MERCEDARIOS; La defensa del hombre andino

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
Ir a la navegaciónIr a la búsqueda

NOTA INTRODUCTORIA (DHIAL)

Presentamos algunos aspectos de la participación de los mercedarios en la evangelización del Perú. Se trata de la actitud y reacción que algunos religiosos asumieron ante los malos tratos de algunos conquistadores y colonos para con la población nativa. Ellos manifestaron su sensibilidad y preocupación en torno a este hecho en cartas, informes y otros escritos, los que, si bien se produjeron en diferentes épocas y lugares del Perú, apuntaron sin embargo a un lugar común: la preocupación por los ultrajes inferidos a los derechos del hombre andino.

Estos relatos deben ser leídos a la luz de las fuertes controversias del momento entre los frailes misioneros y los conquistadores- encomenderos, en las que los frailes calcan las tintas de manera fuertemente polémica.

Uno de estos escritores mercedarios cronistas más significativos y que puede bien considerarse en la misma línea de su casi contemporáneo Fray Bartolomé de las Casas, fue Fray Martín de Murúa, nacido entre 1525 a 1540 en la villa de Escoriaza, en el sudoeste del País Vasco (Guipúzcoa) y fallecido en 1615. Entró muy joven en la orden mercedaria y pudo llegar al Perú en 1577 con otros mercedarios que salieron de Madrid y Sevilla.

Fue doctrinero en diversas doctrinas de su orden religiosa como en Capachica; también fue cura en Huata y Huarina, a orillas del lago Titicaca, aprendiendo allí las lenguas quechua y aimara. Su obra «Historia del origen y genealogía de los reyes incas; Historia General del Pirú», escrita entre 1585 y 1616, es una dura crítica de la conquista española y sigue prácticamente las mismas líneas fuertemente acusatorias de la de Fray Bartolomé de las Casas.

Siendo vicario de la provincia de Aymaraes (hoy Apurímac), tuvo un enfrentamiento con el cronista indígena Felipe Guamán Poma de Ayala, a quien había contratado como ayudante para emprender la tarea de contar la historia de los incas. En su célebre «Nueva Crónica y Buen Gobierno», Guamán Poma de Ayala lo acusó de intentar quitarle su mujer. Guamán también lo dibujó apaleando a una india, exponiéndolo como ejemplo del abuso que cometían algunos clérigos.

Antes, Murúa y Guamán realizaron un manuscrito conjunto al que titularon «Historia del origen y genealogía de los reyes incas». En 1595, fue procurador del convento del Cuzco y en 1600 pasó un tiempo en la villa de Arequipa, desempeñándose como procurador del Convento de los mercedarios y, estando en esta ciudad, el 18 de febrero presenció y describió los estragos que produjo la erupción del volcán Huaynaputina. En 1608, regresó al Cuzco, siendo comendador [prior] de su convento y arcediano de la Catedral. En 1612, estuvo en La Paz y Chuquisaca, llegando en 1613 a Potosí. Un año después vivió en la villa de Córdoba (Tucumán) y después en Buenos Aires, hasta su embarque hacia España.

En Madrid solicitó licencia para imprimir su crónica ilustrada sobre la historia de los incas y de la conquista española a la que tituló: «Historia General del Pirú. Origen y descendencia de los incas, donde se trata, así de las guerras civiles incas, como de la entrada de los españoles». Falleció en Madrid el 6 de diciembre de 1615, un año antes de que el rey autorizara la publicación de su obra.

Las críticas negativas y positivas que muchos autores hacen a la obra de Fray Bartolomé de Las Casas pueden también aplicarse a la obra, muy controvertida y polémica, de este fraile-cronista mercedario. Debemos notar que también, como en el caso de Las Casas, el fraile mercedario tuvo todo el apoyo y permisos de la Corona Real para publicar su obra otorgada en Madrid, y que lleva como fecha el 28 de abril de 1616. Dos cartas postreras sugieren que Murúa regresó a España llevando su manuscrito, pero que a pesar de haber logrado todas las autorizaciones para la publicación, quedó inédito hasta que, en 1962, comenzó a publicarlo su descubridor, Manuel Ballesteros Gaibrois.

Fray Martín de Murúa es el único cronista sobre el pasado incaico de fines del siglo XVI y principios del XVII que cuenta con dos manuscritos ilustrados a color, escritos con una diferencia de unos dieciséis, de los cuales uno en borrador y el otro en versión que debía ir a la imprenta. El primero tiene como título y lleva en su portada como fecha el año de 1590 y el otro se denomina y consigna en un sitio semejante al anterior, aunque tachado, el año de 1613. Además la importancia de la obra está en que es coetánea y está emparentada con la otra gran crónica ilustrada sobre la misma realidad, que escribió el cronista indio Felipe Guaman Poma de Ayala, que al parecer también empezó a escribirse en la última década del siglo XVI y se concluyó entre 1613 y 1615.

Estos paralelismos no son una mera coincidencia. Los dos cronistas se conocieron y hubo entre ambos una estrecha colaboración que luego acabo en ruptura. Esto último se advierte sobre todo en el manuscrito más temprano del mercedario, donde se puede apreciar que gran parte de los dibujos son coincidentes en el estilo con los que ofrece Guaman Poma y que esconde una estructura e innumerables datos que son muy parecidos.

