MÉXICO; Camino del nacimiento de un Estado laico (XI)

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Inicio de la resistencia armada

Muchos católicos escogieron el camino del martirio, otros el de la protesta y el del levantamiento armado; el Gobierno escogió el de los pelotones de ejecución y el de la represión armada. Escribe Jean Meyer que “El poder masónico fue hasta el fin, los campesinos católicos se sublevaron y fue la «Cristiada», la guerra de los «Cristeros», esos Camisards, esos Chouans[1]del siglo XX americano”.[2]Y encuadrando los comienzos de la cristiada señala que:

“En 1910 en el campo y en las pequeñas ciudades de provincia, la vida religiosa está tan desarrollada que es omnipresente; estamos ante unas gentes tan piadosas que piensan y hablan como monjes; el sacerdote es para ellos sagrado; las virtudes cristianas son entre ellos sociales...La cristiada unió durante mucho tiempo al pueblo como un bloque alrededor de la Iglesia [...]. La Iglesia no escogió la guerra, pues el Vaticano nunca consideró a Calles como a un Nerón, o si lo hizo, nunca olvidó que era también César, y que era preciso negociar.

Se negoció durante tres años largos, durante los cuales ciertos diplomáticos extranjeros y banqueros mexicanos y norteamericanos hicieron el papel de intermediarios. Tres años durante los cuales el pueblo hizo su guerra: El César es poderoso y quiere que de grado o de fuerza los pequeños lo veneren y casi lo adoren, pero muchas veces un hombre simple puede humillar la soberbia del poderoso, comentaba en 1968 el antiguo cristero Ezequiel Mendoza. La guerra fue una sorpresa para el Estado, para la Iglesia, y una buena sorpresa para ciertos jóvenes militantes católicos que desde entonces soñaron con tomar el poder por la fuerza”.[3]

Fue una sorpresa para todos. Fue algo parecido al antiguo caso de la Vandea francesa: “Un pueblo campesino que sin armas o casi, intentaron revivir la toma de Jericó en enero de 1927. La sublevación fue masiva y unánime en los pueblos del centro-oeste. Hombres, mujeres, niños confluían como para una peregrinación, seguros de obligar al Gobierno a capitular. El ejército los recibió a tiros y con fuego de ametralladoras, y en el primer choque esos peregrinos dignos de acompañar a Pedro el Ermitaño se desbandaron”.[4]

Empezaría luego la sublevación cristera (1926-1929), una historia que ha marcado al país y a la Iglesia católica mexicana: su historia social, su historia de fidelidad al Papa, su vivacidad y su fuerza misionera,[5]aunque el tema ha sido ignorado por buena parte de la historiografía oficial mexicana y por la casi totalidad de las publicaciones ligadas al mundo gubernamental.

La guerra de los cristeros

El movimiento cristero ya estaba actuando a comienzos de enero de 1927. El ejército federal intentaba sofocar aquellos decididos brotes guerrilleros, a los que por otra parte México estaba acostumbrado en las últimas décadas. En aquellos momentos la revista «Gladium», dirigida por Anacleto, todavía hacía oír su voz. El «Maistro» había tenido que esconderse, y ya no podía recorrer Jalisco dando sus conferencias o pronunciando sus mítines o publicar sus artículos llenos de fuego en periódicos y revistas. Estaba claro por muchos indicios de que el «Maistro» aceptaba la resistencia activa con todas sus consecuencias. El último escrito suyo, destinado a Gladium, parece corroborarlo. Anacleto escribía: “Hoy debemos darle a Dios fuerte testimonio de que de veras somos católicos. Mañana será tarde”.[6]

El jesuita Eduardo Iglesias escribía algo parecido en 1929: “No es loable, ni prudente, ni cristiano, es más, parece ilícito, optar por la paciencia y la resignación, interpretando mal los consejos de Jesucristo, cuando entre la apostasía y el martirio se presenta otra solución, la victoria que libre nuestras conciencias y las de nuestros hermanos”.[7]

