PERÚ; Virreyes y episcopado y el tercer Concilio Limense

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Nuevas medidas políticas y eclesiásticas

A fines de la década de 1560 y principios de la siguiente, la Corona española adoptó un conjunto de medidas políticas y eclesiásticas que transformarán en forma radical las orientaciones seguidas hasta entonces en el Perú. Muchas de esas medidas eran inevitables dado el grado de deterioro de la situación sociopolítica y religiosa del Perú. Las causas son conocidas: guerras civiles, violencias causadas por la sed de riqueza y por las dificultades naturales, inherentes a este inmenso territorio desconocido y difícil de captar en sus distintas dimensiones sociales y culturales.

No cabe la menor duda que la situación política y religiosa exigía la presencia en el Perú de personalidades excepcionales y con dotes de gobierno poco comunes. Por un lado, las circunstancias eran la consecuencia de treinta años de conquistas y hechos arbitrarios e incontrolables por parte de las autoridades que no daban abasto a los problemas planteados por esta nueva tierra. Por otra parte, la presencia de una masa indígena desperdigada por la inmensidad de los Andes, abandonada y en muchos casos explotada, contribuía a crear la imagen de una humanidad negada y expuesta a muchas vejaciones por parte de algunos conquistadores.

Las tensiones creadas en torno a un ideal cristiano y a la práctica de la conquista, desarrollaron hábitos a los que la Corona tenía que dar soluciones. Conocemos las decisiones. Para el Perú, la elección de Francisco de Toledo fue una decisión políticamente importante. La Corona quería ver el territorio en paz y claramente orientado hacia los objetivos definidos por los consejos reales. En lo que atañe a la Iglesia, las responsabilidades de la Corona eran muy grandes y exigían del poder real una vigilancia constante. Toledo no es un administrador colonial en el sentido moderno del término. Dada las características de la legislación eclesiástica española y del papel que la Corona desempeña en la evangelización, Toledo es un virrey en el sentido jurídico español del término, y además tendrá que intervenir necesariamente en asuntos de carácter eclesiástico. Sus cartas lo demuestran y las opiniones que vierte acerca de los más variados asuntos, son la expresión clara de la voluntad real de dar a la Iglesia peruana las instituciones que le garanticen un futuro.

El arzobispo fray Jerónimo de Loaysa muere en 1575; le sucederá Don Toribio de Mogrovejo. La gestión del virrey Toledo, el episcopado de Mogrovejo y la llegada de los jesuitas constituyen, sin duda, los comienzos de una nueva orientación misionera y pastoral y de un diálogo o dinámica religiosa novedosa.

El entorno sociopolítico y religioso del proyecto de un nuevo concilio limense

La presencia del virrey Francisco de Toledo en el Perú y la llegada de los jesuitas,[1]aunque distintos, son eventos que tienen algo que ver entre sí. Por un lado, Toledo creía que la presencia de la Compañía de Jesús podía servir muy bien los objetivos fijados por la Junta Magna de 1568 para el Perú. Por otra parte, la Compañía de Jesús tenía necesidad de su apoyo, porque las otras órdenes religiosas habían ya echado raíces en los Andes.

Toledo deseaba que los jesuitas se comprometiesen con los objetivos de su misión organizadora, y participasen en la gran visita que emprendía en todo el Perú. En su comitiva inicial acompañaban al virrey: Martín García de Loyola, sobrino de San Ignacio de Loyola, y los jesuitas Jerónimo Luis de Portillo y Luis López. Se les unirá más tarde José de Acosta.[2]La Compañía de Jesús aceptaba participar en el plan desarrollado por el virrey, pero mantenía una cierta distancia frente a algunas de las demandas. En primer lugar, no compartía todas las exigencias que Toledo quería imponer acerca de la participación en la visita general. En segundo lugar, no asumía las responsabilidades pastorales que obedecían a criterios de una política global del virrey y no a los objetivos que la Compañía juzgaba importantes.[3]

La incomprensión entre Toledo y los jesuitas nació principalmente a propósito de las doctrinas. En 1572, Toledo escribía los siguientes párrafos al Rey : “Los de la Compañía del Nombre de Jesús travajan en este reino con el celo que a V.M tengo escripto y aunque cierto entiendo que hazen provecho en las ciudades respecto a los españoles y a los indios de servicio dellas, pero tienen duda si por sus estatutos pueden salir a las doctrinas y conversión de los indios donde mayor necesidad ay y para cuyo fundamento principalmente V.M me dize que los imbió a estas provincias y ansi será muy necesario que V.M mande resolver con sus generales si ellos pueden hazer este oficio como las demás hordenes en descargo de la obligación de V.M, porque si no V.M entienda que no serán útiles en lo más principal y que lo son en lo acesorio que digo y mande lo que sea más su servicio …”.[4]

Las razones esgrimidas por los jesuitas se refieren a la incompatibilidad de la vida de los doctrineros con sus objetivos institucionales. Concretamente, la doctrina comprendía ciertas reglas administrativas y financieras a las que los jesuitas no querían someterse. Por otra parte, Toledo deseaba verlos en casi todas las ramas de actividades eclesiásticas, y pensaba en entregarles todo aquello que hasta entonces estaba en manos de otras órdenes. La solución dada a estos puntos de vista encontrados tomó tiempo, y fue objeto de diferentes arreglos. Los jesuitas aceptaron, primero, las doctrinas de Huarochiri y luego las de Juli. A ello añadieron sus compromisos con la enseñanza a distintos niveles, incluso en lo que atañía a la Universidad, hasta esas fechas en manos casi exclusivas de los dominicos. Toledo hubiera querido más. Los jesuitas supieron resistirle, y refugiarse en las autoridades romanas de la orden para moldear la voluntad virreinal a sus intereses.[5]

No cabe duda que las orientaciones de las primeras congregaciones tienen una influencia decisiva sobre el desarrollo de las actividades pastorales de la Compañía de Jesús. Con razón Vargas Ugarte subraya la importancia de las decisiones tomadas en la Primera Congregación acerca de los catecismos para indígenas. En ella se recomienda que se hagan dos, uno breve y otro más desarrollado. Cada uno respondía a las exigencias del desarrollo del catolicismo. Desde el Primer Concilio limense se señalaba la importancia de unificar criterios en estas materias. El Segundo Concilio lo recuerda y el Tercero confirmará definitivamente esta decisión. Con estas propuestas de las congregaciones generales, los jesuitas están preparados para luego servir como traductores y difusores de la doctrina en las lenguas indígenas.[6]

La presencia de Toledo y de los jesuitas cambió bastante el mapa de la presencia de la Iglesia en el Perú. Las medidas drásticas del virrey acerca de la reducción de los pueblos de indios, y la voluntad de la Corona de no dejar solo en manos de los religiosos la administración e incluso las actividades pastorales, intentaban corregir entre otras cosas, la ausencia de clero secular en los primeros decenios de la presencia española en el Perú. Por otra parte, los jesuitas abren nuevos campos en las actividades pastorales y se entregan con más energía y voluntad a las tareas llevadas a cabo por otras órdenes religiosas. Con el arzobispo Mogrovejo y la celebración del Tercer Concilio limense, su presencia se hará sentir cada día más en los diversos campos de la actividad pastoral.

La muerte de Loaysa y el retorno de Toledo a España

La visita general llevada a cabo por Toledo tardó más de lo previsto. El obispo Loaysa y el virrey estaban de acuerdo en convocar lo que vendría a ser el Tercer Concilio, de acuerdo a las normas tridentinas, y al deseo manifiesto del Monarca y del Papa.[7]Pero las Indias no eran el Viejo Mundo, y las distancias y las nacientes instituciones eclesiásticas carecían de una infraestructura que les sirviera de soporte seguro. Para complicar más las cosas, Loaysa muere en 1575. El virrey esperará al nuevo arzobispo para fijar la fecha de la celebración. La presencia del virrey es de capital importancia, porque están en juego las relaciones entre religiosos y seculares, entre la Iglesia y el Patronato.

Toledo trata de convencer a los obispos de Quito y de Cusco a convocar el concilio, aunque esté vacante la sede episcopal de Lima. En 1579 el virrey convoca a concilio. Los prelados tratan de retrasar lo más posible su celebración. El propio Toledo es llamado a España. El nuevo virrey y el nuevo prelado tendrán la tarea de dar cumplimiento a la convocatoria. Como problema de fondo queda cada día más evidente, la existencia de una tirantez entre los poderes civil y eclesiástico, entre el clero religioso y el clero secular. En medio de todo ello se celebrará el Tercer Concilio de Lima.