Murúa es un apasionado por el conocimiento de la cultura andina, pero sobre todo por aquello que resulta ingenioso y con un atractivo estético. Los dos manuscritos de su obra se diferencian en que la primera, que fue como un borrador, tiene cuatro libros y enfatiza las costumbres e instituciones de los Incas, mientras que la destinada a ser publicada sólo tres y le da un mayor peso a la reconstrucción de la historia de los Incas hasta la decapitación de Túpac Amaru I por orden del virrey Francisco de Toledo.

Estos dos manuscritos están en la actualidad fuera del Perú. La «Historia del origen y genealogía real de los Reyes Incas del Perú, hechos, trajes, y maneras de gobierno» se encuentra actualmente en Dublín (Irlanda), en manos del coleccionista Sean Galvin, mientras que la «Historia general del Pirú Origen y descendencia de los Yncas donde se trata así de las guerras civiles suyas como de la Entrada de los españoles descripción de las ciudades y lugares del con otras cosas notables», después de haber estado en la manos del duque de Wellington desde 1814, se encuentra ahora en el Centro Getty de California.

La primera fue estudiada por primera vez por el historiador español Marcos Jiménez de la Espada en el año 1879 en Poyanne. Luego desapareció y Juan Ossio la redescubrió en 1996 y la difundió en una edición facsímil en el 2004. Antes sólo se conocía una copia de este documento que en la casa de los jesuitas de Azpeitia (País Vasco Español), de la cual se hicieron varias ediciones siendo la mejor una que preparó el jesuita Constantino Bayle en 1946. Aquella que se encuentra en el Centro Getty fue descubierta en 1950 por Manuel Ballesteros Gaibrois que la sacó a luz entre 1962 y 1964.

Disposiciones de los Maestros Generales a favor de los nativos de las doctrinas mercedarios

Es gratificante constatar que, junto a la cristianización de los naturales, objeto principal en la labor del misionero, aparezca como algo importante la preocupación por el buen trato que debía de darse al nativo. En efecto, desde que los mercedarios pisaron tierras peruanas se hicieron cargo de las doctrinas o misiones rurales entre los nativos, en el ámbito jurisdiccional de las antiguas provincias mercedarias de Lima y Cuzco, se conoce la preocupación de los Maestros Generales de la Orden por la selección de los doctrineros así como por el buen trato de los naturales y la buena marcha de las doctrinas.

Ello se refleja generalmente en la patente o nombramiento dado a los vicarios generales por el superior general, con instrucciones y recomendaciones, para que, en su nombre, gobernasen las provincias mercedarias de América, desde las sedes virreinales de Nueva España y del Perú. Pues, durante la época virreinal había dos vicarios generales de la Merced, uno en México y otro en Lima.

En la patente dada en Madrid, a 5 de junio de 1589, a favor de Fray Alonso Enríquez y Armendáriz, nombrado como el primer vicario general del Perú, el maestro general Fr. Francisco Salazar le recomienda: “Asentar, reformar y componer las casas de doctrinas e instrucción de los naturales de las dichas Indias”, según las disposiciones reales y según se usan y guardan en las demás Órdenes religiosas reformadas; y que el salario que se diere por razón de las doctrinas y por su administración espiritual así por los oficiales reales como por los encomenderos, se incorporen y apliquen “a la comunidad del convento en cuyo distrito las tales doctrinas cayeren”.

Asimismo, recomiendan al vicario general poner en las doctrinas a “religiosos probos y suficientes, de madura edad y de ejemplar vida, costumbres y suficiencia, para que mejor puedan instruir, doctrinar, edificar y componer, lo espiritual y político de los naturales de los tales pueblos y doctrinas”. Recalca se provea a los doctrineros de la congrua suficiente para su sustento, “de manera que, por faltarles lo necesario, no se les dé ocasión de propiedad”. Finalmente, se procure reducir “las dichas casas de doctrinas a forma de conventos, donde cómodamente se pudiere hacer, poniendo en ellos el número de religiosos que cómodamente se puedan sustentar en ellos”.[1]

Diez años después, en la patente del maestro Fray Andrés Portes, nombrado vicario general del Perú por el maestro general Fr. Pedro Balaguer, en Madrid, a 10 de noviembre de 1599, se reproduce textualmente las disposiciones dadas a Alonso Enríquez acerca de las doctrinas. Aquí el texto: “En razón de las doctrinas y conversión de los indios, y de que en las doctrinas haya religiosos beneméritos, ejemplares y de virtud, y que sepan bien la lengua, ordenándoles y mandándoles con rigurosas penas a los que así tuvieren doctrinas: no vejen, ni molesten por vía ninguna a los indios que tuvieren a su cargo, ni [a] otros, sino que les traten con amor y caritativamente, como a plantas nuevas. Pues, este es el principal fin con que su Majestad los envía a aquellas partes”.[2]

Los vicarios generales, en su viaje a Lima desde el puerto de Paita, como a modo de conocer el territorio, solían dirigirse por tierra a través de los arenales costeños. En el trayecto, los doctrineros más próximos a la ruta, salían a su encuentro con numeroso acompañamiento de naturales para saludar y homenajear a la nueva autoridad. Ello, además de la ausencia del cura de su doctrina y perjuicio a los naturales, les significaba fuertes gastos y molestias.