Escribe González Orozco: “Para Gómez Robledo, una serie de circunstancias hicieron reflexionar a González Flores: el movimiento armado bajaba como alud; la Liga urgía, comenzaban los pronunciamientos espontáneos, los jefes eran casi todos de la Unión Popular; en Los Altos, Anacleto lo sabía, no comprenderían la eficacia del boicot; dada la orden de alzarse, una contraorden no sería creída; él como Jefe, cargaría los excesos, pues nadie iba a saber si los alzados lo hacían por iniciativa o por mandato suyo. Así que el Jefe de la Unión Popular comprendió que «su vida no tenía más sentido que el de una inmensa autoridad moral, y para conservarla y hacerla fructificar hasta lo último, era preciso no alejarse del centro urbano», aunque esto significase la muerte, y encabezar contra su convicción, la campaña militar.[8]

Fue un desprenderse de sí mismo, porque no quiso dejar solos a los suyos, presintiendo la derrota, aunque eso significara renunciar a sus convicciones y a su sueño de un pueblo que vence muriendo, no matando. Tomada la decisión, Anacleto no dio marcha atrás. Cierto día, con la barba y el pelo largo, escondido y disfrazado de obrero, se encontró con un emisario que regresaba de la capital; tras de exponerle los conflictos internos de la «Liga», el egoísmo, la deslealtad, le aconsejó: “Créame, maistro, esto hay que dejarlo. Es una baraja sucia”; Anacleto le respondió que “en este garito, con esta baraja sucia, me juego la última carta de Dios”.[9]

La Liga abandona la protesta pacífica

Anacleto González Flores y otros líderes católicos intentaron con todas sus fuerzas evitar que se fuese a las armas. En este sentido Anacleto buscó por todos los medios la autonomía de la «Unión Popular» ante la «Liga», que optaba por la lucha armada después de haber agotado todos los recursos de un arreglo pacífico y un reconocimiento de las libertades religiosas fundamentales.

Triunfó esta opción y varios responsables locales de la misma Unión Popular lanzaron el grito de revuelta armada; era ya imposible distinguir la Unión de la Liga, como recuerda Heriberto Navarrete en su libro, «Por Dios y por la patria», uno de los testigos de los hechos. Navarrete escribía en 1939 en sus «memorias» sobre los acontecimientos de 12 años antes, recordando lo que sucedió en el otoño de 1926, cuando se estaban eligiendo los responsables de la Unión Popular para el 1927:

“Estuve en la casa donde vivía escondido el Lic. González Flores y, con gran asombro de mi parte, recibí las siguientes declaraciones e instrucciones:

1º. La Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa ordena a su Delegaciones que, con los elementos que quieran seguirlos, organicen inmediatamente un movimiento armado para derrocar al Gobierno de la República y salvaguardar por medio de la fuerza las libertades populares.
2º. Anacleto González Flores, como delegado regional de la Liga, acata la disposición e invita a los jefes locales (eran los mismos jefes parroquiales de la U.P.) para secundar en sus jurisdicciones el movimiento de rebelión contra la dictadura de Calles.
3º. Como instrucción particular recibo la siguiente: Quiere González Flores hacer un esfuerzo por separar dos géneros de actividades. Una cosa será en adelante la organización que se llama Unión Popular y la otra completamente distinta, la organización del Ejercito Nacional Libertador.

Tú, -me dijo el licenciado- vas a seguir manejando, como representante mío con poderes absolutos, la U.P. y la mantendrás totalmente alejada de las actividades militares. Ya he hablado con el Ing. Salvador Cuellar y él se encargará de organizar los movimientos armados con los jefes que quieran y puedan lanzarse, y tendrá, como representante mío, el mando supremo militar de nuestra jurisdicción. Confieso que aquel día, por mi habitual facilidad para obedecer y fiarme del Maestro, llegue a creer en la factibilidad del plan.