La política llevada a cabo por la Corona no va a cambiar con la ausencia de Toledo. Era evidente que el rey Felipe II estaba dispuesto a llevar a cabo lo que se había propuesto a partir de la Junta Magna de 1568. Y también quedaba claro que las nuevas autoridades administrativas deberían conformarse con estos objetivos. Por lo tanto, el anuncio de la celebración del concilio debería interpretarse como la expresión de las intenciones reales de llevar a cabo la reforma general del territorio peruano a la luz de la legislación creada en torno al Patronato de Indias.[8]

El proyecto del Tercer Concilio Limense: Mogrovejo y Enríquez de Almanza

La llegada a Lima de Toribio de Mogrovejo y del virrey Enríquez señalará la proclamación de la fecha de apertura del Tercer Concilio limense. Loaysa, antes de morir, había manifestado el deseo de ver pronto la celebración del Tercer Concilio. Toledo regresaría a Lima el 20 de noviembre de 1575. Loaysa había muerto y por eso la postergación de la celebración conciliar era inevitable. En España se hacían las gestiones para nombrar el nuevo arzobispo. Pronto será elegido un letrado, clerigo de primera tonsura y uno de los inquisidores de Granada: Toribio Alfonso de Mogrovejo (1538 1605).[9]En 1580 ya está en camino hacia el Perú. Y ese mismo año Felipe II escoge a Martín Enríquez de Almanza, Marqués de Alcañices, virrey de la Nueva España, para ocupar el cargo vacante de virrey de Perú. Casi simultáneamente, las dos autoridades llegan a Lima, en mayo del año 1581. No tardaron en ponerse de acuerdo para celebrar el tan esperado Tercer Concilio. Después de haberlo tratado y conferido muchas veces, se acordó que se hiciese la convocación para el día de la Asunción de Nuestra Señora, en agosto del año mil quinientos ochenta y dos.

Son convocados los prelados de Nicaragua, Panamá, Popayán, Quito, Cusco, La Plata y Tucumán, todos ellos sufragáneos de Lima. También se enviaron edictos a todos los posibles participantes, de suerte que pudieran asistir y no invocar inconvenientes que justificasen su ausencia. Doce meses separaban la convocatoria del comienzo de la celebración. Este lapso de tiempo lo aprovechará el arzobispo para conocer la tierra, viajar al sur de Lima y a Huánuco, tomar el pulso a las jóvenes comunidades cristianas. Cuando se acercaba la fecha del comienzo de la celebración, estaban presentes en Lima el obispo de Santiago, de La Imperial, del Cusco y de Asunción. Tal como estaba previsto, el 15 de agosto fue declarada inaugurada la magna asamblea, y dispuestas las cosas para que todo se desarrollase en conformidad con los cánones establecidos. El virrey estuvo presente. Se nombró una larga lista de superiores de órdenes religiosas, procuradores de las diócesis, cabildos, clero, teólogos consultores y oficiales.[10]

Desavenencias y tergiversaciones preconciliares

Pese a la claridad de los documentos oficiales[11], no fue fácil encontrar la forma para convencer a los obispos sufragáneos para que asistiesen al Concilio. La autoridad conjunta del nuevo virrey Enríquez y del nuevo arzobispo, tampoco fue capaz de traer a los obispos a Lima sin reticencias y desconfianzas. Existían conflictos bastante graves, y todos ellos sin solución inmediata. El más espectacular era el que comprometía al obispo de Cusco, Sebastián de Lartaún y a su clero. No eran ajenas a esta disputa las orientaciones del obispo Lartaún sobre ciertas medidas organizativas dispuestas por el virrey Toledo. Toledo denunció a Lartáun en varias cartas dirigidas al monarca.[12]

Uno de los problemas más graves era precisamente el que ocasionaba la intención de la Corona de legislar en todos los campos de la vida virreinal, sin excluir de su ámbito a la propia Iglesia. El obispo de Cusco, Sebastián de Lartaún, era muy sensible a lo que se refería a aspectos de tributación. Las pendencias entre el clero cusqueño y su obispo son parte de ese problema. El obispo Mogrovejo y el virrey Enríquez, el segundo más que el primero, no objetaban a los preceptos de la Corona ; mientras el obispo de Cusco, luego apoyado por otros eclesiásticos, trataba de sustraerse a algunas de las normas emitidas por el poder real. En este aspecto, hay que reconocer que el nuevo arzobispo de Lima no se preocupaba demasiado por el asunto, dedicando su tiempo a largas y extenuantes visitas a la archidiócesis.[13]

El pleito de Lartaún es ejemplar, y tiene un significado de gran alcance para lo que luego la Corona dictará acerca del virreinato. Tanta pasión y rebeldía no se explica solamente por el simple hecho que existan acusaciones contra el obispo de Cusco por acciones bien conocidas, donde la más extraña es la que se refiere a la muerte de un clérigo. El historiador Francesco Lisi insiste, más que otros historiadores, en la importancia del problema de fondo que, según él, se esconde tras el velo de las disputas personales y los aspectos subjetivos de los caracteres, por lo menos algo curiosos, de estos personajes eclesiásticos. Cubierto con toda la nube del pleito cusqueño, hay un problema de jurisdicción civil o de legitimación del poder real en asuntos eclesiásticos. Porque pese a todo ello, no parecen ser suficientes las acusaciones del entorno cusqueño para causar semejante revuelo en la celebración conciliar. Algo había que era capaz de lograr reunir a los varios prelados en torno al de Cusco y asumir, por una razón o por otra, actitudes tan apasionadas.

Enríquez falleció al comienzo de las disputas y no tardará en pasar lo mismo con el obispo Lartaún. Los obispos que apoyaban a Lartaún tenían la mayoría en el concilio. Mogrovejo queda aislado y trata de salir del impase con recursos a Sevilla y a Roma. Los obispos rebeldes no se dan por vencidos, y hasta cierto punto imponen su línea política que de pastoral no tiene mucho. El propio Rey se da cuenta de ello y más tarde les recuerda los hechos y los amonesta.[14]

Las tendencias que estas disputas expresaban no eran totalmente ajenas a las orientaciones generales de la difusión del evangelio en estas nuevas tierras, y tenían consecuencias importantes sobre la práctica pastoral. Los tributos y en general todo lo que se refiere a problemas de recaudación de tasas, eran materia de discusiones interminables. Y las dimensiones políticas del asunto no siempre eran explícitas. Cada una de las decisiones que se habían de tomar llevaría siempre la marca de los objetivos perseguidos por una u otra de las facciones. Para Felipe II y la Corona en general, lo que importaba era dar a los poderes reales todo el peso que necesitaban para llevar a cabo sus planes políticos y administrativos en América. Esa era la idea central de todos los decretos y sugerencias que se dictaron desde la Junta Magna de 1568. Y esa política no había cambiado. Pero la lucha entre opiniones distintas y las graves disensiones que ella provocaba, hicieron que las intenciones de la monarquía fuesen más sobrias y menos impositivas que lo que se creía al comienzo.

El Tercer Concilio limense: La pastoral misionera entre los indígenas

Un nuevo espíritu misionero pastoral

Todas las dificultades encontradas desde la apertura del Tercer Concilio fueron poco a poco allanadas. Las sesiones tumultuosas no impidieron que se fuese legislando acerca de los asuntos relativos a la difusión del evangelio entre las masas indígenas. No hay innovaciones radicales de la legislación en este campo. El Tercer Concilio anula el Primero y da vigencia al Segundo. En materia de práctica pastoral indígena, los padres conciliares no desechan lo que había sido hecho, más bien recuerdan el marco anterior definido por los dos primeros concilios y lo que fue la primera “carta magna” de la pastoral indígena, es decir la Instrucción de Jerónimo de Loaysa, de 1545 1549. Hay sin embargo, un nuevo espíritu que demuestra que las antiguas disposiciones deben ahora ser leídas en un contexto distinto.

Entre las novedades, la abolición de la distinción entre indios y españoles, que es obra del jesuita José de Acosta. Con la desaparición de esta, se señala la convivencia entre los dos grupos, y la intención explícita de considerar las masas indígenas como parte constitutiva de la Iglesia hispano-americana. Con ello se evitan dobleces en el trato de los temas. En el Segundo Concilio habían sido frecuentes. Evitando las repeticiones, el Tercer Concilio fue manifiestamente más conciso. Los primeros capítulos se consagran a las orientaciones que debían ser tomadas acerca de la vida cristiana de los indios y dictaban las normas que el clero debía seguir en esta materia.