Al oponerse los religiosos de la Provincia de Lima a la venida de los mencionados vicarios, esta onerosa costumbre será invocada entre los fundamentos de tal oposición. Ante esta discrepancia, entre el general de la Orden y los religiosos americanos, encabezados por los de Lima, sé llegó a un acuerdo que quedó plasmado en el documento llamado de Concordia, donde llegó a consignarse una serie de limitaciones a los vicarios en el ejercicio de su autoridad.

Debido a ello es que el maestro general Fr. Marcos Salmerón al nombrar en julio de 1642 al maestro Fr. Diego de Santagadea como vicario general del Perú, insertó en su patente el texto de la Concordia, en cuyo número 3 se establecía que el vicario: “No ha de permitir que ningún Doctrinero salga de su doctrina a recibirle así por excusar los gastos que de ello se siguen como por los indios que llevan consigo sin pagarlos, y lo más principal, por la falta que hacen los tales doctrineros en la administración de los sacramentos en estas ausencias”.[3]


Fray Martin de Murúa, defensor del hombre andino

El Padre Murúa se desempeñó como misionero de los pueblos andinos del sur peruano entre la segunda parte del siglo XVI y comienzos del XVII. Al tiempo que cumplía con su abnegada labor de evangelizador, mediante el estudio y una acuciosa observación llegó a comprender a fondo la vida, el alma y las costumbres del pueblo quechua. Como fruto de ese acercamiento, nació en él la admiración y simpatía hacia el habitante nativo y su cultura, actitud que se puede comprobar en cada página de su «Historia general del Perú».

En efecto, a través de su obra se puede constatar la honda preocupación del mercedario ante los sufrimientos del hombre nativo. Preocupación que tendría dos vertientes: una en su condición de testigo presencial de ese mal trato en las serranías andinas, y otra, en su convicción personal, y, por tanto, su coincidencia con la postura de Bartolomé de las Casas. Actitud visible en las frases elogiosas de Murúa a la obra y pensamiento del dominico.

Al colocarse a favor del nativo denunciando el mal trato de que era objeto, Murúa acusa con insistencia de codiciosos a los colonos. Por ejemplo, refiere Murúa que, cuando los dos emisarios exploradores, Villegas y Martín Bueno, volvieron del Cuzco a Cajamarca con las noticias de la existencia abundante de oro y plata, Francisco Pizarro mostró sumo interés por venir cuanto antes al Cuzco.

Al referirse a Pizarro escribe Murúa: “Como iba creciendo en abundancia de oro y plata, así se iba aumentando en su corazón el amor y deseo de haber más y tener más, como el hidrópico mientras más bebe, más sed y deseo de beber tiene.”[4]Según Murúa, era tanta la codicia, especialmente de los hermanos Pizarro, “que no había semana ninguna, que no le hacían al desventurado [Manco Inca] amontonar plata y oro como si fueran piedras cogidas del arroyo, y aun con eso no se hartaban dello, porque todo lo jugaban entre sí y lo gastaban, y sobre eso les quitaban las mujeres y las hijas por fuerza, delante de sus ojos, y con estas injurias y agravios se le resfrió a Manco Inca la voluntad y amor que a los españoles tenía”.[5]

Escribe el mercedario que en todas partes se difundía la noticia de “los malos tratamientos y molestias que les hacían” a los nativos. “Todos nacidos de la arrogancia y soberbia en que estaban, que cada día se aumentaba con las riquezas que, lícita o ilícitamente, adquirían entre los indios, sin considerar la estrecha cuenta que dello debían de dar en el tribunal y juicio de Dios, a cuyas orejas llegaban los clamores de los pobres indios”.[6]

Al entrar en Vilcabamba el capitán Martín de Meneses en busca del inca Túpac Amaro, los que en su compañía iban, antes que al inca, hallaron el ídolo del sol de oro y mucha plata y oro y esmeraldas, y “todo se consumió entre los españoles”. En clara alusión a los dominicos de la Universidad de Salamanca, que defendían esta postura, Murúa escribe:

“Aunque hubo opiniones de teólogos y hombres doctos, que semejantes despojos eran injustos y que no se podían llevar, aprovechó poco, que la ley de la codicia desenfrenada prevaleció a la ley natural y divina, y así todo lo llevaron, con muchos cántaros y vasijas de plata y oro, con que los ingas se servían. Partes que habían escapado de la hambre de los españoles y de los Pizarros, en el Cuzco, al principio, y en parte que habían encerrado entonces y después sacado, y aun también allí habían labrado piezas a su modo, para restaurar las muchas que habían perdido y les habían quitado los españoles con desorden y poco temor de Dios, como si los ingas e indios no fueran señores de sus haciendas, sino que todo estuviera perdido el dominio y aplicado a quien primero pudiese tomarlo por fuerza, y así lograron todos los que lo hubieron, y se apoderaron de ello como en efecto [fue] cosa mal habida”.[7]

En los textos transcritos de Murúa, tanto el pensamiento como algunas palabras y frases están en la línea del pensamiento de Bartolomé de las Casas, así como de los dominicos residentes por entonces en el Perú, algunos de ellos buenos conocedores de la tierra, tales como Fray Tomás de San Martín y Fray Domingo de Santo Tomás, a quien Murúa califica de “persona celosísima del bien de los naturales”.[8]También Manuel Ballesteros encuentra en las palabras de Murúa “un eco lascasiano”.