En aquellos días y dada nuestra inveterada inclinación al recurso violento, fue sin duda una ilusión de González Flores el querer asegurar el futuro de la U.P. por medio de un distingo de gabinete. ¡Son tan distintos los hombres de carne y hueso! Bastó que Luís Ibarra, jefe y padre, iniciador y forjador de la U.P. en Cocula, Jalisco; que un José María Huerta, sostén de nuestros grupos en Tepatitlán, y que otra docena de caracterizados líderes de nuestra U.P. lanzaran el grito de rebelión, cinco días después de mi entrevista con el Maestro, para que toda nuestra urdidumbre lógica viniera por tierra, arrojada por el instinto popular que cuajó en una carteta del corrido que cantaban los mariachis en todos los pueblos antes de quince días:


“Señores pongan cuidado

lo que les voy a contar:

se levantaron en armas

los de la Unión Popular”.


Ante un plebiscito de tal género y alcance, ya podíamos ponernos a enviar circulares a todo el país explicando la distinción entre Unión Popular y Ejército Libertador”..[10]

Según las «Memorias» de Heriberto Navarrete, entonces aún seglar y uno de los líderes católicos del momento, la Unión Popular celebró su última y nutrida asamblea en los últimos días de diciembre de 1926 en un anexo del Templo de Santa Mónica, y resultaron elegidos como jefe de la U.P. Anacleto González Flores; tesorero, Miguel Gómez Loza; secretario general el mismo Navarrete, y consejeros Luís Silvestre Arias, y las señoritas María Ocampo y Josefina Zuloaga.[11]El testimonio de Navarrete, por ser de primera mano, es de tal importancia y tan vivo que merece la pena que se transcriba, al menos en lo que se refiere a la citada asamblea de la U.P.:

“Hubo discursos y, en el último, el joven Nicolás Méndez Suárez hizo estremecer de entusiasmo a todos los presentes hablándoles del momento histórico de México y, teniendo en la diestra la bandera de la U.P., invitó a los asistentes a prometer defender la religión y la patria con el decoro y energía de verdaderos cristianos. Hizo su voto él, simbolizando su promesa en un reverente ósculo que estampó en la orla de la propia bandera. Con la solemnidad de rito fuimos desfilando todos, repitiendo la ceremonia que Nicolás escogió como símbolo.

Ahí mismo se invitó a los delegados a una junta «extra asamblea» que se habría de verificar aquel mismo día en un anexo del Templo de San Felipe. […]. Al día siguiente fui a primera hora al domicilio de Anacleto donde estaba escondido […] y encontré al Maestro desayunando. Estaba también a la mesa el P. Leobardo Fernández, S.J., y a poco de mi llegada se fueron saliendo las personas de la familia y nos quedamos los tres solos: el Maestro, el P. Fernández y yo. Cuento esta escena por la impresión tan fuerte que me causó:

  • El Maestro: «Estamos en plena rebelión contra Calles».
  • El padre: «No será una simple guerra civil. Será una guerra religiosa, larga y sangrienta como suelen ser».

En el curso del día se fueron presentando en mi casa varios de los jefes de la U.P. Mi situación era muy curiosa y creo que se entenderá mejor si trato de reproducir el diálogo con uno de aquellos hombres, tan buenos, tan nobles y tan valientes.

  • Chema: «oiga, Jefe, ¿por qué no fue ayer a San Felipe?»
  • Yo: «Pues, ¿no le explicaron ahí? La U.P. no tiene que ver nada con la rebelión de algunos católicos, que justamente indignados van a pelear contra el Gobierno. Yo atenderé en adelante los intereses de la U.P.».
  • Chema: «Sí, nos explicaron, pero yo no entiendo, ¿unos vamos a pelear y otros nos van a ver?, ¿es que ustedes tienen miedo o es que van a quedarse algunos cuidando algo?, ¿qué cuidan? Bueno, pero yo no venía a eso, Usted es de nuestros jefes y vengo a preguntarle. Yo tenía ya por ahí mi guardadito de unos 40 ó 50 files [sic] buenos. Tenemos «alguito» de parque [municiones] y pienso echar el grito antes que nos madruguen. ¿Qué le parece que para el 7 de enero echemos los primeros trancazos?”
  • Yo: «Mire, Chema, el Ing. Cuellar es el que tiene esas instrucciones. Yo no conozco detalles.”
  • Chema. “Sigo no entendiendo. Yo diría que todos los que comenzamos hiciéramos el ánimo hasta salir a la orilla».
Francamente yo también comenzaba a no entender. Y el mismo día me presenté al Maestro con la exigencia:
  • Maestro, esto no puede ser, no va a poder ser- Yo quiero irme al cerro [tirarse al monte] con todos. No voy a tener qué hacer si sigo la comisioncita ésta.