Lisi señala que la actitud del Tercer Concilio frente a la difusión de la fe cristiana entre indígenas, sin ser novedosa, es algo distinta de los dos primeros concilios. Hay matices que transforman las anteriores visiones de la práctica pastoral: “Mientras que en los otros la tarea concreta de catequesis no estaba unida a ninguna filosofía especial de la historia, en el tercero la idea de que hay una providencia divina que ha colocado ahora en los hombros de los sacerdotes allí actuantes la labor de evangelización aparece a menudo. Si se comparan los capítulos dedicados a los obispos en uno y otro concilio, se puede observar sin dificultad lo antedicho. Mientras el segundo (cap. 32, E) se limitaba a enumerar las cualidades que deben poseer los prelados, en el tercero (Acc. 3, cap. 1) se hace especial hincapié en la misión que han de cumplir los purpurados en la evangelización del Nuevo Mundo determinada por la Providencia, y en cómo deben cumplir especialmente con los requisitos propios de buen pastor”.[15]

Un problema fundamental: los catecismos

Desde la Instrucción de Loaysa de 1545 siempre hubo una gran preocupación por la redacción de catecismos en lenguas indígenas, y por la uniformidad de criterios en materia de traducción. El Tercer Concilio se ocupó de este asunto, que para muchos era fundamental. Se preparó, en primer lugar, un texto en lengua española y luego lo tradujeron al quechua y al aymara. El modelo era el catecismo del Papa Pio V. Así lo señala el decreto: “… que en cuanto a la sustancia y orden siguiesen todo lo posible el Catecismo de la santa memoria de Pio V y en cuanto al modo y estilo procurasen acomodarse al mayor provecho de los indios, como en el mismo Catecismo del Sumo Pontífice se advierte. Y porque se pretende que esta enseñanza cristiana les sea muy familiar y fácil, como lo encarga Dios en su ley, pareció conveniente modo escribirse por preguntas y respuestas, para que puedan mejor percibirlla y tomalla de memoria y para que lo que asi tomaren lo ejerciten, recitándolo a sus tiempos los muchachos y los mayores, cuando se juntan en la iglesia y aun cuando van a sus labores y otras ocupaciones, como en algunas partes muchos buenos indios lo hazen, de que se les sigue gran fruto y porque no son todos de una mesma habilidad y memoria, ordenóse también que se hiciese un catecismo más breve para los rudos y otro mayor para los más hábiles, procurando que ni por breves dejasen de tener la suficiente doctrina ni por darla más clara y extensa cansasen con su prolijidad, para todo lo cual habiéndose escogido de muchos catecismos impresos y de mano, lo que mejor pareció e habiéndose mucho conferido y examinado, finalmente fue aprobado por este santo Concilio y mandado publicar y usar en toda esta su provincia …”.[16]

La idolatría

El tema de la idolatría no está tan presente como en los primeros concilios. No hay en el Tercer Concilio limense una doctrina nueva sobre este tema. Su existencia era un hecho consumado, y de lo que se trataba era de expulsarla de la tierra con las prácticas pastorales más adecuadas. Por eso, los prelados presentes recuerdan lo que se había escrito en los anteriores concilios, particularmente en el Segundo Concilio, y piden a los expertos en lenguas indígenas que redacten los instrumentos catequéticos necesarios para exigir que, a través de ellos, se haga la difusión de la doctrina christiana. Es a través de los materiales producidos en quechua y aymara que se puede sopesar el gran esfuerzo hecho por el Tercer Concilio para organizar la catequesis en medio indígena y otorgarle carácter definitivo. Hasta nuestros días durará su influencia.[17]

El papel de la Compañía de Jesús

Todos los autores son unánimes en mencionar el papel de la Compañía de Jesús en este Tercer Concilio.[18]No cabe duda que su papel es de gran importancia, tanto por las personas que la representan, como por la orientación que imprimen a la asamblea conciliar. Figura prominente es la del Padre José de Acosta.[19]Sus intervenciones antes y después del concilio fueron decisivas. Sobre todo dejó su marca en toda la documentación pastoral y doctrinal. Vargas Ugarte opina que el catecismo conciliar es obra suya. De él dependen también los otros instrumentos pastorales proclamados en el concilio, catecismos quechua y aymara, sermonario, documentos sobre idolatrías. En suma, no es nada exagerado afirmar que Acosta fue uno de los grandes artífices de este concilio.[20]Su obra, De procuranda indorum salute, quedará hasta nuestros días como la obra magna de la estrategia de difusión del catolicismo en América.[21] Desde el comienzo de los trabajos, Acosta está presente como teólogo, siendo provincial de la Compañía el padre Baltasar de Piñas. Como hemos visto, las disensiones causadas por la acusación contra el obispo de Cusco retrasaron el comienzo de los trabajos, y casi frustran la celebración conciliar. Acosta apoya al arzobispo Mogrovejo en contra del arzobispo de Cusco y sus defensores. En esto Acosta actúa en comunión con los otros religiosos presentes en las celebraciones conciliares, que apoyaron unánimemente a Mogrovejo.

Es importante remarcar que no era la primera vez que Acosta estaba en desacuerdo con Lartaún. Cuando era provincial tuvo varios roces con el obispo.[22]Pero ahora se trataba de un problema distinto y mucho más complejo por las consecuencias políticas de las decisiones conciliares. El provincial de los jesuitas impide que Acosta sirva de negociador en este asunto. De Roma llegaban noticias del desagrado que causaba a las autoridades romanas ver al jesuita en medio de la tormenta. Según Lisi, esta prohibición expresaba la inquietud de los superiores de la Compañía por ver a Acosta muy cercano a ciertos intereses no necesariamente pastorales de la Corona. Si la hipótesis de Lisi es cierta, es decir, si algunas actividades del sabio jesuita obedecían a intereses políticos más cercanos a la Corona que a puntos de vista independientes de la voluntad real, sería más fácil explicar la negativa romana frente a la intervención posible de Acosta.

Sea lo que sea, lo cierto es que el monarca escribió a este propósito una carta durísima a los prelados. Entre otras cosas les dice: “He recibido vuestras cartas … y de ellas y de otras que han venido a mis manos y a las de otros, he entendido el modo con que os habéis portado en el concilio, estorbando se hiciese justicia, moviendo alborotos e inquietudes, y estorbando con ellas, así el quitar injustamente los gravámenes, como el ordenar muchas cosas saludables, con mucho daño del bien común y el estado eclesiástico, a quien procuro su remedio mediante ese concilio celebrado con mi gusto, según los decretos del Tridentino ; y de donde esperábase habían de seguir muchos y buenos frutos. Mis cuidados han sido, según tengo obligación por mi oficio, y he procurado el aumento de la Iglesia, la reformación de los fieles, la propagación de la fe; que se establezca el culto divino, y que todos los estados de esa provincia se reduzcan a mejor forma de vida. Y este fin, como a mí se me propuso, así debía proponerse a vuestras personas ; pero habéis obrado al contrario dando ocasión para que el pueblo supiese muchas veces vuestras disensiones y pleitos, y escandalizados de esto se hayan enojado por vuestros procedimientos y despreciado vuestras personas, según por vuestra causa y por daño vuestro lo habéis experimentado, y con mucho sentimiento mío, pues os han convencido con vuestros mismos decretos, para que no obrásedes en contra de lo que habíais resuelto. Demás que en vuestras mesmas cartas descubrís vuestra mala intención ; y habéis aniquilado vuestro crédito, trayendo razones frívolas y sospechosas de malicia, y no buena voluntad, y tales, que me obligan a advertiros las obligaciones de vuestro oficio, y cuán injusta ha sido la causa en que os habéis empeñado, pues debíais procurar la autoridad de vuestro metropolitano, conservarla ilesa, antes que procurar disminuirla y deshacerla ; pues no tenéis razón para ello, y del tenor de vuestra carta quedáis convencidos ; en la cual decís que confesáis el Arzobispo por hombre de vida inculpable, y procedéis a disminuir su autoridad, y vituperar las acciones del que así alabáis por bueno”.[23]

Acosta, redactor del catecismo y de las actas conciliares

Las discusiones y querellas no impidieron que el recién llegado arzobispo y sus colaboradores, los jesuitas, y en especial Acosta, desempeñasen un papel importantísimo en el desarrollo de las discusiones conciliares relativas a la pastoral y ordenamiento de la Iglesia. Predicó en varias sesiones solemnes y preparó los textos para la publicación. Decidieron los padres conciliares componer un catecismo. Acosta fue el encargado. A ello hacen referencia varios testimonios. Todos los catecismos impresos deberían estar autografiados por Acosta, o en su ausencia, por Juan de Atienza, también jesuita. Al final del Concilio, el arzobispo Mogrovejo escribía al general de los jesuitas y diciéndole: “En esta ciudad hemos celebrado Concilio Provincial y tenido buen número de perlados en él. De parte de la Compañía se nos ha hecho mucha merced y se ha trabajado por su parte con muchas veras y fuerzas, en especial el P. José de Acosta, persona de muchas letras y cristiandad y de gran reputación en estas partes, con cuya doctrina y sermones están todos muy edificados y le tienen en lugar de Padre. Yo en particular le tengo mucha afición y a todos los de la Compañía”.[24]