Aquí cabría preguntarse: ¿fue ésta una posición propia y personal de Murúa, y, por tanto, una coincidencia con la postura de Las Casas? O más bien, ¿Murúa recibió influencia lascasiana? Como consecuencia natural del mal trato sobrevino la disminución de la población nativa, y ante tal fenómeno, Murúa, alarmado, denuncia el hecho “Esta gente desde que los españoles entraron en este reino, ha sido cosa notable la disminución en que ha venido, que [en] lugar qué tenía diez mil indios, no tiene hoy ciento”.[9]

En el capítulo IV, Libro Tercero, de su «Historia general del Perú», dice: “Estos son los indios del que por ocultos caminos se menoscaban y cada día parecen menos, y en los llanos, como ya dije, no hay que hacer caudal de ellos. En la sierra, donde se han conservado mejor, también se van acabando, especialmente en los lugares y pueblos donde van a la labor de las mismas. Dios lo remedie como puede, que si ellos faltan, toda la riqueza y abundancia de barras, de tejuelos y de las demás cosas que tengo referidas en este capítulo, se acabarán y fenecerán, pues ellos [los nativos] los crían, conservan, cultivan, labran, multiplican, trajinan y sustentan, y de ellos pende el ser y fundamento del reino. Si ellos faltaren, caerá toda la máquina del reino del Perú”.[10]

Martín de Murúa y Bartolomé de las Casas

No sabemos qué año de la segunda mitad del siglo XVI llegó Murúa al Perú. Se puede conjeturar que, estando aún en España, haya tenido exacta información acerca de Las Casas y de su pensamiento. Si el dominico murió en 1573, no sería aventurado pensar que ambos hayan podido conocerse en España. Dada la clara coincidencia entre Murúa y Las Casas en torno a la situación del indígena americano, cabría preguntarse: ¿fue la de Murúa una posición propia y personal, y, por tanto, una coincidencia con el pensamiento lascasiano? ¿O más bien, Murúa recibió la influencia de Las Casas, sea en España, sea en los Andes peruanos, por medio de lecturas u otros medios?

Téngase presente, por otra parte, que Murúa conoció la «Destrucción de las Indias» de Fray Bartolomé. A propósito de las Leyes Nuevas (1542) dadas por el emperador Carlos V, según se dice, a instancias de las Casas, cuya aplicación provocó en el Perú rebeliones y graves alteraciones, Murúa, con entusiasmo y admiración, hace una encendida apología de la posición de Fray Bartolomé, ponderando su obra y su significado en relación con la situación del nativo americano. He aquí el notable pasaje.

“En este tiempo sucedieron aquellas famosas guerras que se levantaron entre los españoles, originadas de las nuevas ordenanzas que su Majestad el Emperador nuestro señor hizo para este reino del Perú y el de Nueva España, a instancia de Don Fr. Bartolomé de las Casas, religioso del Orden de Santo Domingo, obispo de Chiapa. Varón apostólico, acérrimo defensor de la libertad de estos indios, en cuyo amparo y protección se ocupó muchos años, mostrando en España los agravios que de los españoles y encomenderos recibían, la insolencia y tiranía con que eran mandados y hollados, la codicia y ambición con que eran defraudados de sus haciendas, el menosprecio con que eran tratados, con si fueran animales fieros de los bosques, y el gran impedimento que con estas cosas y desafueros ponían los gobernadores y señores de los repartimientos a la promulgación del Santo Evangelio y a la doctrina y enseñanza de estos miserables, como si no fueran hechos a la imagen y semejanza de Dios y no fueran comprados con la sangre del cordero inocentísimo.

Así hizo un libro donde pone millones de sucesos acontecidos en este reino, nunca vistos ni oídos entre bárbaros, todos enderezados a sacar dinero, oro y plata -y más oro y más plata- sin que pudieran hartar la codicia de los españoles los montes, si oro y plata se tornaran. Defiende con vivas y teológicas razones no ser estos indios tan bárbaros como los hacían, que algunos hubo que se atrevieron a poner en plática no ser verdaderos hombres, que de esta suerte los infamaban los que querían apoderarse de sus haciendas y quitarles y privarles del verdadero dominio de ellas.

Finalmente, mediante su santo celo e infatigable diligencia pudo tanto que se hicieron por el Emperador Nuestro Señor unas ordenanzas nuevas, santísimas y convenientísimas al bien, aumento y conversión de estos naturales de este reino, a la ejecución de las cuales envió a Blasco Núñez Vela, caballero natural de Ávila, con título dé virrey de este reino, y envió audiencia real para autoridad del y defensa de los pobres que estaban oprimidos, ensalzamiento de la Justicia, que andaba hollada y abatida, y ninguna cosa menor se conocía en este reino.

