Diferencia entre revisiones de «POSITIVISMO EN IBEROAMÉRICA»

De Dicionário de História Cultural de la Iglesía en América Latina
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Si se define el [[POSITIVISMO_EN_IBEROAMÉRICA | positivismo]] como una doctrina que sólo valora el conocimiento por sus resultados prácticos o por su utilidad material inmediata, y que no se interesa por el conocimiento teorético o especulativo, entonces ese [[POSITIVISMO_EN_IBEROAMÉRICA | positivismo]] tiene en los distintos países de [[AMÉRICA_LATINA:_El_Término | América Latina]] un origen y un desarrollo propios que en algunos aspectos lo diferencian del [[POSITIVISMO_EN_IBEROAMÉRICA | positivismo]] europeo. En efecto, encontramos ya elementos de esa doctrina positiva social y política en los países de [[AMÉRICA_LATINA:_El_Término | América Latina]] a mediados del siglo XIX, y en la República Argentina no se conoce a Comte hasta después de 1880. En la cátedra universitaria su influencia llegó todavía más tarde, y a finales del siglo XIX «todavía en los colegios imperaba Balmes».<ref>KORN, 205</ref>   
 
Si se define el [[POSITIVISMO_EN_IBEROAMÉRICA | positivismo]] como una doctrina que sólo valora el conocimiento por sus resultados prácticos o por su utilidad material inmediata, y que no se interesa por el conocimiento teorético o especulativo, entonces ese [[POSITIVISMO_EN_IBEROAMÉRICA | positivismo]] tiene en los distintos países de [[AMÉRICA_LATINA:_El_Término | América Latina]] un origen y un desarrollo propios que en algunos aspectos lo diferencian del [[POSITIVISMO_EN_IBEROAMÉRICA | positivismo]] europeo. En efecto, encontramos ya elementos de esa doctrina positiva social y política en los países de [[AMÉRICA_LATINA:_El_Término | América Latina]] a mediados del siglo XIX, y en la República Argentina no se conoce a Comte hasta después de 1880. En la cátedra universitaria su influencia llegó todavía más tarde, y a finales del siglo XIX «todavía en los colegios imperaba Balmes».<ref>KORN, 205</ref>   
  

Revisión actual del 20:07 10 ago 2020

Si se define el positivismo como una doctrina que sólo valora el conocimiento por sus resultados prácticos o por su utilidad material inmediata, y que no se interesa por el conocimiento teorético o especulativo, entonces ese positivismo tiene en los distintos países de América Latina un origen y un desarrollo propios que en algunos aspectos lo diferencian del positivismo europeo. En efecto, encontramos ya elementos de esa doctrina positiva social y política en los países de América Latina a mediados del siglo XIX, y en la República Argentina no se conoce a Comte hasta después de 1880. En la cátedra universitaria su influencia llegó todavía más tarde, y a finales del siglo XIX «todavía en los colegios imperaba Balmes».[1]

Por otra parte, si nos atenemos a las directrices que propone el legislador Juan B. Alberdi (1810-1884) para la Constitución argentina de 1853, era entonces prioritario poblar el país con millones de europeos y acercar Buenos Aires a las demás poblaciones mediante el ferrocarril y el telégrafo para conseguir el desarrollo material que la nación necesitaba. Era precisa «una constitución que tenga el poder de las hadas, que construían palacios en una noche»,[2]y para él no era el momento para las especulaciones teóricas, ni siquiera para las ciencias o la astronomía en ninguno de los países de América.[3]

Por su parte, el presidente argentino Domingo F. Sarmiento (1868-1874) tomó como modelo de progreso el que se había alcanzado en los Estados Unidos y quiso seguirlo. Pero como a diferencia de Nueva España –que a su juicio «absorbió en su sangre una raza prehistórica servil»– la civilización anglosajona no admitió a las razas indígenas ni como socios ni como siervos de su constitución social, entonces Sarmiento confiesa haber tenido que consagrar su vida entera a extirpar en la escuela «la muerte que nos dará la barbarie insumida en nuestras venas».[4]Lógicamente, los propios filósofos argentinos revisaron más tarde esos postulados, reconociendo que «es propio del hombre poner en la vida un valor más alto que el económico»,[5]proponiendo este mismo autor «un socialismo ético» no muy alejado del socialismo «idealista» de Jean Jaurès.[6]

