PERSECUCIONES EN AMÉRICA LATINA; El caso ecuatoriano

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Las especiales connotaciones ideológicas, sociales y politicas del siglo XIX, tienen en la historia de la Iglesia, manifestaciones del todo singulares, que lo convertirán en un siglo de constantes enfrentamientos con el poder civil, de dificultades sin cuento por lo que hace al cumplimiento de su propia misión en el mundo y que le dará, de algùn modo, una fisonomia propia, bastante similar en todos los paises donde entonces se hallaba presente.

El embate de la ideologia liberal, que reducirá al Pontifice Romano a los estrechos limites del Palacio Apostólico pretendiendo sujetarlo a la llamada “Ley de Garantias”, es paradigmático de lo que, con poquísi¬mas excepciones, sucederá en los lugares donde la Iglesia Católica desarrollaba su misión. Asi, el centenario del Concilio Plenario de América Latina, no es solo conme¬moración de aquella Asamblea que tuvo entre sus logros no menores el de unir a las Iglesias particulares latinoamericanas y ayudarlas a tornar conciencia de tantos elementos comunes, sino también conmemoración centenaria de durísimas persecu¬ciones a las que fueron sometidas. En efecto; antes, durante y después de la celebración del Concilio Plenario Latinoamericano, la Iglesia americana sufrió persecu¬ciones de diversos tipos y de diversos signos; estudiar todas, en el breve espacio de una comunicación, seria empresa casi imposible, sobre todo si pretendemos analizar los pormenores de cada una de ellas. Por eso, he escogido el caso ecuato¬riano, porque en definitiva, todas las persecuciones que se desarrollaron en Amé¬rica a fines del XIX y principios del XX, presentan características comunes, y más que los hechos en sí mismos considerados, es el esquema lo que pretendo analizar en la presente comunicación.

Los archivos de la Santa Sede conservan un acervo documentaI abundantísimo sobre este tema: informes de los representantes pontificios, cartas de los prelados, de los superiores religiosos, de católicos preocupados, recortes de prensa, leyes dic¬tadas por los diversos órganos legislativos, y por supuesto, la documentación ema¬nada de la Secretaria de Estado, de la Congregación de Negocios Eclesiásticos Extraordinarios, de los diversos dicasterios de la Curia, que ofrecen al investigador diferentes ángulos y perspectivas de estudio. Por lo que hace a la documentación relativa al Ecuador, esta es especialmente significativa, toda vez que la persecución en ese pais fue simultánea a la celebración del Concilio. La Iglesia en el Ecuador durante el siglo XIX: los elementos de la persecusión La persecución religiosa que se desatará en el Ecuador a partir de 1895, no es de ninguna manera un hecho aislado, ni mucho menos nuevo: en la historia de los primeros 60 años de vida independiente de la República, podemos establecer varios elementos que facilitarán e incluso apoyarán la persecución; unos externos a la propia Iglesia y otros internos.

Un primer elemento claramente identificable está constituido por la llamada “Ley de Patronato”, y el aparato legal conexo, dictada por la Convención de Cúcuta el año 1824, a la que queda sujeto el Ecuador en su condición de Estado miem¬bro de la Gran Colombia, y asumida luego como parte de su legislación propia, al iniciar su andadura independiente en 1830. La Ley de Patronato, pretendió ser, y de hecho lo fue en la practica, continuación del antiguo privilegio concedido por la Sede Apostólica a los Reyes de España, con el objeto de recompensar la empresa evangelizadora que asumía la Corona de Castilla, pero ahora vaciado de su conte¬nido, para convertirse, como ya lo era desde los últimos años de la dominación española, en arma para controlar a la Iglesia; esto es asi por una razón evidente: por una parte es conocido que el regalismo borbonico consideró al Patronato como un «derecho inherente» a la Corona misma, y en esa linea lo consideraron las Repúblicas independientes como una forma de legitimar el poder asumido por la revolución.