Puso el virrey Blasco Núñez Vela en ejecución las nuevas ordenanzas, alborótese el reino y como eran para reprimir la insolencia de tantos hombres ricos y poderosos, levantados y ensoberbecidos con la suma y abundancia de oro y plata, no quisieron obedecerlas ni sufrir el yugo de la ley, fundada en buena razón”.[11]


Fray Diego de Angulo aboga por la devolución de sus tierras a los naturales

El 22 de mayo de 1570, en Cádiz se embarcó para el Perú el presentado Fray Diego de Angulo, de 37 años de edad. Fue provincial de Lima por dos períodos y visitador general de las provincias mercedarias del Perú. Circunstancia que le permitió conocer bien la realidad del territorio y empaparse de sus problemas, así como encontrarse y tratar con el P. Martín de Murúa, por aquellos años doctrinero en las serranías andinas.

Se cuenta que llevaban del Cuzco a Quito a un reo, cogido en un motín, para ajusticiarlo. Al pasar el grupo por Huamanga, el P. Angulo, que se hallaba en dicha ciudad, con ayuda de otros, se lo quitó a los alguaciles. A raíz de este hecho, el virrey Toledo hizo prender al religioso y le remitió a Lima con orden de que los Alcaldes de Corte lo embarcasen para España, “por el escándalo que había dado en quitar al delincuente”. Pero Angulo supo defenderse en Lima y la orden virreinal quedó en nada.

A este episodio se refiere Angulo en carta de 14 de marzo de 1575, cuando dice a Felipe II: el virrey Toledo “creo que está conmigo mal, por algunas razones que le dije en el Cuzco, sobre un agravio notorio que me hizo en prenderme, sin causa ni razón; [...] yo estoy cierto pesó mucho al virrey de haberme prendido”.[12]En la misma carta suplica al rey hiciese ver los memoriales que iban junto con ella, y que, fuera de lo que toca a la Orden de la Merced, envía el Origen de los Ingas de esta tierra. (Escrito que aún no ha sido hallado en el Archivo General de Indias).

Nos ocuparemos aquí de una extensa carta de Diego de Angulo, del 25 de abril de 1584, dirigida al rey para informarle de los agravios que se inferían a los naturales y para pedir la devolución de las tierras que les fueron despojadas por los conquistadores. Es un documento que, pese a su interés, no ha sido debidamente analizado y divulgado.[13]

Angulo comienza la carta diciendo al rey que a los naturales “los he tratado e entendido y entiendo cuán de veras claman a Dios pidiendo justicia de sus agravios”; y cómo a dichos nativos S.M. “los tiene encomendados muy de veras a los que mandan y gobiernan y ansi mismo a los que los doctrinan”, y cómo éstos se presentan “por tales sus protectores y amparadores”, pero que en la práctica viene a “ser todo al revés”. Por lo que el religioso, convencido de que sirve a Dios “el que entendiendo que [los naturales] son ofendidos y agraviados”, decidió informar a S.M. para que, como en todas las demás cosas “ponga el remedio”.

Fr. Diego denuncia los agravios que se hacía a los naturales en los llanos y en la comarca de Lima, con ocasión de las reducciones. En efecto, al reducir a la gente de unos valles a otros, les obligaban a dejar sus tierras y a contentarse con otras de menor extensión en las partes adonde los recogían. De ahí que “los unos se agravian de que les quiten sus propias tierras que dejaron, y los otros de que les quiten las suyas para las dar a los que con ellos redujeron; y así ni los unos las quieren dar, ni los otros las quieren recibir”. Y todos quedaban atribulados esperando aún mayores males. “Pues cuanto más va, más les quitan, más los trabajan, mayores cargas les imponen, más los fatigan y ningún día ven mejor por su casa, sino todos peores”.

Luego critica la actuación de los visitadores de tierras nombrados por el virrey Francisco de Toledo. Pues ellos dice Angulo: “hicieron un fundamento a mi parecer falso y peligroso en la conciencia, pues es contra todo derecho que fue, hacer todas las dichas tierras sin dueño y privarlos del «juris gentium» que tenía tan antiguo, y ponerlo todo, con mucha libertad, en sus manos para libremente quitarlo a los unos y darlo a los otros, con recompensas o sin ellas, como les pareciese, a fin de que quedasen tierras de que pudiesen ser ellos y sus amigos aprovechados; y ansí a los pobres indios les midieron las vidas con una medida tan estrecha, que el día que un indio caiga enfermo y no puede trabajar para ganar lo que ha de comer él y su mujer e hijo y padre y madre, que son viejos, a quienes ordinariamente cuando son viejos, a todos ellos los tienen en su casa, mueren de hambre, y los más que mueren, mueren con poca enfermedad por no haber ningún refrigerio”.

Ampliando lo anterior dice Angulo que, ocupados como cuidan en los servicios de los españoles, de seis días de la semana no dispone el pobre indio de dos días en que pueda trabajar para su casa, como tampoco puede beneficiar cuatro almudes de tierra para sí. Situación que permite que las tierras sobrantes vayan a parar en manos de quienes manejan estas cosas o de quienes ellos quieren. “Y así dejan a sus hijas e hijos, padres y madres, sobrinos y huérfanos y otras personas sin suerte ninguna, aún de esta triste y desventurada medida, de suerte que bien claro se ve en la forma de este repartimiento, dar a entender que los dichos indios no tienen propiedad alguna de tierras, sino limosna que de nuevo se les hace, hasta que les quiten también aquello poco que les queda”.