Avanzado ya en el siglo XIX y a comienzos del siglo XX, podemos encontrar ya en Argentina un positivismo fundamentado en la metodología y el éxito de las ciencias, con las obras de F. Ameghino o de José Ingenieros, que sería más afín al positivismo doctrinal europeo. Sobre el valor de esas ciencias, valdría también para América la crítica que les hiciera Husserl al decir que excluyen por principio las preguntas verdaderamente acuciantes para el hombre, las preguntas por el sentido o por la falta de sentido de la vida humana.[7]Y quizás sólo por haber sido Husserl un defensor tan firme de la philosophia perennis pueda comprenderse que Edith Stein –la futura santa Benedicta de la Cruz– haya sido una convencida discípula suya, que se hubiera convertido al catolicismo y que hubiera sido capaz de dar sentido cristiano a la persecución y muerte que ella sufrió como judía. Por lo demás, la riqueza y variedad del positivismo argentino pueden ser estudiadas y valoradas desde otras muchas perspectivas.[8]

En contraposición con el positivismo argentino, el positivismo en México recoge la influencia directa de Comte, a quien Gabino Barreda (1818-1880) conoce en París en 1848. Desde 1867 hasta 1878, Barreda fue director de la Escuela Nacional Preparatoria donde se formaban los futuros universitarios mexicanos, teniendo todos que cursar matemáticas, física, química, astronomía y cosmo-grafía –independientemente de los estudios que quisieran seguir– como «el más seguro preliminar de la paz y del orden social»,[9]la paz que tanto necesitaba México desde su independencia, en un intento de cohesionar el país en base al rigor de doctrinas sólidas e indiscutibles como lo eran las ciencias. La misma preocupación por encontrar esa paz social parece ser la del filósofo mexicano Antonio Caso (1883-1946), como se verá con detalle en el siguiente apartado.

Crítico del positivismo ante todo, Caso fue siempre contrario a las manifestaciones meramente materiales de un progreso que en realidad no hacía sino fomentar la ambición personal. «Nuestro siglo –nos dice– es codicioso, rencoroso, arbitrario, sanguinario, perverso. Pero todos los siglos lo han sido también. [...] Progresamos en otros órdenes [...] más no como sujetos de moralidad. Hoy hay tan pocos santos como siempre. Hoy hay tantos malvados como siempre. [...] Nuestra ciencia y nuestra industria realizaron progresos estupendos. [...] Ayer, nuestros abuelos cabalgaban sobre caballos y mulos; nuestros padres cabalgaron sobre el vapor aprisionado sabiamente en las calderas de las locomotoras; nosotros cabalgamos sobre la electricidad domesticada en los aeroplanos; nuestros hijos o nuestros nietos cabalgarán sobre un rayo de sol de estrella a estrella; y, a pesar de tantas conquistas industriales y científicas, Caín seguirá degollando a Abel, y Jesucristo implorará desde su cruz vacía el ánimo de seguirlo heroicamente, desdeñando las variedades de la codicia y la farsa para ocupar un sitio, siquiera fuere pequeño y apartado, en las laderas sacrosantas del Gólgota.».[10]

En la misma línea crítica de ese falso progreso, el filósofo peruano Alberto Wagner de Reyna (1915-2006) muestra que la riqueza de los países desarrollados es un espejismo que sólo fomenta el hedonismo consumista entre los países pobres, y propone la vuelta a la austeridad como condición para liberar el espíritu.[11]Si profundizáramos más en el pensamiento de este filósofo, discípulo de Martin Heidegger en Friburgo y autor de una muy temprana Ontología fundamental de Heidegger (1938), le encontraríamos claramente inscrito dentro de la filosofía cristiana, postulando más bien la fe y la confianza frente al existencialismo de su antiguo maestro, que ocupándose de la crítica al neopositivismo propio del tiempo en que le había tocado vivir.