El Patronato arbitrariamente asumido, sin consentimiento de la Santa Sede, por algunas de las Repúblicas americanas y en concreto por el Ecuador, será esgrimido contra la Iglesia cada vez que ésta pretenda ejercer sus derechos en orden al cum¬plimiento de sus fines: la Ley de Patronato mantendra las sedes episcopales vacan¬tes, cuando la autoridad eclesiástica no quiera doblegarse ante el poder civil; impe¬dirá la libre erección de Diócesis nuevas o la modificación de sus límites; se apo¬derará de las rentas eclesiásticas o impondrá contribuciones extraordinarias cuando las arcas del Estado estén vacias, lo cual ocurría casi siempre; facilitará la indisci¬plina, amparando los recursos de fuerza contra las decisiones de la autoridad ecle¬siástica; intervendrá en los planes de estudios eclesiásticos, en los horarios de aper¬tura y cierre de las iglesias, en la censura de la predicación, cuando aquello inte¬rese a la conveniencia de las circunstancias políticas. En el Ecuador, la Ley de Patronato de 1824 será una especie de fantasma que se mantendrá en vigor hasta la suscripción del Concordato de 1862, y que resucitará como arma persecutoria en 1876 y nuevamente en 1895. La vigencia de la Ley de Patronato convertirá a la Iglesia en el Ecuador en una Iglesia apocada, que no puede desarrollar su misión con libertad, temerosa siempre de llamar la atención, de salirse de los estrechos carriles impuestos por la ley, presa fácil de los caprichos del gobernante de turno; donde se mantiene la fe a pesar de la falta de un robusto conocimiento doctrinal, donde los seminarios lan¬guidecen por falta de alumnos, de profesores competentes, de una sólida y eficaz disciplina que facilite el crecimiento de la vida interior, donde las comunidades religiosas a pesar de sus innegables esfuerzos, viven temerosas de pasarse de la raya y exponerse a ser expulsadas.

El Concordato negociado y suscrito por García Moreno en 1862, paradójica¬mente se convertirá también no solo en pretexto para la persecución, sino en ele¬mento siquiera indirecto de ella. En efecto, si el Concordato garciano tuvo el indudable mérito de establecer por primera vez de modo claro, la verdadera natu¬raleza juridica de la Iglesia, el personalismo del Presidente obligó de algún modo a incluir en él normas que a la postre facilitaron la persecución desatada tras su vio¬lento asesinato en 1875, y posteriormente durante la revolución liberal de 1895.

Piénsese por ejemplo, en las disposiciones que dejaban en manos de la Iglesia toda la educación oficial en la Republica, y al amparo de las cuales García Moreno con¬trató religiosos y religiosas para que emprendieran esa tarea: la imposición de la educación laica en el Ecuador, que ha permanecido en pleno vigor hasta hace pocos años, fue posible gracias al sistema de contratos ideado por el Presidente; rescindidos los contratos, los religiosos y religiosas se vieron desamparados, priva¬dos de los colegios e incluso de las casas de habitación que como parte del con¬trato habian recibido.

Otro elemento que facilitará la persecución fue el tema de las rentas eclesiásti¬cas. Alcanzada la independencia a costa de grandes esfuerzos, también económicos, los nuevos Estados se encontraron de la noche a la mañana en la necesidad de organizar la administración pública a todos sus niveles: crear un aparato jurídico-legislativo diverso del hasta entonces vigente, un organigrama administrativo nuevo y, por supuesto, la hacienda pública: y ¿qué mejor que echar mano de la caja común que venia funcionando desde tres siglos atrás, y que contaba con el diezmo como una contribución segura y bastante bien recaudada?

Al amparo de la Ley de Patronato, el Estado recaudará el diezmo y participará en el producto de la recau¬dación en proporción a sus necesidades cada vez más crecientes, y lo recaudará con dureza y lo volvera odioso, y la Iglesia cada vez recibirá menos y no obstante cargará con la culpa de los abusos de la recaudación.

El nuevo sistema ideado e impuesto durante la administración de Antonio Flo¬res Jijón hacia 1880, con la aprobación de la Santa Sede y contra la opinión uná¬nime del episcopado ecuatoriano, agravará las cosas al transformar el diezmo en una contribución civil, que fue fácilmente derogada al advenimiento de la revolu¬ción radical.

Un cuarto elemento que, por las circunstancias politicas del Ecuador republi¬cano, será más evidente en esa época, es el de la activa y no siempre pacífica intervención del clero en la politica partidista. Si activa fue la participación de algún sector del clero durante la lucha por la independencia, ésta alcanzará sus máximas cotas cuando en el Ecuador vayan consolidando y adquiriendo su fiso¬nornia propia los partidos Conservador y Liberal, y empiecen a surgir los primeros e inevitables conflictos doctrinarios entre ambos, y la lucha por el poder se vaya tor¬nando cada vez más agresiva, lo que sucede en la segunda mitad del siglo XIX.

El episcopado -y me refiero a 7 Obispos- casi en su totalidad, tomará abierto partido por los conservadores y participará activamente en la politica partidista, encabeza¬dos por el metropolitano, en cuyo palacio sesionará el partido conservador y de cuya imprenta saldrán sus panfletos. Cuando en la decada de los 80 surja el par¬tido Progresista, con su pretensión de unir las fuerzas de los conservadores y libe¬rales moderados, el clero conservador se unirá activamente a los conservadores radicales y a los liberales radicales para hundir al tercer partido.