En tal situación, los nativos “aunque quieran no pueden descansar en toda su vida, ni pueden adquirir cosa para la vejez y enfermedades”. En total coincidencia con la afirmación del mercedario Fr. Martin de Murúa, en su «Historia general del Perú», edición citada, p. 464, Diego de Angulo informa al rey: “vemos evidentemente haber venido en poco tiempo en tanta disminución, que de mil indios de la reducción acá, [en la costa] no quedan ciento, y los pocos llevan el trabajo de los muchos, sin que haya remedio en ello; pues, antiguamente, mil indios servían a cien españoles, y ahora cien indios han de servir a mil españoles; el orden que había en las tierras por confesión de los visitadores y administradores, con quienes yo he tratado algunas veces, era ésta”.

Asimismo, dice la carta que las tierras que eran del sol, de las huacas, de las mamaconas y del Inca, así como los ganados, “como cosas baldías”, de derecho se convertían en propiedad de S.M.; “y de estas no piden nada los indios”. Pero la dificultad estaba en las tierras que vacaban por muerte de los dueños, y presumiendo que muchas de ellas quedaban sin herederos, se les quitaban para adjudicarlas a S.M. “Y para esto les desposeen de tan antigua posesión y los hacen incapaces de haber podido heredar de sus ascendientes y descendientes, pues los hacen a todos los muertos, que murieron sin heredar”.

Angulo contradice el anterior estado de cosas al afirmar que “este presupuesto es falso”, pues los Ayllus, Curacas y Principales nunca han faltado “y no puede ser que unos no hayan heredado de otros y ansi no es posible que a unos no pertenezcan más tierras que a otros, cuanto más que cuando el indio no tenía sucesor ni herederos, siempre dejaban las tierras a su Cacique, y hoy día usan lo mismo entre ellos”.

Aun cuando todas las tierras de los muertos hubiesen pasado al rey, Angulo pide la devolución de ellas a sus antiguos dueños, incluyendo las tierras de quienes hubiesen sido reducidos. “Por derecho S.M. -le dice- les debe hacer merced a los dichos naturales de todas ellas, las que hubiesen sido en algún tiempo de los dichos indios, y aunque se hayan hecho las reducciones, queden las tierras por cuyas eran”.

En otro momento, Angulo insiste en que los naturales son los verdaderos forjadores de la riqueza de la Corona. De tal manera que, aun cuando las tierras hubiesen llegado a ser del rey “sin contradicción alguna”, igualmente “S.M. había de hacer merced de ellas”. Pues, “a ninguna persona debe tanto S.M. de los que acá vivimos, como a estos pobres naturales, ni hay personas que tanto le sirvan, ni donde fuese tan aceptada a nuestro Señor la limosna y merced, pues, los millones de barras de oro y plata que a S.M. van, todos salen de sus costillas; conocerían en esto que su rey era cristianísimo, que los amaba y quería hacerles merced, confiarían mucho de su justicia, que es cosa que entre ellos estiman en mucho y cesaría entre ellos la estimación que tienen, que siempre los quieren matar”.[14]

Cabe señalar aquí otra coincidencia con la apreciación de Martín de Murúa, para quien si faltaran ellos, “toda la riqueza y abundancia de barras, de tejuelos y de las demás cosas [...] se acabarán y fenecerán”. Sin ellos “caerá toda la máquina del reino del Perú.”.[15]

El P. Ángulo reitera que las tierras les sean devueltas a los naturales, pues teniéndolas ellos darán más baratas en alquiler a los españoles que si fueran propias de éstos; pero si se hace merced de ellas a los españoles o se las vende, se encarece tanto que la fanega de sembradura que da el indio por 2 pesos de alquiler, el español la da por 6. Señala, además, otro inconveniente al decir que después “que se las han quitado las dichas tierras a los dichos indios, se ha visto en tanta necesidad y hambre la tierra, que no se hallaba una fanega de trigo por ningún dinero el año 1583”. (El año anterior a esta carta).

Dada la calidad de la tierra, entre los colonos españoles “todo lo querría tener uno”, con intereses excesivos, a tal punto que los pobres no pueden vivir con ellos, sino con otros pobres. En cambio, “teniendo los indios tierras en abundancia, ellos ayudan a los pobres españoles, y con tres o cuatro fanegas de trigo que siembran, sustentan su gente y familia y se les pega más cristiandad”.

Para el Padre Angulo, se les hace “otro agravio muy notorio en quitarles las dichas tierras y darles a españoles”, pues éstos las hacen labrar a los propios indios a quienes se las quitaron. Luego se acentúa la contradicción al decir que “se las quitan porque no las pueden labrar y después se les hacen labrar a los mismos; pues, ¿qué puede sentir un pobre indio que le quitaron su tierra y le quitan la libertad para hacerla labrar él para sí, y se la hacen labrar para quien se la quitó?; y la paga que se les da es un real y cuarto, y dará el indio tres reales de buena gana a otro indio que la quiera ayudar a él”.