Acosta no conocía suficientemente las lenguas indígenas. El texto lo redactó en castellano. Otros se encargaron de traducirlo al quechua y al aymara. El Concilio mandó revisarlo, de modo que todo quedó en manos de los mejores especialistas en la materia. También fueron traducidos unas breves instrucciones para la administración de los sacramentos a los indígenas. Y Mogrovejo aprobó en 1584 el sermonario o Tercer Cathecismo :“Aunque durante el Concilio Provincial no se hizo este Tercero Catecismo como los otros que el dicho Concilio aprobó y publicó, pero, vista la intención de los prelados y lo mucho que importaba, se procuró que quien por comisión del Sínodo había sacado los otros catecismos, hiciese también este Tercero y con aprobación del Metropolitano se publicase para utilidad de los Curas y Sacerdotes que doctrinan indios o de nuevo predican el Evangelio a los infieles”.[25]

En cuanto a la redacción de las actas, la historiografía ha sido unánime en atribuirla a Acosta. Por un lado, los autores jesuitas desde muy temprano refieren la importancia de los padres de la Compañía en el Tercer Concilio. Particularmente en lo que atañe a las intervenciones escritas y preparación de los documentos conciliares. Por otro lado, también hay testimonios muy tempranos que afirman que Acosta redactó las actas del Concilio. En los últimos años, Francesco Lisi estudió la cuestión, y después de leer con sumo cuidado el texto conciliar y de compararlo con los escritos de Acosta, concluye que existe entre uno y otros evidentes influencias y muchos de los párrafos de las actas incluyen frases literales sacadas de los escritos de Acosta.[26]

Entre los muchos ejemplos de influencias mutuas, Lisi menciona los tres requisitos necesarios para que sea elegido un sacerdote para trabajar en medio de los indígenas: probidad moral, conocimiento de la doctrina de la Iglesia y dominio de la lengua indígena. Estos tres requisitos se encuentran literalmente en la obra de Acosta De procuranda indorum salute: “Tria sunt omni Christi ministro, qui Indorum salute sit curaturus, quaerensa sunt, vita integra, doctrina idonea, copia sermonis … Mihi attente saepe diuque de salute Indorum procuranda cogitanti nihil commodius, nihil certius venire solet in mentem, quam ut homines probati, atque integri, sermonis Indici curam susciperent familiarissimam consuetudinem haberent, copiamque ad dicendum sibi pararent cum arte tum exercitacione diuturna”.[27]

Hay otras expresiones que demuestran la presencia de la pluma de Acosta en la redacción de las actas conciliares. Lisi se refiere a ciertos giros estilísticos de Acosta: “Quidam, inquit Paulus, non sincere Christum anuntiant, qui¬dam autem ex bona voluntate. Quin etiam addit, omnes quae sua sunt quaerere, non quae Iesu Christi”.[28] En las actas conciliares aparecen expresiones similares : “Non enim in ovile dominicum novus Christi grex recte adduci, adductus recte pasci potest, quamdiu pastores non quae Iesu¬christi, sed quae sua sunt quaerent …”.[29]

Cabe notar también la adopción por el Tercer Concilio de la perspectiva teológica del P. Acosta acerca de la historia de la salvación. Lisi subraya este hecho. El cambio de perspectiva va en el sentido de las orientaciones pastorales de la Compañía de Jesús: “… en el contenido y en el estilo del tercer concilio hay un nuevo espíritu que no se encuentra así expresado en los anteriores y se refiere a la actitud frente a la evangelización. Mientras que en los otros la tarea concreta de catequesis no estaba unida a ninguna filosofía especial de la historia, en el tercero la idea de que hay una providencia divina que ha colocado ahora en los hombros de los sacerdotes allí actuantes la labor de la evangelización aparece a menudo…”.[30]

Vargas Ugarte remarca que las transformaciones acaecidas en el texto del Tercer Concilio frente a las actas del Segundo Concilio, se deben en gran parte al estilo de Acosta. Importa subrayarlo porque al retomar muchas de las decisiones del Segundo Concilio, el Tercero cambia algunas expresiones y reorienta los textos en función de los requisitos teológicos y pastorales sugeridos por Acosta, particularmente en lo que atañe a la dimensión providencial de la difusión del catolicismo en los Andes.[31]

Se puede afirmar con fundamento que hablando del padre Acosta, resulta interesante referirse a las opiniones teológicas misioneras desarrolladas por Acosta en sus obras, particularmente en el De procuranda indorum salute, y que aparecen en el entramado doctrinal del tercer Concilio limense. Entre los hechos de la vida social y política de este tiempo habría que recordar algunos por su importancia; por ejemplo, la ejecución de Tupac Amaru I en la Plaza de Armas del Cusco, ordenada por el virrey Toledo en contra de la mayoría de la población indígena, y en contra también de muchas sabias y prudentes opiniones de religiosos y eclesiásticos.

No ha sido menos importante también la condena de un religioso cuya opinión heterodoxa impresionó a las conciencias religiosas de la época. Se trató de fray Francisco de la Cruz, teólogo de renombre, ardiente defensor de la venida de la Compañía de Jesús al Perú. Avanzada la década de 1570, Francisco de la Cruz es sentenciado y entregado al brazo seglar. Este juicio afectó enormemente la opinión limeña. Acosta y otros religiosos formaban parte del tribunal que lo condenó.

El nombre de Francisco de la Cruz estuvo ligado al escrito anti-lascasiano conocido como “Anónimo de Yucay”. Pérez Fernández afirma que ese documento, atribuido al infeliz dominico, es erróneo. Habría que atribuirlo a otra fuente. Alguien presupone la pista del fraile García de Toledo, otro dominico que acompañó al virrey y de quién era primo. Las Casas no era el autor que más interesaba al virrey Toledo. Acosta también se refiere a dominico, y no en los mejores términos.

Con la celebración del Tercer Concilio limense, el horizonte lascasiano desaparece del Perú y quedan definitivamente implantados los cimientos de la era del Concilio de Santo Toribio de Mogrovejo, de la presencia de los jesuitas en el concilio y en la vida eclesial peruana. Pese a los años y a las raíces que habían desarrollado, la gran mayoría de las órdenes religiosas se preocuparán por mantener lo alcanzado y seguir los principios que hasta entonces las habían guiado. La llegada de los jesuitas creó una nueva dinámica pastoral y misionera.

La experiencia peruana de Don Toribio de Mogrovejo

Desde que llegó al Perú en 1581, Don Toribio de Mogrovejo se entregó en cuerpo y alma al servicio de la Iglesia naciente. El Tercer Concilio de Lima ayudó sin duda al nuevo Arzobispo a reflexionar y a responder a problemas de suma urgencia. La situación de la joven Iglesia andina era precaria. Las guerras civiles, las ambiciones de algunos españoles y las desavenencias entre religiosos y eclesiásticos, todos ellos involucrados en la solución de problemas inmediatos e impostergables, no creaban las mejores condiciones para anunciar a las poblaciones indígenas las verdades de la fe cristiana. Sin embargo, con la llegada de Toledo y el programa de visitas que él se había propuesto para solucionar los problemas y pacificar el territorio, las cosas habían cambiado y a partir de la década de 1570, y sobre todo en las de 1580, cuando Mogrovejo llegó al Perú, era ya posible mirar con más confianza el horizonte y dibujar las líneas que darían a los misioneros la confianza necesaria para llevar a cabo sus proyectos.