Porque no fue sólo Chema. La resistencia del Maestro no fue ni de horas. Antes de que salieran de Guadalajara los futuros cabecillas, pude colaborar en la organización del levantamiento: dar instrucciones precisas, lanzarme a conseguir dinero, comenzar a buscar fuentes de aprovisionamiento de municiones, etc…

Señalamos entre el 5 y el 7 de enero para que se verificaran los levantamientos principales. Teníamos la certeza de que todo estaba preparado para el movimiento en [poblaciones de los Estados que cita a continuación]: Arandas, Tototlán, Cocula, Ameca, Tenamaxtlán, San Juan de los Lagos, San Miguel el Alto, Atotonilco, San Julián, Tepatitlán, y muchas probabilidades en otra infinidad de pueblecitos de Jalisco, Colima, Zacatecas, Guanajuato y Nayarit.

El mismo día en que el Licenciado estuvo de acuerdo conmigo para que nos ocupáramos todos en organizar la lucha armada, me indicó que, al día siguiente, muy de mañana, quería darnos personalmente algunas instrucciones y me señaló los nombres de algunos muchachos de la A.C.J.M. Muy temprano estábamos en la casa del Lic. Ramírez [donde se escondía entonces Anacleto] los interesados. Con algunas muestras exteriores de gran reserva nos invitó el Maestro a subir con él a la azotea y cuando estuvo seguro de que nos encontrábamos solos, nos hizo una pequeña plática…”.[12]

En las palabras que el testigo cita, Anacleto habla de: “Que nuestra posición de católicos militantes nos ha llevado, casi sin sentirlo, a la crisis obligada que necesariamente hará reflexionar a cada uno de nosotros el alcance que para la propia vida puede tener una determinación actual. La Liga se ha lanzado a la aventura revolucionaria con una determinación que puede ser, más que todo, una verdadera corazonada.

Ojalá que la intuición haya sido certera. Por mi parte, sé decir que tengo decidida mi posición personal, que no puede ser otra que la que parece exigir mi puesto: estaré con la Liga y echaré en la balanza todo lo que soy y lo que tengo. Pero me siento obligado delante de ustedes de decir mi mensaje a la posteridad: la Unión Popular no debió ser nunca una organización cuya misión propia fuera provocar una guerra civil. Mezclados como van ustedes a quedar, demasiado lo sé, en el torbellino de una lucha que recomenzamos hoy acudiendo a la razón de la fuerza, corren el riesgo de olvidar la doctrina: no es la hoja de una espada el mejor sostén para instituciones como la nuestra. Por encima del triunfo o por encima de la derrota de mañana, tenemos que seguir sosteniendo que el problema de México es problema de cultura, de apostolado, de civilización.

Hoy, sin embargo, todo nos empuja a la montaña. Vamos allá. Es mucha cosa la Unión Popular para perderla toda en una aventura en que nos van a dejar solos. Dios haga fructificar este sacrificio colectivo[...]. De sobra sé que lo que va a comenzar para nosotros es un calvario. Dispuestos hemos de estar a coger y llevar nuestra cruz […]. Les he llamado para plantearles ahora con crudeza el problema tal cual es. Si los convido en este momento a continuar la tarea, no quisiera que alguno estuviera engañado acerca del alcance que tiene tal invitación: los convido a sacrificar su vida para salvar a México [...].