Al concluir su carta dice al rey: “muchas cosas hay a este modo que tienen necesidad de remedio, V. M., por amor a Dios, dé el remedio que ve que conviene, encargando a quien viniere, en este caso ejecute justicia, pues habrá de Dios el premio”. Lima, 25 de abril de 1584.

La carta tiene el habitual tono moderado, pero con suficiente valentía expone la situación reinante y pide la devolución de las tierras arrebatadas a los indios. Este escrito motivó la real cédula de 1587, dirigida al virrey y audiencia de Lima, con inserción de la carta. El rey dispuso: “lo que se contiene en los dichos capítulos parece cosa de substancia, os mando que lo veáis [...] y hagáis en todo justicia y me aviséis muy particular do lo que en ello hicieres”.

Los doctrineros mercedarios de Paruro denuncian los abusos contra los naturales

Para dar cumplimiento a una real orden por la que se pidió una relación pormenorizada de las ciudades, villas y población del obispado del Cuzco, el prelado D. Manuel Mollinedo Angulo, por carta circular de 6 de julio de 1689, ordenó a los curas y doctrineros de su diócesis, le enviasen una relación completa del estado de sus respectivos curatos. Pronto en la curia diocesana se acumularon unas 135 relaciones.

La valiosa documentación fue remitida a España, y se encuentra hoy en el Archivo General de Indias de Sevilla, en el legajo 471 de los fondos de la Audiencia de Lima. Gracias al esfuerzo del ilustre historiador Horacio Villanueva Urteaga este material fue publicado en 1982 por el Centro Bartolomé de las Casas de la Imperial Ciudad, con el título de «Cuzco. 1689. Economía y Sociedad en el Sur Andino.»[16]

Dichos informes encierran muy importantes y variados datos sobre la región. Muchos de los curas, “conmovedoramente dolidos”, denunciaron los efectos desastrosos que los trabajos en la mita, aquel medio inhumano de explotación, causaban en la feligresía. De las parroquias del obispado del Cuzco los mitayos eran llevados tanto a las minas de Potosí como a las de Huancavelica y de Otoca. El trabajo en las mitas ocasionaba “la despoblación de aldeas íntegras, con abandono de propiedades, casas, hogar y familia”. Entre quienes denunciaron tales abusos encontramos a algunos mercedarios que tenían a su cargo curatos en las provincias de Aymaraes y Paruro.

El predicador Fray Francisco de Vera y Aragón, doctrinero de Pachaconas, en una de las relaciones más completas, con fecha de 4 de octubre de 1689, dice al obispo: “Ha más de cuarenta años que [los naturales] están acudiendo a la mita de la Villa de Huancavelica, y más de diez y ocho al mineral de Otoca, y más otros cuarenta al de Castrovirreyna, que causa compasión y lástima ver estos pueblos tan arruinados y en tan miserable estado, que dentro de pocos años se habrán acabado del todo, pues cada año se hacen despachos para estos minerales y los indios que van a ellos (hablo de lo que pasa en esta doctrina) los más no vuelven, porque como son pocos apenas descansan ocho meses, y les obligan a volver para hacer mita; y por este rigor y por las malas pagas, en especial del asiento de Castrovirreyna, pues del trabajo personal de los indios de cuatro meses, les pagan en dos petaquillas de higos, se ausentan y se van a los Andes y a tierras de infieles, apostatando de nuestra Santa Fe, dejando sus mujeres y hijos, cosa lastimosa y digna de todo remedio”.[17]

Por su parte Fray José de Atriaca, cura coadjutor de Paruro, con nombramiento del obispo por enfermedad del cura propio maestro Fr. Juan Manuel de León, en relación fechada en Paruro a 1° de setiembre de 1689, da cuenta de una obra social que sostenía su doctrina en beneficio de los pobres. Consistía en que el miércoles de ceniza de cada año, “se tiene especial cuidado de repartir de vestir de bayetas y cordellates a todos los pobres, hombres y mujeres, deste Pueblo; y más, que en todo el año los días de sábado de cada semana se les da de limosna a dichos pobres en plata para que coman, y, fuera de éstos, a los que vienen de otras partes por noticias que tienen desta limosna, y lo mismo [se] observa con los enfermos en dárseles de comer, azúcar para sus curaciones y otras cosas que necesitan”.[18]

Fray Sebastián Durán, cura propio de Cuchiriguay, Provincia de Paruro, en su relación de 5 de setiembre de 1689, manifiesta la suma pobreza en que se hallaba la gente, “así por las pocas tierras que los Repartidores de ellas les han dejado como porque los españoles se les han ido enterando [apropiando] hasta los mismos pueblos y solares, y porque para lo poco que cada uno siembra de maíz, que es su único sustento, para cada gramo les imponen tantas cargas, obligaciones y socaliñas, que de ninguna suerte son dueños de él”. Luego denuncia los grandes males de Cuchiriguay: la venta abusiva que hacen los corregidores de mulas y de ropa a la gente, y los estragos que acarrea la mita.