Muchos eran pesimistas, y los trabajos y esfuerzos desplegados para anunciar el evangelio no se veían recompensados con una respuesta clara y evidente por parte de las poblaciones nativas. Esta problemática nos la recuerda el jesuita Acosta en las primeras páginas del De procuranda indorum salute al narrar la siguiente conversación que tuvo con un sacerdote: “Recuerdo que viajando yo una vez por la provincia del Callao entré en discusión con un sacerdote que había en ella. Se quejaba amargamente de que llevaba muchos años predicando en aquel pueblo de indios (Laxa se llamaba) y no había logrado nada; antes bien continuaban tan infieles como siempre, y en sus costumbres, mucho peores. Veía en ellos tanta contumacia y malicia que tenía la seguridad de que no quedaba esperanza posible de salvación para ellos, aunque varones apostólicos dedicasen su vida a predicarles”.[32]

En su libro Acosta no se deja vencer por los argumentos del desesperado sacerdote. A modo de lección le pregunta cómo él llevaba a cabo su ministerio, qué sabía él de la vida y cultura indígenas, cómo predicaba y si lo hacía en las lenguas de los indios. Quería también saber que costumbres cristianas animaban a los sacerdotes, y si la ambición y gusto por la riqueza no perjudicaban la acción pastoral: “¿Perciben los indios que su párroco está apegado al dinero, que es un negociante y busca lucro, que abusa de sus servicios y sudores con miras a sus propios negocios, que los amenaza y golpea cuando le han faltado al respeto y sin embargo apenas mueve un dedo para castigar delitos y crímenes enormes? ¿Se dan cuenta de su trato familiar con las mujeres y de los hijos que a veces vienen de ese trato? ¿Ven que da su propio dinero a pobres y enfermos, que se aviene a tolerarlos con bondad y paciencia, o más bien manda sobre sus súbditos con soberbia y cólera?”.[33]

En este sencillo diálogo entre el sacerdote del Callao y el padre Acosta se resume los presupuestos que presiden la elaboración de la obra teológica del De procuranda indorum salute, y también las preocupaciones que vemos reflejadas de inmediato en el nuevo arzobispo Don Toribio de Mogrovejo, apenas llegado y que se sabe rodear de personas del talante de Acosta. Por un lado, importa asentar la difusión de la fe cristiana en los Andes en bases sólidas y honestas. No se trataba de venir a explotar una población de indios, sino de anunciarles los principios que la Iglesia reconocía como indispensables para alcanzar la salvación. Por otro lado, era necesario cambiar los métodos hasta entonces puestos en práctica; entre otros, los que se referían a la celebración indiscriminada de bautismos y a la falta de preparación de las masas indígenas para recibir las enseñanzas del evangelio.

La perspectiva del nuevo arzobispo no es inmediatista. Él es consciente de que el camino es largo hasta llegar a la difusión de la fe cristiana en todo el espacio del Nuevo Mundo. No hay que buscar resultados inmediatos. Más bien hay que trabajar en profundidad y buscar la manera de atraer a las Indias gente capaz, tanto desde el punto de vista intelectual como moral, de construir sobre una base sólida la nueva Iglesia indiana. Se trataba de encontrar el camino adecuado para llevar a la salvación eterna, a las poblaciones paganas recientemente descubiertas por los españoles. La situación era novedosa y no había muchos ejemplos a los que echar mano. El nuevo arzobispo, como todos los misioneros, había venido de España, una España compacta en sus creencias católicas. Habían conocido a judíos y a musulmanes, pero eran gentes al margen de aquel mundo católico del que venían. El Nuevo Mundo no se explicaba fácilmente por esas experiencias históricas del catolicismo en tierra cristiana. Había que inventar nuevas fórmulas y nuevas prácticas pastorales. En una palabra, era necesario darse una nueva visión de la misión en tierras de “bárbaros y paganos”.

Nótese que la idea de misión no era aún muy clara en el siglo XVI. Los jesuitas, más que todos los otros religiosos, la definieron. El propio Ignacio de Loyola empleó ese vocablo.[34]El padre Acosta explica de lo que se trata, precisamente a propósito de la Compañía, en el capítulo que intitula Missionum usus in Ecclesia antiquus et frequens: “Si en tener parroquias hacemos poco por la salvación de los indios, de las misiones se puede esperar mucha utilidad. Llamo misiones a las excursiones y peregrinaciones que pueblo por pueblo se emprenden para predicar la palabra de Dios, cuyo provecho y autoridad es mucho mayor y se extiende mucho más que los hombres creen”.[35]

Con esta definición Acosta trata de probar la existencia de dos modos de misión en la Iglesia desde tiempos primitivos. A la primera le llama fija: “Alii certas plebes moderandas instituendasque cura propria ac perpetua suscipiebant … De quorum perpetua residentia apud plebes sibi comissas tam multa sancti canones edicunt, ut sacra et antiqua concilia relegentibus taedio pene sit eadem causa toties ac tantopere repetita. Hunc ergo locum in Ecclesia Dei parochi tenent indorum, certe novis foetibus perneces¬sarium et salutarem”.[36]

Pero Acosta recuerda también que hubo en la Iglesia otro género de servidores que no tenían residencia fija, y lo compara a un ejército y a las estrategias militares: “Nam ut in exercitu sapienter instructo, praeter militares copias certa sede dispositas quibus nihil magis curae sit quam ut lo¬cum suum ne desserant, cum in eo victoria sit, ut caput potius ponant quam semel fixum pedem referant, sunt etiam auxiliares copiae levisque armaturae equites, quorum sit contra munus huc illuc discurrere ; ubi discrimen sit, prompte adesse ; laben¬tem iam militem confirmare ; hostem irrumpentem excipere, omni negotio adesse, quorum fidei et diligentiae plerumque victoria accepta referenda sit : ita profecto in hac militiae chri-stianae velut castrorum terribili et ordinatissima acie, duo sunt ordines. Unus eorum qui certo loco decertant ; alter eorum qui per omnia discurrunt ut omnibus opem ferant”.[37]

Acosta trata de demostrar que la palabra “misión” designa toda empresa apostólica y toda práctica pastoral que iba más allá de la parroquia o del trato corriente de los católicos. El lugar fijo no era la única forma de difundir el evangelio. Al contrario, la experiencia del Perú y del Nuevo Mundo en general, apuntaba hacia una gran movilidad de las fuerzas misioneras. El tiempo es de mucha importancia. En el caso del Perú constata Acosta que hay que dar tiempo al tiempo y no pensar que una breve permanencia es suficiente para que los indios paganos se vuelvan cristianos. Cada vez más la noción de “misión” designa una permanencia en sitios alejados en el sentido que los servidores de la Iglesia se desplazan y visitan esos lugares y poblaciones alejadas en vista a la conversión.

Conviene remarcar que esta definición de “misión entre paganos indios”, era también la que se había adoptado en las Congregaciones Primera y Segunda de la Compañía a que hemos hecho referencia anteriormente. Este sentido era compartido por todos los que tenían en la Compañía la responsabilidad de dirigir los destinos de las actividades pastorales. Por consiguiente, puede afirmarse que con Acosta la noción de “misión” gana derechos de ciudadanía y se instaura para siempre en el vocabulario pastoral.

La vida sacramental de los indios

Sin ser uno de los puntos centrales del De procuranda indorum salute, el tema de la celebración de los sacramentos y de la vida cristiana entre los indígenas preocupa a Acosta. No son pocas las referencias que hace. No lo hace siempre de una manera original, pero en algunos casos su opinión ha hecho escuela y sus reflexiones influyeron profundamente en la práctica pastoral americana. Quizá el tema de la celebración eucarística es el más interesante y el que mejor manifiesta el conocimiento que Acosta tiene de la realidad americana.

Muchos eclesiásticos defendían la opinión que los indios no estaban preparados para participar en la celebración eucarística.[38]Se había generalizado esa costumbre. Hasta en el caso de llevar el viático se aplicó esa norma. Acosta reconoce que hay textos en la tradición de la Iglesia que pueden sugerir esta manera de proceder. Sin embargo, juzga la situación americana diferente de los casos mencionados que defienden la prohibición a los indios de participar en la Eucaristía y de la comunión: “Si alguno me insta a que diga en forma concisa y escolástica cuál es el precepto divino sobre la recepción de la eucaristía, mi respuesta segura sería: que todos reciban el cuerpo de Cristo que da la Iglesia. Porque no se les manda que ellos mismos lo tomen, sino que lo reciban de mano de los ministros; a ellos se lo deben pedir y cuando lo conceden no pueden los fieles rehusarlo perpetuamente sin violar el derecho divino. Pero no por eso, y aquí está el nudo de la cuestión, están obligados los ministros de la Iglesia y administradores de los sacramentos de Dios a repartir la eucaristía a todos y a todas las horas, sino que Dios permite a la Iglesia dejar a su arbitrio, dar o quitar a sus horas la ración del trigo espiritual, según juzgase convenir en el Espíritu Santo”.[39] La importancia de esta dimensión de la práctica pastoral posee otras dimensiones en el proyecto de evangelización por parte de Acosta. También manifiesta su manera de enfocar los problemas teológicos de la misión americana; al defender la opinión del acceso de los indios a la Eucaristía, Acosta piensa que la celebración de este sacramento es una manera de reforzar la fe naciente y joven de las poblaciones amerindias. Por lo tanto, en vez de prohibirles o negarles la Eucaristía, más bien se debería difundirla entre los indios, siempre y cuando las condiciones religiosas de las masas lo permitieran. En ese sentido interpreta Acosta la legislación del Segundo Concilio limense, aunque los decretos no digan claramente lo que el jesuita le atribuye.[40]Recuerda a los principales autores que confirman su opinión concluye en forma grandilocuente: “¿Por qué, pues, nos quejamos tan neciamente y nos sorprendemos de que los pueblos indios no hayan echado todavía raíces firmes en la fe y en la religión cristiana? Les quitamos el báculo del pan, como dice el profeta, ¿y nos sorprendemos de su flaqueza? Sustraemos a los hambrientos los alimentos divinos ¿y les echamos en cara su palidez y la inseguridad de sus pasos? Se duele el profeta de estar herido y de haberse agostado su corazón como hierba, porque se olvidó de comer su pan. ¿Pues qué harán los que nunca llegaron a probarlo? A nosotros en cambio, nada nos duelen la esclavitud y muerte de tantos niños en Cristo. Muchachos y niños de pecho desfallecen por las calles de la ciudad, esto es, mueren de hambre los que acaban de nacer en Cristo en medio de la Iglesia ante nuestra vista y nuestro silencio; es más, ellos mismos nos están pidiendo con insistencia y avidez los sacramentos divinos, y no hay nadie que se los proporcione, todos desprecian, todos vuelven la espalda a estos desgraciados[41]”.