Buscando horizontes intelectuales más amplios, Caso fundó el Ateneo de la Juventud en 1909. Ese Ateneo agrupaba a otros jóvenes filósofos mexicanos, y también acudían ensayistas, críticos y pintores, entre ellos José Vasconcelos, Alfonso Reyes, Henríquez Ureña o Diego Rivera.[12]En el Ateneo se reunían para leer y discutir obras de filósofos, de humanistas, de literatos o de artistas, y a partir «de esas lecturas, los miembros del Ateneo llegaron a la convicción de que, con la supresión de las humanidades, la metafísica y la religión en los centros de estudio, el positivismo había suprimido altura intelectual y que el remedio estaba en que había que volver a restaurar los estudios de sistemáticos de filosofía.».[13]

Para Alfonso Caso, en efecto, la filosofía debe ser una búsqueda «heroica» de la verdad, ya que «el espíritu filosófico es un ánimo constante e incorruptible de aventura que tiene mucho de heroico. El encanto de la filosofía estriba, más que en el éxito, siempre problemático, de la afirmación, en el esfuerzo desplegado al meditar.».[14]De no desplegar ese esfuerzo heroico en la reflexión filosófica, «diremos que México se muestra, en lo que concierne a la cultura, por debajo de lo que elaboró Nueva España. ¡Porque no valía la pena de sufrir tantas revoluciones en pro de la libertad política, intelectual y social, para venir a parar en la negación de aquella franquicia sagrada y bendita sin la cual todas las demás salen sobrando: la libertad de pensamiento y de enseñanza!».[15]

De manera análoga, al finalizar el siglo XIX «la sequedad intelectual» del positivismo había llevado a los universitarios uruguayos hasta los temas gnoseológicos, éticos y estéticos,[16]y el Ariel de Rodó fue enarbolado como estandarte del idealismo americano frente al utilitarismo sajón, de manera en cierto modo análoga a como Rubén Darío alentó la revolución modernista en Europa. Por su parte, Carlos Vaz Ferreira (1872-1958) destacó como crítico riguroso de los postulados lógicos y reduccionistas del positivismo doctrinario de E. Littré – uno de los discípulos de Comte–, defendiendo la filosofía como disciplina idónea para abrir las mentes de los jóvenes y mostrando la necesidad que las ciencias tienen de la metafísica, aunque él nunca llegara a profesar ninguna creencia religiosa.[17]

Sin embargo, el rasgo más característico del positivismo en Brasil fue precisamente el de haber difundido la tesis comtiana de la religión de la humanidad, después de que Miguel Lemos (1854-1917) hubiera conocido a P. Lafitte –otro discípulo de Comte– en París e ingresara después en la Sociedad Positivista de Río de Janeiro fundada por el militar brasileño Benjamín Constant (1877), levantando en esa ciudad el primer Templo de la Humanidad (1890) y contribuyendo al advenimiento de la República (1889), aunque esta última afirmación sea muy controvertida,[18]al estar los positivistas brasileños convencidos de que para regenerar el mundo eran necesarios «ante todo santos y no sólo sabios».[19]

Tras esta descripción a grandes rasgos del positivismo y su crítica desde el cristianismo en América Latina, es preciso detallar ahora la singular crítica llevada a cabo por Antonio Caso en base al amor, esencia del cristianismo. En realidad, el amor entendido como caridad le permite sostener toda su filosofía, ya que con la vida humana se supera la economía propia de las Ciencias (Cosmología) y se muestra que el arte es desinterés (Estética) mientras la Ética fundada en la caridad justifica la esperanza y la fe (la Metafísica y la Teología).[20]