Como la causa del despoblamiento de esta provincia, señala el Padre Durán los “tratos tan perniciosos y intolerables” de los corregidores, tales como traer a estos pueblos “cantidad de mulas chúcaras, compradas lo más caro a 22 pesos el par y darlas a los indios a 60”, entregando a la gente según la relación del número de habitantes del pueblo, un animal por persona, y ahí quedaban las mulas por su cuenta; luego procedían “a la cobranza con tanto rigor de prisiones y embargos hasta dejarlos sin un grano de maíz para su sustento, ni una manta que ponerse, que por no experimentar estos rigores, al tiempo de repartir las mulas, se ausentan familias enteras”.[19]

Del mismo modo, de la ropa que los corregidores llevaban de los obrajes vecinos, consistente en cordellates y bayetas, repartían, según relación especial, a cuantos habitantes vivían en el pueblo, con 4 reales de ganancia por cada vara; igual cosa ocurría con las rejas (sic), que al corregidor le costaban 12 a 13 pesos, y en Cuchiriguay las vendía de 21 a 22. “Así otros géneros y baratijas que los indios no necesitan para nada, ganando más de la mitad o la tercia parte, y los unos sobrepujándose a los otros en traer más drogas, cuando día a día está más aniquilada la Provincia”.

Informa también el Padre Durán que la mita era otro género de servicio que más afligía y atormentaba a los naturales, bajo la modalidad de trabajos agrícolas que los corregidores implantaron en esa provincia. Consistía en llevar grupos de 15 o más personas a leguas de distancia y entre ellas a mujeres casadas, en ausencia de sus maridos, a donde había negros, mulatos y pajes de todo género para que les sirvan, “de que se siguen muchas ofensas a Dios”. Para terminar el religioso agrega: “por ser verdadero en todo este informe, por mí hecho, lo firmé de mi nombre”.[20]

Fray Francisco Zamora, cura propio de Accha Urinsaya, provincia de Panuro, a 13 de setiembre de 1689, comienza su informe diciendo: “Esto, señor, que ahora refiero, escrito de mi letra, no quise fiar del sirviente por ser odioso y que pudiera salir a luz”. Luego manifiesta que “la mitad de estos indios numerados no asisten en este pueblo, porque todo el año son enviados fuera de la provincia a trabajar a obrajes y chacras, y los más se quedan”; de esta manera, al dejar de hacer sus propias chacras para su sustento, se hallan imposibilitados de pagar “a los corregidores de mulas, de rejas, de ropas, de vino y de otras cosas que les obligan a comprar”.

Por eso, con lo último con que podían pagar era con trabajos en obrajes, pero ello significaba ausencia y desamparo de sus casas, y “todo esto paraba en que los pueblos quedaban desolados, las iglesias caídas sin quien las pueda reedificar, sus casas abandonadas, abiertas y hurtadas. Una cosa es verlo y experimentarlo, y otra es, Señor, oírlo de noticia sólo; se clama a Dios y al rey nuestro señor para su libertad. Es lo que puedo advertir digno do remediar”[21]. Los informes de Paruro y Aymaraes llegaron hasta el Supremo Consejo de Indias.


NOTAS

  1. Archivo General de Indias (=AGI), Lima 320.
  2. AGI, Lima 320.
  3. FR. MARTIN DE MURÚA, Historia general del Perú, Ed. Ballesteros, Historia 16, Madrid, 1987, 223.
  4. AGI, Indiferente general, legajo 2870, Libro 8, f.272-274v.
  5. MURÚA, o.c., 230.
  6. MURÚA, o.c., 231.
  7. MURÚA, o.c., 299.
  8. MURÚA, o.c., 562.
  9. MURÚA, o.c., 464.
  10. MURÚA, o.c., 476.
  11. MURÚA, o.c., 264-265.
  12. PEDRO NOLASCO RODRÍGUEZ, Los religiosos de la Merced que pasaron a la América española, Sevilla, 1924, 208-210.
  13. AGI, Lima 316 (71-3-24). La carta publicada por VÍCTOR M. BARRIGA, Los mercedarios en el Perú, III, Arequipa, 1942, 175-179. RUBÉN VARGAS UGARTE, Historia general del Perú, V, (Lima), 1966, 314-317.
  14. BARRIGA, o.c., III, 177; VARGAS UGARTE, Historia general del Perú, V, 317.
  15. MURÚA, Historia general del Perú, 476. Al concluir su carta, dice el P. Angulo al rey: “muchas cosas hay a este modo que tienen necesidad de remedio, V.M., por amor a Dios, dé el remedio que ve que conviene, encargando a quien viniere, en este caso ejecute justicia, pues habrá de Dios el premio”. Lima, 25 de abril de 1584.
  16. Cuzco. 1689. Documentos. Economía y Sociedad en el Sur Andino, Centro de Estudios Bartolomé de las Casas, Cuzco, 1982, 336.
  17. Cuzco. 1689. Economía y Sociedad en el Sur Andino. Centro de Estudios Bartolomé de las Casas, Cuzco, 1982, 336.
  18. Ibidem, o.c., 449.
  19. Ibidem, o.c., 464.
  20. Ibidem, o.c., 464.
  21. Ibidem, o.c., 464.


SEVERO APARICIO, O. DE M.

Obispo Auxiliar del Cuzco

©Revista Peruana de Historia Eclesiástica, 3 (1994) 113-128