Acosta nunca dejó de defender esta opinión, y en sendas cartas y consejos vuelve sobre este tema. No es un punto marginal en la acción misionera. Es parte integrante de la práctica pastoral entre indígenas, y una pieza maestra en el desarrollo de la vida cristiana en América. La expresión teológica de la visión de la misión en Acosta en ella se concentra: “La experiencia misma lo ha demostrado ampliamente. Cuantos indios comulgan hasta hoy de manos de nuestros Padres (que han acometido con riesgo esta empresa con oposición de todos), descuellan sobre los demás con tal limpieza de vida, con tal temple de espíritu, con tal sentido de la fe y, en fin, con tales inclinaciones en su vida entera, que con razón se asombran los propios sacerdotes y reconocen llanamente que se ven frutos más copiosos y llamativos de este pan súper celestial en los neófitos que en los demás. Y no sin razón, porque nos aventajan en fe y en devoción, y de ello tenemos nosotros mismos sobrada experiencia”.[42]

La «peste idolátrica»

Llama la atención como Acosta enfoca el problema de la idolatría.[43]Utiliza la imagen de la peste. Difícilmente hubiera podido encontrar expresión más elocuente y terrible en ese final del siglo XVI:[44]Esa peste es el mayor de todos los males… principio y fin de toda maldad … un factor de los más deplorables de la condición humana … no hay ningún otro veneno que, una vez bebido, penetre más íntimamente en las entrañas… fornicación y amor de meretrices… enfermedad idolátrica hereditaria…”.[45]

Todas estas expresiones son muy fuertes. Y todas ellas expresan situaciones sociales y morales de total repudio. La peste es desorden físico y moral, castigo divino y maldición, muerte y desolación. No hay remedio contra ella, y la mejor manera de evitarla es prevenirla. Por eso, todo lo que pueda hacerse para evitarla es bienvenido, aunque para ello haya que recurrir a prácticas drásticas y a castigos ejemplares. De ahí la disciplina rígida y la búsqueda implacable contra la más leve señal de brote pestífero, es decir, idolátrico.[46]

En los años en que Acosta redactaba su texto, los ecos de mortandades sinnúmero ocasionadas por pestes mortíferas eran moneda corriente en Europa.[47]La experiencia española en América ya había sido pretexto para que predicadores religiosos y hombres políticos saquen del contacto entre pueblos, las lecciones que corresponden a las normas higiénicas más adecuadas para evitar enfermedades contagiosas y frenar su expansión.[48]A este propósito, la idea más sobresaliente es la que se refiere al aislamiento de los que se ven afectados por el mal pestífero, mientras se aconseja a los que cuidan el cuerpo de atacar las partes afectadas con remedios de gran eficacia, siendo los que cortan el mal de raíz los más aconsejados. Pero, en esos tiempos, separar el enfermo de su medio familiar o social era un gesto de gran crueldad, y además contrario a las enseñanzas evangélicas donde la figura del leproso aparece como objeto de la piedad de Jesús hacia los perseguidos y abandonados de este mundo. Sin embargo, los estragos que la peste producía eran tan virulentos y rápidos, que las propias palabras de los evangelios se veían oscurecidas por la furia mortal de la enfermedad. La peste rompía con todas las normas sociales y religiosas, y la muerte que sembraba atacaba los propios ritos sagrados y las normas morales que ellos afirman.

Transcripta en términos de práctica doctrinal y pastoral al servicio de la implantación de la fe cristiana, la idolatría como peste provoca en los que la tratan sentimientos de miedo y repudio. De igual manera, la expansión vertiginosa del mal exige que a la más pequeña señal de brote, se aíslen los posibles transmisores. Se comprenden mejor los consejos prodigados por Acosta, y las actitudes que ellos provocan en los discípulos y correligionarios. El aislamiento lleva a la idea de cárcel, mientras la lucha contra la enfermedad atrae el remedio brutal. De esa manera, el combate contra la peste deviene un combate contra todos los que son sospechosos de transmitirla. En el campo de la acción inmediata, las instituciones que aíslan los individuos de sus núcleos sociales y políticos son por pequeños universos protegidos, al abrigo de las intemperies. El colegio jesuítico es la respuesta adecuada contra la “peste idolátrica” porque permite aislar el miembro sano, y en caso de infección aplicarle el remedio más eficaz.

La «omnipresencia» del Demonio

Aunque el discurso teológico católico del siglo XVI, al igual que el de los siglos medievales, tenía al demonio como al principal instigador y promotor de la idolatría;[49]los autores insistían más o menos sobre este tema según sus modos particulares de enfocar lo que ellos entendían por “superstición”.[50]En las páginas de Acosta, este argumento es omnipresente. La figura del demonio desempeña un papel más que preponderante cuando se trata de explicar las prácticas religiosas americanas prehispánicas. Recordamos algunos de los pasos de la argumentación de Acosta. Siguiendo a San Juan Damasceno, Acosta distingue tres clases de idolatrías. La primera es la que practicaban los caldeos, que adoraban “las esferas celestes y los signos y elementos naturales”. La segunda es la de los griegos, que adoraban a los muertos como dioses. La tercera es la de los egipcios, que adoraban hombres y “animales sórdidos y viles”.[51]Le causa tanto espanto y disgusto lo que constata, que el texto se vuelve confidente: “Cuando leo estas cosas y pongo ante mis ojos toda la redondez de la tierra que adolece de la misma locura, no sé qué es lo que hay que hacer : si dolerme o indignarme de los que parecen sabios se hayan hecho fatuos, y hayan cambiado la gloria de Dios incorruptible por imágenes de hombre corruptible y de cuadrúpedos y serpientes…”.[52]

El demonio está por detrás de todo ello. Más precisamente, “Es la soberbia del demonio tan grande y tan porfiada, que siempre apetece y procura ser tenido y honrado por Dios; y en todo cuanto puede hurtar y apropiar a sí lo que sólo al altísimo Dios es debido, no cesa de hacerlo en las ciegas naciones del mundo, a quien no ha esclarecido aún la luz y resplandor del santo Evangelio”.[53]

Comparando las costumbres americanas con las del Viejo Mundo constata lo siguiente: “Mas en fin, ya que la idolatría fue extirpada de la mejor y más noble parte del mundo, retiróse a lo más apartado, y reinó en esta otra parte del mundo, que aunque en nobleza muy inferior, en grandeza y anchura no lo es”.[54]Finalmente establece las causas de la idolatría: “Uno es el que está tocado de su increíble soberbia, la cual quien quisiere bien ponderar considere que al mismo Hijo de Dios y Dios verdadero acometió, con decirle tan desvergonzadamente que se prostrase ante él… Otra causa y motivo de idolatría es el odio mortal y enemistad que tiene con los hombres…”.[55]


Pero hay más en el texto de Acosta. Entre lo mucho que sobre ello se podría decir, hay un argumento al que no se ha atribuido hasta ahora la importancia que merece. Es de corte eminentemente sociológico : “A tenor de la realidad misma y de las prácticas comprobadas, se ha observado que las naciones de los indios que tenían más y más graves clases de diabólicas supersticiones, eran aquellas que más adelantaron a las otras en el poder y capacidad organizadora de sus reyes y Estados. Y, al contrario, las que por azar de vida alcanzaron menor progreso y una forma de Estado menos desarrollada, en ellas la idolatría es mucho más escasa. Hasta el punto de que algunos autores afirman como hecho cierto que algunas comunidades de indios están libres de toda la idolatría”.[56]

El principio enunciado le sirve como hipótesis de lectura. Lo que Acosta sabe de las sociedades andinas prehispánicas lo afirma en su razonamiento. Convendrá tenerlo en cuenta al instante de buscar el remedio. De ahí, el cuidado que el proyecto pastoral y la enseñanza de la doctrina christiana deben tener en atacar “el error pestilente” de la idolatría, a partir de los jefes reconocidos por los indios, a quienes se convencerá, con razones y amonestaciones, de la falsedad y engaño de la idolatría. Toda la práctica misionera jesuítica en tierra indiana va por este mismo camino; los colegios para hijos de caciques o para españoles de alcurnia, son las consecuencias más evidentes de los principios enunciados por Acosta. Pero lo son también las casas de reclusión para los indios idólatras, casi todos ellos bautizados y catequizados cuando se llevaron a cabo las primeras doctrinas y visitas pastorales.