Mons. Guidi, encargado de Negocios de la Santa Sede, en el apéndice a su informe sobre la situación religiosa de la república, que escribe en 1898 en cumplimiento de sus instrucciones, al referirse a la participación del clero en politica, dice entre otras cosas: «Es indudable que el clero ecuatoriano, quiza más que cualquier otro, interviene en las campañas electorales. Tales intervenciones no se restringen al uso moderado y pacífico del derecho activo y pasivo de elección que la Constitución concede a todo ciudadano, sino que la accion del clero va mucho más alla y no raramente excede los jus¬tos limites del decoro eclesiástico. Con ocasion de las elecciones, Canónigos, párrocos, simples sacerdotes e incluso religiosos claustrales se arrojan con ardor y pasion en las agi¬taciones y luchas de partido (...) Desgraciadamente el ejemplo viene de lo alto, porque los mismos Obispos y altos dignatarios eclesiásticos han bajado a la arena electoral, favo¬reciendo con cartas pastorales y de otras maneras eficaces la causa de un determinado partido politico. Me limito a recordar a tal proposito, lo que muy por encima he señalado en la pnmera parte de este trabajo, respecto a la activisima parte tomada por el difunto Arzobispo Mons. Ordánez, por su Vicario General, Canónigo Campuzano y por los Obispos de Loja y Portoviejo en las elecciones presidenciales de 1892 (...) En esa ocasión, el palacio arzobispal de Quito se constituyó casi como sede o centro del movi¬miento electoral (...) de la imprenta del clero, que funciona en el mismo palacio, salian y se difundian a manos llenas, entre el clero y el pueblo, diarios, folletos y manifiestos (...) En resumen, la causa de la religion y de la Iglesia se hacia asi aparecer como estrechamente solidaria con el partido conservador; y por eso, todos cuantos no pertene¬cian a este partido politico o no se pronunciaban a favor de su candidato, eran calificados de liberales condenados por la Iglesia, excomulgados y herejes. Errar este, en mi subordinado parecer, pernicioso y funesto, que ha sido luego el origen de todos los males que ahora afligen a la Iglesia ecuatoriana y pretexto de todas las represalias que el actual gobierno ha cometido contra el clero».

No es raro pues que, triunfante la revolución liberal, sus ataques no se dirijan contra el partido Conservador, quizá porque sus propias disensiones internas, la mediocridad intelectual de sus dirigentes, la falta de un ideario concreto y sólida¬mente edificado, lo hacian un enemigo poco significativo, victima de su propia autodestrucciòn. Los ataques se volverán contra la Iglesia, y en particular contra los Obispos y el clero, convertido en paladín del conservadurismo, en un enemigo sólido y de talla que sí constituía un verdadero peligro y una amenaza real para la revolución triunfante.

La Iglesia en el Ecuador en la época de la revolución Cuando en 1895 estalla en el Ecuador la revoluciòn liberal, se encuentra con una organización eclesiástica evidentemente débil, a consecuencia en último análisis de la lucha que a lo largo de la historia habia venido librando para mantener su independencia en el campo que le es propio. Es la razón última de ese debilita¬miento, porque existieron otras, derivadas o consecuencias de aquella, que coadyu¬varon a que la Iglesia no pudiera desarrollarse plenamente en el Ecuador republi¬cano: escasez de clero, su deficiente formación, la desunión que con no poca fre¬cuencia se observa entre la jerarquía alli constituida, los miembros de los cabildos eclesiásticos y el clero diocesano, la falta de vigor en la labor de apostolado, que se manifiesta a su vez en la escasez de vocaciones y en la falta de una sólida y opera¬tiva formación doctrinal en los fieles, todo lo cual puede ser consecuencia de la ausencia a su vez, de una eficaz labor de gobierno episcopal causada no tanto por los hombres que ocuparon las diócesis, cuanto por las largas vacantes a que se vieron sometidas a consecuencia de la injerencia del poder civil en los nombramientos. En 1895, de las siete diócesis que existian en el República, cinco tenian Obispos propios; pero bien pronto, tres de ellos saldrían del pais perseguidos o expulsados por los liberales: Andrade de Riobamba, Massiá, de Loja, y Schumacher, de Portoviejo. Las diócesis de Guayaquil y Cuenca estaban gobernadas por Administradores Apostólicos, pues sus Obispos habian sido suspendidos por la Santa Sede de la jurisdicción episcopal, algunos años atràs. Quedaron en el Ecuador solamente el Metropolitano, Pedro Rafael González Calisto, 17 y el obispo de Ibarra, Federico González Suárez.

Como hemos señalado, no fueron los Obispos ecuatorianos totalmente ajenos a la situación creada en torno a ellos: muchas veces, movidos por el celo por su Igle¬sia, habian tomado parte más o menos activamente en las luchas politicas, favoreciendo a uno u otro partido. En este sentido, es sumamente esclarecedor el análisis pormenorizado que hace el Encargado de Negocios de la Santa Sede, Mons. Guidi, en sus informes sobre la situación política y religiosa del pais, así como los testimonios de importantes personajes de la epoca.