Si me preguntara alguno de ustedes qué sacrificio le pido para sellar el pacto que vamos a celebrar, le diría dos palabras: tu sangre. El que quiera seguir adelante, deje de soñar con curules [escaños parlamentarios], triunfos militares, galones, brillo y victorias y dominio sobre los demás. México necesita una tradición de sangre para cimentar su vida libre de mañana. Para esa obra está puesta mi vida y para esa tradición os pido la vuestra”.[13]

Y concluye el testigo: “Sobre un crucifijo juramos guardar secreto de todo lo que entonces y en adelante supiéramos en el ejercicio de las comisiones que se nos encomendaran…”.[14]


NOTAS

  1. El término francés «camisards» se refiere a los insurrectos protestantes franceses del sur occidental francés a finales del siglo XVII y comienzos del XVIII contra la monarquía absolutista francesa tras la revocación del «Edicto de Nantes» que les había concedido la libertad religiosa y que fueron sometidos a una dura represión sangrienta al no aceptar aquella revocación; «Chouans»: del sobrenombre de Jean Cottereau, llamado Chouan (de chathuant, divertido, ridículo), uno de los jefes del movimiento de campesinos franceses de la Baja Bretaña, que entre 1793 y1796 se levantaron en armas en Francia para defender su fe católica y sus tradiciones contra la Convención o República creada por la Revolución Francesa, que entre otras cosas había desencadenado una fuerte persecución anticatólica.
    Se unieron a los campesinos sublevados en la región francesa de Vandee por los mismos motivos. Los dos términos se usan en el lenguaje común para designar por ello las masas populares y rurales levantadas contra los regímenes opresivos, que las reprimen con sangre y fuego, hollando los más elementales derechos civiles y religiosos.
  2. MEYER, Historia de los cristianos..., 231.
  3. MEYER, Ibidem..., 232.
  4. Meyer, Ibidem, 234.
  5. Las cinco visitas de Juan Pablo II a México demostraron con creces esta devoción de los católicos mexicanos al Papa con recibimientos nunca antes vistos; con frecuencia, al margen del mismo gobierno, que se declaraba oficialmente neutral según la legislación vigente.
  6. RÍUS FACIUS ANTONIO, Méjico Cristero, 173.
  7. A. MOCTEZUMA, El Conflicto de 1926, 342.
  8. A. GÓMEZ ROBLEDO, Anacleto González Flores. El Maestro, 173.
  9. Ibidem 182,
  10. NAVARRETE HERIBERTO, Por Dios y por la patria, Ed. JUS, México 1961. 'Positiones Anacleti et VII Sociorum, Summ., Docs. IX, 549-552; XIX, 590-591. El autor recoge en este escrito sus Memorias, escritas en 1939; él había sido un íntimo colaborador de Anacleto en la ACJM.
  11. NAVARRETE, Por Dios y por la patria, 551.
  12. NAVARRETE, Por Dios y por la Patria: datos importantes sobre la posición de Anacleto G.F. sobre la resistencia activa de los católicos. Cf. Positiones Anacleti et VII Sociorum, Summ., Proc. A, Doc. IX, 551-553.
  13. NAVARRETE., Ibidem, cit. en Positiones Anacleti et VII Sociorum, Summ., Proc. A, Doc. IX, 553-554.
  14. Ibidem.

BIBLIOGRAFÍA

MEYER Jean, Historia de los cristianos en américa latina siglos XIX Y XX. Primera edición, Ed. Vuelta, México 1989.

MOCTEZUMA Aquiles, El Conflicto Religioso de 1926. Sus orígenes, su desarrollo, su solución. S/Ed. México. 1929

NAVARRETE HERIBERTO, Por Dios y por la patria, Ed. JUS, México 1961

RÍUS FACIUS ANTONIO, Méjico Cristero. Ed. Patria, México, 1960

Positiones Anacleti et VII Sociorum, Summ., Proc. A, Doc. IX, 551-553


FIDEL GONZÁLEZ FERNÁNDEZ