Notas

  1. Sobre la llegada de los jesuitas a Perú, cf. ALTAMIRANO, D. F., Historia de la provincia peruana de la compañía de Jesús, La Paz, 1891 ; EGAÑA, E. de, et alii, Monumenta peruana, 1 6, Roma, 1954 1961 ; cf. la abundante bibliografía de Egaña citada en nuestra bibliografía general, p. 40 ; a lo largo de nuestra bibliografía hemos citado también numerosas referencias de fuentes y de trabajos sobre la presencia de los jesuitas en Perú ; entre ellos destacan las obras de VARGAS UGARTE, R., como : Los jesuitas del Perú (1568 1767), Lima, 1941.
  2. LEVILLIER, Roberto, Don Francisco de Toledo, supremo organizador del Perú, I, Buenos Aires, 1935, 205. Véase también VARGAS UGARTE, Rubén, Historia general del Perú, II, Lima, 1971, 186.
  3. Rubén Vargas Ugarte, Historia de la Compañía de Jesús en el Perú, Burgos, 1963, 69 72.
  4. LEVILLIER, R., Gobernantes del Perú, IV, 32, cit. por VARGAS UGARTE, Rubén, o. c., 130 131.
  5. VARGAS UGARTE, Rubén, o. c., 135 ss.
  6. VARGAS UGARTE, Rubén, o. c., 105.
  7. Sobre este asunto, cf. la obra hasta ahora fundamental de VILLEGAS, Juan, S.J., Aplicación del Concilio de Trento en Hispanoamérica (1564 1600). Provincia eclesiástica del Perú, Montevideo, Instituto Teológico del Uruguay, 1975 ; el autor presenta en varios apéndices algunos documentos fundamentales sobre la ejecución y cumplimiento de las disposiciones tridentinas, tanto de Felipe II como del arzobispo Toribio de Mogrovejo y de otros personajes, tanto eclesiásticos como civiles del Perú ; tales normas se refieren sobre todo al tema de la residencia de los pastores, la enseñanza del catecismo, la predicación y la administración de los sacramentos por parte de los párrocos, el tema de los beneficios y el tema económico, así como otros puntos relativos a la catequización, sacramentos y a la formación de los sacerdotes y misioneros. De hecho, Toribio de Mogrovejo fue uno de los primeros obispos en la iglesia que fundó un seminario conciliar para la formación de sacerdotes según lo establecido por el Concilio de Trento.
  8. VARGAS UGARTE, Rubén, Historia de la Iglesia en el Perú, I, Lima, 1953, 362.
  9. Santo Toribio Alfonso de Mogrovejo nació en Mayorga de Campos (León) en 1538 de una noble familia cantábrica y de tradición de juristas. Estudió en Valladolid, Salamanca, Coimbra y Santiago, convirtiéndose en un conocido experto en ambos derechos. Siendo colegial mayor de Oviedo, en 1573 fue inesperadamente llamado a Granada para el cargo de inquisidor. Nada, empero, hacía presagiar una vocación indiana en el conocido letrado. Tras la muerte del arzobispo de Lima, fray Jerónimo de Loaysa en 1575, quedaba incompleta su obra legislativa. La inmensa diócesis incaica se encontraba con inmensos problemas de todo tipo tras las sangrientas guerras civiles pacificadas por Loaysa. Toribio fue propuesto para arzobispo de Lima a pesar de ser solo un clérigo de primera tonsura. Gregorio XIII lo preconizó arzobispo de Lima en 1579. Fue consagrado sacerdote y obispo en Sevilla en agosto de 1580. El 11 de mayo 1581 entraba en la capital de su diócesis, que era el ejemplo para el resto de las nuevas diócesis de América del Sur. El nuevo obispo recorrió incansablemente en numerosas visitas pastorales su inmensa diócesis, celebró concilios provinciales y sinodos diocesanos ; afianzó el movimiento de legislación adecuada iniciado por su antecesor. Se calcula que recorrió unos cuarenta mil kilómetros siempre a pié o a los más en mula. Nunca quiso utilizar la litera. Fue un hombre pastoral que aplicó el Concilio de Trento en las Américas. Tuvo varias fuertes polémicas con los virreyes, manteniendo la libertad eclesiástica. Su muerte ocurrió en 1606, durante una visita pastoral, en un Jueves Santo, en la humilde vivienda de un párroco de indios. Fue canonizado por Benedicto XIII en 1726. Juan Pablo II lo declaró patrono del episcopado latinoamericano
  10. VARGAS UGARTE, Rubén, Los concilios limenses, III, Lima, 1954, da todos los detalles sobre la presencia y desarrollo de las celebraciones iniciales del Tercer Concilio. Los reproduce DURÁN, Juan Guillermo, El catecismo del III Concilio Provincial de Lima y sus complementos pastorales (1584 1585). Estudio preliminar, textos, notas, Buenos Aires, Universidad Católica Argentina, El Derecho, 1981, 121 123. Durán escribe un resumen biográfico de cada uno de los prelados presentes y de algunas otras figuras eclesiásticas conciliares. Según las actas conservadas del Concilio, en el participaron el arzobispo Mogrovejo ; fray Pedro de la Peña, obispo de Quito ; fray Antonio de San Miguel, obispo de La Imperial ; Sebastián de Lartaún, obispo de Cusco ; fray Diego de Medellín, obispo de Santiago de Chile ; fray Francisco de Victoria, obispo de Tucumán ; Alonso Granero de Avalos, obispo de La Plata, y fray Alonso Guerra, obispo del Rio de la Plata. También tomaron parte los superiores de las órdenes religiosas ; los procuradores del clero y de las iglesias ; teólogos consultores (entre ellos el p. Acosta S.J.) ; oficiales conciliares y letrados juristas ; cf. VILLEGAS, J., S.J., o.c., 192 205.
  11. Todos los autores que tratan del Tercer Concilio limense hacen referencia a estos increíbles hechos que casi hacen perder la celebración del concilio. Para un resumen reciente del asunto véase DURÁN, Juan Guillermo, o. c., 127 140.
  12. VARGAS UGARTE, Rubén, o. c., III, 368 ; para la denuncia del clero cusqueño contra el obispo ver LISSÓN CHAVEZ, Emilio, Colección de documentos para la historia de la Iglesia en el Perú, III 1, Sevilla, 1943 1956, 57 67.
  13. EGAÑA, Antonio de, Historia de la Iglesia en la América española, Hemisferio Sur, Madrid, BAC 256, 1966, 268.
  14. VARGAS UGARTE, Rubén, Concilios limenses, (1551 1772), II, Lima, 1951-1954, 201.
  15. LISI, Francesco Leonardo, El Tercer Concilio limense y la aculturación de los indígenas sudamericanos, Salamanca, Universidad de Salamanca, 1990, 64. Algunos historiadores afirman que el Tercer Concilio refleja también las recomendaciones de la congregación jesuita de 1576. Lisi no comparte esa opinión. Según él esa influencia no existió. Cf. LISI, Francesco Leonardo, o. c., 65.
  16. VARGAS UGARTE, Rubén, Concilios limenses (1551 1772), III, Lima, 1954, 72.
  17. TINEO, Primitivo, o. c., 365 412.
  18. VARGAS UGARTE, Rubén, o. c., III, 88 90. Del mismo autor, Historia de la Compañía de Jesús en el Perú, I, Burgos, 1963 : 149 170. Cf. : PASTELLS, Pablo, “Prólogo”, en LEVILLIER, Roberto, o. c., I, 1919 : LII LX ; también DURÁN, Juan Guillermo, o. c., 211 227.
  19. LOPETEGUI, León s.j., El Padre José de Acosta y las misiones, Madrid, CSIC, 1942.