Figura clave en los momentos más duros de la persecución, será el Obispo de Ibarra y luego Arzobispo de Quito, Federico González Suárez, contrario siempre a la política conservadora, sobre todo en aquello que suponía mezclar a la Iglesia en la lucha de partidos. Se mostró públicamente amigo, no de las ideas liberales a las que combatió con fortaleza, sino de los liberales individualmente considerados, lo que lo colocó en el centro de enconadas disputas que muchas veces se extendieron al pulpito, al confesionario y a las aulas de los Seminarios. No obstante, es posible asegurar que fue esa actitud de personal benevolencia hacia los liberales, lo que impidió, en buena medida, la total destrucción de la Iglesia en el Ecuador.

El gobierno diocesano confiado a Administradores Apostólicos, que bien pronto será el caso de prácticamente todas las diócesis, se demuestra claramente insuficiente durante el periodo que estudiamos. Por lo que respecta al clero ocupado en el ministerio parroquial, la situación era en general sumamente difícil: salvo la Diócesis de Cuenca, que suministraba clero a las demàs, el las otras la escasez era alarrnante.

Junto a la falta de clero, la deficiencia en la instrucción era quizá el obstáculo mas grave que impedía una efectiva acción evangelizadora; carencia que era más notable en el clero antiguo. Los seminarios existentes en algunas de las Diócesis apenas podían llamarse tales, aparte de que eran al mismo tiempo escuelas elemen¬tales para alumnos sin intención de llegar al sacerdocio.

La apreciaci6n de Mons. Guidi acerca del clero no deja de ser interesante: «En cuestiones religiosas, raramente se encuentra entre ellos discordias o divergen¬cias de opinión y de acción, pero no sucede eso en cuestiones políticas. Desgraciadamente una parte del clero se ocupa de política más de lo que debe y de lo que conviene, y se deja envolver fácilmente en las agitaciones apasionadas de los partidos, poniendo al servi¬cio de estos la religión, su autoridad y la influencia del ministerio sacerdotal. De aqui el origen de la aversión y del odio, que los liberales y radicales profesan al clero, y de las persecuciones que estos mueven contra la Iglesia y sus ministros, cuando están como ahora en el poder».

El gobierno radical tomará pretexto de esta actividad generalmente alejada del ministerio sacerdotal, para perseguir al clero, para callar su voz, alegando siempre que no es a la Iglesia y a la religión a quien atacan, sino la intervención del clero en un campo que no le corresponde: el de la lucha política, lucha más generali¬zada si cabe durante las campañas electorales, y que no estaba del todo ausente en las agitaciones políticas.

La Revolución Radical de 1895: la persecución Estaba ya en el ambiente la celebración del Concilio Plenario Latinoamericano, cuando en el Ecuador estalló la revolución radical de 1895. La sorda lucha de par¬tidos que se venía fraguando lentamente desde los albores de la república, se decanta por el triunfo del liberalismo radical sobre conservadores y progresistas. Bien pronto, el caudillo liberaI asegurará que no venía a atacar a la religión, sino a acabar con la teocracia, una teocracia que veía encarnada en la tenaz oposición que el clero hacía a la politica liberal. La persecución liberal será en primer lugar, y quizá esto sea lo que salta a la vista, contra la Iglesia institucional, pero en el fondo y en eso fue más sutil, contra la misma conciencia cristiana de un pueblo sencillamente católico. Salvo algún caso aislado, la persecución contra la fe no sera iconoclasta, aunque disimuladamente y con el pretexto de la tranquilidad pública, procurará yugular las manifestaciones de piedad popular. Un estudio de la ofensiva liberal descubre pronto dos formas de perse¬cución. Una persecución por decirlo así, fisica, que será la de menores resultados, la más esporádica, la más puntual y siempre dirigida contra la jerarquia, el clero y los religiosos, y una persecución institucional, caracterizada por la transformación de las instituciones jurídicas fundamentales, empezando por la derogación de los prin¬cipios constitucionales que consagraban la confesionalidad del Estado. Esta segunda forma de persecución tendrá dos finalidades: apartar al clero de las activida¬des públicas y en concreto de la politica partidista, y descristianizar la sociedad. Vamos a tratar de cada una por separado.

La violencia física como manifestación de la persecución El historiador Robalino Dávila señala que los hechos de fuerza en la revolu¬ción liberal ecuatoriana fueron más bien producto de la decisión personal de jefes militares, que plan trazado desde el gobierno central, y en efecto, en esa opinión coinciden los documentos de la época.