Para comprender a nuestro autor, conviene saber que había nacido en el seno de una familia de clase media alta, en la cual su madre le transmitió el catolicismo que ella vivía con fervor, mientras su padre defendía ideas positivistas y liberales. Para los estudiosos de Caso, quizás fuera esa educación contrapuesta –ya desde su infancia– la causa de que nunca llegara «a tomar una actitud de cristianismo integral, sino solamente la de un deísmo filosófico en el cual se mantuvo hasta el fin de su vida»,[21]o la que le llevara a afirmar: «soy cristiano y devoto del Evangelio; no me refiero a ninguna Iglesia ni a ninguna comunión».[22]Sin embargo, según el testimonio del Dr. José Luis Curiel Benfield –discípulo de Caso–, las convicciones cristianas que su maestro profesaba sí eran auténticas, y la frase completa que pronunciara en el momento de su muerte no fue «¡por fin voy a saber…!» sino «¡por fin voy a saber de Dios!», a pesar de que el propio autor se contara a sí mismo entre el número de «los heterodoxos».[23]

La época histórica en que vivió Antonio Caso se vio marcada no sólo por el largo gobierno del general Porfirio Díaz, quien habiendo jurado la constitución liberal de 1857 la modificó para permanecer en el poder durante treinta años, sino también por el positivismo de «los científicos» que al final del porfiriato utilizaron sus influencias políticas en beneficio propio, desencadenando la larga revolución que desde 1910 enfrentó a los campesinos con el ejército, y que en la década siguiente contó con gobiernos militares que promulgaron leyes contra la Iglesia católica, provocando entre otros conflictos la sangrienta persecución de los Cristeros. Esos veinte años de revolución fratricida coincidieron exactamente con los primeros años de la actividad publicista de Antonio Caso proponiendo el seguimiento de Cristo como la única vía de salvación personal y nacional.

Recordemos que una de sus obras más conocidas, La existencia como economía y como caridad. Ensayo sobre la esencia del cristianismo, fue publicada por primera vez en 1916 (reeditada en 1919 y 1943), y que muchas otras obras suyas tan significativas como Discursos a la nación mexicana (1922), Ensayos críticos y polémicos (1922), Doctrinas e ideas (1924), El problema de México y la ideología nacional (1924) o Discursos heterogéneos (1925) fueron escritos durante las referidas décadas de la revolución mexicana. En la dedicatoria de un ejemplar de la tercera edición de La existencia como economía y como caridad, el autor le confiesa a José Gaos que «este Ensayo ha constituido mi preocupación de toda la vida»,[24]y el filósofo español se pregunta también si las circunstancias históricas de la primera edición, redactada durante los primeros meses del año 1916 coincidiendo con la guerra de Carranza y la rivalidad entre Villa y Zapata, no influyeron en el tema elegido: ¿fue este Ensayo «una lección a la circunstancia, una lección de caridad?».[25]

Respecto del positivismo educativo propugnado por Barreda en su Escuela Preparatoria, hay que decir que fue puesto en entredicho por Justo Sierra hacia 1880, con el proyecto de restauración de la Universidad Nacional (inaugurada en 1910) que incluiría una Facultad de Filosofía. Antonio Caso será el primer profesor de esa Facultad y más tarde Rector de la Universidad, habiéndose opuesto a la implantación del materialismo histórico como metodología propia de la Universidad. Refiriéndose a su maestro Justo Sierra, nos dice Antonio Caso: «el crítico, el historiador, el maestro, nos arrancaba nuestra fe positiva. El fetiche endiosado por Barreda se juntaba, en el panteón de la historia, con los otros ídolos rotos. La ciencia es verdadera si no la queremos divinizar; si la respetamos como cosa humana, cambiante, inestable, perfectible, pero no absoluta, no perfecta, no dogmática ni sagrada. Así es cierta; divinizada es falsa como los demás fantasmas del teatro, que dijo Bacon. Desde la tribuna más alta de la República, Justo Sierra condenó el positivismo oficial en aquella memorable noche del veinte de marzo de mil novecientos ocho. Iniciábase una época de la ideología mexicana. La nación, primero devota del jacobinismo del 57, luego positivista con Barreda seguiría a Sierra en su escepticismo.».[26]