  20. Para la documentación de Acosta véase Escuela de Salamanca, Carta magna de los indios. Fuentes constitucionales, 1534 1609 (Corpus hispanorum de pace), ed. de L. Pereña y C. Baciero, Madrid, CSIC, 1988. Pero la obra clásica sobre el tema es la de LOPETEGUI, L., El P. José de Acosta y las misiones, Madrid, 1942. Ver también VILLEGAS, Juan s.j., “El indio y su evangelización de acuerdo a los lineamientos del P. José de Acosta, s.j.”, en VARIOS, La Compañía de Jesús en América : Evangelización y justicia. Siglos XVII y XVIII, Córdoba, 1993, 331 376.
  21. PANIAGUA, J. M., La evangelización de América en las obras del Padre José de Acosta, EXCERPTA E DISSERTATIONIBUS IN SACRA THEOLOGIA, Pamplona, 16 (1989), 395 481. Para la edición del texto : ACOSTA, José de, De procuranda indorum salute, I : Pacificación y colonización ; II : Educación y evangelización(Corpus hispanorum de pace), ed. de L. Pereña et alii, Madrid, CSIC, 1984 1987.
  22. EGAÑA, Antonio de, Felipe II y el general jesuita Mercurian en Indias, ESTUDIOS DEL DEUSTO, 7, n. 13 (1959), 79 138.
  23. VARGAS UGARTE, Rubén, Concilios limenses, II, Lima, 1952, 201.
  24. VARGAS UGARTE, Rubén, Concilios limenses, III, Lima, 1954, 88.
  25. VARGAS UGARTE, Rubén, o. c., 1954, 96.
  26. LISI, Francesco Leonardo, El Tercer Concilio Limense y la aculturación de los indígenas sudamericanos (Acta salmanticensia, estudios filológicos 233), Salamanca, Universidad de Salamanca, 1990, 57 68.
  27. ACOSTA, José de, De procuranda indorum salute (Corpus hispanorum de pace, XXIV), II, Madrid, CSIC, 1987, 46, 48. LISI, Francesco Leonardo, o. c., 65 66.
  28. ACOSTA, José de, De procuranda indorum salute (Corpus hispanorum de pace, XXIII), I, Madrid, CSIC, 1987, 168. LISI, Francesco Leonardo, o. c., 67.
  29. VARGAS UGARTE, Rubén, Concilios limenses (1551 1772), I, Lima, 1951, 283.
  30. LISI, Francesco Leonardo, o. c., 64.
  31. VARGAS UGARTE, Rubén, Historia de la Iglesia en el Perú, II, Burgos, 1953, 71 s.
  32. ACOSTA, José de, De procuranda indorum salute (Corpus hispanorum de pace, XXIII), I, 1987, 181.
  33. ACOSTA, José de, o. c., I, 183.
  34. Cf. SPANO, Dionigi, Inviati in missione. Le istruzioni date da S. Ignazio, Roma, Centrum Ignatium Spiritualitatis, 1979: en esta obra se muestran las fuentes ignacianas sobre el tema y concepto de misión a través de las numerosas instruciones de San Ignacio a sus jesuitas misioneros, donde claramente se especifica el concepto ignaciano de misión.
  35. ACOSTA, José de, o. c., II, 330 ; trad. en ed. de MATEOS, o. c., 575.
  36. ACOSTA, José de, ibidem.
  37. ACOSTA, José de, o. c., II, 332.
  38. El tema del acceso de los indios a la comunión fue siempre objeto de discusiones acaloradas. Bayle escribió páginas clásicas sobre la materia: Constantino Bayle, La comunión entre los indios americanos, MISSIONALIA HISPANICA, 12 13 (1943 1944) y sobre todo del mismo autor : El culto del Santísimo en Indias, Madrid, 1951.
  39. ACOSTA, José de, o. c., II, 397.
  40. A este propósito ver los mencionados textos del Segundo Concilio limense transcriptos en ACOSTA, José de, o. c., II, 398, n. 80 ; 400, n. 81.
  41. ACOSTA, José de, o. c., II, 405, 407.
  42. ACOSTA, José de, o. c., II, 407, 409.
  43. Para el tema de las idolatrías hay una buena literatura, actualmente renovada. Hay la obra clásica de ARRIAGA, Pablo José de, La extirpación de la idolatría en el Perú, Crónicas peruanas de interés indígena, BAE, Madrid, 1968 (1621). Véanse los estudios de DUVIOLS, Pierre, La lutte contre les religions autochtones du Pérou colonial : L’extirpation de l’idolatrie entre 1532 et 1660, Lima, IFEA, 1971 ; GARCÍA CABRERA, Juan Carlos, Ofensas a Dios. Pleitos e injurias. Causas de idolatrías y hechicerías. Cajatambo. Siglos XVII XIX, Monumenta idolatrica andina, 1, Cusco, Centro de Estudios Regionales Andinos « Bartolomé de Las Casas», 1994 ; SÁNCHEZ, Ana, Amancebados, hechiceros y rebeldes. Chancay, siglo XVII, Archivos de historia andina, 11, Cusco, Centro de Estudios Regionales Andinos « Bartolomé de Las Casas», 1991.
  44. Para comprender mejor el alcance de las expresiones de Acosta, pueden leerse las páginas que Delumeau, uno de las más grandes especialistas en la materia, consagró al tema de la peste y del miedo que ella provoca, en DELUMEAU, Jean, La peur en Occident. XIXe XVIIIe siècles. Une cité assiégée, Paris, Fayard, 1978, 98 142.
  45. ACOSTA, José de, o. c., II, 247 249, 255.
  46. Para los temas relativos a la peste y al miedo y remedios que ella provoca puede consultarse el libro de DELUMEAU, Jean, La peur en Occident. XIVe XVIIIe siècles. Une cité assiégée, Paris, Fayard, 1978. Delumeau recoge numerosos ejemplos y descripciones de los sentimientos y prácticas sociales relativos a los tiempos pestíferos.
  47. BENNASSAR, B., Recherches sur les grandes épidémies dans le nord de l’Espagne à la fin du XVIe siècle, Paris, 1969. También la nota a propósito del libro de Bennassar escrita por DESAIVE, J. P., Les épidémies dans le nord de l’Espagne, ANNALES E.S.C., nov.-déc. (1969), 1514 1517.
  48. Bartolomé de Las Casas lo recuerda en varias ocasiones. Y en los Andes, Guaman Poma cuando habla de múltiples enfermedades
  49. Sobre el demonio hay numerosos estudios históricos. Bernard Teyssèdre estudió varios aspectos del origen de la idea de demonio en dos libros : Naissance du Diable. De Babylone aux grottes de la mer Morte, Albin Michel, Paris, 1985 ; Le Diable et l’Enfer, Paris, Albin Michel, 1985.
  50. Sobre la noción de superstitio y su evolución, véase HARMENING, Dieter, Superstitio. Überlieferungs und theoriesgeschichtliche Untersuchungen zur kirchlich-theologischten Aberglaubensliteratur des Mittelalters, Erich Scmidt Verlag, 1979. Resultan también muy instructivas las páginas consagradas por Caro Baroja a este mismo tema : CARO BAROJA, Julio, De la superstición al ateísmo (Meditaciones antropológicas), Ensayistas, 115, Madrid, Taurus, 1974, 149 227.
  51. ACOSTA, o. c., II, 249-251.
  52. ACOSTA, o. c., II, 253.
  53. ACOSTA, Joseph de, Historia natural y moral de las Indias, ed. E. O’Gorman, México, FCE, 1985, 217.
  54. ACOSTA, o. c., 218
  55. Ibidem.
  56. ACOSTA, o. c., II, 259.

Bibliografía

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  • ALTAMIRANO, D. F., Historia de la provincia peruana de la compañía de Jesús, La Paz, 1891
  • CARO BAROJA, Julio, De la superstición al ateísmo (Meditaciones antropológicas), Ensayistas, 115, Madrid, Taurus, 1974
  • EGAÑA, Antonio de, Historia de la Iglesia en la América española, H. Sur, Madrid, BAC 256, 1966
  • LEVILLIER, Roberto, Don Francisco de Toledo, supremo organizador del Perú, I, Buenos Aires, 1935
  • LISI, Francesco Leonardo, El Tercer Concilio limense y la aculturación de los indígenas sudamericanos, Salamanca, Universidad de Salamanca, 1990
  • LISSÓN CHAVEZ, Emilio, Colección de documentos para la historia de la Iglesia en el Perú, III 1, Sevilla, 1943 1956
  • LOPETEGUI, L., El P. José de Acosta y las misiones, Madrid, 1942.
  • VARGAS UGARTE, Rubén., Los jesuitas del Perú (1568 1767), Lima, 1941.
  • VARGAS UGARTE, Rubén, Historia general del Perú, II, Lima, 1971


FIDEL GONZÁLEZ FERNÁNDEZ