Si bien es cierto que la persecución liberal desatada en el Ecuador a raíz de la revolución liberal no puede calificarse de cruenta, no dejaron de haber episodios de este tipo. Dos son los más relevantes como fenómeno de masas. El primero, la quema del pueblo de Calceta en la provincia de Manabí, que tuvo por objeto expulsar de allí al Obispo de la diócesis, Mons. Pedro Schumacher y en la que al parecer se mostró nuevamente el celo mal entendido del Prelado: «Es notorio además, con cuanta pasión Mons. Schumacher, Obispo de Portoviejo, junto con su clero inflama a la población de su Diócesis para resistir con las armas la revolución radical promovida por el General Alfaro, así como para rechazar las propues¬tas de paz ofrecidas por éste para impedir un inútil derramamiento de sangre. Las cartas pastorales por él publicadas en esa ocasion parecen manifiestos de guerra, escritos más por un jefe militar que por un Obispo».

Y el otro, el sacrilegio cometido en la Capilla del Colegio San Felipe de los padres Jesuitas en la ciudad serraniega de Riobamba. El Obispo de Riobamba fue desterrado y expulsado violentamente de su Dió¬cesis, los Obispos de Portoviejo y Loja se vieron precisados a salir voluntaria¬mente del país. Varios canonigos y sacerdotes fueron también expulsados por la fuerza. En Quito, fue asesinado a sangre fría y a traición el periodista católico León Vivar, hecho que causó incluso renuncias y protestas en el gabinete ministerial del propio Jefe Supremo.

Entre los religiosos fueron expulsados los Capuchinos de Ibarra y los Salesia¬nos de Quito y sus alrededores; estos últimos acusados de aprovechar de las instalaciones de los talleres de artes y oficios que regentaban, para preparar municiones para el ejército constitucional. Así mismo se expulsó a los Jesuitas de las misiones orientales y se pretendió expulsar a los hermanos de las Escuelas Cristianas.

La persecución legalizada Dejando a un lado los hechos de violencia, que los hubo y que sin duda no son anecdóticos, la verdadera persecución -y en esto la ecuatoriana es modelo de las persecuciones a las que se vio sometida la Iglesia en esa época-, se desarrolló en el ámbito de la legalidad institucional. Con un plan bien trazado, el radicalismo procurará desmantelar la Iglesia, hacerla desaparecer por propia consunción, deste¬rrarla de la vida pública. Para eso será necesario en primer lugar, maniatar al clero y a la jerarquía -a ésta ya hemos visto como la dejó fuera de combate-, y el modo más seguro y fácil de hacerlo será privarlo de los medios de subsistencia.

No es raro por esto que en la primera constitución promulgada luego de la revolución, el artículo sobre la religión del Estado apenas se haya modificado, admitiendo la libertad de cultos. Mantenía sin embargo a la religión católica como la religión del Estado, y la obligación de este de protegerla y hacerla respetar.

El Concordato se dejará insubsistente mediante la fórmula de establecer en la Constitución que los tratados internacionales se consideraban válidos en la medida en que no se oponían a la Constitución. Y el Concordato se opondrá al espiritu y a la letra constitucional; por ejemplo en lo relativo a la libertad de cultos, a la intervención de la autoridad eclesiástica en lo tocante a la vigilancia de la doctrina en los establecimientos educacionales, al fuero eclesiástico, etc.

Por lo tanto, sin decirlo, el Concordato quedaba derogado unilateral y tácitamente, mientras la legis¬latura de 1899 resucitaba y ponía nuevamente en vigor, modificada, la Ley de Patronato de 1824, como una forma -según decía el Gobierno- de no dejar desamparada a la Iglesia mientras se reformaba el Concordato de acuerdo a los nuevos principios constitucionales.

Poco antes y como medida eficaz en orden al plan previsto, se habia dictado una ley que privaba a la Iglesia de la contribución predial que reemplazó al diezmo en virtud de un acuerdo que se consideró en su momento incorporado al Concordato, de modo que aquel quedó violado abiertamente, remplazando la con¬tribución por un impuesto absolutamente fiscal llamado de Culto y Clero; impuesto que recaudado por los recaudadores fiscales seria pagado a las diócesis previa pre¬sentación de sus respectivos presupuestos para su aprobación por el ministerio res¬pectivo.

Así mismo se prohibirá cobrar los derechos llamados “de estola o pié de altar”, esto es los aranceles parroquiales, y las primicias que cobraban los párrocos rurales, so pretexto de que el Estado suplía en este punto a los fieles y pagaba del impuesto de Culto y Clero lo necesario para la subsistencia de los ministros ecle¬siásticos.

