció a pacificar la provincia (…) Esta suavidad en el obrar – dice el padre Cavo[8]- produjo el efecto que se deseaba: rindieron las armas y se recomendaron a la piedad de Mendoza que los dejó escarmentados y dio vuelta a México después de año y medio, con la satisfacción que goza un ánimo generoso que doma una nación guerrera sin sacar de ella ni cautivos ni despojos.[9]


Concluida la «Rebelión del Mixtón», Antonio de Mendoza fundó las ciudades de Valladolid (hoy Morelia) y La Barca, y ordenó el traslado de la ciudad de Guadalajara al valle de Atemajac, que es el sitio que hoy ocupa. Don Antonio de Mendoza impulsó y favoreció también las exploraciones al norte, las que ampliaron los horizontes de la Nueva España mediante el descubrimiento de “Las Californias” por Juan Rodríguez Cabrillo quien denominaría un accidente geográfico como “Cabo Mendocino” en honor del Virrey, así como el descubrimiento de Nuevo México por Vázquez de Coronado.


Durante seis meses del año 1545 se desató por la Nueva España una terrible epidemia de peste que causó una gran mortandad solo entre los naturales (algunos señalan más de ochocientas mil víctimas). El virrey Mendoza destinó varios edificios para servir como hospitales, dando instrucciones para remediar sus necesidades y ordenó se implementaran medidas de higiene en todas las poblaciones, mientras el obispo fray Juan de Zumárraga atendía las necesidades espirituales de la población.


En 1549 el Rey envió a don Antonio de Mendoza una misiva en la que le solicitaba su anuencia para trasladarlo al virreinato del Perú, que por ese tiempo atravesaba una seria crisis social provocada por el furor de partidos surgidos bajo la ambición de varios personajes. Don Antonio aceptó el reto que en esas circunstancias significaba el cargo de virrey del Perú. La Corona española nombró entonces a don Luis de Velasco como virrey de la Nueva España. Don Antonio de Mendoza dejó México en 1550 y se trasladó a Lima a donde llegó en septiembre de 1551. Su prudencia y firmeza atrajo pronto el afecto de todas las clases sociales y cuando empezaba a restablecer el orden, falleció en la ciudad de Lima el 21 de julio de 1552.


Notas

  1. Trueba, pp. 7-8
  2. Ibídem, pp. 8-9
  3. Trueba, p. 11
  4. Ibídem, p. 12
  5. Ibídem, p. 13
  6. Enciclopedia de México, p. 5183
  7. Trueba, p. 34
  8. Andrés Cavo, Los tres siglos de México durante el gobierno español, libro III.
  9. Trueba, p. 36


Bibliografía

  • Trueba Alfonso. Dos Virreyes: Don Antonio de Mendoza, Don Luis de Velasco. JUS, tercera edición, México, 1962
  • Enciclopedia de México. Tomo IX, México, 1993


JUAN LOUVIER CALDERÓN