Y así surge la pregunta: ¿dónde encontrar la nueva «idea constructora» de la historia mexicana? «Úrgenos, pues, definir hoy la nueva idea constructora, conforme al ritmo interno de nuestra histo-ria: catolicismo, jacobinismo, positivismo, escepticismo… ¿Quién nos la dará? La Iglesia no. Ya está juzgada en la dialéctica de la ideología nacional. Los jacobinos no. Ya lo están también. Tampoco los positivistas, cuya derrota, fresca y lozana, los aleja tanto de nosotros, ni los escépticos con-temporáneos, que suelen repetir con suficiencia: “No tenemos remedio”. ¿Quién nos la dará? Permí-tasenos responder con la más profunda convicción: no se trata de una nueva idea, sino de algo más íntimo y cordial; de un sentimiento, de una actitud, de una fe, vieja y nueva como la misma humanidad. Cuando los asuntos y problemas sociales parecen no tener solución, es que las ideas solas no los pueden resolver. […]. Se necesita un acto de sacrificio: la religiosidad cristiana que palpita sobre el mundo después de la guerra de las naciones. No Cristo Rey, sino Cristo pueblo: ha aquí la máxima y el acto que nos pueden salvar. La más urgente de las enseñanzas, entre nosotros, es predicar el olvido de las ofensas y el amor al prójimo. […] El problema social de México, como el de todas partes, es una cuestión moral.».[27]Con «la guerra de las naciones» Caso hace referencia aquí a la Primera Guerra Mundial, haciendo extensivo el problema de México y su solución a los demás pueblos del mundo.

A juicio de Caso, el hombre –y, por extensión, la sociedad de la que forma parte– sólo pueden realizar un único progreso auténtico: el desprendimiento del egoísmo en el camino de la perfección. Por eso hay hoy «tan pocos santos como siempre y tantos malvados como siempre», porque el camino de la perfección, de la ascesis, el de la superación de sí mismo es hoy tan difícil como siempre. Y ese camino no puede andarse sin el amor. El amor, como bandera unificadora, ha de ser la solución de los males que aquejan al país.

Refiriéndose a san Francisco, nos dice: «Si los hombres fuésemos como él, la conciencia de la especie unificaría la existencia en una sociedad universal, y la hermana Muerte y el hermano Diablo serían aniquilados en una ola gigantesca de amor. [...] Difiramos, en buena hora, de doctrinas e ideas filosóficas y sociales; apartémonos de quienes nos discuten y discutamos a quienes de nosotros se apartan; ejercitemos libremente nuestra iniciativa mental; pero tengamos siempre una patria, y unámonos en su corazón atribulado, en su alma constantemente digna de nuestro sacrificio y nuestro amor. [...] En la escuela, en el taller, en la iglesia, en el laboratorio, sustituyamos la pasión con la compasión, la antipatía tradicional con la simpatía, la ofensa con la inteligencia y el perdón; porque si no nos amamos a nosotros mismos, ¡Santo Dios!, ¿quién nos amará? [...] Al fin, el amor es más fácil y menos molesto que el odio; significa descanso y no arrebato; confianza y paz.».[28]

Esa ola de amor puede llegar a hacerse tan gigantesca que llegue a alcanzar incluso a los enemigos, para proponer que «tengamos fe en el bien que nunca llega. Creamos que México vencerá al fin las causas contrariantes de su bienestar; creamos, sí, esperemos en Cristo. En el Cristo de los socialistas y los católicos, de los luteranos y los bolsheviki; en la gran promesa humana de victoria que es Jesús.».[29]Pues, en efecto, Jesucristo no murió sólo por los católicos o los luteranos, por los socialistas o por los bolcheviques, sino por todos.