Lógicamente, la asignación eclesiástica no se pagará prácticamente nunca, con diversos pretextos. No se recaudaba lo suficiente, la revolución demandaba gastos que no permitían distraer las recaudaciones de ese objeto, los trámites administrati¬vos de aprobación de los presupuestos tardaban, los Obispos no admitían las modificaciones hechas a los presupuestos presentados, etc. Mientras tanto, los Obispos, los cabildos y los párrocos languidecían y se las veían para poder subsistir.

La aplicación de la Ley de Patronato en lo relativo a la designación de Obis¬pos, permitió al nuevo régimen mantener las sedes vacantes y administradas de modo precario por Administradores Apostólicos. Largo y complicado es el iter de nombramiento de Obispos en el Ecuador durante la dominación liberal, y como demostramos en un estudio sobre el tema, estuvo íntimamente ligado a la cuestión económica: solo a los Obispos nombrados de acuerdo a esa Ley, es decir a los presentados por el Gobierno y admitidos como tales por la Santa Sede, se les pagaría la renta fiscal.

En este tema, es notable la postura de la Secretaria de Estado, regida entonces primero por el Cardenal Rampolla y luego por Merry del Val, que no alcanzó a darse cuenta de la dimensión del problema, exigiendo siem¬pre que el Estado garantice la subsistencia de la Iglesia, toda vez que había supri¬mido el impuesto pactado de común acuerdo, sea permitiéndole percibir una con¬tribución directa de los fieles o estableciendo una nueva contribución sustitutiva.

En 1906, ante la situación creada por el gobierno, González Suárez escribía al Delegado Apostólico: « Si el Padre Santo nos concediera la gracia de renunciar a la renta, que, tal vez ofrecería el Gobierno, la Iglesia se salvará de su ruina en el Ecuador: si el Gobierno continua en su ardid diabólico de la renta, no permitirá que se elijan Obispos, estorbará astutamente la elección, y, entre tanto, fomentará la división del clero y la corrupcion del pueblo (...) la renta se decretará, la renta se cobrará del pueblo: pero no se pagará al clero».

En este punto, la decisión del Arzobispo González Suárez, de renunciar por sí y ante sí, como Metropolitano de la provincia eclesiástica ecuatoriana, a toda renta proveniente del tesoro nacional y contra la voluntad expresa de la Secretaria de Estado, salvó la situación y quitó al Gobierno todo pretexto para mantener las dió¬cesis vacantes.

La profunda aversión del gobierno hacia el Obispo de Portoviejo, autoexiliado en Pasto (Colombia), y el lamentable estado de abandono en que quedó la diócesis luego de la revolución, fue pretexto para que mediante decreto legislativo se suprimiera esa diócesis anexando su territorio a la de Guayaquil. Esta situación, respaldada por una ley, permitió al gobierno del general Alfaro confinar en Quito al nuevo Obispo de la diócesis, nombrado en 1908. No pudo impedirle sin embargo que tomara posesión de ella por procurador, y que la gobernara desde su confinamiento por medio de un Vicario.

Es verdad que el gobierno podia impedir a los Obispos nombrados desde ese momento entrar en sus diócesis, pero en ningun caso podia impedirles ejercer una jurisdicción que, aún en la cárcel o en el destierro, poseían por derecho propio por el solo hecho de su nombramiento por parte del Romano Pontífice y de su poste¬rior consagración episcopal. González Suárez cortó el nudo gordiano y ató las manos al gobierno, que no podia hacerse impopular en medio de un pueblo emi¬nentemente católico, ejerciendo actos de fuerza contra los Obispos legitimamente nombrados. En el manifiesto publicado en Quito, el 5 de Septiembre de 1906, dejará claro el Arzobispo la doctrina sobre el primado del Romano Pontífice y la independencia de la Iglesia y el Estado en sus respectivos àmbitos: «El Gobierno dictatorial del Ecuador desconoce mi autoridad de Arzobispo de Quito: ¿Dejaría por eso yo de ser Arzobispo? Arzobispo y Arzobispo de Quito, seguiría siendo yo en el Palacio de la Capital de la República, si la venda del sectarismo politico se les cayera de los ojos a los hombres de la Dictadura (. .. ) Arzobispo y Arzobispo de Quito, he de seguir siendo yo en el fondo del Panóptico, si la mano omnipotente de la dictadura me sumiera en un calabozo, por el crimen de haber obedecido a quién tenia pieno derecho de mandarme (...) ¿el destierro? Por remoto que de la tierra patria estu¬viere el lugar de mi proscrpción, allí no he de dejar de ser yo el Metropolitano de la Provincia Eclesiástica Ecuatoriana.., De dos cosas no podréis nunca despojarme, del amor a la Patria y del Palio arzobispal ».

A partir de 1906, esto es 10 años después del inicio de la transformación libe¬ral, las diócesis pudieron proveerse con más o menos normalidad: más o menos normalidad porque entre los requisitos de hecho, que debían tener los candidatos estaba el de poseer algun patrimonio que les permitiera sostenerse, lo que dificul¬taba mucho la elección, aparte de que pocos eran los que, por su postura frente a las luchas politicas, podian ser más o menos tolerados por el gobierno, requisito este que a González Suárez, único Obispo entonces en el territorio de la Repú¬blica, le resultaba dificil encontrar.

Las negociaciones entabladas por el gobierno con la Santa Sede para lograr un arreglo a las cuestiones religiosas, se estrellaron contra las pretensiones de aquel, inadmisibles para la Santa Sede. Dos fueron esas negociaciones, la primera en 1898, que tuvo como protagonista a Monseñor Juan Bautista Guidi, Encargado de Nego¬cios Interino, que a las dificultades propias de su misión añadió, a mi juicio, algo de falta de tino para negociar, a más de que fue planteada en un momento politi¬camente inconveniente: cuando la revolución recién había triunfado y no tenia aún enemigos de peso que la hicieran tambalear. La segunda, encomendada a Monse¬ñor Pedro Gasparri, en 1901, quien con habilidad y buen sentido logró suscribir tres protocolos y dejar adelantada la revisión del Concordato, pero cuya misión estaba destinada al fracaso, al haber sido planteada por el gobierno como medio de captación de la voluntad de los católicos en medio de una campaña electoral en la que veía peligrar su futuro, circunstancia esta prevista por Gasparri y acep¬tada como un riesgo. Variadas las circunstancias de peligro, la legislatura de mayo¬ría radical rechazó los Protocolos.

Pasada la primera época, la politica liberal se empeñó a fondo en el segundo de sus objetivos: la descristianización de la sociedad. A esta época pertenece la ley de matrimonio civil de 1902, anticipada y preparada por la de Registro Civil de 1900. A estas siguieron otras leyes que atentaban contra los derechos de la Iglesia: la Ley de Cultos de 1904, que entre otras disposiciones prohibió a los Institutos religiosos abrir noviciados, y la Ley de Beneficencia Pública que arrebató sus bie¬nes a las comunidades religiosas.

Con esta base juridica, la Asamblea de 1906 dictó una nueva Constitución que -como apunta Larrea Holguín- señala un cambio radical en la politica religiosa del Estado: «No se insiste ya en el Patronato y se proclama la absoluta separación entre el Estado y la Iglesia y el laicismo más absoluto del primero ».

La Constitución de 1906 condensa de algun modo, el espíritu de las reformas liberales y de la persecución institucional contra la Iglesia, cuando establece la pro¬hibición a sacerdotes y religiosos para ser diputados o senadores, y el desconoci¬miento del fuero eclesiástico. Leyes secundarias completaron el cuadro, aún cuando muchas veces estuvieron en abierta contradicción con las libertades consagradas en la Constitución: una ley de 1927 privaba a Ìos clérigos de intervenir en las eleccio¬nes, y otra del mismo año prohibía nuevamente el ingreso de sacerdotes extranjeros en el Ecuador y el establecimiento de nuevas casas y noviciados religiosos, aún de las comunidades ya establecidas.

Un paso importante para la libertad de la Iglesia se dio en 1917, cuando a la muerte del Arzobispo de Quito, el acucioso Ministro (Embajador) del Ecuador residente en Lima, se dirigió al Delegado Apostólico con la pretensión, que luego se demostró abuso personal, de indicar los nombres del sucesor. El entonces Presidente de la República, Dr. Baquerizo Moreno, se vió en la necesidad de desautorizar a su representante diplomático, declarando que el Gobierno ecuatoriano no deseaba intervenir más, ni siquiera oficiosamente, en el nombramiento de Obispos: por pri¬mera vez en la historia, tanto colonial como republicana del Ecuador de hoy, el gobierno declaraba formalmente que renunciaba a cualquier pretensión patronal.

Por lo que hace a las relaciones con la Santa Sede, estas quedaron suspendi¬das de hecho, aunque no rotas formalmente, a raíz del fracaso de la fórmula de arreglo a la que se llegó con los Protocolos de Santa Elena. El 24 de Octubre de 1901, la Secretaria de Estado le hacía llegar al Delegado Apostólico un telegrama en el que le decía: «Aprovechando la clausura del Congreso en el Ecuador, V.S.I. acérquese a Lima para presentar cartas credenciales y despachar algunos asuntos urgen¬tes».

Desde la salida del Delegado Bavona, las relaciones oficiales con el represen¬tante pontificio, que fijó su residencia definitivamente en Lima, quedaron suspendi¬das, aunque esporádicarnente y por asuntos muy puntuales de conveniencia poli¬tica, hemos encontrado algunas alusiones a encuentros informales de los diplomáti¬cos ecuatorianos en Lima, con el Delegado Apostolico.