Por otro lado, ese camino de la reconciliación por el perdón y el amor es también camino de liberación, pues valoramos al hombre tanto más cuanto más suelto (absuelto) y libre esté de ataduras, cuanto más absoluto sea. Y como la renuncia se resiste a ser medida por ley racional alguna, no tiene más ley que ella misma para poder ser explicada. En la renuncia, en la liberación de cuanto le ata, el hombre se perfecciona, se completa, se hace más él mismo: «codiciar, apetecer, desear, es ser esclavo heterónomo. Solamente es autónomo y libre el que se liberta de la codicia, el apetito y el deseo. Cuando ambicionamos algo somos esclavos de lo que ambicionamos. [...] Sólo el que se sacrifica se posee a sí mismo. En el acto de sacrificio se cumple la negación de la individualidad y el apoteosis de la persona. Se es fuerte para dar y por eso se da todo, por encima de toda ley y de todo orden.».[30]

La liberación del lastre animal implica la recuperación de la propia naturaleza humana, de la indivi-dualidad pura, de la personalidad. Si ser personal es poder decir «yo», la autonomía que consi¬gue esa liberación bien podrá ayudarnos a ello. Sólo una renuncia completa podrá conseguir un «yo» (un hombre) puro. Y en el momento de renunciar incluso a ese hombre puro, la re¬nuncia habrá alcanzado su máxima vigencia como ley. En el úl¬timo acto de la renuncia, el hombre habrá colmado su perfección en el espíritu. Pero sólo un hombre pudo conseguir tan perfecta donación, porque era ya espíritu. «En ese instante sagrado y único se es ley y acto, indiscerniblemente. [...] No más Cristo pudo realizar por completo su individualidad en el sacrificio de la Cruz.».[31]

En esa línea, Caso termina de exponer El problema de México y la ideología nacional diciendo: «Yo poseo un criterio excelente a mi ver, para probar la incuestionable superioridad de Jesucristo sobre todos los seres humanos. El criterio es el ánimo de sacrificio; el apoteosis y la negación suprema de la individualidad psíquica. Mientras más se sacrifica uno es más libre. Sólo el que lo da todo se posee a sí mismo. ¿Por qué? Porque es el único acto que no se explica por un orden o una ley superior al acto mismo.».[32]

Así pues, la razón última de la propuesta de Caso está en el modelo de hombre que es Cristo, porque sólo Él consiguió realizar completamente su individualidad, su Persona. Y por eso nosotros intentamos seguirle, porque también ansiamos coronar nuestra personalidad, nuestra individualidad absoluta, total, libre, autónoma. «Por eso es el modelo de los hombres. Por eso hace muchos siglos que se va en busca y no se le acaba de encontrar; porque para encontrarlo hay que ser como él. […] De aquí que toda la moral y toda la libertad humanas se compendien en la imitación de Jesucristo. Podría suprimirse la ética como teoría y como sanción; como metafísica y como derecho y decir a los individuos y a las naciones esta palabra única “imitad a Jesús”.».[33]

Notas

  1. KORN, 205
  2. ALBERDI, 131
  3. ALBERDI, 244
  4. SARMIENTO, 21
  5. KORN, 305
  6. TORCHIA ESTRADA, 148-150
  7. HUSSERL, párrafo 2
  8. BIAGGINI, CATURELLI, GUY, LARROYO, SARTI, SOLER
  9. (BARREDA, 116)
  10. CASO 1955, 96-97
  11. WAGNER, 220, 249
  12. CASO 1984, 16
  13. IBARGÜENGOITIA, 210
  14. CASO 1924, 17
  15. CASO 1943, 47
  16. ARDAO, 284
  17. ROMERO BARÓ 1993, 35
  18. CRUZ COSTA1957, 42; PAIM, 438
  19. CRUZ COSTA 1956, 229
  20. GAOS, XIII
  21. IBARGÜENGOITIA, 210
  22. KRAUZE DE KOLTENIUK, 20
  23. CASO 1972, 115, 117
  24. CASO 1972, 115, 117
  25. GAOS, XI
  26. CASO 1943, 84-85
  27. CASO 1943, 84-85
  28. CASO 1955, 79-82
  29. CASO 1955, 98
  30. CASO 1955, 94
  31. CASO 1955, 94-95
  32. CASO 1955, 93-94
  33. CASO 1955, 95-96

Biliografía

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JOSÉ M. ROMERO BARÓ.