La lucha por la supervivencia Es evidente que sin episcopado, con el clero y las comunidades religiosas per¬seguidas, con una legislación adversa y abiertamente hostíl, la lucha de la Iglesia por su supervivencia, humanamente hablando tenía que ser desigual. No obstante, desde el punto de vista de la defensa de los derechos de la Iglesia, la labor de los pastores, capitaneados por el Obispo de Ibarra y 1uego Arzobispo de Quito, Fede¬rico González Suárez, fue realmente asombrosa y es muestra de la férrea voluntad del Prelado, de su conocimiento de los hechos y de los hombres, de su profunda ciencia y preparación doctrinal y en no poca medida, de su sentido práctico.

Poco a poco, tras la renuncia de la renta eclesiàstica, 1as di6cesis pudieron ser provistas de sus pastores propios, demostràndose asi la estrecha relaci6n que existía entre la renta pagada por el gobierno y la posibilidad de efectuar los nombra¬mientos. No fue fácil de todos modos la provisión de sedes: a la necesidad de encontrar sujetos que no dieran al gobierno pretexto para su rechazo, y además de los requisitos canónicos, estos debían poseer determinadas cualidades: ser ecuato¬rianos, ya que la ley prohibia a los extranjeros ejercer prelacías en el Ecuador; tener patrimonio propio que le permitiera subsistir decorosamente; gozar de la simpatía de la población católica del lugar a donde se los destinase, de modo tal que fueran defendidos contra las fac¬ciones liberales; en la medida de lo posible, pertenecer al clero secular, puesto que el regular contaba de antemano con la animadversión liberal, y además aquellos religiosos con cualidades para el episcopado escaseaban, frente a la necesidad de sus propios institutos de tenerlos como superiores, cuando les estaba prohibido buscarlos entre los extranjeros.

La renuncia de la renta eclesiástica dió lugar a que el Metropolitano, de acuerdo con los Prelados sufraganeos, restableciese en todo su vigor el pago directo a la Iglesia de la contribución del “tres por mil”, sustitutiva del diezmo, haciéndola extensiva a los capitales en giro. Simultáneamente, declararon los Prelados reser¬vado el pecado contra el quinto mandamiento de la Iglesia. En 1916, la Santa Sede por medio de la Delegación Apostólica, comunicó al Arzobispo la decisión de que en adelante no se exigiera a los fieles contribución obligatoria alguna, que en cam¬bio los exhortara a ayudar al sostenimiento de la Iglesia con lo que cada cual bue¬namente pudiera, quitando de inmediato la reserva del pecado.

Las comunidades religiosas poco a poco fueron volviendo a la vida normal, despojadas de sus propiedades por la Ley de Beneficencia; poco a poco, las leyes que prohibían la apertura de Casas y noviciados, el ingreso de postulantes, etc., fueron relajándose o quedando en letra muerta. Mientras tanto, algunas comunida¬des gracias a la ayuda de sus respectivas casas madres y a las medidas adoptadas en su favor por los Prelados diocesanos, pudieron subsistir.

La legislación liberal no prohibió la posibilidad de establecer colegios particulares, aunque sus exámenes y títulos tenían que ser presenciados y refrendados por maestros laicos; eso sí, el Estado no concurría a su sostenimiento con cantidad alguna, estableciendo desde luego una injusta desigualdad entre las escuelas laicas, gratuitas todas ellas y com¬pletamente subvencionadas por el Estado, y los centros de educación particulares. Con el correr del tiempo, fueron estableciéndose este tipo de centros de ense¬ñanza, que por su seriedad y calidad pronto superaron a muchas de las institucio¬nes fiscales de su género.

Con todo, no fue hasta 1937 cuando las relaciones entre el Estado ecuato¬riano y la Iglesia volvieron a restablecerse oficialmente, mediante la suscripción de un Modus Vivendi aún vigente, que reconoce la personalidad juridica pública de la Iglesia y le acuerda ciertas garantías mínimas para el desarrollo de su labor. En todo caso, no obstante la suscripción de ese solemne pacto, subsisten aún muchas de las leyes antiguas como la del divorcio civil, la obligación de celebrar previa¬mente al matrimonio eclesiástico la ceremonia civil, la inscripción de los neófitos en el Registro civil antes de recibir el bautismo, y hasta hace muy pocos años la educa¬ción laica obligatoria, sustituida ahora por la posibilidad de recibir clases de reli¬gión a solicitud del interesado o sus representantes.

La paulatina pérdida de poder del partido liberal radical, y la aparición de nuevos partidos políticos, asi como la separación entre la Iglesia y el Estado tan duramente conseguida, quitó virulencia a la lucha, permitiendo al mismo tiempo el fortalecimiento paulatino de la Iglesia en el desarrollo de su misión específica.

NOTAS: